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El Ágora U.S.B.

versión impresa ISSN 1657-8031

Ágora U.S.B. vol.20 no.1 Medellin ene./jun. 2020

https://doi.org/10.21500/16578031.4296 

Artículos de reflexión derivados de investigación

La naturaleza como víctima en la era del posacuerdo colombiano1

Nature as a victim in the Colombian post-agreement era

Natalia Elisa Ramírez-Hernández1 

Wilmer Yesid Leguizamon-Arias2 

1 Magíster en Derechos Humanos Universidad Pedagógica y tecnológica de Colombia UPTC, Magister (C) en filosofía, Universidad Nacional de Quilmes (Argentina) Abogada Universidad Santo Tomas, Especialista en Derecho Penal y Ciencias Forenses Universidad Católica de Colombia, Investigador adscrito al grupo de investigación Primo Levi. Contacto: nramirezhernandez@uvq.edu.ar, nataliaramirezabogada@gmail.com

2 Docente investigador adscrito al grupo de investigación Hugo Grocio de la Fundación Universitaria Juan de Castellanos, Colombia Abogado Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, Magíster en Derecho Universidad Nacional de Colombia, Estudiante de doctorado en Derecho Público-Universidad Santo Tomas, Contacto: wyleguizamon@jdc.edu.co, wilmesid@gmail.com


Resumen

El escenario del posacuerdo colombiano, plantea la necesidad de visibilizar a la naturaleza como víctima del conflicto armado, interpelando nuevas concepciones de justicia más allá de la mirada eminentemente antropocéntrica. Para asumir este debate se abordan los tipos de violencia sufridos por la naturaleza de lo no humano, desde las categorías de violencia estructural y cultural, hasta la categoría de violencia directa asociada al conflicto armado; así mismo se aborda el enfoque de los derechos bioculturales como uno de los fundamentos para reconocer a la naturaleza como víctima del conflicto armado, pero con el problema de continuar reproduciendo narrativas propias de la violencia cultural y estructural.

Palabras clave: Víctima; naturaleza; ambiente; conflicto; derechos; posacuerdo.

Abstract

The scenario of the Colombian post-agreement raises the need to make nature a victim of armed conflict more public, by intervening new conceptions of justice beyond the eminently anthropocentric view. To take up this debate, we address the types of violence suffered by the nature of the non-human, from the categories of structural and cultural violence to the category of direct violence associated with the armed conflict. Likewise, the approach to biocultural rights is addressed as one of the foundations for recognizing nature as a victim of the armed conflict, but with the problem of continuing to reproduce narratives, which are typical of cultural and structural violence.

Keyword: Victim; Nature; Environment; Conflict; Rights; and Post-Agreement.

Introducción

Todos los procesos transicionales han tenido que enfrentar retos asociados a dilemas políticos, éticos y jurídicos en el camino a la construcción de un equilibrio socialmente aceptable entre justicia y paz. Colombia no es la excepción, como lo ha demostrado la dificultad para construir un consenso entono lo que deberían ser los objetivos de la justicia transicional. Ejemplo de ello fue la polarización que se presentó durante el plebiscito del 2 de octubre de 2016, cuando cerca del 50,21% de los votantes no apoyó el “acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera” y, por otro lado, el 49,78% de los sufragantes aprobaron la ratificación de los acuerdos.

De acuerdo con los datos de la Registraduría Nacional del Estado Civil, el plebiscito por la paz realizado en Colombia el 2 de octubre de 2016, tuvo una participación cercana al 37,43% del potencial electoral. Es decir que de las 34.899.945 personas habilitadas para votar sólo participaron 4.536.992 votantes, de los cuales 6.377.482, el 49,78%, votaron “SÍ” y 6.431.376, el 50,21%, votaron “NO” a la pregunta “¿Apoya el acuerdo final para terminación del conflicto y construcción de una paz estable y duradera?” (Registraduría Nacional del Estado Civil, 2016).

Pero además de las dificultades inherentes a los típicos procesos transicionales, el caso colombiano presenta una serie de especificidades enraizadas en la degradación, escalamiento y sostenimiento en el tiempo del conflicto armado colombiano, caracterizado por las múltiples aristas acuñadas entre sí por una violencia que ha sido el resultado “(…) de acciones intencionales que se inscriben mayoritariamente en estrategias políticas y militares, y se asientan sobre complejas alianzas y dinámicas sociales” (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2013, p. 31). Esta es una de las razones que permite explicar el circulo vicioso que ha impedido pacificar los territorios, pues mientras persistan los factores de reproducción del conflicto, persiste la capacidad velica de estructuras las criminales preexistentes (o nuevas), terminando por escalar sus acciones violentas contra la población civil pero también contra los ecosistemas. En este último evento con el objetivo de ampliar las fronteras de los factores de reproducción del conflicto o como estrategia de ataque, como el caso de la voladura de oleoductos o la siembra de cultivos de uso ilícito.

Así que el escenario de alta complejidad del conflicto en Colombia debe ser analizado a partir de la deconstrucción de cada una de sus partes, pero sin perder de vista la integralidad de su contexto. Y es en este punto donde aparece una de las particularidades del conflicto colombiano: la degradación ambiental asociada a la violencia. Son estas especificidades las que obligan a imaginar nuevos criterios de justicia a partir de la construcción -y reconstrucciónde narrativas para la reivindicación de sujetos, poblaciones y situaciones olvidadas, negadas o violentadas en el pasado.

Desde esta perspectiva, la naturaleza ha sufrido dos grandes tipos de violencia que infortunadamente confluyen en el contexto colombiano. Desde un punto de vista macro, es necesario advertir que a consecuencia de la exclusión de la naturaleza del contrato social moderno (Sousa Santos & García Villegas, 2001), sustentada en narrativas filosóficas, políticas y económicas que han pregonado la superioridad del ser humano sobre su entorno, se desató todo un fenómeno de violencia estructural, cultural y directa del hombre hacia la naturaleza de lo no humano, que ha llevado a la extinción de centenares y centenares de especies de flora y fauna en todas las latitudes del mundo. Este nuevo tipo de violencia estructural se está expresando en lo que hoy se conoce como la era del antropoceno. Para comprender este aspecto, se acudió a la teoría del conflicto y en particular al triángulo de la violencia elaborado por el sociólogo noruego Johan Galtung, que además de identificar la violencia directa como la parte visible del triángulo, encuentra que en la sociedad también existen otros dos tipos de violencia invisibles que fundamentan la primera y que las denominó como violencia estructural y violencia cultural. Estas categorías de violencia también se manifiestan en las relaciones del ser humano con la naturaleza.

Desde un punto de vista micro, se expresan los daños ambientales causados por la violencia asociada a los factores del conflicto armado colombiano. El Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) estudió los principales daños e impactos en los casos emblemáticos transcurridos en el periodo comprendido entre el año 2007 y 2012, los cuales fueron agrupados en cuatro categorías: “daños emocionales y psicológicos, daños morales, daños políticos y daños socioculturales” (CNMH, 2013, p.259). De acuerdo con el mencionado informe, resultaba procedente introducir en la categoría de “daños socioculturales” (CNMH, 2013, p.259)., todos aquellos impactos sobre los pueblos y comunidades indígenas y afrocolombianas, así como los daños materiales y ambientales (CNMH, 2013, p.259). El problema de esta clasificación es la reproducción de las narrativas eminentemente antropocéntricas, generando un efecto cascada que termina por reproducir los elementos de la violencia estructural sufrida por la naturaleza en la justicia transicional colombiana. Si bien es cierto que las categorías empleadas por el CNMH. pueden permitir que, a consecuencia de la reparación colectiva a determinadas comunidades indígenas y afrocolombianas, se establezcan medidas de reparación ambiental, éstas últimas seguirían siendo medidas de efecto indirecto, más no responderían a consideraciones específicas que afirmen la subjetividad y el tratamiento particular de los ecosistemas colombianos en un verdadero proceso de reparación transformadora de la naturaleza.

Es por esta razón que el artículo que se presenta a continuación promueve la tesis según la cual, la naturaleza es víctima de una violencia estructural, producto de la cimentación de la violencia cultural en las narrativas hegemónicas de la economía, la política y el derecho, que de forma sistemática han construido discursos que desconocen su condición de titular de derechos, como se observa desde la misma exclusión del contrato social. Narrativas que como efecto cascada, se han manifestado tanto en los escenarios del conflicto armado -con los daños ambientales asociados a la violencia y sus factores de reproducción-, como en la concepción de la propia justicia transicional colombiana, pese al reconocimiento de la necesidad de protección del ambiente para alcanzar una sociedad pacífica y sostenible. Estos elementos justifican teóricamente la necesidad de reconocer la naturaleza como víctima del conflicto armado, exigiendo un tratamiento específico para la construcción de mecanismos de reparación transformadora aplicables a ella. Entendiendo así que las sociedades justas deben convivir armónicamente con su entorno, pues la destrucción de aquel representa la insostenibilidad de las primeras, poniendo en serio riesgo los propios derechos humanos, que al fin y al cabo “no tienen mucho sentido si lo que está en peligro es la vida sobre el planeta” (Rodríguez Garavito, 2017, p.11).

Para desarrollar esta propuesta, el artículo está dividido en dos partes. En el primer apartado será dedicado a la implementación de la teoría del triángulo de la violencia a las relaciones entre el ser humano y la naturaleza, presentando una aproximación al análisis de la violencia estructural y la violencia cultural consolidada hacia la naturaleza de lo no humano, que afecta indiscriminadamente a los animales como seres sintientes y la naturaleza como un todo.

El segundo apartado hace una somera representación de la violencia directa sufrida por la naturaleza en el contexto del conflicto armado colombiano, para abordar las aproximaciones esbozadas en el contexto del posacuerdo colombiano, a los daños ambientales y que de alguna manera son vistos como un apéndice de los daños socio culturales sufridos por las comunidades indígenas, raizales.

El triángulo de la violencia en las relaciones del ser humano con la naturaleza

Es dispendioso hablar de relaciones de conflicto y violencia entre ser humano y naturaleza cuando en los últimos 500 años el hombre se ha encerrado en un monólogo donde es director, guionista, creador, productor y actor principal. Las versiones antropocéntricas de la ética, la economía, política, derecho y cualquier otra área del conocimiento gobiernan sin objeción alguna los proyectos más importantes emprendidos por la humanidad y ante semejante panorama, no ha sido posible el reconocimiento “del otro” o de “los otros” cuando presentan una naturaleza distinta al ánthrōpos. Y frente a la imposibilidad del ser humano para reconocer al distinto a su especie con una dignidad intrínseca e inherente a su propia existencia, resulta apenas elemental que tampoco se reconozca de manera generalizada la existencia de relaciones de conflicto y violencia entre ser humano y naturaleza de lo no humano.

Este panorama exige trasplantar -por ahoramarcos teóricos pensados para analizar y entender las relaciones sociales, a las relaciones del hombre con el resto de las especies y ecosistemas. Es por esta razón que se adoptó la obra del sociólogo noruego Johan Galtung, como marco para explicar las relaciones de conflicto y violencia entre lo humano y lo no humano.

Galtung desarrolló su teoría del conflicto a través del denominado “triángulo del conflicto” Galtung, (2003) y cuya noción comporta las siguientes variables: “Actitudes, (presunciones) + comportamiento + contradicción” (Calderón Concha, 2009, p. 69). Estas variables están explicadas en los siguientes términos:

Las actitudes (aspecto motivacional) se refieren a cómo sienten y piensan las partes de un conflicto, cómo perciben al otro (por ejemplo, con respeto y amor o con desprecio y odio), y cómo ven sus propias metas y al conflicto en sí mismo. El comportamiento (aspecto objetivo) alude a cómo actúan las partes durante el conflicto: si buscan intereses comunes y acción creativa y constructiva o si tratan de perjudicar y causar dolor al otro. La contradicción (aspecto subjetivo) tiene que ver con el tema o temas reales del conflicto y con como este se manifiesta. (Calderón Concha, 2009, p. 69).

Como lo explica Claderón Concha (2009), la noción de conflicto de Galtung busca ser lo más omnicomprensiva posible, en tanto que tiene en cuenta aspectos relacionados con el fuero interno del ser humano, para advertir sus emociones primarias, actitudes y en general, los sentimientos y pensamientos de las partes del conflicto; esta variable ha sido definida por Galtung como “las actitudes o presunciones” y representa el aspecto motivacional de las partes (Galtung, 2003). En segundo lugar, el comportamiento representa el aspecto objetivo dentro del conflicto, pues efectivamente analiza los actos ejecutados por las partes en conflicto, evidenciando la posible contradicción o incompatibilidad de los objetivos de las partes cuando particularmente se asume una posición competitiva. Por último, “la contradicción” constituye el elemento subjetivo que determina y delimita los tópicos, temas y aspectos reales del conflicto y sus formas de manifestación; esto es la exteriorización concreta de las contradicciones que representan el aspecto central del conflicto.

Adicionalmente, el conflicto está influenciado por dos variables fundamentales relacionadas con el espacio geográfico donde se ubican los seres vivos, pues no puede existir conflicto si los portadores de objetivos no son seres vivos (Galtung, 2003) y el tiempo en que transcurre el conflicto, de forma sincrónica o diacrónica, como puede ser el caso del conflicto intra o intergeneracional en materia de degradación ambiental (Calderón Concha, 2009, p.74).

Pero para comprender las raíces más profundas de la violencia sufrida por la naturaleza de lo “no humano” es necesario hacer una aproximación inicial a una primera premisa: la violencia estructural sufrida por la naturaleza, como una de las formas de violencia más críticas en la medida en que está normalizado el maltrato y el sufrimiento de lo “no humano”, asumiéndose como natural. “Esta forma de violencia se encuentra fijada en vínculos de poder y micropoder, mediante relaciones históricas de producción y mecanismos naturalizados de explotación de individuos, grupos y organizaciones” (Vera Lugo, 2015, p.261).

La violencia estructural en la era del Antropoceno

Desde hace unos años, la “International Commission on Stratigraphy” dedicada al estudio de la estratigrafía, geología y geocronología a escala mundial, decidió intervenir en el debate relacionado con el fin de la era geológica del holoceno o periodo cronológico postglacial, considerado hasta hace poco como el periodo más reciente del planeta y cuyos inicios se remontan desde hace unos 11.500 a 11.700 años (Drak Hernández, 2016). Una vez culminó la investigación, en 2016, el grupo de expertos designado por la Comisión de estratigrafía llegó a una conclusión casi que unánime: “(…) en efecto, estamos creando (y destruyendo) un planeta a nuestra imagen y semejanza” (Rodríguez Garavito, 2017, p.11) y en tal sentido recomendaron a la Comisión declarar la existencia de la nueva época (Rodríguez Garavito, 2017), conocida en adelante como el antropoceno.

El antropoceno refiere a una nueva era geológica caracterizada por el impacto de la intervención humana en el planeta, fundamentalmente a partir de la revolución industrial (Herrero, 2017, p.18). “El concepto no solo trata de explicar la expansión de la influencia humana por toda la faz de la Tierra, sino de destacar que estamos experimentando cambios cualitativos en el sistema global” (Herrero, 2017, p.18). En historiador Yuval Noah Harari explica la era del antropoceno y su impacto en los siguientes términos:

“Se trata de un fenómeno sin precedentes. Desde la aparición de la vida, hace unos cuatro mil millones de años, nunca una sola especie ha cambiado por sí sola la ecología global” (Noah Harari, 2018, p.88). Explica que el homo sapiens, a lo largo de setenta mil años ha logrado cambiar el ecosistema de formas tan radicales y sin precedentes que compara nuestro impacto con el de las edades de hielo y los movimientos tectónicos, advirtiendo además que de continuar esta tendencia, en uno siglos el impacto del hombre podría superar al del asteroide que extinguió a los dinosaurios hace unos sesenta y cinco millones de años (Noah Harari, 2018, p.89). No en vano se dice que producto de la acción humana se está dando la sexta gran extinción (Herreno, 2017, p.19).

La consolidación de la era del antropoceno se ha soportado en discursos filosóficos, políticos, económicos e incluso teológicos, que han defendido y sustentado la superioridad del hombre sobre la naturaleza de lo no humano (ecosistemas y animales no humanos). Es por esta razón que se configura un nuevo tipo de violencia estructural y cultural que ya no está presente de forma exclusiva en las relaciones sociales, como estaba inicialmente planteado por el sociólogo Johan Galtung (2003), sino que también se expresa -de manera más agresiva-, en las relaciones entre ser humano y naturaleza. Esta vez caracterizada por la negación de las necesidades de la segunda a causa de la construcción de narrativas de superioridad y dominio absoluto de la primera.

La agricultura industrial es un ejemplo de ello, pues en procura de una producción aceptable, únicamente se piensa en la satisfacción de las necesidades objetivas de los animales durante la precaria existencia de la criatura, pero se sacrifican por completo las necesidades subjetivas de aquella, es decir las necesidades naturales, psicológicas y sociales que usualmente tienen los denominados animales de granja (Noah Harari, 2014, p.376). En este sentido, la crítica a la agricultura industrial está dada por el trato a los animales como si fueran máquinas para justificar sus procesos de sobre explotación, atendiendo sus necesidades materiales sólo en función del beneficio económico que redunde de tales cuidados. Frédéric Leonoir (2018), considera que los “cuidados veterinarios” no son más que un eufemismo, pues según el autor, la actividad veterinaria únicamente está direccionada a mejorar la producción, por lo que resulta común el uso de antibióticos, hormonas de crecimiento y engorde, realizando inseminaciones artificiales, mutilaciones, castraciones etc. En definitiva, “Su misión no es cuidar a los animales enfermos, sino mantener con vida el tiempo necesario, desde un punto de vista económico, a unos animales totalmente alterados y mecanizados para que resulten rentables” (Leonoir, 2018, p.36).

De acuerdo con Noah Harari (2014), los estudios de la psicología evolutiva han demostrado que los animales sociales requieren aprender a relacionarse con los demás miembros de su especie para sobrevivir y reproducirse, es por esta razón que sus crías aprenden estos comportamientos a través de la interacción y el juego (p.378). Como estos impulsos no son satisfechos durante el proceso de producción agroindustrial, los animales tienden a sufrir bastante, como el caso de vacas, cerdos y gallinas que son confinadas en un espacio donde estrictamente se pueden mover por el resto de su vida.

Los procesos de sacrificio animal son otro ejemplo de violencia estructural que inicia como una forma de violencia directa socialmente aceptada, que se repite sistemáticamente para satisfacer las necesidades alimentarias del hombre sin importar el grado de sufrimiento de los animales sacrificados a través de mecanismos como el degüello, en donde el animal mantiene plena conciencia mientras es sacrificado.

Pero esta violencia estructural no solamente presenta respecto a los animales de granja e incluso los animales domésticos, los animales silvestres también se han convertido en víctimas de esta forma de violencia. El índice “Planeta vivo” estima que entre 1970 y 2014 la disminución general de especies de vertebrados fue del 60 por ciento en el mundo, mientras que en américa del sur y américa central estas poblaciones sufrieron un descenso del 89 por ciento en el mismo periodo (WWF, 2018, p.7). La pérdida de habitad producto de la presión de la actividad humana, el trafico nacional e internacional de fauna silvestre -que a nivel mundial representa un valor de entre 7.000 y 23.000 millones de dólares- (Nationalgeographic, 2018) expresan la sistematicidad de la violencia estructural sobre animales silvestres.

Un panorama aún más claro respecto a la violencia estructural visible en la relación del hombre con los demás seres vivos que habitan el planeta es precisamente la crítica afectación a los ecosistemas del mundo por la intervención directa del homo sapiens. Una de las razones está ligada al modelo económico que ha admitido la mercantilización de la naturaleza y que se expresa en el hecho de que los recursos producidos a partir de la explotación de la naturaleza están estimados en un valor cercano a los $125 billones de dólares al año (WWF, 2018), por la dependencia que las actividades económicas tienen respecto a los servicios suministrados por la naturaleza. La degradación ambiental ha estado estrechamente vinculada a la explotación intensiva de recursos naturales a escala industrial para satisfacer la inagotable demanda del mercado internacional. La industrialización de la materia prima que alimenta las cadenas productivas internacionales ha dado paso al “extractivismo convencional” y el “neo extractivismo” acuñados en Latinoamérica por Eduardo Gudynas (2013), para explicar los procesos de explotación intensiva de recursos naturales (Renovables o no renovables), usualmente sin ningún tipo de tratamiento o transformación para ser enviado a los mercados internacionales (Gudynas, 2013).

Los efectos ambientales de este modelo son cada vez más graves e irreversibles. En el caso colombiano, la mitad de los ecosistemas se encuentran en amenaza, (WWF-Colombia: 2017, p.6). Esta cifra se aproxima a lo reportado por el Instituto Humboldt, que de acuerdo a la metodología de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, identificó 81 ecosistemas en el territorio colombiano, de los cuales, 35 fueron catalogados como “en peligro crítico” o “en peligro” (Instituto Humboldt, 2015). De acuerdo al mismo informe, los ecosistemas de paramo han presentado una reducción sustancial en los últimos años, con una tasa anual de pérdida de su cobertura cercana al 17% (WWF-Colombia, 2017), con casos críticos como los complejos de guerrero y el altiplano cundiboyacense, donde las áreas destinadas a la producción pecuaria y agraria pasaron a ocupar entre el 47% y el 78% del área de paramo (Instituto Humboldt, 2015).

Esta violencia estructural hacia la naturaleza de lo no humano ha sido alimentada por la violencia cultural o simbólica, que se refiere “a todo aquello que en el ámbito de la cultura legitime y/o promueva tanto la violencia directa como la violencia estructural” (Jiménez, 2012, p.31). En resumidas cuentas, el antropoceno representa un periodo geológico marcado por la violencia estructural del ser humano hacia la naturaleza, legitimada en la violencia cultural que se ha perpetuado hasta nuestro tiempo, por la gran mayoría de culturas humanas.

Estas narrativas no solamente sustentan la violencia estructural, sino que además, de forma sistemática legitiman, justifican y defienden los demás tipos de violencia, como la violencia cultural y las distintas formas de violencia directa, que se manifiesta desde los actos de maltrato animal, corridas de toros entre otros, hasta la destrucción de ecosistemas completos a consecuencia del extractivismo de los denominados “recursos naturales”.

La violencia cultural hacia la naturaleza de lo no humano

La violencia cultural comprende aquello fundamentos ideológicos o representaciones culturales que justifican o enaltecen la violencia de alguna forma (Galtung, 1998) y también está presente en la violencia estructural, “como aquella forma de organización social que desprotege y condena a ciertos sujetos a no poder desarrollar plenamente sus posibilidades” (Galtung, 1998). De acuerdo con Galtung (2003), la violencia cultural se caracteriza por crear el marco legitimador de los demás tipos de violencia que se concreta en las actitudes que de forma sistemática son adoptadas por la sociedad.

Esta categoría está íntimamente relacionada con la violencia simbólica, desarrollada por Bourdieu (1998) y que Martínez parafrasea como una violencia cotidiana donde la percepción y valoración de la relación de “dominación-sumisión” “son los desarrollados desde el lado del dominador, es decir, se imponen a los sometidos naturalizando presentando como Inevitable y su propia situación” (Martínez, 2016, p.17).

Evidentemente este tipo de violencia está presente en la relación entre ser humano y naturaleza. Basta con echar un vistazo a la idea moderna de contrato social, entendido como “metáfora fundadora de la racionalidad social y política de la modernidad occidental” (Sousa Santos & García Villegas, 2001, p.13), para advertir que, en sus relaciones binarias de inclusión y exclusión, se incluía la naturaleza humana y se excluiría la naturaleza de lo no humano por considerarse un recurso o una amenaza (Sousa Santos & García Villegas, 2001, p.13). Este cuestionamiento al contrato social moderno también fue advertido por Nussbaum (2012), cuando señala que uno de los problemas de justicia no resueltos por el contrato social es pesimamente el tratamiento dado a la naturaleza de lo no humano: “El hecho de que los seres humanos se comporten de maneras que niegan a los animales una existencia digna parece constituir una cuestión de justicia” (Nussbaum, 2012, p.322). Las narrativas económicas también han sido denunciadas como eje de la violencia cultural hacia la naturaleza, de ahí la necesidad de cambiar las relaciones de dominación entre la sociedad y la naturaleza, donde esta última es vista “como proveedor infinito de recursos y depositario de sus posteriores residuos, sin consideración a sus limitaciones físicas y químicas” (Villa Orrego, 2013, p.27).

La violencia estructural hacia los animales no humanos ha tenido toda suerte de justificaciones que constituyen una clara representación de la violencia cultural y que en su gran mayoría están relacionadas con la construcción de distinciones que atribuyen a la especie humana una condición de dignidad exclusiva en relación con los demás seres vivos.

Desde la antigüedad ya se discutía sobre la distinción entre cuerpo y alma a partir de teorías monistas que advertían que el ser humano sólo podía reducirse a uno solo de los siguientes principios: cuerpo o alma, materia o espíritu (Molina, 2013, p.147); o teorías dualistas que señalaban que “cuerpo y espíritu aparecen como principios no integrados e independientes en el ser humano” (Molina, 2013, p.149). Y en esa discusión naturalmente surgía el tema respecto a lo que en verdad diferenciaba al hombre del animal, así que mientras para unos filósofos se podía hablar de unidad de esencia entre el hombre y el animal, para otros, aun cuando atribuían al animal no humano un alma, este carecía de intelecto, siendo un elemento más que suficiente para que no gozan de ningún tipo de protección moral o jurídica. Esta línea argumentativa que trataba de marcar la distinción entre las almas de los seres humanos y los animales se mantuvo incluso en la edad media con los trabajos de San Agustín o Santo Tomás de Aquino.

Sin embargo, es a partir del movimiento racionalista donde se termina por separar cualquier vínculo entre el ser humano y los animales no humanos. Descartes y Kant atribuyen al hombre la condición de encarnar el único ser viviente con alma y razón, mientras que los animales no humanos se empiezan a clasificar como cosas o semovientes mecánicos.

Respecto a la distinción entre hombre y animal no humano, Cirilo Flórez (2011) explica la propuesta de Descartes en los siguientes términos:

Es decir, la naturaleza humana actúa con conocimiento (por eso la hemos denominado naturaleza racional), mientras que los autómatas actúan según la disposición funcional de que han sido dotados. De ahí que, precisamente, el cuerpo humano no pueda ser reducido a una máquina, cosa que sí ocurre en el caso del cuerpo de los animales. El cuerpo del hombre es naturaleza humana, y uno de sus componentes fundamentales es el sentimiento. Ésta es una cuestión decisiva para entender la idea cartesiana de pensamiento (Flórez, 2011, p.41).

Se dice que la descripción de los animales no humanos como maquinas, que sustentó Descartes, tuvo repercusiones tan poderosas, que profundizaron y justificaron la brecha de dominación entre el ser humano y los animales no humanos, desde las regulaciones económicas y jurídicas, hasta la relación cotidiana entre el hombre y su entorno. Tal vez estos efectos tan injustos respecto a los animales humanos expliquen aquella leyenda urbana que apareció mucho tiempo después, en torno al momento en que Friedrich Nietzsche le pide perdón a un caballo en nombre de Descartes al encontrarlo tirado en el suelo producto de la fatiga y del maltrato del cochero en plena plaza Carlo Alberto de Turín, el día 3 de enero de 1889.

Ciertamente estas narrativas han sido denunciadas por autores como Peter Singer (1975), quien en su libro “liberación animal” pone de presente el sesgo de especie existente en las regulaciones entre el hombre y los animales no humanos. Pero parece que tiene razón Noah Harai cuando afirma que con respecto a otros animales, “los humanos hace ya tiempo que se convirtieron en dioses” (2016, p.87), el problema es que “no nos gusta reflexionar demasiado sobre esto, porque no hemos sido dioses particularmente justos o clementes” (Noah Harai, 2016, p.87).

La Naturaleza en el Conflicto Armado Colombiano

Como un efecto cascada, la violencia estructural y cultural hacia la naturaleza de lo no humano, se ha concretado en formas de violencia directa en diversos conflictos armados.

La relación paradójica entre conflictos armados y medio ambiente es multifactorial y hasta ahora, la literatura especializada ha identificado cuatro formas en que estas se relacionan: la naturaleza como causa del conflicto, la naturaleza como mecanismo de financiación y reproducción del conflicto, la naturaleza como víctima del conflicto y por último, la naturaleza como beneficiaria del conflicto (Rodríguez Garavito, Rodríguez Franco & Duran Crane, 2017, p.19).

En el caso colombiano la violencia ha resultado ser multicausal. No obstante, se ha establecido como una de las causas del conflicto armado colombiano el acceso y la tenencia de la tierra. Esta circunstancia explica en parte las manifestaciones de violencia expresada en las diferentes prácticas de despojo masivo de tierras (Grupo de Memoria Histórica de la CNRR, 2014). Es por esta razón que el abandono y despojo de tierras es estudiado desde dos variables: “la relación entre conflicto armado, desplazamiento forzado y concentración de la tierra; y los problemas derivados de la informalidad de la tenencia de la tierra” (Grupo de Memoria Histórica de la CNRR, 2014, p.50).

De acuerdo al informe titulado “La tierra en Disputa. Memorias del despojo y resistencias campesinas en la costa Caribe (1960 - 2010)”, los cálculos sobre la extensión de tierras usurpadas o forzadas a dejar en abandono varían de acuerdo a las fuentes. Algunas señalan que las cifras rodean los 1.3 millones (Ibañez, 2008).

Para EL CODHES la estimación de hectáreas usurpadas o despojadas es de 4.8 millones y para el Movimiento de Víctimas de Crímenes de Estado (MOVICE) la cifra es cercana a los diez millones de hectáreas (Grupo de Memoria Histórica de la CNRR, 2014, p. 49). El informe “La tierra en Disputa” tuvo en cuenta los cálculos de la Comisión de Seguimiento, con base en la Segunda Encuesta Nacional de Verificación del 2008, según la cual el número de hectáreas despojadas se acercó a los 5.5 millones, que a su vez equivale al 10.8% de la superficie agropecuaria del país, afectando a cerca de 385.000 familias, “con un promedio de 14.3 hectáreas perdidas por familia, lo cual permite concluir que el despojo afectó principalmente a los pequeños propietarios, poseedores o tenedores de la misma, sin incluir las propiedades colectivas de los grupos étnicos afectados” (Grupo de Memoria Histórica de la CNRR, 2014, p.49).

La disputa por la tierra, entendida como una de las causas del conflicto armado colombiano, explica en cierta medida el incremento de asesinatos a líderes sociales en plena vigencia del pos acuerdo, si se tiene en cuenta que entre 2017 y principios del año 2018, al menos 105 defensores de derechos humanos habían sido víctimas de homicidio, especialmente líderes comunitarios; defensores del derecho a la tierra, el territorio y el medio ambiente, y quienes participaban en campañas a favor de la firma del acuerdo final con las FARC (Amnistía Internacional, 2018, p.158).

Pero la tierra como recurso natural no es el único factor por considerar dentro del análisis de las causas del conflicto relacionadas con la naturaleza. Autores como Rodríguez Garavito (2017) sostienen que se presentó una segunda ola de causas del conflicto asociadas a la naturaleza, cuando en los años ochenta surgieron nuevos actores que “buscaron apropiarse de las rentas de la explotación de recursos naturales como la coca, el petróleo y el oro” (Rodríguez Garavito, Rodríguez Franco & Duran Crane, 2017, p. 22). Así mismo la bonanza de determinados recursos naturales ha propiciado el surgimiento o el escalamiento del conflicto en determinadas zonas del país, como el caso del banano en Urabá, el oro en Segovia Antioquia, el aceite de palma en el Magdalena medio son algunos ejemplos de esta tendencia que ha llevado a diferentes grupos ilegales a saquear directamente los recursos naturales o por medio de la extorción a sus propietarios y productores (Rodríguez Garavito, Rodríguez Franco & Duran Crane, 2017, p.22).

La relación entre naturaleza y financiación del conflicto armado colombiano es apenas lógica. De acuerdo al informe titulado “Dividendos ambientales de la Paz”, presentado por el Departamento Nacional de Planeación (2016), dentro de los pasivos ambientales que hasta ahora ha dejado el conflicto armado, se tienen los efectos causados por el derrame de 4,1 millones de barriles de petróleo y la deforestación de cerca de tres millones de hectáreas por causas directamente asociadas a la guerra, como la expansión de cultivos ilícitos, minería ilegal, extracción ilegal de madera, atentados contra oleoductos, entre otros. El mismo informe sostiene que en el periodo comprendido entre 1990 y 2013, el 58% de la deforestación ocurrió en municipios de conflicto, y entre 2011 y 2013, casi 90.000 hectáreas de coca se encontraban sembradas en municipios de conflicto (Defensoría del pueblo, 2017).

En materia de contaminación a fuentes hídricas por causa del conflicto, se han identificado gravísimos daños ambientales en al menos diez ríos por el uso de mercurio y la remoción del lecho fluvial por parte de organizaciones ilegales dedicadas a la minería ilegal. En este sentido se dice también que “la contaminación por mercurio asociada a la minería ilegal de oro afectaba al menos a ochenta municipios en diecisiete departamentos” (Morales, 2017, p.11), siendo Antioquia el departamento más afectado al ser considerado “una de las zonas con mayor contaminación por mercurio per cápita del mundo” (Morales, 2017, p.11).

El tratamiento a la naturaleza en el contexto del pos-acuerdo

En el año 2016 la corte constitucional colombiana reconoció por primera vez en su historia, al río Atrato, su cuenca y afluentes “como una entidad sujeta de derechos”, específicamente a la protección, conservación, mantenimiento y restauración de su ecosistema (Corte Constitucional, T-622 de 2016). A partir de este precedente constitucional se abrió un espacio mucho más amplio a una discusión ius filosófica respecto al estatus de la naturaleza en el ordenamiento jurídico colombiano; pese a que se trata de un tema que ha sido objeto de estudio durante muchos siglos, desde los juicios a los animales en el medioevo Europeo, hasta el reconocimiento de la naturaleza como sujeto de derechos en la constitución ecuatoriana de 2008 y debates similares en Bolivia con la expedición de la ley de los Derechos de la Madre Tierra de 2010, pasando por la ley de protección de la naturaleza proferida durante el oscuro periodo de la Alemania de 1935, las ordenanzas de alcance municipal que reconocieron derechos a las comunidades naturales en algunas localidades de los Estados de Pennsylvania, New Hampshiere y Virginia en los Estados Unidos (Molina Roa, 2014), la sentencia el Tribunal Superior de Kerala de junio del año 2000, en el caso caso Nair vs Unión de India, que abrió la puerta al reconocimiento de los derechos de los animales, la concesión de una petición de habeas corpus a un orangután del zoológico de Buenos Aires-Argentina en el año 2012, entre otros antecedentes que evidencian el trasegar de la temática en las diferentes latitudes del mundo.

Pero antes de que se empezara a decantar el debate ius filosófico en torno a los derechos de la naturaleza en el ordenamiento jurídico colombiano, la coyuntura de la firma de los acuerdos de paz entre el Estado colombiano y el grupo guerrillero FARC-EP, introdujo una nueva variable a la discusión, relacionada con las afectaciones ambientales causadas directamente por el conflicto armado y la posibilidad de reconocer a la naturaleza como víctima del conflicto armado.

No obstante, para el Centro Nacional de Memoria Histórica, resultaba procedente introducir en la categoría de “daños socioculturales”, todos aquellos impactos sobre los pueblos y comunidades indígenas y afrocolombianas, así como los daños materiales y ambientales (p.259) y esta misma lógica es desarrollada en el decreto que establece los mecanismos de reparación a las comunidades indígenas. Concepción que fue ligeramente morigerada por el decreto ley 4633 de 2011, que integra la categoría del territorio como víctima en los siguientes términos

Para los pueblos indígenas el territorio es víctima, teniendo en cuenta su cosmovisión y el vínculo especial y colectivo que los une con la madre tierra. Sin perjuicio de lo anterior, se entenderá que los titulares de derechos en el marco del presente decreto son los pueblos y comunidades indígenas y sus integrantes individualmente considerados. (Artículo 2, decreto ley 4633 de 2011).

Es en este punto donde se empieza a advertir la categoría de derechos bioculturales, cuanto el decreto ley desarrolla tipologías del daño, como el daño individual en su acepción típica, (artículo 41), el daño colectivo se da “cuando la acción viola la dimensión material e inmaterial, los derechos y bienes de los pueblos y comunidades indígenas como sujetos colectivos de derechos” (artículo 42); el daño individual con efectos colectivos se da cuando la afectación individual a un miembro de la comunidad “pone en riesgo su estabilidad social, cultural, organizativa, política, ancestral o la capacidad de permanencia cultural y pervivencia como pueblo” (artículo 43); el daño a la integridad cultural se da cuando “la afectación y profanación de origen externo sobre los sistemas de pensamiento, organización y producción que son fundamento identitario, otorgan sentido a la existencia individual y colectiva, y diferencian de otros pueblos” (artículo 44); el daño a la autonomía e integridad política y organizativa de los pueblos indígenas se predica cuando se desconoce la consulta previa, se irrespetan sus autoridades tradicionales o cuando se ejercen actos de manipulación o entrega de prebendas (artículo 46) y, por último, entendiendo que el territorio es definido como la “integridad viviente y sustento de la identidad y armonía, de acuerdo con la cosmovisión propia de los pueblos indígenas y en virtud del lazo especial y colectivo que sostienen con el mismo, sufre un daño cuando es violado o profanado por el conflicto armado interno y sus factores vinculados y subyacentes y vinculados” (artículo, 45).

El problema de esta clasificación es la reproducción de las narrativas eminentemente antropocéntricas, generando un efecto cascada que termina por reproducir los elementos de la violencia estructural sufrida por la naturaleza en la justicia transicional colombiana. Si bien es cierto que las categorías empleadas pueden permitir que, a consecuencia de la reparación colectiva a determinadas comunidades indígenas y afrocolombianas, se establezcan medidas de reparación ambiental, éstas últimas seguirían siendo medidas de efecto indirecto, más no responderían a consideraciones específicas que afirmen la subjetividad y el tratamiento particular de los ecosistemas colombianos en un verdadero proceso de reparación transformadora de la naturaleza.

Considerar a la naturaleza como víctima del conflicto en función de la cosmovisión de determinados grupos indígenas limita los escenarios de reparación a la naturaleza únicamente a los sitios vinculados geográficamente con estas comunidades y no permite romper las narrativas tradicionales que sustentan las prácticas de violencia estructural hacia la naturaleza.

Se requiere entonces un debate mucho más profundo en torno a concepciones de justicia que permitan integrar a nuestro contrato social a aquellos que por siglos fueron desposeídos de su valor intrínseco. Implica también un debate ético que permita un dialogo abierto más allá del antropocentrismo y la ética de la responsabilidad y se asuma con seriedad el debate en torno a enfoques éticos alternativos, como el biocentrismo, el ecocentrismo, la ética de la tierra, etc.

Los derechos bioculturales como concepción antropocéntrica de la naturaleza

Los derechos bioculturales hacen referencia a la potestad con la que cuentan las comunidades para administrar sus territorios y gestionar los recursos naturales que conforman su hábitat (Tierra Digna, 2017). Este reconocimiento está ligado al desarrollo de la cultura, tradiciones y conocimientos de los pueblos originarios, a su forma particular de interpretar el mundo que nos rodea, a su cosmovisión, de la cual se desprende su íntima relación con la naturaleza.

El reconocimiento de los derechos bioculturales, ha tenido su auge en américa latina, esto debido al alto porcentaje de pueblos originarios habitantes en el continente con un 8.3% y 42 millones de pobladores originarios de la región (Banco Mundial, 2017).

El carácter multicultural y pluriétnico de la Constitución Política de Colombia (1991), establece la obligación de reconocer y proteger la identidad cultural; (artículo séptimo, constitución de 1991) esta afirmación parte del respeto por la dignidad de todas las culturas en condiciones de igualdad (artículo 70, constitución de 1991), no solamente expresa el contexto sociológico de Colombia, sino que además refleja las especiales medidas de protección que debe desplegar el estado colombiano a fin de garantizar derechos fundamentales, sociales, económicos y culturales de estos pueblos. Al reconocer el estado colombiano la diversidad étnica y cultural de la nación, genera la obligación de proteger y salvaguardar a los pueblos y comunidades indígenas de manera real y eficiente. Esto se traduce en el respeto a su cultura, costumbres, dialectos entre otros, otorgándose autonomía en sus decisiones, Gobierno propio, gestión sobre sus propias dinámicas y recursos y protección a los conocimientos ancestrales.

En este sentido y atendiendo al carácter particular de los pueblos indígenas, la Corte constitucional, sustentada, entre otros, en los artículos 7º y 70 de la constitución y en el convenio 169 de 1989, sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes, adoptado por la 76a reunión de la conferencia general de la Organización Internacional del trabajo (O.I.T.), ratificada en Colombia por la ley 21 de 1991, desarrollo todo una línea jurisprudencial tendiente al reconocimiento de las comunidades indígenas y tribales, como sujetos colectivos de derecho.

El reconocimiento de los derechos bioculturales es considerada una visión alternativa de los derechos colectivos de las comunidades étnicas en relación con su entorno natural y cultural, es decir, que no hace referencia al reconocimiento de un nuevo derecho sino más bien a la reconfiguración y alcance de los ya existentes en la materia contenidos en los artículos 7º, 8º, 79, 80, 330 y 55 de la Constitución, en palabras de la Corte Constitucional Colombiana “los derechos bioculturales no son nuevos derechos para las comunidades étnicas, en lugar de ello, son una categoría especial que unifica sus derechos a los recursos naturales y a la cultura, entendiéndolos integrados e interrelacionados” (Corte Constitucional, sentencia T622 de 2016).

Bajo este entendido, los derechos bioculturales, pese a representar un avance significativo en la fundamentación del reconocimiento de la naturaleza como víctima del conflicto, no logran satisfacer el problema de justicia de fondo. Entre otras razones porque mantiene una postura antropocéntrica, pese a implementar un discurso ético diferente. Por tal razón es necesario imaginar nuevos criterios de justicia a partir de la construcción -y reconstrucciónde narrativas para la reivindicación de sujetos, poblaciones y situaciones olvidadas, negadas o violentadas en el pasado.

Conclusiones

La naturaleza es víctima de una violencia estructural, producto de la cimentación de la violencia cultural en las narrativas hegemónicas de la economía, la política y el derecho, que de forma sistemática han construido discursos que desconocen su condición de titular de derechos, como se observa desde la misma exclusión del contrato social.

Narrativas que, se han manifestado tanto en los escenarios del conflicto armado -con los daños ambientales asociados a la violencia y sus factores de reproducción-, como en la concepción de la propia justicia transicional colombiana, pese al reconocimiento de la necesidad de protección del ambiente para alcanzar una sociedad pacífica y sostenible.

Estos elementos justifican teóricamente la necesidad de reconocer la naturaleza como víctima del conflicto armado, exigiendo un tratamiento específico para la construcción de mecanismos de reparación transformadora aplicables a ella.

Los derechos bioculturales, pese a representar un avance significativo en la fundamentación del reconocimiento de la naturaleza como víctima del conflicto, no logran satisfacer el problema de justicia de fondo. Considerar a la naturaleza como víctima del conflicto en función de la cosmovisión de determinados grupos indígenas limita los escenarios de reparación a la naturaleza únicamente a los sitios vinculados geográficamente con estas comunidades y no permite romper las narrativas tradicionales que sustentan las prácticas de violencia estructural hacia la naturaleza.

Se requiere entonces un debate mucho más profundo en torno a concepciones de justicia que permitan integrar a nuestro contrato social a aquellos que por siglos fueron desposeídos de su valor intrínseco.

Implica también un debate ético que permita un dialogo abierto más allá del antropocentrismo y la ética de la responsabilidad, asumiendo con seriedad el debate en torno a enfoques éticos alternativos, como el biocentrismo, el ecocentrismo, la ética de la tierra etc.

Tal y como se expuso la naturaleza ha sido y continúa siendo víctima no solo de la intervención antrópica y desmedida del ser humano, sino también del conflicto armado interno, es necesario hacer este reconocimiento y a partir de allí platear unos nuevos escenarios de reparación integral de la naturaleza desligada del ser humano.

El constitucionalismo colombiano, ha reconocido derechos a la naturaleza desde una perspectiva antropocéntrica moderada, fundada en el reconocimiento de los derechos bioculturales donde la naturaleza continua bajo el imperio del ser humano pues en ningún momento los ecosistemas son valorados de manera independiente a los individuos que habitan en ellos, sino más bien en función de los individuos que habitan en ellos, en el caso de la sentencia T 622 de 2016 los pueblos originarios.

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1El presente artículo es resultado de investigación del proyecto de investigación titulado GOBERNANZA AMBIENTAL Y MOVIMIENTOS SOCIALES: CASOS DE DEFENSA DEL BOSQUE ALTO ANDINO EN BOYACÁ en desarrollo de la tesis de maestría titulada “Fundamentos éticos y jurídicos de los derechos de la naturaleza” de los Grupos de Investigación Hugo Grocio de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas Internacionales de la Fundación Universitaria Juan de Castellanos y Primo Levi de la Facultad de derecho y ciencias sociales de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia UPTC.

Citar así: Ramírez Hernández, N. & Leguizamon Arias, W. (2020). La naturaleza como víctima en la era del posacuerdo colombano. El Ágora USB, 20(1), 259-273 DOI: 10.21500/16578031.4296

Recibido: 01 de Septiembre de 2019; Revisado: 01 de Noviembre de 2019; Aprobado: 01 de Diciembre de 2019

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