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El Ágora U.S.B.

Print version ISSN 1657-8031

Ágora U.S.B. vol.21 no.2 Medellin July/Dec. 2021  Epub June 10, 2022

https://doi.org/10.21500/16578031.5880 

Artículos derivados de investigación

La reducción voluntaria del consumo como oportunidad de desarrollo a escala humana

Voluntary Consumption Reduction as an Opportunity for Human Scale Development

Omar Cabrales-Salazar1 

Florentino Márquez-Vargas2 

Pedro Emilio Sanabria-Rangel3 

1. Doctor en Ciencias Sociales y Humanas, y Magíster en Educación de la Pontificia Universidad Javeriana. Economista de la Universidad Militar Nueva Granada con Especialización en Pedagogía y Docencia Universitaria de la Universidad la Gran Colombia. Director de Posgrados de la Facultad de Educación y Humanidades de la Universidad Militar Nueva Granada. Colombia ORCID: http://orcid.org/0000-0002-5227-3081. CONTACTO: omar.cabrales@unimilitar.edu.co

2. Doctor en Bioética y Magíster en Educación, de la Universidad Militar Nueva Granada, Magíster en Economía y Especialista en Planeación para la Educación Ambiental de la Universidad Santo Tomás. Licenciado en Filosofía y Letras de la Universidad Javeriana, Colombia. ORCID: http://orcid.org/0000-0003-2511-1412. Colombia Contacto: florentino.marquez@unimilitar.edu.co

3. Profesor de planta de tiempo completo de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Militar Nueva Granada (Bogotá D.C., Colombia). Administrador de Empresas y Magíster (M.Sc.) en Administración de la Universidad Nacional de Colombia; Diplôme d’université «Master II» Sciences de Gestion de la Universidad de Rouen (Francia); y Doctor (Ph.D.) en Bioética de la Universidad Militar Nueva Granada. Investigador adscrito y Director del Grupo de Estudios Contemporáneos en Contabilidad, Gestión y Organizaciones - GECCGOde la Universidad Militar Nueva Granada. Docente ocasional de postgrado en varias universidades en Colombia. Ex Director de Postgrados y Ex Coordinador de la Maestría en Gestión de Organizaciones de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Militar Nueva Granada. Miembro de la Red de Estudios Organizacionales Colombiana -REOCy de la Latinoamericana -REOL-. Colombia.; pesanabriar@gmail.com. Identificador ORCID: https://orcid.org/00000001-7018-9417. Contacto: pedro.sanabria@unimilitar.edu.co


Resumen

Se plantea hoy, la posibilidad de ampliar espacios de intercambio de mercancías que rebasen la visión estrecha del consumismo inspirado en el capitalismo salvaje; entre ellas, la posibilidad del No Consumo como opción válida para establecer procesos alternativos de crecimiento y desarrollo económico, sobre todo en los países latinoamericanos, que incorpore otros saberes y lógicas para el intercambio de bienes y servicios, por ejemplo, el concepto quechua del Buen Vivir. Aspectos centrales de la propuesta alternativa de reducción del consumo voluntario (“No Consumo”), desde la bioética global, se presentan además como estrategia para que el ser humano pueda construir escenarios que propendan por la satisfacción de necesidades, la equidad en el bienestar y el empleo; para reconvertir a las empresas, adaptando sus líneas de producción a esquemas que mitiguen el impacto sobre el medio ambiente y para promover mercados regionales latinoamericanos que fomenten la recuperación, la reutilización, el reciclaje y la reparación.

Palabras Claves: consumismo; decolonialidad; bioética; estudios organizacionales.

Abstract:

The possibility of expanding spaces for the exchange of goods, which go beyond the narrow vision of consumerism inspired by savage capitalism, is being considered today. Among them, the possibility of Non-Consumption as a valid option to establish alternative processes of economic growth and development, especially, in Latin American countries, by incorporating other knowledge and logics for the exchange of goods and services, for example, the Quechua concept of Buen Vivir.. Central aspects of the alternative proposal for the reduction of voluntary consumption (“Non-Consumption”) from a global bioethics perspective, the following are presented are also presented as a strategy for human beings to build scenarios, which promote the satisfaction of needs, equity in welfare and employment to reconvert companies, by adapting their production lines to schemes, which mitigate the impact on the environment and to promote Latin American regional markets, which encourage recovery, reuse, recycling, and repair.

Keyword: Degrowth; Consumerism; Decoloniality; Bioethics; and Organizational Studies.

Introducción

En los últimos veinte años los debates académicos en América Latina se han centrado en cuestionar la “perspectiva neoliberal”, mostrando que se trata de un modelo exógeno, aplicado de manera forzosa en las economías en vías de desarrollo, que ha tenido consecuencias negativas en sus niveles de crecimiento económico mientras ha generado un incremento de la pobreza y de la brecha entre ricos y pobres en ellas, pues, entre otros factores, esta generó una apertura irrestricta a las economías desarrolladas, recortó el gasto público, mermó el poder de los sindicatos, eliminó los subsidios sociales y privatizó las empresas estatales, lo que se supuso establecería un clima propicio para la inversión extranjera (Van der Borg, 1996).

Como respuesta, en los últimos años se han postulado nuevos modelos de pensamiento, propios de la región, que pretenden reivindicar el pensamiento latinoamericano y erigir teorías que permitan crear modelos epistemológicos más autóctonos y acometer con idoneidad sus problemas de sobrepoblación, pobreza, analfabetismo y daño ambiental. En esta línea encontramos el pensamiento decolonial (Mignolo, 2005; Castro-Gómez, 2007), que dirige sus esfuerzos a entender las relaciones propias del colonialismo y a repensar epistémica y políticamente las estructuras de dominación y control que siguen presentes en aquellas sociedades que fueron invadidas por los europeos, las cuales se evidencian en atraso, desigualdad social e inequidad económica desde hace más de quinientos años (Quijano, 2007); en la misma dirección se encentran los “nuevos” movimientos sociales latinoamericanos (Bajoit, Houtart y Duterme, 2009), que se encuentran mejor articulados con la identidad cultural de nuestros pueblos y con formas de organización más participativas, entre las que se destaca el concepto quechua del Buen Vivir, y que puede encontrarse en la Constitución Política de países como Bolivia y Ecuador.

Esto se da mientras en el mundo, sobre todo en los inicios del siglo XXI, las discusiones económicas con perspectiva global giran alrededor de tres ejes cruciales: el crecimiento económico, la equidad social y el impacto ambiental. En ese marco se ha pretendido proponer soluciones para la reducción de la pobreza en “los pueblos del sur” y la redistribución de la riqueza a partir de la fórmula del desarrollo sustentable, concepto que se anidó en las propuestas de la Cumbre de la Tierra de 1992 y, posteriormente, se ratificó en los Objetivos del Mileno y en los de Desarrollo Sostenible (PNUD, 2015). No obstante, estos temas también se han hecho parte estructural del pensamiento decolonial, pues mantienen las condiciones políticas, económicas y epistémicas vigentes para los países en desarrollo cuando es a sus pueblos a quienes les correspondería generar las bases teóricas que les permitan, por ejemplo, proteger sus recursos naturales de las multinacionales mineras y energéticas venidas de los países desarrollados o determinar los criterios de consumo para la región. Es por ello que la aproximación decolonial ha ido estructurándose en Latinoamérica hasta considerase actualmente como una herramienta teórica que brinda importantes instrumentos conceptuales que permiten valorar los intereses de las comunidades vulneradas u oprimidas y juzgar también las teorías económicas foráneas, particularmente las neoclásicas, como aquellas que incentivaron y permitieron, desde su perspectiva productivista, la explotación y apropiación de los recursos naturales del planeta por parte de los países hegemónicos o las que generan fenómenos como los de consumismo.

En este sentido, se observa como este fenómeno ha profundizado la brecha entre el reducido porcentaje de la población mundial que puede acceder a las bondades del crecimiento económico y el creciente número de personas que se alejan cada vez más de la opción del bienestar; este hecho es confirmado por el propio indicador Gini (1989-2017), de acuerdo con las cifras consolidadas por la OCDE.

Frente a este fenómeno, surge el planteamiento alternativo de la reducción del consumo (Cabrales, 2015) que propone restringir, voluntariamente, el consumo hedonista de las personas y plantear una nueva relación del ser humano con los recursos que ofrece el planeta, cada vez más escasos, de tal manera que se esbocen estrategias alternativas para la reducción de la desigualdad social (como el consumo para la satisfacción de las necesidades y no el suntuario); desde esta perspectiva se puede reflexionar también sobre los impactos generados por el consumismo sobre el ambiente como consecuencia del creciente desecho de productos, con el agravante de que estos tienen una obsolescencia cada vez más acelerada. En este sentido se encuentra también el postulado de Cortina (2002), quien afirma que es necesario que los “grupos de consumidores tomen conciencia de que son ciudadanos y de que deben tratar de cambiar las formas de consumo, personal e institucionalmente, por razones de justicia y felicidad” (p.266); bajo este supuesto, tal vez, se haría posible reducir la explotación sobredimensionada de los recursos y disminuir los millones de toneladas de desechos que se generan en el mundo y se reivindicarían los cuestionamientos en relación con la justicia del gasto suntuario de algunos, mientras regiones enteras del planeta mueren de hambre.

Afortunadamente, iniciativas de este tipo parecen cobrar fuerza en aquellas comunidades donde se fomenta un estilo de vida asentado en la frugalidad y la autonomía alimentaria, basada en la relación directa con el planeta, que establece esquemas más armónicos de aprovechamiento de los recursos naturales y que retoma las posturas de los aborígenes precolombinos americanos, quienes vivían el acontecer sin la idea de acumulación y mucho menos de riqueza. En palabras de Naredo (2001), “en las sociedades cazadoras y recolectoras no existía el afán de acumular riquezas o excedentes que se observa en la nuestra: para ellas los stocks de riquezas estaban en la naturaleza y no tenía sentido acumularlos, ni era posible acarrearlos” (p.37). A esta concepción se le suma, entre otros, el concepto quechua del Buen Vivir, o sumak kawsay, que hace referencia al respeto por la “madre naturaleza” y que se fundamenta en una vida estructurada en la frugalidad, lo que se ve reflejado en una mayor conciencia sobre la idea del aprovechamiento de los recursos para la satisfacción de necesidades básicas, en una actitud de consumo auténticamente racional (mesurado), del uso de los recursos para el bien colectivo y de reducción de los desechos para amainar los daños al ecosistema. En palabras de Choquehuanca (2010), el “buen vivir” postula la restauración del mundo y del equilibrio entre el hombre y la naturaleza y desarrolla principios, códigos y valores indígenas que han resistido y persistido durante más de quinientos años, los cuales sería preciso rescatar en función de recuperar la cultura del respecto, de la vida y del fomento de la armonía con la naturaleza.

Lo anterior sugiere efectuar una revisión de los fundamentos teóricos del desarrollo y buscar otras opciones a escala humana, sin que esto signifique que sean personalistas ni antropocéntricas (Sanabria, 2018a), que fomenten escenarios de desarrollo económico cimentados en relaciones amigables con los entornos ecológicos de tal forma que se protejan los territorios dentro de la biosfera (que generan el oxígeno del mundo) pues estos son, en últimas, el lugar que tienen los humanos para vivir.

En tal sentido, desde un enfoque teórico decolonial, este texto se aproxima a las teorías neoclásicas de la economía, mostrando su vínculo con los postulados actuales sobre desarrollo, con el fin de resaltar la propuesta de reducción voluntaria del consumo, como una estrategia alterna para la superación de algunas de las fallas estructurales de la economía de mercado globalizado. Para tales efectos, el artículo muestra inicialmente los desbalances existentes en el sistema económico actual, los enfoques del crecimiento económico que lo sustentan y su relación con los temas de consumo y empleo; posteriormente trabaja la propuesta de reducción del consumo como una opción alternativa para resolver parte de los problemas asociados al modelo vigente en relación con la atención de las necesidades, la redistribución de la riqueza, la disminución de los desechos y la reducción del impacto ambiental derivados del consumismo.

El Neoclasicismo y otros enfoques sobre crecimiento económico

En 1890 sale a la luz el libro Principios de Economía, del inglés Alfred Marshall. Este documento habría de concentrar el pensamiento económico neoclásico u ortodoxo, como también se le reconoce, y sigue siendo hoy uno de los pilares para justificar la economía de mercado. En esta escuela sus postulados se complementan con los venidos de la teoría del equilibrio general de Léon Walras (1874); del monetarismo de Knut Wicksell (1889) y de Irving Fisher (1930). Se agregan a estas lógicas, los planteamientos de la economía del bienestar de Arthur Pigou y Vilfredo Pareto. Los fundamentos del neoclasicismo se entienden como una nueva etapa de desarrollo de las teorías clásicas de Adam Smith, David Ricardo y Thomas Malthus, quienes fueron sus gestores, pues centran su atención en el crecimiento económico, el libre mercado y la no intervención del Estado, principios que serían esenciales para el surgimiento y desarrollo del neoliberalismo.

Desde los ideales de Marshall (1890), la teoría neoclásica habría de mostrar a la oferta y la demanda como los determinantes del precio y del equilibrio del mercado, lo que determina los niveles de producción y la distribución de los ingresos en ellos; con este imaginario se generó la idea de que el comprador siempre trata de gastar su dinero en aquellas mercancías que le proporcionan la mayor utilidad posible, de acuerdo con sus gustos (canasta de preferencias) y que por ello su bienestar está asociado con el nivel de consumo que puede llegar a tener; se afirma que en esta lógica se configura su racionalidad para todos los propósitos (Sanabria, 2020). Este fue el marco para el fomento y la consolidación del libre mercado, hacia mediados del siglo XX, y el desarrollo de los monopolios en el mundo, es decir, de aquellas agremiaciones de grandes capitalistas que se concentraron en la producción, el comercio y la banca. Esto, a su vez dio lugar a la formación del capital financiero que constituyó la plataforma desde la cual se estructuraron las relaciones de dependencia de los países económicamente poderosos sobre los países del tercer mundo, que se mostraban más débiles en términos económicos y políticos (Ray, 2003).

Como respuesta a ello surgió otra visión del crecimiento: la economía estructuralista, generada a propósito del informe El desarrollo económico de la América Latina y algunos de sus principales problemas, de Raúl Prebisch (1998). En esta concepción del crecimiento se hacen explícitas las relaciones comerciales, económicas y políticas entre el centro y la periferia, y se explica que, contrario de lo propuesto por la teoría clásica del comercio internacional, el incremento en la productividad de los países desarrollados, y por consiguiente, los menores precios de sus productos, no crearon mejores condiciones, mayores ventajas, mejores relaciones o un favorecimiento para las naciones en vía de desarrollo. Es por ello por lo que Prebisch (1998), en asocio con otros miembros de la CEPAL, trabajó una propuesta que pretendía encontrar mecanismos estructurales para mejorar la productividad y el nivel del salario real y fortalecer las políticas públicas de los países en desarrollo, con el fin de contrarrestar el intercambio desigual.

No obstante, lo que en realidad se observó fue una desestabilización de las economías latinoamericanas, durante los años ochenta del siglo XX, que derivó en los refinanciamientos de la deuda externa. De igual forma, es durante ese periodo que se dan los desplomes de la industria siderúrgica y automotriz a nivel mundial, gracias a la creciente competitividad del sureste asiático. Fue por esto por lo que se amplificaron y fortalecieron las críticas al capitalismo dependiente que pretendía generar algún nivel de autonomía en diversas naciones, aunque los países desarrollados terminaron desplegando nuevos mecanismos de control para evitarlo y, así, mantener las dinámicas de dependencia y el aumento del consumo a nivel global de sus productos.

En tal contexto terminaron reforzándose las políticas emanadas del FMI y del Banco Mundial que serían ratificadas en el Consenso de Washington, con las que se pretendió lograr la estabilización macroeconómica del sistema económico mundial pero que terminaron colocando al mercado en el centro del modelo, dinámica que a la postre dio lugar al neoliberalismo y que, junto con los avances tecnológicos en la comunicación, generaron también la idea de la globalización y de la importancia del consumo global para el desarrollo. Estas nuevas concepciones encuentran inspiración en los postulados de Von Mises (2003), Von Hayek (2005), Friedman (1980) y la Escuela de Chicago, cuyos ideales fomentaron la poca intervención y la reducción del Estado, la privatización de las empresas públicas, el libre mercado y la competitividad como supuestos dinamizadores del crecimiento económico y del progreso.

Al ver el fracaso de estos postulados, y la imposibilidad de un crecimiento ilimitado (Meadows, Randers y Meadows, 1972), se llega a los años noventa con expectativas renovadas, puesto que se observa que el desarrollo sigue siendo desigual y que la pobreza se radicalizó en muchas regiones del planeta. Frente a este panorama es que el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo -PNUDplantea una nueva visión para medir el crecimiento, diferente a las mediciones tradicionales asociadas al Producto Interno Bruto (PIB) (un indicador estrictamente económico que logra ocultar las desigualdades sociales), de forma que ya no se va a centrar la atención en la medición de la posesión de dinero y mercancías sino en la evaluación del bienestar de los seres humanos, de la satisfacción de sus necesidades básicas y de sus oportunidades reales, entendidas como “las condiciones que facilitan el acceso a la educación, la salud y las libertades cívicas” (Sen, 2000, p.55). Lo anterior terminó engranándose, por fortuna, con los derechos a la educación, la salud, a un ingreso digno y a una vida prolongada con lo cual se derivó en los indicadores que conforman el IDH -Índice de Desarrollo Humano-, cuyo primer informe se publicó en 1990. Es claro entonces, desde la óptica de las Naciones Unidas, que “los compromisos de los Estados en materia de desarrollo sostenible están estrechamente vinculados con los derechos humanos, de modo que se refuerzan mutuamente y buscan un mismo objetivo: el bienestar humano y la dignidad de las personas” (CEPAL, 2012, p.10).

Sin embargo, en el marco económico de las naciones no se han tenido avances representativos al respecto pues el aumento en los niveles de consumo (acceso a los bienes existentes) en las poblaciones adineradas, que es el que permiten la acumulación constante de capital en el mundo, contrasta con los niveles significativos de pobreza de una gran parte de la población mundial (asociados también a la insatisfacción de sus necesidades básicas) y con el ingente deterioro ambiental; en suma, en la realidad se han seguido ampliando las brechas de desigualdad en el ingreso y en la distribución de los bienes y recursos en el mundo (incluidos los que se extraen de la naturaleza).

Este hecho se evidencia en los índices de felicidad obtenidos y que no dan cuenta de un mayor bienestar humano, que sea generalizado; por esto se hace visible la necesidad de que el crecimiento económico se empiece a plantear en una óptica diferente a la que pretende fomentar el consumo hedonista y desbordado, que agota y destruye los recursos naturales de todos los pobladores del mundo en pos del bienestar de los consumidores adinerados del mundo y de algunas corporaciones de tamaños desproporcionados.

Esto se ve claramente en los niveles de consumo en el análisis de los países; según datos del Banco Mundial, en el año 2015 el gasto final por consumo de los hogares para los países de ingreso alto fue cincuenta y cinco (55) veces superior con respecto a los países de ingreso bajo y, comparado con América Latina, fue cuatro veces más alto (Banco Mundial, 2015).

Por otra parte, Gentili (2015) muestra una situación similar en el caso de los individuos cuando afirma que

Según Oxfam, el año pasado el 1% más rico del planeta era dueño del 48 por ciento de la riqueza del mundo. Pero las tendencias tienden a agravarse: en el 2016 ese 1% tendrá más del 50% y en el 2019 más del 54%. Si desagregáramos los grandes segmentos, nos encontraremos con asimetrías incluso más irritantes: en el 2014, el 20% del 99% concentraba el 46.5 % de ese restante 52, al tiempo que las ochenta personas más ricas del planeta poseen actualmente lo mismo que los 3.600 millones de personas más pobres. En ese contexto escandaloso, la situación de América Latina, a pesar de haber mejorado en la última década, sigue manteniendo guarismos muy preocupantes. (p.1)

Reducción voluntaria del consumo como opción en la economía de mercado

Lo que queda claro en el recorrido efectuado hasta aquí es que la humanidad se ubica en la encrucijada de replantear su modelo económico vigente, anclado en los postulados neoclásicos y que serían desarrollados en el neoliberalismo, el cual ha llevado a un consumo desmesurado, de manera que pueda migrar hacia modelos alternativos que relativicen la fuerza interna del mercado como única opción para encontrar el bienestar. En este sentido lo entiende también Barkin (1998) cuando afirma que “Una estrategia de libre mercado no puede tender un puente sobre el abismo entre los ricos y los pobres, característico de los dualismos de nuestros días. Más bien, proponemos un enfoque que reconoce que los recursos naturales son limitados” (p. 2).

Como se ha visto, la explotación incontrolada de los recursos naturales, justificada por las dinámicas propias de la libre oferta y demanda, no traza un camino bioético que permita la distribución equitativa de la riqueza y de los bienes disponibles ni una relación más armónica con el medio ambiente, entendiendo que los “fundamentos biofísicos y la propia ecología nos enseñan que el hombre no utiliza recursos naturales de manera aislada, sino que utiliza ecosistemas” (Aguilera y Alcántara, 1994, p.19).

En este sentido, la preocupación de la bioética global va más allá de una perspectiva de ética clínica para abarcar representaciones sociales e incluso medioambientales (Potter, 1962), pues reconoce que estas también tienen profundas implicaciones sobre la supervivencia y el bienestar general de todos los seres humanos y sobre las condiciones del planeta; de allí que una perspectiva bioética se configure como globalizada, biocéntrica, fundamental-crítica, holista y contextual (Sanabria, 2018b). Es por ello por lo que, desde esta perspectiva, también se hace necesario postular otras perspectivas de desarrollo que recojan los ideales emergentes alternativos sobre progreso y riqueza y que rompen con la idea de crecimiento-consumo occidental que se centró en el mercado y en el crecimiento de la demanda agregada como único derrotero (Cabrales, 2012).

No obstante, como la economía mundial se acendró en el mercado globalizado, cuyos rituales se plasman en torno al comercio internacional y se sustentan en el ideal de felicidad que se deriva de adquirir, la consideración de estas nuevas perspectivas sobre el consumo no pueden depender de los gobiernos o de los políticos locales; más bien, los cambios en los hábitos de consumo deberán sustentarse en las voluntades mancomunadas de un grupo de ciudadanos conscientes, con las posibilidades que genera su conexión a través de redes sociales, pero siempre en el contexto de sus ámbitos culturales y regionales específicos (en este caso latinoamericano) si se pretende que se encuentren en el marco de una bioética global. Estas formas de organización son requeridas en el momento actual pues, como lo expresa De Soussa (2009), “existe una contradicción entre capital y trabajo, pero también hay otras contradicciones: entre capital y naturaleza, entre individuo y nación, entre fragmentación e identidad. Hay que ver cómo la sociedad se organiza como una constelación de poderes que son distintos” (p.145).

Por el contrario, los resultados de las prácticas ortodoxas de la economía muestran, cada vez más, las fallas del sistema económico de consumo globalizado. En palabras de Ray (2003): “al estar distribuidas desigualmente las rentas bajas, las consecuencias para la pobreza, la desnutrición y el mero despilfarro de la vida humana son literalmente inimaginables” (p.189). Bajo la misma lógica, los desajustes estructurales de la economía mundial se ven reflejados en la forma como se ha especializado el comercio mundial y que ha llevado a que habitualmente le toque la peor parte a los países que exportan únicamente materia prima mientras que a aquellos que exportan productos manufacturados, tecnología y conocimiento les va mucho mejor. Es claro entonces, al mirar los postulados de los representantes de la economía neoclásica (derivada en neoliberal), que la libre oferta y demanda se constituye en el motor de la sociedad de consumo.

No obstante, se puede observar que la promoción del consumo se encuentra presente también en planteamientos de otras escuelas, incluso como la planteada por Keynes (1998), en la que el intervencionismo de Estado promueve la inyección de capitales para revitalizar la demanda agregada. En ese marco, en muchos de los países, tanto desarrollados como en vías de desarrollo, los gobiernos mantienen una fuerte preocupación por conservar la inversión pública, la inversión extranjera directa y el alto poder adquisitivo de los ingresos de las familias, puesto que se supone que estas son condiciones que posibilitan el incremento del consumo, asumiendo que esto permite el sano desempeño del mercado y genera bienestar general.

Con base en estos postulados, aunque puede parecer una diatriba contra los teóricos de los modelos económicos vigentes, se considera necesario hacer evidentes cuatro asuntos relacionados con ellos y que pueden arrojar luces para tomar acción hacia el futuro, a saber: a) En un mundo donde la mano de obra humana es crecientemente sustituida por las máquinas, la idea de que el consumo está directamente ligado al empleo se derrumba (convirtiéndolo en un mito), más si se considera que actualmente los recursos monetarios para el consumo no se consiguen mediante el trabajo mismo (trabajo material) sino con el tiempo que se le dedica a dicho trabajo (por lo que se torna irrecuperable); b) como se muestra en las diversas revisiones teóricas al respecto, el modelo económico vigente nunca pudo alcanzar los niveles máximos del pleno empleo, ni de distribución equitativa de la riqueza, como se planteaba desde el imaginario del libre juego de la oferta y la demanda; c) un alto porcentaje de los productos ofertados, sobre todo los de media y alta gama, terminaron siendo diseñados para atender a un pequeño número de consumidores; d) La economía de mercado nunca pudo regular la explotación y uso de los recursos naturales por la vía de la oferta y la demanda y mediante la regulación de precios.

En suma, estos factores indican que la economía de mercado realmente no ha implicado un mejoramiento en la distribución de la riqueza, en las condiciones de empleo y bienestar de los ciudadanos ni tampoco en su capacidad de consumo; que los beneficios que promete solo llegan a un grupo minoritario de la población pues la producción (siempre en exceso) solo satisface segmentos específicos de consumidores de ingresos altos, con el único fin de incentivar la repetición del consumo entre ellos, dejando excluidos amplios sectores de la sociedad que no puede acceder a ellos; y que esta solo ha dejado atrás una estela de contaminación y una sobreexplotación de los recursos naturales.

Frente a todo esto vale la pena preguntarse ¿hasta qué punto estos postulados son viables para lograr el bienestar general en un mundo sobrepoblado y con los recursos naturales en continuo agotamiento? Este cuestionamiento luce más pertinente en cuanto se explicita la lógica de los mercados que lleva a los actores involucrados a: comprar bienes y factores y quizá transformar los factores en productos por medio del acto de producir. Los bienes se compran y se venden a precios de mercado, y estos sirven para igualar la oferta y la demanda de todos los bienes. Al final, cada persona tiene su propio perfil de consumo, siempre que permanezca dentro de sus posibilidades presupuestarias y productivas. Algunas personas pueden ahorrar, otras piden préstamos. (Ray, 2003, p. 188).

En este escenario se plantea entonces la necesidad de pensar en un modelo económico-ecológico-social (para el mundo y, particularmente, para Latinoamérica) cuya idea de progreso no esté centrada en consumir y en la satisfacción individual e inmediata del deseo de placer y de poder sino, tal vez, en un modelo de desarrollo que se plantee como propósito la reducción del consumo, de manera voluntaria, de forma que se pueda reducir la explotación de los recursos, frenar la destrucción de los ecosistemas y realizar la redistribución global de los bienes (y la riqueza) en función de la satisfacción de las necesidades básicas de toda la población.

Según Martínez (1998), esto implica un proceso de transición democrática y equitativa hacia una economía de menor escala, con reducción de la producción y con menos consumo, en la que se promueva la sostenibilidad ambiental, la recuperación, el reciclaje, la reutilización y la reparación y se reivindique la cooperación mutua o reciprocidad (más allá de la simbología asociada a la ganancia y el lucro), alejándose también de la idea de competitividad acérrima. Contrario a lo que podría pensarse, a este propósito realizan mayores contribuciones los pobres quienes, dado su obligado estilo de vida, favorecen la conservación de los recursos mostrando que en los ecosistemas es posible sobrevivir sin que sea necesario recurrir indispensablemente a las lógicas del trabajo asalariado (Martínez, 2004).

En esta misma línea Latouche (2010) sugiere replantear el concepto de bienestar y de riqueza actual, engendrado por el capitalismo clásico, para asumir el postulado del decrecimiento y la idea de felicidad basada en la sobriedad y la frugalidad; sobre el particular confirma:

Los valores sobre los que reposan el crecimiento y el desarrollo, y muy especialmente el progreso, no corresponden para nada con aspiraciones universales profundas. Estos valores (concepción del tiempo, relaciones con la naturaleza, etc.) están relacionados con la historia de Occidente, y probablemente no tengan ningún sentido para otras sociedades. Donde no existen los mitos que fundamentan la pretensión de control racional de la naturaleza y la fe en el progreso, la idea de desarrollo y de crecimiento carece de sentido y las prácticas relacionadas con ella resultan totalmente imposibles por impensables y prohibidas (p. 34).

Por su parte, Spash (2007) también va a plantear la idea de la ineficiencia de los postulados asociados al crecimiento económico, particularmente para el caso de los “países del sur”, indicando que tampoco para el Sur global, el crecimiento económico es una solución: lo que produce es sobre todo desigualdad y mal vivir, transformando ciudades en monstruos contaminados y poblaciones rurales relativamente autosuficientes en dependientes. Hay que entender que el bienestar material de la minoría que logra ascender a la clase media se alcanza directamente a costa de la pobreza de otros muchos (p. 695).

En ese marco aparece como pertinente una propuesta de reducción voluntaria (democrática) del consumo que recupere la idea de frugalidad, sobriedad, moderación, satisfacción de necesidades básicas y equilibrio entre el hombre y la naturaleza, sustentada en la noción de Buen Vivir, y que resulta más adecuada al contexto latinoamericano que la visión hegemónica de los países “desarrollados” (perspectiva decolonial).

El consumo, la satisfacción de las necesidades y la distribución de la riqueza

En el contexto planteado se requiere hacer referencia entonces a la relación entre el consumo, la satisfacción de necesidades y la distribución de la riqueza. En términos de esta relación, García Canclini (1999) señala que existe, por un lado, una concepción naturalista de las necesidades en la que se considera que estas son construidas socialmente (incluso las necesidades biológicas más elementales se satisfacen de manera diferente en las diversas culturas y en distintos momentos históricos) y, por otro lado, la concepción instrumentalista de los bienes, que supone que los bienes tienen solo un valor de uso en cuanto todos satisfacen necesidades concretas; en este marco, cada una de estas perspectivas deriva en una forma particular de entender el consumo. Aquí se propone que el acto de consumir no sea visto bajo la perspectiva meramente conductista que establece una relación simplista entre las necesidades humanas y los bienes creados para satisfacerlas (segunda concepción).

En este sentido, se debe entender que el consumo va más allá de esta relación simple y que él involucra las dimensiones sentimental, espiritual y simbólica del ser humano; así lo interpreta también García Canclini (1999), al decir que el consumo no es más que “el conjunto de procesos de apropiación y uso de productos en los que el valor simbólico prevalece sobre los valores de uso y de cambio, o donde al menos estos últimos se configuran subordinados a la dimensión simbólica” (p. 6). En la misma línea argumentativa, Simmel (1907) afirma que el valor no es nunca una propiedad inherente a los objetos, sino un juicio acerca de ellos que emiten los sujetos. Baudrillard (1970), por su parte, le atribuye al consumo una condición ideológica en cuanto llega a afirmar que en el “sistema de los objetos” existe un entramado ideológico en el que reinan la caducidad, la obsolescencia y la novedad; al respecto aparecen unas obsesiones vinculantes como el principio personalizador (entendido como esa forma de individualizar los artículos producidos en serie) o la ética novedosa del crédito infinito y de la acumulación no productiva.

De forma concreta, ya en relación con esta idea de las necesidades entendidas como construcción social (cultural e histórica), de forma que el consumo es visto como un mecanismo de realización humana y social, se puede observar cómo el valor final de muchos de los productos de consumo masivo manufacturado en China, por ejemplo, no concreta realmente un valor agregado en su valor final (pues este es solo aparente), dado que su precio está más asociado a la marca que a su valor real o a sus costos de producción (los cuales son relativamente bajos tratándose del sureste asiático) y con ello se limita la posibilidad de satisfacción de necesidades de los seres humanos y de su realización simbólica; este tipo de hechos son los que estarían incrementando de forma sostenida los ingresos de los dueños de la marca o de la patente, pero nunca permitiendo el mejoramiento de los salarios, de las condiciones de vida ni del bienestar de los obreros que los fabrican ni de los países que intervienen en su manufactura.

Esto implica también que, en el modelo neoliberal, en el que predominan los bajos salarios en los estratos bajos y el reemplazo de la mano de obra humana por medios tecnológicos, en realidad el nivel de consumo social se empieza a concentrar en pocos pobladores y ya no se encuentra asociado al nivel de empleo existente ni a la remuneración del mismo, pues el costo de la mano de obra humana en la producción de los bienes materiales es cada vez menos representativo dentro de los costos totales. Aquí cabe mencionar sectores como los referidos a los servicios financieros, por ejemplo, que cada vez emplean menos mano obra humana pero que generan cuantiosas y crecientes ganancias para las empresas, gracias también a tecnologías muy sofisticadas.

Por otro lado, bajo los esquemas de la globalización actual y de la instauración del capitalismo salvaje, en términos de Harvey (2005), se puede ver que la acumulación de capital ya no se apoya solo en el mecanismo clásico de extracción de la plusvalía del trabajo, como se mencionó anteriormente, sino en procesos de extracción desaforada de la naturaleza, la cual es vista simplemente como un depósito siempre disponible de recursos naturales, como si estos fueran inagotables. Así mismo, dicho escenario se conjuga con la sobreexplotación, a nivel global, de millones de trabajadores políticamente sometidos y con la expoliación de la riqueza a las comunidades por parte de los agentes financieros o del mismo Estado. El mismo Harvey (2005) asevera que “el capital, que no reproduce ni su fuerza de trabajo ni sus recursos naturales, se precipita hacia esquemas financieros especulativos que, además de la crisis de su régimen de acumulación, provoca una serie de crisis sociales y ecológicas cuyo tratamiento es finalmente político”. (p. 4).

Lo anterior indica que el ser humano, forzado por el capitalismo, es separado de su vocación más inherente, es decir, la relación directa con la naturaleza y con los medios de producción de autosostenimiento. Por tanto, bajo los rituales de la economía de mercado, el consumo ha pasado de ser un ejercicio básico y simbólico de satisfacción de necesidades típicamente humanas, a una dinámica de intercambio forzado de bienes y servicios que no responden a necesidades reales y que, además, propician prácticas de exclusión, por cuanto la inmensa mayoría de la población no tiene posibilidades reales de acceso al consumo de los productos que el mercado globalizado establece como requerimiento (aunque solo en apariencia) para alcanzar la felicidad y la vida digna.

Ahora bien, como lo refiere Piketty (2014), la historia de la distribución de la riqueza ha sido siempre profundamente política, y ella no puede ser reducida a mecanismos puramente económicos. Esta idea contrasta, por supuesto, y de forma muy interesante, con los planteamientos de la economía clásica en donde el desarrollo del despliegue del consumo y la distribución de la riqueza se les atribuye estrictamente a las libres fuerzas del mercado y no a factores políticos. En este sentido, Piketty ratifica que:

El resurgimiento de la desigualdad a partir de 1980 se debe principalmente a los cambios políticos de las últimas décadas, sobre todo en lo que respecta a la fiscalidad y las finanzas. La historia de la desigualdad está determinada por la forma en que los actores económicos, sociales y políticos ven lo que es justo y lo que no, así como por el poder relativo de los actores y las decisiones colectivas que resulten. Es el producto conjunto de todos los actores relevantes combinados. (p.24)

Colateralmente se da también que el mercado globalizado establece relaciones de mayor proyección con aquellas personas que se encuentran mejor educadas y formadas frente a las que no lo están y es por ello que los nichos de mercado y de consumo más sofisticados se desarrollan entonces entre grupos de personas con mayores niveles de formación; por tanto, “Es evidente que la falta de inversión adecuada en la formación puede excluir a grupos sociales enteros de los beneficios del crecimiento económico. El crecimiento puede dañar a algunos grupos mientras se benefician otras personas” (Piketty, 2014, p. 26).

Debido a esta dinámica, aquellos consumidores con bajos o nulos niveles de educación tienden a quedar excluidos de ciertas dinámicas del mercado con lo cual se generan escenarios de acumulación y concentración de la riqueza que pueden llevar a situaciones donde el crecimiento es débil pero el rendimiento del capital alto. Esto tiene un efecto acumulativo en el tiempo si se considera que cuando los índices de crecimiento en un país son muy bajos o cero, las diferentes funciones económicas y sociales, así como las actividades profesionales, se reproducen casi sin variaciones de una generación a la otra. En cambio, cuando existen niveles de crecimiento relativamente altos y sostenidos en el tiempo, se logra la creación de nuevas funciones con lo cual las nuevas generaciones deben recurrir a desarrollar habilidades diferentes, cada vez más especializadas.

De forma similar, Polanyi (2012) ya había afirmado que la economía de mercado no es más que un proceso institucionalizado a través del cual se pretenden satisfacer las necesidades materiales del individuo en sociedad y que por ello el fenómeno del consumismo responde a principios de actuación creados culturalmente y que terminan dando lugar a las acciones socializadas. Ese contexto en el que los seres humanos trabajan, compran, venden, disponen de sus posesiones y realizan las transacciones es el que da lugar al escenario consumista en el mercado. Esta postura permite entender entonces que estos comportamientos son artificiales y que se encuentran condicionados culturalmente por las instituciones que soportan la idea el mercado que tanto se ha defendido; por tanto, “reducir la esfera del género económico a los fenómenos del mercado es borrar de la escena la mayor parte de la historia de la humanidad” (p.77). Con base en esto se puede concluir que el comportamiento consumista individualista actual está basado en una realidad artificial, culturalmente reforzada por las instituciones económicas, y creada por un sistema mercantil que vende la idea de que la moral utilitarista es natural en el hombre y la que prima en su proceso de decisión cuando la historia demuestra que existen formas alternativas de organizar los intercambios de bienes y servicios, diferentes al consumismo frenético individualista que pretende la generación del estatus.

A pesar de ello, aupados en los postulados clásicos de la economía, y a instancias de las alianzas entre el sector privado y los organismos del Estado, periódicamente se vienen realizando campañas generalizadas para el fomento del consumo en los países en vías de desarrollo haciendo creer que esto va a redundar en mejor calidad, mayor productividad, menores precios, menos pobreza, mayor bienestar social, mejores ingresos, más empleo y mayor realización.

En esta misma línea Coraggio (2015) expresa que los agentes económicos de las naciones ven en el consumo

El motor del crecimiento económico, tanto por el gasto del Estado como por la inyección de recursos en la base de la pirámide de ingresos. Siendo que la perspectiva utilitarista es que el bienestar individual se basa en un mayor consumo, aunque no hay riesgos de consumismo de parte de los sectores pobres, sí se da un “derrame hacia arriba” generado por esas políticas que sí desemboca en una exacerbación del consumismo. En todos los casos se confirma que los sectores comerciales, financieros e industriales y los medios en general han incrementado fuertemente sus ganancias e ingresos como resultado de la aplicación de ese modelo (p.19).

Así pues, la ampliación de la base de potenciales consumidores se encuentra siempre como prioridad en los planes de los gobiernos de turno; esto se da a tal punto que entre las políticas gubernamentales se llegan incluso a incorporar dádivas, incentivos económicos y subsidios con el fin último de mejorar las condiciones de consumo de los pobladores y no como medio para reducir la inequidad o los niveles de pobreza extrema, sobre todo en aquellas naciones en donde el modelo económico señalado no logra establecer estructuras estables para el consumo.

Este es el caso de las economías latinoamericanas en donde, desde el año 2000, se han dado frecuentes políticas sociales compensatorias que se manifiestan solo a través de incentivos específicos, como los orientados a programas de subsidio de vivienda o la generación de microemprendimientos con empleo asociativo y autogestionario. En este último caso “Sus principales instrumentos son subsidios monetarios condicionados al desarrollo de actividades asociativas autogestionadas, extendidos en su alcance demográfico, aunque de pequeña escala, a nivel microeconómico, acompañados por la difusión del microcrédito, a veces como forma comunitaria y otras como negocio” (Coraggio, 2015, p.17).

Así, en Colombia y Venezuela, por ejemplo, se ha hecho natural que el Estado otorgue viviendas a los estratos más vulnerables de la ciudadanía, con el fin de obtener réditos políticos y porque a través de este medio se inscribe a toda esta población marginal en el orbe de la institucionalidad, de la tributación, la bancarización y el consumo. Por consiguiente, con el creciente número de planes estatales que buscan incorporar vastos sectores de la población al ciclo económico ortodoxo de oferta y demanda, se evidencia el problema que ello implica en el marco de un mercado de consumo que presenta los enormes problemas que ya se han referido. En este sentido, el pensar mejor en un paradigma de no consumo o de reducción del mismo se vislumbra como una estrategia pertinente para encontrar factores de crecimiento y bienestar a través de caminos alternativos.

Es por ello que, con base en Polanyi (2012), es posible plantear la posibilidad de explorar prácticas económicas distintas a la que actualmente se promueve de forma hegemónica pues ellas han acompañado al ser humano, de forma empírica, a lo largo de la historia y que se dan a partir de formas de integración, asociación y cooperación (entre las que se pueden contar la reciprocidad, la redistribución o el intercambio) y no de estructuras de individualismo, disyunción y competencia. Estas otras formas económicas podrían configurar también la movilización, producción y consumo de bienes en una sociedad, pero con el valor agregado de que mantienen la impronta cultural de quienes producen los artículos de intercambio. Por supuesto, estas dinámicas se alejan de la artificialidad de los escenarios de mercado abierto del siglo XXI.

Frente a la reciprocidad, esta se presenta entre comunidades de estructuras culturales similares que se brindan apoyo mutuo (Un ejemplo de ello son las comunidades aborígenes que habitan la Sierra Nevada de Santa Marta, en Colombia en las cuales los pueblos de la parte alta y los de la parte baja o costera generan acciones integrativas -truequespara el beneficio de las partes). Por otro lado, la práctica alternativa de redistribución establece una integración en un marco más amplio en momentos en los que no es posible el contacto recíproco (piénsese en los días de mercado de los Chibchas en la originaria Sabana de Bacatá y donde los productos llevados a la plaza central terminan beneficiando a otros centros de consumo que pueden estar distantes). Finalmente, la práctica de intercambio permite desplegar zonas de integración a nivel macro o masivo (como era el caso de los intercambios de bienes entre el pueblo Inca y el pueblo Chibcha, lo que implicaba otro tipo de logísticas, desde luego, bajo una aproximación a los criterios del máximo beneficio de la oferta y la demanda y de los precios fluctuantes).

Así pues, el anterior recorrido nos ofrece la posibilidad de comprender, en perspectiva histórica, que no existen conexiones contundentes que lleven a pensar que el consumo masivo, bajo los condicionamientos culturales del mercado globalizado, corresponda a conductas naturales que no pueden ser evitadas en el mundo moderno, que resulten inherentes al ser humano o que muestren inequívocamente un mayor beneficio para toda la sociedad. Esto mismo se halla en el indicador del crecimiento económico de las naciones, que encuentra uno de sus asientos en los niveles de consumo de la sociedad, en el que se evidencia que el consumo desaforado no genera mejoras sustantivas en el bienestar de las personas ni permite la sana relación con la naturaleza. Como señala Bauman (2009), en una sociedad de mercado el dinero cambia de manos en múltiples ocasiones y todo se vuelve más líquido. Las naciones y los Estados ya no pueden decidir el rumbo de los flujos de capital. El capital global fluye y viaja sin control. Por tanto, los negocios y empresas colocados al servicio del consumidor, hoy se han puesto al servicio del capital mismo, falseando su función de estar al servicio del progreso del hombre.

Conclusiones

El escenario planteado previamente muestra la necesidad de que las naciones definan una política y un sistema económico que sirvan para la gestión integral de la biodiversidad y para la protección, manejo y uso sostenible de los ecosistemas; esto también incluye el control de la deforestación y de la degradación de los bosques, acciones que necesariamente irán enlazadas con la gestión integral del recurso hídrico y los procesos de adaptación al cambio climático. Por consiguiente, como se pregona en los Objetivos de Desarrollo Sostenible, publicados por el PNUD (2015), aspectos como la erradicación de la pobreza extrema, la generación de empleo digno, la reducción del déficit de vivienda, el aumento de la inversión en agua potable, el respaldo a la competitividad empresarial y la planificación acertada del uso del suelo urbano, deberían constituirse en los nuevos vectores para marcar el rumbo de las decisiones económicas.

Con base en la revisión realizada frente a los postulados derivados de Marshall, Walras, Wicksell, Fisher, Pigou y Pareto se deduce que la visión neoclásica de la economía, que se ha irrigado durante todo el siglo XX, encuentra serias dificultades para explicar las razones de los reiterados fenómenos de depresión, decrecimiento y depredación en el mundo cuando la mayoría de sus postulados se han implementado sin cuestionamiento alguno. Así, el enfoque anclado en la libre oferta y demanda de los productos y servicios, que se había mostrado como el camino expedito para consolidar los mercados y para lograr el desarrollo, ha encontrado serios tropiezos para lograr su imaginario a lo largo del planeta.

Desde luego, muchos teóricos han sometido a revisión las ideas fundacionales de Smith, Ricardo y Malthus, para hacer ajustes estructurales que se insertaron luego en las fórmulas “salvadoras” de Keynes, Friedman y de la CEPAL. Mientras tanto, las empresas han concentrado su fuerza de mercadeo en la dinámica del consumo y han construido un mito alrededor del cliente (el consumidor final o el usuario de los servicios), quien termina siendo objeto de las agresivas campañas de incitación al consumo (Escobar, 2005). Sin embargo, y a pesar de estos esfuerzos, las economías nacionales, desde las políticas públicas, no encuentran resultados positivos frente a las pretensiones originarias, lo que se evidencia en hechos como la no erradicación de la pobreza, el incremento de la desigualdad social, la acumulación particular de la riqueza y la concentración de las posibilidades de consumo en segmentos privilegiados de la sociedad.

De la revisión de estas teorías aparece también el problema de la reducción del empleo y del ingreso de la población en general debido a la contracción que ha venido teniendo la gran industria, contrario a lo que ocurre con el sector de los servicios que se ha expandido; esto ha generado una reducción significativa en los ingresos de las familias, tópico que afecta directamente el consumo. Esto se entiende puesto que el concepto de industria, desde la perspectiva del Banco Mundial, comprende el valor agregado en explotación de minas y canteras, industrias manufactureras, construcción, y suministro de electricidad, gas y agua, siendo entonces una de las tradicionales fuentes de empleo real para la población mundial.

No obstante, la tendencia mundial de este rubro muestra para el 2006 un agregado de 28.6% del PIB, mientras que para el 2013 esa cifra su ubica a la baja, en el 26.4% del PIB. En el caso de Estados Unidos, las cifras pasan, también a la baja, del 22.4% al 20,5% del PIB, durante los mismos años. No obstante, para el caso de Colombia, los datos muestran que durante el mismo periodo se pasó del 33.8% al 36%, lo cual sí implica un ligero incremento pero que es solo debido al aumento de la explotación de commodities, o extracción de recursos naturales sin procesar (como petróleo, carbón, ferroníquel, oro, esmeraldas y café). Lo anterior representa realmente problemas económicos estructurales si se tiene en cuenta que el precio de estas materias primas (y de las industrias asociadas) está sujeto a una alta volatilidad, como es el caso de la tendencia a la baja del precio del barril de petróleo, situación que impacta notablemente los ingresos del país. Este contraste con el país se podría explicar en razón de que se tratan de macroeconomías diferentes puesto que, por ejemplo, en los Estados Unidos los productos manufacturados tienen una mayor participación dentro de la economía que las materias primas.

Por consiguiente, la caída de la producción industrial que se evidencia a nivel global se encuentra asociada al desempleo progresivo en el sector secundario, al cierre de empresas manufactureras nacionales, que no resisten la alta competitividad de las industrias monopólicas transnacionales, y a la baja tasa de inversión empresarial en aquellas economías en vía de desarrollo, derivada de los bajos incentivos. Por supuesto, dicho escenario genera un panorama de desempleo e informalidad económica, en los países de renta baja y media, que también introduce cambios determinantes en la estructura de ingresos de las familias impidiéndoles el acceso a los bienes y servicios, lo cual viene acompañado de un riesgo psicosocial derivado de los eventos de ansiedad que se generan por tener que considerar la idea de salir de la cadena de consumo que ha instaurado el mercado global y en la que todos quieren estar.

Sin embargo, en el corazón de esta tribuna de conflictos, la propensión a las formas de integración, de las cuales habla Polanyi (2012), establece la posibilidad de nuevos espacios de intercambio de mercancías que rebasan la visión estrecha del consumismo inspirado en el capitalismo salvaje; es aquí donde se abre paso la posibilidad del No Consumo como opción válida para establecer procesos alternativos de crecimiento económico, sobre todo en los países latinoamericanos, que incorpore otros saberes y lógicas de mercado para el intercambio de bienes y servicios. En esa misma dirección, Bauman (2012) ya pregonaba que la humanidad “ha entrado en una progresiva emancipación de la economía de sus tradicionales ataduras políticas, éticas y culturales” (p.10).

Así pues, la propuesta de reducción voluntaria del consumo, como alternativa económica, también se enmarca en los tres tipos de bienes reconocidos tradicionalmente: los industriales, los alimentos y los servicios generales. No obstante, su acto heroico consistirá en edificar o rescatar la forma humana de consumir, vale decir, intercambiar objetos y servicios para resolver necesidades personales y comunitarias que faciliten condiciones de vida digna hacia el futuro para todos los seres humanos. Estos procesos ya se están dando, aunque en espacios distintos a los que se plantean en los malls o en los demás templos espectaculares del mercado sofisticado y excluyente de las empresas transnacionales. Estas iniciativas de consumir con responsabilidad, con consideración del equilibrio de la naturaleza y con cuidado del propio ser humano, están mostrando los esbozos de una economía moderada, asociativa, solidaria y protectora del ambiente. Abrir la mente y crear conciencia sobre la problemática existente constituye un primer paso, pero requiere que todos entendamos las implicaciones de cada acto de consumo; por ejemplo, tomarse una taza de café implica el uso de 140 litros de agua para su producción y consumir un kilo de pan involucra 1600 litros de agua para su fabricación.

Por supuesto, estas reflexiones no significan la eliminación del consumo pues ello es imposible, dado que las sociedades siempre requerirán de productos y servicios para su subsistencia, sino que la propuesta de “No Consumo” lo que hace es un llamado a conjugar la satisfacción equitativa de las necesidades de todos los seres humanos (en la justa proporción) con la negación de procesos industriales invasivos y de aquellas actividades destructoras de los ecosistemas prístinos. Así mismo, esta propuesta, a partir de una perspectiva de bioética global, pretende generar una aproximación que reivindique a los sujetos, los grupos humanos y su cultura; que reconozca las necesidades de las poblaciones a nivel global, pero que también reconozca las condiciones propias del contexto y momento histórico de cada una; que implique una aproximación en la que el ser humano se vea a sí mismo inmerso e integrado en la dinámica planetaria y no como un observador o como actor externo a ella; que genere una relación entre el ser humano y su entorno priorizando la vida, incluso más allá de la humana; que se aproxime de manera crítica y de fondo a las problemáticas y que abarque las múltiples dimensiones de los fenómenos y no generalice con base en los postulados económicos vigentes (Sanabria, 2018b).

En esa línea de pensamiento, las bases filosóficas del No Consumo se vienen congregando alrededor de cuatro propósitos: Primero, preparar al ser humano para vivir en escenarios de trabajo no remunerados por el capital (puesto que el pleno empleo planteado por los clásicos de la economía fue una falacia y por tanto parece recomendable considerar el retorno a los oficios comunitarios que resuelven las necesidades sin que medie un dispositivo salarial); Segundo, reconvertir las empresas para que, en forma creativa, se adapten a líneas de producción que mitiguen el impacto sobre los recursos naturales (en ese caso su misión básica sería producir en las cantidades y calidades ajustadas al consumo real de las comunidades, en donde la sobreproducción y el lucro no sigan siendo la prioridad); Tercero, promover mercados locales y regionales que fomenten la recuperación, la reutilización, el reciclaje y la reparación (en esta situación los bienes y productos deben tener prolongados ciclos de circulación en la economía con lo cual se reducirían significativamente los residuos sólidos); y Cuarto, promover la práctica del No Consumo como el hecho normal en la sociedad, y no lo diferente o lo atípico (con esto la era del hombre consumidor cerraría un periodo de grandes incertidumbres, en donde la felicidad se confundió con el poseer y atesorar, para dar paso a la época en la que esta esté más asociada con el crecimiento espiritual). Con base en lo que plantea Cabrales (2014), se puede afirmar entonces que suplir las necesidades trascendentes, satisfacer el anhelo profundo por encontrar la paz interior y establecer contacto con algo que está más allá de lo meramente físico constituyen propósitos trascendentales más cercanos al “espíritu” humano que la idea de la posesión material inmediata para la supervivencia y el placer; esto constituye algo que nada ni nadie le puede quitar.

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iEl artículo es fruto del proyecto de investigación: La Universidad del Futuro en Colombia, código: HUM 2038, del grupo de Investigación Cultura y Desarrollo Humano de la Facultad de Educación y Humanidades de la Universidad Militar Nueva Granada el cual ha sido financiado por la Vicerrectoría de Investigaciones de la Universidad Militar Nueva Granada.

Recibido: Diciembre de 2020; Revisado: Enero de 2021; Aprobado: Febrero de 2021

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