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El Ágora U.S.B.

versão impressa ISSN 1657-8031

Ágora U.S.B. vol.22 no.1 Medellin jan./jun. 2022  Epub 01-Nov-2022

https://doi.org/10.21500/16578031.6088 

Research articles derived

Puntos de intersección entre la ética aplicada y los derechos humanos: igualdad y no discriminación

Points of Intersection between Applied Ethics and Human Rights: Equality and Non-discrimination

Raúl Ruiz-Canizales1 

1. Docente investigador y Profesor de Tiempo Completo de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Querétaro. Doctor en derecho. Docente Investigador (PTC) adscrito a la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Querétaro. Querétaro, México. Orcid: orcid.org/0000-0001-8428-3711 Contacto: raul.canizales@uaq.mx;raul.canizales@hotmail.com


Resumen

El objetivo del presente artículo es describir cómo y por qué el imperativo de respetar los derechos de los demás, particularmente el derecho a la igualdad y a la no discriminación puede también explicarse a través de los conceptos de ética de máximos y ética de mínimos, propios de la ética aplicada. Mediante una revisión crítica se disecciona el derecho de igualdad, así como el derecho a la no discriminación para delimitar sus alcances en lo jurídico una vez adoptados como principios de justicia y no meramente como virtudes, en la medida en que con ellos se habla o implican una relación con el otro.

Palabras clave: ética aplicada; ética de máximos; ética de mínimos; igualdad; no discriminación

Abstract

The aim of this article is to describe how and why the imperative to respect the rights of others, particularly the right to equality and non-discrimination, can also be explained through the concepts of ethics of maximums and ethics of minimums, proper to applied ethics. Through a critical review, the right to equality and the right to non-discrimination are dissected in order to delimit their legal scope once they are adopted as principles of justice and not merely as virtues, insofar as they speak of or imply a relationship with the other.

Keyword: Applied Ethics; Ethics of Maximums; Ethics of Minimums; Equality; and Non-discrimination

Introducción

Las teorías éticas modernas cuentan con algunas nociones ampliamente útiles para el discernimiento de temas como el que aquí nos convoca. Una de ellas es la distinción entre ética de máximos y éticas de mínimos. La primera de ellas orienta a los individuos, i. e., a los miembros de una comunidad, sobre el fenómeno moral, dan razón de él en toda su complejidad. La ética de máximos entiende la moral (el fenómeno moral) como el diseño de una forma de vida felicitante, cualquiera que sea la forma como se entienda la idea de felicidad. Por ello se explica a la ética de máximos como “éticas conciliatorias”, es decir éticas enfocadas a dar consejos derivados de las experiencias vividas en primera persona o incluso desde la experiencia heredada de aquellos quienes han ganado nuestra confianza; en otras palabras, de sujetos en los que creemos porque confiamos en su saber y su saber hacer, en sus experienciasvivenciales; sonpues,algoasícomolosprudentesdelavidacotidiana.Unejemplo clásico de lo que constituye una ética de máximos son los códigos éticos de conducta, tales como los códigos de ética judicial, los códigos de ética parlamentaria, el propio decálogo del abogado, entre muchos otros. (Cortina, A., 2008: 162 y 163; 2012: 335) Sin embargo, en el caso específico de los códigos de ética judicial, van más allá del cumplimiento de las normas, sus autores son sabedores de que los principios, reglas y virtudes judiciales colocan al juzgador en una zona de plenitud encaminada al perfeccionamiento o excelencia judicial. De ahí que dentro de la ética de máximos los códigos de ética judicial exijan a los juzgadores el mayor esfuerzo personal, la mejor disposición de ánimo, el superior desempeño en su labor: repudia al juzgador que se ciñe al mero cumplimiento de las normas, al juzgador mediocre, requiere ese plus que su misma tarea exige. (Saldaña S., J., 2014: 232 y 233)

La segunda de ellas, la ética de mínimos (la moral cívica, por ejemplo), se enfocan y se limitan a proponer los mínimos axiológicos y normativos compartidos por la conciencia de una sociedad pluralista, mínimos axiológicos desde los cuales cada uno de los miembros de una comunidad debe tener (asegurada) la libertad para hacer, en los términos de A. Cortina, sus ofertas de máximos y desde los que los miembros de esa sociedad pueden tomar decisiones morales compartidas en los asuntos de ética aplicada. (Cortina, A., 2008: 204) Visto así el alcance de la ética de mínimos, surge entonces una inevitable interrogante, ¿qué es lo que está en juego cuando se explica que ésta se limita a proponer los mínimos axiológicos y normativos compartidos por la conciencia de una sociedad pluralista? Para responder a esta pregunta conviene aclarar varios puntos. El primero de ellos tiene que ver con el tipo de acercamiento que se hace al fenómeno moral, esto es, si se hace desde una perspectiva ontológica o deontológica. Bajo la perspectiva ontológica se confundiría la moral con lo que de hecho sucede; mientras que bajo la lupa deontológica, la moral se ocuparía de lo que debe ser y, precisamente, es desde la conciencia de lo que debería suceder, desde ese deber ser, de donde se critica lo que sucede. ¿Qué es lo que sucede? Que el derecho, bajo esa lógica, bajo el crisol de la moral ontológica puede transformarse o transitar de una ética de mínimos a una “ética”1 de máximos, pero cuyos consejos de “vida feliz” (o el contenido de dicha normatividad) lejos de constituir una unidad narrativa universalizable (como sucede en una auténtica ética de máximos) pueden traducirse en prejuicios morales positivizados, de aquellos a los que sí les interesa al derecho.

En el caso particular, por ejemplo, de la prohibición jurídica de los matrimonios entre personas del mismo sexo, lejos de constituir una ética consiliatoria, i. e., de mínimos, el derecho se coloca en el plano de una “ética” discriminatoria, tal como ha sucedido con los regímenes totalitaristas. Y es que en este tipo de ideologías opresoras, la respuesta a la pregunta “¿Cómo hay que ser feliz?” -pregunta que, como se ha explicado, es propia de la ética de máximos- se circunscribe a una condición de pertenencia a un grupo racial en específico, como la aria; en este caso específico con el vocablo ‘raza’, en el más amplio de los sentidos, se hace referencia a un grupo de sujetos que comparten o son herederos de rasgos biológicos, culturales e históricos que les posibilitan identidad. En este tipo de casos prejuicio y discriminación van de la mano. Fuera de este tipo de sociedades, el prejuicio (bajo el disfraz de consejo o tradición) exige pertenecer o encuadrar en un prototipo de ciudadano: clase media, blanco, religioso, padre de familia, heterosexual, etc.

Derecho, ética de mínimos, discriminación e igualdad

No es exagerado sostener que, desde la ética de máximos/mínimos y su bagaje conceptual, las constituciones democráticas y el derecho positivo pueden ser reformados a partir de la orientación moral que puede proporcionar también la ética aplicada (Cortina, A., 2008: 205), pero sobre todo a partir de la consideración del derecho humano a la igualdad y a la no discriminación como cimientos de la justicia distributiva y la justicia conmutativa. Lo anterior cobra sentido si tenemos presente que a) finalmente, cuando se habla de ambos tipos de justicia es prácticamente imposible negar que en ellas se pone en juego procedimientos prácticos institucionales enfocados al tratamiento de personas y probelmas sociales; y b) el hecho de que la igualdad de tratamiento tiene dos sentidos: el primero, como ‘tratamiento absolutamente igual’ en el que se olvida o desdeña las diferencias de las personas; el segundo, como ‘tratamiento igual’, que no significa ‘juicio igual’ en todos y cada uno de los casos, sino un debido reconocimiento de las diferencias. (Nef, H., 1941, citado por García M., E., 1963: 18)

Resta ahora describir cómo y bajo qué condiciones o circunstancias es que el derecho deja de colocarse en el plano de la ética de mínimos y adquiere connotaciones de otra naturaleza. La pregunta que sirve de fundamentación y con la cual se orienta a la producción normativa de corte plural (para con ello evitar ese desdoblamiento del derecho) tiene que ver con el principio de igualdad. Este es un tipo específico de mínimo normativo compartido por la conciencia de una sociedad ampliamente o densamente pluralista. A partir de ello, es necesario tomar como punto base las siguientes tesis: a) Actualmente es una realidad que en las sociedades pluralistas se ha llegado a una conciencia moral compartida de valores como la libertad, la igualdad y la solidaridad; b) Estos valores se concretan en la defensa de un conjunto de derechos humanos (políticos y civiles, económicos, sociales y culturales, ecológicos, etc.), de tal modo que si la libertad es el baluarte que sirve como guía a los llamados derechos humanos de primera generación (los políticos y civiles), la igualdad constituye, por excelencia, el baluarte que sirve como guía a los derechos de segunda generación (económicos, sociales y culturales); mientras que la solidaridad se traduce en la guía de los derechos de tercera generación (ecológicos, derecho a la paz, entre otros).

Desde la lógica con la que opera la ética de mínimos, recordemos que bajo la perspectiva ontológica se confunde la moral con lo que de hecho sucede, mientras que tras el cristal deontológico la moral se ocuparía de lo que debe ser, y en virtud de que, como lo advertimos, es desde la conciencia de lo que debería suceder (desde ese deber ser) donde se critica lo que sucede, resulta que toda norma cuyo contenido está históricamente construido a partir de una moral de corte ontológico, podría fácilmente perfilarse como una norma que atenta contra un derecho humanos específico: el derecho a la no discriminación por preferencias u orientación sexuales, para el caso que aquí nos convoca. Es aquí cuando el derecho puede ser reformado desde una orientación moral de corte deontológico, puesto que la moral, su mundo, no es el ontológico, por más que se quiera insistir en lo contrario. De hecho, la racionalidad de lo moral no se encuentra identificada con la racionalidad ontológica. (Cortina, A., 2008: 205 y 207). La tesis a la que nos adherimos es la siguiente: sólo la diferencia nos hace iguales. Así como está expresada se antoja más como un eslogan de mercadotecnia política o una mera expresión de tipo retórico. Por paradójico que parezca no es ni una ni la otra, es ante todo una intelección en función de axioma cuya demostración sólo es posible mediante la lógica. Esta demostración se puede desarrollar de la siguiente manera.

El acto mismo de conocer comienza con un distinguir. Todo sujeto cognoscente es capaz de conocer su entorno en virtud de que distingue y ordena los elementos de éste. Pero las relaciones entre estos elementos puede determinarse en cuanto sus términos han sido separados entre sí, han sido diferenciados, de ahí que afirmar que dos objetos son iguales necesariamente supone su previa distinción; por tanto, toda forma de conocimiento y todo juicio supone -también necesariamente- un distinguir o diferenciar, de tal modo que “Si el juicio de que dos objetos son iguales presupone su diferenciabilidad, de aquí resulta que sólo puede ser igual lo diferente.” (Nef, H., citado por García M., 1963: 3-33)

No hay pues, en la tesis inicial visos de algún contenido paradójico. Ahora bien, cuando se afirma que “sólo puede ser igual lo que difiere”, lo que se está diciendo es que la idea de igualdad o de diferencia necesariamente se da entre dos cosas cuando menos. “En cuanto uno de los objetos comparados no es el otro, declaramos que son dos y no uno, y establecemos su dualidad por las diferencias que los separan. La diferencia es, por ende, el primer supuesto de la igualdad.” (García M., E., 1963: 3) En otras palabras: la diferencia es condición necesaria de la igualdad.

Lo dicho hasta aquí constituye, como marca la cita, el primer supuesto de la igualdad.

¿Cómo, entonces, o en qué consiste el segundo supuesto de la igualdad? Este segundo supuesto se puede explicarse de la siguiente manera. Todo juicio sobre igualdad o diferencia debe referirse a objetos que sean comparables entre sí. Esto es así porque, efectivamente, no todas las cosas son susceptibles de comparabilidad; si esto fuera así este atributo (la comparabilidad) no sería eso, es decir, una nota especial de las cosas, sino que sería una circunstancia común a todas las cosas y no sólo de algunas cosas. Por ejemplo, si se compara el sol y una mesa o un león y un reloj lo que obtenemos no es precisamente una comparación en el sentido aquí usado, sino un juicio mediante el cual se dirá que esos objetos son completamente dispares. No solo eso, sino que nunca será autorizado o correcto afirmar que son iguales o desiguales entre sí por el simple hecho de que no son susceptibles de comparación. Esto ha permitido advertir que cuando lo comparado se presenta como “no comparable”, resulta necesario, entonces, discernir sobre la comparabilidad con mayor rigurosidad o desde un punto de vista más estricto. De hecho,

“La circunstancia de que ciertas realidades toleren que se las juzgue desde el punto de vista de la igualdad o la desigualdad, y otras no la toleren, revela que al supuesto de la diferenciabilidad, previamente examinado, hay que añadir otro, el de que las cosas sean comparables en la acepción estricta o rigurosa del término. Diferencia y comparabilidad son, pues, condición necesaria de los juicios que afirman que dos o más objetos son iguales.” (García M., E., 1963: 4)

Dicho lo anterior, se puede advertir la presencia del segundo supuesto de la igualdad: el atributo de la comparabilidad conviene a dos o más cosas cuando tienen algo en común. El uso del pronombre indefinido “algo” no es al azar, sino que es preventivo; es decir, con este pronombre en realidad no se hace referencia a cierta propiedad, sino a la posibilidad de tenerla. Si se afirma que para que haya comparabilidad se requiere que una cualidad o propiedad sean comunes, lo anterior exige de una precisión que puede cumplirse al aclarar que, como se explicó, no se está aludiendo a una propiedad determinada, sino a esa posibilidad de tenerla. El ejemplo de Hans Nef es tajante: para la comparabilidad no se exige que dos cosas exhiban ambas la cualidad de la rojez (propiedad determinada), sino solamente que sea de color (posibilidad de tener ese color). Para abundar este ejemplo, él explica lo siguiente. Supóngase que se está en presencia de dos bolas y que ambas tienen coloración, aspecto que permite compararlas desde ese punto de vista, el de la coloración. Pero supóngase también que ambas son rojas, esto permite afirmar que son iguales en ese respecto; pero si una es roja y la otra azul, entonces tendría que afirmarse que son desiguales, en el mismo respecto. El hecho de que las dos estén coloreadas es lo que determina (posibilita) su comparabilidad. Es decir, para afirmar o negar que ambas bolas sean iguales en ese respecto es condición necesaria que posean aquel atributo, o sea que posean coloración. Esto, en su conjunto, permite apreciar los linderos entre las nociones de comparabilidad e igualdad, en la que “la coloración de las bolas permite compararlas en el respecto indicado; la circunstancia de que sean rojas condiciona su igualdad. Que el otro supuesto de la igualdad se da en el caso es evidente, ya que se trata de dos bolas y no de una.” (García M., E., 1963: 4)

Si se lee detenidamente el ejemplo anterior se puede observar la presencia de un tercer elemento en la comparabilidad, y ese tercer elemento es la base de esta última; es lo que los lógicos denominan tertium comparationis. De este elemento se puede decir lo siguiente: a) Debe permanecer idéntico en el comparar, aspecto que autoriza a advertir que la igualdad es una relación trimembre compuesta por las dos cosas comparadas “a” y “b”, una tercera “c” que sería, precisamente, el tertium comparationis; b) Desde el momento en que aquél se constituye en una y la misma cosa, se convierte en un punto común de referencia de otras dos y posibilita la igualdad entre éstas. La identidad de “c” (tertium comparationis) consigo misma es un supuesto o condición necesaria de la relación de igualdad entre la cosa “a” y la cosa “b”; c)Esta identidad del tertium comparationis, más que de la igualdad, es condición necesaria de la comparabilidad; d) En el ejemplo de la coloración de las bolas, es la base que permite compararlas. La condición de igualdad es otro elemento común a las cosas comparadas que está concatenada con el primero: la rojez, que es una propiedad de los objetos respecto del color. Los elementos comunes serían, entonces, los siguientes: primero, la cualidad de lo coloreado (supuesto de la comparabilidad); segundo, la propiedad común de la rojez (condicionante de la igualdad); e) Dado que todo comparar es un diferenciar que pretende esclarecer, este esclarecimiento respecto en qué los objetos comparados son iguales y en qué otro son desiguales, sólo puede lograrse cuando las diferencias no sólo son puestas simple y llanamente en conexión, sino cuando esas diferencias son relacionadas desde cierto punto de vista. La regla sería, entonces, la siguiente: “Las cosas han de ser comparables en algún respecto o, de lo contrario, el paralelo es imposible.” (García M., E., 1963: 5) Por ello no es concebible comparar un la electricidad con un triángulo o un triángulo con un elefante, así como tampoco el tamaño de un objeto con el color o la dureza del otro. El parangón es imposible, pues en estos últimos ejemplos se carece de una base (tertium comparationis) para comparar las cosas que evidentemente resultan dispares en todos los respectos; f) De ahí que se concluya que el tertium comparationis es, ante todo, supuesto o condición necesaria de la comparabilidad y, sólo en forma indirecta, de la igualdad. (García M., E., 1963: 5)

Procedemos ahora esclarecer al mismo tiempo las nociones de igualdad frente a la de semejanza y frente a la de identidad. Para lograr lo anterior se debe partir de la siguiente tesis: todo juicio de igualdad excluye tanto la identidad como la semejanza. Esta también es una intelección en función de axioma cuya demostración -del mismo modo que la primera intelección- sólo es posible mediante la lógica. Esta demostración se puede desarrollar de la siguiente manera.

Todo lo desarrollado en rededor de la primera intelección ha permitido advertir que sólo es posible declarar igual o desigual lo que es diferente y, a la vez, comparable. La igualdad se comprueba en el acto de comparar; este elemento, el de la comparabilidad, consiste esencialmente -como ya se explicó- en considerar alternativamente cosas diferentes -pero al mismo tiempo parangonables- desde el punto de vista de un elemento común, el tertium comparationis. Toda comparación sólo es posible con este tercer elemento en el que el resultado de esa comparación sólo puede consistir en la comprobación o de una igualdad o de una desigualdad de los objetos, en ese respecto común, en ese tertium comparationis. Dado lo anterior se afirma, entonces, que entre las cosas no existe una igualdad total o absoluta, sino sólo relativa desde el punto de vista del tertium comparationis.

Supóngase nuevamente el caso de las dos bolas: supóngase también que las dos son de color rojo y ambas son del mismo tamaño y también esféricas; es más, supóngase que son iguales en todos sus respectos (peso, volumen, etc.). Aún en este caso no se puede afirmar que se está en presencia de una igualdad absoluta, sino relativa, ¿por qué? Porque incluso en este supuesto hipotético, son diferentes en algún respecto: el del lugar que ocupan. En el resto de los respectos podrán ser iguales, pero nunca lo podrán ser en lo concerniente al espacio que ocupan o en que se encuentran. Si ocuparan el mismo respecto (el espacio) no se daría el supuesto de la diferencia -que es condición necesaria de la igualdad-. Esa misma posibilidad de distinguir los objetos del orden sensible -en este caso las dos bolas de villar que comparten todos esos respectos excepto la del espacio-, deriva, precisamente y sólo precisamente, de que ambas bolas de villar se encuentran en lugares distintos. De lo contrario, sería totalmente imposible diferenciarlos. La conclusión, sería, pues, que todo aquello que ocupa el mismo espacio es lo mismo, es idéntico, es uno. La identidad es absolutamente indefinible. De ahí que se insista una vez más en el hecho de que igual, tal como se ha explicado aquí, solo puede ser lo diferente, y esta relación de igualdad siempre e ineludiblemente exige, al menos, dos términos. De ahí la tesis de la que se partió en esta segunda intelección: todo juicio de igualdad excluye tanto la identidad como la semejanza. Y lo es así; a manera de abundar,

“(…) porque parte de la diversidad, esto es, parte de dos sujetos distintos, pero respecto de los cuales se hace abstracción de las diferencias para subrayar su igualdad en atención a una característica común; la identidad se produce ‘cuando dos o más objetos tienen en común todos sus elementos o características’; mientras la igualdad ‘supone una identidad parcial, es decir, la coincidencia de dos o más objetos en unos elementos o características desde un determinado punto de vista y haciendo abstracción de los demás.” (Prieto S., L., 2005: 32)

Dicho de otra manera: “Si las cosas no difieren por lo menos en algo, no deben llamarse ‘iguales’ sino ‘idénticas’.” (Pérez P., K., 2005: 6). Si la igualdad absoluta es imposible, entonces también se distingue de la semejanza, puesto que ésta si bien es cierto que implica el hecho de que exista algún rasgo común, no obliga a hacer abstracción de los elementos propios diferenciadores, de ahí que “(…) toda igualdad es siempre, por eso, relativa, pues sólo en relación con determinado tertium comparationis puede ser afirmada o negada’, y la fijación de ese tertium ‘es una decisión libre, aunque no arbitraria, de quien juzga’” (Rubio Ll., F., 1997, citado por Prieto S., 2004, p. 31). Partiendo de lo anterior, y en lo tocante a la igualdad, se pueden anotar las siguientes explicaciones:

Dado que la igualdad absoluta no es posible, es autorizado hablar de “igualdad respecto a/de”. Circunstancia que obliga a no definir la igualdad a secas, pues de lo contrario sería un contrasentido; la igualdad a secas ni es definible ni puede existir. En términos de lógica solo es posible definir la igualdad relativa o igualdad “en tal o cual respecto.” Si esto se traslada al área jurídico-política sucede la misma regla, puesto que no tiene ningún impacto en el lenguaje político si no se dice o se especifica de qué entes se está hablando y respecto a qué cosas son iguales, esto es, si no hay condicione de responder a estas dos preguntas: a) ¿Igualdad entre quiénes?, y b) ¿Igualdad en qué? (Bobbio, N., 1993: 54 y ss)

La igualdad no es propiedad de las cosas, sino una relación entre dos términos. Es un mero y simple tipo de relación formal, que se puede colmar de los más diversos contenidos. No es una propiedad porque ésta pertenece a las cosas como objetos singulares y aislados. Las cosas sólo pueden tener propiedades en su singularidad (rojas, esféricas, etc.), de tal modo que lo igual no se encuentra en cada una de las cosas comparadas.

La única igualdad posible de definir es la igualdad relativa o “igualdad respecto a/de”, que podría definirse como “la relación entre dos cosas que tienen, en tal respecto, una propiedad común.” Si se parte de todo lo expuesto en las páginas que preceden, y si se aplican los mismos resultados al caso de los seres humanos, se puede, por tanto, aseverar que los hombres son iguales y desiguales a la vez, esto es, iguales en determinados respectos y desiguales en otros. Se invocó en páginas anteriores la siguiente premisa: Si las cosas no difleren por lo menos en algo, no deben llamarse ‘iguales’ sino ‘idénticas’. A esto se le conoce como el mínimum de desigualdad; sin embargo, resulta que este mínimum no se presenta o no se da entre los seres humanos. ¿Por qué? Porque los respectos en los cuales se diferencian, además de ser muchos, superan siempre a los respectos en los que resultan ser iguales. Por tanto, el sentido en el que cabe afirmar la igualdad de todos los hombres, estos es, lo que los iguala es su humanidad. En su humanidad, todos los hombres coinciden, son iguales, pero en su individualidad, todos difieren (múltiples diferencias los separan: sexo, edad, aptitudes intelectuales, etc.). Esto es lo que permite formar grupos, puesto que algunos hombres -en relación a determinadas características distintivas- difieren de los demás; pero otros -respecto de los mismos aspectos- resultan iguales entre sí. En un respecto el hombre es igual a unos, en otro, a otros. Todo depende del tipo de relación en que los seres humanos son considerados. (Nef, H., citado en García, M., 1963: 7)

¿Qué pasa, entonces, con la expresión “Todos los hombres son (o nacen) iguales”, propia y siempre presente en las declaraciones de los derechos humanos desde finales del siglo XIII hasta la actualidad? Se trata de una máxima cuyo alcance y derroteros Norberto Bobbio los explica en los siguientes términos. Parte de la premisa de que cualquiera que sea el contexto en el que la igualdad se invoque o que se condene, la igualdad de la que se trata siempre será una igualdad determinada o, como él le llama, un secundum quid, el cual recibe su contenido axiológico siempre en función de ese quid, quien además especifica su significado. Justamente es lo que sucede, para el pensador italiano, en la expresión que ahora se explica. Si se analiza con atención -advierte- se trata de una enunciación que, en tanto proposición descriptiva, o es demasiado ambigua (genérica) o es, sin más, falsa.

Pero esto no queda ahí, sino que, según explica el mismo Bobbio, lo que genera una fuerte expectativa (le llama él “carga emotiva”) a dicha enunciación no es la proclama de igualdad en sí misma, sino la propia extensión de esa igualdad a “todos”, que a todas luces exalta un carácter incluso revolucionario, pues de frente al entorno social se contrapone a situaciones reales en las que no todos son iguales, sólo unos pocos, sobre todo tratándose de bienes y derechos. Consecuentemente, el valor de esa enunciación no reside en el hecho de invocar la igualdad, sino en el hecho de extenderla a todos cualquiera que sea su naturaleza, el hecho de que tenga que valer para todos, “(...) de ahí que por ‘todos’ no se dice que se entienda la totalidad de los hombres, pues basta que se en entienda los pertenecientes a un determinado grupo social, con tal de que este grupo sea más extenso del que hasta ahora ha detentado el poder.” (Bobbio, N., 1993: 69) No hay que olvidar la exigencia que el autor hace en relación al alcance del contenido específico de la noción de igualdad y, dado que, como él lo explica, dicho alcance se obtiene en función de las respuestas a las dos preguntas anteriormente por él también referidas: “igualdad entre quiénes” e “igualdad en qué”. Lo destacable aquí es que en el ejercicio de buscar un contenido específico a la enunciación, a la máxima “Todos los hombres son (o nacen) iguales”, aparentemente y bajo una interpretación literal, sólo respondería a la primera. Pero Bobbio explica que el significado axiológico, el contenido específico de esa máxima depende también de la cualidad respecto a la cual se requiere que “todos” los hombres sean considerados iguales. Lo que nunca puede ni ha estado autorizado interpretarse como contenido específico de esa máxima es que “todos” los hombres sean iguales en “todo”, sino que los hombres sean considerados iguales y tratados como iguales respecto de aquellas cualidades que, según las diferentes concepciones del hombre y de la sociedad, constituyen la esencia del hombre, la naturaleza humana como distinta de la naturaleza de los demás seres (libre uso de razón, capacidad jurídica, libertad de poseer, dignidad, dignidad social, etc.). Esto es lo que permite, a su vez, concluir que aquella máxima no tiene un significado unívoco, sino tantos significados como respuestas hay a la pregunta “Todos somos iguales, sí, pero, ¿en qué?” (Bobbio, N., 1993: 69)

Estas últimas reflexiones conducen directamente a lo que se ha denominado “la fórmula de la igualdad”. Su exposición requiere de un capítulo específico a fin de demostrar la conexión que subyace con la ética de mínimos.

La fórmula de la igualdad para el derecho como ética de mínimos

Esta fórmula, tiene su origen principalmente en el pensamiento de Aristóteles (2002: Libro II; 1985: Libro V), particularmente en su célebre descripción de lo que es justicia: “Parece que la justicia consiste en igualdad, y es así, pero no para todos, sino para los iguales; y la desigualdad parece ser justa, y lo es, en efecto, pero no para todos, sino para los desiguales.” De acuerdo con Pérez P., K. (2005: 8-15), cuyo texto seguiremos en este apartado, de esta clásica fórmula se desprenden dos premisas:

  1. La primera, también llamada “regla de justicia”, en la que igualdad significa que las cosas que son iguales deben tratarse igual y las cosas que son desiguales deben tratarse de manera desigual en proporción a su desigualdad. Esto tiene varias componentes:

El primero, es el determinante, pues implica una determinación: la de que dos personas son iguales. Una vez que se determina que dos personas son iguales se informa cómo es que deben ser tratadas. Sin embargo, la pregunta obligada y una de cuyas respuestas puede aclarar por qué esto es así, sería, “¿Qué significa decir que las personas son iguales?” Existen tres posibles respuestas, pero sólo una es operable para entender el funcionamiento de este primer componente: 1. “Las personas que son iguales”, puede referirse a las personas que son iguales en todos los aspectos; sin embargo ya quedó explicado que la igualdad absoluta -en todos sus respectos- es imposible tanto entre las cosas como entre las personas. 2. “Las persona que son iguales”, puede hacer referencia a personas que aun no siendo iguales en todos los aspectos, sí lo son en algunos otros. La primera parte de esta respuesta (las personas que no son iguales en todos los aspectos) excluye a todos los seres humanos, nadie tiene posibilidad de quedar incluido. La segunda parte de la respuesta (sí lo son en algunos otros aspectos) incluye a todos los seres humanos (también cosas), pero esto último generaría la absurda conclusión de que “todas las personas deben tratarse igual”, precisamente, por ese simple hecho, el de sí ser iguales en esos otros aspectos. 3. “Las personas que son iguales”, puede aludir a las personas que son iguales en algún aspecto significativo o trascedente en lo particular. Esta es la respuesta que permite entender por qué a partir del primer componente (o componente determinante) de que dos personas son iguales se informa, a un mismo tiempo, cómo deben ser tratadas. Y lo es porque comienza con esa determinación normativa de que dos personas son iguales en un aspecto significativo y, a partir de ese aspecto significativo, concluye normativamente que ambas deben ser tratadas igual. Sin embargo, es oportuno recordar que, como no existen en la naturaleza categorías de objetos jurídicamente iguales, la igualdad jurídica es posible establecerla únicamente cuando se definen las categorías. En efecto, “Decir que las personas son iguales es, por tanto, articular un estándar jurídico de tratamiento -un estándar o regla que especifica cierto tratamiento para ciertas personas- por referencia a lo que son y a la manera en que en consecuencia deben ser tratadas.” (Pérez P., K. 2005: 10)

El segundo componente, el de ser tratados iguales, si bien no es el determinante, sí contribuye a entender a cabalidad esta primer premisa derivada de la clásica fórmula aristotélica previamente citada. Dado que no es posible que se les otorgue el mismo trato a todos los hombres en todos los respectos, los iguales tienen que ser tratados iguales en el sentido (respecto) en que son iguales, pero puede darse la presencia de otros aspectos en los cuales difieren, circunstancia que permitiría o justificaría las diferencias en el tratamiento. En virtud, también, de que, como se advirtió, no existen categorías naturales de personas iguales, del mismo modo tampoco existen categorías de tratamiento igual. De ahí que los tratamientos sólo puedan ser iguales en atención a una regla, “Así, decir que las personas iguales en algún aspecto deben ser tratadas igual, significa que deben ser tratadas igual, de acuerdo con la regla por la cual se determina su igualdad. Es decir, los iguales deben ser tratados como igual, significa que (…) las personas que por una regla se consideran iguales, deben por esa misma regla, ser tratadas igual.” (Pérez P., K. 2005: 10)

Lo anterior refuerza la tesis ya mencionada al principio de este apartado: la igualdad, así a secas, es un principio vacío, porque carece de contenido sustantivo propio, además de que, al no contar con estándares o criterios relevantes, se aprecia carente de significado que no dice ni orienta nada sobre la forma en que se debe actuar. Es al mismo tiempo una tautología, porque, la igualdad, jurídicamente, no significa nada si no tiene relación con algún derecho prestablecido. Es un concepto normativo, puesto que implica casos en que el tratamiento igualitario no viene impuesto por la racionalidad argumentativa, sino por la misma disposición constitucional. Pero también se trata de un concepto acumulativo (progresivo), porque es un principio que se va ensanchando en virtud de la convergencia de los reclamos sociales, la creatividad legislativa e incluso el aún incipiente activismo judicial, por lo menos en nuestro país.

  1. La segunda premisa, establece que igualdad y justicia son sinónimos, pues el ser justo es ser igual, ser injusto es ser desigual. ¿Cómo se vinculan igualdad y justicia? Esta segunda premisa (y la pregunte que le sigue) pueden explicarse de la siguiente manera.

Hasta Aristóteles, se pueden rastrear dos significados clásicos de justicia. Uno de ellos identifica justicia con legalidad, y cuya tesis reza que es justa la acción llevada a cabo de conformidad con las leyes, sean positivas o naturales. Justo sería, en esta concepción, quien observa habitualmente las leyes, pero también son justas las leyes (humanas) en tanto que advierten una correspondencia con las leyes naturales o divinas.

La otra cosmovisión, el otro significado clásico, que es la que sirve de plataforma para dotar de contenido al derecho considerado como ética de mínimos, identifica justicia con igualdad, los señala como sinónimos. En esta cosmovisión es justa una acción, un hombre o una ley que instituye y, por tanto, respeta una relación de igualdad.

Ahora bien, no hay duda alguna sobre el nexo inseparable que existe entre igualdad y justicia. Sin embargo, en la doctrina jurídica se observa que existen varias vías para describir este vínculo, situación que obliga a puntualizar cuáles son esos enfoques desde los que se justifica la relación entre la noción -y el principio de- igualdad con el de justicia. Antes de explicar cómo ambos se conectan (cómo es que están estrechamente ligados), se debe tener bien presente que tanto una como otra son nociones o ideas eminentemente formales. Esto genera consecuencias del orden de la lógica jurídica, pues las dos vías que se han mencionado tienen como cauce un razonamiento de tipo deductivo mediante el cual se justifica el binomio igualdad-justicia.

La primera vía tiene como punto de partida la también clásica fórmula romana de Ulpiano: “Justicia es la voluntad firme y constante de dar cada quien lo suyo”. Para aclarar la relación entre “dar a cada quien lo suyo” y “tratar igual a los iguales” no debemos olvidar que, como ya lo explicamos, son nociones completamente formales. La idea de justicia si bien es cierto requiere que a cada persona se le dé lo suyo, también lo es que no define qué es lo suyo de cada quien. Esto genera las siguientes implicaciones: a) Para dotarle de significación a la fórmula ulpiana se requiere ir más allá de la misma, esto es, hay que remitirse hasta los criterios sustantivos, morales y jurídicos que determinan lo suyo de cada quien; b) Para estar en posibilidades de decidir si se está o no en presencia de conceptos intercambiables es necesario determinar si uno puede reducirse lingüísticamente del otro por medio de una inferencia lógica; c) Este ejercicio lo describe claramente Pérez Portilla de la siguiente manera: 1. Dar a cada quien lo suyo es dar a las personas el tratamiento que merecen. 2. Dar a las personas el tratamiento que merecen significa tratarlas de acuerdo con estándares morales establecidos. 3. Tratar a las personas de acuerdo con estándares morales significa: a. determinar si poseen aquellos criterios moralmente relevantes y establecidos en las normas; y b). dar a aquellos que poseen el criterio, el tratamiento prescrito por las reglas y no darlo a aquellas que no poseen el criterio. 4. Dar a aquellos que poseen el criterio, el tratamiento prescrito por las reglas, mientras que no darlo a aquellos que no posean el criterio, significa tratar igual a los iguales en los aspectos morales relevantes; y tratar desigual a los desiguales en los aspectos morales significativos. 5. Tratar igual a los iguales en los aspectos morales relevantes mientras que tratar desigual a los desiguales en los aspectos morales relevantes, significa tratar igual a los iguales y desigual a los desiguales. d) Por tanto, como se demostró, la justicia puede reducirse a la noción de igualdad y viceversa, la vía es invirtiendo la secuencia de los pasos ya descritos. e) A partir de la tesis de que “dos personas son iguales” y, por tanto, deben ser tratados de la misma manera, se presuponen principios sustantivos de lo “correcto” y lo “incorrecto” a través de los cuales se posibilita afirmar (o inferir) que lo correcto es tratarlos igual y lo incorrecto es tratarlos de manera desigual. Lo correcto y lo incorrecto respecto desde el propio tratamiento de las personas significa, precisamente, definir lo suyo de acuerdo con circunstancias dadas. Lo suyo se define, entonces, en relación directa con esa circunstancia dada, en ese respecto que requiere sea significado. f) Igualdad y justicia, al ser meras tautologías, requieren de una comparación entre dos o más personas a efecto de determinar su igualdad o desigualdad. Pero lo suyo, lo que corresponde a cada quien, varía su significado según el criterio o rasgo que se considere relevante y según se posea o se carezca de él. Dicho en los propios términos de Pérez Portilla:

“El criterio debe estar plasmado en una norma para que entonces pueda argüirse que, en virtud de ubicarse en tal o cual supuesto, las personas que comparten el criterio relevante deben tratarse de manera igual o bien, que por la carencia del criterio relevante establecido en la norma, se debe ser tratado de manera desigual y, en ambos casos, se estará dando a cada quien lo suyo.” (Pérez P., K., 2005: 13 y 14)

La otra vía que también intenta responder a la pregunta sobre cómo se relaciona la noción de igualdad y la de justicia está íntimamente vinculada con una cosmovisión del mundo que hunde sus raíces en el pensamiento estoico, directa y estrechamente relacionada con la noción de orden, cosmos. Mientras los partidarios de la primera vía identifican “justicia” con “legalidad”, los partidarios de esta segunda ruta identifican “justicia” con “igualdad”. En ella se concibe a la justicia como un principio que preside el ordenamiento en un todo armónico o equilibrado; un ordenamiento tanto de las sociedades humanas como del cosmos y en el que el orden del cosmos se constituye como una proyección del orden social. Además, en este paradigma, para que reine la armonía tanto en las sociedades como en el cosmos es necesario que cada uno de ellos tenga asignado el lugar que le corresponde y que, por tanto, una vez que se le haya asignado el lugar propio que le corresponde a cada parte el equilibrio alcanzado sea sostenido por normas universalmente respetadas. De este modo,

“(…) la instauración de una cierta igualdad entre las partes y el respeto de la legalidad son las dos condiciones para la institución y la conservación del orden y la armonía del todo (…) Estas dos condiciones son ambas necesarias para que actúe la justicia, pero sólo conjuntamente son también suficientes.” (Bobbio, N., 1993: 58)

Ahora bien, si se tiene en cuenta una totalidad ordenada, entonces la justicia puede entrar en escena desde el momento mismo en que se perturban las relaciones de igualdad o desde el momento mismo en que se deja de observar las leyes establecidas. Mientras que la perturbación de la igualdad es un desafío para la legalidad constituida, la inobservancia de las leyes en una ruptura del principio de igualdad en el cual la ley se ha inspirado.

En estricto sentido, aclara Bobbio, esta segunda vía que consiste en distinguir los dos significados de justicia -primero en referencia a la acción (considerada justa cuando es conforme a la ley) y el segundo en referencia a la ley (considerada justa cuando instituye y, por tanto, respeta una relación de igualdad- es, de algún modo, inexacta, puesto que la igualdad consiste en solamente en una relación; lo que le da valor, lo que hace de tal relación un ideal anhelado es el hecho de que se trata de una relación justa, se convierte en un fin deseable en tanto que es considerado (esa relación) justo; pero justo (o lo justo) implica que dicha relación está vinculada directamente con un orden que hay que instituir en caso de ser turbado o trastocado, con un ideal de armonía entre las partes y el todo, y sólo un todo ordenado puede y tiene posibilidad de subsistir en cuanto tal. De ahí que para el filósofo italiano la libertad aparezca una vez más como el valor supremo del individuo respecto del todo, mientras que la justicia se constituya como el valor supremo del todo en tanto compuesto de las partes. La libertad, sería un bien individual por excelencia; la justicia, un bien social también por excelencia, en el sentido aristotélico de virtud social. De tal modo que la expresión correcta sería “libertad y justicia”, más no “libertad e igualdad”, en virtud de que la igualdad no constituye un valor en sí, sino que lo es tan solo en la medida en que se presenta como una condición necesaria, aunque no suficiente, “de la armonía del todo, del orden de las partes, del equilibrio interno de un sistema en el cual consiste la justicia.” (Bobbio, N., 1993: 58)

Los tipos de igualdad para la norma como ética de mínimos

Recordemos que la ética de mínimos se enfoca y se limita a proponer los mínimos axiológicos y normativos (jurídicos, en nuestro caso) compartidos por la conciencia de una sociedad pluralista, mínimos axiológicos desde los cuales cada uno de los miembros de una comunidad debe tener (asegurada) la libertad para hacer sus ofertas de máximos y desde los cuales los miembros de esa sociedad pueden tomar decisiones morales compartidas en los asuntos de ética aplicada. Pues bien, la igualdad habrá de desplegarse en una taxonomía más precisa a fin de que esa libertad quede formalmente asegurada. Los tipos de igualdad que conforman ese núcleo conceptual que da sentido a la norma como ética de mínimos, serían los siguientes:

Igual formal

Por igualdad formal (o jurídica) pueden entenderse viarias cosas, y todas ellas comparten un común denominador. En primer lugar, como derecho fundamental implica un derecho que tiene todo ciudadano a recibir un trato igual y que vincula directamente a los poderes públicos sin necesidad de que se cuente para ello con un desarrollo legislativo a efecto solicitar su plena aplicación. En segundo lugar, se acepta la explicación de que la igualdad formal (o jurídica) tiene que ver con la idéntica titularidad y garantía de los mismos derechos fundamentales independientemente del hecho -o incluso precisamente por ese mismo hecho- de que los titulares son diferentes entre sí. Es decir, independientemente de esa igualdad jurídica de la que gozan todos los individuos en relación con la titularidad de ciertos derechos fundamentales, al mismo tiempo se dice que todos ellos poseen diferencias objetivas (también llamadas factores de diferenciación, condiciones personales, motivos prohibidos, criterios de responsabilidad, etc.) que, precisamente, las diferencian unas de otras (sexo, raza, lengua, religión, opiniones políticas, condición social, orientación sexual, etc.). A las anteriores se suman aquellos otros criterios que también reafirman esa desigualdad, pero ahora jurídica: se trata de la titularidad en la mayor o menor medida de derechos no fundamentales: patrimoniales, de crédito, etc.; es decir, derechos que poseen en diversa medida y con exclusión de los demás. (Pérez P., K.: 13 y 15 y 16) La igualdad formal, a su vez, se despliega en tres subtipos de igualdad:

Igualdad ante la ley

La igualdad ante o frente a la ley tiene que ver con la eficacia de la misma, es decir con la necesidad de que una norma sea aplicable por igual a todos aquellos que se encuentran en la situación descrita en el supuesto. Partiendo de lo anterior, se colige, entonces, que el principio de “igualdad frente a la ley” impide que un mismo órgano modifique arbitrariamente el sentido de sus decisiones en casos sustancialmente iguales, sin ofrecer una fundamentación racional y suficiente para ello. (Rubio, Ll., F., 1997, citado por Santiago J., M., 2007: 15) El origen de este principio se remite a las primeras revoluciones liberales, más específicamente a la ideología imperante del liberalismo. Como bien lo afirma Bobbio (1993: 72 y 73), el blanco de este principio fue (o son) los Estados de órdenes o de castas, es decir, aquellos en los que los individuos están en categorías jurídicas diversas y distintas, estructurados en orden jerárquico y en los cuales los superiores tienen privilegios que los inferiores no tienen. Ejemplos de ellos fueron las sociedades feudales. Actualmente sirve como ejemplo la sociedad de castas de la India. Este principio nace como una formulación que reacciona contra la discriminación por nacimiento, es decir, contra el principio aristocrático de sangre o contra todos los privilegios de nacimiento, en el que el otorgamiento de determinados derechos y en la imposición de deberes existe la obligación de hacer caso omiso de ciertas desigualdades.

Ahora bien, el principio de “igualdad frente a la ley” constituye, al igual que las otras fórmulas igualitarias, un principio expresamente genérico. En primer término, implica, como se explicó, una prescripción destinada a impedir toda discriminación arbitraria ya sea por parte del juez o por parte del legislador, pero siempre bajo el entendimiento de que una discriminación arbitraria implica una discriminación introducida o no eliminada sin justificación, esto es, una discriminación injusta.

Las preguntas obligadas serían, en primer lugar, ¿cuándo una fundamentación o justificación puede aceptarse como racional y suficiente para que una discriminación sea considerada como justa? En segundo lugar, la pregunta tendría que formularse en sentido contrario o, mejor dicho, con la otra cara de la moneda: ¿cuándo un trato desigual se encuentra justificado o bajo qué criterio se puede justificar una distinción realizada por una ley? Existen dos salidas a estas interrogantes.

La primera es la que ofrece Bobbio, pero este autor lo hace partiendo de un conjunto de interrogantes que él mismo plantea y a la que encuentra una única salida. Las preguntas que formula el jurista italiano son, por ejemplo: ¿Basta con aducir razones para que una discriminación pueda considerarse justificada? ¿Cualquier razón o, más bien, ciertas razones que ciertas otras? ¿Pero en función de qué criterios se distinguen las razones válidas de las inválidas? ¿Existen criterios objetivos, es decir, criterios que reposen sobre la así llamada ‘naturaleza de las cosas’? Como se dijo, el mismo autor sólo encuentra una salida a estos cuestionamientos y consiste en aceptar que entre los hombres se presenta un conjunto de diferencias relevantes y diferencias irrelevantes respecto de su inserción en una u otra categoría; sin embargo, él mismo advierte que esa distinción no coincide con la distinción entre diferencias objetivas y no objetivas, pues entre blancos y negros así como entre hombres y mujeres hay, sin duda alguna, diferencias objetivas, lo cual no implica necesariamente que sean también relevantes. Y es que la relevancia o irrelevancia, en palabras del autor, se determina (se establece) por la elección de valor y, por tanto, está históricamente condicionada. En efecto

Baste considerar las justificaciones que han sido adoptadas en muchos casos para las sucesivas ampliaciones de los derechos políticos para darse cuenta de que una diferencia planteada como relevante en un determinado periodo histórico (para excluir ciertas categorías de personas de los derechos políticos) no ha estado considerada relevante en un periodo político posterior:” (Bobbio, N., 1993: 74)

La segunda salida la propone De la Torre (2007: 449-474), quien aun cuando comparte cierto pesimismo con Bobbio con relación a las “diferencias relevantes” o “criterios objetivos” sí da una respuesta a la pregunta que también él mismo se formula: ¿Bajo qué criterios es posible justificar que una ley otorgue un trato desigual en el ejercicio de los derechos fundamentales? La respuesta con la que concluye es que sólo es justificable cuando esa diferencia de trato cuenta con una justificación racional y objetiva. Pero esta respuesta genera de manera obligada otra interrogante: ¿Cuándo o con base en qué se puede calificar esa justificación como racional y objetiva? El autor realiza un sesudo recorrido en donde se va descartando algunos elementos fácticos (como las diferencias relevantes, elementos fácticos o motivos prohibidos como él les llama: edad, sexo, religión, raza, etc.) que en su consideración no son suficientes para determinar cuándo estamos frente a personas iguales y cuándo frente a personas desiguales, pues es un hecho -afirma- que los seres humanos somos al mismo tiempo iguales en uno o varios aspectos y desiguales en muchos otros aspectos. Por tal motivo el autor se decanta por introducir un elemento decisivo y suficiente para determinar cuándo aquella justificación de trato diferente (desigual) es racional y objetiva: además del criterio del fln legítimo que exige por parte del juez un juicio de proporcionalidad de los medios, acompañado de un juicio de ponderación (prestados de la obra de Robert Alexy), el autor agrega un tercer criterio de valoración, el de dignidad de la persona humana. Dicho de otra manera, mientras la decisión de considerar como racional y objetiva a una justificación de trato desigual por la ley no atente contra la dignidad de la persona humana, esta justificación debe ser tomada como válida. Por ello aclara que

La razón por la cual encuentro necesario introducir este concepto en el análisis se debe a que desde mi punto de vista constituye el fundamento filosófico con base en el cual se deben prohibir todas las formas de discriminación. El acto discriminatorio consiste esencialmente en el menosprecio del otro, en la infravaloración que una persona hace de otra por motivo de alguna condición o característica personal. En la discriminación sucede, además, que el juicio de valor y la razón por la que tomamos sólo una característica de la persona van precedidas de un prejuicio erróneo que guardamos en relación con un grupo humano con el cual identificamos a la persona. Así pues, no tomar a la persona por sí misma, sino tan sólo una parte de ella desde un enfoque totalmente subjetivo implica, ante todo, tratar a la persona como algo y no como alguien. (De la Torre, 2007: 469)

Y sería considerada como válida, precisamente, por estar respaldados -el criterio de racionalidad y de objetividad así como la justificación misma respecto tal- por la persecución de un fin legítimo y una relación de proporcionalidad entre el fin que se persigue con la distinción y los medios que se emplean para lograrla.

Igualdad en la aplicación de la ley

Para entender con mayor precisión este principio resulta útil recordar un aspecto medular sobre la igualdad ante (frente) a la ley. Se explicó que el origen de este principio se remite a las primeras revoluciones liberales y que el blanco de este principio fue (o son) los Estados de órdenes o de castas, es decir, aquellos en los que los individuos están en categorías jurídicas diversas y distintas, estructurados en orden jerárquico y en los cuales los superiores tienen privilegios que los inferiores no tienen. De este tipo de sociedades se mencionó como ejemplo a las feudales o las estamentales. Pero también se explicó que este principio, en sus inicios, tuvo un contenido más político que jurídico en virtud de que se proclama una igualdad contaminada de cierta desigualdad, pues la fórmula de la igualdad se había limitado a un único sujeto, el varón blanco propietario. Además de lo anterior, este mismo principio de igualdad frente a la ley tuvo, por esas mismas razones, un carácter meramente declarativo, puesto que únicamente se limitó, en términos de Pérez Portilla, “(…) a levantar acta de igualación jurídica ya realizada de todos los ciudadanos, así como a proclamar, coherentemente, la generalidad de la ley.” (Pérez P., K., 2005: 13 y 15 y 16.) (Las letras en cursiva son del autor del autor)

Y lo fue así -de contenido más político que jurídico además de meramente declarativo- porque los mismos hechos evidenciaron las enormes desigualdades, tales como la desvalorización de la mujer y el desprecio persistente hacia las minorías raciales u otros grupos minoritarios como los homosexuales. De este modo el principio de igualdad se subsume en el de legalidad al limitarse a señalar las reglas del juego de tal modo que la ley resultó ser igual simplemente porque era general. Sin embargo, este principio fue poco a poco resignificándose de tal modo que exigió, con el transcurso del tiempo, vinculo a los de los órganos jurisdiccionales. Ya no bastaba con aceptar que había igualdad ante la ley por lo simple de su carácter general, sino que ahora bajo este mismo principio de igualdad ante la ley se exigió también la aplicación igual de la ley. En un inicio el principio de igualdad en la aplicación ley sirvió como camisa de fuerza al ejecutivo o a los órganos de la administración pública a efecto de evitar arbitrariedades, situación que lo hace converger con el principio de legalidad. Pero lo más destacable de todo esto es que aun cuando el principio de legalidad resulta ser un presupuesto para la efectividad del propio principio de igualdad -en cualquiera de sus expresiones-, los alcances de la igualdad no se agotan con el simple cumplimiento de las reglas del juego. ¿Por qué? Porque las nuevas realidades van generando distintas y cada vez más agudas exigencias que, por tanto, delimitan o resignifican también la acción del poder hacia una justicia más paritaria (Pérez P., K., 2005: 61); es decir, estas nuevas realidades cada vez más complejas exigieron el uso de ambas caras de esa moneda llamada principio de igualdad, de tal modo que la igualdad ante la ley se ha resignificado como igualdad en la aplicación de la ley: no basta con que ésta sea general e impersonal, sino que a partir de un momento de la historia hacia acá se exigió que su aplicación por parte de las autoridades se hiciera sin excepciones y sin consideraciones personales. En este sentido

Ahí donde se exige un trato imparcial resulta injusto que a las personas se les trate de manera desigual, salvo en los casos en que ese trato diferente se considere como justificado; es más, la justicia misma requiere que el juez considere a las partes como jurídicamente iguales, pero hay casos en los que la misma ley exige que éste considere como relevantes algunas diferencias, pero solamente ésas, de ahí que la igualdad en la aplicación de la ley podría ser cumplida perfectamente en una ley desigual (Santiago J., M., 2007: 15)

El ejemplo más claro de lo que implica el principio de igualdad en la aplicación de la ley se presenta en la actividad que lleva a cabo el poder judicial, específicamente en la creación de un sistema de precedentes obligatorios como lo es la jurisprudencia, que obliga a jueces inferiores a resolver los casos que compartan iguales características respecto de otros resueltos con anterioridad, apoyando sus resoluciones en los razonamientos aplicados a éstos. Dicho de otra manera, la “regla del precedente” obliga a ofrecer un mismo trato normativo a todos los supuestos, esto es, exige una uniformidad a todos los supuestos que compartan las mismas condiciones que los resueltos con anterioridad. El principio de igualdad en la aplicación de la ley exige, respecto de la regla del precedente, una interpretación (aplicación o resolución) reiterada y uniforme de tal modo que este principio se violaría cuando un mismo precepto (tesis jurisprudencial o aislada) se aplique en casos iguales de manera desigual por motivaciones arbitrarias. Se exige un respeto al precedente y se prohíbe una actuación de forma desigual en casos sustancialmente iguales.

Ahora bien, en virtud de que las realidades sociales son cambiantes de tal modo que el derecho participa de esta misma suerte, ello hace que la propia interpretación de la ley cambie o adopte una nueva perspectiva. Esta situación implica que el órgano jurisdiccional abandone el criterio que venía abanderando; esto se traduce en una ruptura con la tesis o jurisprudencia hasta ese momento predominante. Pero ¿debe entenderse esta ruptura como una actuación desigual y arbitraria o, dicho de otro modo, se estaría en presencia de un tratamiento diferente y arbitrario respecto de ese caso sustancialmente igual a los otros resueltos con anterioridad? Para evitar esa circunstancia tendrían que verificarse la siguiente situación: primero, que los supuestos de hecho sean iguales; segundo, que ese giro de criterio sea, efectivamente, un cambio, una solución genérica conscientemente diferenciada de la que anteriormente se venía abanderando y no una respuesta individualizada (particular) al caso concreto, de tal modo que por constituir un cambio general de solución se justificaría por sí mismo en tratamiento diferente, sin necesidad de que opere la exigencia de trato igual respecto de los supuesto resueltos con anterioridad. La diferencia de trato que ahora se presenta no debe implicar un caso aislado, debe responder a un cambio general e impersonal de criterio. (Pérez P., K. 2005: 71 y 72)

Por último, resulta paradójico que en el sistema de justicia mexicano la denominada “fórmula Otero” haya quebrantado por mucho tiempo el principio de igualdad en la aplicación de la ley, pues al limitarse a la relatividad de los efectos de la jurisprudencia, esto es, amparar únicamente al sujeto que actuaba dentro de un procedimiento, se generaba una clara desigualdad en la aplicación de la ley en virtud de que la norma que se declaró inconstitucional se seguía aplicando a aquellos que no habían sido partícipes en el juicio de garantías. La “fórmula Otero” constituyó, por muchos años, la consagración jurídica de la desigualdad, en razón de que desde el mismo texto de la carta magna se imponía un trato desigual a sujetos que se encontraban en los mismos supuestos normativos: violaba el principio de igualdad al no tratar de la misma manera a todas las personas, situación que se traducía en una clara discriminación de iure entre las mismas. (Carbonell, M., 2000 citado por Pérez P., K.,2005, p.80)

Igualdad en el contenido de la ley

Ahora bien, esto, como muchos de los temas desarrollados en este documento, desata una pregunta obligada: si la igualdad en el contenido de la ley implica una desigualdad normativa, ¿cuál es, entonces, el criterio que sirve como balance en la determinación de esas desigualdades normativas? Durante mucho tiempo las normas constitucionales mediante las cuales se establecía la igualdad de los ciudadanos no pasaron de ser meras proclamas, sin dejar de reconocer el avance que ello constituía. No había un control constitucional como el que ahora se percibe en muchos sistemas jurídicos. Esto generó que los principios igualitaristas carecieran de un carácter vinculante. Sin embargo, el panorama cambia después de la Segunda Guerra Mundial, etapa en la que algunas constituciones introducen en el constitucionalismo europeo -de forma definitiva- el control de constitucionalidad de las leyes, gracias al cual el principio de igualdad queda ahora inserto en una suerte jurídica radicalmente diferente: tiene ahora una dimensión normativa. Pero esto significó que esa igualdad en el contenido de la norma tuviera las siguientes implicaciones: la primera, se trata de una exigencia al legislador a no cometer desigualdades. Derivado de esta primera implicación, se obtiene la segunda: en una primera instancia la normatividad creada por el legislador debe tratar a todas las situaciones de igual manera. El carácter general e impersonal de las leyes supone el mecanismo mediante el cual se da cumplimiento a esta exigencia. La tercera implicación indica que, como consecuencia de la segunda, dicha normatividad no debe establecer o contemplar en sí misma discriminaciones injustificadas. Si el legislador piensa establecer una diferencia de tratamiento (desigualdad jurídica) ésta debe ser razonable. Para ello se requiere, primero, determinar cuáles son los rasgos (o elementos fácticos) que representan una razón para establecer o contemplar un tratamiento igual o desigual, los cuales, a su vez, funcionan como criterios de clasificación normativa, es decir como aquello que condiciona la aplicación y el fundamento, el soporte, el quid de la consecuencia jurídica. A esa valoración en conjunto de los elementos fácticos y normativos se le ha denominado, en el caso del tribunal constitucional español, como razonabilidad o interdicción de arbitrariedad.

Conclusiones

Dado que el principio de igualdad, en todas sus aristas, constituye uno de los valores que permean las constituciones modernas y democráticas, sirve entonces como herramienta para para dotar de ese contenido mínimo al derecho positivo desde una orientación moral, pero no desde un acercamiento ontológico, sino, como insistimos en muchas ocasiones, desde las coordenadas propias del acercamiento deontológico.

Por último, si es un hecho, como también ya lo compartimos en páginas anteriores, de que actualmente las sociedades al ser densamente plurales han tenido que arribar a una esquema situacional que se traduce en una conciencia moral compartida de valores, tales como la igualdad (además de la libertad, la solidaridad, etc.), todos ellos en clave de derechos humanos y sus mecanismos de defensa, entonces resta por decir son estos valores los que habrán de dar consistencia y contenido al derecho en clave también de ética de mínimos, e. g., la igualdad (con sus tipos específicos) como un valor mínimo contenido en la producción normativa.

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1 Se coloca el vocablo entre comillas porque, en todo caso, estaría lejos de ser una ética.

Recibido: 01 de Agosto de 2020; Revisado: 01 de Noviembre de 2020; Aprobado: 01 de Abril de 2021

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