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Civilizar Ciencias Sociales y Humanas

Print version ISSN 1657-8953

Civilizar vol.12 no.23 Bogotá July/Dec. 2012

 


Significado e impacto de la noción de contrato social en Rousseau y Kant.
Alcances y limitaciones en la teoría democrática
*

Jefferson Jaramillo Marín**

* Artículo de revisión derivado de reflexiones realizadas en el marco del seminario doctoral de Teoría política clásica con perspectiva contemporánea, orientado por el Doctor Francisco Valdez Ugalde, Flacso, México (2008).

** Sociólogo y magíster en Filosofía (Universidad del Valle, Colombia). Doctor en Ciencias Sociales (Flacso, México). Profesor asociado del departamento de Sociología, facultad de Ciencias Sociales (Pontificia Universidad Javeriana, Colombia).
Correo electrónico: jefferson.jaramillo@javeriana.edu.co.

Recibido: 21 de marzo de 2012 - Revisado: 21 de junio de 2012 - Aceptado: 27 de agosto de 2012


Resumen

En este artículo se revisan algunas de las similitudes y diferencias alrededor de la fundamentación política y jurídica que otorgan a la noción de contrato social dos pensadores modernos: Jean Jacques Rousseau e Immanuel Kant. En el texto se señala lo revolucionario de la noción, a partir de mostrar sus principales significados e impactos. También se reflexiona sobre los alcances y dificultades que tiene la propuesta contractual en la teoría democrática contemporánea.

Palabras clave: Contrato Social, Democracia, Kant, Rousseau, Filosofía Política, Teoría Política.



Meaning and impact of the notion of social contract in Rousseau and Kant.
Scope and limitations in the democratic theory

Abstract

This article reviews some of the similarities and differences about the political and legal foundation given to the notion of social contract by two modern thinkers: Jean Jacques Rousseau and Immanuel Kant. In the text, it is pointed out the revolutionary part of the notion, by showing its principal meanings and impacts. A reflection is also offered on the scope and difficulties of the contractual proposal within the contemporary democratic theory.

Key Words: Social Contract, Democracy, Kant, Rousseau and Political Philosophy, Political Theory.



Signification et impact de la notion du contrat social chez Rousseau et Kant :
Portée et limites dans la théorie démocratique

Résumé

Cet article passe en revue certaines des similitudes et des différences autour des fondements politiques et juridiques que deux penseurs modernes, Jean-Jacques Rousseau et Emmanuel Kant, donnent à la notion du« contrat social ». Le texte souligne le caractère révolutionnaire de la notion, après montrer leurs significations principales et impacts. Aussi, le texte étudiela portée et les limites que pose la proposition du « contrat » dans la théorie démocratique contemporaine.

Mots-clés: Contrat social, démocratie, Kant, Rousseau, philosophie politique, théorie politique.



Significado e impacto do conceito de contrato social em Rousseau e Kant.
Âmbito e limitações

Resumo

Neste artigo revém-se algumas das semelhanças e diferenças em torno da fundamentação política e jurídica que caracterizam a noção de contrato social dos pensadores modernos.: Jean Jacques Rousseau e Immanuel Kant. No texto assinala-se quão revolucionário é o termo, ao mostrar-se os seus principais significados e impactos. Também se reflete sobre o âmbito e o alcance que a proposta contratual tem na teoria democrática contemporânea.

Palavras chave: Contrato Social, Democracia, Kant, Rousseau, Filosofía Política, Teoría Política.



Introducción

La teoría del contrato social es ampliamente reconocida como uno de los fundamentos de la teoría política moderna. Con matices y diferencias en su aplicación y contenido, fue suscrita por casi todos los filósofos modernos, desde Hobbes hasta Kant (Bobbio, 1985; Bobbio y Bovero, 1987). Contemporáneamente ha sido reconceptualizada por Robert Nozick (1988), James Buchanan (1993), David Gauthier (1994) y John Rawls (1997). Dentro de ese amplio y nutrido espectro de posibilidades teóricas destacan en la historia de las ideas políticas dos perspectivas potentes: las de Jean Jacques Rousseau e Immanuel Kant.

En este artículo se busca puntualizar dos grandes discusiones desde estos clásicos del pensamiento político. La primera, destaca la importancia del contrato a partir de la fundamentación política y jurídica que le otorgan estos autores. La segunda, busca auscultar en los significados e impactos de sus respectivas posiciones sobre la democracia y la teoría democrática. Para llevar a cabo esta tarea se pretende ilustrar brevemente el carácter revolucionario de la inscripción del contrato social dentro de la teoría política moderna y contemporánea. A renglón seguido, se enfatiza en el contenido filosófico, político y jurídico de esta categoría, señalando algunas similitudes y diferencias en ambos, así como ciertas rupturas con la ortodoxia contractualista. Termina el artículo ponderando algunos de los alcances y dificultades que tiene esta teoría contractual en óptica democrática contemporánea.


Los orígenes y el carácter revolucionario del contrato en la teoría política moderna y contemporánea

La idea del contrato social es bastante antigua, aunque poco elaborada, como recurso heurístico. Platón en Las Leyes y Cicerón en La República hacen alusión a ella bajo la idea de un pacto de sujeción entre gobernantes y gobernados, como fundamento de las ciudades Estado. En el Medioevo también es utilizada por los juristas, filósofos y teólogos a partir de la influencia que tuvo la Lex Regia de El Digesto, especialmente por vía de uno de sus constructores, Ulpiano. Recordemos, a propósito de esta Lex, la famosa opinión de San Agustín de que el "pacto general de la sociedad humana es obedecer a sus reyes" (Salamone, 2011). Esta doctrina permitía justificar que aquello que decidía el príncipe tenía fuerza de ley en una sociedad, dado que el pueblo le había transferido toda su potestad y autoridad (Bobbio, 1985).

Con su recuperación dentro de la teoría política moderna, el contrato se torna en una idea política revolucionaria y adquiere cuerpo teórico. Varias razones sirven de justificación a esto. Siguiendo a Ferry y Renaut (1997) podríamos argumentar que la teoría moderna del contrato estaba orientada desde entonces "a minar los fundamentos de las teorías tradicionales de la soberanía, que establecían el origen de la autoridad política tanto en Dios como en el poder paterno" (1997, p. 57). En esencia, lo que se buscó con su uso fue dotar de un nuevo fundamento y legitimidad al poder político, en este caso la legitimidad derivada de un pacto libre y racional entre ciudadanos. Es decir, con el contrato no se pretendió explicar el origen del poder y posiblemente sacralizar su génesis, sino comprender la forma de constitución de un orden social que comenzaba a reclamar razones para su fundamentación legal y secular.

La resignificación de la teoría estará conectada a una noción que será en realidad, como lo han denominado algunos contemporáneos, una "situación hipotética original" (Rawls, 1997), un "experimento mental" (Hoffe, 2003), una "hipótesis de la razón" (Bobbio y Bovero, 1997) o un "orden contingente" (Serrano, 2004). Básicamente con ella se pretendió demostrar filosóficamente, más en sentido normativo-justificativo que descriptivo-histórico, que no hay quizá un remedio más racional y óptimo para la convivencia de una sociedad que ordenar el vínculo social o normar las relaciones entre los hombres para evitar su propia autodestrucción. En este sentido, los filósofos políticos modernos apuntalaron con el recurso del contrato no solo un fundamento de legitimación del poder, sino un nuevo principio de explicación social para la convivencia del grupo (Bobbio, 1985, p. 118). En esencia, la teoría del contrato sirvió para abstraer y explicar la naturaleza del vínculo social.

La teoría del contrato fue la bandera teórica de la mayoría de los filósofos políticos influenciados en su momento por el iusnaturalismo. Pero también fue la herramienta de combate de todos los críticos del derecho natural, entre ellos Hume, Bentham, Hegel, Saint-Simon, Comte y Marx, que en distintas coyunturas filosóficas y políticas, y bajo la influencia de diversos sistemas ideológicos, la consideraron una "simple quimera" (Bobbio, 1985; Camps, 2001). Aun así, unos y otros, con ella o contra ella, construyeron las arquitecturas conceptuales de la política moderna. En ese sentido, sería imposible pasar de largo frente a su notoria influencia a lo largo y ancho de la filosofía moderna.

La metáfora del contrato logrará trascender la barrera del tiempo, llegando a inspirar en el siglo XX a filósofos políticos como Robert Nozick (a partir de la tradición lockiana) o James Buchanan y David Gauthier (desde la tradición hobbessiana). Estará presente en la obra de Rawls, para quien el contrato básicamente será un recurso teórico y un marco de representación, que permite poner a prueba el estatus moral de los individuos y moldear una situación de imparcialidad donde todos contamos por igual al momento de decidir sobre los principios básicos de justicia. En ese orden de ideas es importante recordar que en el liberalismo igualitarista de Rawls el debate contractualista permitirá dar cuenta ya no de la legitimidad del poder del Estado como lo hicieron los clásicos, sino sobre lo deseable que puede llegar a ser un modelo específico de sociedad, orientado a la justicia distributiva (Rawls, 1997 - 2004)1. Incluso cada una de esas visiones del contrato estará justificada además con regímenes políticos distintos. Así, la visión del contrato de Nozick le ayudará en su apuesta por legitimar un Estado gendarme o un Estado mínimo que alimenta el capitalismo del tipo laissez-faire. Por su parte, Rawls justificará con ella una democracia de propietarios y un socialismo liberal democrático2.

Pero la teoría contractual ha sido también inspiración crítica desde la filosofía política posestructuralista en autores como Jacques Ranciere (2006), Ernesto Laclau y Chantal Mouffe (2004), Slavoj Zizek (2001) y Claude Lefort (1990), quienes establecen un contrapunteo con las miradas más institucionalistas y procedimentalistas como las ofrecidas, entre otros por Rawls. Desde la perspectiva de estos autores, la crítica deconstructiva a esta metáfora no supone una negación del consenso político, sustento de toda democracia, simplemente se reconoce que "toda forma de consenso es el resultado de una articulación hegemónica, y que siempre existirá una exterioridad que impedirá su realización plena" (Laclau y Mouffe, 2004, p. 18). El contrato bajo esta óptica sería siempre un supuesto susceptible de ser revisitado y confrontado en sus propios fundamentos.

En resumen, no sería exagerado afirmar, a expensas de la amplia y variopinta gama de defensores y detractores, que el contrato ha llegado con el tiempo a convertirse en algo así como una "categoría general de comprensión histórica", dado que está conectada a potentes tradiciones filosóficas que trascienden conceptual e históricamente la historia del pensamiento. Pero el que sea una categoría comprensiva de gran alcance no autoriza a quien se vale de ella como recurso explicativo a considerarla como la única guía adecuada para construir la totalidad del sistema político y social, como bien lo argumenta la filósofa británica Mary Midgley (2002). Precisamente ella sugiere algo que puede resultarnos provechoso para la discusión y es que el contrato tan solo es una herramienta útil, como lo son otras categorías filosóficas para combatir la opresión. No es, en ese sentido, una sentencia definitiva del destino o un ídolo a venerar. Lo llamativo del asunto es que mucho antes de que Midgley llegara a esta conclusión, los primeros en entenderlo plenamente fueron Rousseau y Kant, dos de los mejores exponentes de la teoría contractual.


Significado e implicaciones del contrato en Rousseau y Kant

Tanto Rousseau como Kant pueden inscribirse perfectamente en la tradición iusnaturalista del contrato (Bobbio, 1997; Ferry y Renaut, 1997; Fernández, 1988). Ambos lo asumen como el principio de legitimación de la sociedad política o del Estado, no en tanto hecho histórico, sino como idea regulativa de la razón (Kant, 1986; Bobbio, 2005, p. 119). Buenos contractualistas ambos, admiten que lo importante no es el origen del Estado sino su fundamento racional. Ahora bien, dos textos ya clásicos de estos autores evidencian rápidamente el contenido filosófico, político y jurídico del mismo. El primero es El contrato social (1762), en el que Rousseau afirma de forma contundente: "Lo que pierde el hombre por el contrato social es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo cuanto le tienta y que puede alcanzar; lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo cuando posee" (Rousseau, 1985, p. 27). El segundo es la Metafísica de las costumbres (1797), donde Kant sentencia que el contrato originario es aquel "según el cual todos en el pueblo renuncian a su libertad exterior, para recobrarla enseguida como miembros de una comunidad, es decir, como miembros del pueblo considerado como Estado" (Kant, 1994, p. 146).

Ahora bien, se pueden destacar tres elementos sustantivos en estos dos textos. En primer lugar, el contrato social es un fundamento de legitimación política que determina el tránsito de una condición negativa (prepolítica) a una positiva (política) (Fernández, 1988; Bobbio, 1997). En segundo lugar, el contrato social es un fundamento de legitimación del poder político y jurídico a través de la libertad como expresión de la autodeterminación. Finalmente, con el contrato social se fundamenta la legitimidad de la obediencia al derecho y a la ley. Examinemos con más detalle cada una de estas vías.

En cuanto al primer elemento es claro que con la utilización del contrato se busca superar una condición prejurídica (natural), donde no existe límite alguno a la acción humana que es gobernada por el impulso y la pasión, e instaurar de manera artificial un cuerpo común de gobierno, la sociedad civil o la sociedad política (Bobbio, 2004), o en el caso de estos dos autores, la República. El contrato además es el único medio legítimo para instaurar el poder político, y en esto tanto Rousseau como Kant se distancian de la perspectiva hobbessiana más ligada al realismo político, la cual asume que también la fuerza puede crear derecho3. Sin embargo, suelen existir otras diferencias entre Rousseau y los otros contractualistas, incluyendo a Kant, que no debemos pasar por alto en este primer punto.

En Rousseau, realmente existen dos tipos de contrato: uno que crea la sociedad civil positiva y otro que formaliza la sociedad civil corrupta. El primero es el contrato civil por excelencia, pues permite encontrar una solución colectiva a un problema común. El segundo, descrito en su famoso texto Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (1754), es una especie de acuerdo forzado por engaño dado que pretende legitimar e instituir la creación del Estado en condiciones de desigualdad y dominación de unos pocos, los ricos, que convencen a los pobres de someterse a su poder, mostrando los peligros de la desunión. La primera forma de contrato es políticamente legítima, mientras que la segunda es una expresión de arbitrariedad y, por tanto, es ilegítima. De otra parte, el modelo de los iusnaturalistas es en esencia dicotómico: el estado de naturaleza es negativo, el estado político es positivo; en ese sentido, el transito de uno a otro es excluyente (Bobbio y Bovero, 1997). En Rousseau, en cambio, el modelo es "tricotómico" (Fernández, 1988, p. 82). El estado de naturaleza sería el primer momento, evaluado positivamente; la sociedad civil corrupta sería el segundo momento, considerado negativo, y habría un tercer momento positivo, representado en la República. Lo clave aquí es que el filósofo ginebrino no entiende esto como una sucesión continua y un orden lógico, lo que le permite asumir en esencia, con los otros contractualistas, el ideal dicotómico; para ello, termina localizando el estado de naturaleza en la denominada sociedad civilizada corrupta.

En lo que hace referencia al segundo elemento es posible afirmar que en los dos autores lo que se pierde con la salida de la condición de naturaleza, es decir, una libertad negativa o hacer individualmente lo que se quiere sin restricción alguna, se recupera con creces con la entrada del individuo en la sociedad política, es decir, mediante una libertad positiva que le permite hacer colectivamente lo que la razón y la ley imponen. Pero, si leemos detenidamente a Rousseau y Kant, nos daremos cuenta que la libertad expuesta por ellos tiene dos caras; en el fondo, también son las dos facetas de la teoría política moderna que reflexiona sobre la libertad4: la de la autodeterminación individual, propia de la teoría liberal, que considera el problema en función del individuo aislado, y la de la autodeterminación colectiva, presente en la tradición democrática, que sitúa la libertad en función del colectivo (Bobbio, 2005, p. 115).

Analicemos un poco esto.

Rousseau le apuesta a la autodeterminación como libertad colectiva, y por tanto es un autor, según muchos de sus lectores convencionales, más ligado a la democracia, dado que lo que le interesa es la defensa de la formación de la voluntad general y el bien común. Aunque algunos teóricos de la política como Sartori (2007) ponen en duda el democratismo rousseauniano5. Sin detenernos en este debate diremos que esta voluntad rousseauniana expresada en su obra El contrato social es un yo común, materializado a su vez en un cuerpo colectivo común. Este "yo común" no es una simple agregación de individuos, no es una voluntad de todos, sino una unidad colectiva, voluntad general derivada de un contrato legítimo6. Es la expresión, como diría Schmitt (1982) de la homogeneidad e identidad del pueblo consigo mismo. No obstante, como el problema que se le presenta a Rousseau es tratar de encontrar una forma de asociación que defienda y proteja al individuo pero que a la vez no le impida el ejercicio de su autonomía, él opta entonces por la República, dado que esta es la expresión de un Estado gobernado por leyes, donde prima el interés público, plasmado en ese yo común. Además, en una República, la subordinación de la minoría a la mayoría es una consecuencia lógica de pertenecer a una unidad social, "pertenencia que queda declarada por el hecho de emitir el voto" (Simmel, 1939, p. 193).

Con Kant, no obstante, las cosas se complican un poco más. No se sustrae a la herencia directa de Rousseau, admitiendo la libertad como autodeterminación. Pero tampoco se declara un defensor absoluto de la misma, lo que se revela en su antidemocratismo. Se balancea ambiguamente, en varias de sus obras, entre los dos extremos del lazo libertario: lo colectivo y lo individual. Aunque si seguimos a Bobbio (2005), Kant está más de cerca de la idea de libertad como ausencia de impedimento, ligada a la tradición liberal. Esto puede ser explicable, dado que a diferencia de Rousseau, Kant con el tiempo se va a concentrar menos en la fundamentación política del contrato y más en la legitimidad jurídica del mismo. Dos de sus más célebres textos de teoría política reflejan posiblemente esa ambigüedad y tránsito. El primero es su ensayo Sobre el tópico: esto puede ser correcto en teoría, pero no vale para la práctica (1793). Aquí nos encontramos con un filósofo rousseauniano hasta los tuétanos, defendiendo la idea del contrato social como condición de posibilidad política para la transferencia del poder natural de cada uno a la colectividad de la que forma parte. En ese sentido, el fin del contrato original "en tanto coalición de cada voluntad particular y privada, dentro de un pueblo" es el establecimiento de una "voluntad comunitaria y pública" en la que la persona deja de ser un individuo finito y racional para transformarse en un ciudadano que ejerce su autonomía política pero en el marco de una comunidad, en la que finalmente el hombre-ciudadano se hace libre, desarrolla al máximo su razón y sus potencialidades.

El segundo texto, La metafísica de las costumbres (1797), distancia radicalmente a Kant de Rousseau. En muchos pasajes del mismo, le interesa al primero enfatizar en un concepto de libertad ya no de carácter ético y político, sino más bien jurídico, conectado menos a la emancipación colectiva y más a la facultad de actuar sin ser obstaculizado por los demás. Esto también tiene que ver con el giro kantiano hacia la defensa de la propiedad que permita la justificación de los límites jurídicos entre lo "mío y lo tuyo", como clásicamente aparece formulado por su pluma. Aquí, también definirá que todo lo contrario al derecho es un obstáculo a la libertad, por tanto, la coacción será legítima, ya no solo para garantizar la unidad común, sino ante todo para restablecer el derecho usurpado. La libertad, se torna entonces en un problema de derecho privado, ya que "lo jurídicamente mío es aquello con lo que estoy tan ligado que cualquier uso que otro pudiera hacer de ello sin mi consentimiento, me lesionaría" (Kant, 1999, p. 60); pero también emerge como un problema de derecho público ligado al carácter coercitivo del Estado, dado que "el derecho público (...) viene a ser el derecho de los hombres bajo leyes coactivas públicas, mediante las cuales se puede atribuir a cada uno lo que es suyo y garantizárselo frente a una usurpación por parte de cualquier otro" (Kant, 1999).

En relación con el tercer elemento, si bien todo contrato político implica una cierta dosis de renuncia y sumisión, la cuestión central es que en estos dos autores la renuncia no se da frente a una persona ni frente a una asamblea, sino frente a un soberano instituido que personifica la voluntad general y que termina materializándose en la República. Si queremos ser más precisos, la renuncia está motivada por "la obediencia a la ley que uno se ha prescrito" (Rousseau, 1985, p. 27). Y eso es lo que permite hablar realmente de libertad. A partir de esta lógica del contrato, la cesión de ciertos derechos naturales está justificada en una ganancia mayor, un derecho a ser libres bajo una ley universal de la libertad. En esto Kant fue el más incisivo de todos los filósofos modernos.

Sin embargo, esto tiene también sus bemoles en estos dos pensadores, respecto a la tradición contractualista. La mayoría de las teorías contractuales "se distinguen por la cantidad y cualidad de los derechos cedidos" (Bobbio, 1985, p. 124), en unos se cede mucho, en otros poco. Además, la cesión de ciertos derechos opera por la garantía de obtener luego otros derechos a través del Estado. Los diversos autores contractualistas otorgan a estos, lugares diferenciados. Para Hobbes, ceder la posibilidad de autogobierno, es posible solo si se gana en otro derecho más importante, la protección de la vida. En Rousseau y Kant se cede en pasiones pero se gana en libertad civil y moral. Para Locke, el derecho más importante que se puede obtener tras la firma del contrato es la felicidad, aspecto este que será decisivo, como bien se sabe, en la Constitución de los Estados Unidos.

De todos ellos, Rousseau va a ser considerado el que más cede a favor de la voluntad general; al punto, incluso, del totalitarismo. Desde su perspectiva, ni en el estado de naturaleza ni en la sociedad civil corrupta el hombre es libre; a lo sumo encuentra cierta felicidad momentánea en el primero, pero bastante desdicha en la segunda. Solo es realmente libre cuando obra según leyes creadas por él mismo y que se han constituido dentro de un cuerpo político común. Es decir, cuando ha dejado de ser esclavo de sí mismo —hombre natural— para convertirse en ciudadano, en un tribunal para su conciencia, en un amo de sí mismo. Sin embargo, al igual que en Kant, aunque en este último sea más clara esta posición, la cesión de derechos en la voluntad general no implica una alienación total de la libertad en el cuerpo común.


Alcances y limitaciones de estas propuestas "clásicas" en la óptica democrática contemporánea

Algunos autores, son del parecer que para que un pensador pueda ser considerado clásico debe al menos reunir tres grandes cualidades: "ser un intérprete de su época; ser siempre actual y elaborar categorías generales de comprensión histórica" (Bobbio, 2005, p. 128). Otros complementan esta visión diciendo que para discernir alrededor de un buen clásico deben considerarse varias dimensiones: a) que sus ideas condensen un periodo o un sistema; b) que tengan más o menos continuidad histórica en la reflexión; c) que sean figuras distintivas y detonantes de una disciplina; d) que hayan elaborado una perspectiva o un marco de referencia teórico al que otras generaciones intelectuales concedan un rango privilegiado (Alexander, 1990).

Si acogemos lo referenciado por estos autores, Rousseau y Kant, sin lugar a dudas, serían una clara y definitiva expresión de los denominados autores clásicos. Y no solo por la importancia que ha cobrado su obra a lo largo de tres siglos, sino por el interés siempre vigente que revisten sus aproximaciones teóricas sobre el contrato social, ya sea para los filósofos políticos, los cientistas políticos y, en general, para las ciencias humanas y sociales. Sin embargo, algunas preguntas surgen luego de haber destacado este aspecto central: ¿qué tanto pueden decirnos estos "clásicos" acerca de la democracia hoy?, ¿en qué ayudan sus propuestas a perfilar mejor la teoría democrática?, ¿qué tanto facilitarían estas visiones, entender un régimen político excesivamente paradójico como la democracia, que se disemina por doquier pero frente al cual existe una enorme desilusión en los países que la regentan?7 Nos limitaremos, en este punto, a tratar de mostrar algunos de los alcances y dificultades de sus miradas frente a posibles respuestas a estas tres preguntas.

En comienzo es posible sostener que ambos autores, en tanto defensores de la República como una forma de gobierno legítimo8, producto del consenso libre entre los individuos, se constituyen en piezas fundamentales para orientar de nuevo una reflexión —no agotada aún— sobre la naturaleza y límites del poder político en la teoría democrática contemporánea. Esto es evidente en lo que atañe a las ventajas de un poder centrado en un sistema constitucional legítimamente instaurado, frente a un poder despótico que termina usurpando la libertad humana. El legado de ambos, hasta el día de hoy, consiste en habernos mostrado que un gobierno constitucional ajustado a derecho, como podría ser el caso actual de las democracias liberales, es sustantivamente menos oneroso —moral y políticamente hablando— que un régimen del terror donde impere el totalitarismo de la fuerza, el despotismo del liderazgo carismático o la obediencia ciega a un modelo de vida. Un régimen liberal constitucional permite de forma más racional y razonable, aunque no exento de cuestionamientos y limitaciones, la construcción y afianzamiento de una sociedad política en la que los individuos sean autoconscientes de sus derechos y deberes fundamentales, y donde además se les defienda institucionalmente el derecho a tener derechos. Un régimen que en últimas se "tome en serio los derechos de los individuos", como bellamente lo ha expresado Ronald Dworkin (1984).

Más allá que Rousseau pueda ser presentado como un demócrata que desconfía de la existencia real de un proyecto democrático9 y Kant un republicano que previene constantemente frente al despotismo de la democracia10, la recuperación contemporánea de ciertos elementos planteados por estos autores en las obras citadas arriba permitiría ampliar la reflexión sobre la calidad de los procesos democráticos. Cuatro dimensiones podrían resultar ilustrativas al respecto: la igualdad, la participación, el pluralismo y la libertad de pensamiento. Respecto a la primera, la óptica rousseauniana concibe al contrato social, al menos en un horizonte de realización, como la búsqueda por la equidad social y la constitución de un sistema de cooperación. En esto se podría encontrar una resonancia enorme con la propuesta rawlsiana y una de las mayores apuestas y deudas pendientes de las democracias liberales constitucionales. En un sistema de cooperación liberal justo (es decir, enemigo de los privilegios y sin nivelar por abajo), los coasociados deberían poder gozar de condiciones de equidad, lo que no significa que todos posean necesariamente lo mismo, pero sí que ninguno posea tanto que lo haga opulento al punto de querer comprar a los demás, y que todos al menos posean algo, para evitar que su miseria los obligue a venderse.

En lo que atañe a la participación, es claro que tanto Rousseau como Kant defienden la idea de que al ser los hombres libres e iguales ante la ley, ellos pueden participar en las decisiones que competen al "yo común". Es decir, a diferencia del realismo político de Hobbes, una vez entrados al sistema de la sociedad civil, los individuos no serían instrumentos pasivos de las decisiones de otro, sino más bien agentes que se la juegan toda a través del ejercicio político. Esta práctica, más sustantiva y social, y menos formalista, se extendería incluso a ámbitos de los cuales estuvo excluida la democracia, piénsese por ejemplo en la empresa, en la escuela, en la familia (Bobbio, 2005) o en el mundo íntimo (1998)11. El asunto, desde luego, demandaría de las sociedades democráticas liberales, las condiciones reales de posibilidad para el ejercicio de esa práctica12.

Respecto al pluralismo, la idea de un régimen constitucional orientado por la protección del bien común y de la justicia compartida se corresponde en estos autores con la defensa de un modelo de sociedad que al ser instaurada por consenso propende también por la ampliación y defensa de los canales de expresión, sean estos ideológicos, políticos o culturales. Un elemento que pone en escena este pluralismo es la defensa de la licitud del disenso como parte de una ciudadanía más ilustrada. Aquí resuena la última dimensión propuesta y es la de la libertad de pensamiento. Sin ser Kant un pensador precisamente democrático, ratifica en su texto ¿Qué es la Ilustración? (1785) un principio de radical importancia para la vida democrática: a ningún ciudadano se le puede vulnerar el derecho a disentir. Así, aunque los ciudadanos deban siempre obedecer en un régimen constitucional, el sapere aude (atreverse a pensar por sí mismos) será una de las mejores garantías de madurez y de calidad del mismo régimen.

La impronta kantiana defenderá que la obediencia al régimen no tiene porque excluir la crítica, sino por el contrario ser una conditio sine qua non para su realización. Además, como dirá uno de los sociólogos recuperadores de Kant en óptica cosmopolita "la libertad humana se mide en la libertad de expresar una opinión hereje y de obrar en consecuencia" (Beck, 2002, p. 312). En ese sentido, la "inclinación y oficio del libre pensar" repercute en el sentir del pueblo y del gobierno; en el primero en tanto lo capacita en su "libertad de obrar" y en el segundo, dado que lo obliga a dar al hombre "un trato digno de él". Por su parte, Bobbio completará esta reflexión diciendo que una de las grandes diferencias entre la democracia de los modernos y la de los antiguos estará precisamente en "considerar que el disenso dentro de ciertos límites establecidos por las reglas de juego democrático no es destructivo, sino siempre necesario" (2005, p. 70).

Pero esta apuesta contractual tiene indudablemente varias dificultades hoy. Señalemos al menos tres. La primera de ellas, y quizá la que se siente con más fuerza, se corresponde con los modelos de sociedad y de Estado que pensaron estos autores y que obviamente no son los mismos de la actualidad. Sin querer posar aquí de anacrónicos es importante considerar que las propuestas contractuales de estos dos autores se construyeron sobre la base de modelos de sociedades centrípetas y Estados regidos por el ideal de la soberanía popular, modelo que como reconoce Bobbio, "fue ideado a imagen y semejanza de la soberanía del príncipe, modelo de una sociedad monista" (2005, p. 30). Pero este modelo está agotado, respondió solo a su momento. Nuestras sociedades contemporáneas no tienen ya un centro de poder referencial (la voluntad general de Rousseau o la ley moral de Kant) sino varios. Las denominadas fuentes del poder social son más diversas hoy que hace tres siglos. Además, el Estado-nación de la modernidad ha cedido el paso al Estado posnacional (Habermas, 2001) de las sociedades cosmopolitas sin que el Estado nacional haya desaparecido del todo, pero sus contornos son distintos, puesto que no solo se han erosionado ciertas fronteras geopolíticas, sino que también las grandes corporaciones y los organismos multilaterales emergen con un papel crucial en la definición de lo que antes correspondía soberanamente a las naciones y a los ciudadanos. A ello se suma que nuestras sociedades, quizá como nunca antes, son más plurales, más centrífugas, más heterogéneas socialmente, con sistemas políticos más poliárquicos y por supuesto con mayores desigualdades sociales y exclusiones políticas antes inimaginables.

La segunda dificultad está anidada en el corazón interno de la teoría contractual y es que ella fue pensada, independientemente de la valoración que Rousseau y Kant hicieran de la democracia, sobre la base de un sueño filosófico propio de la modernidad, expresado en la búsqueda de la autonomía, en la "compulsión por la autodeterminación" (Bauman, 2000). Pero este sueño hoy se ha tornado también en una "distopía"13. La teoría contractual suponía que los individuos irían progresivamente haciéndose más responsables en la realización de esta tarea y, por supuesto, en las consecuencias de su desempeño. Ahora bien, el tema, como lo ha señalado Zygmunt Bauman, es que la autodeterminación no se plantea en la modernidad como una elección sino como un destino. La modernidad "ensancha la brecha entre la individualidad como algo predeterminado y la individualidad como capacidad práctica y realista de autoafirmarse" (Bauman, 2000, p. 40). Los individuos creen estarse autoconstituyendo pero no es así. Los individuos están atados a ese destino de realizar una tarea. El tema aquí es que cada vez más en su misión de cumplir el destino de autodeterminarse, los individuos se están volviendo indiferentes. Aquí viene entonces el tema que nos interesa, respecto a la teoría contractual: "el individuo es el enemigo número uno del ciudadano" si acogemos la visión que para ello nos propone en su momento Alexis de Tocqueville. Pero, ¿cuál es la razón de ser de ello? El ciudadano procura su propio bienestar a través del bienestar de la ciudad, mientras el individuo es pasivo, es escéptico y desconfía del bien común. Así, lo que está pasando hoy es que "la otra cara de la individualización parece ser la corrosión y la lenta desintegración del concepto de ciudadanía" (Bauman, 2000, p. 42). Lo que ocurre entonces es una expulsión de lo público y de lo democrático. Los temas públicos que se resisten a esa reducción se transforman en algo incomprensible. De esta forma, los individuos y no los ciudadanos defienden ser los únicos ocupantes legítimos del espacio común.

A contrapelo de lo que pensaban Kant y Rousseau iría suceder hacia delante, hoy en nuestra sociedad imperan menos ciudadanos y más actores individualizados que se resisten a ser rearraigados en el cuerpo republicano de la ciudadanía. En este sentido, Bauman muestra que si los individuos se encuentran, no es para construir espacio común, vida común, sino para compartir intimidades. Este tipo de comunidades demuestran lo frágiles y efímeras que son las formas de construcción de espacios y del otro: "comunidades de preocupaciones compartidas, ansiedades compartidas u odios compartidos, pero en todo caso comunidades perchero" (Bauman, 2000, p. 42). El asunto es que para este sociólogo la individualización ha llegado para quedarse y la construcción de ciudadanía ya no es posible si no se entiende el impacto de esos procesos de individualización, imposibles de preveer, por supuesto, en el momento que pensaron los dos clásicos a los que hemos aludido. Hay entonces una brecha entre el derecho a la autoafirmación como destino y la capacidad para controlar los mecanismos que hacen posible la construcción de un proyecto de ciudadanía incluyente, pero ya no como destino sino como elección.

Finalmente, la otra dificultad radica en que el consenso normativo como el fundamento de legitimidad y desarrollo de las sociedades si bien ha seguido resonando en varios autores contemporáneos, entre ellos Habermas y Rawls, ha terminado por descuidar o subordinar, especialmente en varias de las versiones contemporáneas del contractualismo, la visión de la democracia en sus dimensiones menos regocijantes pero más reales, por ejemplo la articulación conflictiva de demandas e identidades heterogéneas de la población, tal y como lo han mostrado, entre otros autores, Ranciere (2006), Zizek (2001), Laclau y Mouffe (2004). Para estos autores, estas demandas son las que adquieren cada vez más protagonismo hoy y no las del ciudadano cosmopolita estilo kantiano o estilo Held. Más bien son las demandas, producto de la indignación global de muchos sectores sociales (jóvenes, desempleados, mujeres, migrantes, opositores políticos), las que se posicionan en el seno de los consensos democráticos, y por supuesto, a expresar las contradicciones radicales del mismo.



Notas

1 Para una ampliación del tema en Rawls se recomienda Echeverri y Jaramillo (2006), Jaramillo y Echeverri (2009).

2 La discusión puede ser ampliada en Gargarella (1999, pp. 30-34) y Rodilla (1999, pp. 27-33).

3 Como es el caso del derecho de conquista reconocido por Hobbes (1987) y muchos otros tratadistas políticos y jurídicos; llegando incluso hasta Marx, recuérdese el famoso capítulo de El Capital sobre la acumulación originaria (Marx, 1991).

4 Esto es expuesto de forma concisa por Berlin (2001).

5 Para Sartori, todo el mundo asegura que Rousseau es el padre de la democracia, pero si esto fuera así, su democracia sería impresionantemente inmóvil porque la actividad legislativa en su concepción era mínima y solo podría sobrevivir actuando lo menos posible. Además, nos recuerda que Rousseau puso más el énfasis en la República para hablar de un gobierno legítimamente constituido y no tanto en la democracia, de la que, como dice en El contrato social, es muy posible que nunca haya existido y nunca exista. Sobre esto último puede consultarse el texto de Singer (2002) que además establece un paralelo entre el republicanismo de Rousseau y el de Madison y Hamilton.

6 La confusión entre voluntad de todos y voluntad general llevó a algunos autores, entre ellos el célebre Benjamín Constant, a sostener que en Rousseau existía una marcada tendencia hacia el despotismo y el totalitarismo. Una discusión sobre este tema, más a favor de Rousseau y menos de Constant, la encontramos en Ferry y Renaut (1997). Sartori (2007) documenta de manera extensa las discusiones críticas sobre el tema, un poco para quitar el velo de "misticismo" que se le ha puesto a esta categoría.

7 Esta es una idea extraída del sociólogo británico Anthony Giddens (2000).

8 Es importante aclarar aquí la diferencia en estos dos clásicos entre forma de gobierno (forma regiminis) y formas de soberanía (forma imperii). La primera se refiere a la forma como un Estado hace uso del poder a través de un sistema constitucional que puede ser o bien republicano o bien despótico. Las segundas hacen relación a la persona que detenta el poder y que puede representarse de forma monárquica, aristocrática o democrática (Cfr. Kant, 2001, p. 18; Jaramillo, 2004).

9 Es cierto que Rousseau defiende la idea de la democracia directa y para ello se ha tomado siempre como justificación su célebre frase la "soberanía no puede ser representada" (Rousseau, 1985, p. 98). Sin embargo, es un escéptico total frente al tema. Su mayor énfasis está en la República no en la democracia. Él mismo dice que "tomando el término en su acepción más rigurosa jamás ha existido verdadera democracia, y no existirá jamás" (1985, p. 72). Además de ser posible, esta necesitaría cumplir una serie de requisitos difíciles de conjuntar, al menos para los hombres: un Estado muy pequeño, donde todos se conocieran entre todos; una gran sencillez de costumbres; igualdad en los rangos y fortunas; y poco o nada de lujo. La conclusión a la que llegó, en su momento, fue básicamente que un gobierno tan perfecto no convendría a los hombres.

10 Quizá habría una semejanza aquí con La democracia en América, de Alexis de Tocqueville (1957), que la asume como expresión de la "tiranía de la mayoría". Desde la perspectiva kantiana, las democracias, sean de la naturaleza que sean, terminan supeditando la condición de libertad al consenso unánime: "todos deciden sobre y, llegado el caso, también contra uno solo, que aprueba o está en contra". El problema, como anotará en La paz perpetua, es que esos todos "no son todos; lo cual constituye una contradicción de la voluntad general consigo misma y con la libertad" (Kant, 2001). El sociólogo Ulrich Beck (2002) ha señalado al respecto que la modernidad republicana kantiana valoriza, frente a la democrática, un punto de vista novedoso: "El afianzamiento de los derechos fundamentales que no puede ser pensado ni garantizado de arriba hacia abajo, sino que tiene que serlo de abajo hacia arriba".

11 Las relaciones entre la democracia y la intimidad han sido abordadas por Anthony Giddens. Al respecto, llama la atención diciendo que "el fomento de la democracia en el dominio público fue inicialmente un proyecto masculino en el que las mujeres participaban de forma casual, por costumbre de su propia lucha. La democratización de la vida personal es un proceso menos visible, en parte porque no sucede en la esfera pública, pero sus implicaciones son igualmente profundas. Se trata de un proceso en el que las mujeres han ejercido un papel de primera fila, aunque el resultado final de los beneficios logrados, incluso en la esfera pública, estén abiertos a todos" (Giddens, 1998, p. 111).

12 Solo apuntamos aquí que la participación ciudadana es uno de los cinco criterios que establece Robert Dahl para nombrar un gobierno democrático y que podría ser considerado como un "indicador objetivo" de la calidad democrática de un país, con todo lo problemático que pueda resultar esto de la objetividad en la medición democrática (Cfr. Dahl, 2006). Los otros criterios serían: igualdad de voto, comprensión ilustrada, control de la agenda pública e inclusión de los adultos.

13 Extraigo este término de Tomlinson (2001), quien lo utiliza para hablar de las pesadillas y del escepticismo frente a una modernidad y una cultura globales.



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