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Civilizar Ciencias Sociales y Humanas

Print version ISSN 1657-8953

Civilizar vol.14 no.26 Bogotá Jan./June 2014

 


La sanción penal de los conductores ebrios en Colombia:
entre las dificultades dogmáticas y la ausencia de una política criminal coherente
*

Renato Vargas Lozano**, Laura Castillo Garay***

* Este artículo se enmarca dentro del proyecto "Derecho penal, parte especial y legislaciones complementarias", adelantado por el Grupo de Investigación en Ciencias Penales y Criminológicas "Emiro Sandoval Huertas" de la Universidad Sergio Arboleda y liderado por el profesor Fernando Velásquez V. Los autores agradecen muy especialmente a los docentes Álvaro Vargas y Fernando Velásquez V. por sus aportes.

** Doctor en Derecho de la Universidad de Valencia, España. Profesor de Derecho Penal en la Universidad Sergio Arboleda e investigador del Grupo de Investigación en Ciencias Penales y Criminológicas "Emiro Sandoval Huertas" de la misma universidad. Abogado en ejercicio.
Correo electrónico: renato.vargas@usa.edu.co.

*** Abogada de la Universidad Sergio Arboleda. Investigadora del Grupo de Investigación en Ciencias Penales y Criminológicas "Emiro Sandoval Huertas" de la Universidad Sergio Arboleda, y miembro del Grupo de Estudios Problemas Actuales del Derecho Penal, adscrito al mismo.
Correo electrónico: laura.castillo.garay@gmail.com.

Recibido: 28 de octubre de 2013 / Revisado: 24 de febrero de 2014 / Aceptado: 03 de abril de 2014



Resumen

La circulación de vehículos automotores propone nuevos retos al derecho penal, el cual, acorde con las tendencias punitivas tan comunes hoy, es presentado a la opinión pública colombiana, por los medios y los legisladores, como la única solución posible para contrarrestar los altos índices de muertos y heridos producidos, en especial, por conductores ebrios. Sin embargo, la creación de nuevos delitos o el endurecimiento de las penas ya existentes, apenas puede contribuir a la reducción de esas cifras; el papel del derecho penal a tales efectos es limitado y la política criminal no es sino una más dentro del conjunto de las políticas públicas llamadas a mejorar la seguridad vial, que dista, por cierto, de ser la más eficaz en esta materia.

Palabras clave

Conductores ebrios, seguridad vial, populismo punitivo, derecho penal.



The criminal penalty for drunk drivers in Colombia:
between dogmatic difficulties and the lack of a coherent criminal policy

Abstract

The motor traffic proposes new challenges to criminal law, which, according to the punitive tendencies so common today, is presented to the Colombian public opinion, by media and legislators, as the only possible solution to counter the high rate of deaths and injuries caused, in particular, by drunk drivers. However, the creation of new offenses or the hardening of existing penalties can hardly contribute to the reduction of these figures; the role of criminal law for such purposes is limited and criminal policy is but one more in the set of public policies called to improve road safety, which is far indeed from being the most effective in this area.

Key words

Drunk drivers, road safety, punitive populism, criminal law.



La sanction pénale des chauffeurs ivres en Colombie :
entre les difficultés dogmatiques et l'absence d'une politique criminelle cohérente

Résumé

La circulation de véhicules relève de nouveaux défis au droit pénal, qui avec les mesures punitives d'aujourd'hui, se présente à l'opinion publique par l'intermédiaire des médias et les législateurs comme la seule solution possible afin de lutter contre le nombre de morts et des blessés en hausse à cause des chauffeurs ivres. Toutefois, la création de nouveaux délits ou le fait de rendre plus sévères les peines déjà existantes, ne peut guère contribuer à réduire ces chiffres. Le rôle du droit pénal est limité à cet effet et la politique criminelle ne représente qu'une partie de l'ensemble des politiques publiques qui doivent améliorer la sécurité routière, certes loin d'être la plus efficace dans ce sujet.

Mots clés

Chauffeurs ivres, sécurité routière, populisme punitif, droit pénal.



A sanção penal dos condutores ébrios na Colombia:
entre as dificuldades dogmáticas e a ausência duma política criminal coerente

Resumo

A circulação de veículos motorizados coloca novos desafios ao direito penal, o qual, de acordo com as tendências punitivas tão comuns hoje, é apresentado à opinião pública colombiana, pelos media e legisladores, como a única solução possível para parar os altos índices de mortos e feridos produzidos, em especial, por condutores ébrios. Contudo, a criação de novos delitos ou o endurecimento das penas já existentes, apenas pode contribuir para a redução dessas cifras; o papel do direito penal nesses efeitos é limitado e a política criminal não é senão uma mais dentro do conjunto das políticas públicas chamadas a melhorar a segurança viária, que dista, por certo, de ser a mais eficaz nesta matéria.

Palavras chave

Condutores ébrios, segurança viária, populismo punitivo, direito penal.



Introducción

No hace falta insistir en que el tráfico rodado se ha convertido en un asunto de gran importancia para el desarrollo de las sociedades contemporáneas, ni tampoco es el momento para remarcar sus beneficios, en tanto ellos son ampliamente conocidos y aceptados; sin embargo, en los últimos años el tema viene siendo objeto de gran atención tanto en el ámbito nacional como internacional, debido a su aspecto más negativo: las impactantes cifras de muertos y heridos que se asocian a la circulación vehicular, y que sugieren un panorama preocupante.

Lo anterior explica que los gestores de las políticas públicas se interesen en el tema de la seguridad vial y que éste se ubique en los primeros lugares de las agendas de la mayoría de los actores internacionales, pero, sobre todo, de los nacionales. El protagonismo de la seguridad vial en el contexto local obedece, en buena medida, a los esfuerzos de los organismos internacionales, los medios de comunicación y las asociaciones de víctimas, en orden a generar una mayor conciencia entre la comunidad sobre la gravedad de la situación, reclamar un compromiso más alto de los gobiernos en la reducción de los índices de siniestralidad y exigir una respuesta contundente de las autoridades para minimizar sus consecuencias.

Tratándose de Colombia, el interés de la opinión pública, de los medios de comunicación y de algunos legisladores se centra en los sucesos que se vinculan al consumo de bebidas embriagantes, cuyo impacto en la vida o la integridad de otros, sumado a la insatisfacción popular frente a una respuesta benevolente de las autoridades en esos casos, alimenta el debate actual en torno a la necesidad de reformar el Código Penal (en adelante, CP).

Con el ánimo de contribuir a la necesaria discusión de este tema y, de ser posible, a su racionalización, este escrito dedica unas líneas a las razones por las cuales la siniestralidad vial es, en efecto, un problema digno de atención; a las complejidades de índole teórica y práctica anexas a la sanción penal de quienes conducen en estado de ebriedad, y a explicar porqué el derecho penal no es la mejor opción para reducir las cifras de accidentalidad y, mucho menos, si toda la atención se enfoca en enviar a los conductores ebrios a prisión. Al final se consignan las conclusiones del estudio.


El muy serio problema de la siniestralidad vial

La circulación de vehículos automotores constituye una preocupación global y local, pues, aunque no se discute su aporte al crecimiento de las naciones, cada vez hay una mayor conciencia sobre sus aspectos problemáticos; en especial, su impacto ambiental (fundamentalmente, pero no de forma exclusiva, lo atinente al uso de combustibles fósiles, cuyas emisiones contribuyen al calentamiento global o afectan la salud de las personas) y la siniestralidad vial (sus costos económicos y, en particular, las cifras de muertos y lesionados). Pese a la relevancia de las implicaciones medioambientales, este artículo se enfoca, por razones metodológicas, en el segundo grupo de efectos aludidos.


Los costos económicos

La estimación del impacto económico en esta materia es una labor compleja; sin embargo, no hay duda en cuanto a que produce una serie de altos costos directos e indirectos, que repercuten en la economía de todos los Estados.

En 2009, la Organización Mundial de la Salud (OMS) calculó el costo mundial de los choques y de las lesiones causadas por el tránsito en 518.000 millones de dólares, una suma superior a la recibida por algunos Estados en razón de la asistencia para el desarrollo, que representaba entre el 1% y 3% del Producto Nacional Bruto (PNB) de los países respectivos. Estas cifras coinciden con las que publicó la Organización de las Naciones Unidas (ONU) (2010), quien estimó el impacto económico de las colisiones de vehículos a motor en más de 500.000 millones de dólares y en un porcentaje entre el 1% y el 3% del PNB.

En el ámbito colombiano, resulta ilustrativo el dato según el cual los desembolsos realizados con cargo al Seguro Obligatorio de Accidentes de Tránsito (Soat), para atender solo gastos médicos durante el año 2011, ascendieron a 345.000 millones de pesos (Gaviria, 2012, p. 22). Según estimativos recientes, la falta de seguridad vial le cuesta al país la nada despreciable cantidad de seis billones de pesos al año ("El estado de las carreteras", 30 de octubre de 2013).

Por su parte, el costo promedio de atender a un motociclista accidentado durante los ocho días que puede permanecer en un centro de salud, ronda los ocho millones de pesos y esa cifra no incluye los gastos en terapias, prótesis o, por supuesto, incapacidades. Sobre esto último, se ha dicho que la pérdida económica para la persona accidentada y su familia podría acercarse, en promedio, a los 282 millones de pesos, teniendo en cuenta que la esperanza media de vida en Colombia es de 73,4 años y que el salario mínimo mensual legal vigente en el año 2013 era de 589.500 pesos (Duque, 24 de febrero de 2013).


Las víctimas fatales y los heridos

Si las cifras económicas sorprenden, los datos sobre las consecuencias para la vida o la integridad de las personas son, simplemente, escalofriantes. Tanto, que la cuestión ha sido calificada como un verdadero problema de salud pública (OMS, 2004, p. 4).

En el contexto internacional, y según los cálculos de la OMS (2013), cada año se producen en todo el mundo 1,24 millones de muertes por accidentes de tránsito. Dicho número es ligeramente superior al que comunicó esa misma organización en el año 2009, cuando lo fijó en más de 1,2 millones de personas; en este último informe, advirtió que la cantidad de individuos que sufren traumatismos no mortales oscilaba entre los 20 millones y los 50 millones (OMS, 2009, p. 8). A su turno, la ONU (2010) calcula los fallecidos anuales en accidentes de tránsito en cerca de 1,3 millones, al paso que estima la cifra de lesionados entre los 20 millones y los 50 millones de personas.

El caso colombiano, por su parte, no es menos preocupante y, de hecho, la accidentalidad vial se considera la segunda causa de muerte violenta en el país, después del homicidio, y la tercera fuente de lesiones personales o traumatismos (Contraloría General de la Nación, 2012, p. 6). En 2010, los accidentes de tránsito se convirtieron en la primera razón de muerte en niños de entre los 5 años y los 14 años (Ministerio de Transporte, 2012).

Según el Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses (INMLCF) (2012b), los muertos relacionados con el transporte durante el año 2012 fueron 5.304, lo cual sugiere su incremento en un 4,06%; para el Fondo de Prevención Vial (2013), empero, el consolidado de víctimas fatales en el mismo período fue mayor, de 5.693, lo que representaría, conforme a lo que indica el Fondo, un aumento del 3%.

De acuerdo con el INMLCF, entre los años 2002 y 2011 hubo un promedio de 16 muertes y 111 lesiones diarias producto de accidentes de tránsito, para un total de 56.686 muertes y 404.018 lesiones en el lapso señalado.

En 2011, los más afectados fueron los motociclistas, con 1.977 muertos y 13.682 lesionados, seguidos por los peatones, con 1.687 muertos y 9.756 lesionados, los pasajeros, con 1.188 muertos y 10.896 lesionados, los conductores, con 431 muertos y 3.255 lesionados y, en último lugar, los ciclistas, que aportaron 346 muertos y 2.210 lesionados (Valbuena, 2011). En 2012, murieron 2.994 conductores, 1.179 pasajeros y 1.785 peatones; al tiempo que 19.138 conductores, 10.531 pasajeros y 9.093 peatones resultaron lesionados (Moreno, 2012, p. 361).

Lo expuesto hasta ahora permite dimensionar la magnitud del problema y entender el motivo por el cual, el tema de la seguridad vial se ha convertido en un asunto de particular relevancia en las agendas de los organismos internacionales y de las autoridades nacionales: la situación es, sin duda, muy grave.

A tono con lo anterior, un alto porcentaje de Estados ha adoptado diversas medidas que incluyen, entre otras cosas, la reforma de su regulación sancionatoria y, de modo más concreto, de la penal; Colombia no es la excepción y, de hecho, la mayor parte de la discusión sobre esta cuestión se centra en la necesidad de reformar el Código de las penas, para castigar más severamente a los conductores ebrios.


Las no pocas complejidades teóricas y prácticas de la sanción penal de la conducción en estado de embriaguez

La discusión en el país gira en torno a la manera como debe sancionarse a quienes causan la muerte de otro al conducir en estado de embriaguez; esto, conforme se verá a continuación, es objeto de complejos e intensos debates.


Un homicidio sí, pero ¿doloso o imprudente?

Ahora interesa enfocarse en el punible concreto realizado, puesto que si bien la ocurrencia de la muerte sugiere la realización de un delito de homicidio, lo cierto es que en los últimos años hay cierto desacuerdo en cuanto a si dicho fallecimiento puede imputarse a título de dolo (art. 22, CP) o de culpa (CP, art. 23); la discusión se centra en la difusa frontera existente entre el dolo -eventual- y la culpa o imprudencia -consciente o con representación- (Velásquez, 2013, pp. 625629, 692-693).

A la luz de la regulación legal existente en Colombia, que en este punto coincide con la opinión de la doctrina mayoritaria, los supuestos en comento se enmarcan en la modalidad imprudente, si bien agravada por la ingesta de bebidas embriagantes, en tanto ello hubiera sido determinante para la producción del resultado fatal (CP, arts. 109-110. N°).

No obstante, el aumento de la preocupación de la comunidad alrededor de estos hechos y la consecuente demanda social de una respuesta contundente por parte de las autoridades ante la supuesta lenidad de las sanciones actuales (penales y administrativas), han motivado, no solo la proposición de diversos proyectos de reforma a la ley penal (Castillo & Vargas, 2013), sino varias decisiones judiciales orientadas en el sentido de castigar estas situaciones al amparo del homicidio doloso, aunque eventual.

La complejidad de la cuestión en estudio quedó reflejada en las reacciones que suscitó la sentencia de la Sala de Casación Penal de la Corte Suprema de Justicia, de 25 de agosto de 2010 (radicado 32.964) que, a pesar de no ser la primera en sancionar estos supuestos a título doloso eventual (ver, Sentencia 14355 de 17 de agosto de 2000, radicado 14.355), sí es, por mucho, la que más se debate (Ruiz, 2011, p. 101; Velásquez, 2012, p. 153).

La decisión aludida propone abandonar la teoría del consentimiento y reinterpretar el dolo eventual a partir de la llamada teoría de la representación (basta que el agente se represente la probabilidad del resultado), lo cual tendría, según se lee en el proveído, pleno asidero en el CP actual y haría posible imputar a título doloso eventual los resultados antijurídicos acaecidos con ocasión de actividades peligrosas (como la de conducir vehículos). Esto, pues quien las realiza bien puede representarse, de modo general y previo, la probabilidad de ocasionar daños a terceros habida cuenta del carácter peligroso de la actividad que lleva a cabo.

Con este punto de partida, los conductores de vehículos automotores tendrían, por el hecho de ser tales, un conocimiento amplio de los riesgos inherentes a conducir embriagados y que confirman los controles policiales para prevenir el consumo de alcohol, las sanciones pecuniarias previstas en la regulación administrativa y las numerosas campañas de cultura ciudadana que se ejecutan. En estos casos, el peligro se genera en el momento mismo en que el conductor embriagado sube al vehículo y lo pone en marcha, concretándose en mayor medida si se infringen otras reglas del tráfico rodado.

Esta polémica interpretación (Vargas, 2013, pp. 114-119) parece estar en sintonía con algunas propuestas de reforma legislativa, no menos discutibles, al hilo de las cuales se pretendió introducir al CP un artículo del siguiente tenor:

Artículo 103A. Se entenderá que incurre en homicidio doloso todo agente que habiendo preordenado su estado de embriaguez o inconsciencia por consumo de bebidas alcohólicas o sustancias psicoactivas, deliberadamente conduzca vehículo automotor con el que ocasione la muerte a personas en accidentes de tránsito (proyectos de ley 206/2011 y 028/2012).

Desde luego, una norma semejante no puede sino generar perplejidad, pues, primero, introduce una presunción en punto del dolo que es incompatible con la presunción de inocencia y la distribución de las cargas probatorias propias del Estado de derecho y, segundo, la referencia al carácter preordenado del estado de embriaguez o de inconsciencia rememora las llamadas "acciones libres en la causa", cuya esencia es, justamente, la realización de una conducta punible en estado de inimputabilidad preordenada; está claro que el artículo propuesto no atañe a la inimputabilidad, pero no puede pasarse por alto que los antecedentes de esta figura remiten a supuestos realizados en estado de embriaguez y las actio libera in causa han sido objeto de una férrea oposición por parte de la doctrina contemporánea que aboga por su proscripción (Jeschek & Weigend, 2002, p. 478).

A propósito de este segundo e inquietante aspecto, debe tenerse presente que los estados de plena inconsciencia ocasionados por el consumo de bebidas embriagantes son considerados por un importante sector de la doctrina como una causa de exclusión de la conducta (Mir, 2004, p. 219; Muñoz & García, 1996, pp. 235-236) y, por lo tanto, quien actúa en tal condición es penalmente irresponsable.


La conducción en estado de embriaguez: ¿una conducta punible autónoma?

Ahora bien, la otra opción que se baraja es la atinente a sancionar de forma independiente la conducción en estado de embriaguez; acorde con esto, quien maneja un vehículo en dicho estado realizaría, por ese solo hecho, una conducta penalmente relevante. Esta idea, sin embargo, no está exenta de objeciones teóricas y de dificultades prácticas que conviene indicar, no sin advertir que la primera de ellas es la relativa al concurso entre la conducción en estado de embriaguez y el delito correspondiente al resultado producido, por ejemplo, la muerte o la lesión de otro (Obregón, 2012).


¿Una contravención o un delito?

En primer lugar, conviene ocuparse de lo relativo a la definición de su naturaleza, pues las conductas punibles en Colombia pueden adoptar la forma de contravenciones o de delitos (CP, art. 19); con todo, la diferencia entre unas y otros no está clara, más allá de la idea genérica en cuanto a la mayor gravedad de los segundos frente a las primeras (Corte Constitucional, sentencias C-430/1996 y C-1112/2000).

Así, algunas de las propuestas de reforma al CP han discurrido en el sentido de configurar la infracción en comento a la manera de contravención, como aconteció con los proyectos de ley 009 y 048 de 2008 (acumulados) y 80 de 2012, que preveían como consecuencia jurídica en estos casos el arresto. No escapa a nadie que la menor entidad reconocida a las contravenciones parece incompatible con la especial gravedad atribuida al hecho de conducir en estado de embriaguez y, claro, con el clamor popular en el sentido de enfrentar drásticamente esta clase de conductas, con mayor razón cuando se repara en que la sanción correspondiente sería un arresto de corta duración.


¿Qué se protege?

En segundo lugar, sería útil detenerse en un asunto de capital importancia, que dista de estar resuelto entre los autores (Montaner, 2009, pp. 307-308) y que no deja de ser problemático tratándose del tema en examen: la determinación del bien jurídico penal tutelado (Vargas, 2013, pp. 107-114).

Atendida la jurisprudencia constitucional, la restricción de derechos y libertades fundamentales solo se justifica en tanto ello sirva para proteger bienes jurídicos, de tal forma que la tipificación de los delitos únicamente estaría avalada constitucionalmente si con ello se protegen estos últimos (Corte Constitucional, sentencias C-070/1996, C-205/2003 y C-442/2011); por consiguiente, resulta perentorio definir cuál es el bien jurídico penal tutelado que explicaría, siempre en clave constitucional, la restricción de la libertad de circulación, desplazamiento o locomoción, consagrada en el artículo 24 de la Constitución Nacional (en adelante, CN).

Más allá de las genéricas referencias al interés general, el orden público, la planeación, el uso del espacio público, el medioambiente o, incluso, a razones culturales (Corte Constitucional, sentencias C-355/2003, C-799/2003 y C-468/2011), lo cierto es que a la hora de ofrecer una explicación a la intervención penal en esta materia, la discusión gira en torno a la protección directa e inmediata de la vida y la integridad de las personas o de la seguridad (pública, vial, del tráfico, etc.) considerada en sí misma.

Lo primero supone tomar partido por un bien jurídico penal individual y una decisión en tal sentido estaría atada a los resultados de muerte/lesiones que tanto preocupan a la población. Las consecuencias de proceder de esta forma se reflejarían en su ubicación dentro del CP (en el Título que se dedica a la vida y la integridad personal) y en su vinculación con los supuestos principales de homicidio o lesiones que se estructuran a partir de la producción de un resultado (la muerte o los daños en el cuerpo o la salud de otro). Este es el camino que siguieron los proyectos de ley 270/2007 y 50/2008.

La segunda opción es la de identificar un bien jurídico penal independiente, diferente del anterior; en este caso, la seguridad en general ("pública") o la seguridad referida al concreto ámbito del tráfico rodado ("vial"), afincado en la idea según la cual el uso de las vías debe rodearse de las condiciones de seguridad necesarias que permitan reducir al mínimo los riesgos para la vida, la integridad y los bienes de las personas. La tutela de los bienes jurídicos individuales sería mediata y la introducción de estas conductas punibles supone adelantar significativamente las barreras de protección penal (Gómez, 2012, p. 133).

Esta alternativa obliga a estructurar la regulación penal alrededor de un bien jurídico penal colectivo y sancionar la creación de un peligro, más abstracto que concreto (Olmedo, 2002) para el mismo; ello, claro, sin perjuicio de la tutela mediata de otros bienes jurídico-penales como los aludidos arriba. Así, por ejemplo, los proyectos de ley 260/2008 y 110/2010.


La precisión de los elementos típicos

En tercer lugar, al margen de la definición de su naturaleza (contravención o delito), del bien jurídico penal cuya tutela justifica su inclusión en el CP (vida, integridad personal o seguridad) y de los interrogantes suscitados por su carácter de peligro abstracto (c.f. CP, art. 11), la idea de sancionar autónomamente la conducción en estado de embriaguez conlleva algunos problemas que se enlazan con el concepto mismo de conducción y con la relación entre el consumo de alcohol y la conducción (Vargas, 2013, pp. 129-131).

Respecto a lo primero, cabe advertir que se trata de un comportamiento complejo (encender el motor, accionar las velocidades, poner en movimiento el vehículo, acelerar y frenar, dirigir el volante, etc.), de ahí que precisar cuándo se está en frente de una conducción, no necesariamente es algo sencillo: ¿conduce quien enciende el motor, pero no puede hacer avanzar el vehículo al no estar en condiciones de poner las marchas o quien se queda dormido sobre el volante tras avanzar unos cuantos metros? (Requejo, 2011).

En cuanto al segundo asunto, bastante más problemático, se trata de establecer si se requiere que la capacidad de conducir de la persona esté afectada de manera efectiva o si, por el contrario, es suficiente con verificar la presencia de alcohol en el organismo del conductor.

De optar por la primera posibilidad, es necesario acreditar que la persona tiene afectada su capacidad de conducir, es decir, que conduce bajo los efectos, se entiende negativos, del alcohol (Serrano-Gómez & Serrano-Maíllo, 2008, pp. 50-51), prescindiendo de la cantidad concreta que hubiera ingerido y, por ende, la merma de las habilidades del conductor debe diagnosticarse en cada caso. A tales efectos, huelga decirlo, es preciso diseñar mecanismos de comprobación objetivos, diferentes de aquellos que se orientan a establecer la presencia de alcohol en el conductor, que reduzcan el ámbito de discrecionalidad de quien los aplica, ya que la subjetividad -arbitrariedad- en este punto es el riesgo a precaver.

Apelar a lo segundo es más sencillo, pues basta con fijar un límite -una tasa- y realizar las pruebas para comprobar -objetivamente- la presencia de la sustancia en el cuerpo del conductor, evitando cualquier consideración en torno a la efectiva afectación de sus habilidades. Con todo, comprobar la cantidad de alcohol ingerida exige resolver dos cuestiones también complejas: una es precisar la cifra penalmente relevante, al hilo de lo cual se introduce una suerte de presunción de influencia (Carbonell, 2013, p. 174) que debe, en todo caso, estar científicamente avalada y admitir prueba en contrario, pero que obliga a enfrentar la discusión sobre si pueden ignorarse las capacidades individuales de absorción y tolerancia al alcohol (Ferrandis, 2013, pp. 223-224).

La otra tiene que ver con la obtención de las muestras respectivas: la constatación del consumo de alcohol es fundamental en orden a demostrar el punible en comento, sin embargo, cuando la toma de las muestras no es voluntaria choca con la presunción de inocencia y los derechos de defensa y a no declarar contra sí mismo. La pregunta es, entonces, qué hacer si el conductor se niega a practicarse las pruebas necesarias para verificar la presencia de alcohol -u otra sustancia- en su organismo.

Las propuestas en el ordenamiento colombiano han sido las de incluir la negativa como una causa de agravación para el homicidio culposo (proyecto de ley 253/2011), un indicio grave (proyecto de ley 028/2012) o, siguiendo al CP español (art. 383), una conducta punible autónoma (proyectos de ley 048/2008, 260/2008 y 110/2010).

Esta última alternativa, empero, introduce un ilícito de carácter instrumental que se dirige a garantizar la sanción de los conductores ebrios (Alonso, 2013, pp. 245-246), que tan solo atentaría de forma muy lejana contra la seguridad vial (Miró, 2003, p. 70) y cuya estructura, más cercana a un ilícito de desobediencia, hace lucir desproporcionada su sanción por la vía penal (Gómez, 2012, p. 127).

Otro tema difícil en este caso es el de fijar la pena correspondiente: si es inferior a la de la conducción en estado de embriaguez, se brinda una ruta de escape al conductor ebrio que obtendría, oponiéndose a la prueba, una sanción inferior a la que le correspondería de prestarse a ella; por el contrario, si la pena de la negativa es igual o mayor a la de la conducción en estado de embriaguez, al conductor ebrio no le resultaría "rentable" negarse (Carbonell, 2013, p. 182), pero algo así no resistiría un examen sensato de proporcionalidad.


La sanción penal de los conductores ebrios no soluciona el problema

Las normas penales forman parte del conjunto de medidas públicas que se encaminan hacia la prevención del fenómeno criminal -al igual que tratar a la persona del infractor-, y su formulación presupone identificar las causas del delito, analizar la efectividad de las sanciones, discutir la manera en que deben redactarse y comprobar la posibilidad de ponerlas en práctica, siempre en el marco de un contexto social y político determinado. Esto es lo que constituye el objeto de la política criminal, en sus sentidos amplio y estricto (Velásquez, 2011, p. 408; 2013, p. 23).

Es tarea de la política criminal propiciar y justificar, la "remodelación" de la legislación penal (Zipf, 1979, p. 3) y del sistema penal en general; esto último, en cuanto se ocupa de principios y disposiciones extranormativas (Roxin, 2000, p. 26). Con todo, el ejercicio del ius puniendi y el consecuente diseño de la política pública en materia penal están sujetos a límites formales y materiales, entre los que destacan las exigencias de subsidiariedad, fragmentariedad y ultima ratio, estrechamente vinculadas al principio de necesidad de la intervención (Carnevali, 2008, p. 13).

Si bien con la intervención penal se pretende sancionar a los delincuentes, favorecer su (re)socialización y contribuir a que determinados comportamientos considerados nocivos para la sociedad dejen de presentarse (Silva, 1996, p. 106), lo cierto es que el recurso al derecho penal no puede orientarse a la mera preservación de las expectativas sobre un estado de cosas valioso (Paredes, 2006, p. 131) y que la eficacia de las normas penales no puede perseguirse a cualquier precio.

El contorno esbozado en los párrafos precedentes concentra la atención de las líneas ulteriores, pues, conforme se verá, la coherencia de política criminal en esta cuestión brilla lamentablemente por su ausencia. Los motivos para mantenerse escéptico frente al papel del derecho penal en este ámbito son poderosos: algunos de ellos -los dogmáticos- fueron expuestos en el apartado anterior, los restantes -básicamente, político-criminales- se consignan a continuación.


Las propuestas de reforma no responden a una política criminal seria

En Colombia, los proyectos de reforma en esta materia están -o han estado- dirigidos, en mayor o en menor medida, a endurecer la respuesta penal: agravando las sanciones para los delitos de homicidio o lesiones existentes (proyectos de ley 270/2007, 009/2008, 50/2008 y 110/2010), creando nuevos delitos o contravenciones penales (de forma reiterada, la conducción bajo la influencia de bebidas embriagantes o de sustancias psicotrópicas) o haciendo más severas las condiciones procesales y penitenciarias (proyecto de ley 206/2011); sin embargo, las propuestas carecen de un hilo conductor político-criminal, lo cual sugiere que su formulación no responde al propósito de desarrollar un plan de acción discutido y elaborado previamente, en el marco de las políticas públicas.

Ello es evidente, primero, porque la idea de modificar el CP no es novedosa: entre los años 2007 y 2013 se presentó más de una decena de proyectos sobre el particular y solo dos de ellos se convirtieron en leyes de la República (Castillo & Vargas, 2013) y, segundo, en razón de la diversidad de criterios existente en temas cardinales como por ejemplo, el bien jurídico penal protegido, la selección de las conductas relevantes o su tipificación independiente -y, en tal caso, a modo de delitos o de contravenciones- o en forma de agravantes específicas.

Las iniciativas obedecen, más bien, a un populismo punitivo (Larrauri, 2006), alimentado por una actitud oportunista del legislador sobre los réditos electorales de, por una parte, atender el reclamo de mayor seguridad (García & Pérez, 2009) realizado por una opinión pública desinformada (Sánchez-Moraleda, 2011, p. 35) y, por otra, alinearse, al menos en teoría, con las víctimas (Martínez, 2008, p. 189), cuyas exigencias de justicia demandan, no tanto una respuesta política coherente, cuanto la satisfacción de un cierto instinto de venganza (Tamarit, 2007, pp. 14-15).

Y aunque el aval del ejecutivo a la iniciativa de reforma, así como la conformación de una comisión legislativa especial en 2013, sugieren un avance en la materia, lo cierto es que nada de eso obedece a una política criminal previamente definida, sino a una situación de coyuntura que ignora las llamadas políticas "judicial" y "penitenciaria" (Malaguti, 2009, p. 23).

Lo dicho, claro está, trae aparejadas ciertas consecuencias que suscitan la oposición de buena parte de los penalistas, ya que las reformas penales de este tipo echan raíces en la inseguridad y el miedo sociales (Soto, 2005, p. 4) exacerbados mediáticamente, abusan de la función simbólica del derecho penal que no es, en realidad, el instrumento más adecuado para hacer frente al problema (Sánchez-Moraleda, 2011, pp. 2-13) y disminuyen la calidad técnica de las leyes penales (Díez, 2008, p. 5).

Además, responden a los llamados modelos de seguridad ciudadana (Díez, 2007) y a las políticas de tolerancia cero (Muñoz, 2005, p. 1), conforme a las cuales el papel del derecho penal es preponderantemente educativo y preventivo, en desmedro de su tradicional carácter de ultima ratio (Sánchez-Moraleda, 2011, p. 35), así como de sus notas de fragmentariedad y de subsidiariedad; alejándose del ideario ilustrado afincado en la libertad individual y en la dignidad humana, con el consecuente favorecimiento de modelos autoritarios y expansivos propios de un derecho penal "moderno", donde la acción estatal es apenas aparente e incide únicamente en el ámbito psicológico-social, convirtiendo al derecho penal en un mecanismo simbólico (Silva, 1996, p. 119).

Una de las manifestaciones más clamorosas de la ausencia de una política criminal en esta materia es, de hecho, que el debate se haya limitado a los decesos ocasionados por los conductores ebrios, pues, si bien este es un asunto que merece un fuerte reproche social y una acción decidida de las autoridades, lo cierto es que la cifra de fallecidos a causa de los conductores ebrios no es, necesariamente, la más significativa dentro del conjunto: durante el año 2011, por ejemplo, las muertes atribuidas a conductores ebrios apenas representaron el 8.25% -146 víctimas- del total -5,792-, mientras que desobedecer las señales de tránsito aportó el 42.37% -750-, el exceso de velocidad, el 31.69% -561- y las fallas mecánicas, el 8.81% -156- (Valbuena, 2011, p. 281).

A la vista de lo anterior, resulta inquietante que la conducta de quienes desobedecen las señales de tránsito o conducen a velocidades excesivas -pese a producir un número mayor de víctimas mortales que el que se atribuye a los conductores ebrios y ser las más notadas por el público- (Ospina, 28 de mayo de 2013), no reciba la misma atención por parte de los formadores de opinión ni de los legisladores. La cantidad de muertes generadas por los conductores ebrios es, sin duda, un problema grave; no obstante, su relevancia es relativa cuando se la compara con la conducción a gran velocidad o el desobedecer las señales de tránsito. Por ello, centrar toda la atención en los conductores ebrios no solo resulta errado, sino contraproducente, en tanto que oculta la dimensión real del problema y sus causas más significativas.

De esta suerte, una reforma enfocada en la sanción penal de los conductores ebrios no puede apoyarse sin más y, en todo caso, ha de reclamarse la elaboración de un programa político-criminal serio y previo. Hay que evitar, a toda costa, las decisiones animadas por el populismo punitivo.


El derecho penal debe ser el último recurso, no el primero

Vistas las cifras expuestas sobre muertos y heridos, no es difícil afirmar la insuficiencia de las demás instancias de control y, en tal virtud, apelar al derecho penal, en su condición de último recurso, parece atendible.

Antes, empero, debería verificarse si esas medidas extrapenales fueron agotadas y ello es justamente lo que no ha ocurrido entre nosotros; en efecto, sorprende que el 44% de la malla vial de la capital colombiana esté en mal estado y el 19% apenas en condiciones regulares (EFE, 4 de septiembre de 2013), que las vías colombianas no sean aptas para circular a las velocidades máximas permitidas ("Las vías del país", 24 de diciembre de 2012), que el 55% de los vehículos que circulan por el país evadan la revisión técnico-mecánica (Chacón, 24 de octubre de 2012), que los comparendos no puedan hacerse efectivos porque carecen del nombre del infractor o llevan números de identificación inexistentes (Lancheros, 15 de junio de 2013) o, en fin, que algunos conductores dedicados al transporte público colectivo adeuden sumas que van desde los 35 millones de pesos hasta los 79 millones de pesos en multas ("Estos son los diez", 17 de noviembre de 2012).

Resulta imperativo, entonces, despenalizar la discusión sobre la seguridad y la siniestralidad viales, incorporando al debate otros aspectos tales como el estado de las vías y su señalización, las condiciones de los vehículos, los programas de educación y concienciación dirigidos a los usuarios de las vías (conductores, pasajeros y peatones), el mejoramiento de los controles administrativos y el cumplimiento efectivo de las sanciones previstas en el Código Nacional de Tránsito Terrestre.

De acuerdo con esto último, no pueden obviarse los problemas connaturales a la interacción de los ordenamientos sancionadores administrativo y penal, cuyas relaciones actuales son complejas, en especial, tratándose de la delimitación del ámbito que le corresponde a cada uno (mucho más cuando los supuestos de hecho respectivos se solapan, como acontece con la conducción en estado de embriaguez) y, claro, tratándose del non bis in ídem. En materia de seguridad vial, como en tantos otros temas (el medioambiente, p. ej.), el derecho penal "moderno" viene ocupando espacios tradicionalmente librados a la regulación administrativa (Montaner, 2009, pp. 313-316), difuminando las fronteras entre ambos y provocando que se hable de un único ius puniendi del cual emanarían los dos sistemas normativos (Castillo, 2013).

Además, de admitir -siempre en gracia de discusión- que la intervención penal sí es necesaria en razón del fracaso de las otras instancias sociales y jurídicas, tal constatación sería insuficiente por sí sola para apoyar la reforma, puesto que afirmar su necesidad no significa admitir su idoneidad ni su proporcionalidad (Silva, 2009, p. 15).


La falsa idea sobre la supuesta lenidad de la normatividad penal

En la actualidad existe una cierta insatisfacción popular frente a la respuesta de las autoridades colombianas y del derecho nacional respecto a estos casos, que se tilda de benevolente; tal sentimiento de inconformidad constituye, tal vez, el motivo principal para sugerir la reforma del ordenamiento penal.

Sin embargo, no parece atinado calificar de benignas las penas a que puede haber lugar hoy en día, cuando un conductor ebrio ocasiona la muerte de otra persona, pues estos eventos pueden investigarse y/o juzgarse a la luz del delito de homicidio doloso o culposo, según el caso. Para el primero, las penas actuales oscilan entre los 208 meses y los 450 meses de prisión (CP, art. 103) y, en la modalidad culposa, las penas parten de entre 48 meses y 90 meses (en tanto se utilizan medios motorizados) y pueden aumentarse, por razón del influjo de bebidas embriagantes, de la mitad al doble (CP, arts. 109 inc. 2° y 110 No 1), es decir, podrían llegar a un máximo de 180 meses.

Además, en ambos casos es posible imponer al conductor una medida de aseguramiento privativa de la libertad, en tanto el mínimo de la pena es igual o supera los cuatro años (Código de Procedimiento Penal, en adelante CPP, art. 313); no obstante, conviene aclarar que la satisfacción del requisito antes referido no basta para su imposición, pues el juez con función de control de garantías debe evaluar, en cada caso, si dicha medida es necesaria (CPP, arts. 308-312), en el marco de un sistema procesal donde la libertad personal y la presunción de inocencia son garantías de orden constitucional y legal (CN, arts. 28-29). Por lo demás, resulta importante tener presente, en orden a evitar equívocos, que las medidas de aseguramiento tienen carácter cautelar/preventivo y la decisión sobre su imposición no supone un pronunciamiento judicial en punto de la responsabilidad del llamado a sufrirla.

Así las cosas, el derecho penal colombiano sí cuenta con herramientas y no hay ninguna razón para dudar que las mismas sean, tal y como están previstas, tan severas como graves.


El sistema penal no está en capacidad de responder adecuadamente

Cualquier reforma al CP debe tener la vocación de ser aplicada y hay varias dificultades de orden teórico (Vargas, 2013), probatorio (Martínez, 2007, p. 21) y, en especial, práctico, necesitadas de resolverse. A los efectos de este trabajo interesa detenerse, aunque brevemente, en las últimas, que son las más difíciles de salvar, pues dicen relación con la muy probable incapacidad del sistema penal colombiano, colapsado desde hace años por su ausencia de recursos humanos y logísticos, para satisfacer dicha demanda popular.

Si la conducción en estado de embriaguez fuera un delito autónomo, el sistema penal debería contar con unos recursos, humanos y logísticos, de los que carece: solo en Bogotá, cada 43 minutos es sorprendido un conductor embriagado ("En Bogotá", 14 de julio de 2013); durante un fin de semana ordinario, se detectan unos 250 casos de conductores en tal estado ("Sancionan a 250", 09 de agosto de 2012) y, si el fin de semana es festivo, la cantidad bien puede cuadruplicarse ("982 conductores", 01 de enero de 2013). La situación no es menos preocupante en otras ciudades: los primeros "megaoperativos" realizados en el Valle de Aburrá arrojaron, por ejemplo, un total de 236 conductores ebrios durante la noche de un viernes y la madrugada del sábado siguiente (Saldarriaga, 03 de junio de 2013).

Según la Fiscalía General de la Nación, durante el año 2012 se impusieron 70.000 comparendos a personas por conducir en estado de embriaguez; de suerte que, si la conducción en tal estado fuera un delito autónomo, tendrían que haberse celebrado, como mínimo, idéntico número de audiencias de legalización de captura, de imputación de cargos y de imposición de medida de aseguramiento (siempre que esta fuera procedente) en todo el territorio nacional. Para ello, la entidad requeriría unos 300 fiscales más y 100 mil millones de pesos anuales adicionales (Colprensa, 10 de agosto de 2013).

Por su parte, la Corte Suprema de Justicia ha señalado que el represamiento judicial en materia penal afecta a un número de más o menos un millón de hechos que están, sencillamente, paralizados ("Corte pide al Congreso", 08 de marzo de 2013).

A lo anterior, debe añadirse que el hacinamiento carcelario supera, hoy por hoy, el 50% en todo el país. Mensualmente, ingresan entre 3.000 personas y 3.500 personas a las prisiones y el porcentaje de salida apenas ronda el 10% de esa cifra; la situación es tan difícil, que el ingreso a las cárceles La Modelo (Bogotá) y Bellavista (Medellín), cuyo porcentaje de hacinamiento supera el 200%, fue prohibido mediante sentencias de tutela. Para remediar esta situación habría que "inaugurar" un nuevo presidio cada mes ("Cada mes", 31 de marzo de 2013).

Ante semejante panorama, no es descabellado decir que las nuevas normas terminarían siendo inaplicadas o aplicadas tardíamente y, como consecuencia de ello, el efecto motivador/ disuasorio propio de las disposiciones penales, al que tanto se alude, se diluiría hasta desaparecer. Tampoco está de más señalar cómo, la creación de nuevos delitos sancionados con prisión o la agravación de las penas para los delitos ya existentes, ahondaría la crisis judicial y penitenciaria del Estado colombiano.


La interpretación sesgada de las estadísticas y la ausencia de datos fiables

Un último par de cuestiones estrechamente relacionadas con la elaboración de la política criminal, tienen que ver con la interpretación de las estadísticas y la necesidad de contar con datos fiables.

En cuanto a lo primero, un estudio reciente indica que, en Colombia, los muertos por cada diez mil vehículos se han reducido, pasando de 10,4 en 2007 a 6,8 en 2012 (Fondo de Prevención Vial, 2013); otra investigación anterior advirtió sobre la reducción de las muertes entre 2003 y 2010 (Fondo Nacional de Prevención Vial & Universidad de los Andes, 2010, p. 20) y en el Plan Nacional de Seguridad Vial se lee que las muertes en accidentes de tránsito han estado bajo control y, de hecho, se estancaron en el período 2003-2010 (Ministerio de Transporte, 2012, p. 10). Algo similar ocurre con el dato de la OMS (2013) según el cual, cada año mueren en el mundo 1.24 millones de personas por accidentes de tránsito, pues, si bien la cifra es preocupante, esta se ha mantenido más bien estable desde 2007 y ello, pese a que el número de vehículos registrados se ha incrementado en un 15%.

Por otro lado, la recolección y sistematización de la información corresponde, en Colombia, al INMLCF, que cumple, en términos generales, bastante bien con ese papel; no obstante, hay algunas diferencias inquietantes en sus cifras: por ejemplo, la revista Forensis estimó el número de muertes en accidentes de tránsito durante el 2010 en un total de 5,704 (Valbuena, 2011, p. 271), mientras el Boletín Estadístico Mensual las fijó en 5,168 (INMLCF, 2012a); igual ocurrió con el año 2011, para el cual la Forensis determinó el total de fallecidos en 5,792 (Valbuena, 2011, p. 271), al tiempo que el Boletín Estadístico Mensual las calculó en 5,097 (INMLCF, 2012a, p. 12).

Si se toma como referencia la revista Forensis, las víctimas fatales apenas aumentaron de un año a otro (es decir, el asunto es grave, pero no tanto) y, si se atiende a lo calculado en el Boletín, disminuyeron (esto es, la situación está mejorando). En cualquier caso, la diferencia en la cantidad total de víctimas durante el bienio es, dependiendo de cuál de las dos fuentes se tome, de 1,231 personas; tal divergencia resulta, por razones obvias, tremendamente inconveniente para la comprensión del problema y, por ende, para la toma de decisiones, la implementación de acciones públicas o la formación de la opinión por parte de los medios masivos que las citan.

En definitiva, la información existente debe interpretarse/comunicarse íntegramente y la elaboración de cualquier política pública en esta materia, incluida, por supuesto, la criminal, debe fundarse en datos fiables que permitan identificar los problemas principales y, en esa medida, priorizar las acciones y los recursos públicos.


Conclusiones

La solución al problema de la siniestralidad vial va más allá de la simplista idea de reformar el CP; el tema es serio y, precisamente por eso, no puede tomarse a la ligera.

Sancionar con penas privativas de la libertad a los conductores ebrios no contribuirá a reducir significativamente las cifras de muertos y heridos en accidentes de tránsito, porque la disminución del número de víctimas, fatales o no, impone coordinar y articular varias políticas públicas y no solo la criminal: deben mejorarse las vías y su señalización, aumentarse la seguridad de los vehículos, generarse actitudes responsables en los usuarios de las vías (no solo en los conductores, también en peatones y en pasajeros) e intensificar las campañas públicas de educación, prevención y control, que son, sin duda, la clave.

El derecho penal únicamente puede cumplir un papel secundario y, si se quiere, residual, ya que siempre llega tarde: la pena se impone cuando el resultado muerte o lesiones ya se ha producido y, en tal sentido, no hay nada más por hacer. Además, aunque sancionar a los conductores ebrios produjera el efecto deseado por los promotores de la reforma penal, lo cierto es que esta circunstancia aporta un número bastante menor de muertos y heridos comparado con el atribuido a otras causas que también deben atenderse y controlarse.

Como si esto fuera poco, el sistema penal ya cuenta con herramientas lo suficientemente severas para sancionar a quienes conducen un vehículo en estado de embriaguez y causan la muerte de otro (medidas cautelares, imputaciones a título doloso o culposo y beneficios penitenciarios); otra cosa es, desde luego, el uso que se hace de las mismas.

La intervención en esta materia, empezando por el diseño de las políticas públicas correspondientes, debe responder a una política estatal integral, no solo criminal, ajena a los golpes de opinión, que reconozca las limitaciones humanas y logísticas del sistema penal, donde la educación y la prevención estén llamadas a desempeñar un papel mucho más importante que el ordenamiento penal, cuya reforma, en los términos que se ha venido discutiendo durante los últimos años, poco o nada aportará a resolver un problema urgido de tomarse en serio.



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Para citar este artículo use: Vargas, R., & Castillo, L. (2014). La sanción penal de los conductores ebrios en Colombia: entre las dificultades dogmáticas y la ausencia de una política criminal coherente. Revista Civilizar Ciencias Sociales y Humanas, 14(26), 67-86.