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Civilizar Ciencias Sociales y Humanas

versión impresa ISSN 1657-8953versión On-line ISSN 2619-189X

Civilizar vol.21 no.40 Bogotá ene./jun. 2021  Epub 25-Abr-2022

https://doi.org/10.22518/jour.ccsh/2021.1a08 

Artículos

Corrupción: una lectura entre el derecho y la moral*

Corruption: An interpretation between law and morality

Henry Camilo Bejarano Sanabria1

Diana Carolina Jaimes Suárez2

1 Profesional en Filosofía y Letras. Magíster en Educación. Actualmente adelanta estudios doctorales en Filosofía. Docente de tiempo completo de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Santo Tomás y docente de cátedra de la Maestría en Educación para la Innovación y las Ciudadanías de la Pontificia Universidad Javeriana. Miembro de los grupos de investigación Raimundo de Peñafort de la Universidad Santo Tomás, clasificado en categoría A1 por Colciencias, y Estudios en Pensamiento Filosófico en Colombia y América Latina: Fray Bartolomé de las Casas, clasificado en categoría A por Colciencias. Correo electrónico: henrybejarano@usantotomas.edu.co

2 Licenciada en Lengua Castellana, Inglés y Francés. Magíster en Docencia. Vicerrectora Académica de la Corporación Universitaria Unitec. Correo electrónico: diana.jaimes@unitec.edu.co


Resumen

La corrupción suele ser una conducta sistemática y perniciosa en un amplio número de sociedades que, en algunos casos, es sancionada por la ley. Sin embargo, la legislación penal, por ejemplo, no es suficiente para que un sujeto en particular genere, mediante un discernimiento interno, acciones con contenido moral u orientadas a lo bueno y a lo justo. A este respecto, el presente artículo de reflexión señala cómo el derecho y la moral, elementos dialécticos y complementarios de la razón práctica, determinan principios y obligaciones que deben atender todos los sujetos para salvaguardar el bien de los individuos y, en definitiva, el de la sociedad.

Palabras clave: corrupción; derecho; moral; lo bueno; lo justo; vida buena.

Abstract

Corruption is a systematic, harmful and unavoidable conduct sanctioned by law, in some cases. However, criminal legislation, for example, is not enough for a particular subject to generate, through internal discernment, actions with moral content or according to what is considered good and just. In this regard, this reflection article indicates how law and morality, which are dialectical and complementary elements of practical reason, determine principles and obligations that subjects establish among themselves in order to safeguard the good of individuals and, ultimately, of society.

Keywords: Corruption; law; morality; the good; the just; good life.

Introducción

La corrupción es un problema social que se define en diferentes sentidos. De hecho, una de las definiciones más citadas por los teóricos políticos, ofrecida por Joseph Nye (1967), es la siguiente: “la corrupción es un comportamiento que se desvía de los deberes normales de un rol público debido a intereses de carácter privado (familia, camarilla privada cercana), pecuniarios o de estatus; o viola las reglas contra el ejercicio de ciertos tipos de influencia privada”1 (p. 966). Del mismo modo, Carl Friedrich (1989) afirma que “la corrupción es un tipo de comportamiento que se desvía de la norma que realmente prevalece o se cree que prevalece (...) es un comportamiento desviado asociado con una motivación particular, a saber, la ganancia privada a expensas de lo público”2 (p. 15). Heindenheimer (1989), por su parte, considera que: “la corrupción es una transacción entre actores del sector público y privado a través de la cual los bienes colectivos se convierten ilegítimamente en pagos al sector privado”3 (p. 6).

A partir de estas concepciones parece claro que en la corrupción están presentes al menos: i) la relación entre los sectores público y privado; ii) el desvío del poder encomendado; iii) el beneficio privado por cuenta de lo público; iv) el comportamiento desviado de la norma que predomina; y v) la obtención de un beneficio particular. Asimismo, se asocian otros elementos que darían lugar a diferentes clases de corrupción. Así, de hecho, Arnold Heindenheimer (1989), en su célebre tipología, distingue tres clases de corrupción: la negra, que se cree inaceptable y por lo tanto susceptible de ser castigada, es aquella que es rechazada por toda la sociedad; la gris, que presenta ambigüedades y discrepancias, en cambio es aceptada por ciertos sectores y repudiada por otros, y la blanca, consentida por la sociedad y las élites, se emplea para referirse a conductas que no son consideradas como corruptas.

Del mismo modo, según el ámbito en el cual se despliegue, la corrupción puede ser administrativa, política, privada y judicial. La corrupción administrativa corresponde “al uso desviado del poder público en beneficio del propio funcionario, de alguna organización, partido político o empresa comercial a la cual se encuentra vinculado” (Rezzoagli, 2005, p. 5). La corrupción política es una conducta ilícita llevada a cabo por políticos o funcionarios públicos con una motivación específica, a saber, satisfacer el interés particular o grupal en detrimento de los ingresos que percibe el Estado. Las prácticas más conocidas son: malversación, prevaricación y cohecho. En el ámbito privado, la corrupción se refiere a los comportamientos desviados que ofrecen cualquier beneficio o ventaja no justificada, con el fin de obtener provecho para sí mismo o para otro particular, en perjuicio de los intereses privados y colectivos de una sociedad, empresa, colectivo, asociación o fundación. Finalmente, la corrupción judicial “consiste en el abuso del poder del funcionario judicial, en violación al principio de imparcialidad, que se refleja directamente en el proceso judicial” (Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito y Alcaldía Mayor de Bogotá, 2015, p. 15).

Por otro lado, Peter Bratsis (2003), en relación con los intereses que se desarrollan entre lo público y lo privado, señala que en el marco de la comprensión moderna de la corrupción existen a la vez dos suposiciones que se urden entre sí: “que existen intereses públicos y privados mutuamente excluyentes y que los servidores públicos deben necesariamente abstraerse del ámbito de lo privado para funcionar adecuadamente”4 (p. 11). Dicho de otra manera, “no es posible la corrupción en el sentido moderno si no existe lo público y lo privado”5 (Bratsis, 2003, p. 12).

La corrupción, como una conducta que se desvía de lo legalmente establecido para buscar el beneficio particular en perjuicio del interés colectivo, se presenta cuando las regulaciones morales y jurídicas se desarticulan de las estructuras éticas, culturales y políticas de la sociedad. Debido a su complejidad, ninguna teoría por sí sola tiene la capacidad de afrontar la multiplicidad del fenómeno de la corrupción, en virtud de las particularidades propias que lo determinan. En efecto, la corrupción, como un problema diverso, oculto y permanente, tiene problemáticas profusas por evaluar. Entre ellas están: la displicencia administrativa, la malversación de fondos, el robo, la contratación a la medida cuando no existe un pliego único de condiciones para adjudicar obras públicas, el soborno, el nepotismo, los conflictos de interés, la colusión o cohecho privado, y la apropiación de bienes públicos y de uso privado.

La corrupción es un problema sistemático, pernicioso e inevitable. Sin embargo, es propicio considerar una dificultad más. Desde las concepciones de Nye (1967), Friedrich (1989), Bratsis (2003) y Heideheimer (1989), un inconveniente reside en la idea de asumir que la corrupción solamente comprende la desviación ilícita de lo público en beneficio de los intereses privados. Esto da lugar a que Bratsis (2003) afirme que “no hay corrupción si no existen lo privado ni lo público” (p. 12).

De otro lado, hay diferentes autores que se alejan de las posiciones tradicionales de la definición de corrupción en términos más sistemáticos. Uno de ellos es Patrick Dobel (1978), quien señala que “la corrupción consiste en la incapacidad moral de los ciudadanos para hacer compromisos morales desinteresados con acciones, símbolos e instituciones que benefician al bienestar común” (p. 950)6. El postulado de buscar el bien común requiere un conjunto de compromisos racionales, emocionales y sociales que, en el marco de obligaciones y principios desinteresados, contribuyan a la construcción de una sociedad justa, transparente e igualitaria. Sin embargo, cuando las estructuras sociales, políticas y económicas están diseñadas para promover intereses individuales basados en la desigualdad, la avaricia, y la codicia, se desvanece la confianza de los sujetos para defender un bien que es igualmente común a todos los ciudadanos.

De la obra de Dobel (1978), en diálogo con Tucídides, Platón, Aristóteles, Maquiavelo y Rousseau, es conocida la sentencia de que “la corrupción moral es la pérdida de la capacidad de lealtad”7 (p. 960). Lo anterior supone que la pérdida de la capacidad de lealtad proviene de la relación del sujeto con la desigualdad sistemática de “riqueza, poder y estatus” (p. 958). En este sentido, las dinámicas que rompen la lealtad entre los ciudadanos generan un desarrollo moral que desalienta la idea de promover los fundamentos de un sistema social de cooperación equitativo, igualitario y sostenible.

En el entramado de estos aspectos, se requiere resaltar varias aserciones que, además de ser el punto de partida de nuestra reflexión, delimitarán en este texto la categoría de corrupción: i) la corrupción, además de estar enfocada en conductas desviadas frente a la norma, es un problema moral. Una razón para considerar esto reside en el hecho de que hay acciones corruptas que violan normas morales pero no legales; también en que estas acciones se realizan o no en función de un castigo penal integrado por las normas reguladoras de lo denominado “ius puniendi”—; ii) la corrupción es un fenómeno que compromete a toda la sociedad, por lo tanto, no es un problema que se fundamenta solamente en lo que a la apropiación de bienes públicos y bienes de uso privado se refiere; iii) la corrupción es el resultado de la arbitrariedad humana por satisfacer, en el marco de un egoísmo natural y racional, los sistemáticos patrones de desigualdad entre ciudadanos, Estados y países; y (iv) la corrupción es la incapacidad moral de un sujeto para realizar acciones concernientes a un pretendido bien común.

Ahora bien, aunque la corrupción es una conducta que se desvía de los aspectos legalmente establecidos, como el abuso de generar un beneficio indebido a expensas del bienestar colectivo, en la formación de la ciudadanía se puede encontrar cierto distanciamiento de la moral a favor de la ley, como único criterio que regula las acciones de los hombres. Por eso, el conjunto de límites que establece el Estado para ejercer su poder punitivo, por ejemplo, desde la legislación penal, no son suficientes para formar una ciudadanía consciente de realizar acciones en orden a lo bueno y lo justo. Según esto, la manera de abordar el problema de la corrupción en la sociedad no es una cuestión solamente penal.

Desde esta concepción, el presente artículo examina cómo el derecho y la moral, elementos dialécticos y complementarios de la razón práctica, determinan principios y obligaciones que deben atender todos los sujetos para salvaguardar el bien de los individuos y, en general, el de la sociedad. Los resultados de esta reflexión se presentan en dos apartados. El primero trata de comprender la forma en que la aspiración al bien o a la vida buena de carácter aristotélico contribuye a realizar acciones concernientes al bien común. El segundo apartado versa sobre la idea de que alcanzar este bien como obra propia de la comunidad política requiere de la moral y el derecho para regular los deberes individuales y colectivos de los ciudadanos en particular.

El derecho y la moral concuerdan en su estructura porque son dos formas de legislación de la razón práctica. El primero se constituye, entonces, como externo, ya que únicamente pretende una cohesión exterior, mientras que el segundo es interno, dado que reclama una cohesión más personal (Kant, 2005; 1873). Aunque se puede establecer analíticamente lo particular de cada uno, su complementariedad, desde una perspectiva de lo bueno y de lo justo, tendrá como resultado la formación de ciudadanos que tiendan a instaurar el bien común como un deber incondicionado de la sociedad. El referente teórico desde el cual se fundamentó este escrito tiene como base la filosofía política, en respuesta, precisamente, a la idea de examinar cómo el derecho y la moral contribuyen a la realización de una vida buena con y para el otro. El artículo, asimismo, en el marco de la investigación documental, está sustentado en algunas aserciones de la obra de Aristóteles (1985; 2000), Kant (1873; 2005; 2002a; 2002b) y Ronald Dworkin (1980; 1984; 2012).

I

El uso del derecho y la moral no solo tiene por meta posible lo relativo a lo justo, sino también a lo bueno. Lo bueno y lo justo, como elementos de la vida buena (Ricoeur, 2003; Montoya, 2011), posibilitan una mirada desde el derecho y la moral a la problemática de la corrupción, en una lectura de Aristóteles a Kant. Sin embargo, esta mirada, más que una respuesta a la complejidad del fenómeno en cuestión, esgrime algunas aserciones que pueden contribuir a la formación de una ciudadanía que, en el marco de una concepción pública de la justicia, permita superar acciones que desvirtúen el bien de los individuos y, en definitiva, el de la sociedad.

Aristóteles, en el inicio de la Ética a Nicómaco (EN, 1985) y la Política (P, 2000), comienza señalando que el bien es aquello hacia lo que todas las cosas tienden. En este caso, ese bien o lo bueno al que todos aspiran es la eudaimonía8, o lo que habitualmente se ha traducido como felicidad o vida buena. Sin embargo, aunque es bien sabido que por naturaleza todos los hombres buscan vivir bien, muchos divergen en cuanto a lo que quiere decir felicidad o vida buena, o el modo de alcanzarla. De los filósofos griegos, Platón (1986) fue uno de los que se interrogó sobre la forma como los individuos han de vivir mejor. De hecho, en los primeros libros de la República encontramos que para hacer posible la vida buena se requiere alcanzar ciertos bienes considerables para su consecución: alimento, vivienda, vestido, comercio, seguridad, y finalmente, como bien superior, la justicia. Empero, aunque Platón no lo dice, es cierto que cuando hay escasez o una mala distribución de bienes es posible que se genere una inevitable desproporción o desigualdad social entre las comunidades humanas.

Si bien es cierto que en Aristóteles es importante buscar el bien del individuo, “es evidente que es mucho más grande y más perfecto alcanzar y salvaguardar el de la ciudad” (EN, 1095a). Una razón estriba en el hecho de que el “hombre es por naturaleza un ser social”, es decir, un ser hecho para vivir en una polis, en una ciudad (P, 1097b-6-11; 2, 1253a-2). En este sentido, para alcanzar los bienes necesarios y el bien por excelencia (la eudaimonía) el hombre requiere pertenecer a comunidades humanas, que están subsumidas, a su vez, en una comunidad suprema llamada polis, o lo que habitualmente conocemos como ciudad-Estado. De esta manera, en su Política (1252a4) Aristóteles afirma que la comunidad política es aquella que busca el bien por excelencia.

Ahora bien, si el individuo puede aspirar a la vida buena o el vivir bien como integrante de una polis, se requiere identificar el medio que asegure el bien de los ciudadanos y, en suma, de la ciudad. Este medio es, para Aristóteles, la política. Por influjo de la obra de Aristóteles titulada Ética a Nicómaco, debemos considerar que lo bueno y lo justo son objeto de la política (1094b-15). Para él, la política es la encargada de ocuparse del bien supremo, esto es, la eudaimonía o la vida buena de los que conforman una sociedad9. Sin embargo, la aspiración al bien requiere de acciones que sean buenas y justas, de tal modo

que realizando acciones justas y moderadas se hace uno justo y moderado respectivamente; y sin hacerlas, nadie podría llegar a ser bueno. Pero la mayoría no ejerce estas cosas, sino que, refugiándose en la teoría, creen filosofar y poder, así, ser hombres virtuosos; se comportan como los enfermos que escuchan con atención a los médicos, pero no hacen nada de lo que les prescriben. Y, así como estos pacientes no sanarán del cuerpo con tal tratamiento, tampoco aquellos sanarán el alma con tal filosofía. (Aristóteles, EN, 1105b5-15)

Según esta concepción, para que una acción particular que tenga como premisa la “vida buena” esté dirigida a alcanzar y salvaguardar tanto el bien de los ciudadanos como el bien común, conforme con la razón práctica, se requiere emplear como guía o como regla lo bueno y lo justo. Sobre este aspecto, Habermas (1991), en Del uso pragmático, ético y moral de la razón práctica, señala que toda acción o libre elección cobra un significado pragmático, ético o moral frente a la pregunta: ¿qué debo hacer? Una acción es pragmática cuando el interés de la razón práctica es alcanzar objetivos de tipo instrumental bajo el predicado de lo útil. Una acción es ética cuando la intención de la razón práctica está subordinada a la aspiración de una vida buena bajo el predicado de lo bueno. Finalmente, una acción es moral cuando el arbitrio de un sujeto actúa de acuerdo con las leyes que se han prescrito bajo el predicado de lo justo. En todos los casos, las acciones pragmáticas exigen un tipo de elecciones distinto que las elecciones promulgadas desde una perspectiva ética y moral (Bejarano, 2017).

Por otro lado, sea cual sea el problema de que se trate, en lo que corresponde a la acción y libre elección, la aspiración al bien como meta común a todos los hombres requiere de la prudencia (phrónēsis) y de la virtud (areté) para escoger los medios necesarios para alcanzarla. Para Aristóteles, “la prudencia es un modo de ser racional verdadero y práctico, respecto de lo que es bueno y malo para el hombre” (EN, VI, 1140b-5). La virtud, por su parte, “como un término medio relativo a nosotros es un medio entre dos vicios, uno por exceso y otro por defecto” (EN, II, 1107a). Hay, sin embargo, en Aristóteles dos clases de virtudes: las que resultan de la enseñanza son intelectuales; las que proceden de las costumbres, morales. Con esto es claro que la obra del hombre, en procura de alcanzar el bien, “se lleva a cabo por la prudencia y la virtud moral, porque la virtud hace rectos el fin propuesto, y la prudencia los medios para este fin” (EN, VI, 1144a-10).

Hasta aquí dos premisas concluyentes: i) toda acción, decisión y libre elección que tenga como premisa “la vida buena con y para el otro” (Ricoeur, 2003), conforme con la razón práctica, requiere emplear como hilo conductor lo bueno y lo justo. Esto resulta decididamente justificable. Porque lo bueno es un modo que le permite al hombre asumir un discernimiento moral interno con respecto a sí mismo en lo que a la aspiración a la vida buena se refiere. Mientras que lo justo, lo debido al otro, inclina al hombre a obrar rectamente en procura del bien común. ii) Hacemos alusión a Aristóteles porque la virtud y la prudencia son dos modos prácticos respecto de lo que es o no conveniente para el hombre. Además, desde un punto de vista aristótelico, una ética de la virtud que le da primacía a lo bueno resulta ser más atractiva que una ética procedimental. Según esta concepción, lo bueno, a nuestro juicio, le permite al hombre deliberar y adquirir ciertos hábitos sobre lo que es conveniente para sí mismo. No solo porque le permite a una persona en particular obrar de manera correcta sino que le confiere una prioridad práctica a la razón moral.

De esto se sigue que, en el mejor de los casos, resulte efectiva una ética como la de la vida buena para la aspiración y consolidación del bien común. Una ética que, en definitiva, le permita al sujeto discernir de manera interna una acción que no corrompa lo que es valioso con y para el otro en instituciones de justicia.

La corrupción se origina exclusivamente porque una persona, sea cual sea su condición, adelanta una acción que altera la forma de un procedimiento o de una relación, para alcanzar un beneficio indebido en detrimento de un bien en particular. De este modo, la corrupción concede a los actos delictivos un papel pernicioso que trastoca o perturba la reproducción de la vida social. Sin embargo, ¿existe un sistema con respecto a todas las leyes tan poderoso para impedir una acción individual o colectiva de este tipo?

La ley no es suficiente para que un sujeto delibere, mediante un discernimiento interno, sobre una acción con contenido moral. De este modo, la moral regula principios en el sujeto que no son accesibles a la norma. La virtud y la prudencia son, por lo tanto, absolutamente necesarias, no solo porque son dos modos prácticos de la razón, sino porque permiten al sujeto generar acciones valiosas e incondicionadas debido al otro.

Sin embargo, la idea del bien, como aspiración común a todos los hombres, así como la prudencia y la virtud, como componentes de la recta razón, son fundamentales, pero no suficientes, para promover una ciudadanía capaz de realizar acciones concernientes a un pretendido bien común. Así, cuando un sujeto en particular se desvía de la norma institucionalmente establecida requiere de una legislación externa que le prescriba el modo de proceder en un mundo público común.

Realizar acciones buenas, conforme con la virtud y la prudencia, requiere de imperativos morales y leyes jurídicas que establezcan condiciones para i) salvaguardar el bien de la comunidad; ii) promover principios internos y obligaciones externas que regulen conductas que, de manera prominente, no conduzcan a satisfacer el interés particular o grupal en perjuicio de lo público, lo privado, lo administrativo, lo político y lo judicial; iii) determinar cómo debe producirse la relación de los deberes respecto a sí mismo y con los otros ocasionales para superar, por ejemplo, las ambigüedades que se presentan en la zona gris de la corrupción. Esto sucede porque si bien el resultado de nuestras acciones puede afectar o beneficiar al otro, se presume que la intención de la razón práctica debe estar determinada no solamente bajo el predicado de lo bueno, sino también de lo justo. Así pues, desde el punto de vista moral es fundamental reconocer que para alcanzar una vida buena con y para el otro “la razón práctica se aparta de cuestiones del tipo ‘¿qué es bueno para mí o para nosotros?’ y se concentra en aspectos de justicia del tipo ‘¿qué se debe hacer?’” (Habermas, 1991, p. 85).

En efecto, aunque la posibilidad de desviar nuestra conducta en los planos político, privado, administrativo, judicial o personal se nos plantea de diferentes modos, la pregunta sobre qué debo hacer “cambia una vez más de sentido en cuanto mis acciones tocan los intereses de otros y conducen a conflictos que han de ser regulados imparcialmente, es decir, desde puntos de vista morales” (Habermas, 1991, p. 100). Según esto, para alcanzar el bien común como obra propia de la comunidad política —en oposición a los comportamientos que se separan de los deberes formales, en este caso, de las acciones propensas a la corrupción— se requiere del uso moral de la razón práctica, que suscriba el derecho y la política como alternativas que regulen las aspiraciones individuales y colectivas de los sujetos. Estas aserciones, en sentido general, serán abordadas a continuación desde algunos fragmentos de La metafísica de las costumbres (MC), Los principios metafísicos del derecho (PMD) y la Fundamentación para una metafísica de las costumbres (FMC) de Kant, así como de la Filosofía del derecho y El imperio de la justicia de Ronald Dworkin.

II

La obra de Kant más relacionada con el derecho y la moral es La metafísica de las costumbres (2005). Esta obra se estructura en dos partes: la doctrina del derecho y la doctrina de la virtud. La doctrina del derecho (ius) es el conjunto de leyes que concilia de manera externa el deber de uno con el deber de otro según una ley de libertad universal. La doctrina de la virtud (ethica) se fundamenta en el principio del deber interno según una ley o mandato de moralidad. La libertad, desde esta perspectiva, es común al derecho y a la virtud.

Kant señala, en la introducción a La metafísica de las costumbres, que las “leyes de la libertad”, a diferencia de las leyes de la naturaleza, se “llaman morales”, “jurídicas” y “éticas” (MC, I, 214). En la primera, la de la moralidad, tendrá prioridad el ejercicio interno de la acción. En la jurídica, la de la legalidad, tendrá prioridad la acción externa en la medida que esté establecida por las leyes de la razón. En la ética, la de las máximas, tendrán prioridad los principios que determinan la acción. En palabras de Kant (2005): “Los deberes nacidos de la legislación jurídica solo pueden ser externos” (MC, II, 219); de otro modo, “la legislación ética convierte también en deberes acciones internas, pero no excluyendo las externas” (MC, II, 219). Esta estructura de los deberes presenta una intención particular de acuerdo con Adela Cortina (2005) en el estudio preliminar que realiza a La metafísica de las costumbres: “Las leyes jurídicas no podrán abrir más espacio que el de la libertad en su uso externo, mientras que las leyes morales abren el ámbito tanto interno como externo” (p. 39).

En la moral existe una condición interna que mueve al sujeto a obrar según principios de autonomía y voluntad independientemente del arbitrio del otro. Mientras que en el derecho existe una disposición externa de hacer compatible la libertad de cada uno con la de los otros. El derecho se constituye, entonces, como externo, ya que únicamente pretende una cohesión exterior, mientras que la moral es interna, dado que reclama una cohesión más personal. Aunque estas consideraciones se contrapongan en ocasiones, no podemos dejar de señalar que en Kant estos modos de legislación, que se adhieren al derecho y a la moral, son leyes de la libertad.

En Kant (1873), “la libertad es el único derecho” natural que existe. Es un derecho propio de cada sujeto que debe “subsistir con la libertad de todos, según una ley universal” (PMD, p. 54). En este sentido, obrar según los preceptos que cada uno adopte con tal de no perjudicar la libertad de los demás requiere de los deberes internos regulados por la legislación moral, las acciones éticas regidas por la virtud y los deberes externos obligatorios prescritos por la legislación jurídica.

Kant (2005) sostiene que “el derecho es el conjunto de condiciones bajo las cuales el arbitrio de uno puede conciliarse con el arbitrio de otro según una ley universal de la libertad” (MC, § 230). Esto quiere decir que la función del derecho es establecer el modo en que los seres humanos pueden relacionarse como seres libres. Este es un concepto de derecho que está sujeto, así lo considera Kant, a la noción de coacción o de constreñimiento. La coacción resulta de la necesidad de “limitar la libertad de cada uno a la condición de que esta libertad concuerde con la libertad de todos” (Kant, 2002b, p. 33).

El derecho no tiene que ver estrictamente con un propósito moral o con una máxima de fines. Su función es, desde la perspectiva de Kant, establecer el procedimiento mediante el cual los individuos pueden coexistir en el marco de una “ley universal de la libertad”. Así, el derecho, como cesión de ciertas libertades individuales, viene a ordenar externamente las relaciones recíprocas entre los sujetos; mientras que la moral exige una adhesión personal de principios que cada individuo realiza a partir de la razón. En este aspecto la moral determina cómo debe producirse la relación de los deberes respecto a sí mismo. Esta distinción, sin embargo, no excluye el deber moral que se asume con otros en una variedad de ocasiones. Infortunadamente, la pérdida de esta dimensión interna de la moral en el esquema social ha generado que el sujeto realice ciertas acciones y libres elecciones en la medida que se siente o no observado por algún dispositivo de poder.

Si los diferentes modos de prescripción del derecho y los principios con contenido moral se asumen por todas las personas en virtud de asegurar lo bueno y lo justo, esto tendrá como resultado la autorrealización práctica de la sociedad en la conquista del bien común. Sin embargo, tal aspecto encuentra su límite cuando el respeto por el deber no es seguido por todos. Es por esto que Kant descubre en el derecho un mecanismo para asegurar el influjo de la libertad del arbitrio humano. Esto supone que la libertad del individuo tiene que desplegarse en un medio colectivo ligado legítimamente a un control social derivado de la política.

En la obra de Kant se ha considerado que la política está básicamente ligada al derecho, y este a su vez lo está con la moral. Se quiere decir que para que la política pueda aspirar a un bien común, es decir, a mantener las condiciones necesarias en beneficio de todos, requiere de la moral y el derecho para construir una base apropiada que haga viable tanto la felicidad como la justicia. La política, en este caso, en un sentido teleológico, tiene la finalidad de garantizar que lo bueno y lo justo concilien las aspiraciones de una vida buena de cada uno con las de los demás.

Con el término moral hacemos referencia al conjunto de principios que un sujeto aplica para alcanzar una vida realizada regida por el deber. En este caso una acción moral es aquella que se ejecuta conforme a la voluntad racional de un sujeto en particular. Por su parte, con el término derecho hacemos referencia a las condiciones bajo las cuales, en el marco de un respeto recíproco, se concilian las aspiraciones de una vida realizada de cada uno con las de los demás, acordes con una concepción pública de la justicia. Según esta concepción, el derecho es el conjunto de condiciones bajo las cuales el sujeto determina sus elecciones, decisiones y acciones sobre los principios de autonomía política y jurídica.

El propósito de la moral consiste en establecer que el conjunto de acciones de los sujetos, en el marco de la igualdad, la autonomía y la buena voluntad, sean determinadas por el deber. Este aspecto, desde una lectura de la ética de Kant, se presenta como un marco propicio para abordar las acciones que se requieren asumir desde una postura teleológica sobre la razón práctica. Ahora bien, establecer acciones por deber a partir de una concepción de la justicia contribuye a evitar que el comportamiento se desvíe de la norma, tal que el beneficio particular se realice en perjuicio del interés colectivo.

Respecto a esto cabe recordar que Kant (2002a), en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, hace una distinción entre una acción por deber y una acción inclinada o conforme al deber, con base en las nociones de buena voluntad, autonomía y libertad. La acción conforme al deber está sujeta por una inclinación que mueve a buscar la propia felicidad. Una acción así, fundamentada por el deseo individual de satisfacción, al no querer buscar una pretensión de universalidad, puede ocasionar que no se alcance lo que se debe hacer a causa de salvaguardar el bien o lo público en la sociedad. La acción por deber, por su parte, que “entraña la noción de buena voluntad” (FMC, A 8), se caracteriza porque posee un contenido o “valor moral” (FMC, A 25).

Una acción con contenido moral existe cuando un sujeto opera por el deber conforme con la buena voluntad. Esta acción, además, se cumple según un mandato de la razón, y la regla del mismo se llama imperativo (FMC, A 37). Kant nos dice que hay dos clases de imperativos: el imperativo hipotético, en que la acción está determinada solo como medio para alcanzar otro propósito, y el imperativo categórico, que, “sin colocar como condición del fundamento ningún otro propósito a conseguir mediante cierto proceder, manda este proceder inmediatamente” (FMC, A 43).

Según esto, el imperativo hipotético es valioso por lo que resulta de él; en este caso, está condicionado por algo; el categórico es valioso en sí mismo. Este imperativo, llamado el de la “moralidad” es el siguiente: “obra solo según aquella máxima por la cual puedas querer al mismo tiempo se convierta en una ley universal” (FMC, A 52). En este sentido, la displicencia administrativa, la malversación de fondos, el robo, el soborno, el nepotismo, la colusión, y la apropiación de bienes públicos y de uso privado están condenados por el imperativo categórico. Una razón radica en el hecho que el imperativo categórico, dado que impone una obligación respecto de ciertas acciones, “es una ley moralmente práctica” (Kant, 1873, p. 34), incondicionada y universal que no se fundamenta sobre interés alguno, esto es, sobre ningún interés que trastoque un objeto en perjuicio o detrimento del bien común.

En la perspectiva del derecho y la moral, los sujetos adquieren obligaciones y principios que les son peculiares. Este aspecto, en definitiva, le permite a la sociedad tener la capacidad de consolidar instituciones de justicia. Para lograrlo, sin embargo, no debemos únicamente establecer formas particulares de prescripción. Más bien, la idea es encontrar en lo bueno de tipo aristotélico o en la bondad un móvil de acción moral que despliegue la oportunidad de hacer del bien común una ley universal relativa a todos. No afirmamos, en efecto, que toda acción conforme a lo bueno sea la mejor posible. Pero sí abogamos por un bien que sea más atractivo que la norma.

Relacionar el derecho con la moral es susceptible de generar diversos debates. Revisemos uno de ellos. La historia del derecho está marcada por una disputa entre los partidarios del iusnaturalismo o “doctrina del derecho natural” y los denominados “iuspositivistas” o partidarios de la “doctrina del derecho jurídico”. Esta discusión, de manera general, gira alrededor de la relación que existe entre el derecho y la moral. Los iusnaturalistas afirman que existen mandatos de moralidad eternos y universales que provienen de la propia naturaleza humana, esto es, de las leyes naturales. Mientras que los iuspositivistas declaran que la moral y el derecho, esto es, las leyes positivas, fueron creadas por el arbitrio humano.

En el iusnaturalismo no prevalecen los criterios de validez jurídica (Finnis, 2017). En el iuspositivismo, en cambio, donde se presenta una separación conceptual entre la moral y el derecho (Austin, 1995), la validez toma lugar como forma particular de las normas jurídicas (Kelsen, 1979; Hart, 1998). En teóricos como Ronald Dworkin (1980; 1984), el razonamiento jurídico no debería estar constituido exclusivamente por un sistema de reglas, sino que debería incluir también principios para revisar de manera articulada casos que el positivismo clásico no contempla. Según esto, “los problemas de jurisprudencia son, en lo más profundo, problemas de principios morales, no de hechos legales ni de estrategia” (Dworkin, 1980, p. 8).

Dworkin no busca decantarse por una postura entre la iusnaturalista y la iuspositivista. Su intención es mostrar, desde una lectura del liberalismo jurídico, que el derecho requiere integrar, para su desarrollo, principios y políticas que contribuyan a consolidar la construcción de una sociedad democrática a partir de una relación estructural entre el razonamiento jurídico y el razonamiento moral.

Aunque Dworkin defiende el liberalismo en el derecho, esto es, un liberalismo abierto como el de Rawls (1995; 2015), su pensamiento se puede interpretar de manera general desde la polémica que sostuvo con Hart (1998). Dworkin (1984) defiende una relación recíproca entre la moral y el derecho aplicable a todas las sociedades y a todos los tiempos, mientras que Hart no. El derecho, desde la perspectiva de Dworkin (2012), no se agota en un sistema de normas, sino que incluye también principios que tienen como objetivo alcanzar un bien colectivo. Dworkin (2012), a este respecto, señala que el derecho, desde un principio de integridad, requiere que la “legislatura luche por proteger los derechos morales y políticos de todos, de modo que las normas públicas expresen un esquema de justicia y equidad coherente” (pp. 161-162).

La relación del derecho y la moral es un problema representativo de la teoría jurídica contemporánea sobre el que se debe reflexionar en el marco de la teoría del derecho, de manera particular, y de la filosofía del derecho, en general. Sin embargo, aunque no es nuestro interés dilucidar a profundidad este aspecto, podemos señalar que además de las legislaciones jurídicas hay legislaciones morales que establecen aspectos formales para asumir el fenómeno de la corrupción.

Ahora bien, hacemos alusión a la filosofía del derecho de Dworkin porque el problema de la corrupción no debería pensarse únicamente desde los postulados del positivismo jurídico, esto es, desde la separación entre el derecho y la moral de Hart (1998), sino desde una relación estructural entre principios y reglas (Dworkin, 1984). Así, una legislación basada en un sistema de reglas no es suficiente para que un sujeto en particular delibere, mediante un discernimiento interno, sobre acciones con contenido moral. Según esta concepción, la moral regula principios en el sujeto que no son accesibles al derecho jurídico. Además, ninguna ley puede hacer que nos propongamos una intencionalidad moral verdadera porque esto corresponde a “un acto interno del espíritu” (Kant, 1873, p. 56).

Sin embargo, para vivir lo mejor posible en sociedad se requiere de reglas directas que procuren que los sujetos alcancen una recta razón en el obrar en procura de salvaguardar el bien de la ciudad (Aristóteles, 1985; 2000). Una razón de ello es que no podemos desconocer que el sujeto posee una inclinación inmediata natural a ejecutar acciones basadas en los instintos de satisfacer sus propias necesidades (Kant, MC, A9). Esto es problemático cuando la acción o libre elección de un sujeto en particular favorece ciertas posiciones de desigualdad social y económica en perjuicio del bienestar común. Así, uno de los principales aportes del derecho desde la postura de Hart (1998) es la existencia de reglas que permiten a las personas generar, en el orden del ius puniendi o la potestad sancionatoria del Estado, relaciones jurídicas, penales y obligatorias.

A este respecto, la legislación penal, por ejemplo, que adopta la actitud de castigar aquellas acciones que infringen ciertas normas de conducta o son suceptibles de ser corruptas, se establece como un recurso para instaurar el orden social entre el Estado y los ciudadanos. Esto sucede, a nuestro juicio, cuando se requiere reducir la razón moral a una razón jurídica de corte iuspositivista. Desde esta perspectiva, hay que revisar las cosas de tal forma que los preceptos normativos que velan por los asuntos públicos sirvan de manera incondicionada a los intereses de todos. Infortunadamente, la corrupción, como un fenómeno sistemático, corrosivo y pernicioso, difícilmente podrá ser erradicada si se asume solamente una mirada positivista y penal de la justicia.

Volviendo al derecho y la moral, consideramos que es fundamental renunciar a todo intento de reducir un aspecto al otro. De hecho, debemos poner en práctica el carácter irreductible de la antinomia entre estas dos dimensiones en procura de formar ciudadanos que tiendan a instaurar el bien común como un deber incondicionado de la sociedad. Además, si comprendemos mejor la naturaleza del derecho y la moral, conoceremos de forma más clara qué principios y reglas se requieren para la promoción de ese bien. Por otra parte, resaltamos también la importancia de instaurar pretensiones de validez, legalidad y legitimidad de carácter intersubjetivo que, en el marco de lo bueno y lo justo, propicien los procedimientos más eficaces para evitar actos de corrupción.

Consideraciones finales

La corrupción, como un comportamiento que se desvía de la norma legalmente establecida para buscar el beneficio particular en perjuicio del interés colectivo, se presenta cuando las regulaciones morales y jurídicas se desarticulan de las estructuras éticas, culturales y políticas de la sociedad. Consideramos que los criterios morales y jurídicos, aun sin pretermitir una perspectiva de la justicia y de la institucionalidad, determinan el conjunto de acciones, principios y obligaciones que los sujetos políticos deben adoptar para realizar acciones concernientes a un pretendido bien común. A este respecto, señalamos que la aspiración del bien para la sociedad, y por consiguiente, de las condiciones que hagan posible ese bien, requiere que la acción del individuo esté formulada desde el predicado de buscar lo bueno y lo justo.

Desde lo bueno porque la formación ciudadana no debe estar basada únicamente en modelos utilitaristas, normativos o de reglas jurídicas positivas. De hecho, un conocimiento de lo que se “debe hacer”, si no se encuentra asistido por la moral, no garantiza que toda acción sea, en efecto, legítima. Desde lo justo porque se necesita considerar los imperativos categóricos particulares y las leyes morales para la consecución de los medios, las elecciones y las acciones que aseguren el bien de los individuos y, en definitiva, el de la sociedad.

El sujeto ético está llamado a juzgar rectamente sobre lo que es bueno y justo para él. Aunque si el vivir bien de una persona es algo deseable, es más perfecto alcanzar el bien común por el actuar común de una sociedad. Sin embargo, la libre elección realizada desde un ejercicio interno del arbitrio, cuando genera una lesión moral en la sociedad, en este caso, promover un beneficio indebido a expensas del bienestar colectivo, requiere del derecho como mecanismo para establecer las condiciones suficientes que permitan alcanzar y salvaguardar el bien público. Así pues, conciliar el querer de uno con el querer de otro según una ley universal de la libertad se debe realizar en razón de tres aspectos: i) comprender que la concordancia de la libertad de todos es posible, como lo señala Kant, debido a una ley universal, esto es, debido a un conjunto de normas y principios legítimamente aceptados; ii) reconocer que cuando se violan las pretensiones de validez de conformar una sociedad verdaderamente justa, se requiere de la ley para regular aquellas acciones que se desvíen de la norma; y iii) pretender que desde una deliberación racional, en relación con los criterios morales y jurídicos, se concilien las aspiraciones de alcanzar una vida buena entre las partes. Esta aspiración, como deber incondicionado, se puede constituir en el recurso válido, eficaz y legítimo que, en el marco de la institucionalidad, contribuya a superar la corrupción como un hecho sistemático, pernicioso y nocivo.

Según esto, es fundamental plantear algunas consideraciones finales, empezando por erigir una concepción de la justicia a partir de una autolegislación racional de los sujetos que, conforme a lo bueno y a lo justo, procure alcanzar el bien buscado y, por consiguiente, los criterios generales que son convenientes para todos. Que sea conforme a lo bueno porque el derecho no puede regular formas de acción o libre elección que permitan a los ciudadanos deliberar, mediante un discernimiento interno, sobre lo que es correcto y conveniente para aspirar a la vida buena. Incluso, se requiere que el individuo, en especial, y la sociedad en general, formulen decisiones basadas en la virtud (aretḗ), la prudencia (phrónēsis) y la buena voluntad. Que sea conforme a lo justo porque dar a cada quien lo debido produce o preserva los elementos necesarios para que la comunidad política alcance lo que es bueno para todos. Sin embargo, para vivir lo mejor posible en sociedad se necesita del derecho para establecer las obligaciones bajo las cuales la decisión de uno pueda conciliarse con la decisión del otro, según un reconocimiento de carácter intersubjetivo. De acuerdo con lo anterior, el razonamiento jurídico debería incardinarse, además, en el razonamiento moral para evitar fundarse exclusivamente en las reglas del iuspositivismo.

Sin embargo, somos conscientes de que se requiere penar conforme a lo declarado en la doctrina del derecho jurídico (esto es, la ley positiva) al sujeto que, sin importar rango y posición, se haya desviado de la norma, para que socialmente se presente una debida congruencia con la validez, la legitimidad y la eficacia del sistema social, se recupere la legitimidad de la justicia y se instauren políticas transparentes e íntegras de lucha contra la corrupción. Porque es cierto, tal como lo hemos visto, que los hombres están sometidos necesariamente a los deseos. Y así, por su propia naturaleza, están inclinados a alcanzar el beneficio propio, en algunos casos a expensas del bien general. De esto resulta que es imposible vivir fuera de toda institucionalidad que no regule a través del derecho las inclinaciones de uno y del otro. Esto supone, en cierta manera, que todo sujeto depende jurídicamente de la sociedad, cuyos mandatos tiene que reconocer y obedecer en su totalidad.

Sin embargo, también es cierto que una acción por deber, el cual entraña un valor moral en Kant (1873; 2002a; 2005), se caracteriza por imponer en el arbitrio interno un querer que al mismo tiempo se convierta en una ley universal. Así, podemos concebir que todo el mundo puede, donde quiera que se halle, generar acciones con contenido moral cuando el bien común así lo exige. Del mismo modo, consideramos que una acción moral no procede únicamente en función del deber desde una ética procedimental, sino que es teleológica en el sentido de que toda acción dirigida a una vida buena basada en la virtud (aretḗ) resulta en un modo de ser privilegiado para el ethos del hombre (Aristóteles, 1985; 1995).

El bien de todos se consigue no tanto en función de una buena regulación jurídica, sino, a nuestro juicio, mediante el ejercicio de una ciudadanía autónoma y racional que sepa dictar sus acciones con contenido o valor moral. Vemos, además, que para superar el problema de la corrupción se requiere contemplar otras consideraciones, como consolidar una formación ciudadana basada en la participación consciente del individuo como portador de pretensiones de validez conforme con la libertad de todos según el establecimiento de leyes universales; construir una ética de lo público que tienda a instaurar el bien común como obra propia, preeminente y universal de la sociedad política; y finalmente, formar ciudadanos que no basen su comportamiento en una peligrosa arrogancia: ser críticos y destructivos con el otro, pero demasiado tolerantes con sus propias acciones.

Referencias

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* Artículo de reflexión derivado del trabajo de la línea de investigación Filosofía práctica y pensamiento filosófico desde América Latina del grupo de investigación Estudios en Pensamiento Filosófico en Colombia y América Latina: Fray Bartolomé de las Casas de la Universidad Santo Tomás, Bogotá, Colombia.

1“Corruption is a behavior which deviates from the normal duties of a public role because of private-regarding (family, close private clique), pecuniary or status gains; or violates rules against the exercise of certain types of private-regarding influence” (Nye, 1967, p. 966).

2“Corruption is a kind of behavior which deviates from the norm actually prevalent or believed to prevail [...] it is deviant behavior associated with a particular motivation, namely that of private gain at public expense” (Friedrich, 1989, p. 15).

3“That corruption is a transaction between private and public sector actors through which collective goods are illegitimately converted into private regarding payoff” (Heindenheimer, 1989, p. 6).

4“That mutually exclusive public and private interests exist and that public servants must necessarily abstract themselves from the realm of the private in order to properly function” (Bratsis, 2003, p.11).

5“No corruption in the modern sense is possible if there is no public and private” (Bratsis, 2003, p.11).

6Dobel (1978), en su artículo The corruption of a State, presenta una teoría de la corrupción que relaciona lo moral, lo económico y lo político en un marco conceptual que está disperso por toda la tradición occidental. Así, en relación con lo que denomina “corruption of the body politic”, señala que “Corruption is defined as the moral incapacity of citizens to make reasonably disinterested commitments to actions, symbols and institutions which benefit the substantive common welfare. This extensive demise of loyalty to the commonwealth comes from the interaction of human nature with systematic inequality of wealth, power and status” (p. 958). La corrupción, en este sentido, reside en ciertos patrones de desigualdad producto de las elecciones y decisiones individuales y colectivas de sujetos que han desplegado sus acciones en función de la avaricia y la maldad (p. 961).

7“Moral corruption is the loss of a capacity for loyalty” (Dobel, 1978, p. 960).

8Para Aristóteles, la felicidad es “una actividad del alma de acuerdo con la virtud perfecta” (EN, 1102a4).

9No obstante, para configurar un ideal de vida buena donde el bien sea el fin último de toda acción, se deben revisar las formas de organización política que garanticen el bien supremo de todos los ciudadanos.

Cómo citar: Bejarano Sanabria, H., y Jaimes-Suárez, D. (2021). Corrupción: una lectura entre el derecho y la moral. Civilizar: Ciencias Sociales y Humanas, 21(40), 101-112.

Recibido: 25 de Junio de 2020; Revisado: 19 de Noviembre de 2020; Aprobado: 20 de Noviembre de 2020

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