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Universitas Psychologica

versão impressa ISSN 1657-9267

Univ. Psychol. v.5 n.1 Bogotá abr. 2006

 

Desplazamiento forzado y acompañamiento psicosocial: a propósito de la emergencia de nuevos actores políticos

Claudia Tovar Guerra*

Pontificia Universidad Javeriana

Recibido: noviembre 24 de 2005 Revisado: diciembre 1 de 2005 Aceptado: enero 10 de 2006

* Correo electrónico: claudia.tovar@javeriana.edu.co

Displacement and psycho-social support: with regard to the emergency of new political actors

ABSTRACT

The article introduces the reflection about new political actors which emerge from the forced displacement phenomenon in Colombia and discuss the role of psycho-social support to people who have undergone that phenomenon. We propose a political characterization of the migrant farmer, making a conceptual analysis of the governmental and nongovernmental organizations that welcome, take care and accompany displaced people, and establish the problem of the encounter between those two realities; finally, after a reconceptualization of Politics based on contributions of the complex thought, the article propose an specific way of psychosocial support in this encounter.

Key words: contemporary policy, social psychology, forced migration, social constructionism, complexity.

RESUMEN

El artículo introduce la reflexión acerca de la constitución de nuevos actores políticos a partir del fenómeno del desplazamiento forzado en Colombia y plantea el rol del acompañamiento psicosocial a las personas que lo han sufrido. Para esto, propone una caracterización política del inmigrante campesino, realiza un análisis conceptual de la oferta ciudadana de las entidades gubernamentales y no gubernamentales que atienden, acogen o acompañan a las personas desplazadas y plantea el problema del encuentro entre estas dos realidades; finalmente partiendo de un ejercicio de reconceptualización de la política desde los aportes del pensamiento complejo, hace una propuesta específica de acompañamiento psicosocial en dicho encuentro.

Palabras clave: política contemporánea, psicología social, desplazamiento forzado, construccionismo social, complejidad.

La creciente complejidad del conflicto armado colombiano genera cambios vertiginosos en la estructura social. En repetidas ocasiones se ha hecho un llamado para estudiar las implicaciones de los cambios demográficos que en corto tiempo ha sufrido nuestra población, tales como el aumento de la proporción de población urbana con relación a la rural y el aumento de la mortalidad en hombres jóvenes. En la misma línea, la llegada masiva de inmigrantes campesinos a las ciudades capitales supone un cambio importante y aún no documentado de su estructura social; además del crecimiento poblacional y de la irregularidad de este crecimiento, las ciudades acuden a una diversificación étnica y cultural. Dado el carácter violento y sociopolítico de esta gran inmigración, se hace urgente reflexionar acerca del papel y el talante de los nuevos actores sociales y políticos que se constituyen en este proceso. Eso supone reconocer el sujeto político inmigrante, la oferta política de la ciudad receptora y la reconfiguración de las subjetividades de uno y otros en el proceso de encuentro y participación.

Este texto, que hace parte del ejercicio de revisión teórica de una investigación en proyecto, se propone iniciar esta reflexión vinculando dos perspectivas: de un lado lo psicosocial, como un reconocimiento simultáneo de la experiencia emocional, somática, cognitiva, interpersonal y social de las personas y de otro lado la política contemporánea. Ambas perspectivas inscritas en el pensamiento complejo. Se intentará responder a tres preguntas iniciales: Políticamente, ¿quién es el inmigrante campesino desarraigado de forma violenta? ¿Cuál es la oferta y la expectativa de participación política de las ciudades receptoras?, y ¿Cuál es el papel político del acompañamiento psicosocial?

En el campo del trabajo de asistencia a la población desplazada por la violencia en Colombia, y de manera especial en el campo de la atención psicosocial, se insiste en que la persona en situación de desplazamiento es sujeto de derechos1. El término de empoderamiento aparece en todas las formas de intervención con la población desplazada y, después del trabajo inicial que se caracterizó por ser asistencialista y limitarse a la emergencia (OIM, USAID, Pontificia Universidad Javeriana, 2002), hoy todos queremos hacer un trabajo orientado hacia la exigibilidad de derechos, la construcción o reconstrucción de autonomía, la promoción de la participación activa y de la acción propositiva; unos sueñan con una respuesta contestataria, otros con una organización cooperativa, pero todas las opciones implican una idea de sujeto político, de ciudadano moderno, participante.

Una de las más importantes observaciones de un estudio sobre religiosidad y desplazamiento forzado realizado por investigadores del grupo Yfantais2 de la Facultad de Teología de la Universidad Javeriana, es que esta categoría de ciudadanía aparece como una imposición con la que el campesino no se identifica; al respecto Roberto Solarte (2004) afirma:

(…) hemos encontrado también en la poca atención a los imaginarios que constituyen las identidades de los pobladores por parte de los grupos humanitarios de diverso orden, todos los cuales, en definitiva, operan con la lógica según la cual existe una identidad común: la de la ciudadanía que goza de derechos humanos, es decir, el modo de existencia propio de los sectores dominantes de la sociedad, que estos grupos humanitarios paradójicamente cuestionan a la vez que reproducen y transmiten.

¿Quién es entonces el campesino forzado al exilio de su tierra, desde el punto de vista político? Sin lugar a dudas esta pregunta requiere del acercamiento cara a cara y de la convocatoria de las voces de las personas implicadas; sin embargo podemos intentar un análisis preliminar.

De acuerdo con los recorridos del pensamiento y las formas políticas del mundo occidental, es posible explorar las formas de la política que resultan significativas para la población campesina; además, la exploración histórica del poder político en Colombia adelantada de forma brillante por Fernando Guillén Martínez (1979), sin duda, aporta a esta tarea3.

El arraigo a la tierra es una característica reconocida de la población campesina. Para ellos, la pérdida de tierras no representa solamente la pérdida de una propiedad, de un objeto. Ellos elaboran verdaderos duelos por sus terruños y se refieren a ellos con expresiones personalizantes como “yo extraño mi tierra y ella me extraña a mí”4. Independientemente de la titulación de tierras el campesino colombiano vive la tierra como suya, no en un sentido de posesión sino en un sentido de identificación: la tierra es una parte de sí. Todo su ciclo de vida y sus rutinas están configuradas alrededor del trabajo agrícola. Esta territorialidad, sin embargo, pasa por la ocupación y por el derecho a la explotación y plantea dinámicas de defensa y de legitimación, lo que implica contemplar la posibilidad de contar con recursos de fuerza disponibles. Esto unido a un conflicto armado donde lo que está en juego es la vida, conduce a que en la lógica de relación entre la figura de autoridad y la población civil se teja una dinámica de gran similitud a la que soporta la “ley de vida” tal y como la caracteriza Michael Foucault (2001) en su curso del año lectivo 1975-1976.

El origen de esta dinámica en los campos colombianos, se remonta a la colonia con la estructura económica de la encomienda, en la que la corona entregaba al invasor una extensión de tierra con su grupo de pobladores que debían pagar un tributo a cambio de “protección, educación y evangelización”. De acuerdo con Guillén (1979), la Encomienda primero, y después la Hacienda5 fueron, durante gran parte de la historia colombiana, las estructuras de asociación de mayor eficacia y predominancia desde el punto de vista de las decisiones políticas, conformando una dinámica de lealtades y clientelas con una promesa de movilidad social visible. Esta estructura se caracterizó por las relaciones de autoritarismo y paternalismo simultáneas, que aludían al parentesco y a la vinculación afectiva en el camino del ascenso social y político, fuertemente signados por la idea del prestigio individual relacionado más con la propiedad y el dominio sobre otros, que con la capacidad de producción y acumulación de riqueza.

Guillén muestra cómo la consolidación de esta institución sólo fue posible en la región centroandina, gracias a que allí se constituyó como una “institución híbrida” que logró un “ajuste simbiótico” entre el individualismo ibérico y el colectivismo aborigen pues en esta región, los encomenderos tuvieron autoridad legal únicamente sobre la persona del cacique, quien conservaba la autoridad en su clan. En aquellas regiones en donde la encomienda no hizo ninguna negociación cultural con los nativos, esta se convirtió en una práctica de explotación, persecución y exterminio sistemáticos, que acabó por desterrarla o extinguirla. Allí, se dieron otras modalidades en la estructura social, que durante el auge da la Hacienda tuvieron mínima incidencia política.

Ya a mediados del siglo XIX, tras la expansión antioqueña, la Hacienda andina se encontrará con esta sociedad mercantil, a la cual no podrá dominar ni incorporar. Esta confluencia engendró un proceso de industrialización que impulsado desde el poder público y fuertemente influido por el capital antioqueño, va a afectar las relaciones sociales productivas mediante la explotación indiscriminada de las bases hacendarias.

Esta nueva circunstancia de un poder político que compra prestigio con dinero y poder económico con títulos de honor a costa de su legitimidad, se perpetúa hasta entrado el siglo XX, cuando el panorama internacional de la guerra fría y la polarización mundial, trae las influencias del pensamiento comunista y socialista, principalmente a los grupos de trabajadores de las empresas extranjeras que habían incursionado con monocultivos, explotación petrolera e industrias y a los trabajadores relacionados con actividades de transporte y actividades costeras. El éxito de estas incursiones influyó para que los proletarios urbanos iniciaran un proyecto socialista, con una estructura ideológica clara y con relativa independencia en las metas de grupo. En el contexto rural el eco de estas formas asociativas, repercute más claramente en los grupos campesinos cuya herencia difiere de las dinámicas típicamente hacendatarias dando lugar a configuraciones tales como las asociaciones campesinas y las guerrillas. Es bien sabido que la respuesta estatal a estas nuevas formas asociativas fue la violencia represiva, lo que reforzó el efecto de deslegitimación política en el país.

Así, si bien una parte importante de los campesinos de Colombia tienen una herencia social en la lógica del autoritarismo paternalista, otros, ancestralmente reconocen el valor de productividad económica del trabajo y de la tierra (eje cafetero), valoran el riesgo, libertad y la independencia individual (noroccidente) y reconocen el valor de la labor artesana (nororiente). Todos no obstante, asistieron a la proletarización de su trabajo, a la represión de sus iniciativas políticas y a las complejas transformaciones violentas del conflicto que se perfilaron como una reproducción perversa de la dinámica autoritaria: en ausencia del poder estatal bajo el poder de las armas, viniere este poder de donde viniere.

En la paralizante degradación del conflicto armado colombiano, la riqueza cultural quedó latente y la dinámica del poder en el país rural se redujo a relaciones de autoritarismo y sumisión bajo la presunción de protección y educación (adoctrinamiento) brindada por un patrón (terrateniente, gamonal, comandante guerrillero o paramilitar). En la lógica de la supervivencia, las relaciones políticas de los campesinos de Colombia se tornaron, si no premodernas -muy similares a las descripciones de Machiavelo en El Príncipe-, sí al menos comparables con la idea del Estado de Seguridad descrito por Kean (1992), quien cita la idea hobbesiana del Estado pacificador de unos individuos naturalmente violentos; “este orden pacífico reforzado por la seguridad estatal se llama Sociedad Civil” (Kean, 1992. p. 59). Como “civil” el campesino espera que la autoridad cumpla con la regulación efectiva de los conflictos, estos fundamentalmente territoriales; reclama también, el respeto y protección de su vida y a cambio vota, tributa y se somete. Sin desconocer las valerosas iniciativas de resistencia civil pacífica que han creado formas novedosas de participación política en medio de la guerra, es posible afirmar que quienes se desplazan, especialmente en la modalidad “gota a gota” que constituyen la mayoría de los inmigrantes desarraigados, tienen este perfil político manifiesto. Ellos, lejos de la ingenuidad, hacen política cuando están al tanto de quién tiene el poder de proteger, dar o quitar la vida y quién posee los bienes para la subsistencia, con el fin de pactar su relación.

En esta visión de lo político son comprensibles sin escándalo moral la venta del voto o la participación en manifestaciones políticas, de una forma festiva y desprevenida más que con claridad de objetivos programáticos. Estos instrumentos no son significativos para ellos desde el punto de vista político.

Esta idea se complementa con la afirmación de que en el mundo campesino, el mundo de la vida está separado de la política. Si bien lo político garantiza el curso “natural” de este mundo, lo político no interfiere las dinámicas del espacio privado, que se basa en los roles y valores tradicionales. Cuando lo político marcha el campesino subsiste: es un padre firme, responsable, protector y proveedor, un hijo obediente y colaborador, una madre cuidadora, abnegada y paciente; es un hombre hábil, fuerte, una mujer delicada y aguantadora a la vez; es una persona digna en el sentido del orgullo por lo que sabe y lo que puede obtener y conservar sin dañar a otros, digna en el sentido de ganar el respeto y consideración de los otros; Pero la política no les enseña cómo hacerlo ni vigila el espacio privado6.

Es preciso reconocer al mismo tiempo que algunos campesinos son también sobrevivientes de las iniciativas organizativas que surgieron tras el encuentro político con la izquierda y con la iglesia católica inscrita en la teología de la liberación, y que otros, en ausencia del Estado regulador, han hecho parte de formas de participación civil, basadas en la solidaridad y la cooperación. Estos hombres y mujeres, buscan espacios de participación política al llegar a las ciudades y consolidan liderazgos de reconocida importancia en la reconstrucción del tejido social. Aquí, más que adoptar nuevas formas, las han construido y estas nuevas construcciones tampoco corresponden uno a uno con la idea de ciudadano sujeto de derechos.

¿Cuál es entonces esa idea de ciudadanía? ¿Cuál es la oferta identitaria y participativa de los espacios receptores, desde el punto de vista político?

Antes de iniciar un ejercicio de reconocimiento de este concepto, es preciso aclarar que los recién llegados se encuentran con dinámicas políticas urbanas en las que participan los miembros de las comunidades barriales, que no coinciden con la oferta institucional de la que se ha hablado hasta el momento. Gutiérrez Sanín (1998) hace una magistral caracterización de estas dinámicas7 y describe las dificultades de las nuevas propuestas ciudadanas hechas a partir de la constitución de 1991, para contrarrestar el robusto panorama paradójico y pesimista dinamizado en las redes clientelistas y por un sesgo estructural e institucional que favorece a los defeccionadores. El papel de este escenario en el encuentro de racionalidades políticas tendrá que ser analizado a fondo en futuros trabajos, pues su fortaleza cultural -que contrasta con la debilidad del discurso institucionalunida a la lucha por la supervivencia de una población precariamente atendida y asentada en la periferia marginal de la ciudad donde persiste el conflicto armado, se convierte en el mayor riesgo de reproducción sistemática de las formas tradicionales de participación. La conceptualización siguiente coincide más con las recientes propuestas de ciudadanía que con el panorama cotidiano del quehacer político.

El concepto de ciudadanía ha sido el receptáculo semántico del sujeto político de la modernidad. Hoy, en medio de la crisis ya proclamada de esta era, su discusión cobra sentido. Los abordajes buscan aportar alternativas equilibradoras o mediadoras, que aunque poco apreciadas por algunos (Muguerza, 2000), señalan la urgencia de pensar para el quehacer político, un sujeto político. Si bien aquí no es posible hacer una reconstrucción exhaustiva de la historia del concepto, es posible adelantar una primera revisión de las propuestas tradicionales y de alguna producción contemporánea relevante.

Este acercamiento parte de trabajos que se han dado a la tarea de reconstruir la tradición (Sarmiento, 2003; Baca, 1996). También recoge los aportes de otros autores que con mayor profundidad de análisis, abordan el concepto en relación con otras categorías como clase social (Marshall, 1950), subjetividad y emancipación (Santos, 1994), individuo y comunidad (Doménech, 2000 y Muguerza, 2000) y civilización (Cohn, 2003 y Araujo, 2003).

Intentar un diálogo entre estas disertaciones, supone elegir una clave conceptual o unos ejes de articulación. Dichos ejes, en el caso de este trabajo, han de permitir responder a la pregunta por las implicaciones de la “propuesta” –o mejor, la “imposición”– de la categoría de ciudadano a potenciales nuevos actores políticos, en este caso a personas en situación de desplazamiento: ¿qué supone reconocerse como ciudadano sujeto de derechos?, ¿hay una sola propuesta o hay una idea hegemónica?, de haber una hegemónica ¿cuáles son las alternativas y qué implican?

En la literatura revisada aparecen al menos tres dimensiones para las cuales las concepciones de ciudadanía tienen una prescripción: la subjetividad, la intersubjetividad, el estilo de vida y la institucionalidad.

Las propuestas de ciudadanía traen consigo la idea de una particular subjetividad. Las primeras características que parecen ser inherentes a la nominación misma de subjetividad, son la conciencia y la voluntad; de estos supuestos se desprende la autonomía como atributo deseable del ciudadano.

No obstante, sobre esta primera idea se presentan matices en las diferentes corrientes de pensamiento. Cohn (2003) cita dos corrientes divergentes sobre el tema de la civilidad que par-ten de nociones de sujeto distintas; así, por una parte, están quienes ponen el acento en el “interés” y en consecuencia reconocen a la persona como un elector racional que decide sobre una serie de opciones o preferencias, de tal suerte que la política trataría del cómo articular preferencias, y por lo tanto se encargaría de la organización eficiente y de la administración de los hombres, generalmente por la vía de los derechos. La perspectiva que el autor contrapone, tiene como base una comprensión de la política como el ejercicio de virtudes cívicas, en la cual más que administración de preferencias hay deliberación y formación de la voluntad política. Lo que el autor llama virtudes cívicas, puede ser expresado en su definición de civilidad, a saber, “el juego de gestos de renuncia consciente por parte del individuo, de su capacidad consciente de renunciar a ciertos actos en nombre del respeto a la dignidad del otro y, por otro lado la propia manifestación de la individualidad, la individuación.” (Cohn, 2003, p. 16).

En la revisión de Sarmiento (2003), es posible ver cómo buena parte de la tradición liberal en sus miradas más opuestas, parece acogerse a la primera perspectiva: desde el anarquismo reaccionario de Robert Nozick, hasta el igualitarismo constitucional de Rawls. El acento en las virtudes, parece estar más del lado de los abordajes del republicanismo, pues tanto Michael Wasler (citado por Sarmiento, 2003) como Antonio Doménech (2000) ubican la esencia del quehacer político en la relación de conciudadanía que tiene como prerrequisito las virtudes, con un claro tono moral. En el caso de Wesler, con el cultivo de la argumentación ética y la experiencia moral y en el caso de Doménech con el ejercicio del autogobierno personal.

El marxismo analítico, expuesto por Sarmiento (2003) y representado por Gerald Cohen, parece representar una combinación de las dos corrientes, pues con su concepción motivacional, trabaja la idea del elector racional, pero considera insuficiente la vía constitucional en el quehacer político, proponiendo el cultivo de actitudes personales coherentes con los valores socialistas de igualdad y justicia distributiva.

Esta tensión entre organización ciudadana y conducta ciudadana, expuesta por Cohn (2003), está lejos de ser resuelta. Este autor aventura una propuesta, planteando la noción de “responsabilidad” como eje articulador, lo que no es nada distinto de la civilidad ya citada.

Otros autores describen en sus análisis tensiones similares y proponen abordajes articuladores y equilibradores entre los polos de la tensión en cuestión.

En el caso de Santos (1994), se considera que una tensión permanente entre emancipación y regulación ha cruzado el problema de la ciudadanía en la era moderna, dicha tensión se ha intentado resolver, hasta ahora, a favor de la regulación; su propuesta es que sea el horizonte de la emancipación el que permita hacer frente a esta tensión; Así, la ciudadanía que hasta ahora había sido el escenario de la articulación entre el Estado (como figura paradigmática de la subjetividad colectiva) y el individuo autónomo, ha de entenderse en su relación con una idea de subjetividad más amplia “que envuelve las ideas de flexibilidad y responsabilidad personales, la materialidad de un cuerpo (real o ficticio) y las particularidades potencialmente infinitas que confieren cuño propio a la personalidad”.8

En un movimiento similar entre el control-regulación y la individualidad (ahora como conducta), Araujo (2003) recurre a una reconstrucción de carácter histórico, para plantear una interdependencia entre los dos vectores de la civilización: por una parte la especialización y tecnificación expresada en la institucionalidad y el control externo, y por otra la individualización de la vida social, expresada en el autocontrol de la conducta. No hay un planteamiento explícito de la subjetividad en el tema de la especialización, mientras que en la individualización, el elemento central es el autocontrol y, como consecuencia, la definición cada vez más nítida de un yo interior unívoco, enfrentado al mundo exterior. Estos se proponen como condicionantes psíquicos y a la vez, adaptaciones del y al control externo de la violencia; he aquí el elemento articulador entre individuo e institucionalidad y el cimiento de una idea hegemónica de ciudadanía, que está en la base de la burocratización de la política.

El autor propone, más que un control adaptativo de la conducta, un control moral de la personalidad, basado en racionalidad moral, que combina lo emocional con lo racional en una suerte de continuidad y estabilidad del compromiso afectivo, nutrido por un afianzamiento de la argumentación, la reflexión y la deliberación racional y moral.

En cuanto a la intersubjetividad, que se entenderá aquí como lo referido a la relación con otro y los aspectos sociales propiamente dichos, es preciso ver que en las concepciones de ciudadanía se trascienden las relaciones de familia, de clan, de tribu y de clase, signadas por los roles y las jerarquías y se propone una relación entre iguales. En este sentido, la ciudadanía adquiere un carácter homogenizador, en la medida en que propone, al menos en la abstracción, una igualdad para la participación en las decisiones de la colectividad.

Cohn (2003), hace referencia a dos paradigmas que analizan las relaciones entre individuos y pueblos en el mundo civilizado. El primero se centra en la oposición entre separación y vínculo y el segundo, se concentra en la oposición entre guerra y paz.

Estos paradigmas se originan respectivamente en las dos concepciones ya citadas de política expuestas por Cohn; así, el primer paradigma coloca al interés como pieza clave en la separación y, en una dinámica paradójica, lo interpone entre las personas, vinculándolas y separándolas a la vez. El segundo paradigma, nace en la idea de política como proceso continuo y nunca acabado de construcción conjunta del espacio público, digno de ser vivido; ésta es la perspectiva de la civilidad, que no piensa la política en términos de vínculos, sino en términos de construcción del mundo de forma conjunta.

En este sentido, su propuesta de la responsabilidad, se opone a “indiferencia” y especialmente a lo que el autor llama “indiferencia estructural”, a cuya manifestación prototípica asistimos hoy, cuando los poderosos (especialmente los agentes económicos) actúan de forma aplastante, desconociendo el alcance y el efecto de su poderío.

Por lo tanto, la responsabilidad aquí, más que rendición de cuentas (accountability), sugiere un rompimiento con la indiferencia estructural, partiendo del reconocimiento mutuo de los interlocutores, como representantes de la humanidad.

En relación con tales paradigmas, podemos hacer el análisis de las concepciones revisadas por Sarmiento (2003) y las revisadas en esta ocasión. Así, del lado del énfasis en el vínculo, se encuentra el contractualismo y la mediación estatal, mínima o relativa, de la tradición liberal, y la propuesta redistributiva y universalizante de Nancy Fraser (citada por Sarmiento, 2003). Así mismo, la perspectiva de Marshall (Marshall y Bottomore, 1950-1998), de acuerdo con la cual la ciudadanía está compuesta por derechos civiles, políticos y sociales, haría énfasis en este punto. Los representantes del republicanismo y el marxismo analítico, parecerían estar más del lado de la construcción conjunta.

Respecto del planteamiento de Araujo (2003) sobre la interdependencia entre la especialización y la individualización, la intersubjetividad se convierte en el juego de la coordinación de acciones especializadas y la actividad política se transforma en un ente administrador de conductas compartimentadas, constituyendo un aparato diferenciado entre técnico administrativo y militar. El autor contrapone esta tendencia a la visión republicana de la comunidad política que se concibe como centro moral y como un conjunto de prácticas, diferente de una actividad especializada, que implica un conocimiento más moral que técnico.

El autor presenta tres versiones; la primera es la versión aristocrática para la cual la comunidad debe estar conformada por “hombres prudentes”, “nobles” o “patricios”. Para la aristocracia de los siglos XXVIII y XIX, el ciudadano es el hombre que cultiva el comercio y las artes y que se constituye como la clase mediadora entre la plebe y la autoridad política, que controla la calidad moral del conjunto de la sociedad, al tiempo que garantiza que no haya despotismo en el gobierno.

La segunda es la versión democrática-plebeya que renace con la acceso de la burguesía al poder; en la modernidad, esta propuesta basa su idea de ciudadanía en una disposición moral universalista y se sirve de la idea iusnaturalista de los derechos.

Una tercera versión, la “constitución mixta”, hace contraste con las dos primeras, conservando la idea de estatus social pero promoviendo una apertura política (extensión de la ciudadanía) a grupos no aristocráticos. Esta versión se materializó en países de la Europa occidental del siglo XIX, en los años previos a las guerras nacionales. Para Araujo (2003), en esta variante moderna de comunidad no se da la convivencia entre clases propia de la propuesta republicana clásica.

Como se puede leer en la propuesta de intersubjetividad, aquí la idea de la interacción corresponde a la relación comunitaria en el sentido más clásico: la deliberación de hombres libres e iguales.

Para hacer referencia al estilo de vida, es preciso decir que la forma como vive y convive el ciudadano es un tema recurrente en las reflexiones sobre el tema. Si bien no constituye una noción central o discutida explícitamente, la alusión permanente a los parámetros de una vida digna de ser vivida, la consideración de los derechos sociales como parte de la ciudadanía y la prescripción de mane-ras, hábitos y gestos del buen ciudadano, muestran la inclusión de la cotidianidad en la idea de ciudadanía.

Habría dos formas de acercarse a la propuesta ciudadana en este sentido: por una parte, la estética de la ciudadanía y la dignidad del ciudadano.

Respecto del primer acercamiento, los autores que se aproximan a la reflexión por la vía de la civilización o de la civilidad (Cohn, 2003 y Araujo, 2003) aluden inevitablemente a “Las buenas maneras”, a la sensibilidad moral y el tacto político.

Cohn se refiere al concepto de civilidad como “un modo específico de actuar” caracterizado por la “dialéctica del tacto” (Adorno, citado por Cohn, 2003); y concluye que se trata de una forma social de la sensibilidad.

Por su parte Araujo, señala como la virtud ciudadana por excelencia la sensibilidad moral a la que, citando a Hume, concibe como “pasión calma”, susceptible de pulirse y refinarse, afectando positivamente la propia pacificación y el progreso material.

En cuanto al segundo acercamiento, las propuestas más tecnocráticas, como las que exhiben una perspectiva de derechos, utilizan expresiones como: “derecho a (...) vivir la vida de un ser civilizado conforme a los parámetros sociales” (Sarmiento, 2003; a propósito de los derechos sociales), o la consideración de las “necesidades objetivas” como parte de los bienes primarios que constituyen un dimensión de la ciudadanía (John Rawls, citado por Sarmiento, 2003).

Aún más allá, desde Locke y Rousseau, pasando por Max Weber, hasta concepciones del republicanismo no democrático, hay afirmaciones respecto de las posesiones como habilitadoras o no del ejercicio de la ciudadanía. Hasta tal punto las condiciones de vida influyeron en la definición de la ciudadanía, que en la necesidad histórica de ampliar el ámbito de la participación, los derechos aparecen como una suerte de “posesión simbólica natural” que da dignidad y autoestima a los desposeídos.

Respecto de la idea de institucionalidad, los textos revisados aportan argumentos y propuestas respecto de cómo debe ser la relación del ciudadano con su unidad política de referencia. Este no es el lugar para la amplia reflexión sobre conceptos como el de Estado, nación, institución, comunidad, universo, cosmos, y de cómo la ciudadanía ha transmutado su referente en una suerte de “ires y venires”, simultáneos y complejos. No hay un movimiento lineal o evolutivo de la ampliación de la unidad de referencia, que comience en la familia o la tribu y termine en una visión cosmopolita. La identidad política está hoy, más que nunca, en un escenario complejo de múltiples referentes. Lo que sí se puede decir de la mano de varios de los autores leídos (Santos, 1994; Cohn, 2003; Araujo, 2003; Doménech, 2000) es que la realización más cercana al ideal de la concepción hegemónica de la ciudadanía moderna, se dio en el apogeo de los Estados nacionales de la pos-guerra a finales del siglo XIX y principios del XX. En opinión de Araujo, la interdependencia entre ciudadanía, guerra y clase social, dio lugar a este fenómeno. Para Cohn, la circunstancia de transición de la parametrización tradicional de la vida social y la emancipación del individuo (hacia la autonomía individual), constituyeron sus verdaderas condiciones de posibilidad.

Si fue lo uno o fue lo otro, no nos ocupa aquí; el mensaje en términos de la propuesta ciudadana, parece estar entre la ambigüedad y el equilibrismo: ser ciudadano puede suponer acogerse al mismo tiempo a “...un Estado que encarna los términos de la convivencia entre clases y le presta una identidad nacional, y a la subcomunidad que le presta una identidad de clase” (Araujo, 2003, p. 35). La idea que propone Nancy Fraser, es del mismo corte: la ciudadanía ha de ser universal; las reivindicaciones de clase, género, etnia u orientación sexual deben reconocerse como tales, pero ser vinculadas institucionalmente, en términos más económicos y políticos que culturales. Así mismo, la salida de Marshall -que ha resultado salomónica para las entidades defensoras de Derechos Humanos- es que frente a la tensión entre la lucha de clases y la ciudadanía homogenizante, esta última sea entendida según la ya mencionada forma tridimensional de los derechos civiles, políticos y sociales.

Vivimos en un mundo en el que se diluyen las fronteras nacionales y que se comporta como un sistema integrado; un mundo en el que se hace palpable la universalización de los derechos y, en el nombre de estos, se ve el nacimiento de reivindicaciones tan particulares que ya no se resuelven con la formulación de más derechos universales. Además, en el mismo sentido paradójico, asistimos al colmo de la individualización de la vida social. Este mundo ya no puede anclar su ideal de sujeto político en el concepto hegemónico de “ciudadanía”. Sin duda aquí se exponen también miradas alternativas: entre la emancipación de Santos, la responsabilidad de Cohn, el pulimento de la sensibilidad moral del individuo de Araujo y el republicanismo democrático de Doménech, encuentro un énfasis en la reinvención de la subjetividad y su puesta en juego es la reacción más inmediata. Estas salidas parecen implicar un proyecto entre educativo, persuasivo y terapéutico. La esperanza parece estar ya no en las estructuras del gran aparato político y militar, sino en el alma humana y en las relaciones directas entre las personas: la voluntad, la moral, la razón, la comunidad y el tacto “ciudadanos”.

Se ha presentado hasta el momento un primer esbozo de un sujeto político que entra a la escena urbana, con una serie de potencialidades de enorme valor y complejidad, con una historia reciente de lo público empobrecida por la guerra y sumada a una vivencia inmediatamente anterior marcada por la violencia directa y el desarraigo. Se ha también dibujado lo que podría ser un panorama del discurso del deber ser, con el que los nuevos actores políticos se habrán de encontrar. Ahora la pregunta es por los futuros posibles de lo político en este panorama y en este caso en particular, por el papel de la psicología en su construcción, todo esto, en el camino del acompañamiento psicosocial.

La situación de desplazamiento desarticula toda la lógica de vida del campesino y lo lanza a otras dinámicas: las dinámicas urbanas. La conflictividad en el barrio, incluso la que deviene en violencia política, se presenta distinta. El expendio de drogas, la participación de la juventud en pandillas, la llamada “piratería urbana” en asuntos de comercialización de lotes y vivienda (Pérez, 2002). Por primera vez sufren la intromisión de organizaciones estatales o no gubernamentales en los asuntos familiares9, planteando problemáticas para cuyo afrontamiento resultan insuficientes los principios de potestad paterna y propiedad territorial por ley o por ocupación productiva. De repente, se ven invadidos por un listado monumental de “derechos” en los talleres de las ONG e instituciones gubernamentales como la Red de Solidaridad Social -hoy Acción Social-, la Personería y la Defensoría del Pueblo; así, los recién llegados intentan hacerse al andamiaje jurídico o a unos criterios nuevos de legitimidad para reclamar respeto y asistencia. Pronto encuentran el dedo índice de la justicia señalándolos de violadores de los derechos del niño y de la mujer, y, supuestamente, con el mismo derecho de señalar a sus agresores como violadores de sus derechos como ciudadano y como habitante del universo (dimensiones que hasta ahora les eran desconocidas).

Lo que puede esperarse frente a la radicalidad de la crisis por la que atraviesan las personas en situación de desplazamiento, es una reconfiguración de la subjetividad y de las formas de convivencia, y esto es un proceso que se puede acompañar. Al mismo tiempo, reconocer que el desplazamiento tiene un origen político, sitúa en lo político buena parte de un abordaje que supere el asistencialismo en emergencia y, en la misma línea, no se ve otro horizonte en el camino de la recuperación, que no sea el mismo marco de los derechos, en el que los recién llegados han encontrado también un estatus digno y un nuevo lugar de identidad alternativo al rótulo de “desplazado”.

No obstante, imponer, merced a la vulnerabilidad característica de la emergencia, la propia racionalidad política, puede resultar simplemente inútil o puede reproducir la destructora relación de sometimiento que originó el desplazamiento. Es evidente que el corolario de todo esto no puede ser la promoción de formas de participación política desde la racionalidad campesina que se ha caracterizado en este texto; no sólo porque resulta anacrónica e insuficiente, sino porque el gamonalismo y las FARC nos han mostrado su efecto destructivo. Pero, si como ya se expuso, no es la idea de ciudadanía la que convoca al desterrado ¿Cuál es el camino?

La reflexión política contemporánea y algunas corrientes de la psicología, ofrecen herramientas de gran utilidad para pensar horizontes de actuación en el sentido señalado.

En cuanto a la primera, aquellos planteamientos que pueden considerarse dentro del pensamiento complejo, resultan compatibles con la idea del surgimiento de nuevos actores políticos en la escena urbana, derivados del panorama de desplazamiento forzado. Esta nueva escena exhibe una complejidad creciente en el sentido propuesto por Danilo Zolo (1992), dado el elevado número de variables en juego, la inmensa interdependencia entre ellas, la cambiante y turbulenta dinámica del conflicto armado en Colombia y la conciencia por parte de los actores involucrados de la situación de incertidumbre en la que se toman las decisiones.

Como primera medida, aparece en estos planteamientos “la urgencia y la necesidad tanto de re-pensar la política y lo político como de realizarla efectivamente” (Maldonado, 2002, p. 76). El mundo contemporáneo pone de manifiesto unas dinámicas de las que no puede dar cuenta la concepción de política del mundo moderno. Si se trata de la sociedad del conocimiento (Maldonado, 2002), de la era de la información (Castells, 1998), de la biopolítica y el biopoder (Foucault, 1976, Hardt & Negri, 2000) o de la desintegración de sistema-mundo (Wallerstein, 1995), lo cierto es que ya no se puede pensar en la idea de Estado (ya sea sustentado en la de nación o en la de gobierno) como poder central, o en últimas, como concepto central de la política y de lo político.

Ejercicios reflexivos en el sentido de resignificar el concepto de política convergen en no limitar su referente al sistema de toma de decisiones gobernativas y de relaciones de poder referidas a una instancia central. Una de las esferas a las que algunos autores comienzan por incluir en su referente de acción política, es la de las relaciones directas entre las personas, en movimientos de deliberación y acción conjunta, como es el caso de la propuesta de Hannah Arendt (1997). La filósofa denuncia los efectos del rumbo que el sentido de la política ha tomado desde la edad media, en el cual la dominación es la característica imperante. Rescata la forma griega de la polis como paradigma de lo político, como el espacio por excelencia del ejercicio de la libertad, en el sentido de igualdad de palabra. Lo político en su sentido más estricto no tendría que ver con el gobierno de la vida nuda, con la administración de recursos y comportamientos en aras de la producción, sino con la acción creativa, generadora del cambio que se produce en la interacción de lo diverso en el encuentro público.

La ganancia de esta resignificación para avanzar en el problema del surgimiento de nuevos actores políticos, radica en desplazar la mirada de la política de los espacios institucionales, del acto gubernamental, de la administración de la producción y de la figura estatal, hacia la dinámica relacional entre diversos en condiciones de igualdad.

Otro ejercicio de resignificación es el que adelanta Crick (1962-2001) en sus ensayos publicados bajo el titulo “En Defensa de la Política”. Este autor define la política, tal y como lo hace Arendt, por su sentido, más que por su finalidad. Se encuentra también con la autora en la definición de las formas contemporáneas de gobierno como formas predominantemente totalitarias y por lo tanto no políticas. El sentido de la política para Crick, está en las acciones públicas de los hombres libres, es decir, en la disputa de intereses rivales en un foro público, en el que hay garantías de acercamiento mutuo, seguridad y acceso a medios de expresión, en condiciones de igualdad. Si bien el énfasis de este planteamiento no está en la finalidad, hace alusión genérica al mantenimiento del orden dentro de una unidad territorial dada de manera convencional o arbitraria. Para la creación y el cambio o para la convivencia y el orden razonables, Arendt y Crick coinciden en un movimiento deliberatorio en condiciones de diversidad e igualdad de palabra simultáneas. Pero Crick aclara que: “La política, igual que Anteo en el mito griego, tiene el don de permanecer joven, fuerte y dinámica siempre y cuando mantenga los pies bien plantados en el suelo de su madre, la Tierra” (p. 15).

La limitación de la postura de Hannah Arendt consiste en separar el mundo de la vida, es decir la cotidianidad, del devenir político y proclamar la liberación de las necesidades humanas como precondición para su ejercicio; ella lo llama “liberación prepolítica” y consiste en resolver el problema de la subsistencia y de la satisfacción de placeres mundanos, para acceder como ciudadano al intercambio del ágora. Una afirmación así, deja fuera del juego político a buena parte de los nuevos actores sociales que han demostrado una participación significativa en el mundo político contemporáneo, como es el caso de los nuevos movimientos sociales. Pareciera que Crick en cambio, considerara que la diversidad se refiere a algo más allá de la opinión argumentada y que nace en el seno de los estilos de vida y es también interés y tradición en el sentido más literal de estas palabras. Sin embargo la separación entre lo público y lo privado persiste en este autor y parece aun más adecuado enfocar la mirada en concepciones que reconocen el papel de la vida nuda en la forma como constituimos y negociamos las formas de convivencia.

Sin duda Michael Foucault en su curso Defender la Sociedad (Foucault, 2001), da las últimas puntadas a una perspectiva del ejercicio del poder (que parece más del ejercicio del gobierno) que devela, a través del concepto de biopolítica (que puede entenderse mejor como biopoder) y la diferenciación entre soberanía y gubernamentalidad10, las formas en que este biopoder aparece en el mundo de lo privado. Lo que Arendt denuncia como un error histórico, a saber politizar la vida nuda, Foucault lo muestra como un hecho no menos indignante o problemático que las formas políticas de la Grecia antigua. La política entra en nuestras casas, en nuestros bolsillos, en nuestras venas. Además, La biopolítica cambia la fisonomía del poder, que ya no se ejerce de manera vertical y directa, sino distribuida y sutil.

Pero aun más interesante en la propuesta del autor, es que además de distribuirse, el poder ha develado sus múltiples finalidades y sus multiples direccionalidades; y paralela a la sutileza del gobierno sobre las poblaciones, está la influencia de las poblaciones en el gobierno. Desde todos los ámbitos en donde era evidente una asimetría del dominio, ahora podemos ver el poder en al menos dos direcciones. Así se reconocen las formas de fina tiranía del hijo sobre los padres, del alumno frente al maestro, del trabajador frente al empleador. Esta influencia que altera el ejercicio del poder dominante, ha sido llamada por Foucault, resistencia.

Desde entonces, la resistencia no es sólo, a la manera hobessiana, la amenaza de los hombres que habiendo delegado de manera contractual sus voluntades a un soberano, amenazan con recuperarlas si este no cumple con su parte, a saber la protección de la vida y la regulación de los asuntos humanos; no es tampoco como en el caso de la revolución del proletariado, la inversión de la posición de las fichas en el juego de la dominación. La resistencia es parte constitutiva de las relaciones de poder, no es una oposición clara o implícita que se resuelve con el monopolio legítimo de la fuerza, ni una dialéctica negociable. Es una provocación permanente (Foucault, 1979); son movimientos efectivos de la voluntad que afectan las estructuras dominantes. Tanto el ejercicio del poder dominante como las resistencias son transversales, en el sentido de permear la subjetividad, habitar en la cotidianidad y presentarse en lo público.

En la reflexión contemporánea, Foucault, junto con otros autores (Axelrod, 1996; Santos, 2003; Maldonado, 2002; Hard & Negri, 2005) contemplarán un ejercicio del “poder político” de abajo hacia arriba y si bien considerarán la figura del Estado como un actor en la escena política, ya no la considerará la figura central.

Este elemento resulta clave para pensar en la emergencia de nuevos actores políticos, pues muchos de ellos no hacen parte de las élites de gobierno, ni son su base. Hacen política al margen de estas. Un ejemplo paradigmático en nuestro país lo constituyen las Comunidades de Paz, cuya razón de ser no está atada a demandas hacia un gobierno central o hacia las élites para influir en las decisiones de gobierno; estas comunidades se han dado incluso el lujo de rechazar la relación con ese poder central en algunos aspectos; en palabras de uno de sus furibundos detractores (Clavijo, 2005), estas comunidades “destierran al Estado”11.

La limitación que -para esta reflexión- presentan los planteamientos de Foucault, es la perspectiva del ejercicio del poder como algo nefasto y cuya única alternativa, la resistencia, está en una ineludible interdependencia con el ejercicio de la dominación. Si bien se avanza en la comprensión del poder como relación de fuerzas, la idea de un poder que siempre se ejerce sobre otros o como respuesta a una fuerza ejercida por otros, impide imaginar el juego de fuerzas como una conjugación y el poder como una potencia resultante que no siempre somete a un otro.

Carlos Eduardo Maldonado (2002), expone una mirada ampliada de la biopolítica en la que “la importancia de la política consiste en la comprensión de la vida misma en su multiplicidad de facetas y dimensiones, con sus entrecruzamientos e influencias diversas y recíprocas, (...)” (p. 75). Tal perspectiva resulta apropiada para avanzar en la comprensión del surgimiento de nuevos actores políticos, en la medida en que trascienden las propuestas de la participación política de abajo hacia arriba que se limitan en unos casos, a la acción revolucionaria por la vía armada y en otros, a la presión pacífica y la interlocución con las instancias de decisión pública. La política como vida, como acción, recoge los avances de las reconceptualizaciones ya citadas, al tiempo que reconoce el lugar de la cotidianidad y del poder –para la vida y no sobre la vida– en la política.

Además, esta perspectiva considera el pluralismo como característico de la civilidad, entendido aquel como afirmación de la diversidad con la posibilidad del conflicto (siempre que no sea violento). Ésta, junto con otras miradas inscritas en el pensamiento complejo (Zolo, 1994 y Axelrod, 2004), consideran que lo político atraviesa el mundo de la vida y contemplan la emergencia de nuevos actores en una dinámica creciente, una acelerada diferenciación y una permanente retroalimentación protagonizada por cualquier actor que “reconoce su propio destino” y “asume su realización”.

Esta perspectiva, además de proporcionar un marco de referencia de la acción política, aporta formas concretas de análisis político que pueden ponerse al servicio de los nuevos actores. Es el caso de la teoría de la cooperación de Axelrod (2004), que brinda una herramienta de simulación compleja y rigurosa con altos niveles de anticipación. Axelrod (2004) en su teoría, sostiene que la cooperación máxima se logra con altos niveles de cohesión social (operacionalizada en frecuencia de interacciones), un amplio umbral de futuro (en la figura de un “parámetro de actualización”) y la ausencia de un poder central, además de otras características de la interacción misma; se podría añadir que en el curso del juego político, la creación de confianza entre los actores involucrados es fundamental para que dicha cooperación sea la característica reinante. Lo interesante aquí, es que para una mirada que concibe el éxito político en el cuidado y la creación de la vida cualificada en vez de en la consecución del poder sobre otros, la cooperación proporciona la generación del mayor valor posible.

El alma y la acción humanas parecen ser en las propuestas contemporáneas el blanco de la intervención para concebir un nuevo orden político, en la medida en que el sujeto político, en la figura del ciudadano o del civil, se entroniza como la esperanza de una política que supere la barbarie del totalitarismo moderno. El planteamiento de este texto supone que la renovada noción de la política que se ha ensayado líneas atrás, es su condición de posibilidad. Este panorama evidencia un papel clave de la psicología en esta empresa. Como se trata de pensar a las personas en situación de desplazamiento forzado como una nueva fuerza política en el escenario urbano, y el papel del acompañamiento psicosocial en este contexto, lo que sigue es esbozar el papel político del acompañamiento psicosocial, también desde una perspectiva compleja.

Son dos las formas que podrían reconocerse como posibilidades políticas del acompañamiento psicosocial: Una, asistir a la reconfiguración de la subjetividad de la persona y otra, la apertura de espacios de diálogo de saberes, espacios para el discernimiento, para el encuentro entre iguales y para la acción.

En la concepción del poder como fuerza, Foucault considera que el primer espacio de su ejercicio es gobernarse a sí mismo; en palabras de una foucaultiana:

Esta práctica de los sujetos sobre sí mismos, este diálogo permanente entre las partes que lo constituyen; la forma en que se relacionan con las reglas y valores propuestos socialmente; la manera en que se someten a un principio de conducta, que obedecen o se resisten a una prescripción o prohibición; las modalidades en que el sujeto da forma a cierta parte de sí como materia prima de su conducta moral; las zonas de su interioridad que problematiza por encima de otras y que trabaja sobre ella sin descanso constituyen las técnicas de sí mismo tendientes a la elaboración de la subjetividad. (García, 2001)

Estas técnicas tienen la facultad, tanto del autosometimiento como de la autotransformación en una dirección que no es azarosa, que plantea un cierto estado de perfección, o de felicidad, o de pureza, o de gracia. En este diálogo interno está también la potencia de resistir las estructuras dominantes y redireccionar el destino trazado por éstas, en ejercicios de libertad. Pero este no es un asunto que se quede en la subjetividad, trasciende siguiendo la ruta de transversalidad y tiene efectos en lo público.

La Psicología puede acompañar este diálogo interno, especialmente frente a experiencias críticas que de presente implican reconfiguración. Del cómo hacerlo, ya hay pistas planteadas por psicólogos de corrientes alternativas que proponen en el encuentro conversacional, dinámicas que escapan intencionalmente a la reproducción del poder dominante y que reconocen su carácter político.

La perspectiva narrativa, que se reconoce como construccionista social, propone formas de la conversación privada y grupal que se acercan a través de un lenguaje externalizador y de preguntas deconstructivas, a dinámicas psicosociales “liberadoras”

Sin duda, las psicologías y las psicoterapias tienen un rol significativo en la reproducción de la cultura dominante. Y, en gran medida esto es perfectamente comprensible. Es imposible que arribemos a una perspectiva exterior a la cultura y, por lo tanto, fuera del lenguaje y de los modos de vida conocidos que nos permita criticar nuestra cultura. Este hecho no nos condena sin embargo, a reproducir ciegamente la cultura, sin ninguna esperanza de rechazar u objetar aquellos aspectos que vivimos como problemáticos. No nos restringe al rol de cómplices del sistema moderno de poder… de hecho, pienso que debemos asegurarnos de no serlo. (White, 2001, p. 23)

La Psicología Cultural, propuesta por Jerome Bruner (1995), reconoce la vida cotidiana como escenario de construcción de realidades sociales y por lo tanto su lenguaje (el de la cotidianidad), es decir la narrativa, como vehículo privilegiado de la significación y la creación de sentido. En este planteamiento la praxis cobra gran importancia en la medida en que realiza en lo social la forma como las personas significan el mundo. Finalmente, en Bruner (1995), la potencia de la imaginación en la constitución de “mundos posibles” sitúa en el sujeto que significa e interactúa, el poder del cambio social.

Sin ir más lejos, la práctica autodenominada Psicología de la Liberación (Martín-Baró, 1990), propone una forma de situarse frente al trauma psicosocial, que combate ese movimiento simultáneo entre la individualización y la generalización de las experiencias tendiente a invisibilizar el espacio político para la acción de cambio.

Estas iniciativas, aportan la base para la apertura de espacios de interacción que tendrían, en el sentido de Crick y Arendt, un carácter político. El lugar que le dan al lenguaje como escenario de construcción de realidades y a la acción-relación humana como generadora de cambio social, ofrecen la base teórico-práctica para acompañar conversaciones “creativas”, en las que, como en el caso del ágora añorada por Arendt y Crick, se de el intercambio de perspectivas/experiencias en igualdad de condiciones, en el sentido de libertad de palabra; es un espacio para el discernimiento de la realidad, a través del conocimiento de todas las perspectivas posibles; así es tanto un espacio para el habla como para la escucha. Según Arendt, allí se genera poder, poder para la acción que, a diferencia de la producción, consiste en la potencia de cambio y comienzo.

Es preciso recordar, como ya se señaló, que este ejercicio no ha de requerir la “liberación prepolítica”. Más de una concepción hoy en día (Max Neef, Elizalde & Hopenhayn 1986 y Sen, 2002) ha dado al traste con la jerarquización de las necesidades humanas, según la cual, no se puede satisfacer el alma, sin satisfacer primero al cuerpo. Las personas sorprendentemente se ofrecen a la disertación y al pensamiento, pese a su condición de pobreza; no es una regla general, pero basta el interés y el “sentido político” para que las personas participen de manera activa en la vida pública pese a sorprendentes situaciones de carencia y privación. Huelga decir que esto no desmiente la evidente realidad de que un trabajo psicosocial sin anclaje económico no prospera; pero deja claro que en sí mismo tiene mucho sentido y permite pensar que lo político no depende de lo económico, como ha supuesto el pensamiento moderno, y al contrario, es una de las formas de transformación de lo económico.

Hay psicólogos incursionando en estas formas de acompañar espacios de recuperación psicosocial12, tomando la opción ética de reconocer su lugar político. No obstante cada uno de los supuestos que se plantean aquí requiere de investigación sistemática, parte de la cual ya se ha iniciado13. El horizonte es continuar propiciando encuentros y participando en iniciativas comunitarias y organizativas que permitan comprender cada vez más las realidades en diálogo y generar acción transformadora, la que en un principio se realizará en escala local.

Notas al pié de página

1. Entidades como la Corporación Avre y las facultades de Psicología y Estudios Ambientales de la Universidad Javeriana, sostienen que “La atención Psicosocial debe reconocer a la persona desplazada como sujeto de derechos” (Corporación AVRE, CHF Internacional, diciembre de 2002. Guía de Orientaciones para la atención en salud mental y trabajo psicosocial a la población desplazada en Colombia).

2. El grupo Yfantais está conformado por siete profesores de la Facultad de Teología: Carlos Angarita, Algemiro Vergara, Roberto Solarte, Ramón González, Leonardo Bermúdez, Carlos Román, Oscar Arango. Recientemente adelantaron un estudio sobre los imaginarios religiosos de pobladores en situación de desplazamiento del Magdalena medio (municipios de Yondó, San Pablo y Barrancabermeja).

3. No se incluirán en esta reflexión las comunidades indígenas ni las negritudes organizadas, que tienen patrones culturales muy distintos y que poseen formas de organización muy arraigadas y eficaces y participan de la política de manera relativamente autónoma.

4. Expresión utilizada en un testimonio en el videocasete “Esta no es mi tierra”. CINEP. Santa Fe de Bogotá.

5. En este tránsito, el mestizaje y el exterminio indígena, jugaron un papel decisivo.

6. Es cierto que en la nueva dinámica de la guerra, las estrategias de terror estatal y del paramilitarismo principalmente, interfieren en las relaciones y en comportamientos familiares. Pero mientras que para la cultura campesina esto no es legítimo, en la cultura urbana el poder estatal ingresa a nuestra casa cada vez más, con nuestra venia y de manera sutil.

7. En palabras del autor, su obra pretende “…mostrar en varios planos, cómo los resultados de nuestra vida social -que cientos de miles de personas intuitivamente definimos como “malos“ o incluso “desastrosos”- no son en esencia producto de un gigantesco malentendido, ni de un complot, ni de una carencia (de conocimiento, de modales, de modernidad, de cultura adecuada), sino de formas de racionalidad idiosincrática social y culturalmente construidas y apuntaladas por estructuras y por una macroeconomía de señales” (Gutiérrez, 1998, p. 3).

8. En principio se puede leer en este autor una primacía de la singularidad en la propuesta de emancipación, que hace parecer su postura sui generis respecto de las dos corrientes planteadas al iniciar esta disertación sobre ciudadanía; no obstante al entrar en el terreno de la intersubjetividad, la fuerte idea de comunidad rousseauniana lo vincula a la corriente de las virtudes cívicas, en la medida en que la politización de todos los espacios de la vida social, requiere de participación directa y solidaridad entre los ciudadanos, lo que supone el principio de responsabilidad horizontal.

9. Es evidente el desconcierto del recién llegado cuando el funcionario del Estado o de una ONG indaga minuciosamente por las prácticas de crianza, los formas familiares de resolver conflictos, los parentescos entre quienes conviven, la forma como se distribuyen las habitaciones, la calidad de sus viviendas provisionales, la dieta alimenticia, la rutina cotidiana, entre otras cosas. Se pueden conocer los formatos para estas caracterizaciones en http://www.red.gov.co/.

10. Esta idea la retoma Foucault (1992) en su capítulo sobre La gubernamentalidad.

11. El mismo columnista, indignado reclama: “Ninguna parte del territorio colombiano puede tener un letrero que diga: ‘Prohibida la entrada a militares y policías’ o sea, a los organismos de seguridad del Estado”.

12. Un ejemplo es el Proyecto de Prácticas “Culturas de Paz” de la Facultad de Psicología de la Universidad Javeriana, que realizó durante tres años y medio un acompañamiento psicosocial a una comunidad en situación de desplazamiento, y participó con una ONG en la consolidación de su componente psicosocial.

13. El grupo de investigación Lazos Sociales y Culturas de Paz, adelanta un proyecto denominado Significados del acompañamiento psicosocial “Resignificar la Experiencia” en personas en situación de desplazamiento, en el que la autora de este texto participa como coinvestigadora. Seguramente este estudio, dará luces para afinar esta forma de trabajo.

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