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Universitas Psychologica

Print version ISSN 1657-9267

Univ. Psychol. vol.6 no.1 Bogotá Jan.(Apr. 2007

 

LAS DIMENSIONES FRAGMENTARIA Y PERFOMATIVA DE LAS SUBJETIVIDADES DE CLASE1

 

THE FRAGMENTARY AND PERFORMING DIMENSIONS OF CLASS SUBJECTIVITIES

 

ENRICO MORA MALO*

UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE BARCELONA
Correo electrónico: enrico.mora@uab.es

 

Recibido: agosto 17 de 2006 Revisado: septiembre 25 de 2006 Aceptado: octubre 16 de 2006

 


ABSTRACT

In this paper we defend a discursive and fragmentary conception of subjects. We question conceptions that they understand the subjectivity like a fixed, unitary, permanent and coherent data, and they ignorant of the conditions and ways of participation in the productive activities. We think that the way to production of subjects is the discursive social interactions. From these interactions we attend only capitalist and patriarchal relations of production. For that, we fix our attention how subjectivities are built by the relations of exploitation and domination. We reduce these relations to the frame of productive activities that cause social classes. For these raisons we draw up a proposal that we focus it on the class fragmentary and performed subjectivity. We show how this point of view change the conception of subject and collective class subjectivities.

Key words: fragmentary subjectivities, performance, conflict, social classes.

 


RESUMEN

En este texto defendemos una concepción de los sujetos discursiva cuya subjetividad es fragmentaria. Significa cuestionar una concepción de subjetividad como un dato fijo, unitario, permanente y coherente, ajeno a las condiciones y formas en que participamos en las actividades productivas. Entendemos que las interacciones sociales que producen a los sujetos son discursivas. De esas interacciones nosotros nos fijamos en las relaciones de producción capitalista patriarcales. Esto significa prestar atención a la forma en que se constituye la subjetividad en un contexto caracterizado por relaciones de explotación y de dominación, que circunscribimos al ámbito de las actividades productivas, que dan lugar a las clases sociales. Por ello centramos nuestra propuesta de análisis en la subjetividad fragmentaria y performativa que se produce en las relaciones de clase. Señalamos cómo este enfoque afecta al sujeto en tanto objeto para sí, a la definición del otro generalizado, a la dimensión emocional y, finalmente, a la configuración de subjetividades de clase colectivas.

Palabras clave: subjetividad fragmentaria, performatividad, conflicto, clases sociales.

 


Introducción

Habitualmente la noción de clase social se ha equiparado, en el paradigma crítico de las ciencias sociales, al análisis estructuralista de las relaciones sociales, tratando de forma funcional o mecánica el problema de la subjetividad, especialmente la colectiva, cuando se vincula con las clases sociales. Es bien conocido el resumen abrupto que hacía Thompson del enfoque estructuralista del análisis de clase: Fuerza de vapor + Sistema de fábrica = Clase obrera, “una clase especial de materia prima, los campesinos (…) afluyendo a las fábricas, se elaboraba para producir tantos metros de proletarios con conciencia de clase” (Thompson 1963/1989, p. vii).

Con la intención de aportar herramientas para el estudio de las clases sociales, desde una perspectiva atenta a los procesos de subjetivación en contextos de desigualdad social, hemos desarrollado una propuesta de análisis (Mora, 2002, 2003, 2005a, 2005b) que se apoya en los siguientes enunciados. Entendemos que la producción de nuestra vida se lleva a cabo bajo relaciones de producción capitalistas y patriarcales2 . Se caracteriza por la apropiación del trabajo ajeno (explotación) tanto en el ámbito de la producción mercantil, en su forma capitalista, como en el de la producción doméstica no mercantil, en su forma patriarcal. Las relaciones de producción las entendemos como prácticas instituidas e instituyentes en la interacción social de los sujetos que tienen por producto la formación de las clases sociales. Las clases sociales son relaciones de dependencia objetivadas entre subjetividades fragmentarias individuales y colectivas en proceso de formación. Las interacciones van definiendo dichas relaciones de dependencia en unas circunstancias no escogidas, que operan como contextos disciplinarios que reiteran o socavan los sujetos en la interacción. Estas relaciones se caracterizan por el antagonismo, el conflicto, y la lucha, así como por la inestabilidad. Y esto porque los agentes que protagonizan las relaciones de producción están dotados de intenciones, deseos y necesidades. Su interacción, en tanto que seres sociales productores de significados, es la interacción discursiva. Se trata de una amplia propuesta, cuya premisa fundamental es que las clases se forman en la interacción y no previamente, y que aquí nos fijamos en la relación conceptual entre clase social y subjetividad.

A lo largo del presente artículo conceptualizamos algunos aspectos de la noción de subjetividad desde una perspectiva interesada en el análisis de las relaciones de clase. Elaboramos las dimensiones fragmentaria y preformativa de la subjetividad de clase como herramientas de análisis de las relaciones de clase que tienen en cuenta y dan cuenta del papel de la subjetividad en dichas relaciones.

El devenir del sujeto forma parte de la producción de la vida. Para serlo es necesario constituirse en objeto para sí en las actividades que llevamos a cabo en relación con los demás. Nuestra reflexividad no es elaborada de forma aislada de las formas en que participamos en la producción de nuestra vida. Se forma en esa actividad. Nos hacemos en las interacciones que implican asegurar la propiedad de los medios de producción, que la única forma de acceso a los medios de vida para los desposeídos de los medios de producción sea la venta de su fuerza de trabajo, logrando salarios familiares o complementarios o como patrimonio. Todo ello configura unas relaciones de producción clasistas, por lo que somos sujetos del clasismo. Nos hacemos sujetos en los dispositivos disciplinantes orientados a la explotación, pero también en la resistencia y subversión de los mismos, obstaculizando esos procesos, construyendo alternativas, contra aquellos sujetos interesados en su sostenimiento. Y en esas relaciones conflictivas que caracterizan las interacciones clasistas, nos producimos como sujetos del conflicto, en conflicto. Llegamos a ser objeto para nosotros en términos capitalistas y patriarcales. Entonces, la reflexividad tiene que ver con las relaciones de las que uno participa con los demás, y por lo tanto nos hallamos frente a una reflexividad fragmentaria, si nuestras relaciones con los demás son también fragmentarias. Mead (1934/1982) nos ofrece un punto de partida útil para nuestra propuesta. Nos dice que en la conducta y experiencia cotidianas un individuo no quiere significar gran parte de lo que hace. Hay partes de la persona que existen sólo para la persona en relación consigo misma. Nos dividimos en todo tipo de distintas personas, con referencia a nuestras relaciones. Discutimos de las condiciones de trabajo con una persona y de los hijos con otra. Y la discusión sobre los hijos tiene distinto sentido cuando se produce con un compañero de trabajo que cuando se produce con la pareja, o cuando la pareja se quiere divorciar, o cuando quiere tener otro hijo. Hay toda clase de distintas personas que responden a toda clase de distintas reacciones sociales. Es factible, por tanto, hablar de una personalidad múltiple (Mead, 1934/1982).

Podemos interpretar cada una de estas divisiones que nos enuncia Mead como las distintas relaciones que establecemos al participar en la producción de nuestra vida, para cada uno de nosotros. De ahí podemos llegar a una propuesta sobre la noción de sujeto que trascienda la unidad del éste, oponiéndonos al implícito en muchas teorías de la agencia, que suponen al agente como sujeto unitario. Consideramos que las relaciones sociales en las que participamos son fragmentarias y conflictivas, y entre todas, optamos por fijarnos en las relaciones de producción capitalista patriarcales y por tanto en las relaciones de clase que implican. Esto nos aboca a una visión del sujeto que descarta entenderlo como un ser unitario. Podríamos hablar, si usáramos la terminología de Bajtin (1979/1982a, 1979/1982b, 1979/1982c; Voloshinov3 , 1929/1992), de un sujeto heteroglósico, cuya subjetividad de clase, lejos de ser fija una vez por todas, forma parte y se forma en el proceso cotidiano de interacción social, aunque sea para su constante reinstalación. Sugerir que el sujeto es fragmentario quiere decir entenderlo como,

una entidad constituida por un conjunto de ‘posiciones de sujeto' que no pueden estar nunca totalmente fijadas en un sistema cerrado de diferencias; una entidad construida por una diversidad de discursos entre los cuales no tiene que haber necesariamente relación, sino un movimiento constante de sobredeterminación y desplazamiento. La ‘identidad' de tal sujeto múltiple y contradictorio es por lo tanto, siempre contingente y precaria, fijada temporalmente en la intersección de las posiciones de sujeto y dependiente de formas específicas de identificación. (Mouffe, 1992/1993)

Sin embargo, radicalizando aún más la propuesta, ni tan siquiera hablaríamos de posiciones de sujeto, sino de haceres reinstalados. Es decir, en cada interacción la dimensión instituida toma nuevo cuerpo, en cuanto cada situación concreta tiene siempre algo de novedoso y en cuanto es una dimensión flexible, poco precisa. Así mismo, al quedar incorporado lo instituido en cada situación, viene a formar parte de los sucesivos contextos de acción que forman parte como presuposición, proyecto, y producto de las futuras interacciones que habrá que tener en cuenta. Así, por ejemplo, cuando vamos a trabajar a una fábrica, cada día acomodamos, en el sentido de Garfinkel (1967), cada situación a las formas genéricas, flexibles, que definen la dimensión instituida de las relaciones sociales que implican ir a la fábrica. Damos acomodación concreta cotidiana, por ejemplo, a lo que tiene de instituido la propiedad privada de los medios de producción: no disponer de los medios para producir la vida. A continuación desarrollamos este planteamiento fijándonos primero en qué consiste la subjetividad fragmentaria perfomativa, qué impacto tiene en la noción de otro generalizado, y los aspectos emocionales de la misma. Todo ello nos permite entender la subjetividad de clase como una subjetividad fragmentaria, prestando especial atención a su dimensión colectiva y conflictiva.

1. La subjetividad fragmentaria preformativa

Entendemos la formación de la subjetividad en términos de lo que Butller (1987/1990, 1990/1998, 1995/ 1999, 1990/2001a, 1997/2001b) ha llamado actos performativos, aplicándolo al análisis del género. Eso quiere decir que ésta es tal sólo en cuanto es actuada. Pero se trata de una actuación que implica siempre consecuencias punitivas. De hecho, Butler plantea que el género es una representación (performance) que conlleva sanciones para aquellos que no hacen bien su distinción de género. Y eso es así, porque no hay una esencia que el género exprese o exteriorice, ni tampoco un objetivo ideal al que aspire. El género no es un hecho, los diversos actos de género crean la idea de género, y sin estos actos no habría género en absoluto. El género es, pues,

una construcción que regularmente oculta su génesis. El consentimiento colectivo tácito de representar, producir y sustentar la ficción cultural de la división de género diferente y polarizada queda oscurecido por la credibilidad otorgada a su propia producción. Los autores del género quedan encantados por sus propias ficciones; así, la misma construcción obliga la creencia en su necesidad y naturalidad. Las posibilidades históricas materializadas en diversos estilos corporales no son otra cosa que esas ficciones culturales reguladas a fuerza de castigos y alternativamente corporeizadas y disfrazadas bajo coacción. (Butler, 1990/1998, p. 301)

Tal formulación apunta a una serie de cuestiones fundamentales para nuestro trabajo. Con relación a la subjetividad, la afirmación de estar hablando de procesos constantes, nunca fijados en algo ajeno a nuestras propias interacciones. Aquí tenemos una primera matización fundamental a una pretendida concepción de las relaciones sociales transparentes. Nos referimos a un aspecto de la dimensión de la interacción que interviene en las relaciones de producción capitalista patriarcales: hablamos del fetichismo. Butler apunta de forma muy clara a esta dimensión en la aprehensión que tenemos de las relaciones sociales de las que participamos y, especialmente, en la cuestión de la subjetividad.

Para clarificar esta cuestión nos apoyamos en Marx (1867/1973). El fetichismo consiste en una forma de aprehensión o reconocimiento con respecto a la relación entre una red organizada de elementos y uno éstos. Aquello que es un efecto de la red de relaciones parece una propiedad inmediata de uno de los elementos, como si esta propiedad estuviera más allá de la relación entre los mismos. Podemos hablar de dos formas de fetichismo: el que se da en una relación entre cosas (cuyo caso paradigmático son las mercancías), y en este caso hablaríamos de fetichismo de la mercancía, o bien en una relación entre personas, y en este caso hablaríamos de fetichismo en las relaciones entre las personas4 .

En el caso del fetichismo de la mercancía, el valor de una mercancía, que es la insignia de una red de relaciones sociales entre productores de diversas mercancías, asume la forma de una propiedad casi natural de otra mercancía- cosa, el dinero: decimos que el valor de una determinada mercancía es tal cantidad de dinero. Por lo tanto, se produce un tipo de reconocimiento donde una propiedad de un elemento que surge de una relación organizada se toma como algo natural de dicho elemento anterior a la relación. Como dice Marx:

El carácter misterioso de la forma mercancía estriba, por tanto, pura y simplemente, en que proyecta ante los seres humanos el carácter social del trabajo de éstos como si fuese un carácter material de los propios productos de su trabajo, un don natural social de estos objetos y como si, por tanto, la relación social que media entre los productores y el trabajo colectivo de la sociedad fuese una relación social establecida entre los mismos objetos, al margen de sus productores. Este quid pro quo es lo que convierte a los productores de trabajo en mercancía, en objetos físicamente metafísicos o en objetos sociales. (Marx, 1867/1973, p. 38)

El fetichismo en las relaciones entre las personas consiste en un proceso similar. Los participantes en una relación social fetichista realizan un reconocimiento de su vínculo social en esa relación, tomando por una propiedad natural de una persona en particular lo que surge de una relación social. Por ejemplo, ser rey es un efecto de la red de relaciones sociales entre un rey y sus súbditos, pero, y aquí se produce el reconocimiento fetichista, a los participantes de este vínculo social, la relación se les presenta en forma invertida: ellos creen que son súbditos cuando dan al rey tratamiento real porque el rey es ya en sí mismo un rey, fuera de la relación con sus súbditos, como si la consideración de ser un rey fuera una propiedad natural de la persona de un rey (ZiZek, 1989/1992). Lo mismo podríamos decir, entonces, de la mujer, el hombre, el individuo, el obrero, el emprendedor, el cabeza de familia, los negros, los moros, los payos... definidos en términos esencialistas. Se trata, recuperando el famoso enunciado de Lacan, en boca de , de que “un loco que cree que es rey no está más loco que el rey que cree que lo es” (ZiZek , 1989/1992, p. 51).

Es decir, que se identifica de inmediato con el mando de rey. De ello, podemos entonces derivar que la subjetividad, en cuanto proceso actuado, no se apoya sobre ninguna esencialidad, aunque pueda presentarse como tal; en estos casos hablaríamos de una concepción fetichista de la misma.

Así pues, y retomando la propuesta de Butler, el sujeto no es una entidad unificada y homogénea, sino una pluralidad, dependiente de los diversos actos performativos a través de los cuales es constituido dentro de diferentes formaciones discursivas, actos que pueden ser también fetichistas, donde no hay una relación a priori, necesaria entre los discursos que construyen sus diferentes subjetividades de sujeto. Pero esta pluralidad no implica tanto una coexistencia de distintas subjetividades que se mantienen aisladas o en unas relaciones que no les afectan en su constitución, enunciado que implícitamente parece sostener Mead con su intuición sobre la personalidad múltiple, sino que están en una relación de constante subversión de una por las otras como diría Mouffe (1992/1993).

Todo ello apunta a la crítica de todo tipo de fijación per se, como acto único y fundante, a la afirmación del carácter incompleto, abierto y políticamente negociable de la subjetividad. Pero esto no quiere decir que ésta sea indeterminable para cada momento histórico. Al contrario, lo es pero al mismo tiempo, en cuanto proceso social, no logra consolidarse del todo. Y eso por una cuestión central: la presencia del otro. Desde el punto de vista de la interacción discursiva, las subjetividades son fijadas precariamente, en el sentido de que en cada una hay la presencia de las otras, del otro que las modifica, que las subvierte, logrando, en cada momento histórico, un sentido provisional. Pero esto no quiere decir que sean arbitrarias. Su producción está situada en nuestros haceres sociales. Así, nuestros haceres sociales no hacen sino producirnos y producir nuestras subjetividades. Un ejemplo de ello es la cuestión de la subjetividad de las mujeres. Como señalan Benhabib y Cornell (1987/1990), las mujeres del tercer mundo han cuestionado el supuesto de que exista una experiencia de ser mujer generalizable, identificable y colectivamente compartida. Ser negra y ser mujer es ser una mujer negra, es ser una mujer cuya subjetividad está constituida de forma diferente a la de las mujeres blancas. Pero al mismo tiempo este ejemplo pone en evidencia el problema de la constitución de la subjetividad en cuanto operación política, y la posibilidad de su articulación de tipo colectivo5 . No hay que olvidar, como dice Izquierdo (1998a), que la diversidad puede obstaculizar la constitución de un sujeto histórico. Crear y potenciar las diferencias es una táctica bien conocida para fraccionar a los colectivos en lucha y para impedir que las necesidades individuales lleguen a ser reconocidas como comunes a otras personas. Lo que pone en evidencia el problema de los procesos de constitución de las subjetividades colectivas. Pero, a la vez, en nombre de lo unitario se pueden subsumir las necesidades de unas en otros. Así, ignorar estas consideraciones podría suponer recuperar aquellos esquemas de análisis que, por ejemplo, al definir a la mujer como parte de la clase obrera (dado que parten de la relación de la mujer con el capitalismo y no con el hombre), subsumen la relación de la mujer con el hombre en la relación del trabajador con el capital, como nos advierte Hartmann (1976/ 1980). La consecuencia de ello es que los intereses de los trabajadores son comunes a los de las mujeres, cuyas consecuencias políticas son la aglutinación de los movimientos de mujeres con los de trabajadores, pero a partir de convertir las primeras en los segundos (las mujeres, y en especial las amas de casa, formarían parte de la clase obrera, dado que su situación se consideraría un efecto de las relaciones capitalistas de producción).

Desde el punto de vista interaccionista sobre los procesos de formación y sostenimiento de la subjetividad, o que en todo caso contemple la presencia del otro6 , es posible evitar el paso del esencialismo al nihilismo en su concepción. Defendemos una concepción de la subjetividad como proceso social. Ésta depende de las relaciones con los demás, lo que introduce la imposibilidad de su cierre, de su consolidación última y firme. No es algo dado e inmutable (Benhabib, 1987/ 1990). Es precaria, aunque hagamos muchos esfuerzos para sostenerla como si no lo fuera. Quizás, de hecho, ese es el indicio más explícito de lo que venimos diciendo7 . La presencia del otro en nosotros mismos, en una relación dialógica, en cuyas réplicas producimos dudas y las más ciegas certezas, no sólo señala esa precariedad, sino al mismo tiempo el proceso de cambio. No podemos cambiar nuestra forma de participar en la producción de la vida, en un acto solipsista, necesitamos del otro. La imposibilidad del cierre es también la posibilidad del cambio. Y esa brecha es un abismo de indeterminación social (no atribuible a ningún momento estructural, sino a la operación política), de sufrimiento pero también de esperanza. En este sentido, juega un papel fundamental la elaboración del otro junto con otros para elaborar, construir un nosotros frente a un ellos, evidentemente precario. Esto tiene claras consecuencias sobre la discusión en torno a la elaboración de los intereses de clase. Lo que venimos diciendo va en la dirección de cuestionar cualquier concepción esencialista y unitaria de la subjetividad. Como dicen Laclau y Mouffe,

el sentido de toda identidad está sobredeterminado en la medida en que toda literalidad aparece constitutivamente subvertida y desbordada; es decir, en la medida en que, lejos de darse una totalización esencialista o una separación no menos esencialista entre objetos, hay una presencia de unos objetos en otros que impide fijar su identidad. (1985/1987, p. 116)

En la elaboración de este punto de vista han tenido un papel relevante las polémicas en la tradición feminista sobre las pretendidas esencialidades de las subjetividades de sexo y género. Un ejemplo de ello es la disputa sobre la maternidad como elemento que identifica la esencia de las mujeres, como recoge Mouffe (1992/1993) en su crítica a Ruddick, Elshtain y Pateman8 .

1.1 El otro generalizado fragmentario en las relaciones de producción

Una consecuencia de los enunciados anteriores sobre el concepto de subjetividad fragmentaria preformativa es que la fragmentación social que configuran las relaciones de clases no sólo se institucionaliza y objetiva sino también tiene impacto en la configuración de la subjetividad. Un aspecto especialmente relevante en la configuración de la subjetividad, desde el punto de vista de la subjetivación del vinculo social, es la formación del otro generalizado. Si consideramos que las relaciones sociales son fragmentarias y configuran la subjetividad en los términos anteriormente descritos, es necesario preguntarse si la noción tradicional de otro generalizado se puede mantener. Consideramos que el otro generalizado deviene una instancia fragmentada.

La noción de otro generalizado se hizo famosa en la formulación de Mead. Para Mead (1934/1982), hablar de otro generalizado quiere decir que el ser humano no sólo debe adoptar las reacciones particulares de los otros seres humanos hacia él y de ellos entre sí, tiene que adoptar sus reacciones hacia los distintos aspectos de la actividad social común en los que, como participante de una sociedad organizada, están ocupados. Y, entonces, generalizando esas actitudes particulares de esa sociedad organizada, tomándolas como un todo, el ser humano tiene que actuar con relación a diferentes eventos sociales que en cualquier momento dado dicha sociedad ejecuta. Y, como participante individual en esas tareas sociales, dirige, de acuerdo con ellas, su propia conducta. Es en la forma del otro generalizado que los procesos sociales influyen en las acciones de los sujetos involucrados en ellos y que los llevan a cabo. Es decir,

es en esa forma que la comunidad ejerce su control sobre el comportamiento de sus miembros individuales; porque de esa manera el proceso o comunidad social entra, como factor determinante, en el pensamiento del individuo. (...) Y sólo cuando los individuos adoptan la actitud o actitudes del otro generalizado hacia sí mismos, sólo entonces se hace posible la existencia de un universo de raciocinio, como el sistema de significaciones sociales o comunes que el pensamiento presupone. (Mead, 1934/1982, p. 186)

Sin embargo, en el planteamiento de Mead hay ciertas ambigüedades. Por un lado, maneja una noción de la comunidad o grupo social organizado que le da al individuo la unidad de su subjetividad que se apoya en una concepción orgánica, fundada en el fin común. Por otro lado, incluye como comunidades a los compañeros de baile, así como a los clubes políticos, corporaciones y otras clases o subgrupos sociales más abstractos tales como la clase de deudores y la clase de acreedores. A pesar de ello, su concepción es unitaria: nos habla de otro generalizado y no de otros generalizados contrapuestos. Mead parte de la suposición de que hay una cierta unidad esencial en lo social, que nos permitiría hablar del otro generalizado. Sin embargo, si las relaciones sociales, y especialmente las relaciones de producción, más que unitarias son fragmentarias, en contradicción y antagonismo, y pretendemos mantener la noción de otro generalizado, sólo puede haber una conclusión: el horizonte de lo social no se apoya en una perspectiva de la comunidad sino en la confrontación de perspectivas que configuran los distintos auditorios sociales.

El otro generalizado es fragmentario, conflictivo, antagónico, porque las interacciones sociales de las relaciones de producción lo son. Ponerse en el lugar del otro implica adoptar su acción pero en el sentido de adquirir su sentido significativo pragmático: cuando me despide mi jefe, me pongo en el lugar del otro, pero no desde un punto de vista moral, o compasivo, esa dimensión aquí no interesa, sino en cuanto me permite hacer inteligible la acción de despedirme, de entender que mí vínculo laboral ha acabado en esa empresa, y decidir si me voy al comité de empresa y reclamo, o le doy un par de puñetazos, o le suplico... en el contexto de los dispositivos disciplinarios en los que me encuentre. Qué decir de cuando se usa como amenaza. En este contexto lo que generalizo es la fragmentación, el antagonismo, el conflicto, y no la comunidad coherente. Eso significa, por ejemplo, elaborar una concepción de otro generalizado clasista. El sí mismo desarrolla una subjetividad clasista, lo que implica un otro clasista, cuyas relaciones prácticas sostenidas son asimétricas, de dominación y de explotación.

Entonces la autoconciencia, el sí mismo, también es plural y alberga contradicciones. El sujeto, según el contexto, puede ser contradictorio. En este caso, lo que se generaliza es la fractura, la desigualdad, la explotación y la dominación que implica esa relación práctica cotidiana de producción de la vida. Nos acogemos aquí a la ruptura del sujeto cartesiano cuya consecuencia es que pasamos de un otro a generalizar unos otros fragmentarios y desiguales. Hablar del otro, en la participación en las relaciones de producción implica hablar de otros diferenciados, como ellos, como nosotros, desiguales, explotados o explotadores, dominados o dominadores, sufridores... Otros generalizados que constituyen nuestros auditorios interiorizados, a los cuales replicamos.

1.2 La subjetividad fragmentaria, lo inconsciente y los afectos

La discusión, hasta este punto, ha estado básicamente centrada en los sujetos cuya subjetividad, aunque sea plural, contradictoria, heteroglósica (Bajtin/Voloshinov, 1929/1992), se apoya sobre un implícito que no hemos sometido a discusión, ni tan sólo lo hemos enunciado. Hemos ignorado que el sí mismo, el otro generalizado fragmentario, los auditorios sociales, la subjetividad, depende también de procesos inconscientes, ignorando así mismo la dimensión afectiva. La fractura del sujeto se intensifica. La ruptura del sujeto cartesiano es aún más radical. Una parte de nuestro devenir es opaco, cosa que apuntábamos cuando hemos hablado del fetichismo. Este planteamiento se apoya en la teoría psicoanalítica de Freud. Siguiendo a Izquierdo (1998b), la perspectiva psicoanalítica que propone Freud orienta la atención hacia las relaciones sociales, pero no en ellas mismas, en cómo se producen en realidad, sino en cómo han marcado emocionalmente a las personas. En este sentido,

El sufrimiento y la infelicidad proceden de una diversidad de fuentes: la precariedad de la naturaleza humana sería una de ellas, las dificultades procedentes del medio natural, sería otra, y las relaciones con los demás se nos presentan como la forma principal de sufrimiento humano. A lo que Freud presta una atención preferente es al sufrimiento que procede de nosotros mismos. Éste depende del modo en que vivimos nuestros propios deseos, interpretamos las limitaciones que nos impone el mundo exterior, y soportamos las limitaciones que nos impone el mundo interior, y soportamos nuestra propias exigencias. Evidentemente, no se puede quitar entidad al sufrimiento que procede del modo en que están estructuradas las relaciones sociales, pero (…) [también hay que] atender a lo que hay en nosotras [y nosotros] (…) que hace posible el expolio, violencia, discriminación, explotación y sometimiento. Porque eso es materia fundamental de nuestra constitución en sujetos individuales y en sujetos políticos. (Izquierdo, 1998b, pp. 117-118)

Hay que considerar que además de la dimensión consciente de la persona, y la aceptación consciente de las normas sociales, deben considerarse también las dimensiones inconscientes. Una parte de las mismas remiten al substrato físico y otras al substrato social, y gobiernan a la persona de un modo que pasaría inadvertido a no ser por los indicios que dejan de su actividad (Izquierdo, 1998b). Esto quiere decir, que las interacciones sociales implican acciones significativas que contribuyen a fijar precariamente la realidad, pero que están más allá de la dimensión discursiva de la interacción. Como dice Pujal,

se trata de prácticas extradiscursivas que atraviesan el discurso, muchas veces visibles mediante la razón práctica (Shotter) e invisibles a través de la razón abstracta, lo que no les exime de estar saturadas de significación socio-histórica. Se trata de las prácticas no sabidas, no pensadas, inconscientes, que acompañan a lo sabido y lo pensado, a lo transparente con relación al sujeto. (En prensa, p. 5)

Son prácticas del sujeto social no soberano ni autónomo: son prácticas del sujeto del deseo. La parte del sujeto vinculada al deseo sería la parte no transparente de la acción discursiva. Deseos inconscientes, que son la cristalización de la tradición que sujeta al individuo, más allá de, o a través de, su discurso, su razón y su pensamiento. Es decir, más allá de su control e intenciones, a partir de su historia tanto biográfica como histórica (Pujal, en prensa).

De los aportes fundamentales de una mirada que amplía el sujeto al terreno de lo inconsciente, nosotros tenemos en cuenta especialmente el impacto de los afectos en las relaciones sociales que intervienen en los procesos de elaboración de la propia subjetividad y, como veremos un poco más adelante, de la colectiva (especialmente en la constitución de los nosotros). La producción del sujeto no es sólo comunicativa sino también afectiva. Para ello nos apoyamos en la propuesta de Izquierdo (1998b), que establece una tipología de los sentimientos básicos de los que se nutren las relaciones sociales en general, y que para nosotros son especialmente relevantes para el problema de la subjetividad en el contexto de nuestra participación en las relaciones de producción. Izquierdo, apoyándose en los plantemientos de Freud, nos habla de la indiferencia, la agresividad, el amor y la envidia.

La indiferencia: desde el punto de vista genético, es el primer sentimiento, está relacionada con la indiferenciación, con los sentimientos de omnipotencia más infantiles. También está relacionada con la atribución a otros de nuestros deseos o pretender que sabemos lo que quieren o saber lo que queremos sin necesidad de expresarlo. Origina desinterés y falta de compromiso por el mundo. Siendo los seres humanos tan precarios y necesitados, estando sujetos a la posibilidad de perder la salud o la capacidad de movimiento y acción cuando menos lo pensemos, esa indiferencia, asociada a la fantasía de no necesitar nada ni de nadie, de no deber nada a nadie, tiene como componente principal la inmadurez.

La agresividad: es la energía que nos mueve a eliminar los obstáculos que impiden la consecución de nuestros fines. Como el amor, se puede dirigir hacia el exterior o hacia la propia persona. No es ni buena ni mala en sí misma, al igual que el amor, depende de los fines a los que se dirija. Así, uno se mata trabajando o de risa, o se mata con actividades destructivas, como la adicción a las drogas, o con los sistemas de gobierno opresores. Pero esa fuerza también nos permite separarnos, defendernos de lo que nos causa mal, destruirlo.

El amor: es el cemento social. El amor procede de tener algo en común, los padres, un jefe, una idea, un objetivo, lo cual convierte en enemigos a aquellos que no comparten el mismo objeto de amor, porque con su indiferencia o su aversión es como si lo desvalorizaran. Se produce una situación complicada: los lazos libidinales evitan los conflictos en las relaciones sociales, pero para que los mismos se mantengan se requiere de un enemigo exterior que refuerce el vínculo, al evidenciar las diferencias que se comparten, de las que están excluidos los demás. En su expresión más directa conduce al erotismo, pero de esa sustancia también están hechos la amistad, la solidaridad, el compromiso político o científico. En el ser humano la pulsión erótica puede tomar esa diversidad de aspectos. Bajo la fuerza del amor es como se produce el proceso de socialización y la adquisición de conocimientos, mediante la identificación con aquellos cuyas cualidades, capacidades o conocimientos admiramos. Aunque culturalmente al amor se le atribuyan cualidades positivas, se trata de una fuerza que no es ni buena ni mala, dado que llevada al extremo es destructiva. El deseo de unirse a lo amado, cuando no es contrapesado por el deseo de ser autónomo, puede conducir a la destrucción del objeto de amor por la voluntad de poseerlo y de la propia persona por la voluntad de entregarse al otro. La frontera entre la entrega y la incorporación, el cuidado y la aniquilación es sumamente sutil.

La envidia: tiene su origen en la experiencia de desigualdad entre equivalentes. Procede de que reciban trato distinto personas que se encuentran en una posición similar, por parte de quienes ocupan una posición de autoridad. La envidia conduce a destruir lo bueno con tal de que no lo disfruten los demás, e impide por ello la alianza entre iguales en un objetivo común, sea contra las jerarquías opresoras o la consecución de bienes mediante el trabajo en cooperación. Pulsar ese sentimiento y regularlo es un recurso básico para impedir que se unan los iguales contra quienes ocupan ilegítimamente posiciones de poder. En la empresa, por ejemplo, esto se hace elaborando complicadas y amplias escalas salariales, y una diversidad microscópica de categorías laborales. El cemento que une a los oprimidos es la igualdad entre ellos, en la justicia, su disolvente son las diferencias, especialmente las que se organizan en jerarquías arbitrarias.

Tener en cuenta las relaciones afectivas en nuestra participación en la producción de la vida implica darse cuenta de cómo los procesos de dominación y explotación, no sólo se apoyan sobre estrategias más o menos elaboradas e intencionales a través de medios explícitos. También puede convertirse en parte de dichas estrategias la política de los afectos. En este sentido, no se pueden obviar la estrategia afectiva, el recurso a la envidia mediante los privilegios arbitrarios, por parte de la dirección de la empresa, por poner un ejemplo, pero tampoco las estrategias de resistencia a dichas políticas, con estrategias de amor al grupo, a los nosotros, al líder. Se trata de introducir la dimensión afectiva y tomar en cuenta cómo contribuye a las relaciones de explotación y dominación.

1.3 La subjetividad fragmentaria de clase

Desde el punto de vista de las relaciones de producción, este planteamiento implica que nuestra subjetividad se debe, entre otras cosas, a nuestra participación en la producción de la vida. Eso quiere decir que ésta se va produciendo cotidiana y biográficamente en procesos que nos construyen como explotados o explotadores, como vendedores o compradores de fuerza de trabajo familiar o complementario, como propietarios o despojados de los medios de producción, como patrimonio o como patriarca, como trabajadores o como empresarios, como ganadores de pan o como amas de casa. Cuando hablamos de los trabajadores, de las amas de casa, de los empresarios, en realidad estamos refiriéndonos a un aspecto de la subjetividad de los seres humanos, fundamental, pero no la única. Y a veces eso se confunde en el análisis de clase cuando nos referimos a las organizaciones, agrupaciones, formales e informales, que con esas mismas denominaciones indicamos. Y con eso hay que ir con cierta cautela para evitar ambigüedades. Cuando hablamos de los trabajadores, ¿a qué nos referimos? A aquellos aspectos de la subjetividad que construimos cotidianamente en nuestra participación en las relaciones de producción como asalariados. Pero eso no quiere decir que se deriven automáticamente agrupaciones formales e informales y de ello unos intereses objetivos. En esos casos sería más adecuado hablar de organizaciones de clase.

En este contexto, ¿qué significa hablar de clases sociales? Consideramos que consisten en las interacciones sociales que establecemos al relacionarnos de forma antagónica para producir nuestra vida, construyéndonos mutuamente en los procesos de producción y de apropiación desigual de los frutos del trabajo. En estas relaciones nos objetivamos y nos subjetivamos de forma desigual y antagónica, constituyéndonos como sujetos disciplinados para la explotación y al mismo tiempo habilitados para cambiar lo social. Producto de intenciones, emociones y efectos no previstos, el horizonte histórico de las relaciones de producción capitalistas y patriarcales es, en cierta medida, imprevisible. Así, cuando hablamos de los trabajadores, de los empresarios, de las amas de casa como clases sociales, nos referimos a esos procesos de interacción social, en cuanto al poder productivo de efectos disciplinarios y habilitantes de la subjetividad: en cuanto subjetivación de las relaciones de producción. Cuando nos referimos a las clases como agentes colectivos, lo hacemos en términos de subjetividad colectiva de clase, organización, grupos, etc. De ello se desprende que las clases sociales son formas de sintetizar aspectos distintos de nuestra participación en las relaciones de producción. Por lo tanto, se trata de una categoría analítica con efectos prácticos en la vida social, sea cual sea su definición. Sirve para referirse a la subjetividad vinculada a las relaciones de producción, a las formas de participación en las relaciones de producción, a las formas de organizarse con relación a las relaciones de producción, todo ello como procesos intencionales e imprevistos.

Como sujetos sujetados, disciplinados en esas relaciones, somos su producto y al mismo tiempo nos habilitan para su cuestionamiento, a veces como un intenso dolor que uno padece en solitario, a veces como un sufrimiento compartido. Sin embargo, esto no quiere decir que nuestra subjetividad colectiva se articule mecánicamente como resultado de unos intereses objetivos. Ésta no se reduce a la que producimos en las relaciones de producción, y no siempre es idéntica a sí misma (las relaciones de edad no son gratuitas). Es sólo a través de la operación política, cotidiana, informal y formal, que privilegiamos aquellos aspectos de nuestra subjetividad que vamos formando en las relaciones de producción capitalistas patriarcales, para construir un nosotros contra un ellos. Porque si hay oposición, hay nosotros y ellos. Como veremos más adelante, la subjetividad colectiva de clase, o la conciencia de clase si adoptamos la terminología marxista, es la construcción de un nosotros, pero no necesariamente del único nosotros posible, con todos los riesgos y ambigüedades que eso puede implicar, desde una perspectiva política y ética preocupada por la desigualdad y la injusticia.

Por otro lado, que no haya conciencia de clase, entendida como ese momento de construcción colectiva, no quiere decir que no hay una subjetividad de los sujetos sostenida en las relaciones de producción como interacciones sociales. Más bien ésta no ha tomado la prioridad política. La subjetividad sostiene las relaciones de producción al mismo tiempo que las produce, como procesos fundamentales de objetivación y subjetivación, variadas en sus concreciones, en tanto toda subjetividad no deja de ser un proceso de elaboración individual en interacción. En este sentido, las relaciones de producción implican subjetividad. El momento de la conciencia no sólo es el de la conciencia colectiva, de clase, y de unos determinados intereses de clase. Como veremos un poco más adelante, no compartimos una concepción que plantee la dicotomía falsa conciencia y conciencia de clase, para referirse a las estrategias políticas, organizativas y de articulación de subjetividad colectiva a la que toda construcción de un nosotros apela de algún modo (dado que en dicha construcción también intervienen las pretensiones de validez).

2. La subjetividad de clase como una forma de subjetividad colectiva

La definición de la subjetividad colectiva no puede sostenerse sobre ningún tipo de esencialismo. La concepción interaccionista, dialógica, heteroglósica, fragmentaria, conflictiva y afectiva del sujeto nos ha dado los recursos para romper con esa concepción, como mínimo en cuanto al sujeto. Nuestra argumentación la aplicamos también a la construcción de los sujetos colectivos, y por lo tanto al problema de las subjetividades colectivas.

Éstas no son un reflejo de algún principio inmanente (una base esencial, una ley). Las definimos por el carácter subvertido de las relaciones entre ellas. Desde nuestro punto de vista, no es suficiente suponer una pluralidad de unidades plenamente constituidas que entran en relación, y cuya relación es una mera negociación entre partes prefiguradas. Si fuera así abogaríamos por una concepción de lo social formado por subjetividades colectivas plenamente constituidas, cosa que no compartimos. No las tomamos suponiendo que los intereses y las subjetividades vienen dadas.

Entendemos las subjetividades colectivas en términos tales que en cada una está presente la otra, cosa que le impide ser esencialmente una (Butler, 1990/ 2001a, 1987/1990, 1990/1998; Butler & Laclau, 1995/ 1999; Laclau & Mouffe, 1985/1987; Mouffe, 1992/ 1993). Cada una es subvertida por la presencia de las otras. Se trata de una presencia discursiva, es decir, que la presencia del otro lo es en la acción, en la interacción, no en la contemplación. La relación de interacción se da en el contexto pragmático. En este sentido con los otros, como dice Glaserfeld (1981/2000) tenemos que encajar de algún modo, pragmáticamente. De algún modo topamos con los otros, en la interacción. Si entendemos que el otro es plural, en cuanto la vida social lo es, y además desigual, entonces podemos entender la subjetividad colectiva de clase como posible pero precaria, y efímera, en cuanto se ve amenazada constantemente por la configuración de nuevas subjetividades que la suplanten, o bien que en torno a ella se articulen otras, en un constante, histórico, y contingente ejercicio de encaje de subjetividades.

Es la presencia del Otro, que en este caso son ellos, que nos impide ser totalmente nosotros mismos. La relación no surge de subjetividades plenas, sino de la imposibilidad de constitución de las mismas. Y eso, porque las subjetividades para, “ser totalmente externas las unas respecto a las otras, requerirían ser totalmente internas respecto a sí mismas: es decir, tener una identidad plenamente constituida que no es subvertida por ningún exterior” (Laclau & Mouffe, 1985/1987, p. 128).

Y esa elaboración, en términos discursivos, la podemos entender como el establecimiento de aquello que rinde equivalente lo que no es idéntico. Eso quiere decir preguntarse, para cada contexto socio histórico, qué elementos nodales del orden simbólico de lo social permiten aglutinar lo distinto.

Pero los nosotros no sólo se establecen entre sujetos que participan en la elaboración de su subjetividad de forma democrática, sino también de forma autoritaria. Ésta es presa también de las relaciones de dominación. Los otros pueden formar parte de un nosotros, de un ellos, pero eso no implica necesariamente que las relaciones con los otros sean simétricas. Y quizás ese es uno de los ámbitos de las luchas sociales más notables, el de lograr la identificación entre los sujetos que participan de relaciones de dominación. Es más, hasta cierto punto esos procesos pueden ir parejos. No hay que olvidar que en las relaciones de dominación hay una participación activa por parte de los dominados (si tomamos una concepción productiva del poder y no simplemente refleja), y que no se traduce tan sólo en un problema de legitimidad, sino también de identificación, de compartir una subjetividad común9 . Izquierdo (1998b, p. 198) manifiesta de forma muy clara esta cuestión cuando se pregunta ¿quiénes somos ‘nosotras'?. Como sujetos políticos, ese nosotras depende del contexto y de los objetivos. Si consideramos que en cada yo el factor más determinante de su vida es el hecho de ser mujer y las condiciones sociales que determinan la vida de las mujeres, el colectivo nosotras serán las mujeres; entendidas éstas como sexo, abarcarían a las personas con genitales hembriles; entendidas como género, abarcarían a las personas que ocuparan posiciones sociales de género femenino al margen de qué características tengan sus genitales. Si nosotros, prosigue Izquierdo, es la empresa en la que trabajamos, cuando la empresa tenga beneficios sentiremos que los tenemos nosotros, aunque, a la hora de distribuirlos, las decisiones sobre qué parte de los beneficios se distribuye y qué parte se invierte las tomen los dueños de la empresa. Del mismo modo,

si nos sentimos miembros de una familia, que gane dinero nuestro marido se vivirá como si ganáramos dinero nosotras mismas, aunque si él no nos vive como su familia sino como su patrimonio, es posible que sólo comparta parcialmente el dinero con nosotras. Como los empresarios, comparten las preocupaciones por los ingresos y su obtención cuando hay pérdidas, pero no cuando hay ganancias. Todos y todas tenemos la tendencia espontánea a privatizar los beneficios y socializar las pérdidas, la diferencia estriba en que quien ocupa posiciones de poder lo consigue, y quien se encuentra en una situación débil o de sometimiento, lo único que puede hacer es imaginarse que lo hace, o hacerse construcciones ilusorias del mundo. (Izquierdo, 1998b, p. 199)

Así mismo, la elaboración de las subjetividades colectivas no la debemos ver sólo en términos intencionales y racionales. Ya hemos señalado la importancia de los afectos en la elaboración inconsciente de la subjetividad. Al mismo tiempo no podemos obviar que dicha elaboración puede ser deliberada, siendo un momento político por excelencia, pero sus efectos pueden ser no previstos, y también puede ser un proceso no claramente intencional. En este punto debemos, pues, recordar las mismas consideraciones sobre los límites de la conciencia y la racionalidad de dichas operaciones identitarias que hacíamos en nuestro argumento sobre los sujetos, así como su carácter abierto, en cuanto aspecto de la interacción social, de la cual nos interesa especialmente la que se deriva de la participación en la división capitalista patriarcal del trabajo. La subjetividad viene definida por el hacer, por el hacer en relación con otros haceres. En este sentido la subjetividad de clase ni se sostiene por sí misma, ni es un reflejo de las infraestructuras, como sostenía, por ejemplo, el marxismo ortodoxo de Kautsky o Plejánov10 , ni siempre es la misma11 .

La traducción grupal de la subjetividad de un nosotros pone en evidencia estas cuestiones. Para Izquierdo (1998c), todas las relaciones sociales tienen un componente libidinoso, incluso en aquellas circunstancias en que, en principio, la unión sólo tiene como fin la cooperación en el trabajo, por lo que parecería que el interés no es fuerza suficiente para mantener la relación. Por tanto, en la constitución del sujeto colectivo político hemos de suponer la existencia de lazos afectivos. Pero la cohesión no se apoya únicamente en la fuerza del amor, hay que añadir otra característica de la vida grupal: la diferenciación del exterior, la cual se apoya en la energía agresiva. No se trata únicamente de ser distinto de, sino opuesto a. Esa diferenciación por oposición puede apuntar a otro colectivo o colectivos, significativos por sus características o las ideas que defienden o les identifican como sujeto colectivo. Sin embargo, el colectivo opositor, que por su mera existencia fortalece la cohesión del sujeto colectivo, no tiene por qué existir realmente, en el sentido de que los que son identificados como miembros del mismo se sientan participantes, sino que existen en el imaginario de los participantes del grupo. En el caso de los grupos formados democráticamente, no se constituye únicamente mediante relaciones horizontales, por el hecho de amar a los que se definen como semejantes, sino que la semejanza se refiere a participar de un mismo ideal, que puede estar encarnado en la figura de un líder carismático, o un ideal del que participan todos los miembros del colectivo, del cual el líder es su vicario. En un grupo democrático es condición que el líder deje de liderar. Su posición es temporal. El líder puede luchar por mantener el encantamiento de que todo es posible, de que todo lo malo está fuera, o reconocer y ayudar al grupo a que reconozca los límites de los resultados obtenidos. Al admitirlo y mostrarlo deja paso a una nueva aspiración que ya no podrá encarnar12 . El amor al líder y el amor de los unos a los otros, por lo que tienen en común, mantiene unido al grupo; la envidia es la dificultad más importante para que el grupo permanezca unido. Si alguno de los miembros del sujeto colectivo se siente maltratado, si se detecta que alguien tiene privilegios, se desata ese sentimiento que tiene como esencia la voluntad de destrucción de todo lo que se juzga valioso (que no lo tenga nadie si no lo tengo yo). Así, una exigencia para la formación de un sujeto colectivo entre iguales es que los iguales estén dispuestos a unirse de forma democrática. Lo que significa renunciar a la obtención de privilegios. Se requiere la garantía de que todos sean tratados por igual (Izquierdo, 1998b, p. 197).

2.1 Subjetividad de clase y lucha de clases

Marx (1891/1968, 1869/1982, 1845/1988, 1848/1989) advirtió el problema de la subjetividad y su relación con la clase, cuando nos habla en sus escritos de clases que no lo son del todo y aquellas que sí lo son. Nos habla de clases en sí y clases para sí. Si tomamos esa propuesta, el término clase designaría aquellas relaciones de producción articuladas en organizaciones políticas que persiguen unos determinados intereses (sectoriales o universales; objetivos o no, según la perspectiva que se tome), que, en el capitalismo patriarcal contemporáneo y occidental, implican unas formas históricas de participación conflictiva en el ámbito económico y político. Como plantea Przeworski, se trata de una lucha de clases que en la actualidad se ha traducido al juego democrático parlamentario, a través del sistema de elecciones y de la representación,

los asalariados se forman como clase en una serie de organizaciones independientes y frecuentemente competitivas, las más de las veces como sindicatos y partidos políticos, pero también en forma de cooperativas, asociaciones vecinales, clubes, etc. Un rasgo característico de la democracia capitalista es la individualización de las relaciones de clase tanto en el nivel político como en el ideológico (…). Lo mismo que dentro del sistema de producción aparecen o como capitalistas o como asalariados, en la política aparecen indiferencias como «individuos» o «ciudadanos ». Así, pues, aun cuando un partido político logre formar una clase en el terreno de las instituciones políticas, las organizaciones económicas y políticas jamás coincidirán. (…) El segundo efecto es que las relaciones dentro de la clase se estructuran como relaciones de representación. El parlamento es una institución representativa: en él se sientan individuos, no masas. La relación de representación se impone así sobre la de clase por la propia naturaleza de las intuiciones democráticas capitalistas. Las masas no actúan directamente en defensa de sus intereses, sino que delegan esa defensa. Esto vale tanto para los sindicatos como para los partidos: el proceso de negociación colectiva está tan distante de la experiencia diaria de las masas como las elecciones. Los dirigentes para ser parlamentarios, y las masas son representadas por los dirigentes: tal es el modo de organización de la clase trabajadora dentro de las instituciones capitalistas. Y de esta manera es como la participación desmoviliza a las masas. (Przeworski, 1985/1988, pp. 24-25)

Conceptualizar la noción de clase como relación en cuanto efecto de las luchas sociales, implica fijarse en las relaciones de producción como una matriz de relaciones en lucha (Przeworski 1985/1988), de formas de interacción en lucha. Eso quiere decir que, según las luchas, en cada coyuntura tendremos clases formadas por profesiones distintas, si las queremos observar desde las categorías profesionales o grupos socioeconómicos. De ahí, como ya señaló Marx, la imposibilidad de determinarlas en el capitalismo a partir de las profesiones. En unas épocas tendremos obreros industriales, en otras tendremos obreros industriales, administrativos y técnicos intermedios, en otras sólo la aristocracia obrera... En cada momento tendremos protagonismos distintos. Y, diríamos también, en un mismo momento en lugares distintos. Por ejemplo, puede haber un conflicto de tal modo que en un contexto los administrativos no forman parte del actor colectivo de los trabajadores y en otros lugares sí. Entonces, desde este punto de vista la,

“clase” es, pues, el nombre que se da a una relación, no a un conjunto de individuos. Los individuos ocupan espacios dentro del sistema de producción; los actores colectivos aparecen en unas luchas u otras en determinados momentos de la historia. Ni unos ni otros –ni los ocupantes de espacios ni los participantes en acciones colectivas– son clases. Clase es la relación que hay entre ellos y, en este sentido, la lucha de clases tiene que ver con la organización social de esas relaciones. (Przeworski, 1985/1988, p. 99)

Una relación en lucha. En este contexto la noción de clase nos serviría para designar las luchas políticas en torno a las relaciones de producción para cada coyuntura. Para Marx el conflicto antagónico de las clases sociales, a través de sus luchas y confrontaciones, ha caracterizado la historia de la humanidad. La participación de los sujetos individuales y colectivos en las relaciones de producción conduce al estallido de las confrontaciones que, de forma paulatina y de forma traumática, transforman la sociedad. Las luchas de clase son políticas. Concebir las clases como formas de interacción social surgiere la imposibilidad de determinarlas en cuanto tipología de individuos de forma ahistórica y desvinculada de los procesos de interacción. Entonces, no podemos hablar de los trabajadores, los empresarios, las amas de casa como expresiones constantes de una misma realidad ahistórica, si con ello queremos referirnos a clases concretas en lucha. Así, desde el punto de vista del conflicto de clases, no podemos entender del mismo modo lo que denominamos, por ejemplo, trabajadores en cada momento histórico. La clase trabajadora es un producto histórico, y de ahí la variabilidad de su composición, en cuanto resultado de los conflictos que hay en torno a las relaciones de producción:

el sistema de producción no puede verse como un autómata que funciona por sí sólo, sino más bien como una fuente de constreñimientos bajo los cuales los trabajadores y capitalistas, individual y colectivamente, entran en conflicto o llegan a compromisos, dentro y entre diferentes clases, en la búsqueda de sus objetivos. Przeworski. (1985/1988, p. 263)

No nos interesa producir una tipología de clases fija en cuanto a los grupos socioeconómicos vinculados a ellas, pues éste es un elemento que depende del análisis histórico contingente. Lo que perseguimos es establecer cuáles son los procesos fundamentales alrededor de los cuales se elaboran los conflictos, las luchas abiertas, encubiertas, las alianzas, etc.

El análisis de clase no puede limitarse a aquellas personas que ocupan un lugar dentro del sistema de producción. Es consecuencia necesaria del desarrollo capitalista que una parte de la fuerza de trabajo socialmente disponible no encuentre empleo productivo. Este excedente laboral puede organizarse socialmente de diferentes formas, no determinadas por el proceso de acumulación sino por la lucha de clases directamente. Los procesos de formación de la clase obrera están inseparablemente unidos a los de organización del excedente laboral. Como resultado de ello, pueden aparecer en cualquier momento de la historia una serie de organizaciones de clase alternativas. (Przeworski, 1985/1988, p. 62)

Todo ello pone sobre la mesa que no podemos hablar de clases sin referirnos a los procesos de subjetividad individual y colectiva. Fundamentalmente defendemos una concepción de los sujetos discursiva cuya subjetividad es fragmentaria, al entender que las interacciones sociales que los producen son discursivas y fragmentarias. De esas interacciones nosotros nos fijamos en las relaciones de producción capitalista patriarcales. Analizamos la producción de la subjetividad como clases y como individuos por la participación en dichas relaciones. La misma se halla permanentemente amenazada por el carácter socavado de las relaciones sociales, dada la presencia constante de algún otro, de algunos otros, que para nosotros se constituyen en las relaciones de explotación y dominación institucionalizadas del capitalismo patriarcal.

Conclusión

El interés de la propuesta que hemos expuesto es incorporar en el análisis de clase la formación de la subjetividad y cómo ésta queda afectada por las relaciones de clase. Consideramos que las relaciones sociales en las que participamos son fragmentarias y conflictivas, y, de entre todas, optamos por fijarnos en las relaciones de producción capitalistas y patriarcales y en las relaciones de clase que implican. Identificar las dimensiones fragmentaria y preformativa de las subjetividades de clase contribuye a la elaboración de algunos aspectos de una definición de clase social que combine al mismo tiempo la dimensión objetivadora y subjetivadora de las relaciones de producción. Desde este punto de vista, las clases sociales lo son en tanto prácticas reinstaladas. Es decir, en cada interacción la dimensión instituida de las relaciones de producción toma nuevo cuerpo, en cuanto cada situación concreta siempre tiene algo de novedoso y en cuanto es una dimensión flexible, poco precisa. Así mismo, al quedar incorporado lo instituido en cada situación de clase, éste viene a formar parte de los sucesivos contextos de acción que forman parte como presuposición, proyecto y producto de las futuras interacciones de clase que habrá que tener en cuenta.

Como hemos señalado, este planteamiento implica que nuestra subjetividad se debe, entre otros aspectos, a nuestra participación en la producción de la vida bajo las relaciones de producción capitalistas y patriarcales. Eso quiere decir que la subjetividad se va produciendo histórica y biográficamente en procesos que nos construyen como explotados o explotadores, como vendedores o compradores de fuerza de trabajo familiar o complementario, como propietarios o despojados de los medios de producción, como patrimonio o como patriarca, como trabajadores o como empresarios, como ganadores de pan o como amas de casa… En las relaciones de producción nos objetivamos y nos subjetivamos de forma desigual y antagónica, construyéndonos como sujetos disciplinados para la explotación y, al mismo tiempo, capacitados para transformar lo social. La formación de subjetividades de clase no es reflejo de algún principio inmanente. Se define por el carácter subvertido de las relaciones entre dichas subjetividades, en términos tales que en cada una está presente la otra, cosa que le impide ser esencialmente una. Cada una es subvertida por la presencia de las otras. Este carácter abierto de la elaboración de subjetividades de clase lo es en tanto éstas no son un dato ni ahistórico ni unitario, sino fragmentario, ni tampoco son un efecto mecánico de algún principio estructural ciego a la acción, sino que devienen en la acción, en la performatividad. La elaboración de las subjetividades de clase se lleva a cabo en términos intencionales y racionales así como inconscientes. Resultado de intenciones, emociones y efectos no previstos, el devenir histórico de las relaciones de producción capitalistas y patriarcales se muestra hasta cierto punto incierto.

 


1 El presente texto es fruto de una investigación, bajo la forma de tesis doctoral, titulada Las clases sociales como forma de interacción social. Una estrategia de aproximación, dirigida por María Jesús Izquierdo, y defendida en la Universitat Autònoma de Barcelona – España (UAB). Esta investigación se ha llevado a cabo en el marco del Grup d'Estudis sobre Sentiments, Emocions i Societat (GESES) de la UAB, del cual es coordinadora M.J. Izquierdo. Específicamente, se ha desarrollado en la línea de investigación Relaciones de producción, subjetividad, sentimientos y acción. Esta línea tiene por objeto analizar la relación entre la creación de la subjetividad y su objetivación. Es decir, se interesa por la relación entre las condiciones que producen subjetividad y las condiciones en las que ésta se expresa y actúa. La noción de relaciones de producción es un concepto clave para abordar este interés, leído en sus dimensiones capitalista y patriarcal. Agradezco a M.J. Izquierdo sus comentarios a lo aquí expuesto, y a S. Melero por su constante apoyo.

2 Nuestra propuesta de análisis de clase la construimos a través de una lectura de género del concepto de clase. Consideramos que la noción de clase requiere en su definición de los elementos conceptuales que se derivan de una interpretación de la producción de la vida que pone en evidencia la dimensión patriarcal de la misma. Los argumentos y el desarrollo de este punto se puede consultar en Mora (2005a).

3 Hay cierta polémica en torno a quién es o son los autores de esta obra. Sin más intención que la de precisar la bibliografía, sólo vamos a decir que nos acogemos a la línea que atribuye las aportaciones fundamentales a Bajtin, aunque aparezca como autor Voloshinov. El argumento radica en que las nociones fundamentales que se plantean en este texto serían desarrolladas por Bajtin en ensayos posteriores. El hecho de que rechace aparecer como autor estaría relacionado con el contexto de la época (el auge del estalinismo, y donde sólo se declaró abiertamente marxista Voloshinov) (Zavala, 1992). Quizás es la vía más fácil para establecer la autoría, sin embargo, no hay muchas alternativas: Voloshinov no sobrevivirá al estalinismo. A efectos prácticos indicamos la referencia bibliográfica con el nombre de Voloshinov, si bien nos referimos a Bajtin, y en la bibliografía incorporamos el nombre de Bajtin.

4 Explicación no exenta de contestación, en cuanto Marx considera que en el capitalismo la forma de fetichismo específica es la de la mercancía, frente al fetichismo en las relaciones entre las personas, típico de las formaciones sociales precapitalistas. Para Marx, en el capitalismo el fetichismo de la mercancía viene a desplazar el fetichismo en las relaciones entre las personas. Es decir, que en el capitalismo las relaciones entre las personas vienen desposeídas de todo tipo de aura mística, rigiéndose por la persecución del interés egoísta, y que el sujeto se interesa por otro en la medida en que posee algo, una mercancía, que pueda satisfacer algunas de sus necesidades. Sin embargo, implica tomar al sujeto de forma transparente para sí mismo y para los demás. En este punto la concepción de ser humano de Marx se muestra ambigua, especialmente cuando lo reduce a esta concepción utilitaria, que en otros pasajes de su obra no aparece ni por asomo. No deja de ser polémica esta asignación, si pensamos, por ejemplo, en las relaciones entre amas de casa y ganadores de pan, la propia noción de individuo que se hace a sí mismo, en la concepción neoliberal capitalista... En este punto no nos interesa entrar en dicha polémica, sino retomar ese concepto que se muestra muy útil para explicar una parte de la opacidad de las relaciones sociales en las que participamos.

5 Como dice Butler, “En un deseo comprensible de forjar vínculos de solidaridad, el discurso feminista se ha basado frecuentemente en la categoría mujer como un presupuesto universal de una experiencia cultural cuya universalidad estatutaria entraña la falsa promesa ontológica de una probable solidaridad política. En la cultura en que se ha considerado la mayor parte de las veces el falso universal ‘hombre' como coextensivo de la humanidad misma, la teoría feminista ha buscado con éxito traer la especificidad de la mujer a la vez y rescribir la historia de la cultura en términos que reconozcan la presencia, la influencia, y la opresión de las mujeres. No obstante, en este esfuerzo para combatir la invisibilidad de las mujeres como categoría, las feministas corren el riesgo de traer a la luz una categoría que puede o no ser representativa de la vida concreta de las mujeres” (Butler, 1990/1998, p. 303).

6 O, como diría Lacan, del Gran Otro.

7 Para algunos, la concepción de lo social como una estructura, o como el conjunto de individuos plenos, autónomos, no dejaría de expresar el deseo del cierre social, de la posibilidad de la fijación absoluta, aunque sea para un momento dado. Pero, como todos los deseos, nunca se acaba de cumplir plenamente, y siempre queda un resquicio de subversión (Laclau & Mouffe, 1985 [1987]).

8 El contexto de discusión es sobre las consecuencias de atribuir determinadas subjetividades esenciales a las mujeres y la aspiración a una democracia radical. Al respecto es particularmente lúcido el debate en torno a la propuesta de Ruddick y Elshtain. Siguiendo a Mouffe (1992/ 1993), uno de los intentos más claros de ofrecer una alternativa a la política liberal fundada en valores feministas se puede encontrar en el “pensamiento maternal” y en el “feminismo social”, representados por Ruddick y Elshtain. La política feminista que plantean estas autoras consiste en que se debe privilegiar la subjetividad de “las mujeres como madres” y el ámbito privado de la familia. La familia es vista, prosigue Mouffe, por estas autoras como algo que tiene superioridad moral sobre el dominio público de la política, porque constituye nuestra humanidad común. En la experiencia como madres dentro del ámbito privado se puede encontrar un nuevo modelo para la actividad de los ciudadanos, que pasa de la política liberal masculina de lo público configurado desde el punto de vista abstracto de la justicia, para adoptar en su sitio una política feminista de lo privado inspirado por las virtudes específicas de la familia, el amor, la intimidad y el compromiso. Sin embargo, como ha señalado Dietz, nos dice Mouffe, las virtudes maternales no pueden ser políticas puesto que están conectadas con y emergen de una actividad que es especial y distintiva. Son la expresión de una relación desigual entre madre e hijo, la cual es también una actividad íntima, exclusiva y particular. La ciudadanía democrática, por el contrario, debe ser colectiva, inclusiva y generalizada. Como la democracia es una condición en que aspiramos a ser iguales, la relación madre-hijo no puede aportar un modelo adecuado de ciudadanía (1992/1993, p. 10). A lo cual habría que añadir, en ese cuestionamiento, y ¿el padre? Si siguiéramos con el modelo familiar, quizás deberíamos pensar más bien en las relaciones entre hermanos. Se trata, siguiendo a Izquierdo (1998b) de relaciones de equivalencia, donde los iguales pueden convertirse en adversarios o colaboradores en la satisfacción de los propios deseos. Las alianzas, la cooperación y también la competencia tienen como origen las relaciones entre hermanos, cuya extensión fuera de la familia se halla en la relación entre ciudadanos en una democracia. La condición de que el hermano sea aceptado por el hermano es que reine la justicia en el hogar, y por lo tanto la ley. De lo contrario se desencadena la envidia con su secuela de destrucción ciega, sin otro propósito que impedir que el otro sea feliz (1998, p. 149).

9 Este tipo de subjetividades implica una base emocional específica. Como dice Izquierdo, “junto a los factores constitucionales y a las condiciones sociales en que transcurren nuestras vidas, también es importante el grado de madurez emocional que se haya alcanzado, en el sentido de aceptar las limitaciones y reconocer los obstáculos que se oponen a nuestra felicidad, como lo que son: obstáculos. Eso requiere haber superado las fantasías infantiles de unos padres imaginarios omnipotentes, que vuelven a aparecer en forma de sometimiento a un ser superior, sea éste “los de arriba”, el Príncipe Azul, Dios, la Mano invisible del Mercado, o el Marido Honrado y Trabajador. Porque la impotencia del que busca que la felicidad le sea dada mediante una figura de autoridad, oculta un sentimiento de omnipotencia, que no se ha llegado a reducir, suponiendo, que si uno no puede nada, que si depende para todo de los demás, los demás sí que pueden todo. Uno acaba sometiéndose a ellos porque les atribuye un poder que en realidad no tienen ni tendrán” (1998b, p. 144).

10El caso de Plejánov es especialmente visible, tal y como nos comentan Laclau y Mouffe (1985/1987). Para este autor el proceso económico está totalmente determinado por las fuerzas de producción, las cuales son concebidas como tecnología. Esta rígida determinación permite presentar a la sociedad como una estricta jerarquía de instancias: la primera instancia es la del estado de las fuerzas productivas; la segunda, las relaciones económicas por ellas creadas; la tercera, el orden socio-político; la cuarta, la psicología del ser humano social, en parte determinada por la economía, en parte por el orden socio-político surgido de la economía; la quinta y última, las ideologías diversas que reflejan las características de dicha psicología.

11 E incluso cuando históricamente el agente hegemónico haya sido efectivamente la clase obrera, como agente que ha logrado articular en torno a sí una variedad de luchas y reivindicaciones democráticas, lo cual no es explicable por ningún privilegio estructural apriorístico, sino por una iniciativa política en la que la clase se ha empeñado. En este caso, el sujeto hegemónico es un sujeto de clase que se ha articulado prácticamente de una cierta forma (Laclau & Mouffe, 1985/1987). Una forma, que, si miramos a Thompson (1967/1984, 1963/1989), se conecta con una tradición de revuelta y resistencia popular.

12 Como señala Izquierdo (1998b), en el camino hacia la democracia y al autogobierno se hace imprescindible que los líderes políticos no se perpetúen, sean substituidos con frecuencia, pero eso sólo es posible en la medida en que el grupo proyecte menos sus cualidades sobre el líder y sólo le encargue la coordinación y ejecución de las decisiones que el grupo ha tomado.

 


Referencias

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