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Universitas Psychologica

versão impressa ISSN 1657-9267

Univ. Psychol. v.6 n.2 Bogotá maio/ago. 2007

 

TRASCENDER LOS DILEMAS DEL PODER Y DEL TERAPEUTA COMO EXPERTO EN LA PSICOTERAPIA SISTÉMICA

 

BEYOND THE DILEMMAS OF POWER AND OF THE THERAPIST AS EXPERT IN SYSTEMIC PSYCHOTHERAPY

 

ÁNGELA HERNÁNDEZ CÓRDOBA*

PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA, BOGOTÁ, COLOMBIA.* Correo electrónico: angelahc@etb.net.co Correo postal: Edificio 95 - Manuel Briceño S.J. Carrera 5 No. 39-00 – Teléfono. (57 1) 320 8320 Extensión 5757 Bogotá D. C., Colombia.

 

Recibido: Mayo 19 de 2006 Revisado: Noviembre 23 de 2006 Aceptado: abril 25 de 2007

 


ABSTRACT

This article briefly analyzes, how three contempory family therapy models explain role of the therapist in the process of change in therapy. The principal referents of analysis, the power relationship inherent to therapy, the therapist’s knowledge, and his/her directive or symmetric with regards respect to the consultants. It proposes that the therapist could assume a “paramodern” stance to go beyond the dilemmas of his/her social function and accept that his/her theoretical preferences must be founded on an ethical imperative to generate a context, where the consultants expand their margin of freedom, which is limited by the symptoms and the interpersonal conflicts presented as complaints.

Key words: systemic psychotherapy, power in therapy, therapist as expert, “paramodern” stance, ethics in psychotherapy.

 


RESUMEN

Este artículo analiza someramente la forma como tres modelos contemporáneos de terapia sistémica explican el rol del terapeuta en el cambio que se activa en el proceso de ayuda. Se toman como referentes principales la relación de poder inherente a la terapia, el saber del terapeuta y su estilo directivo o simétrico con respecto a los consultantes. Se propone la opción de que el terapeuta asuma una postura de “paramodernidad” para trascender los dilemas que le plantea su función y admita que sus preferencias teóricas deben guiarse por el imperativo ético de generar un contexto donde los consultantes logren ampliar su margen de libertad, limitado por los síntomas y los conflictos interpersonales que constituyen los motivos de consulta.

Palabras clave: psicoterapia sistémica, poder en terapia, terapeuta como experto, postura de “paramodernidad”, ética en psicoterapia.

 


Este artículo pretende ser una reflexión crítica acerca de la naturaleza de la relación que establecen consultantes y terapeutas en la psicoterapia sistémica. Este tema sigue siendo vigente porque los distintos modelos de terapia sistémica debaten aún si la relación terapéutica es una relación de poder y si es ético que el terapeuta asuma un rol de experto o simplemente un rol de escucha respetuosa. Además, ese debate incide no sólo en la práctica de la terapia, sino también en la formación de terapeutas y en el diseño y la ejecución de proyectos sociales con perspectiva sistémica.

Mecanismos del cambio, relación terapéutica y rol del terapeuta en tres prominentes modelos de terapia sistémica

Desde los años ochenta, cuando la terapia sistémica acogió el construccionismo social y las filosofías posmodernas como sus paradigmas, se han cuestionado y relativizado el conocimiento y las teorías del terapeuta. Este nuevo paradigma fue adoptado, entre otras razones, como respuesta al dilema del poder, planteado desde los primeros desarrollos de la terapia familiar sistémica por Gregory Bateson, Jay Haley, Milton Erickson y Paul Watzlawick en los años sesenta y setenta.

La nueva propuesta ha pretendido pasar de la intervención de las pautas relacionales observables de la dinámica familiar, propia de los modelos estructural y estratégico (Minuchin & Fishman, 1981; Minuchin, 1982; Minuchin, Lee & Simon, 1998; Haley, 1966, 1980a, 1980b; Madanés, 1984), a la conversación terapéutica centrada en los relatos de los consultantes, propia de la terapia narrativa, colaborativa, participativa y de coautoría (Anderson, 1997; Anderson & Goolishian, 1988; Hoffman, 1991; Strong, 2000; White, 1991).

Terapia familiar estructural

Como la define Minuchin (1982), la terapia estructural es una terapia de acción, cuya herramienta consiste en modificar el presente –no en explorar ni interpretar el pasado–, pues si bien la organización actual de la familia refleja su historia, esa dinámica podrá cambiar a través de intervenciones que modifiquen el presente. EI foco de las intervenciones es el sistema familiar y el terapeuta se involucra y utiliza su propia persona como instrumento para transformarlo, bajo el supuesto de que al cambiar la posición de los miembros en esa estructura, cambiarán también sus experiencias subjetivas.

Con ese objetivo, el terapeuta confía en las propiedades de la familia como sistema y asume que una transformación de la estructura permitirá la resolución de los motivos de consulta. Por otra parte, dado que la familia está organizada sobre el apoyo, la protección, la regulación y la socialización de sus miembros, el terapeuta se une a ella, no para educarla ni instruirla, sino para ayudarla a recuperar su eficacia en el cumplimiento de estas tareas. En tercer lugar, debido a que el sistema familiar tiene propiedades de autoperpetuación, el proceso que inicia el terapeuta será mantenido en su ausencia por tales mecanismos autopoyéticos.

En el proceso de unirse a la familia, el terapeuta se convierte en un actor más en la obra familiar, y en su reestructuración opera como director y como actor. Crea escenarios, coreografías, esclarece temas y lleva a los miembros de la familia a improvisar formas de interacción dentro de los límites impuestos por el drama familiar. También se usa a sí mismo incorporándose transitoriamente en alianzas y coaliciones, fortaleciendo o debilitando límites y enfrentando o apoyando las pautas transaccionales. Utiliza su posición de liderazgo dentro del sistema terapéutico para plantear desafíos, ante los cuales la familia ejerce su autonomía como sistema ecodependiente.

Las operaciones de reestructuración constituyen los aspectos descollantes de esta terapia. Son intervenciones dramáticas que crean movimiento hacia las metas terapéuticas y su éxito depende de una relación firmemente establecida.

Terapia estratégica

Una terapia puede considerarse estratégica si el clínico le da inicio y diseña un enfoque particular para cada problema. Cuando se encuentran un terapeuta y una persona con un problema, la acción que se desencadena está determinada por ambos, pero en la terapia estratégica la iniciativa está, en gran medida, en manos del primero. Éste debe identificar problemas solubles, proponer metas, diseñar intervenciones para alcanzarlas, examinar las respuestas que recibe para corregir su enfoque y evaluar si la terapia ha sido eficaz. El terapeuta ha de ser muy sensible hacia el consultante y su medio social, pero la forma en que proceda debe ser determinada por él (Madanés, 1984).

La terapia estratégica no es una teoría particular, sino una postura por la cual el terapeuta asume la responsabilidad de influir directamente en los consultantes, puesto que él debe planear qué hacer.

Milton Erickson es considerado como el maestro del enfoque estratégico, a través de su versión de la hipnosis como un modo particular de comunicación. De allí proviene el énfasis en la observación de las personas y sus complejas formas de comunicación. Este enfoque se sustenta en la habilidad para captar cómo los sentimientos y las percepciones subjetivas se modifican a través de la relación interpersonal y la manera directiva de ejercer influencia mediante las palabras, las entonaciones y los movimientos corporales. También de la postura ericksoniana provienen las premisas de que todas las personas pueden cambiar, que el espacio y el tiempo son maleables, y que, paradójicamente, los consultantes son dirigidos hacia la autonomía.

Como la terapia se centra en el contexto social de los dilemas humanos, la tarea del terapeuta reside en programar la intervención en la situación social donde se halla el consultante. Los objetivos de esta intervención son, ante todo, impedir la repetición de secuencias viciosas e introducir mayor complejidad y alternativas de interacción. Se aplica el principio de “pensar en pequeño” cuando se trata de movilizar el cambio, a partir de aquello que el consultante trae como motivo de consulta. Se buscan medios que verdaderamente promuevan el cambio, aunque las propuestas parezcan ilógicas. Es decir, se acude a intervenciones paradójicas como mecanismo para quebrar los círculos viciosos (Weakland, Fish, Watzlavick, & Bodin, 1974), obedeciendo al imperativo ético de ayudarle a los consultantes a ampliar las opciones viables para afrontar el asunto que los preocupa (Von Foerster, 1988).

La terapia estratégica presupone que el consultante sabe lo que es bueno para él y tiene los recursos para lograrlo, por lo cual la clave consiste en utilizar todo aquello que es y que lo rodea –valores, historia, resistencias, etc.–, para ayudarle a satisfacer sus necesidades en forma tal que logre tener una vida más satisfactoria. Se asume que el insight no es una condición sine qua non para que se desencadene el cambio, sino que, por el contrario, viene después de que éste se ha producido.

El terapeuta reconoce que no es omnipotente y que la terapia es una relación paradójica porque los cambios que puede inducir su intervención son limitados e inciertos, ya que dependen, en última instancia, del consultante y no de él (Haley, 1980a).

Terapias narrativas, construccionistas y posmodernas

Los terapeutas que trabajan desde un marco construccionista reconocen sus premisas, puntos de vista, parcialidades y preferencias. Así pueden observar cómo construyen el fenómeno que observan y su relación con ellos mismos. Deciden sus actuaciones en función del significado que generan con los consultantes sobre la situación problema y pretenden crear diferencias y novedades proyectadas hacia el futuro (Fruggeri, 1996).

Los proponentes del paradigma narrativo hacen una escogencia ética fundamental: la conversación terapéutica debe ser un diálogo que favorezca una relación de participación y colaboración, en lugar de una relación técnica, jerarquizada o intervencionista. El proceso terapéutico se describe como una conversación en la cual el terapeuta escucha los relatos del consultante y le abre espacio a lo no dicho. Se entiende como una relación de gran respeto donde se da prioridad al punto de vista del consultante y se minimiza la influencia del terapeuta (Anderson & Goolishian, 1988).

No obstante, no es suficiente escuchar para que haya un diálogo. La perspectiva dialógica implica que tanto consultantes como terapeutas están presentes activamente en la conversación. La escucha empática es sólo uno de los pasos de una danza mucho más compleja, que debe dar espacio a la comprensión creativa. Esto significa que el sentido atribuido por uno de los participantes entra en contacto con el de los demás, de manera que en el diálogo surge un tercer significado diferente de los dos anteriores. A ello contribuyen las preguntas del terapeuta, quien, al ser ajeno a la situación problema, puede introducir elementos para que emerja un nuevo sentido. Por lo tanto, la comprensión creativa añade perspectiva a la empatía, y la danza se mueve entre la cercanía y la distancia, la intervención y la reflexión, la escucha y la acción.

Para mantener la relación de colaboración, Anderson y Goolishian (1988, 1992) introducen la postura de nosaber, como una genuina curiosidad por el relato del consultante, la cual requiere que las comprensiones, explicaciones e interpretaciones en terapia no sean limitadas por las experiencias previas o las “verdades” teóricas en las que cree el terapeuta. Esto no quiere decir que éste no sepa nada, sino que debe mantener una conversación consigo mismo, en la cual dé cabida a los relatos de los consultantes. Esa conversación interna no es un monólogo, sino una “polifonía de voces” que contiene acuerdos y contradicciones, las cuales van sugiriendo sutilmente en el curso de la terapia.

Poder como constructo para comprender toda relación humana

Como dice Foucault (1991), el poder como un algo, como una cosa concentrada o difusa, no existe. Parafraseando a Bateson (como se cita en Sluzki, 1980), el poder puede verse como un principio explicativo; y como principio explicativo, no explica nada. Es simplemente un acuerdo social convencional para describir los procesos relacionales complejos de influencia y de control, presentes en toda relación.

Porque si se acogen los axiomas de la comunicación humana propuestos por Watzlawick, Beavin & Jackson (1967/1981) –es imposible no comunicar y toda comunicación implica un compromiso que define la naturaleza de la relación– , la comunicación no sólo transmite información sino que impone unas conductas que difieren según el tipo de relación que se genere. En otras palabras, en el ámbito de una relación es imposible no ejercer influencia, pues inevitablemente hay un contexto que propone unos roles y esos roles encarnan unas expectativas mutuas de las personas en la interacción, sean amigos, esposos, compañeros de trabajo o consultantes y terapeutas.

La emergencia del poder supone la existencia de la interacción y no así la presencia de ciertos atributos personales de los actores involucrados; de hecho el poder existe sólo cuando es puesto en acción. Así visto, el poder es la expresión de una relación de influencia interpersonal que crea una jerarquía; en ella, las personas en la posición de acatamiento delegan algunas de sus prerrogativas para decidir, a la persona en la posición decisoria. A su vez, las personas en posición decisoria aceptan esa delegación de parte de la persona en la posición de acatamiento (Miermont, 2001).

La jerarquía es un principio de ordenamiento de los sistemas humanos complejos que hay que diferenciar de los estilos de liderazgo o formas de ejercer el poder, las cuales oscilan entre el “dejar hacer” y el autoritarismo extremo, según la magnitud de la cuota de poder que se le delega o que se abroga la persona en la posición decisoria.

El poder visible se expresa en la asimetría de la relación y corresponde a una cuota de influencia que uno cede al otro. Es decir, una relación de poder se define como un modo de acción que se ejerce, no sobre otros en sí, sino sobre sus acciones; es una acción sobre otra acción ya existente, o que puede surgir en el presente o en el futuro, tal como ocurre con el cambio generado en la terapia.

Una relación de poder sólo puede articularse sobre la base de dos elementos indispensables: uno, que aquel sobre quien se ejerce el poder sea reconocido como una persona que puede actuar; y dos, que dentro de la relación de poder esta persona tenga un campo potencial de respuestas, reacciones, resultados e invenciones variadas.

Porque más que una confrontación, el ejercicio del poder, en cuanto forma de dirigir la conducta de individuos o de grupos, consiste en estructurar el posible campo de acción de los otros. Esta acepción implica, entonces, la libertad. Así mismo, indica que el poder se ejerce sólo sobre sujetos libres, que están en un campo dentro del cual pueden elegir diversas formas de conducirse o abandonar el campo. Por lo tanto, no hay confrontación entre ambos elementos, sino una influencia recíproca compleja, pues sin la posibilidad de desobediencia el poder equivale a una esclavitud y la esclavitud opera por la represión física y no por el poder.

No obstante, una relación de poder no es por naturaleza ni la manifestación de un consenso ni la expresión de la violencia. Hay, por el contrario, diferentes grados de aceptación de las relaciones de este tipo que hacen que surjan conflictos y resistencias inevitables, cuando está en juego el modo en que cada uno quiere organizar su comportamiento y su vida.

Una relación de poder implica la pertenencia a un sistema en el que hay niveles jerárquicos de regulación, de control y de acatamiento; estar inscrito en una jerarquía social en la que alguien hace hacer algo a otro o le hace ser eso que él es. Incluye también la atribución de sentido, al darle el valor de símbolos de poder a ciertas condiciones personales, sociales, materiales y psíquicas que inducen al acatamiento. Se puede hablar de fuentes de poder como el dinero, el tiempo, la información, el sexo, el conocimiento, el prestigio, el carisma personal o el rol, pero el valor de cualquiera de esas fuentes está condicionado por el margen de libertad de cada uno de los participantes en la relación, es decir, por la posibilidad de rehusarse a las demandas del otro.

Como afirman Crozier y Friedberg (1977/1992), una relación de poder es de carácter instrumental, en la medida en que existe en razón de alguna finalidad y está mediada por intenciones e intereses, inconcientes o concientes. Estas relaciones son recíprocas pero no necesariamente equilibradas, porque, en cuanto relaciones de fuerzas, uno puede tomar ventaja sobre el otro, aunque ninguno está totalmente indefenso.

Por estas razones, creer que uno tiene el poder es un mito, como también lo es pensar que uno tiene la verdad. El problema es que, como afirman Bateson y Bateson (1988), quien ambiciona una abstracción mítica, se vuelve insaciable y capaz de cualquier manipulación, con tal de aumentar y mantener aquello que el entorno cultural le ayuda a cosificar, al darle un estatus de realidad a ciertos símbolos de poder.

El poder en la relación psicoterapéutica

Se diría que las anteriores características de las relaciones de poder se evidencian en la psicoterapia, porque es una relación humana que tipifica un modo particular de acción. El llamado “trabajo terapéutico” se puede considerar como una forma específica orientada a hacer emerger condiciones de cambio relacional, o, en otros términos, como un contexto que permite la actualización de tales cambios (Cabié & Isebaert, 1997, 2000).

Si el terapeuta acepta que en su trabajo ejerce influencia inevitablemente sobre el consultante, es lógico que organice la terapia para lograr que esa influencia sea pertinente y efectiva según las necesidades de éste. Parece ingenuo confiar al consultante la iniciativa de la conversación terapéutica, cuando él mismo ha buscado ayuda porque no sabe cómo salir de una situación de malestar. De hecho, los consultantes delegan en el terapeuta la decisión de organizar el contexto terapéutico y las condiciones necesarias para que ellos recuperen el bienestar perdido. No esperan que el terapeuta organice su vida, sino que proponga las condiciones requeridas para que ellos retomen el control, confundido entre los síntomas y las relaciones que se estructuran alrededor de las situaciones problemáticas motivo de consulta.

En ese sentido, la psicoterapia, como las demás relaciones de poder, es asimétrica, dado que el consultante le entrega al terapeuta el permiso de ejercer influencia sobre sus modos de actuar en el presente o en el futuro. Esto es posible porque el consultante es reconocido por el terapeuta como una persona que puede actuar dentro de un variado campo de competencias, respuestas, invenciones y posibilidades. Concebir la terapia como la acción de estructurar el posible campo de acción de los otros permite comprender que, paradójicamente, el uso del poder en la terapia le ayuda al consultante a recuperar su condición de sujeto. Porque todos los conflictos relacionales y los síntomas que se convierten en motivo de consulta constituyen una restricción de la libertad y de la condición de sujetos de quienes los experimentan.

Por todo esto, la noción de estrategia como escogencia de los medios para llegar a un fin y como producto del análisis de los juegos interaccionales, se convierte en el mecanismo pertinente para favorecer el cambio.

Adicionalmente, hay que subrayar que la relación terapéutica emerge en el entrelazamiento de los contextos relacionales en los que participan el consultante y el terapeuta, los cuales les fijan unas condiciones y unos límites relacionales. Esas redes sociales a las cuales pertenecen ambos dan un sentido determinado a su encuentro, preparan el terreno para el vínculo posible entre ellos y regulan la cuota de poder que intercambiarán.

Por su parte, como lo analiza Houseman (2003), el consultante recorre un proceso como el siguiente para llegar a la terapia. Se dice a sí mismo:

Creo que mis cosas no van bien. Deseo cambiar. Hablo con familiares o amigos y, talvez aconsejado por ellos, hablo con otras personas que tienen alguna experiencia en los problemas que afronto (un tío, un amigo, un profesor, un religioso, etc.). Si la situación persiste, considero la posibilidad de ver un terapeuta. Tomo consejo, escucho recomendaciones, me informo sobre una persona, un servicio, tal o cual tipo de terapia, etc. Finalmente, decido hacer una cita. Llamo al servicio o al profesional en cuestión, explico mi necesidad y acordamos una fecha. Espero. Llegan el día y la hora y acudo donde la persona que me espera para la consulta., p. 292)

En este proceso, el consultante potencial no es un ser pasivo. Está en un trabajo de reflexión constante, no sólo sobre él mismo, su comportamiento, sus límites, sus aspiraciones, su familia, sus amistades, su trabajo, etc., sino sobre la naturaleza de su relación con el terapeuta. ¿Qué es eso de “ir a terapia”? ¿Qué significa volverse consultante? Surge una serie de imágenes, de evaluaciones y de hipótesis, a partir de las cuales, imaginando tanto las reacciones del terapeuta como las suyas, el consultante se representa la diferencia entre estar en terapia y comentar sus problemas con familiares o amigos.

Esa diferencia se refiere a dos aspectos que aluden a la visión del terapeuta como profesional. En primer lugar, cuando el consultante potencial habla con un amigo, presume tácitamente que él puede cambiarse a sí mismo; sólo espera cierta aprobación para actuar de acuerdo con sus decisiones. Cuando piensa en consultar a un terapeuta, sigue creyendo que puede cambiar, pero ante la aparente incapacidad de hacerlo por sí mismo, espera que el terapeuta “haga algo” que lo cambie.

Si atribuye a la interacción con el terapeuta un poder tal de provocar un cambio, es porque estima que, a diferencia de familiares y amigos, éste movilizará un saberhacer específico, en el cual es experto, e intervendrá ante todo para el consultante y no para sí mismo; sus propios sentimientos y motivaciones no entrarán en juego. Por esto le paga al terapeuta; ese es su trabajo. Es decir, el consultante espera que el terapeuta desencadene un cambio en él y que actúe de manera impersonal: para el consultante y no para sí mismo.

Esto no quiere decir que el consultante busque simplemente hacerse manipular sin que intervenga su propia voluntad, ni que carezca de sentimientos ambivalentes frente a la terapia y al terapeuta, ni que desconozca que, como persona, el terapeuta experimentará ciertas vivencias hacia él. Lo que ocurre es que, frente a un sufrimiento que se vuelve cada vez menos soportable, abrumado al sentir que sus opciones se restringen, el consultante pone entre paréntesis todas esas consideraciones, y toma una decisión que parece más eficaz: buscar a alguien que, de manera desprevenida, lo haga cambiar de alguna manera.

Por su parte, el terapeuta participa también de una red social de la que forman parte no sólo amigos y miembros de su familia, sino sobre todo otros terapeutas, con quienes se encuentra en congresos, programas de formación, grupos de supervisión, etc. Allí comparten sus experiencias profesionales y las dificultades que afrontan. En el marco de estas reuniones, en las cuales muchos terapeutas basan la legitimidad de su estatus profesional, hacen reflexiones similares a la que se hace a solas el futuro consultante, sobre sus motivaciones, sus temores, sus ambiciones, etc., pero también sobre la naturaleza, los objetivos y su rol en la relación terapéutica. Este trabajo de autorreferencia reiterado orienta al terapeuta frente a su consultante y le sirve como una vigilancia ética y técnica.

De esta forma, las actitudes que traen a la consulta el consultante y el terapeuta, a partir de su participación en sus respectivas redes sociales, son casi opuestas: mientras el consultante espera que el terapeuta lo cambie, el terapeuta se cuida de hacerlo; y mientras el consultante espera que el terapeuta actúe de forma impersonal, es con su ser como individuo particular que éste actúa. A fin de conciliar las ideas que tiene de su práctica y las expectativas en parte contradictorias del consultante, el terapeuta hace acopio de su saber-hacer técnico y adopta una postura que pone en juego dos planos diferentes: actuando impersonalmente, pero de una manera personal, entra al mundo del consultante para que éste pueda escoger cambiarse a sí mismo.

Todo este proceso autorregula la relación de poder y va graduando la cuota de influencia que el consultante está dispuesto a cederle al terapeuta.

Saber / no-saber como posturas del terapeuta

En ese contexto dialógico de la terapia, el conocimiento del terapeuta es no sólo un asunto epistemológico sino, sobre todo, ético. La pericia del terapeuta crea una relación jerárquica porque tal conocimiento le concede poder con respecto al consultante.

Inspirado en los escritos de Jacques Derrida, Larner (1995, 1996, 1999, 2000) analiza la complejidad del conocimiento y el poder involucrados en la postura de nosaber propuesta por Anderson y Goolishian (1996). Señala que la postura del no-saber encarna un potente conocimiento de más alto nivel, porque presupone una pericia especial del terapeuta para que la familia encuentre su propio sentido y comprenda su problema. La postura de no-saber no disuelve la pericia del terapeuta en la sesión, ni le permite eludir las posiciones de poder y de conocimiento. Es imposible que no tenga ideas ni haga interpretaciones sobre lo que ocurre en la sesión, y cada idea o interpretación es cultural, política y teóricamente informada.

Larner (2000) afirma que un no-saber crítico admite una postura colaborativa como ideal ético, teñido de poder, conocimiento y jerarquía social en el contexto terapéutico. Por lo tanto, si el poder y el conocimiento son ineludibles en la práctica terapéutica, la tarea ética del terapeuta consiste en encontrar formas de usar el conocimiento y el poder como bases para el diálogo y para la conversación abierta a favor del saber y el empoderamiento de los consultantes. El terapeuta no puede renunciar al poder ni al conocimiento, sino conectarlos a una ética de la responsabilidad (Lamer, 1999).

Para referirse al conocimiento del terapeuta, el grupo de Milán acude al concepto de hipótesis, que no se juzgan como falsas o verdaderas, sino como útiles o relevantes para comprender las situaciones de los consultantes. Una hipótesis no es una teoría que busca la verdad, sino un instrumento usado por el terapeuta para facilitar la comprensión y abrirle espacio a lo no dicho en la conversación.

De acuerdo con Shotter (1993), comprender es un proceso activo de negociación. Lo comprendido se construye a partir de fragmentos vagos: supuestos, prueba de tales supuestos, consideración de los enunciados, generación de nuevos enunciados que vayan clarificando los primeros, y así sucesivamente. Por lo tanto, comprender no es un proceso representacional que refleje pasivamente algo interno, sino un proceso activo, dialógico, recursivo e interminable.

Las hipótesis precisan los focos de observación e intervención en un intento por darle alguna unidad y un orden provisional a la polifonía de voces presente en la conversación interna del terapeuta, pues la cantidad de información que circula en la sesión es infinita. No obstante, ese proceso no es estático, sino que la formulación de hipótesis se mueve continuamente entre la unidad y la multiplicidad, el enfoque puntual y la mirada amplia, el saber y el no-saber. En este sentido, el terapeuta debe recordar siempre que una hipótesis es una construcción y no una reflexión sobre la realidad. Es una suposición tentativa, limitada y con un valor sesgado que requiere evaluación constante, sobre la base de su valor dialógico y su valor ético. De ahí que deba preguntarse: “¿mis hipótesis conectan suficientemente con los puntos de vista de la familia? ¿Son mis hipótesis respetuosas y constructivas para los miembros de la familia?”. Debe tener en cuenta que algunas hipótesis pueden ser peligrosas si se fundan en perspectivas estrechas e incluyen pocas voces que lo cieguen.

Siguiendo este proceso queda claro que el terapeuta no controla ni dirige el cambio. Porque en una terapia el cambio no ocurre por la aplicación intencional de una teoría o una tecnología, sino que surge de la vida misma (Larner, 1998).

La “paramodernidad” como alternativa para el terapeuta sistémico

Como propone Larner (1995), es ventajoso no definirse como terapeuta sistémico ni posmoderno, sino más bien asumirse como terapeuta “paramoderno”. Así se pueden trascender los dilemas y las paradojas inherentes a las posturas sobre el poder y el saber en terapia, porque el terapeuta “paramoderno” explicita los presupuestos y teorías que estructuran su propia práctica. La “paramodernidad” es un movimiento que se resiste a la teoría mientras trabaja dentro de su estructura, porque a pesar de reconocer que la “esencia” de la teoría sobre la terapia familiar es susceptible de deconstrucción, le permite que oriente provisionalmente la práctica, en la medida en que considera que todas las teorías son de arcilla.

La postura paramoderna identifica en el texto de la terapia las condensaciones a veces contradictorias de teorías opuestas entre sí y reconoce que con frecuencia el terapeuta no percibe que lo que hace en terapia no contempla lo que dice que hace, de acuerdo con la teoría. Como el ideal de la teoría está contaminado por lo que realmente pasa en la sesión, la paramodernidad en este contexto conjuga el saber y el no-saber, el poder y la humildad, la cibernética de primer orden y la cibernética de segundo orden.

Ésta es una forma contemporánea de post-postmodernismo, en la que coexisten las aproximaciones basadas en el construccionismo social con las de corte estratégico y estructural.

En la práctica, el terapeuta paramoderno respeta todas las teorías y utiliza todas las metáforas y aproximaciones, porque cree que el cambio es un asunto multifacético y milagroso que surge en la terapia y en la vida. Como dice Larner (1994), la postura del no-saber no implica la exclusión del conocimiento anterior de la primera tradición de terapia familiar, sino más bien un desafío para abrirse al conocimiento y para confiar en el consultante. Si prefiere ver el proceso como una conversación terapéutica donde el cliente es el experto, adopta esa postura no por la hermenéutica o la teoría de la construcción social, sino por razones éticas. Lo mismo ocurre si enfoca el caso desde una postura estructural o estratégica.

Como la paramodernidad se ubica entre lo real (modernidad) y su construcción acerca de ella (posmodernidad), implica un continuo ir y venir de lo conocido a lo desconocido y viceversa. Este vaivén se acompasa con la sabiduría y el conocimiento de los consultantes, en una simultánea reverencia e irreverencia hacia la teoría (Cecchin, Lane & Ray, 1993).

Lo que debería ser común para terapeutas modernos y posmodernos es la conciencia del abuso potencial inherente a la aplicación de cualquier teoría y cualquier tecnología, y la idea de que para superar la opresión y la injusticia social deberían ser potentes y conocedores, pero sutiles y humildes, en la conversación terapéutica. Así, se sacrifica la pureza teórica y el rigor filosófico de la posmodernidad en beneficio de los demás.

Impacto ético y social del poder del terapeuta

Si las relaciones de poder son inevitables, ello significa que los terapeutas no pueden permanecer impávidos ante el conflicto, la manipulación y la ambigüedad. Es su tarea ayudar a que las personas participen en todas las relaciones con mayor autonomía y hagan mejor uso de su libertad, teniendo en cuenta que el monopolio del poder sólo se enfrenta con poder y que los abusos del liderazgo sólo se neutralizan con liderazgo.

Como dicen Minuchin, Lee & Simon (1998), aceptar que el poder es parte de la relación terapéutica permite:

· Aprovechar la observación de los diálogos entre miembros de la familia y sus efectos sobre las pautas interpersonales como foco del trabajo terapéutico.

· Estimular las actuaciones espontáneas o inducidas que transforman la sesión en un escenario vivo, con transacciones entre los miembros de la familia que multiplican sus voces y hacen más versátiles sus interacciones.

· Reconocer que el conocimiento del terapeuta es una fuerza positiva para el cambio.

· Reconocer que la participación del terapeuta en el proceso familiar ofrece una conexión experiencial con la familia y permite la participación del self como testigo, colaborador y enriquecedor de la experiencia.

· Aceptar y reconocer que es imposible que el terapeuta opere sin aportar un sesgo personal a la situación; si esa realidad permanece invisible, distorsionará inevitablemente la relación entre consultante y terapeuta.

Esto es aún más cierto cuando crece la demanda social para que el terapeuta participe en conflictos familiares cuya resolución implica tomar posturas y medidas claras de protección y de control, como ocurre con la violencia familiar, las adicciones y los intentos de suicidio, ante los cuales las posturas neutrales pueden ser juzgadas como expresiones de complicidad y una manifestación de irresponsabilidad social.

Por otra parte, ninguna transformación de un sistema es posible sin un cambio en el sistema de poder. Dado que dichos sistemas proponen una versión de la realidad, clarificar las relaciones de poder genera cambios en tales visiones y en las modalidades de relación correlativas.

Adicionalmente, si el poder equivale al margen de maniobra del terapeuta como actor social, y si su cuota es función de los recursos que tenga el sistema de ayuda, de la pertinencia de los mismos para la solución y de la capacidad para fijar un horizonte temporal en la relación, será más ético que tenga claras tales condiciones. Sólo así podrá ser explícito en los acuerdos con los consultantes y ellos podrán decidir con base en información suficiente la cuota de delegación que quieren ofrecerle.

El terapeuta que pretende no ejercer poder sobre los consultantes puede caer en la trampa ingenua de manipularlos desde su propia ceguera personal, en la medida en que la manipulación se ejerce cuando el otro no tiene suficiente información para hacer uso de su libertad.

No sobra recordar que consultantes y terapeutas se encuentran, paradójicamente, en una relación de intimidad que implica un pago. Aunque no se trata de una relación personal, incluye muchos aspectos personales, que están mediados por un contrato que establece condiciones y límites. Por lo tanto, terapeutas y consultantes son responsables de crear una zona de confort personal dentro de la relación profesional como condición para su mutua evolución.

Referencias

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Bateson, G. (1979). Mind and Nature. New York & London: Bantam Books.        [ Links ]

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