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Universitas Psychologica

versão impressa ISSN 1657-9267

Univ. Psychol. v.8 n.1 Bogotá jan./abr. 2009

 

Humanización: hacia una educación crítica en Derechos Humanos*

Humanization: Towards a Critical Education in Human Rights

JAIRO HERNANDO GÓMEZ-ESTEBAN** Universidad Distrital Francisco José de Caldas, Bogotá, Colombia

No nacemos iguales; llegamos a ser iguales como miembros de un grupo sobre la base de la solidez de nuestra decisión de garantizarnos mutuamente derechos iguales.

Hannah Arendt
Los orígenes del totalitarismo.

* Artículo de reflexión. El autor hace parte del gru po de investigación "Vivencias" de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas.

** Facultad de Ciencias y Educación, Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Cra 3 # 26A-40. Correo electrónico: jairogo40@hotmail.com


Resumen

El propósito de este ensayo es problematizar las tres dimensiones fundamentales en la educación en Derechos Humanos, a saber: la dialogicidad, la alteridad y la juridicidad; no sin antes haber discutido unas condiciones éticas, políticas y jurídicas mínimas para una educación crítica. Concluye con unos presupuestos metodológicos para adelantar esta discusión.

Palabras clave autor Educación en derechos humanos, ética, pedagogía, derechos humanos

Palabras clave descriptores Educación, derechos humanos, diálogo educación moral.


Abstract

The purpose of this article is to problematize the three fundamental dimensions of the human rights education: the dialogicity, the "Otherness" and the juridicity, having previously discussed minimum ethical, political and legal conditions for a critical education in human rights. The article ends with some methodological assumptions to continue this discussion and this type of education

Key words author Education In Human Rights, Ethics, Pedagogy, Human Rights.

Key words plus Human Rights Education, Dialogue, Moral Education, Human Rights.


Introducción

La necesidad de retomar el problema de "lo humano" a lo largo de la historia, ya sea como naturaleza, condición, posición o actitud, demuestra que los seres humanos no sólo se han preocupado por su "esencia", es decir, por lo que los diferencia de lo no humano, sino por las razones de su existencia en cuanto tal. Desde el humanismo renacentista hasta los humanismos críticos de nuestros días, ha habido tres palabras que siempre se han asociado a "lo humano": igualdad, libertad y dignidad. Cuando se despoja a una persona de estas cualidades o atributos se habla de inhumano, infrahumano o deshumanización. Por tanto, cuando se invocan los Derechos Humanos, bien sea como reivindicación emancipatoria, política progresista o justicia social, en el fondo se está invocando una semejanza en la "esencia" de pertenecer a la misma especie, un reconocimiento de la existencia como subjetividad individual y colectiva, unos atributos y cualidades comunes.

Pero el hecho de reivindicarse como humano no garantiza derechos: la dignidad, la libertad, los valores, los intereses y todas los otros elementos constitutivos de lo que tradicionalmente se han considerado inherentes a la "condición humana", pertenecen más a la esfera de la ética y la moral que a la esfera de lo jurídico y lo político. En efecto, ya Rousseau ha señalado que el hombre no es el ciudadano, el hombre es juzgado a partir de principios éticos; en cambio, el ciudadano está sujeto a un marco jurídico y político. Sin embargo, pertenecer a la humanidad no es suficiente para ser ciudadano por el hecho de pertenecer a una nación, o, lo que es lo mismo, para ser reconocido como humano es necesario ser reconocido como ciudadano y, por tanto, los Derechos Humanos no son derechos de todos los seres humanos, sino derechos de los que son reconocidos como ciudadanos. ¿Quiénes no son reconocidos como ciudadanos? Arribamos entonces al problema central de los Derechos Humanos: su naturaleza universal y abstracta, en oposición a los derechos de grupos sociales en situación de inequidad, exclusión o invisibilización.

En primer lugar, hay que decir que la pretensión de universalidad es una pretensión cultural y política de Occidente, y a pesar de que se admiten cuatro regímenes de derechos humanos en nuestro tiempo: el europeo, el interamericano, el africano y el asiático (Boaventura de Sousa Santos, 1998), se asume que todos quedan subsumidos en una universalidad última dada por unos supuestos claramente occidentales y liberales de dignidad, racionalidad, autonomía y libertad. Esta universalidad de los Derechos Humanos generalmente obedece a intereses económicos y políticos de las potencias occidentales y es claro cómo, desde el mismo momento de la Declaración Universal en 1948, se propusieron como reconocimiento de los derechos individuales sin la participación de la mayoría de los pueblos -sobre todo los de la periferia- con la única excepción del derecho a la autodeterminación -que es el más violado- y "en la prioridad dada a los derechos civiles y políticos sobre los económicos, sociales y culturales, y en el reconocimiento del derecho de propiedad como el primer y, durante muchos años, único derecho económico" (Sousa Santos, 1998, p. 354).

Las críticas al discurso de los derechos se han realizado desde dos puntos de vista: desde la teoría política y desde la teoría jurídica. En la política, la crítica considera que los derechos ofrecen una emancipación recortada, insuficiente, y que no permite usarlos derechos como táctica en la movilización social sin exponerse al cuestionamiento de los reclamos del movimiento o a la legitimación de la posición de los adversarios por parte de las cortes. En lo jurídico se ha criticado el discurso de los derechos, en su pretensión de ser capaz tanto de dar respuestas correctas a los casos concretos como de ofrecer protección para todos los intereses (Jaramillo Sierra, 2003).

Estas críticas no implican necesariamente bajar la guardia en las reivindicaciones emancipatorias o en el progreso social, lo único que revelan es que los derechos no tienen los poderes ni las posibilidades que generalmente se les atribuyen. Lo cierto es que más allá de los derechos, se requiere plantearse nuevas formas de lucha, ejercicios alternativos de la ciudadanía, diversos modos de subjetivación emancipatorios y reconocimiento de los derechos colectivos. Son éstos los propósitos que debe tener una educación crítica en derechos humanos.

Condiciones éticas, políticas y jurídicas mínimas para una educación crítica en Derechos Humanos

Los derechos humanos han sido fundamentados desde diversas perspectivas filosóficas y no entraremos a analizar aquí cada una de ellas.1 Ya sea el iusnaturalismo, el contractualismo, el utilitarismo o el positivismo jurídico, todos se ven abocados, ética o políticamente, a la tensión entre universalismo y particularismo. Actualmente esta tensión alcanza su mejor expresión en la concepción de Habermas (1995), para quien la universalidad tiene un contenido propio apoyado en el derecho internacional, independiente de toda articulación hegemónica. En el otro extremo se encuentra Lyotard, "cuya concepción de la sociedad como pluralidad de juegos de lenguaje inconmensurables, en los que las interacciones sólo pueden causar daño, hace imposible toda articulación política" (Laclau & Mouffe, 2006, p. 14). Para una realidad como la nuestra, en donde el respeto a la vida, y en general, los derechos "autoevidentes" son permanentemente violados y la vulnerabilidad material y social se ha naturalizado y normalizado al punto de asumirnos como eternos y consuetudinarios sobrevivientes de la violencia, estas dos concepciones extremas de los derechos no son aplicables ni a la vida política ni a la educación.

Si lo que pretendemos es recuperar los derechos humanos como condición política de libertad y emancipación; presupuesto ético de autonomía, inviolabilidad y dignidad; y herramienta jurídica de igualdad y respeto, se hace necesaria una postura dialógica entre las diversas subjetividades colectivas que reclaman sus propios derechos -por ejemplo, un diálogo entre las diversas identidades juveniles con miras a establecer sus procesos de subjetivación política y, en consecuencia, sus formas de constitución en subjetividades políticas-; una política de reconocimiento indisociable de una política de redistribución de las diversas formas de entender la dignidad, la igualdad y la libertad entre diferentes culturas, como es el caso de los afrodescendientes o los indígenas; y, finalmente, una actitud crítica frente a la tensión derechos-deberes como condición necesaria para justificar la juridicidad y justiciabilidad de una norma.

Una postura dialógica de los derechos colectivos requiere explicitar tanto el concepto de subjetividades colectivas, como la plausibilidad misma de los derechos morales colectivos para no caer en la inconmensurabilidad que Lyotard (1994) le atribuye a los derechos subjetivos. En efecto, existen diversas perspectivas teóricas y disciplinares para abordar el concepto de sujeto colectivo.

En primer lugar, desde el punto de vista jurídico se puede afirmar que los sujetos colectivos están plenamente diferenciados de los sujetos individuales y su existencia es constatable en los ordenamientos jurídicos de los estados. De esta forma, comunidades culturales o étnicas, colectividades religiosas o comerciales, partidos políticos y sindicatos, sociedades anónimas e instituciones educativas, todos son sujetos colectivos titulares de derechos. Ahora bien, en la teoría tradicional, se identifica el concepto de sujeto de derecho con el de persona jurídica entendida como "un producto de la ciencia que describe el derecho y no como un producto del derecho mismo" (Hans Kelsen, 1981, p. 180), es decir, que para el positivismo jurídico kelseniano, el sujeto no existe sino como construcción de un orden de derechos y deberes.

La negación positivista kelseniana del sujeto de derechos como realidad anterior al derecho (positivo) forma parte del pensamiento antimetafísico contemporáneo que tiene sus premisas en Nietzsche y Heidegger e influye en el actual pensamiento posmoderno. Este cuestionamiento del individualismo ético-biologista lleva consigo una afirmación de los sujetos colectivos (comunidad, sociedad, pueblo, nación o estado) como creaciones culturales o históricas, pero puede llevar también a una exaltación del grupo y de la pertenencia al mismo como fundamento de la sociedad, como sucede con el comunitarismo o con el llamado neotribalismo (López Calera, 2000, p. 124)

Este riesgo de que los sujetos colectivos se fragmenten en múltiples comunidades identitarias, aumenta con la resistencia y oposición que muchos grupos y movimientos sociales ejercen frente a los procesos de globalización. Es por esta razón que los llamados derechos culturales o "derechos a la identidad" son considerados como una especie de derechos-paraguas en los cuales es posible albergar toda clase de categorías que pueden ordenar una diversidad de derechos, pero también, caer fácilmente en la caricatura cuando se sacan del contexto, como el derecho a la pornografía o a prácticas sexuales sadomasoquistas. Lo importante es reconocer que los sujetos colectivos no pueden reducirse ni a una construcción legal con una normatividad jurídica absolutamente explícita, así como tampoco a una mera realidad sociológica, cultural y política, y este reconocimiento nos permitirá pensar en estrategias emancipatorias y autorreguladoras menos mediadas por lo jurídico, y más bien convertir los escenarios del derecho en verdaderos campos de antagonismo y conflicto, tan necesarios para una democracia plural y radical (Jaramillo Sierra, 2003; Mouffe, 1993).

Una perspectiva de los sujetos y las identidades sociales diferente a la jurídica es la que proponen autores como Castells y Touraine. En efecto, desde una mirada sociológica, Castells (2003) entiende las identidades colectivas como fuentes de sentido que si bien pueden originarse en las instituciones dominantes, sólo se convierten en tales, si los actores sociales las interiorizan y construyen su sentido atendiendo a un atributo cultural. "Defino sentido como la identificación simbólica que realiza un actor social del objetivo de su acción (...) el sentido se organiza en torno a una identidad primaria, que se sostiene a sí misma a lo largo del tiempo y el espacio" (Castells, 2003, p. 20).

En el caso de las identidades colectivas que pugnan por reivindicar unos derechos colectivos o identitarios, la acción social se organiza en torno a la defensa de los principios comunales, asumiendo como mecanismo fundamental la resistencia frente a las fuerzas hegemónicas y homogeneizantes. Este mecanismo de resistencia conduce a que dichas identidades, mediante la comprensión del sentido histórico y político de su experiencia (para el caso de la escuela, puede ser como grupo etario, como cultura juvenil, o simplemente, como identidades ciudadanas) se asuman como sujetos con trayectorias vitales diferentes a las instituidas, que a su vez pugnan por forjarse nuevos horizontes emancipatorios.

Este proceso de hacerse sujeto mediante la recuperación del sentido holístico de la experiencia individual y colectiva, lo comparte Touraine para quien el individuo se convierte en sujeto en tanto se inserta en unas relaciones sociales a través de su vinculación a un proyecto colectivo que, para alcanzar sus fines reivindicativos y emancipatorios, requiere configurarse como movimiento social (Touraine, 1993).

En cuanto a las políticas de reconocimiento en materia de derechos humanos es necesario comenzar por explicitar las diferentes acepciones de derechos como la dignidad, la inviolabilidad, la igualdad o la libertad. En efecto, es sabido que todas las culturas tienen versiones diferentes de la dignidad y la libertad humanas, algunas más abiertas a otras culturas, algunas más cerradas por su profunda vocación religiosa. En el caso de Occidente, se pueden distinguir dos concepciones de la dignidad y, por ende, de los derechos humanos: la liberal, que le da prioridad a los derechos civiles y políticos; y la marxista, que considera los derechos económicos y sociales como condiciones básicas del desarrollo humano (Boaventura de Sousa Santos, 1995,p.356).

Si bien es cierto que las políticas de reconocimiento tienen el mayor peso en los derechos civiles y políticos, es claro, sobre todo en países con altos índices de inequidad económica e injusticia social, que dichas políticas necesariamente tienen que estar orgánicamente articuladas a políticas de redistribución económica. En efecto, los derechos al reconocimiento identitario y cultural, en general, pasan y se subordinan a los derechos fundamentales ya que éstos constituyen la plataforma material para cualquier trayectoria social o identitaria que adopta el desarrollo humano.

De esta forma, si el propósito de los derechos humanos es garantizar el desarrollo humano, o al menos, garantizar el respeto de la "condición humana", una de las vías más plausibles para alcanzar este objetivo es que esos derechos garanticen el despliegue de las capacidades humanas. En este sentido, los aportes de Amartya Sen (Reyes, 2002) resultan fundamentales en esta problemática. Su tesis en torno a que es una obligación de las políticas públicas garantizar el uso y manejo de las capacidades, entendidas éstas como las libertades reales que tienen las personas para optar por un estilo de vida que considere valiosa para sí o para la sociedad, permite articular las políticas de reconocimiento con las políticas de redistribución. Las capacidades se derivan de todo aquello que la gente puede hacer o ser con los bienes que tiene a su disposición (y que Sen denomina funcionamientos), y dado que la mayoría de la gente está limitada en sus opciones de vida por la insuficiencia de bienes, se hace necesario que la formulación de políticas se centre y planifique en función de las capacidades, es decir, más en las personas que en los medios o en los bienes.

De esta forma, se busca que haya un equilibrio entre las políticas centradas en los bienes materiales (políticas de redistribución) y las políticas centradas en las opciones de vida, las motivaciones subyacentes a esa elección y la actividad valorativa de las diversas identidades ciudadanas (políticas de reconocimiento).

La tercera condición para recuperar los derechos humanos como condición política de libertad y emancipación -presupuesto ético de autonomía, inviolabilidad y dignidad, y herramienta jurídica de igualdad y respeto es la formación de una actitud crítica frente a la tensión entre derechos y deberes. Una de las muchas formas en que se manifiesta esta tensión desde el punto de vista jurídico, es en la exigencia de que un derecho tenga que estar planteado explícitamente en el sistema jurídico (Gómez, 2005). Si esa autoridad es un juez o un tribunal, entonces se habla de justiciabilidad de un derecho. La protección judicial es la garantía más idónea de protección de los derechos.

No obstante, abundan los argumentos a favor y en contra de la justiciabilidad de los Desc (Derechos económicos, sociales y culturales). Algunos de los razonamientos favorables se relacionan con la idea que los derechos sociales son bienes o servicios básicos para la dignidad, la autonomía y la libertad de las personas, y son precondiciones de la participación democrática; en esa medida, no pueden quedar abandonados a los avatares de las decisiones políticas. Aquí radica una de las ideas fuertes de teoría constitucional en el sentido de que un derecho tiene que estar sometido a protección judicial porque ésta es la única forma de no comprometerlos en el debate democrático y en el proceso político. Por su parte los argumentos en contra de la justiciabilidad son de importancia pues se considera que los derechos sociales son muy indeterminados. Por ejemplo, los pactos internacionales sobre la materia señalan que las personas tienen derecho a la salud, pero no precisan hasta qué nivel de atención. Pero no todas las posibles formas de atención serían universalizables, porque los recursos son escasos y las necesidades son prácticamente infinitas. Por consiguiente, no es muy claro el alcance de la obligación estatal correlativa a ciertos derechos (el contenido obligacional); además, subsiste un problema de prioridades al arbitrar los recursos: ¿se debe invertir en educación o en salud?, ¿en alimentación o en vivienda? Por ello, la regulación, el cumplimiento y la asignación de recursos para los Desc serían propios de las decisiones del proceso político y legislativo, y no de las de los jueces. (Useche, 2006)

La educación en Derechos Humanos como educación moral

La educación en Derechos Humanos en la escuela generalmente ha estado asociada con la educación moral -particularmente a la educación en valores-, la educación para la democracia y, en nuestro país, con educación para la paz-. Como ya señalamos (Gómez, 2005), son muchas las razones que explican la falta de deslinde conceptual de todas estas "educaciones". Sin embargo, es un hecho que la gran mayoría de proyectos adelantados por nuestras instituciones educativas, con o sin apoyo oficial2, asocian los derechos humanos con una perspectiva axiológica, una teoría del desarrollo moral y una visión ética de la ciudadanía. En otra palabras, se puede afirmar sin temor a caer en sesgos analíticos, que la educación en Derechos Humanos en nuestro país privilegia con mucha fuerza el componente ético en detrimento de la dimensión política y jurídica de los derechos humanos, lo cual no sería ningún problema excepto porque dichas dimensiones son las que posibilitan una visión crítica de estos derechos.

La perspectiva axiológica y moral de los DDHH, sobre todo desde concepciones como la kolhber-guiana o de la acción comunicativa de Habermas, no permiten asumir actitudes criticas frente a éstos básicamente por tres razones: a) porque son concepciones universalistas que omiten o descalifican los derechos específicos y colectivos; b) porque reducen o subsumen las esferas de lo político y lo jurídico a lo moral, extrapolando, a veces de manera arbitraria, las etapas del desarrollo moral y el desarrollo intelectual a la construcción de las culturas políticas en las que cotidianamente se mueven los niños y las niñas, los y las jóvenes; y, c) porque carecen de las miradas histórica, cultural y económica de los Derechos Humanos, imprescindibles a la hora de la lucha, la reivindicación o emancipación de la condición humana. Como dice el profesor Hoyos (1994, p. 53):

... la bonanza del discurso ético podría convertirse en un nuevo reduccionismo, en una especie de hipertrofia: tanto en las morales normativistas, al exagerarse el sentido exclusivo de constitución de las normas a partir del hombre moderno, arrogante, despótico, como en las contextualistas, al convertir en esteticismos individualistas todo sentido de normatividad. Con ello se estaría reduciendo todo a moral, al olvidarse de que la problemática del hombre contemporáneo, como del de todas las épocas es mucho más complejo.

Básicamente se pueden destacar tres tendencias en la educación moral con una fuerte incidencia -y tendencia reducccionista- en la educación en derechos humanos:

 La educación moral como clarificación de valores: Busca desarrollar valores independientes al lado del modelo de transmisión de valores y del de análisis de valores. El método está centrado en las decisiones individuales, la responsabilidad y la insistencia de no optar a priori por contenidos valorativos concretos.

 La educación para las virtudes o del carácter: Basada en una perspectiva aristotélica y escolástica de la ética, esta perspectiva asume la transmisión de virtudes que promuevan el bien, la felicidad y la vida buena que cada colectividad necesita para mantener sus tradiciones y costumbres. Se trata entonces de un modelo educativo que le concede mayor énfasis a la cultura y a las tradiciones de la comunidad, y cuyo horizonte está determinado por el bien común. La educación en hábitos virtuosos busca en primer lugar identificar cuáles son las virtudes fundamentales para desde allí promover la adquisición de comportamientos o actitudes virtuosas. Es por esto que acuden a teorías conductuales de aprendizaje para que los estudiantes puedan aprender aquello que se considera moralmente correcto dentro de su cultura específica. Obviamente, dicha perspectiva ha generado muchas críticas. Algnos teóricos del desarrollo moral la ironizan refiriéndose a ella como una "bolsa de valores" que el sujeto debe adquirir, y también se presentan objeciones sobre la imposibilidad de determinar el valor o la virtud correcta (Yáñez, 2003). No obstante, esta perspectiva es la que predomina en nuestras instituciones educativas tanto públicas como privadas en prácticas pedagógicas que se expresan en resaltar valores a través de eventos o actividades como el "el día de la honestidad", o el "mes de la solidaridad", o "la semana de los derechos humanos" sin que realmente haya discusiones ni metodologías serias para abordar todas las implicaciones que estos "valores" o virtudes tienen no sólo en el ámbito escolar sino en el macrocontexto político nacional. • La educación moral como procedimiento cognitivo de justificación: Este modelo de educación moral que se fundamenta en la ética kantiana, se configura en los planteamientos de Dewey, incorpora un sistema psicológico con la teoría de Piaget y alcanza toda su plenitud teórica y metodológica con la teoría del desarrollo moral de Lawrence Kohlberg; es sin lugar a dudas, el modelo educativo con mayores pretensiones de universalidad y fundamentación, lo cual lo convierte en el más estudiado y aplicado, y, por ende, el más criticado y cuestionado. Entre las principales críticas que se le han planteado a su aplicación en la educación en derechos humanos se destacan: a) su falta de atención en los aspectos contextuales y emocionales del discurso -pareciese que no existieran los sentimientos morales; b) la falta de conexión de los juicios morales con la acción social; y, c) su reduccionismo cognitivo y ético en detrimento de las dimensiones políticas y jurídicas de los derechos humanos. Por su parte, Mesa (2005) hace notar las contradicciones entre el marco individualista y la perspectiva comunitarista a la que se quiso acercar Kohlberg, a través de su propuesta sobre la "comunidad justa", no sólo porque trata de integrar los presupuestos de autores incompatibles entre sí, como son Durkheim y Dewey, sino por sus profundas dificultades de implementación real, ya que sólo puede adelantarse en pequeñas comunidades que preferiblemente están inspiradas en ideas democráticas platónicas.

Las tres dimensiones de una educación crítica en Derechos Humanos

En la primera parte de este trabajo hemos visto que si lo que pretendemos es recuperar los derechos humanos como condición política de libertad y emancipación, presupuesto ético de autonomía, inviolabilidad y dignidad; y herramienta jurídica de igualdad y respeto, son necesarias al menos tres condiciones: a) Una postura dialógica entre las diversas subjetividades colectivas que reclaman sus propios derechos; b) una política de reconocimiento indisociable de una política de redistribución de las diversas formas de entender la dignidad, la igualdad y la libertad entre diferentes culturas; y, c) una actitud crítica frente a la tensión derechos-deberes como condición necesaria para justificar la juridicidad y justiciabilidad de una norma.

¿Cómo se expresan estas tres condiciones o dimensiones en la educación en Derechos Humanos?; o mejor, ¿Cómo desarrollar una educación en DDHH desde esas tres dimensiones? Creemos, teniendo en cuenta lo planteado, que existirían tres categorías o dimensiones fundamentales para una educación crítica de los derechos humanos: a) la dialogicidad; b) la alteridad; y, c) la juridicidad.

Primera dimensión: la dialogicidad

La confluencia y sincretismo de saberes, prácticas sociales, universos simbólicos y tramas de significados que se presentan en la escuela, exigen de sus actores una actitud de diálogo no sólo por simple supervivencia sino como estrategia pedagógica sobre todo si se trata de educación política. Ahora bien, dado que probablemente el mayor problema de la educación en derechos humanos sea el de la tensión entre universalismo y relativismo cultural, se requiere explicitar unas premisas para el diálogo en la escuela sobre la tensión entre los derechos humanos universales y los derechos específicos que reclaman los estudiantes.

Una primera premisa es no caer en la trampa del dilema universalismo-relativismo. Contra el universalismo se deben proponer diálogos de problemas isomórficos, es decir, problemas que sean equiparables en su forma en donde las peticiones, privilegios y derechos solicitados por las y los estudiantes tengan un referente equivalente en el Plan Educativo Institucional [PEI] o en el manual de convivencia que les permita dialogar y llegar a acuerdos.

Una segunda premisa consiste en identificar las relaciones, coincidencias y paralelos entre derechos y deberes que en principio fueron entendidos de forma diferente. "Nombres, conceptos y visiones de mundo diferentes pueden transmitir preocupaciones y aspiraciones similares y mutuamente inteligibles" (Boaventura de Sousa Santos, 1998, p. 356).

La tercera premisa es la necesidad de incorporar a la escuela de manera inmediata los principios básicos de la educación intercultural. Sólo a través de la toma de conciencia de la incompletitud de los universos simbólicos y las tramas de significado que las diversas culturas (juveniles, políticas, religiosas, etc.) tienen, es posible una educación intercultural de los derechos humanos.

La cuarta premisa es diferenciar las versiones de justicia, dignidad e igualdad que tiene cada grupo etario, cada cultura juvenil y cada género. Su discusión y dialogicidad sólo pueden beneficiar el carácter emancipatorio de los derechos colectivos. Pero para que estas premisas puedan llevarse a cabo, se requieren unos presupuestos teóricos y metodológicos sobre lo que es la dialogicidad y la filosofía dialógica.

El aporte principal de la filosofía dialógica es que no haya verdades ni voces absolutas en tanto cuanto la palabra nunca es neutra e impersonal y está siempre al servicio de intenciones e intereses. El dialogismo se funda en un profundo principio de alteridad en donde el otro, "el extraño", "la otra persona", es inseparable del yo, es más, el yo lo necesita para construir su mundo y para construirse a sí mismo.

El propósito de la dialogicidad presupone entonces la pluralidad de las múltiples voces que se desgajan de un mismo sujeto o de varios sujetos, para que de esa manera se puedan efectuar diversos procesos de autorreferencialidad y descentración que les posibiliten determinar los intereses y las intencionalidades del interlocutor y de sí mismo3. A través de la comunicación dialógica podemos decantar la justiciabilidad, verosimilitud y plausibilidad de una petición, un derecho o un privilegio. "El método dialógico de la búsqueda de la verdad se opone a un monologuismo oficial que pretende poseer una verdad ya hecha... La verdad no nace ni se encuentra en la cabeza de un solo hombre, sino que se origina entre los hombres que la buscan conjuntamente, en el proceso de su comunicación dialógica", nos dice Bajtín (1993, p. 155) en su clásico trabajo sobre Dostoievski. Es fácil deducir que el discurso universalista y abstracto de los derechos humanos en nuestras instituciones educativas, puede leerse como un monologuismo oficial que pretende acallar "los otros", es decir, no dialogar con los derechos específicos que generalmente están encarnados por los estudiantes.

Beltrán, Vargas y Martínez (2005) proponen cuatro tipos de discurso que presentan profundas implicaciones para el análisis de las narrativas y los discursos sobre derechos humanos en la escuela:

a. Dialogal-dialógico: enunciación en la que intervienen varios interlocutores e implica una confrontación en torno a la verdad.

b. Dialogal-monológico: supone el diálogo de varios interlocutores, pero hay predominio de un punto de vista de un solo interlocutor que subordina todas las voces.

c. Monogal-monológico: enunciación con la intervención de un solo locutor, con estructura de intervención.

d. Monogal-dialógico: discurso en el que interviene un locutor, cuya enunciación facilita la plurivocidad en torno a la verdad.

Estos cuatro tipos de dialogicidad constituyen herramientas valiosísimas no sólo para determinar el tipo de discurso sobre derechos humanos que se producen en la escuela, sino también, para explicitar el lugar pedagógico desde el que el profesor va a proferir su concepción de los derechos humanos.

Segunda dimensión: la alteridad

El reconocimiento del Otro, de lo otro, de lo diferente, de lo diverso, se ha convertido en el conflicto político más paradigmático de las últimas décadas en el mundo. Las luchas por el reconocimiento de la diferencia se adelantan bajo diferentes banderas: nacionalistas, religiosas, étnicas, sexuales, etarias, de género. En todas, la reivindicación común es de naturaleza identitaria, esto es, el reconocimiento de cómo nos representamos -con el uso que le damos al lenguaje, con nuestras tramas de significado, con nuestras prácticas culturales y sociales, etc.- y cómo queremos que el otro nos represente.

Pero estas luchas por el reconocimiento de la diferencia, sobre todo en países de la periferia, necesariamente son indisociables de las luchas por la igualdad y la redistribución económica. No obstante, a la hora de las reivindicaciones concretas, las dos luchas se subsumen una en la otra o se separan definitivamente, como es el caso del movimiento gay o de algunos grupos religiosos en donde sus peticiones sobre algunos derechos no tienen nada que ver con derechos económicos o, al contrario, las luchas obreras que terminan absorbiendo los derechos de las mujeres y los niños. Traducido al propósito de este trabajo, este dilema se expresa entre las luchas por los derechos colectivos específicos de los y las estudiantes y los derechos humanos universales, genéricos y abstractos.

Más arriba ya adelantamos una propuesta cuando se dijo que si el propósito de los derechos humanos es garantizar el desarrollo humano, o al menos, el respeto de la "condición humana", una de las vías más plausibles para alcanzar este objetivo es que esos derechos avalen el despliegue de las capacidades humanas. Ahora bien, si se entienden las capacidades como las libertades reales para elegir la clase de vida que la persona desea llevar, cuando la discusión y la dialogicidad en la escuela se desplaza hacia las capacidades, las opciones de vida, las motivaciones subyacentes a esa elección y la actividad valorativa de las diversas identidades ciudadanas de los y las estudiantes, estaremos dando un gran paso para alcanzar un equilibrio entre el respeto de los derechos específicos de los estudiantes y los derechos humanos universales.

Ahora bien, desde el punto de vista de la justicia, Nancy Fraser (1997) propone soluciones afirmativas y soluciones trasformativas para abordar el dilema entre políticas de reconocimiento y políticas de redistribución.

Con soluciones afirmativas a la injusticia me refiero a aquellas soluciones dirigidas a corregir los resultados inequitativos de los acuerdos sociales, sin afectar el marco general que los origina. Por soluciones transformativas, por el contrario, entiendo aquellas soluciones dirigidas a corregir los resultados inequitativos, precisamente mediante la reestructuración del marco general implícito que los origina. (p. 38)

Es claro que en la escuela sólo son posibles las soluciones afirmativas, es decir, que la educación en Derechos Humanos se orienta básicamente a reparar la falta de respeto mediante la revaluación de las identidades colectivas (sexuales, étnicas, etarias, etc.) inequitativa e injustamente devaluadas o descalificadas, dejando intacto tanto el contenido como las diferenciaciones de esas identidades. La solución transformativa, por el contrario, estaría asociada con la modificación de la estructura cultural-axiológica de la escuela; con la democratización de los procesos de gestión;

con la desestabilización de las identidades colectivas, que no sólo elevarían la autorreferencialidad y autoimagen de esas identidades, sino que cambiarían la imagen de todos los miembros de la comunidad educativa. En otras palabras, la solución transformativa le apuesta no sólo a la deconstrucción de los patrones de relación imperantes en la escuela, sino también, a la recontextualización de las prácticas y mediaciones pedagógicas.

Tercera dimensión: la juridicidad

Es muy posible que, por el balance de los proyectos educativos presentados y el estado del arte a nivel nacional, la dimensión jurídica de los Derechos Humanos es prácticamente omitida o acallada en nuestras instituciones educativas. Y esto por varias razones. La primera es por simple desconocimiento: los profesores de Ciencias Sociales, quienes por lo regular son los encargados de impartir la "cátedra" o de adelantar proyectos en DDHH, generalmente no tienen ninguna formación en materias jurídicas o sobre filosofía del derecho en las facultades de educación. En segundo lugar, el ya mencionado reduccionismo y subsunción de la educación política en la educación moral y religiosa. Y finalmente, proporcionar herramientas jurídicas a los estudiantes puede convertirse en un formidable bumerán para la institución educativa, tal y como lo demuestra el ingente número de tutelas en educación.

También es muy posible que las dos primeras sean las razones principales para que no exista una visión crítica de los Derechos Humanos Universales y se les considere como la panacea para resolver toda clase de problemas escolares incluidos los evaluativos, los didácticos y los curriculares, como está ocurriendo con algunos docentes de Ibagué y otras ciudades del país, en donde para remediar el maltrato de los profesores hacia sus estudiantes por su bajo desempeño, los obligan a tomar un curso en DDHH.

La dimensión jurídica tiene que ver fundamentalmente con dos aspectos: con la protección y garantía de los derechos por un lado y, por otro lado, con la legitimidad y legalidad de esos derechos. Mientras que la protección y garantía están respaldadas por la Constitución Nacional -y en el caso de muchos colegios, subordinadas al Manual de Convivencia y el PEI-, la legitimidad y legalidad son relativizadas por el tipo de jurisprudencia que dictamine la corte, o el tribunal, y en el colegio, por el consejo académico o el profesor.

Quizás una de las causas principales de las dificultades que la dimensión jurídica adopta en la escuela, sea el hecho de que los DDHH sean considerados en todos los manuales y tratados de derecho en el capítulo de derecho subjetivo (Monroy Cabra, 1996; García Máynez, 1948). El derecho subjetivo se define como la facultad de querer y de pretender, atribuida a un sujeto, a la cual corresponde una obligación por parte de los otros (Monroy Cabra, 1996), es decir, que en el derecho subjetivo aspectos tales como la voluntad, la facultad y la potestad, constituyen las formas y manifestaciones de las relaciones jurídicas, en oposición al derecho objetivo que es el ordenamiento jurídico o el conjunto de normas vigentes.

Ahora bien, en virtud de que existen diversas teorías para determinar la esencia del derecho subjetivo (teoría de la voluntad, del interés, ecléctica, etc.), es en el positivismo jurídico de Hans Kelsen (1981) en donde el derecho subjetivo es reducido al derecho objetivo, esto es, que la estructura de la norma encierra el deber jurídico, negando a la persona o sujeto como entidad natural y reduciéndolo a una unidad de derechos y deberes. Identificar derecho subjetivo con derecho objetivo

... equivale a confundir las nociones de norma y facultad. La circunstancia de que todo derecho derive de una norma, no demuestra que norma y facultad sean lo mismo. El derecho subjetivo es una posibilidad de acción de acuerdo con un precepto, o, en otras palabras, una autorización concedida a una persona. La regla normativa es, en cambio, el fundamento de tal facultad. (Monroy Cabra, 1996, p. 222)

No se requiere de un gran esfuerzo analítico para determinar que en la gran mayoría de nuestras instituciones educativas se efectúa esta reducción positivista kelseniana en materia de DDHH. En efecto, la relación del sujeto con la norma, que constituye la esencia del derecho subjetivo, se reduce a un deber jurídico en donde la voluntad, la facultad y la potestad quedan subordinadas a la norma "para el efecto de que la sanción sea ejecutada" (Kelsen, 1981 citado por Monroy Cabra, 1996). En otras palabras, las posibilidades de expresión de la voluntad, la facultad y la potestad son reducidas en la escuela al cumplimiento de deberes so pena de sanción por violación o irrespeto de los DDHH. El sujeto, "la persona natural", queda negado y subsumido en la norma, cualquier forma de subjetividad política o cualquier proceso de subjetivación tiene que pasar necesariamente por la norma, la cual siempre se va a ejercer de forma coactiva.

Se hace necesario entonces, desde el punto de vista jurídico, un "giro subjetivista" en la educación en DDHH. Este giro debe ir más allá de la definición convencional de sujeto de derecho "como todo ente capaz de tener (de ser titular) facultades y deberes jurídicos" (García Máynez, 1948, p. 271) y de los atributos otorgados por la Corte4, para dar la posibilidad de la pregunta por las reivindicaciones y las resistencias, que se expresa en la formulación propuesta por Foucault: ¿qué soy en este momento de la historia?, en la cual no sólo se pregunta por los procesos identitarios del ser humano en tanto ser histórico, sino también por el aquí y el ahora que lo configura y lo subjetiviza y desubjetiviza a la vez.

Según Alain Touraine (2001) una escuela del Sujeto debe estar orientada por tres principios: hacia la libertad del sujeto personal, la comunicación intercultural y la gestión democrática de la sociedad y sus cambios.

Según Touraine (2001) la libertad del sujeto personal...

debe reconocer la existencia de demandas individuales y colectivas, en vez de creer que antes de encarar la socialización del individuo éste es un salvaje. La educación, en vez de liberar a lo universal de lo particular, como en el modelo clásico, debe unir las motivaciones y los objetivos, la memoria cultural de las operaciones que permiten participar en un mundo técnico y mercantil. La individualización de la enseñanza significa que la antigua separación entre la esfera privada y la vida publica, y por lo tanto entre la familia y la escuela debe llegar a su fin. (p. 278)

En este sentido, la comunicación intercultural posibilita dar un mayor énfasis a la diversidad histórica y cultural de los estudiantes, al reconocimiento del otro en sus derechos específicos, a las múltiples opciones y apuestas por trayectorias vitales diversas y heterogéneas.

La gestión democrática debe "corregir la desigualdades de la situaciones y oportunidades" a través de la potenciación de las capacidades y la equidad en la participación en los procesos de gestión escolar (Apple, 2000).

Estos tres principios son coherentes con las tres dimensiones propuestas y constituyen una buena plataforma para una educación crítica de los derechos humanos.

Conclusiones

Proponer como objetivo de la educación en DD-HH la humanización implica, por principio, tener en cuenta la tensión entre lo universal (o una idea abstracta de humanidad) y lo particular (o una idea situada y concreta de lo humano), asumir la dignidad en su singularidad pero como espejo del género humano en general (Arendt), y entender que la libertad está íntimamente ligada al desarrollo, y al respeto por diálogo y la comunicación.

El principal riesgo que corre la tensión entre lo universal y lo particular en materia de derechos humanos en la escuela, es la confusión muy común en ciencias humanas (Geertz, 2002, p. 103) de considerar lo universal como universalizaciones al estilo de "todo el mundo tiene que ser o tiene que tener", en generalizaciones del tipo "todos somos iguales" o con leyes taxativas sin ninguna consideración por las particularidades del sujeto y sus posibilidades de cumplimiento. Esta confusión no sólo desvirtúa las tres dimensiones que hemos propuesto, sino que despoja la posibilidad de que los DDHH sean un instrumento de desarrollo humano, en donde las capacidades de los individuos se asumen como el motor de la emancipación y la libertad.


1 Siguiendo al profesor Guillermo Hoyos (1994), se pueden considerar básicamente seis tradiciones filosóficas que han incidido en la fundamentación de los DDHH: i) El iusnaturalismo: "se trata de una ley natural, de una especie de esencia del hombre anterior a todo contrato social, a todo Estado o normatividad legal positiva"; ii) El utilitarismo: su énfasis está en la felicidad, las políticas sociales o derechos de segunda generación y la humanización de las penas; iii) La tradición kantiana: Para Kant la fuente última de los derechos humanos es la dignidad cuya base es la autonomía en donde la "insociable sociabilidad" del hombre se convierte en su mayor conflicto; iv) La tradición historicista: se trata de ver cómo los derechos humanos se realizan en cada contexto social particular en donde la justicia, la democracia y la participación política son sus principales indicadores; v) El contractualismo: se requiere un contrato para asegurar la paz, la igualdad y la libertad, las cuales, según Rousseau, son los valores más caros para la humanidad; vi) El positivismo jurídico: su interés no es tanto la fundamentación de los derechos humanos sino su protección jurídica, por eso tiene el riesgo de sobredimensionar la legalidad y la juridización de los derechos.

2 Véanse sobre todo las experiencias auspiciadas por el Instituto para la Investigación Educativa y el Desarrollo Pedagógico-IDEP así como los estados del arte recogidos en Henao y Castro (2000) y Mejía y Restrepo (1997).

3 Entiendo por autorreferencialidad el mecanismo a través del cual el sujeto, mediante procesos metacognitivos, evalúa y automonitorea la congruencia y coherencia de sus acciones públicas o sociales, teniendo como referencia los dos grandes componentes de la ética democrática: la convicción y la responsabilidad. Complementariamente, entiendo la descentración como el mecanismo a través del cual el sujeto, mediante procesos afectivos, normativos y valorativos autorregula sus actitudes frente a lo público, teniendo como referencia la producción de significados que ha desarrollado en su comunidad de práctica. Véase Gómez Esteban (2005).

4 Los atributos esenciales de las personas jurídicas, según la Corte son 1) "autorización expedida por la autoridad pública; 2) un representante que actúe por ellas, ya que el titular de los derechos y de las obligaciones no es cada uno de los miembros que integran la colectividad, sino la persona moral de la colectividad una e indivisible, y 3) existencia de un patrimonio y de una capacidad propia, independientemente del de sus miembros".


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