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Universitas Psychologica

versión impresa ISSN 1657-9267

Univ. Psychol. v.8 n.3 Bogotá sep./dic. 2009

 

Subjetividades al límite: los bordes de una psicología social crítica*

Subjectivities to the Limit: the Borders of a Critical Social Psychology

 

JUAN PABLO ARANGUREN-ROMERO**
Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Argentina, Conicet

* Este artículo hace parte de las discusiones conceptuales y metodológicas formuladas durante el desarrollo de la tesis doctoral del autor, titulada: "Inscripciones significantes de la violencia en el cuerpo: tortura, memoria y subjetividad en Colombia (1977-1985)".

** Psicólogo de la Universidad Nacional de Colombia, Historiador de la Pontificia Universidad Javeriana, postgrado en Antropología Social y Política y estudiante del Doctorado en Ciencias Sociales de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) - Argentina. Actualmente es becario del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) en el Museo de Antropología de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Ha publicado diversos artículos sobre el cuerpo, la subjetividad, la memoria, la guerra y el sufrimiento. Correo electrónico: arangurenjuanpablo@gmail.com

Recibido: febrero 2 de 2009 | Revisado: mayo 10 de 2009 | Aceptado: mayo 15 de 2009


RESUMEN

En este artículo se analiza el lugar del cuerpo, la memoria y la oralidad en el marco de la constitución de los estados modernos en América Latina y a partir de las tramas de colonialidad que subyacen al proyecto moderno. Se toman en consideración las formas violentas en las que se silencia, se extermina y se margina a la diferencia y en las que los cuerpos, las memorias y las voces se fugan en tanto que subjetividades llevadas al límite de su borramiento y en tanto que inaprehensibles por una teoría social de los consensos.

Palabras clave autor Subjetividad, modernidad/colonialidad, violencia, psicología social crítica.

Palabras clave descriptores Subjetividad, modernidad, Psicología social.


ABSTRACT

This article analyzes the location of the body, the memory and the orality within the framework of the constitution of the modern States in Latin America and from the plots of coloniality that underlie the modern project. The violent forms addressed are the ones in which difference is silenced, exterminated and marginalized and in which the bodies, the memories and the voices escape. The bodies produced by the violence are considered subjectivities taken to the limit from their erasure and un-learnable by a social theory of the consensus.

Key words author Subjectivity, Modernity/Coloniality, Violence, Critical Social Psychology.

Key words plus Subjectivity, Modernity, Social Psychology.


Introducción

La formación de los Estados-nación en los países de lo que hoy día constituye América Latina, está mediada por el entramado colonial; su base está constituida por una densa capa de exclusiones políticas y raciales, y por paradigmas disciplinares que han apuntado a la dominación, el control social y la explotación económica de los grupos sociales históricamente marginados. Este entramado colonial no es, pues, el punto superado del proyecto moderno, sino su sostenimiento encubierto (Grosso, 2007). La formación de los Estados nacionales y la consolidación del colonialismo son así dos fenómenos estrechamente ligados y no la oposición de contrarios. El "proyecto" moderno hace referencia a una instancia central a partir de la cual se regulan racionalmente los mecanismos de control sobre el mundo natural y social. Dicha instancia central es el Estado, entendido como "la esfera en donde todos los intereses encontrados de la sociedad pueden llegar a una "síntesis", esto es, como el locus capaz de formular metas colectivas, válidas para todos" (Castro-Gómez, 1993, p. 147).

La formulación de tales metas demanda la aplicación estricta de "criterios racionales" que permitan al Estado canalizar los deseos, los intereses y las emociones de los ciudadanos hacia las metas definidas por él mismo. Esto significa que el Estado moderno no solamente adquiere el monopolio de la violencia, sino que usa y abusa de ella para "dirigir" racionalmente el mundo de los ciudadanos, de acuerdo con criterios establecidos científicamente de antemano (Castro-Gómez, 1993, p. 147). Esta guía racional es pues constitutiva del velo que encubre la trama colonial que subyace al proyecto moderno.

Una parte importante de este proceso está dada por lo que Beatriz González Stephan ha definido como prácticas disciplinares de los ciudadanos latinoamericanos del siglo XIX: las constituciones, los manuales de urbanidad y las gramáticas de la lengua (1996). Evidentemente, los planteamientos de González Stephan siguen la línea planteada por Michel Foucault (1992), Michel De Certeau (1993) y Norbert Elias (1987) en relación con el proceso de disciplinamiento y control de las sociedades a través de la institucionalización homogeneizante (escuelas, hospicios, talleres, cárceles), con el lugar que ocupa la palabra escrita en la construcción de estas leyes e identidades nacionales y con las topografías y normas del comportamiento adecuado (mapas, gramáticas, constituciones, manuales, tratados de higiene, etc.), respectivamente.

Michel De Certeau señala cómo la lógica misma de la conquista supone la escritura del cuerpo americano y la traza sobre él (la inscripción) de la historia. Este ejercicio historio-gráfico constituye para el autor un punto esencial en el proceso de conquista, una colonización del cuerpo por el discurso del poder: "la escritura conquistadora que va a utilizar al Nuevo Mundo como una página en blanco (salvaje) donde escribirá el querer occidental. Esta escritura transforma el espacio del otro en un campo de expansión para un sistema de producción" (1993, p. 11).

Es esta escritura, esta historia, la que hace hablar al cuerpo que calla, la que constituye un lugar para la alteridad justamente en su silenciamiento: "la inteligibilidad se establece en relación al "otro", se desplaza (o "progresa") al modificar lo que constituye su "otro" -el salvaje, el pasado, el pueblo, el loco, el niño, el tercer mundo" (De Certeau, 1993, p. 17). Esta inteligibilidad viene dada por un saber (un saber decir) todo lo que el otro calla, garantía del trabajo interpretativo de una ciencia moderna. Son, al parecer de Foucault, "contenidos históricos que fueron sepultados o enmascarados dentro de coherencias funcionales o sistematizaciones formales" (1992, p. 21). Se trata, siguiendo con Foucault, de saberes bajos, no calificados o hasta descalificados, esos saberes diferenciales incapaces de unanimidad, sin sentido común y explícitamente marginados.

Y es que los silenciamientos, constitutivos de un saber-poder, sustentan al mismo tiempo la formación del ciudadano como "sujeto de derecho" posible dentro del marco de la escritura disciplinaria y, en este caso, dentro del espacio de legalidad definido por la constitución del Estado-nación. La función jurídico-política de las constituciones es, como bien señala Castro-Gómez, precisamente, inventar la ciudadanía, es decir, crear un campo de identidades homogéneas que hicieran viable el proyecto moderno de la gubernamentalidad (Foucault, 1977):

La adquisición de la ciudadanía es, entonces, un tamiz por el que sólo pasarán aquellas personas cuyo perfil se ajuste al tipo de sujeto requerido por el proyecto de la modernidad: varón, blanco, padre de familia, católico, propietario, letrado y heterosexual. Los individuos que no cumplen estos requisitos (mujeres, sirvientes, locos, analfabetos, negros, herejes, esclavos, indios, homosexuales, disidentes) quedarán por fuera de la "ciudad letrada", recluidos en el ámbito de la ilegalidad, sometidos al castigo y la terapia por parte de la misma ley que los excluye. (Castro-Gómez, 1993, p. 149)

Esta misma exclusión es la que supone los manuales del buen decir (las gramáticas) y los del buen hacer (las normas de higiene y urbanidad) que remiten al proceso de civilización (Elías, 1997), y en los que se exige del individuo la represión y el autocontrol de todas aquellas conductas que se salgan de la norma del buen gusto y a través de las cuales se sostiene la distinción social (Bourdieu, 1988).

La trama colonial de exclusiones, silenciamientos y disciplinamientos es, pues, uno de los puntos constitutivos del Estado moderno latinoamericano. Su encubrimiento surge de la operación de racionalidades y naturalizaciones sobre la alteridad, que la nombran como salvaje, la signan con las marcas del racismo, la tortura, la humillación y la marginalidad y la acallan con la muerte, el despojo, la desaparición y el genocidio. Es así como el silenciamiento que opera en la inscripción de la lógica del "ver-decir", en la lógica historiográfica, supone no sólo un silenciamiento y una exclusión sino la violencia que se inscribe en tanto significante-amo de la relación colonial: el otro como salvaje que requiere de domesticación o el que representa la amenaza, y que, por lo tanto, debe ser eliminado.

Si en este entramado operan entonces múltiples violencias, éstas no pueden seguir siendo escindidas por las clásicas dicotomías entre discurso y práctica, lo simbólico y lo físico, la cultura y la naturaleza. Una escisión tal, trae como consecuencias la trivialización de la muerte, la tortura y la desaparición forzada, o el encubrimiento de la amenaza y la humillación; termina por oscurecer la posibilidad de visibilizar los impactos culturales de la violencia política o por iluminar tan sólo la contracara discursiva de un poder represivo que, sin embargo, tiene rostros y nombres propios; conlleva, en fin, la fractura entre una violencia simbólica y una violencia estructural como si operaran en frentes disímiles y asincrónicos.

Es, pues, todo el entramado de violencias el que debe permitir entender que los regímenes de exclusiones, silenciamientos y despojos, son históricos y expresan intereses específicos de raza y clase social. Es, al mismo tiempo, la posibilidad de descentrar de la lógica moderno/colonial las interpretaciones sobre la violencia, para poner también en evidencia la racionalidad que la sostiene. Sería, por lo tanto, indispensable abrir el campo epistemológico, que guía las comprensiones sobre la violencia, al reconocimiento de que la larga historia de violencia contra los campesinos, indígenas y afrodescendientes en América latina, por un lado, ha silenciado su historia porque los ha desplazado de sus tierras; ha silenciado sus cuerpos porque los ha desaparecido, torturado y asesinado; ha diezmado su lugar político porque los ha masacrado y amenazado para invadirlos con miedo y terror. Por el otro lado, porque ha acallado sus memorias a través del silencio de un proyecto moderno que los relegó a la categoría de salvajes, bárbaros o incivilizados; porque ese mismo proyecto moderno invalidó otras maneras de comprender el mundo en sus dimensiones políticas, económicas y sociales; porque inscribió en sus cuerpos una marca racial que los situó en la alteridad marginal y que en su negación y oscuridad definió la positividad e iluminismo de ese mundo moderno. En fin, porque se sigue sosteniendo en la lógica extractiva, depredadora, excluyente y racista de un poder colonial, ahora en su versión neoliberal.

La comprensión de la violencia política en Colombia podrá así empezar a darse desde una perspectiva que resitúe estas clásicas dicotomías-por demás modernas-entre algo que se presupone enteramente cultural y/o simbólico como el lenguaje, la memoria y la política, y algo que se presupone enteramente físico y orgánico como el cuerpo y la naturaleza. Las formas de resistencia de las comunidades a estas lógicas de violencia no pueden, entonces, entenderse sin el análisis de las precariedades y éxitos del proyecto moderno, ni tampoco sin entrever que en cada grupo social y étnico hay impactos y causas diferenciales que resitúan al mismo tiempo, las formas en que se podría intervenir en modelos de atención humanitaria o acompañamiento psicosocial y hasta la lógica misma de la intervención. Allí también los factores culturales y simbólicos entran en juego para definir los procesos de reparación integral a las comunidades víctimas de estas formas de violencia. Allí se resitúa esa lógica moderna de la intervención psicosocial y la patologización que hace de los vilipendiados y los humillados, de los familiares de los asesinados y de los desaparecidos un sujeto más del "trastorno" postraumático.

Si las subjetividades han sido puestas al límite, llevadas al extremo de la violencia y la ignominia, expulsadas a las fronteras infranqueables de una ciudadanía y un derecho inaccesibles; si sus voces han sido silenciadas por las historias oficiales y por las escrituras hegemónicas; si los cuerpos han sido marcados con la humillación, la tortura y la masacre; si la tierra fue arrebatada y el territorio fue despojado; sus historias tendrán que ser contadas desde los bordes, en el terreno de lo indecible y lo inenarrable (Aranguren, 2008), en los intersticios de una comunicación doblemente fracturada por la imposibilidad de encontrar una escucha dispuesta y atenta, y la de encontrar palabras para nombrar lo innombrable, hallándose sólo ante los huecos y los vacíos del lenguaje. La Psicología Social se encuentra aquí también al límite, ante lo que se le escapa y se fuga, y ante lo que se le resiste a ser insertado en una trama de significados y significaciones.

Una oralidad que se enfrenta a la historia oficial narrada por la marca historiográfica, que se silencia en la inscripción violenta de la letra y que diluye parte de su fuerza en una escritura que no es capaz de aprehenderla plenamente. Un cuerpo acallado por esta misma escritura, marcado por los signos de un poder que lo vilipendia en la tortura y que deshace sus unidades-comunes en la masacre y el desplazamiento forzado. Una memoria signada por una impunidad de larga data que persigue el olvido, por el silenciamiento del dolor y el sufrimiento. Oralidades, cuerpos y memorias puestos en oposición por la racionalidad moderna y puestos al margen por la subsecuente fundación del Estado-nación, ante la escritura, la psique y la historia.

Cuerpo, oralidad y memoria en los intersticios de la escritura

La historia de violencias que se anudan en el entramado moderno/colonial supone la inscripción en la subjetividad de su racionalidad, en tanto lógica de poder, control y dominación. Lo que se inscribe traza el camino que lleva de hacer inteligible a la alteridad, a la gobernabilidad de la diferencia. "Salvaje", "incivilizado", "bárbaro", "infantil", "subversivo", "exótico", "erótico", "herético" y "feminizado", el otro queda signado con la marca que la racionalidad traza para hacerlo aprehensible a su dominio.

Este largo proceso de inscripciones -de marcas significantes- va de la mano con el lugar preeminente que tiene la escritura en el proceso de conquista del "Nuevo Mundo". Tanto en las crónicas de viajes de los primeros "expedicionarios" (base de la etnología) como en el proceso de evangelización cristiana (fundamento del individualismo moderno), la escritura apunta a inscribir en el cuerpo del otro, las marcas de la posesión y la producción.

La escritura viene a narrar las incesantes traducciones de un cuerpo y una oralidad que se le escapan; se queda en el campo de la narración y se conforma con lo que lo escrito dice del cuerpo y de la palabra; traza en el otro la marca significante de su racionalidad y signa violentamente la voz y el cuerpo del otro con la "verdad" de su significante1.

Y es que esta verdad proclama toda su violencia cuando hace de la posesión o de la privación de la escritura la posibilidad de retener o perder la "pureza" del mundo, de ser dueño de la "esencia" de la realidad. Allí es donde la escritura hace la historia signando la diferencia, la oralidad y el cuerpo, con la marca de la marginalidad: "a esta escritura que invade el espacio y capitaliza al tiempo, se opone la palabra que no va lejos y que no retiene nada" (De Certeau, 1993, p. 212). Y es que la oralidad no abandona su lugar de producción: el cuerpo. Tampoco se distancia del acto social de su enunciación, de modo que su perdurabilidad singular o colectiva, se diluye en el contacto efímero2.

Es así como una racionalidad moderna, sostenida en esta narrabilidad del "Nuevo Mundo" y que predomina en el "estilo etnológico", termina por ofrecer a Occidente un lugar "en dónde apoyar su identidad en la relación con el pasado o con el futuro, con lo extraño o con lo natural" (De Certeau, 1993, p. 218). Esta construcción de identidad se inscribe con violencia al reducir la palabra y el cuerpo del otro a la letra y la narración, esos instrumentos que producen los fragmentos con los que la historia argumentará sus enunciaciones "ciertas".

El proceso de evangelización en América tendrá igualmente como correlato la instauración violenta de la palabra escrita. Esta se extiende desde los manuales de evangelización (Aranguren, 2007 a) de los inicios de la conquista, hasta las formas barrocas de educación moral como los manuales de confesión o las vidas ejemplares de mediados del siglo XVII. Unos y otros comparten la necesidad de promover la incorporación de los preceptos de la moralidad cristiana y de estimular la "obstetricia espiritual3 (Durán, 2004).

En relación con las vidas ejemplares y la literatura "hagiográfica", es evidente su constitución como un aparato de predicación que "deleita" y "enseña" y que gracias a la imprenta logra una difusión significativa. Estos textos que, en general, consisten en narraciones de experiencias místicas, particularmente de mujeres, son en muchos casos el resultado de una solicitud efectuada por los confesores a aquellas monjas que señalaban tener encuentros con la teofanía. Con estas "cuentas de conciencia" los confesores lograrán no sólo controlar y mantener la ortodoxia de las visiones, los éxtasis o cualquier otra manifestación virtuosa, sino además conocer lo que Dios manifestaba a través de estas elegidas y que ameritaba, por lo tanto, dar a conocer en tanto ejemplar.

La particularidad de estas monjas está entretejida con las necesidades políticas del criollismo emergente y con la necesidad de poner en evidencia la predilección de Dios por los territorios de los reinos de ultramar. Su lógica supone la encarnación de un ordenamiento social -la moral cristiana materializada corporalmente- y que se convertirá en texto para el otro. El cuerpo entonces deviene textual y su textura está hecha de letra (Bercovich, 1986). Una letra que circula como mensaje que ejemplifica y deleita. Es pues un cuerpo y un dolor -el de la experiencia mística-, que devienen saber y goce4.

La importancia de considerar aquí las inscripciones de la escritura sobre el cuerpo y la oralidad al interior del proceso de conquista y de evangelización colonial se expresa en el hecho de que con la palabra escrita se logra lo que con el exterminio y la expropiación no se termina de materializar: por un lado, el ordenamiento y el control a través de la propagación de una lógica del auto-escrutinio y, por el otro, las bases para erigir el proyecto del Estado-nación: el encubrimiento de las diferencias. Bajo la necesidad de crear patrones homogéneos alrededor de una identidad nacional, se proclama una serie de rasgos comunes que definen los anhelos de una élite ilustrada. La homogeneidad se logra a través de la eliminación de la diferencia, ya por el exterminio, ya por la corrección.

El anhelo ilustrado se configura entonces a partir de ciertas normas y prácticas que instituyen conductas, modos de vestir, comportamientos, gestos, posturas, composturas y valores nacionales. Estas consolidan, a su vez, los criterios del buen gusto y de la distinción, y suponen la pervivencia de alteridades que, en oposición, las constituyen y las definen. Las alteridades encarnan, ya el desorden, la suciedad, la sexualidad desbordada, la embriaguez, la falta de autocontrol; ya una fuerza y coraje únicos y una capacidad inusual para el trabajo físico, o ya un obstáculo para la expansión territorial. Es así como estos otros y estas otras vienen a constituir lugares de clase, etnia y género que o bien requieren de la educación para ser transformados o usados en los propósitos bélico-productivos de las "élites nacionales", o bien deberán ser exterminados ante la repugnancia que genera su mal gusto o ante la necesidad de mejorar la raza5.

Sobrevenido el proceso de marginalización político, económico y cultural que supone la diferenciación social-nacional y acaecido el exterminio de indígenas y afrodescendientes en las guerras decimonónicas, la violencia moderna se instala sobre su entramado colonial6. Ésta va de la mano con la conjunción de un saber, una racionalidad que consolida lo que más adelante será el poder disciplinar. Dicha racionalidad constituye la base de los sueños de blanqueamiento y progreso de las élites criollas y justificarán todo tipo de acciones violentas para sacar del territorio a negros e indígenas. Amparadas en un cientificismo que reclamaba la blancura como forma de superación de las barreras hacia el desarrollo y el progreso (Castro-Gómez, 2005), las naciones latinoamericanas se avocarían al destierro, la exclusión y el genocidio de sus pueblos originarios. La Historia empezará a oficializar el relato de la gesta criolla, encubrirá los exterminios y las expropiaciones, y reforzará la marginalización racial y de clase.

El cientificismo sobre el que se sostienen las historias nacionales a finales del siglo XIX, hará de las crónicas de indias y de los relatos de viaje y expediciones, las fuentes por excelencia para "hacer hablar al pasado por sí solo". Éstas se constituyen silenciando y velando lo indígena y lo negro, acallando sus voces, sus cuerpos y sus memorias (Grosso, 2008). La nación continuará durante todo el siglo XX reivindicando una escritura de la historia sostenida sobre este encubrimiento, remarcando sobre su cientificidad, una oposición al cuerpo, la oralidad y la memoria. Esta historia, con total impunidad, silenciará el exterminio, la marginalización y el destierro y sólo dará cuenta en sus silencios y en sus vacíos -en lo que no dice- de la larga historia de violencias sobre las que se funda la nación. Estas memorias borradas, estas corporeidades humilladas y estas voces acalladas, seguirán siendo vilipendiadas, violentadas y desdibujadas en los proyectos constitucionales, en las luchas a muerte interpartidistas, en los regímenes totalitarios, en las doctrinas de seguridad nacional, en los retornos a las sendas democráticas y en los derrames neoliberales. La larga historia de silenciamientos, genocidios y despojos constituye así una violencia ontológica, contra todo el ser-otro, contra toda su existencia. Asesinados, humillados, acallados y desterrados, estos "otros" de la historia, no obstante, resisten al olvido y al silenciamiento, configuran luchas cotidianas, se organizan en expresiones comunitarias contrahegemónicas lanzan en sus voces y en sus cuerpos su historia-otra. Son subjetividades que se resisten al desdibujamiento que supone la homogenización por la vía del exterminio y la desaparición o por el camino del adiestramiento y la educación. Son subjetividades que puestas al margen de lo nacional, recuerdan cómo en sus cuerpos se pretendió inscribir su borramiento, son identidades en fuga frente a una teoría social a la que se le escapan los cuerpos y las voces, que se enfrenta a la inconmensurabilidad de sus expresiones y a la indecibilidad de horrores y sufrimientos de larga duración.

El desdibujamiento de las subjetividades

El proceso de homogenización social, en esta larga historia, ha buscado consolidarse a través de procesos de evangelización, instrucción, reclusión y de estrategias de eliminación, marginalización y exclusión. Unos y otras han estado mediados por una serie de violencias que persiguen la inscripción de proyectos nacionales. Es así como en esta larga historia nacional, evangelizar, educar, controlar, vigilar, militarizar, torturar y democratizar se convierten en las formas esenciales de "gestionar" la diferencia.

La tradición del pensamiento occidental es fundante de condiciones hegemónicas de dominación, exclusión y silenciamiento. Sustentado sobre la premisa de un universalismo, el pensamiento occidental moderno situó, como bien señala Gros-foguel (2007), la posibilidad de poder reclamar un conocimiento más allá del tiempo y el espacio, con la condición fundamental de desvincular al sujeto de todo cuerpo y territorio; es decir, vaciar al sujeto de toda determinación espacial o temporal, habilitando con ello a un sujeto universal como fundamento de todo conocimiento. Este conocimiento originado en la "hybris del punto cero" (Castro-Gómez, 2005), es decir donde "el sujeto epistémico no tiene sexualidad, género, etnicidad, raza, clase, espiritualidad, lengua, ni localización epistémica en ninguna relación de poder, y produce la verdad desde un monólogo interior consigo mismo, sin relación con nadie fuera de sí" (p. 64), va de la mano con las pretensiones de homogenización de la cristiandad colonial, del Estado - nación del siglo XIX y de las democracias y regímenes autoritarios de los siglos XX y XXI. Así, con mucho interés, vale la pena seguir los interrogantes formulados por Castro-Gómez (1996) pues permitirían situar un problema fundamental que anuda los patrones violentos de homogenización y la racionalidad moderna y humanista: "¿Qué ocurriría si el colonialismo, la racionalización, el autoritarismo, la tecnificación de la vida cotidiana, en suma, todos los elementos deshumanizantes de la modernidad, estuviesen relacionados directamente con los ideales humanistas?" (p. 114).

Estos ideales están en el entramado moderno/ colonial y transitan, como efectivamente subraya Grosfoguel, del "cristianízate o te mato" del siglo XVI, al "civilízate o te mato" de los siglos XVIII y XIX, al "desarróllate o te mato" del siglo XX y, más recientemente, al "democratízate o te mato" (2007, p. 73). En esta larga historia de amenazas de exterminio, el patrón de homogenización ha buscado desdibujar los rasgos de singularidades que, no obstante, se fugan por los intersticios del poder.

Las subjetividades llevadas a los límites de su borramiento no podrán entonces ser captadas ni cooptadas, totalmente, ni por una teoría social que ronda dentro de las fronteras demarcadas por la modernidad, ni por la exacerbación de las violencias. Cuerpos, voces y memorias resisten los embates de esas tramas de violencias y se escapan a ser aprehendidas por la letra, la racionalidad y la violencia modernas. Aquellas singularidades perseguidas por la homogeneidad y objeto de sus saberes disciplinares, otrora víctimas de los embates de la evangelización cristiana, de los Estados nacionales y de los modelos de desarrollo y blanqueamiento de la primera mitad del siglo XX y que encarnan también la violencia política de los últimos 60 años, expresan, lejos del hegemón escritural, a través de sus voces, sus cantos, sus cuerpos y sus memorias, la historia de resistencia a las arremetidas de dicho borramiento. Más allá de la letra, sus memorias están encarnadas, hechas cuerpo y movimiento, hechas voz y cadencia. Las resistencias, las memorias, las voces y los cuerpos dan cuenta así de la trama de violencias moderno/coloniales a la vez que resisten a la contracara contemporánea de dicha trama.

La exacerbación del desdibujamiento: el militarismo

La violencia política de la segunda mitad del siglo XX, si bien se sostiene en las lógicas de raza y clase de los 460 años previos, se enmarca de manera significativa en las dinámicas sociales y políticas de la guerra fría. Es así como el desdibujamiento de las singularidades cobra particular importancia en el marco de una lógica que se abre camino entre la opción del amigo y el enemigo. Evidentemente esta lógica viene permeada por largos procesos de militarización de la sociedad a través de tecnologías de poder y disciplinamiento, abordados por Foucault. Los planteamientos de Foucault logran entrever de qué manera el Estado "fabrica" subditos dóciles y una fuerza de trabajo obediente a través del adiestramiento, el control y la instrucción y bajo el modelo del ordenamiento militar7: "la política como técnica de la paz y orden internos ha tratado de utilizar el dispositivo del ejército perfecto, de la masa disciplinada, de la tropa dócil y útil, del regimiento en el campo y en los campos, en la maniobra y en el ejercicio" (1976, pp. 172-173).

El cuerpo sumergido en el disciplinamiento militar, sometido a los arreglos institucionales según una lógica bélica, pervive de manera significativa en los regímenes autoritarios de las décadas de los setenta y ochenta en América Latina y sigue calando de manera significativa hasta la década actual en los imaginarios identitarios y corporales. Este mantenimiento de la lógica militar en lo corporal no sólo opera como una pedagogía de la postura y la corrección (Vigarello, 2005), ni solamente como una actitud física, sino también como una disposición moral del cuerpo individual y del cuerpo social. El cuerpo formado del soldado se sustenta en el intento de "borrar cualquier anomalía indiscreta" (Vigarello, 2005, p. 58), de hacerlo funcional al colectivo armado y desdibujar bajo el disciplinamiento y la corrección, bajo técnicas que lo llevan a sus límites, cualquier singularidad que lo haga inoperante a los requerimientos bélicos (Aranguren, 2006, 2007b). En la misma lógica, el cuerpo social bajo la disposición militar deberá funcionar disciplinadamente e incorporar las disposiciones y técnicas que, a su interior, el orden bélico traza para sí. El lugar de esta lógica militar en la sociedad, es trazada magníficamente por Pilar Calveiro a propósito de la tortura y la desaparición forzada, durante la última dictadura militar en Argentina. Calveiro señala que al asumir el disciplinamiento de la sociedad, las Fuerzas Armadas buscaron modelarla a su imagen y semejanza, internalizando y haciendo carne una lógica que se remontaba al siglo XIX, favoreciendo la "desaparición de lo disfuncional, de lo incómodo, de lo conflictivo" (2006, p. 13).

La lógica militar supone el desdibujamiento de una serie de rasgos singulares que hacen inoperante el colectivo armado. El subordinado delega en el colectivo armado su responsabilidad, la comparte, pues él mismo ha delegado su cuerpo, en el entrenamiento y la instrucción, a los requerimientos del grupo. Todo juicio moral aparece aplazado por el deber de obedecer y sus acciones quedan así libres de cuestionamientos y limitadas al cumplimiento de la orden (Calveiro, 2006:12). Ofrecido al colectivo, el cuerpo del militar sólo parece funcionar por la disposición de la voz de mando que entraña tanto poder como temor, y cualquier acción parece ocurrir fuera del control de la voluntad de los individuos. Sin embargo, el cuerpo y el sujeto no se dan todo al ordenamiento bélico, y el colectivo no logra desdibujar plenamente a los sujetos. Así, ante el argumento de "obediencia debida", como bien señala Calveiro, lo que se entrevé es el carácter des-dibujante del aparato bélico, su intento de deshumanización. Esto, al contrario de lo que se puede imaginar, no equivale a reducir la responsabilidad, significa que esta lógica militar-autoritaria (con-centracionaria, como señala Calveiro para el caso de la última dictadura en Argentina) hace aparecer ilusoriamente a la responsabilidad como diluida y distorsionada en una maquinaria que no sería sino puro dispositivo, pura técnica, pura discursividad. Y es que, es justamente ese su presupuesto: hacer que cada ser humano se comporte como una pieza de una gran maquinaria, cuando en verdad cada componente tiene rostros y cuerpos definibles y cada uno de ellos tiene una función diferente y una responsabilidad delimitables. De ahí se entiende, siguiendo con Calveiro, que al rescatar la humanidad del militar-desaparecedor no se lo absuelve; "se lo excluye de lo monstruoso, de lo sobrenatural para incluirlo en lo humano, en la escala de lo que se puede valorar y juzgar" (2006, p. 140).

El proceso de desdibujamiento que opera durante la formación del combatiente, se extiende hacia el cuerpo social, no como consecuencia del entrenamiento del guerrero (lógica según la cual se justificarían las acciones cometidas bajo la excusa de la obediencia debida), sino como resultado de la gran disposición de poder que adquieren las fuerzas castrenses y por los intereses de homogenización social y eliminación de la diferencia que guían sus acciones. Antes de vislumbrar los entrenamientos recibidos por los militares latinoamericanos en la Escuela de las Américas como causa esencial de las torturas, masacres y desapariciones cometidas por las Fuerzas Armadas (y sus fuerzas paralelas) en dictaduras y en democracias, hay que ubicar las lógicas que subyacen a la política internacional para iniciar en América Latina un gran campo de desaparición y muerte.

El gobierno sobre la vida y la muerte

El proceso de militarización y su consecuente desdibujamiento de rasgos singulares, operaría desde su interior (el cuerpo de los soldados) hacia el exterior (el cuerpo social). Esto significa que, por una parte, al incorporarse una lógica militar en toda la sociedad a través de los dispositivos disciplinares, se estaría efectuando un proceso de homogenización social; por la otra, que la eliminación, la desaparición, la masacrare y la tortura a indígenas, campesinos, afrodescendientes, sindicalistas, líderes estudiantiles y profesores universitarios, sería posible a través de un proceso de deshumanización de la diferencia y de un proceso de atribución de peligro mortal a su poder subversivo.

Estos regímenes se erigirán sobre la base de la dinámica histórica de exclusiones, violencias y silenciamientos que se ha señalado hasta aquí, apuntalando la eliminación de la diferencia que en el pasado no terminó de ser desdibujada y aprovechando los recursos y técnicas que se habían desarrollado para tal fin. Por el otro, engendrarán nuevos dispositivos y, buscarán extender el proceso de homogenización a través del exterminio no sólo hacia los históricamente excluidos, sino hacia aquellas capas de la sociedad potencialmente peligrosas por su afinidad política con aquellos sectores de la sociedad marginalizados por el sistema8. Evidentemente, la incapacidad de los Estados latinoamericanos de expresar los intereses de la sociedad y el hecho de que dichos Estados sólo fueran un instrumento de dominación de intereses particulares de clase y raza, los mostró incapaces, como bien señala Norbert Lechner (1977), de generar un proyecto nacional, teniendo que recurrir a la exacerbación de lo que históricamente había hecho: reprimir los diversos intereses particulares opuestos a los grupos de poder dominantes9; ello deviene en que el Estado, en plena vigencia de las dinámicas de la Guerra Fría y de la emergencia de los movimientos armados insurgentes, se presente como estado de emergencia en permanencia (p. 120). Con ello se erige el escenario sobre el que la lógica bélico-militar dispondrá su gobierno sobre la vida y la muerte, y que se expresará paradigmáticamente en la entrada en rigor de los estados de sitio y los estados de excepción por los gobiernos militares de facto o los gobiernos democráticos en América Latina.

El estado de excepción que se abre camino entre militarismos, sometimientos y violencias históricas, supone su articulación con el orden jurídico (Schmitt, 1985); una articulación, sin duda paradójica, porque, como bien señala Agamben (2007), aquello que debe ser inscripto en el derecho es algo esencialmente exterior a él, esto es, nada menos que la suspensión del propio orden jurídico.

El proceso de desdibujamiento de las singularidades queda aquí, más que nunca, anclado al gobierno que sobre la vida y la muerte le proporciona, paradójicamente, un orden jurídico excepcional. Éste, sin embargo, sigue anclado a las dinámicas políticas, sociales, culturales y epistémicas fundantes del orden moderno/colonial. El silenciamiento de cuerpos, memorias y voces perdura con el exterminio, la tortura, la violación, la humillación, el despojo y el control social autoritario. El nomos de la modernidad no sería, pues, el Campo de concentración como señala Agamben (2000), sino la colonización-esclavización que subyace al proyecto moderno.

De tal modo, las expresiones del totalitarismo no serían sólo aquellas entrelazadas con los regímenes autoritarios del siglo XX, sino que serían todas las que, ancladas en un proceso de desubjetivización, hicieron de la vida y la muerte objeto de su gobierno. Sin embargo estos regímenes autoritarios no serían ni el incomprensible monstruo (concepto bajo el que se desdibuja y se diluye a sí mismo), ni una simple continuidad de una historia de 516 años. Es, retomando a Calveiro, "un hijo legítimo pero incómodo que muestra una cara desagradable y exhibe las vergüenzas de la familia en todo desafiante" (2006, p. 13). Ello significa que no es estrictamente un quiebre y una fractura institucional la que deviene terror y muerte, sino la contracara de la institucionalidad moderna.

De allí se entrevé, entonces, que la impunidad sobre la que se erige el proyecto moderno sostiene la impunidad que acalla y silencia a las víctimas de los crímenes de Estado. Esta idea, lejos de querer diluir las responsabilidades particulares y achacárselas a una incierta entidad tal como un "proyecto moderno", implica la posibilidad de pensar que las complejas tramas de violencias y silenciamientos que se han inscrito sobre los sujetos pretendiendo su borramiento, no podrán desanudarse sino bajo la puesta en evidencia y la fractura de esa lógica moderno/colonial. La racionalidad sobre la que se erige dicha lógica (su fuerza epistémica) tendrá que empezar a deconstruirse en conocimientos de otros modos que entren en resonancia con los cuerpos (Aranguren, 2008) las voces y las memorias de subjetividades puestas al límite de su existencia. Un anhelo de tal magnitud no podrá seguir sosteniéndose en el consenso como praxis política; la democracia sorda, ciega y muda (la política sin sentido); no podrá seguir acallando las voces bajas, marginales, en conflicto y sin sentido común que, empero, han resistido los embates de un proyecto que persiguió el exterminio de otras formas de saber, pensar y sentir. En el mismo sentido, habrá que fracturar el mantenimiento de un cientificismo, según el cual, las voces, las memorias y los cuerpos tienen que ser leídos a partir de una letra o de una escritura, cuando han resistido a ella a través de prácticas cotidianas y políticas. Se trata así, de las resistencias de los disensos.

Disensos

¿Cómo generar un saber en sintonía con aquello que se le fuga a la teoría social por sus intersticios, que está situado en los bordes de una discursividad? ¿Cómo generar resonancias de sentido(s) con aquellos que han sufrido los embates de esta violencia ontológica? ¿Cómo no seguir sosteniendo la lógica de estas violencias? ¿Cómo aportar a los procesos de reconstrucción de una subjetividad desdibujada por las marcas de la desaparición, la tortura, el destierro, la marginalización y el despojo?

Estos interrogantes están lejos de ser resueltos y sus problemas están lejos de ser agotados en esta parte final del texto, pero pueden ser discutidos en virtud de la puesta en el escenario de las tensiones entre los consensos sociales frente a las políticas de historia y memoria de los Estados modernos y los disensos en tanto memorias en resistencia y objeciones de (los) sentido(s) de los sujetos, colectivos y comunidades puestos al margen de aquellos10.

Autores como La Capra (2007, p. 177) han señalado la importancia de oponerse a la normalización de las historias singulares de hechos como el holocausto nazi, aunque plantean también que el hincapié sobre la singularidad puede ser conducente a "expresar" problemas en vez de elaborarlos. Estos autores siguen encerrados en una conceptualización moderna según la cual es necesario encontrar algún grado de generalización, para guardar cierto grado de objetividad y perspectiva crítica. Con ello, se sigue violentando, bajo una racionalidad cientificista, la singularidad de la experiencia límite y se sigue sin reparar en el hecho de que son límite, justamente porque se trata de situaciones en donde toda subjetividad, toda condición social y humana de lo narrable y lo decible, ha sido puesta en cuestión y en fuga.

Un proceso decolonizador de esa aproximación epistémica al otro, reclamará una psicología social crítica (Domènech & Ibáñez, 1998; Ibáñez, 1989; Piper, 2002) de los modelos modernos-coloniales de interpretar el mundo. Ésta supone, a su vez, una complejización de la noción de violencia que, como se dijo, habrá de romper los dualismos entre lo simbólico y lo real, y habrá de poner en evidencia la experiencia subjetiva de los hechos de violencia. Esta subjetividad sólo puede emerger haciendo audible el testimonio de las víctimas, esas voces y esas memorias que históricamente han sido acalladas y violentadas con total impunidad.

Hacer audible las experiencias de dolor y sufrimiento supone entrever la relación que se genera entre una víctima que puede estar o no dispuesta a hablar y otro que puede estar o no dispuesto a escucharla. Esta relación tendrá que descentrarse del modelo confesional-colonial-hagiográfico11, según el cual, quien cuenta su experiencia de dolor y sufrimiento es luego convertida, por quien la escucha, en texto público "ejemplarizante" y de consumo12. ¿Cómo hacer para no repetir esta violencia epistémica u ontológica en el trabajo etnográfico, historiográfico, sociológico o terapéutico? La discusión, además de abocarse a cuestiones éticas, también conlleva aspectos políticos y epistémicos.

Y es que la memoria, producida en sus marcos sociales (Halbwachs, 1994; Piper, 2005; Vásquez, 2001) está en continua relación con los contextos que la limitan, la hegemonizan y la controlan de manera consensuada, o con aquellos que la abren al debate, al conflicto y al disenso. En el primer caso, es necesario considerar que, en sus límites, homo-genizaciones, controles y consensos, las memorias marginales, silenciadas y acalladas, no obstante, se filtran y en algún momento hacen mella a los consensos; mientras que en el segundo, siempre es posible que una u otra memoria se imponga sobre las otras y se convierta en hegemónica. Con todo, el silenciamiento del pasado no elimina las divisiones y las fracturas sociales y de modo recurrente éste irrumpe para fracturar las política del consenso (Lechner & Güell, 2006, p. 18). El pasado sin dolores, sin sufrimientos, sin drama, sin tortura y sin muertes, despojado de toda subjetividad; pero el pasado en todo caso con ellos, en el síntoma social, en el miedo y el terror a la participación y el debate político, pero también en las resistencias cotidianas, en lo que se le escapa al consenso.

De ahí que la memoria social no pueda emerger sino en el conflicto cotidiano, en la ebullición de otros sentidos: otras formas de comprensión del mundo y la activación de una experiencia sensible en ruptura con cientificidades consensuales. Esta ruptura vendrá dada por el disenso, por el conflicto que suponen otros sentidos sobre la memoria, sobre las voces marginales y los cuerpos violentados. Supone, epistémicamente, descentrar el lugar de la visión que todo lo comprueba, todo lo distancia y que sostiene el escrutinio y la idea de una objetividad posible. Es hacer de todo el cuerpo, de toda experimentación de sí, la experimentación del mundo: "sentir es a la vez desplegarse como sujeto y acoger la profusión del exterior" (Le Breton, 2007, p. 21). Pero el límite de los sentidos es menos el de un cuerpo en sí mismo y más el que es producido por unos marcos sociales y culturales que producen voz, memoria y corporeidad. Así, el cuerpo y los sentidos sólo son "los mediadores de nuestra relación con el mundo, (...) a través de lo simbólico que los atraviesa". (Le Breton, 2007, p. 22)

Sin embargo, las posibilidades de los sentidos exceden lo enunciable por el orden simbólico y mucho de ello escapa y fuga, para hacerse indescriptible. Las maneras de recordar, de sentir y de expresar, varían también según las tramas de violencia que se han inscrito en los recuerdos y en los cuerpos, pero varía también según las disposiciones sociales y culturales de cada sujeto para expresar sus recuerdos. El otro, en tanto que condición de sentido, trazará también los marcos de expresividad, pues está en el fundamento del lazo social. Así, los sentidos no serán solamente "una interiorización del mundo en el hombre; [sino] una irrigación de sentido, es decir, una puesta en el orden particular que organiza una multitud de datos" (Le Breton, 2007, p. 30). Es sólo en la resonancia de lo(s) sentido(s) donde la memoria, la voz y el cuerpo del otro pueden emerger para romper los consensos sobre los que se atan las largas historias de violencia e impunidades, sobre las que se erige el programa moderno.


1 Michel De Certeau señala que en este punto se manifiesta una de las reglas del sistema que ha constituido el pensamiento "occidental" y "moderno": "la operación escriturística que se produce, preserva y cultiva "verdades" imperecederas, se apoya sobre un rumor de palabras que se desvanecen tan pronto como se enuncian y por lo tanto, se pierden para siempre. Una "pérdida" irreparable es la huella de dichas palabras en los textos que las buscaban. Así parece escribirse una relación encima de la otra" (1993, p. 206).

2 Jack Goody desarrolló un interesante análisis acerca de la forma de interpretar lo escrito y lo oral en "sociedades tradicionales". Al respecto menciona la relevancia del lenguaje oral para la construcción de la memoria de las comunidades: "los patrones de habla formalizados, los recitados en condiciones rituales, el uso de tambores y otros instrumentos musicales, el empleo de memoristas profesionales [...] pueden proteger al menos parte del contenido de la memoria de la influencia transmutadora de las presiones inmediatas del presente" (1996, p. 43).

3 Esta experiencia se verá favorecida por una serie de "medios" que permiten desarrollar una piedad más personal y más interior. El ejercicio de la lectura personal y la necesidad de auto-reflexividad demandada por el ejercicio de la confesión, serán importantes en ese proceso de "emergencia subjetiva". Ello también va aunado a que se cuenta con una variedad de objetos, mobiliario y libros indispensables que permiten ejercitar una piedad individual distinta de aquellas prácticas colectivas y externas (Durán, 2004).

4 Cada uno de los padecimientos corporales de las místicas comunican la santidad del alma de estos seres bienaventurados; en sus sufrimientos (y en la representación de sus sufrimientos), circulan los modelos de vida ejemplar, fluyen mensajes sobre las maneras en las que el alma se exterioriza a condición del padecimiento corporal. Desde allí se entenderá cómo, a partir de un cuerpo atormentado, se transita hacia un texto didáctico: se pasa de un dolor a un saber (De Certeau, 1994, p. 213).

5 Al respecto véase Bonfil (1972).

6 El Indio, como bien reseña Espinosa "fue visto como un enemigo de la identidad de lo colectivo, aunque en ciertas coyunturas históricas se convirtiera en un aliado temporal pero peligroso. Aun cuando le fueran otorgados fueros, o reconocidos ciertos derechos civiles, los pueblos indígenas padecieron la prohibición explícita de sus visiones de mundo, de sus historias, genealogías y lenguajes" (Espinosa, 2007, p. 276).

7 Es importante notar que en este proceso de ordenamiento corporal disciplinar, la ciencia y la técnica tienen un lugar preeminente en definir la corporeidad adecuada para los propósitos bélico-militares. El proceso de racionalización de las posturas corporales militares es analizado por Vigarello (2005, pp. 54 - 65).

8 Las palabras de Videla en Argentina resuenan para toda América Latina: "Por encima de todo está Dios. El hombre es criatura de Dios, creado a su imagen. Su deber sobre la tierra es crear una familia, piedra angular de la sociedad, y de vivir dentro del respeto del trabajo y de la propiedad del prójimo. Todo individuo que pretenda trastornar estos valores fundamentales es un subversivo, un enemigo potencial de la sociedad y es indispensable impedirle que haga daño [...] El terrorista no sólo es considerado tal por matar con un arma o colocar una bomba, sino también por activar a través de ideas contrarias a nuestra civilización occidental y cristiana" (Citado en Calveiro, 2006, p. 91).

9 Lewkowicz, por su parte, señala que en la medida en que los ajustes discursivos son cada vez más eficaces y que, por ello mismo, mayor parte de la población queda fuera del discurso, excluida de un lazo social, fundamentalmente económico, fuera por lo tanto de la realidad humana, el tipo de respuesta que genera es sustancialmente violento (2004, p. 60).

10 Se retoma aquí la propuesta de una antropología de los sentidos formulada por David Le Bretón: "La antropología de los sentidos se apoya en la idea de que las percepciones sensoriales no surgen solo de una fisiología, sino ante todo de una orientación cultural que deja un margen a la sensibilidad individual. Las percepciones sensoriales forman un prisma de significados sobre el mundo, son modeladas por la educación y se ponen en juego según la historia personal" (2007, p. 13).

11 Al respecto es importante analizar la correlación que establece De Certeau entre la mística y la tortura (2003, pp. 125-139).

12 En ese sentido vale la pena confrontar lo propuesto por Beatriz Sarlo a propósito del "giro subjetivo" que subyace al consumo de memorias (Sarlo, 2005).


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