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Biosalud

Print version ISSN 1657-9550

Biosalud vol.9 no.2 Manizales July/Dec. 2010

 

SEPSIS, ARMAS DE FUEGO Y MICROSCOPIOS: IMPLICACIONES DE LA SEPSIS EN LAS REVOLUCIONES DE LA MEDICINA DE LOS SIGLOS XVI Y XIX

SEPSIS, FIREARMS AND MICROSCOPES: IMPLICATIONS OF SEPSIS IN THE MEDICINE REVOLUTION IN THE XVI AND XIX CENTURIES

Johan Sebastián Hernández Botero1

1 Médico y Cirujano, Universidad de Caldas. Estudiante de Maestría de Ciencias Biomédicas con énfasis en Microbiología, Universidad de Caldas. Miembro del Grupo de Investigaciones en Humanidades Médicas 'Jaime Márquez Arango' de la Facultad de Ciencias para la Salud de la Universidad de Caldas. E-mail: johanhdz03@hotmail.com.

Recibido: agosto 12 de 2010 - Aceptado: septiembre 06 de 2010


RESUMEN

El dogma galénico "Pus bonum et laudabile" fue el paradigma reinante en el manejo de heridas por casi dos mil años y estimuló el uso de tratamientos que favorecían la supuración, lo cual promovió una gran cantidad de muertes en los hospicios y en los campos de batalla debido a la sepsis. En el presente trabajo se analizará, desde una mirada kuhniana, el gradual proceso del derrocamiento de dicho dogma, desde el impacto que tuvo la entrada de las armas de fuego al combate en el siglo XIV y sus implicaciones en el desarrollo de la cirugía de guerra, hasta el nacimiento de la era microbiológica en el siglo XIX. Se observará también la evolución de las técnicas quirúrgicas, desde el desbridamiento hasta la amputación, y cómo éstas tuvieron gran impacto para reducir la incidencia y mortalidad del shock traumático y del shock séptico. En este marco de referencia se analizará la profunda ruptura epistemológica que se dio gracias a la sepsis en el siglo XIX en el campo de la microbiología, además de los paulatinos avances desde el siglo XVI que permitieron el desarrollo de la cirugía moderna. De este modo, se verá cómo todos estos avances impulsados por la sepsis tuvieron un profundo impacto en el desarrollo de la medicina contemporánea.

PALABRAS CLAVE: historia de la medicina, sepsis, historia del siglo XVI, historia moderna (1601-1900), shock traumático, amputación, supuración, cirujanos barberos.


ABSTRACT

The galenic dogma "Pus bonum et laudabile" was the dominant paradigm in wound management for nearly two thousand years and it encouraged the use of treatments that favored the suppuration, which promoted a large number of deaths in hospices and in the battle fields due to sepsis. In this work we will analyze, from a Kuhnian view, the gradual overthrowing process of this dogma, from the impact of the entry of firearms into combat in the fourteenth century and their implications for the development of war surgery, to the birth of the microbiological era in the nineteenth century. The evolution of surgical techniques from debridement to amputation, and how they had a great impact in reducing the incidence and traumatic shock and septic shock mortality, will also be observed. In this framework we will analyze the profound epistemological rupture that occurred due to sepsis in the field of microbiology during the nineteenth century, in addition to the gradual progress that since the sixteenth century have enabled the development of modern surgery. In this way, we will see how all these advancements motivated by sepsis had a profound impact on the development of contemporary medicine.

KEY WORDS: history of medicine, sepsis, history of the 16th century, modern history (1601-1900), traumatic shock, amputation, suppuration, barber surgeon.


INTRODUCCIÓN

"Lo que la medicina no cura, lo cura el hierro; lo que no cura el hierro lo cura el fuego; pero lo que no cura el fuego se debe considerar incurable."
Hipócrates de Cos (siglo V-IV a.C).

La sepsis se convirtió en una silenciosa compañera de los cirujanos barberos en los hospicios y en los campos de batalla, y cobró innumerables vidas en la antigüedad; esta tragedia es consecuencia del dogma galénico "Pus bomun et laudabile" (1), concepto que definió el tratamiento de heridas durante muchos siglos1. ¿Qué permitió tal adormecimiento en la medicina? En primer lugar, muchos de los procedimientos quirúrgicos de la antigüedad, particularmente egipcios y alejandrinos, menos iatrogénicos y quizás más efectivos, fueron abandonados o simplemente se perdieron del cuerpo médico dejando el cauterio como la herramienta quirúrgica de elección durante la última mitad de la Edad Media (1). En segundo lugar, en el marco científico de la época no existía un corpus filosófico ni científico que permitiera el desarrollo de nuevos paradigmas en medicina. Así, los postulados galénicos eran la pauta, las heridas seguían siendo tratadas a fuego, los heridos ardían en fiebre y el hedor a pus era la norma, y aunque hubo aislados e infructuosos esfuerzos para combatir la sepsis, el espíritu científico de la época simplemente no estaba listo para un cambio de paradigma (1, 2).

Comienza entonces este viaje de cuatrocientos años; veremos cómo un invento chino revoluciona la guerra en Europa y hace visible el problema de la supuración indiscriminada y su relación con la sepsis, haciendo pasar a los cirujanos del fuego al escalpelo; veremos también cómo, siglos después, una serie de desarrollos en la observación de microcosmos nos pondrán de cara al verdadero enemigo responsable de la sepsis. De este modo y en este contexto histórico, un barbero que no sabía latín, un portero holandés que pulía lentes, los cirujanos de un general francés y un duque inglés enfrentados en batalla, un tocólogo húngaro que perdió la cabeza en Viena, un médico rural alemán con su microscopio, un químico francés que no fue pintor y un cirujano hijo de un cuáquero de Essex se enfrentarían a la sepsis y la medicina jamás volvería a ser la misma.

GUERRA, ARMAS DE FUEGO Y CIRUGÍA: EL ESCENARIO, LA ANOMALÍA Y LA DISCIPLINA QUE DERROTARON EL DOGMA. INICIOS DEL CONTROL QUIRÚRGICO DE LA SEPSIS

En la era de flechas y espadas las heridas en el tronco y cabeza resultaban letales generalmente; por tanto, la gran mayoría de los textos antiguos se enfocaban en el manejo de las heridas en las extremidades, las cuales podían tener un pronóstico relativamente benigno si no sobrevenía el shock hemorrágico (3). El arsenal del cirujano de guerra de la antigüedad era limitado y los esfuerzos se enfocaban en la búsqueda de la hemostasia mediante diversas técnicas como emplastos, vendajes, empaquetamientos, ligaduras y cauterios (4-6). La amputación era poco practicada y las técnicas quirúrgicas necesarias para realizar este procedimiento no habían sido desarrolladas (1, 3, 7, 9). Como vemos, poco podía ofrecer la medicina para el desarrollo de un manejo quirúrgico apropiado de las heridas infectadas.

Las armas de fuego pusieron en jaque el saber quirúrgico occidental, ya que precipitaron un dramático cambió en el patrón de las heridas durante las confrontaciones armadas desde su paulatina introducción hacia la segunda mitad del siglo XIV (6, 7, 10, 11). La lesión primaria ahora se acompañaba de material contaminante de los proyectiles, detritos externos y residuos de pólvora (11). Se volvieron más frecuentes las quemaduras graves, fracturas abiertas, avulsiones y laceraciones extensas, sin duda asociadas a un significativo aumento de la mortalidad (7, 10). Este nuevo patrón de lesiones, así como un indudable repunte de la mortalidad por shock no hemorrágico, comenzó a generar la equivocada percepción de que las heridas estaban siendo envenenadas por la pólvora de los arcabuces. Si bien no se conoce el autor específico que planteó esta hipótesis, se destacan algunos cirujanos pioneros que defendieron esta postura.

El alemán Hieronymus Brunschwig (1450-1533), uno de los primeros autores de textos de cirugía de guerra, propuso que el repunte de la mortalidad se debía a un "envenenamiento de la sangre" causada por la pólvora, e incluso propuso en su libro De cirugía en 1497, que el tratamiento debía enfocarse en extraer esta peligrosa sustancia (12). Giovanni de Vigo (1460-1520), autor italiano que introduce el más copiado y traducido texto quirúrgico de su época, Practica in arte chirurgica copiosa (Roma, 1514), populariza, debido a su esencia medievalista galénica, el uso de aceite hirviendo sobre las heridas como un método eficaz para contrarrestar el envenenamiento por pólvora; sin duda alguna igual de eficaz en producir una copiosa cantidad de pus (13). Por otra parte, el italiano Alfonso Ferri (1515-1595) acertadamente postuló en 1552 que porciones de armadura y ropa que quedaban en las profundidades de las heridas eran las responsables de la supuración, e incluso alentó a retirarlas (14).

Al interpretar estos trabajos pioneros en cirugía de guerra, se puede concluir que el aumento de la mortalidad se debió a una acentuación de la sepsis como fenómeno secundario a la herida inicial. Situación esperable dada la aparición de heridas más extensas, expuestas y contaminadas, factores que aumentaron la susceptibilidad de éstas a infectarse. El llamado "envenenamiento de la sangre" habría correspondido más bien a un repunte en los casos de sepsis y shock séptico tras el frente de batalla, debida no sólo al patrón y contaminación de las heridas, sino también a los diferentes tratamientos que promovían la supuración de las mismas.

Terminó el Medioevo, comenzó el Renacimiento y pasaron más de doscientos años desde que comenzaron a sonar los arcabuces en los campos de batalla europeos para que se dieran reales avances en el tratamiento de las heridas de guerra (6, 7, 15, 16). El primero de ellos fue gracias al gran médico y cirujano suizo Paracelsus (1493-1541); airado crítico de la medicina hipocrática y galénica, clamó con furia contra lo que él denominaba "el condenable precepto que enseña que es necesario hacer supurar las heridas" (13). Sus declaraciones, sin duda alguna, eran revolucionarias: "El verdadero médico de las heridas es la naturaleza. Todo tratamiento debe reducirse a prevenir la infección. La complexión, los humores, la dieta y el tiempo y las estrellas no influyen para nada. Los resultados estarán determinados por un tratamiento que permita que la naturaleza obre en paz" (13).

Si Paracelsus fue el gran teórico innovador del siglo XVI, fue un barbero francés quien, mediante la evidencia empírica, logró echar una palada más de tierra sobre el pus bonum et laudabile. Esto ocurrió en Italia en el año de 1536, cuando de forma serendípica (17) el francés y padre de la cirugía moderna Ambroise Paré (1509-1590) decidió ponerle fin a la producción indiscriminada de pus. Fue durante el asedio a Turín cuando el joven cirujano se vio obligado a utilizar vendajes y emplastos en vez del tratamiento estándar con aceite hirviendo debido a la escasez de insumos. La anécdota de este descubrimiento, publicado en su texto de 1545, Método para tratar heridas por arcabuces y otras armas de fuego; y de las producidas por flechas, dardos y similares, es bien conocida (3, 8):

Los soldados del castillo de Villaine, al ver llegar a nuestros hombres con gran furia, hicieron todo lo posible para defenderse, matando o hiriendo a muchos con alabardas, arcabuces y piedras, lo que significó gran trabajo para los cirujanos. Era yo entonces novel y no tenía experiencia en la primera cura de las heridas por armas de fuego. Es verdad que había leído en el capitulo octavo del libro primero de Giovanni de Vigo [Practica in arte chirurgica copiosa (Roma 1514)], dedicado a las heridas en general, que las ocasionadas por arma de fuego se envenenan a causa de la pólvora y que en su cura se deben cauterizar con aceite de saúco hirviendo, mezclado con un poco de teriaca. Para no equivocarme, antes de emplear dicho aceite y sabiendo que ocasionaría grandes dolores a los heridos, quise enterarme de lo que hacían los otros cirujanos en la primera cura, que consistía en aplicar el aceite lo más caliente posible, mediante sondas y sedales, y decidí hacer lo mismo. Sin embargo, acabó terminándose el aceite y me vi obligado a utilizar en su lugar un emplasto de yema de huevo, aceite de rosas y trementina. Aquella noche no pude dormir tranquilo, por el temor de encontrar muertos o envenenados a los que no había puesto el aceite. Ello me condujo a levantarme muy temprano para visitarlos y, al contrario de lo que esperaba, vi que a los que había puesto el emplasto tenían poco dolor, sus heridas carecían de inflamaciones e hinchazones en el borde de las heridas. Decidí entonces no volver nunca a quemar con tanta crueldad a los pobres heridos por arma de fuego. Esta es la forma en la que aprendí, y no en los libros, a curar las heridas por arma de fuego. (18)

Estas observaciones tienen profundas implicaciones epistemológicas; en primer lugar, es un prototipo de lo que ahora conocemos como prueba clínica con control; y en segundo lugar, este descubrimiento mediante una mezcla de método científico y serendipia, en el contexto de las dificultades terapéuticas planteadas por el uso de armas de fuego, logra iniciar un corpus de evidencia experimental que servirá para sepultar el dogma galénico que había reinado por siglos (2, 17). Es entonces como el joven Paré, de tan sólo veintiséis años, abandona el aceite hirviendo y recupera del ostracismo, entre otras, la ligadura como una técnica de hemostasia más aséptica (13), con el fin de reducir significativamente la ocurrencia de infección y sentar las bases para nuevos y revolucionarios desarrollos quirúrgicos (19, 20). Aunque el mismo Paré continuó siendo reticente a la exploración quirúrgica de las heridas y sólo la realizaba cuando iba a extraer cuerpos extraños y fragmentos óseos (3), en pocos años se lograrían grandes avances en las técnicas quirúrgicas de exploración. Esto ocurrió con la publicación de las obras de su compatriota Pierre Joseph Desault (1744-1759), quien logró introducir el concepto moderno de desbridamiento (7). Desault observó que la inflamación de los tejidos produce constricción dentro de las fascias o aponeurosis y atribuyó a ésta la causa de la gangrena (7). De igual forma, John Hunter (1728-1793) reconoció el efecto deletéreo que tienen los tejidos desvitalizados y necróticos para la curación de las heridas y propuso su retiro quirúrgico (21, 22). Posteriormente el ruso Carl Reyher (1846-1899) combinó técnicas antisépticas junto con el juicioso limpiado mecánico mediante técnicas quirúrgicas, dando forma al desbridamiento como lo conocemos hoy en día (3). Antes de Desault, Hunter y Reyher, el abordaje quirúrgico de las lesiones básicamente consistía en retirar el proyectil de la herida, infligiendo más daño e introduciéndole más contaminantes (21). El desbridamiento logró crear un enfoque preventivo al permitir retirar tejidos desvitalizados y evitar la infección; de igual forma, permitió el abordaje quirúrgico de la sepsis ya establecida.

En este contexto cabe preguntarnos: ¿Cómo era el curso clínico de los lesionados tras la introducción de la pólvora al combate? Cuando un soldado recibía un daño extenso en un miembro por una bala de cañón o explosión, el proceso de herida sufría una historia natural característica (3):

  1. El paciente podía morir en las primeras horas debido a exanguinación por daño vascular extenso.
  2. Si lograba sobrevivir a la hemorragia inicial comenzaba un periodo de treinta días llamado "la primera inflamación", durante el cual se podía dar, en orden de aparición:
    • Muerte por shock no hemorrágico pos traumático, el cual sobrevenía en las primeras 48 horas y era independiente de la hemorragia o gangrena.
    • Si sobrevivía a este shock, la gangrena comenzaba a los cinco o siete días siguientes a la lesión, seguramente acompañado por shock séptico fatal.
  3. Si aún continuaba con vida, el paciente estaba a merced de infecciones crónicas acentuadas por la desnutrición así como cualquier otra enfermedad preexistente o nueva.

Durante el periodo de inflamación primaria podemos diferenciar el shock pos-trauma del shock séptico por el tiempo de inicio y sus características clínicas. A continuación Nicholas Senn describe un caso de shock pos-trauma durante la guerra entre Estados Unidos y España:

Un soldado joven ha sido golpeado por un fragmento de una munición explosiva [en las dos piernas], el paciente yace sobre el piso, inmóvil. Ha perdido poca sangre, pero sus labios son pálidos, sus manos frías, y el pulso de su mano es imperceptible. Sus respiraciones son irregulares, toca preguntarle repetidas veces para obtener la respuesta más simple. (23)

En esas primeras horas pos-trauma muchos cirujanos se percataron de que la muerte del paciente podría sobrevenir del shock a pesar de un control adecuado del sangrado (3). Este shock de difícil explicación se atribuyó a causas neurológicas, debido a las características insidiosas de su aparición y a la postración del paciente (24). No obstante, la fisiopatología concreta de este shock reside en la respuesta molecular que desarrollan los tejidos gravemente lesionados; una potente respuesta inflamatoria con consecuencias sistémicas, la cual puede ser causa de disfunción orgánica múltiple aun sin haber infección (25). Los mecanismos responsables de esta respuesta se han conservado filogenéticamente para reaccionar de manera enérgica ante estímulos inflamatorios diversos (26, 27, 28). Esta respuesta inflamatoria postraumática sigue siendo hoy en día un problema, no sólo por el daño orgánico que genera, sino también por aumentar las posibilidades de infección sistémica sobreagregada. Esta asociación se ha llamado la teoría de los dos impactos, que plantea que la respuesta inflamatoria inicial es el puente para desarrollar sepsis a través de apoptosis de células inmunes e hipo perfusión esplácnica con traslocación bacteriana desde la luz intestinal (29, 30).

Hasta este punto hemos visto el paulatino desarrollo de algunas técnicas quirúrgicas, pero no hemos abordado la amputación, procedimiento que, aunque cruento y horrible, sería la única esperanza de los soldados gravemente lesionados durante la era pre-antibiótica. La amputación tuvo poca acogida a través de la historia y son varias las razones culturales y científicas para este hecho. En las sociedades primitivas su práctica sólo se realizaba por motivos religiosos o como castigo, nunca como intervención médica; al hombre primitivo lo horrorizaba ir al mundo sobrenatural con el cuerpo incompleto (16). Siglos después, los médicos hipocráticos no sabían cómo amputar, pero eran testigos de cómo los miembros gangrenados de algunos pacientes, sin evidencia de infección, se automomificaban y se caían, proceso que denominaban melasmos (9). Durante el resto del periodo greco-romano la amputación seguía fuera de la práctica médica, y aunque algunas escuelas griegas perfeccionaron técnicas fundamentales para realizar este procedimiento, como la ligadura de vasos (13), jamás fueron usadas en el contexto de dicha operación (3).

Durante la Edad Media estas técnicas quedaron sepultadas con el resto del saber quirúrgico antiguo a expensas del uso del cauterio, y esto imposibilitaba el desarrollo de una apropiada técnica de amputación (1, 3, 13). Desde la introducción de los nuevos y nefastos artefactos de guerra, se creó la necesidad de replantear el abordaje de un paciente con una extremidad destrozada, cuyo destino final sería, en la mayoría de los casos, la muerte. La amputación sería la respuesta para abordar este tipo de pacientes, no sólo para el control del sangrado mismo, sino también del shock traumático, y por supuesto, de la infección; sin embargo, fue un arduo camino.

A principios del siglo XVI la amputación era vista como una terapia de segunda línea, se reservaba como tratamiento para la gangrena establecida y se realizaba sólo cuando otros procedimientos como emplastos, vendajes y cauterios ya habían sido utilizados (3). La ligadura de vasos, técnica fundamental al amputar, aún no había sido rescatada y no hacía parte del saber quirúrgico; por consiguiente, cuando se consideraba la amputación, ésta se realizaba sobre el tejido necrótico establecido con el fin de evitar la hemorragia, lo cual no permitía evitar una subsecuente infección sistémica (3). Tras los avances en el campo de la cirugía durante los siglos XVI y XVII, la amputación comenzó a ganar el sitio que merecía en el control quirúrgico de la sepsis.

En el siglo XIX dos naciones estaban en guerra, Francia e Inglaterra; dos estrategas enfrentados, Napoleón Bonaparte y el Mariscal de Campo Arthur Wellesley, duque de Wellington. En medio de este sangriento conflicto sus respectivos cirujanos demostrarían que la ciencia trasciende banderas y conflictos. El entonces cirujano de Napoleón, Dominic Jean Larrey (1766-1842), planteó el uso de la amputación temprana como una manera de reducir la mortalidad. En sus memorias agrega: "La amputación debe ser realizada instantáneamente, de otra manera todas las partes dañadas, caerán pronto en gangrena." (24) Larrey crea el concepto de amputación temprana, convirtiendo una extremidad destrozada en una herida pequeña, menos contaminada, con más posibilidades de controlar la hemorragia y donde podía ser evitable la infección. Con gran experiencia en este procedimiento, Larrey realizó no menos de doscientas amputaciones por día en la campaña de Borodino (21), y llegó a comentar tasas aproximadas de sobrevida del 75% (24). Este concepto de amputación temprana fue de radical importancia para evitar tanto la sepsis como el temido shock pos-trauma.

Por su parte, el cirujano británico George James Guthrie (1785-1856), cirujano en jefe de Wellington (apodado "el Larrey británico"), describe en su tratado sobre heridas de guerra el típico cuadro clínico de un shock séptico que podía observarse tras la batalla de Waterloo (1815). Se puede ver la clara diferencia con la descripción del shock pos-trauma: "El dolor, el calor, el rubor y la tumefacción de las zonas circundantes constituyen la inflamación inicial, la cual se convierte en supuración o gangrena rápidamente. La fiebre se torna más violenta y frecuentemente finaliza en la muerte en el transcurso de unos pocos días." (31)

Como vemos, se hace una distinción temporal entre la inflamación local y el desarrollo de sepsis en los días siguientes evidenciada por un cuadro febril de carácter continuo con un rápido declinar fisiológico que termina en la muerte. En el contexto de la era preantibiótica, la amputación temprana propuesta por Larrey era la única opción para dar esperanza al soldado gravemente herido, ya que limitaba la respuesta sistémica a la lesión, con el fin disminuir los tejidos dañados susceptibles de ser colonizados por patógenos.

Sin embargo, pocos estuvieron de acuerdo con Larrey en que el tejido dañado por sí mismo era el estímulo del "shock y la postración" y que su remoción por medio de la amputación temprana era una manera efectiva de evitar la gangrena. De hecho este punto suscitó gran debate entre los siglos XVII y XIX; amputar o no amputar, esa era la cuestión (3). A esta controversia se sumaron diversas figuras médicas, hasta el mismísimo John Hunter se inclinó por un uso más conservador y tardío de la amputación, argumentado que el campo de batalla era el sitio menos idóneo para realizar una operación de estas características (21, 22). Aun así, la historia y múltiples guerras le darían la razón a Larrey. Para no ir muy lejos, el mismo Guthrie recolectó datos de la batalla de Waterloo y sobre una población total de 596 soldados encontró que de un grupo de 371 pacientes que recibieron una amputación en el campo de batalla, sólo el 22% murieron, mientras que en un grupo de 225 soldados a quienes se les practicó amputaciones tardías (probablemente después de 30 días), la mortalidad fue del 37% (3). Resultados similares se observaron durante la Guerra Civil Estadounidense (32). Estos datos nos demuestran que durante la era preantibiótica, la realización temprana de dicho procedimiento tenía un impacto en la mortalidad, y reducía la incidencia de complicaciones como el shock pos-trauma y la sepsis.

Con el desvanecimiento del concepto Pus bonum et laudabile es evidente hasta ahora cuán importantes fueron los avances en el campo de la cirugía para el control de la sepsis. Sin embargo, pese a la experticia ganada con el bisturí, poco se había alcanzado en la identificación del verdadero enemigo del paciente séptico: el microorganismo. Hacia el siglo XIX era una proeza salir con vida de un quirófano, y no es de extrañar que antes de las técnicas de asepsia y antisepsia las cirugías podían tener tasas de mortalidad superiores al 90% (13, 16, 33). Bien dijo el médico escocés James Young Simpson en 1847: "El Hombre que da con sus huesos en alguna de nuestros quirófanos corre más peligro de muerte que un soldado inglés en la batalla de Waterloo." (16).

DE CONTAGIO, SEMILLAS E INFECCIÓN: DESDE LA DESMITIFICACIÓN DE FRACASTORO HASTA LOS PADRES DE LA MICROBIOLOGÍA

Más que hacer una descripción detallada de los hechos, los personajes y desarrollos que llevaron a la revolución microbiológica, sobre lo cual hay extensa bibliografía (33-40), pretendo hacer un análisis, desde una mirada kuhniana si se quiere,[2] de las razones que permitieron esta revolución científica y de por qué ocurrieron en ese específico momento y no antes. Veremos que se necesitó desde un cambio en la concepción misma de enfermedad, pasando por el desarrollo de técnicas e instrumentos que permitieran un enfoque experimental, hasta la unión, sincronización y colaboración de sucesos, hombres e intereses; sólo comparable con la interpretación de una sinfonía.

Empecemos por unas aproximaciones a la teoría del contagio e infección antes del siglo XIX. Se hará énfasis en las razones por las cuales estos postulados no tuvieron mayor incidencia en el cuerpo médico de sus respectivas épocas y nos detendremos en un caso que bien puede resumir el marco epistemológico de los demás. La búsqueda de las semillas de la sepsis comienza a mitades del siglo XVI. Paré acababa de publicar en Francia sus experiencias en el castillo de Villaine y Paracelsus yacía en su tumba en Salzburgo dejando tras de sí un inmenso legado. Era el año 1546 en Padua, emblemática ciudad renacentista donde sólo tres años atrás Copérnico y Vesalio habían publicado sus magnas obras, cuando vio la luz el texto de un gran poeta y médico: Girolamo Fracastoro (1478-1553). Originario de Verona, este autor planteó en su texto De Contagione et Contagiosis Morbis et Eorum Curatione (41) lo que pareciera ser una aproximación al concepto moderno de contagio.2 Debido a la presencia de Fracastoro en el marco histórico de las grandes revoluciones médicas del Renacimiento no se hizo esperar una reacción favorable de diferentes autores contemporáneos, quienes consideraron su texto como la primera declaración científica sobre la verdadera naturaleza del contagio, la cual, supuestamente, anticiparía lo que sería la teoría actual de los gérmenes y equipararon la importancia de sus logros a los alcanzados por Paré, Vesalius y Paracelsus (4, 13, 16, 42, 43). Sin embargo, basados en la originalidad de su concepción, la aplicación práctica a su contexto y el alcance de su influencia, se puede afirmar que Fracastoro no tuvo la relevancia histórico- científica que se le atribuye, entre las razones podemos enumerar tres:

En primer lugar, ¿eran originales sus postulados? No. Se sabe que durante los tiempos de Fracastoro las semillas de enfermedad reposaban, quizás como sus posibles fuentes bibliográficas, en tres textos galénicos, en algunos pasajes de Plutarco referentes a los Metodistas, en pasajes del teólogo Isidoro refiriéndose a Lucrecio y en algunos textos antiguos de ciencias agropecuarias romanas y medievales (44, 45).

En segundo lugar, ¿tenían alguna aplicación práctica? No. Las semillas de Fracastoto hacían parte de las múltiples causas iniciales que podían contribuir para desencadenar un mal; si las semillas estaban presentes o no, era irrelevante, ya que no eran entendidas como la causa necesaria para la aparición de la enfermedad.3 En ese sentido, teorizar sobre las semillas era un lujo filosófico sin aplicaciones médicas inmediatas, porque la terapéutica de la época se enfocaba a corregir el desorden humoral como tal, y no a las entidades hipotéticas que ya habían actuado para desencadenarlo. En el marco del viejo paradigma era imposible aceptar, hasta no ser vista bajo el microscopio y tras estudios que demostraran su papel en la enfermedad, que una entidad particular (semina morbi) era la causa necesaria para la aparición de la infección. Este enfoque ontológico sólo sería posible gracias al desvanecimiento del humoralismo por la teoría celular, y obvio, al desarrollo de la microbiología (42, 44, 46).

Y en tercer lugar, ¿tuvo alguna influencia inmediata o posterior? Fracastoro no fue un profesor influyente en una gran universidad europea y sólo fue conocido en su medio local. Sus escritos, poco difundidos, apenas fueron rescatados el siglo antepasado cuando comenzaron las primeras traducciones durante el siglo XIX, que concluirían con la primera traducción al inglés en 1930 (41).

¿Cuál es entonces el valor real de Fracastoro? Fue un gran poeta y escritor, como buen renacentista dominó diversos campos: la geología, la física y la geografía (44). Como autor médico se tomó la libertad de dejar atrás las explicaciones fisiológicas medioambientales-humoralistas y describió las enfermedades contagiosas en términos puramente ontológicos (44). Aunque su visión de enfermedad no podía ser comprobada empíricamente y sus semillas no pudieron ser demostradas como agentes etiológicos hasta la introducción del microscopio, Fracastoro es uno de los signos iniciales de la ruptura epistemológica con el humoralismo galénico que llega a su culminación en el siglo XIX. Fracastoro en su contexto histórico-científico es un claro ejemplo de los cambios que, en conjunto, deben sufrir la ciencia, la filosofía e incluso los mismos hombres que las practican para poder aceptar un nuevo paradigma. Visto desde la historiografía moderna, la lectura que se hizo de la obra de Fracastoro es, en esencia, un claro ejemplo de una interpretación anacrónica de la historiografía médica, debido a una clara sobrevaloración de los historiadores-médicos de finales del siglo XIX y principios del XX, que vieron en su semina morbi un singular parecido con las teorías de los patógenos microbianos, las cuales estaban en su cenit en aquellos años.

Durante los siglos XVI y XVII algunos teóricos y científicos comenzaron a poner en duda el concepto galénico fisiológico de enfermedad, y por ende, las concepciones preestablecidas sobre la infección; estos hombres plantarían las semillas que después serían recogidas durante el siglo XIX. El primero de ellos fue el jesuita Athanasiuus Kircher (1602-1680), gran científico alemán cuyos aportes se extienden desde la biología hasta la filosofía, y quien fue más allá que Fracastoro y planteó que el contagio se debía a organismos vivos (contagia animata), planteamiento derivado de sus investigaciones en la sangre y pus de los enfermos por peste. Kircher fue el primero en inferir que los recientemente descubiertos animáculos debían ser los causantes de la enfermedad; sin embargo, sus técnicas microscópicas no le permitieron ver los gérmenes que había teorizado (47). Durante estos mismos años es cuando se gestaron los primeros esbozos de dos grandes revoluciones científicas, las cuales mostrarían el camino que había que seguir en la medicina: la teoría celular y el desarrollo de la microbiología. El primero de ellos se dio por la publicación en 1665 de "Micrographia, or some Physiological Descriptions of Minute Bodies Made by Magnifying Glasses", del londinense Robert Hooke (1635-1703) para la Royal Society; allí se observa la primera descripción y dibujos de una célula biológica (48). El segundo de ellos ocurrió cuando en 1683 un humilde portero holandés, Anton van Leeuwenhoek (1632-1723), se convierte en el primer investigador en publicar un dibujo sobre bacterias (49). Estas dos publicaciones marcan la entrada de la microscopía a las ciencias médicas, que le permite al ser humano dar los primeros vistazos al microcosmos de la vida, ese inexplorado lugar donde se libra la batalla entre las células del sistema inmunitario y las bacterias por la vida del paciente séptico.4 Este desarrollo experimental dio las bases para crear el escenario empírico donde se desarrollaría la revolución científica que conocemos como microbiología.

Hasta finales del siglo XVIII la ruptura con el humoralismo galénico ya venía consolidándose no sólo con el enfoque anatomopatológico inaugurado por Morgagni, el cual permitió localizar la enfermedad en un sitio específico (órgano) y con una causa demostrable, sino también con los trabajos del alemán Rudolph Virchow (1821-1902), quien tras muchas horas de estudio con el microscopio empezó a plantear la teoría celular (Omnis cellula e cellula) que invitaba a buscar las causas de la enfermedad en las estructuras tisulares y celulares (16). Sin embargo, y aún en este contexto, las ideas humoralistas greco-romanas sobre el pus todavía resonaban y el origen de esta secreción seguía siendo un misterio (1, 50). Con el desarrollo de la teoría celular propuesta ya se sabía que las células sólo podían originarse a partir de células preexistentes y no de material amorfo; y esto permitió dilucidar el carácter celular de la supuración. Uno de sus alumnos más destacados, Julius Cohnheim (1839-1884), publicó en 1873 un controversial trabajo: Neue Untersuchungen ubre die Entzündung (Nuevos estudios sobre la inflamación), el cual, con base en los estudios previos sobre el origen local de las células blancas presentes en el pus, pudo constatar la diapédesis y la importancia de los vasos sanguíneos en su producción a través de ingeniosos estudios en el mesenterio de ranas (51). Estos primeros avances permitieron futuros adelantos en el entendimiento de la quimiotaxis, diapédesis e inflamación local, y sentaron las bases para el inicio de los estudios inmunológicos y fisicoquímicos que abrieron nuevos caminos para comprender el fenómeno de la inflamación (52).

Llegamos así al siglo XIX, época para la cual la microbiología era una rama de la botánica, y será sólo en un plazo de unas pocas décadas que la microbiología no sólo cambiará la medicina para siempre, sino también el destino de la humanidad. Todo comienza con un mártir y profeta de la ciencia: el tocólogo húngaro Ignaz Semmelweis (1818-1865). Su historia es bien conocida: Semmelweis logró asociar las manos contaminadas de los médicos y estudiantes de medicina durante las autopsias con el aumento de casos de sepsis puerperal y teorizó que eran partículas cadavéricas y no "influencias cósmicas, higromáticas o telúricas" las responsables del aumento significativo de la mortalidad en la sala de maternidad del hospital general de Viena, y, mediante simples medidas higiénicas, logró disminuir de forma dramática la mortalidad por sepsis puerperal (37, 53, 54). Sin embrago, sus observaciones no son aceptadas por la comunidad médica y tras una larga lucha por difundir su teoría es acusado de perder la razón e internado a la fuerza en un sanatorio de Viena donde muere solo. Semmelweis, a través de sus observaciones clínicas, hace el primer intento de consolidar el carácter ontológico de la sepsis basada en la evidente especificidad etiológica de su teoría, aunque aún no existían los conceptos biológicos necesarios para darle un sentido científico a sus observaciones. Es triste saber que sólo pasarían unos años tras su muerte cuando Pasteur, sin conocer su obra (36), aislaría los streptococcus de los loquios purulentos de las mujeres a quien Semmelweis hubiera podido salvar (37, 38, 53).

Durante el siglo XIX ya se estaba recolectando un buen cuerpo de evidencia que demostraba cómo las bacterias parecían ser las responsables de la sepsis. El célebre ayudante de Virchow, el alemán Edwin Klebs (1834-1913), revisó bajo el microscopio múltiples muestras de autopsias que recogió mientras servía como médico militar durante la Guerra Franco-Prusiana en 1870. En su revisión de más de cien especímenes, Klebs encontró bacterias en casi todos los casos y aunque supuso erradamente que todas eran un mismo tipo de organismo, al cual denominó Microsporon Septicum, fue uno de los primeros en ver, y relacionar, lo que nadie había visto antes: los agentes causantes de la sepsis y su papel en el fenómeno clínico en sí (38). Este revolucionario hallazgo no hubiera sido importante de no haberse conjugado con trabajos de otros grandes investigadores, los cuales desarrollaron la teoría microbiológica y demostraron la importancia que suscitaba convertir lo invisible y teórico, en práctico y visible. Aún faltaba madurar los conceptos sobre qué es una bacteria y cómo están relacionadas con la enfermedad, respuestas que llegarían de ambos bandos de la guerra donde Klebs había servido: Francia y Alemania.

Las primeras luces llegan de Francia, donde un estudiante más bien mediocre, que ansiaba ser profesor de pintura, revolucionaría todos los campos del conocimiento que abordó. Louis Pasteur (1822-1895), tras su prolífica carrera en la química, empezó a estudiar a fondo el mundo de los microorganismos y tras varios años de trabajo resumió y publicó en 1865 los resultados sobre la fermentación, que refutaban la generación espontanea de vida y hacían una demostración indiscutible de la existencia de los microorganismos. Sus trabajos dan pie a dos conclusiones importantes: demuestra que el aire está lleno de microbios dispuestos a desarrollarse y que los líquidos putrefactos se pueden esterilizar con calor. Hacia la mitad de su carrera, sus estudios sobre fermentación le permitieron plantear que las enfermedades contagiosas debían ser causadas por organismos microscópicos (55, 56). Tras esos estudios pioneros Pasteur llevaría una prolífica carrera académica que le permitiría grandes desarrollos en la naciente infectología, y sus trabajos también serían las bases científicas para el desarrollo práctico que después se conocerá como asepsia y antisepsia.

Si Pasteur abrió el camino a la bacteriología, el alemán Robert Koch (1843-1910) consolidó su desarrollo como disciplina. Tras múltiples logros cosechados en el estudio de la etiología bacteriana de diversas enfermedades, Koch comenzó a preocuparse desde 1887 por el crecimiento de bacterias en las heridas y en las incisiones quirúrgicas. De sus observaciones publicó ese mismo año el libro Untersuchungen über die Aetiologie der Wundinfektionskrankheiten (Sobre la etiología de las enfermedades traumáticas infectivas) donde expone sus experimentos infectando animales heridos con sustancias pútridas. En su trabajo explicaría: "Concluyo que las bacterias no están presentes en la sangre o tejidos de animales saludables", sin embargo, "las bacterias están presentes en todos los animales enfermos [en sangre y tejidos], y su número y distribución es de tal forma que explican perfectamente los síntomas de la enfermedad" (34). Estas observaciones son un esbozo de lo que serían "las leyes de Koch"; sin duda alguna, estos postulados lograban relacionar causalmente los microbios y la sepsis, y constituyeron así un primer vistazo a la patogenia de la enfermedad. No obstante, los trabajos de Koch tenían un problema: eran realizados enteramente con animales; sin embargo, no tardó mucho en establecerse también esta relación en humanos, gracias al escocés Alexander Ogston (1844-1929), quien utilizó los mismos métodos de Koch y pudo establecer de forma inequívoca la relación entre las bacterias y la sepsis, incluso, detalló dos tipos diferentes de cocos: los staphylococcus y los streptococcus, los cuales estaban presentes en la sangre y pus de muchos pacientes sépticos. Sus publicaciones fueron pioneras sin duda alguna y constituyeron una piedra angular para el estudio de la sepsis en los campos de patología, cirugía y bacteriología (34, 38, 57).

El inglés Joseph Lister (1827-1912) llevó sus observaciones a la práctica aun cuando no conocía a su enemigo: el microbio. Sus trabajos ya estaban algo avanzados cuando tuvo acceso a los primeros trabajos pioneros en bacteriología y pudo empezar a cotejar sus resultados prácticos con la evidencia experimental y teórica de los colosos de la microbiología (33). Entre sus trabajos destaca su particular preocupación por disminuir las infecciones en fracturas abiertas, lesiones traumáticas y acto quirúrgico en general. Lister observó que las fracturas en donde la piel estaba intacta curaban sin infección, mientras que en las fracturas abiertas la sepsis y el drenaje de pus eran comunes (14). Sus observaciones en heridas de amputación y heridas infectadas lo llevaron a plantear que un polvo de enfermedad era responsable de estas complicaciones . Cuando llegó a sus manos el trabajo de Pasteur pudo al fin apreciar la conexión entre sus observaciones de las heridas y las bacterias microscópicas responsables de la fermentación (14). Es así como en 1867 publica su trabajo sobre el manejo antiséptico de fracturas abiertas con ácido carbólico (58, 59), que cambió para siempre el tratamiento de este tipo de lesiones (60). Lister comenzó a ser activo en los estudios de microbiología, y por eso se dirigió a Londres al séptimo congreso medico internacional, en el verano de 1881, donde pudo intercambiar opiniones con Koch y Pasteur; continuó al tanto del trabajo de los dos investigadores e incluso recibió una copia de las primeras microfotografías de gérmenes en los tejidos de conejos sépticos tomadas por Koch durante sus investigaciones sobre la etiología de las enfermedades traumáticas infectivas (13, 34).

Con la etiología bacteriana de la sepsis establecida para finales del siglo XIX muchos conceptos sobre las bacterias ya hacían parte de textos de cirugía y patología; términos como pyemia, infección purulenta, infección pútrida, septicemia, sepsis quirúrgica y fiebre traumática se utilizaban indistintamente para la condición sistémica que, hoy sabemos, deriva de la invasión de bacterias tras la colonización de una herida (57). Koch y Pasteur a través de concluyentes evidencias científicas convierten los animálculos, semina morbi, contagia animata, partículas cadavéricas y polvo de enfermedad en la revolución microbiológica, mientras que Lister logra llevar estos conceptos a la práctica salvando innumerables vidas.

CONCLUSIONES

"Cuando un hombre ha sido herido y puede salvarse, hay en primer lugar, dos cosas que hay que tener en cuenta: que él no debe morir de hemorragia o inflamación."
Aurelius Cornelius Celsus (I siglo d.C.)

La sepsis, entendida como una anomalía en términos kuhnianos, puso en crisis el paradigma galénico y permitió importantes desarrollos en la medicina. Muchas de las novedades cuantitativas que logró la medicina durante el siglo XX no son más que reformas, sustracciones y aportes a esos modelos que lograron concebir los pioneros de los siglos pasados. Como pudimos observar, estas profundas rupturas necesitaron un terreno abonado en el espíritu científico y en la mentalidad de los hombres de ciencia para poder asumir los cambios doctrinales y prácticos que permitieron encarar los retos científicos. Malentendidos historiográficos como los suscitados por el trabajo de Fracastoro o tragedias científicas como la vida de Semmelweis son pruebas fehacientes de que el desarrollo de una disciplina no es un hecho aislado de las ciencias, ya que se nutre de estas, ni tampoco aislado de las sociedades, ya que está inmerso y sirve al propósito de éstas.

Para finalizar, cabe hacernos esta última pregunta: ¿Es la sepsis hoy en día un reto superado? Definitivamente no. La sepsis constituye, hoy por hoy, uno de los principales retos en cuidado intensivo (61, 62), porque es la principal causa de muerte en UCI no coronarias, y hasta un 35% de los pacientes de los pacientes que ingresan a estas unidades sufrirán la enfermedad. Se dan 18 millones de casos al año con una mortalidad global del 30%, es responsable de más muertes que el SIDA y su incidencia se incrementará un 8% anual. Tras 40 años de investigación exhaustiva sólo se ha logrado disminuir la mortalidad un 10%. Se gastan 17 billones de dólares anuales en costos de atención, y de los fármacos investigados, varias docenas en tres décadas, sólo dos han disminuido marginalmente la mortalidad; no es de extrañar entonces que la sepsis haya sido denominada con sorna: "el cementerio de las farmacéuticas".

Todos estos factores evidencian un problema: ¿Se está convirtiendo la sepsis en un reto sistemático para el paradigma médico actual? Es muy probable, ya que muchos factores de nuestro mundo son análogos, en consecuencias médicas y sociales, a los retos que permitieron que la sepsis cobrara innumerables vidas en la antigüedad. Condiciones actuales e ineludibles de nuestro mundo moderno como el envejecimiento de la población, la resistencia microbiana, la inmunosupresión, las crecientes invasiones intravenosas y de otros tipos están relacionadas con un aumento en la incidencia y gravedad de la enfermedad. Estos factores no sólo dan ventajas a los microorganismos, sino que además ejercen una tremenda presión evolutiva sobre nosotros; tenemos así una constante carrera armamentista en la que nuestros invasores siempre tendrán la delantera y nosotros nos vemos inexorablemente apremiados a innovar. En conclusión, quizás la sepsis imponga en los próximos años retos de tal magnitud que nos permitan y nos obliguen a abrir nuevos caminos para desarrollar nuevos paradigmas en la medicina del siglo XXI... Al menos eso nos dicen las costosas lecciones del pasado.

AGRADECIMIENTOS

Orlando Mejía Rivera, María Cristina Florián Pérez, Julián David Bohórquez Carvajal, Óscar Jaramillo Robledo.


PIE DE PÁGINA

1"Pus bonum et laudabile". Traducción: "Pus buena y digna de alabanza". (Del latín Bonus: útil y a propósito para algo, y Laudabilis: digno de alabanza). Concepto propuesto por Galeno de Pérgamo (129-200 d. C.), quien pregonaba que las heridas curaban por segunda intención y que la formación de pus era fundamental para su sanación. Este concepto estimuló el uso indiscriminado del cauterio durante toda la Edad Media, así como de ungüentos compuestos de sustancias podridas o cáusticas para facilitar la supuración en la lesión.
2 En 1930 Wilber C. Wright fue el primero en traducir y publicar el texto de G. Fracastoro en inglés. Hay disponible una versión magistralmente traducida al castellano en la colección Clásicos de la Medicina, Medicina Renacentista III. Gerolamo Fracastoro: De Contagione Et Contagiosis Morbus. Revista MD En Español, Octubre, 1970. p: X1-X8. En su escrito Fracastoro señala que la infección no se produce por causas desconocidas sino por semillas de enfermedad: semina morbi o seminaria, las cuales son partículas imperceptibles compuestas de diferentes elementos; estas se propagan (propagare) y engendran (gignere) otras semillas que causan corrupción en las partículas constitutivas de las cosas. No obstante, en ningún momento Fracastoro especifica que sean organismos vivos, ni tampoco hace precisiones claras sobre la diferencia entre contagio e infección, ni sobre ninguno de sus significados conceptuales.
3 No sobra hacer una pequeña explicación sobre las causas de la enfermedad de acuerdo con el enfoque fisiológico de la medicina galénica. Según Galeno, la enfermedad era causada por un desorden en la proporción de los humores, en síntesis, las enfermedades se daban por la conjunción de: 1) causas iniciales, entes externos como el calor, frio, miasmas o semillas que podían producir cambios dañinos en los humores; 2) causas antecedente, es la predisposición personal a un desorden, que explica por qué unos individuos son más susceptibles que otros a determinada enfermedad; 3) causa cohesiva, se podía desencadenar por la unión de las causas antecedentes e iniciales, era el desorden como tal y consistía en una alteración en la composición o proporción de los humores o discrasia. La enfermedad era una manifestación de la causa cohesiva, en la que los otros factores (iniciales o antecedentes) ya habían actuado en conjunto o por separado. A esta causa cohesiva, o desorden humoral, estaba dirigida toda la terapéutica para lograr la eucrasia (adecuada proporción de los humores). En este sentido, la causa inicial cualquiera que fuera, era un "factor asociado" y no era visto como causa necesaria para el mantenimiento de una enfermedad..
4 Aunque las fechas de publicación de los trabajos de Hooke y Leeuwenhoek evidencian que el londinense publicó primero sus observaciones, fue el humilde portero y campesino holandés quien realmente hizo los primeros descubrimientos sobre la vida en el microcosmos. Hooke, motivado por los numerosos trabajos que Leewenhoek había enviado a la Royal Society, quiso explorar bajo su propio lente y publicar sus resultados; su prestigio como académico hizo que su publicación viera primero la luz.


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