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Apuntes: Revista de Estudios sobre Patrimonio Cultural - Journal of Cultural Heritage Studies

versión impresa ISSN 1657-9763

Apuntes v.20 n.1 Bogotá ene./jun. 2007

 


Misión de Moxos*

Víctor Hugo Limpias Ortiz.

victorlimpias@gmail.com
Arquitecto de la Universidade Santa Úrsula de Río de Janeiro, Brasil (1980-84). Maestría en Arquitectura de la University of Texas en Austin, Estados Unidos (1988-90). Se especializó en Investigación Social Urbana en la Universidad Privada de Santa Cruz de la Sierra (1991), y en Administración de la Capacitación en el Westvlaams Ekonomisch Studiebureau de Brujas, Bélgica (1996). Cursa actualmente el Doctorado en Ciencias de la Educación en la Universidad San Francisco Xavier de Chuquisaca.

Autor de más de una decena de libros, entre los que se destacan Santa Cruz de la Sierra: arquitectura y urbanismo (Santa Cruz: UPSA, 2001) y Cobija: arquitectura y urbanismo (Santa Cruz: Ministerio de Gobierno, 1999). Ha publicado más de 150 artículos sobre arquitectura, urbanismo, educación en arquitectura y otros temas en diarios, revistas y publicaciones, tanto generales como especializadas de Bolivia, Estados Unidos de América, Brasil y Honduras.

Su carrera académica se desarrolla principalmente en la Universidad Privada de Santa Cruz de la Sierra. Es Decano de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo, teniendo a su cargo las carreras de Arquitectura, Diseño de Interiores, Diseño Industrial y Construcciones. Desde 1985 es catedrático del área de Historia y Teoría de la Arquitectura y de Talleres de Diseño de Arquitectura, y desde 1996 imparte módulos y materias en dos programas de postgrado.

Recepción: 29 de enero de 2007 Evaluación: 14 de mayo de 2007 Aceptación: 29 de agosto de 2007



Resumen

Este trabajo es sobre la Misión Jesuítica de Moxos -actual Bolivia —, una experiencia cultural y productiva llevada a cabo en los siglos XVII y XVIII, que se definió a partir de una compleja combinación de criterios productivos de organización del espacio, que entendían las reducciones como grandes establecimientos industriales y agropecuarios, y de esfuerzos de catequización de los nativos, para articular la cultura original con la metropolitana. Como consecuencia de una estrategia compleja y dinámica de ocupación global del territorio, se adoptaron y adaptaron criterios de la estética urbana y arquitectónica propios del barroco, como instrumento formal de ordenamiento y jerarquización del espacio, en sutil combinación con elementos característicos de la cultura material nativa.

Si bien se reconoce implícitamente que las preocupaciones simbólico-religiosas se constituyen en el factor de organización fundamental en la definición espacial de las reducciones jesuitas en Suramérica, en este trabajo se identifica también la dimensión "productiva" de la arquitectura y el urbanismo misional.

En definitiva, y reconociendo que el proyecto jesuítico era fundamentalmente movido por el deseo sincero de evangelizar a los nativos Moxo, se busca explicar cómo la combinación de la cultura mojeña con la estética y el espíritu barroco importado por los sacerdotes jesuitas definieron un mestizaje cuya materialidad contribuyó tanto a la propagación de la fe como a la producción agropecuaria y exportaciones hacia el mercado virreinal.

Palabras Clave del Autor: Moxos-Mojos, misiones jesuíticas, reducciones jesuitas, arquitectura maderera, urbanismo misional, arquitectura barroca, urbanismo barroco, orden jesuita, Jesuitas, América.

Descriptores*: Indígenas de América del Sur - Misiones - Moxos (Bolivia), Misiones jesuíticas - Moxos (Bolivia), Construcciones de madera - Conservación y restauración



Jesuit Mission of Moxos

Abstract

This paper is about the Jesuit Mission of Moxos, currently located in Bolivia, a cultural and productive experience developed during the XVIIth and XVIIIth centuries that was being defined by means of a complex combination of productive criteria of spatial structuring which recognizes the reductions as large industrial, agricultural and cattle farming settlements, and by evangelization efforts among the Indians that seeked the synchronization of original and metropolitan cultures. As a consequence of a complex and dynamic strategy of territory possession, baroque urban and architectural aesthetics were adopted as instruments of spatial ordering and structuring, in a subtle mix with elements of the local material culture.

Although symbolic and religious matters are implicitly identified as fundamental to the process of spatial definition in the Jesuit reductions in South America, in this paper also the "productive" dimension of the Mission architecture and urbanism, particularly concerning urban design, is recognized.

At the end, recognizing that the Jesuit project was mainly moved by the sincere aspiration to Christianize the Moxos people, the paper intends to explain how the combination of the Moxos culture with the baroque spirit and aesthetics imported by the Jesuit priests produced a blending that contributed both to the propagation of faith and to the agricultural and cattle production, exportable to the Viceroyalty market.

Key Words of the Author: Moxos-Mojos, Jesuit Missions, Jesuit Subduing, Wooden Architecture, Mission Urbanism. Baroque Architecture, Baroque Urbanism, Jesuit Order, Jesuits, America.

Key Words Plus: Indians of South America - Missions - Moxos (Bolivia) Jesuits Missions - Moxos (Bolivia) Building Wooden - Conservation and Restoration

* Los descriptores están normalizados por la Biblioteca General de la Pontificia Universidad Javeriana.



Introducción

El conjunto de reducciones de la misión jesuítica de Moxos, fundada y organizada por misioneros de la orden de Loyola entre los siglos XVII y XVIII, constituye una notable experiencia de modificación de la cultura y el hábitat de la región mojeña, hasta entonces ocupada por naciones de las llanuras y los bosques tropicales del corazón de Suramérica. Algunas de esas naciones estaban originalmente constituidas por nómadas que vivían de la caza y la pesca, pero otros, como los baures, ya habían logrado organizarse en sociedades relativamente complejas, capaces de construir decenas de kilómetros de terraplenes, canales, centenares de terraplenes residenciales y miles de hectáreas de camellones destinados a la agricultura.1

Siendo la región de Moxos -el actual departamento del Beni- una pampa aluvial con bosques periféricos a ríos amazónicos, entre los que se destaca el Mamoré, donde convivían varios pueblos nativos o naciones, cada uno conformado por varios grupos pequeños dominados por un cacique y diseminados en un determinado territorio, y con una lengua común. Las naciones más importantes eran los moxos y los baures, ambos con lenguas de origen arawak. Otras cuatro naciones importantes eran la cayubaba, la canichana, la movima y la itonama. Una vez que los diferentes pueblos que conformaban la nación de Moxos tuvieron los primeros contactos con los españoles, prevaleció su nombre para denominar a toda la región (Block, 1997, p. 51).


Ingeniería de la sabana

Debido a que la región es una sabana anegadiza, los primeros habitantes se vieron obligados a construir una compleja red de control hidráulico, tan extensa y compleja que hasta hoy llama la atención. Las obras hidráulicas de moxos y baures, mencionadas por varios cronistas virreinales, fueron estudiadas por Erland Nordenskióld, e investigadas desde los años 1960 por Keneth Lee y William M. Denevan y, más recientemente, por Heiko Prümers, Clark Erickson, Umberto Lombardo, Efraín Barbery y otros.2

Destinadas a controlar inundaciones, facilitar la agricultura y la pesca, y la comunicación entre las diferentes poblaciones, en la región del río San Pablo y el río Yacundá, y al pie de la serranía de Mosetenes, se encuentran decenas de miles de lomas artificiales, terraplenes, canales, camellones y campos de tablones para el cultivo, y montículos, todos construidos en zonas anegadizas del río Mamoré y sus afluentes.

Además de controlar las inundaciones, este sistema hidráulico permitía estabilizar temporalmente el agua para que decante sus nutrientes y abone naturalmente el suelo de la sabana, y de esa manera se obtenga una mayor producción agrícola y también piscícola. En otras palabras, se trata de grandes obras de ingeniería hidráulica orientadas a la producción de alimentos.

Se estima que los 20 mil kilómetros cuadrados de campos de cultivo hasta ahora identificados en la pampa y la selva de moxos y baures, pudieron haber abastecido las necesidades de centenares de miles de personas, aunque es poco probable que hayan sido construidos todos al mismo tiempo. De hecho, al estimarse que la ocupación intensiva de la región se dio entre el año 400 y el 1400 de nuestra era, es decir, por alrededor de un milenio, una ocupación por fases temporales y por regiones, es lo más plausible.3 Cuando los jesuítas llegaron a la zona a fines del siglo XVII, parte de esta antigua infraestructura permanecía en uso pero la organización social que la había diseñado y construido hacía tiempo que ya no existía.

Las lomas artificiales albergaban a la población y su altura sobre el terreno natural varía de cuatro a veinte metros. Las mayores de ellas cubrían hasta cincuenta hectáreas, implicando un movimiento de tierra superior a un millón de metros cúbicos, lo que debió exigir grandes esfuerzos comunitarios, posiblemente durante generaciones. Las de mayor superficie contaban con diferentes sectores o "barrios", con la zona habitacional a veces en terrazas de mayor altura y el cementerio en una zona más baja. Estas lomas poblacionales poseían un canal circundante, similar al que protegía a los castillos medievales, pero su función era fundamentalmente de apoyo, tanto a la red fluvial de transporte como a la de producción piscícola.

De las lomas poblacionales partían terraplenes, cuya principal función eran la regulación y el control de las inundaciones que periódicamente afectan a la sabana beniana y también a los bosques, actuando como eficientes diques, y también como caminos terrestres y fluviales. Se han encontrado terraplenes de quince kilómetros de largo, de un metro o más de elevación y cuatro metros de ancho, y los canales podían medir hasta siete metros de ancho. Algunos de estos terraplenes eran dobles, con un canal en el centro, por lo que podían permitir la comunicación fluvial aun en tiempos de seca al preservar el canal central. A partir de imágenes satelitales se han identificado más de cinco mil kilómetros lineales de terraplenes en toda la región, la quinta parte de ellos en la zona de Baures.4

Los canales, por su parte, conectaban los cauces de ríos mayores y menores acortando distancias, y también cumplían otras funciones, como eficientes reguladores y distribuidores de aguas fluviales. De esta manera, el sistema compuesto por terraplenes y canales aseguraba la comunicación terrestre y fluvial entre núcleos poblacionales y entre éstos y sus campos de cultivo durante todo el año, además de irrigarles los campos de cultivo y evitarles los daños causados por las inundaciones.

El complejo sistema de ingeniería hidráulica mojeña incluía, dependiendo de la región, al menos otros seis tipos de obras de ingeniería, todos destinados a albergar algún tipo de plantación -yuca, maíz, calabaza, ají, tabaco, algodón, etc.-, en función de las características de inundación del sector y los requerimientos de humedad de cada especie. Así, se tienen grandes campos de cultivos rodeados de canales, también hay campos de cultivos elevados de treinta metros de ancho por trescientos de largo; están los campos de tablones de entre cuatro y ocho metros de ancho y de hasta cien metros de longitud, los campos de camellones constituidos por aglomeraciones de montículos alargados apenas levantados del suelo, y montículos circulares de tres y cuatro metros de diámetro, estos últimos posiblemente destinados al plantío de maíz. Finalmente, la existencia de lagunas de forma regular, generalmente rectangulares, sugiere que fueron construidas artificialmente.5

En todo caso, todas estas obras, distribuidas en miles de kilómetros cuadrados, suponen necesariamente la existencia de una alta concentración humana capaz de justificar tal escala de obras. Demuestran también que los pueblos que construyeron dicho sistema contaban con una capacidad de organización social elevada, lo que a su vez demanda una estructura social compleja en donde debieron existir individuos con la capacidad de planificar y modificar el territorio de la misma manera que lo hace el ingeniero actual. Sin duda, la escala de las obras hidráulicas del Mojos prehispánico exigió de su parte una comprensión avanzada de la naturaleza y una capacidad técnica propia de la ingeniería.

Finalmente, llaman la atención los diversos patrones culturales, tanto en la cerámica y otros restos arqueológicos encontrados en los diferentes sitios investigados, como en la preponderancia de camellones de cultivo en una zona, montículos en otra, y tamaños variables de lomas y terraplenes en regiones muy distantes entre sí. Ello indica que no existía una sola cultura en la región, y más bien demuestra que coexistieron varias culturas, cada una de ellas con sistemas propios de control hidráulico.6


Vivienda

Las construcciones residenciales prehispánicas se caracterizan por el uso de materiales poco elaborados para su ejecución, y por la existencia, dependiendo de la zona, de dos grandes tipos de vivienda: la familiar y la multifamiliar o comunitaria. La sencillez constructiva coincide con el carácter efímero de los conjuntos llaneros y de los bosques tropicales, sean éstos de origen arawac u otro, ambos grupos presentes en el oriente boliviano en el momento de la llegada de los españoles en el siglo XVI.

Las viviendas unifamiliares eran regularmente de planta circular. Si las construían con paredes, la cubierta era cónica simple, pero si no tenían paredes, la estructura cónica hacía las veces de paredes y cubierta. Su tamaño variaba pero era de reducidas dimensiones, con diámetros de 2,50 hasta cuatro metros y de altura similar. La familia entera habitaba allí.

El jesuita Éder describe en forma genérica la "casa de los bárbaros", dando un buen número de detalles de la vivienda unifamiliar con paredes en la zona de Moxos:7

Las etnias todavía bárbaras construyen sus casas más para alejar los mosquitos y cínifes que para su comodidad. Su estructura es circular, de cuatro o, a lo más, cinco varas de diámetro, viviendo en ella toda la familia, es decir hasta doce personas. Su altura es la misma que su anchura; el techo es de hierba; la puerta se hace de la misma hierba, atada a palos: es tan pequeña, que sólo pueden entrar gateando de pies y manos. No hay ventana alguna. Las paredes apenas llegan a una vara de altura y son de empalizada recubierta de barro (Éder, 1985).

Una vivienda bastante parecida a la anteriormente descrita es la de los sansimonianos, aunque en ésta el muro es de mayor altura. En las zonas más tropicales, la empalizada que hacía las veces de pared no se recubría con barro, permitiendo la ventilación natural del interior.

La vivienda unifamiliar sin paredes, parece haber sido la de los pueblos conocidos como chiquitos, entre ellos los manasicas. En 1702 el sacerdote Lucas Caballero las describe así: "Sus cabañas son de paja, hechas a manera de hornos" (Roth, 1993, p. 98). Sin embargo, en el centro de los pueblos también existían tres o cuatro viviendas de mayores dimensiones, para albergar al cacique, a los jóvenes solteros mayores de 15 años, a los visitantes, así como para realizar algunos de sus ritos o ceremonias.8


Bebedero

En varios pueblos, una sola "casa de los hombres", llamada también "bebedero", podía albergar indistintamente al cacique, a los jóvenes solteros, ser albergue provisional de los forasteros y lugar destinado a las ceremonias de iniciación guerrera y adoración de sus dioses (Parejas y Suárez, 1992, p. 37). La ubicación privilegiada en el conjunto, construida al lado del espacio abierto central, contribuía a fortalecer su sentido simbólico. A diferencia del resto de las edificaciones, era construida por toda la comunidad. Allí se colgaban los trofeos de guerra y de caza, y pueden reconocerse como una especie de templos.


Tabas colectivas

Las viviendas colectivas o plurifamiliares eran muy comunes en la región, como lo eran en todas las zonas bajas de Suramérica. Las dimensiones y capacidad varían notablemente, tal como su nombre: taba, ruka, maloca, shapuno, etc. Se las utilizaba por unos cinco años, tiempo máximo que duraba un asentamiento en esa época. La vivienda colectiva de la región oriental albergaba normalmente de diez a quince familias, o entre setenta y cien personas, en un espacio con de cinco a siete metros de ancho, de treinta a cincuenta metros de largo, y entre seis y siete metros de altura, aproximadamente.9 Algunas comunidades amazónicas construían edificaciones de mayor capacidad, como los pacaguaras, cuyas casas medían hasta cien metros de largo (Torrico, 1971, p. 275).

Se construía la cabaña colectiva con una armazón de troncos macizos que constituía la estructura central. Piezas delgadas se hincaban en el suelo y se curvaban, apoyándose en la estructura central, hasta cruzarse en el vértice superior, donde se amarraban. Una vez esta armazón quedaba fija, se la cubría con hojas entrelazadas de palmeras como el motacú, el cusi y la jatata, las más comunes. Ante la inexistencia de muros o tabiques interiores, las columnas interiores servían de sutiles elementos divisores entre las familias, aunque sólo perimetralmente, pues el espacio central era común, y allí se cocinaba.

Los conjuntos de viviendas colectivas reunían entre dos y cinco grandes galpones comunitarios, aunque hay evidencias de conjuntos bastante mayores. Por su parte, las poblaciones fundamentadas en viviendas individuales podían estar constituidas por grupos de una decena hasta centenares de pequeñas viviendas.


Urbanismo

Los cronistas de la conquista señalan que los pueblos nativos estaban rodeados de una empalizada, con una o más puertas de ingreso controladas. Al respecto, en 1635 Alonso Soleto Pernía escribe: "... era un cerco de la manera de un fuerte, muy reforzado, y estaba en cerco por temor de sus enemigos que tenían... Era el fuerte de árboles de higuerones, y de cedros y cedros, plantados alrededor para edificar su ciudad..." (Universidad Autónoma Gabriel René Moreno, 1961, p. 134).

Exterior al cerco, que podía ser doble, es decir dos empalizadas paralelas, se construían fosos que ocultaban lanzas envenenadas y se plantaban setos vivos de plantas también venenosas. Ello aseguraba una mejor protección contra los ataques de pueblos enemigos y contra predadores de la selva y serpientes. Ulrico Schmidel los describe:10

Su ciudad [...] está rodeada de dos cercas de palos del grueso de un hombre, hincados una braza en la tierra. Lo que sobresale tiene la altura de un hombre con la espada alzada. A quince pasos delante de la valla tenían hechos unos fosos de una profundidad del tamaño de tres hombres, y en ellos habían clavado unas lanzas de una madera dura... Los fosos estaban cubiertos de paja, ramitas y un poco de tierra y hierbas para que nosotros cayésemos en ellos al perseguirles o quisiésemos asaltar la ciudad... (Schmidel, 1944).

Los pueblos, sean estos constituidos por viviendas uni o plurifamiliares, variaban en dimensiones y población. Mientras algunas aldeas más pequeñas contaban con quince familias, otras podían tener hasta ochocientos, con más de tres mil habitantes.11 En 1635, el escribano y soldado español Juan de Limpias estimó en tres mil habitantes uno de los once pueblos de los Toros (¿Mojos?), con cuatrocientas casas, 190 cocinillas y nueve bebederos (Chávez, 1986, pp. 161-162). En los pueblos de mayores dimensiones, los cronistas mencionan la existencia de "barrios". De ahí la existencia de varios bebederos o casas de los hombres en algunas comunidades (Parejas, 1984, p. 120).

Los conjuntos urbanos de casas-galpones o cabañas colectivas estaban constituidos por un número reducido de éstas. Grabados del siglo XVI muestran cuatro viviendas comunales en un pueblo sudamericano (tupinambos), y hasta catorce en un conjunto de Norteamérica -pomeiock-(Guidoni, 1982, pp. 50, 56). Sin embargo, Hernando de Loma Portocarrero, en una expedición de 1597, contó nada menos que 610 tabas en una sola comunidad (Parejas, 1984, p. 120).

El ordenamiento "urbano" presentaba algunos elementos comunes en diferentes regiones. Un espacio abierto, en posición central en relación al conjunto de casas, flanqueado por el bebedero y la casa del cacique, constituía el núcleo espacial del conjunto. Era, de hecho, una "plaza" ceremonial. Dependiendo de la cantidad de viviendas y el número de habitantes, podían existir plazas menores, con sus respectivos bebederos. El resto de las viviendas se ordenaba en forma arbitraria. No existían calles en el sentido occidental, pero los cronistas reconocen el concepto en los accesos del exterior hacia el espacio central. Schmidel (1984) menciona que los jarayes contaban con un camino de ocho pasos de ancho, bordeado de flores y pulcramente limpio, que llegaba hasta la casa del cacique. Esto no es otra cosa que lo que hoy se entiende como una avenida o bulevar, lo que demuestra que estos pueblos poseían y aplicaban criterios de jerarquización urbana.

Pese a su precariedad, las construcciones y el urbanismo prehispánico en Moxos presenta cualidades dignas de destacar y son un antecedente importante en cuanto definen patrones posteriores de construcción y asentamiento, que influirán en el modo en que se desarrollarán estas mismas actividades durante la Colonia.

Aunque la estructuración espacial urbano-arquitectónica original ha desaparecido, para lograr el propósito establecido se ha partido de una serie de documentos textuales y gráficos, así como de algunos ornamentos que lograron sobrevivir a la expulsión de los jesuitas y las intervenciones posteriores, tanto de otras órdenes religiosas, como de parte del gobierno.


Referencias bibliográficas e iconográficas

A pesar de que los archivos peruanos contienen buena parte de la documentación secuestrada a los jesuitas al momento de su expulsión, así como informes de superiores y hasta cartas personales de los misioneros, el Archivo Nacional de Bolivia, ANB, en Sucre es el principal depositario de documentos mojeños, gracias a la labor de recopilación que realizara en la segunda mitad del siglo XIX el historiador cruceño Gabriel René Moreno. Sin embargo, para este trabajo, orientado a identificar las características tecnológicas, funcionales y morfológicas del urbanismo y la arquitectura mojeña en su relación con la organización social, han sido particularmente significativas las siguientes referencias. Primero, los testimonios textuales que dejaron los padres Eguiluz, Altamirano, Éder y otros, tanto en el siglo XVII como en el siglo XVIII También están los informes de los gobernadores y las descripciones de viajeros, como el francés Alcide D'Orbigny. Estos documentos han sido exhaustivamente analizados por historiadores como Gabriel René Moreno, José Chávez Suárez y Manuel Limpias Saucedo, quienes sacaron sus propias conclusiones y las describieron. Luego están los documentos gráficos, fundamentales, pues precisan los detalles y caracteres que la descripción textual no puede expresar. Entre ellos se destacan los grabados de D'Orbigny (1832), uno de los cuales muestra con notable precisión la estructura urbana y los elementos constituyentes de la misión de Concepción de Baures, que permite reconocer las características productivas del espacio construido. También son importantes, más que todo para una reconstrucción arquitectónica, las acuarelas de Melchor María Mercado (1859), y los grabados de Gibbon (Trinidad, 1852) y Keller (Exaltación, 1874). La fotografía del templo de Trinidad en el Álbum del Centenario (1925) y los dibujos de Jorge Coimbra (1945) del campanario de Magdalena también ofrecen una rarísima oportunidad de apreciar las cualidades de la arquitectura misional mojeña, antes de su lamentable desaparición. Las más recientes fotografías de Rogers Becerra y Antonio Carvalho, de ornamentos y restos de columnas, son también ilustrativas.


Referencias urbanas y arquitectónicas

Es lícito reconocer como referencias importantes para el análisis, el diseño urbano persistente en la mayor parte de los pueblos mojeños actuales, y los pocos templos construidos posteriormente a la expulsión de los jesuitas en 1767. La mayor parte de las antiguas reducciones son pueblos vivos, algunos de ellos ciudades importantes, como Trinidad, capital del departamento del Beni, en los que se han mantenido elementos espaciales originales, tanto urbanos -plaza, calles- como arquitectónicos -sitios del templo y colegio-. Los templos madereros que reemplazaron a los originales generalmente imitaban a los preexistentes, en un proceso similar al reconocido en Chiquitos -caso de Santa Ana- y deben reconocerse como parte de la misma categoría de análisis. Al respecto, es bueno señalar que aunque buena parte de los templos dibujados por Mercado eran posjesuíticos, debido al traslado de algunos pueblos y la fundación de otros nuevos, el espíritu barroco se mantuvo vigente en Moxos hasta bien entrado el siglo XIX, tal como lo señalan varios investigadores, en lo que hoy se conoce como departamento del Beni (Block, 1997, p. 41).

Por su estrecha relación histórica y por su contemporaneidad, también son referentes importantes para comprender la arquitectura misional mojeña los contemporáneos templos madereros de Chiquitos, seis de los cuales se salvaron de la destrucción definitiva al ser restaurados y reconstruidos por el desaparecido Hans Roth desde 1972 hasta 1999, en una labor que tuvo mucho del sabor misional original.12

Finalmente, como resabio de un pasado de esplendor, están los púlpitos, ornamentos y restos de columnas y vigas que todavía existen en Moxos y algunos museos del país y el exterior. Estos remanentes materiales, importantes para el análisis, demuestran sin lugar a dudas que en la región existieron artistas y artesanos de excepcional calidad, tanto europeos como indígenas, y que el barroco se manifestó en toda su exuberancia en el espacio misional mojeño.13

El territorio ocupado por la misión de Moxos formó parte de la Gobernación en los tiempos virreinales y luego de la Intendencia de Santa Cruz de la Sierra, que también abarcaba la misión de Chiquitos. A mediados del siglo XIX se creó el departamento del Beni, quedando la mayor parte de las reducciones jesuíticas en su territorio, y el resto en el departamento de Santa Cruz, que quedó con todas las reducciones chiquitanas. En la actualidad, la región de la sabana beniana, antiguo territorio de los moxos, es una región de economía ganadera que recientemente ha emprendido una serie de esfuerzos para recuperar su patrimonio tangible, mientras ha sabido preservar importantes rasgos intangibles de su cultura originaria y mestiza.


Historia

Para referirse a las misiones de Moxos es necesario puntualizar su independencia de las de Chiquitos, con las que regularmente han sido mencionadas en la bibliografía misional. De hecho, dentro del marco de la experiencia jesuítica en América, Moxos y Chiquitos presentan algunos elementos comunes, pero también importantes diferencias. Entre sus diferencias más notables está el hecho de que, mientras las misiones de Moxos surgen bajo el impulso del Provincial de la orden en Lima, las de Chiquitos lo hacen bajo el impulso del Provincial del Paraguay, y más específicamente del Colegio de Tarija (Parejas, 1980, p. 89).

Aunque dependían administrativamente de dos provincias jesuitas ubicadas en ambos extremos del continente, estas misiones se relacionaban con el mundo a través de Santa Cruz de la Sierra, de cuya gobernación hacían parte. En este sentido, Santa Cruz se convirtió en el único y obligado punto de contacto entre dos de las mayores provincias jesuíticas de Suramérica. Es lícito suponer que en varias ocasiones, los misioneros que pasaban de viaje hacia o desde las misiones debieron coincidir en el colegio que la orden tenía en la ciudad (García, 1989, pp. 20-40). Ello permite inferir un grado de interrelación e intercambio de experiencias entre ambas misiones, más allá de las pocas situaciones mencionadas en las comunicaciones oficiales. Al respecto, vale la pena mencionar que desde la fundación de las primeras reducciones, realizadas en Moxos por los padres Castillo, Marban y Barace, y en Chiquitos por los padres Arce y Rivas, hasta la expulsión de la orden en 1767, la relación con Santa Cruz de la Sierra fue compleja y contradictoria: mientras los cruceños representaban una amenaza constante para la libertad de los indígenas, eran éstos quienes defendían a las mismas de los avances de los bandeirantes paulistas y "mineiros". En este marco, los eventuales avances maloqueros de los cruceños motivaban a los indígenas a adscribirse a las reducciones, facilitando la labor de los misioneros, a su vez obligados a pedirles a los mismos que los protegieran. Respondiendo al proverbial pragmatismo jesuita, la orden respondió con inusitada tolerancia ante los cruceños, lo que se manifestó en la falta de reclamos o denuncias ante las autoridades virreinales, tal como lo señala García (1989, pp. 20-40).

Las distintas misiones jesuíticas americanas se regían bajo los mismos decretos reales y se administraban bajo los mismos criterios y modelos administrativos. Sin embargo, la autonomía de cada región, junto a las diferencias geográficas y culturales, permitió el surgimiento de diferencias, dentro de un marco común estructural. Por ejemplo, aunque las misiones de Moxos y Chiquitos, junto a las del Paraguay, presentan experiencias urbanísticas y arquitectónicas con varios elementos comunes, existen diferencias entre ellas. Urbanísticamente, todas ellas descartan la cuadrícula como alternativa de diseño urbano y más bien aplican un modelo alternativo, de características propias, pero con matices distintos en cada región. Arquitectónicamente ocurre lo mismo, adoptando al principio en todas ellas la misma tipología maderera, pero ganando detalles diferenciadores en el proceso.


Fundación de Moxos

Fueron muchísimas las entradas infructuosas a la región durante los siglos XVI y XVII. Desde la primera expedición que partió de Lima al mando del capitán Pedro de Candia en 1538, hasta la penúltima de Alonso de Cerezeda, Andrés Pardo y Miguel de Oña, enviados en 1671 por el gobernador de Santa Cruz, los informes fueron cambiando desde un absoluta desesperanza hasta el reconocimiento de que era crítico y también posible lograr la incorporación de la región a la Corona. La trágica muerte de dos misioneros a manos de los indígenas, el franciscano Gregorio de Bolívar y el agustino Felipe de Paz, no fueron suficientes para que un jesuita de Santa Cruz de la Sierra, el hermano José del Castillo, decidiera buscar en Lima el apoyo necesario para emprender el que sería el último y exitoso intento virreinal de convertir a los varios pueblos que comprendía la región.14

A Del Castillo lo motivó particularmente el éxito relativo del hermano coadjutor Juan de Soto, quien convivió más de dos años en armonía con los mojeños, junto con los misioneros José Bermudo y Julián de Aller. El informe de Soto demostraba que era posible lograr la conversión de los hasta entonces ariscos mojeños, y que solamente se requería de paciencia para lograr su confianza definitiva (Chávez, 1986, pp. 194-197). Luego de convencer al provincial de Lima, Del Castillo regresó a Santa Cruz acompañado de los misioneros Pedro Marbán y Cipriano Barace, el primero de los cuales fue designado como superior de la futura misión. Tanto Barace como otros jesuitas consideraban a Del Castillo como "autor y gran promovedor de esta insigne obra" (Chávez, 1986, pp. 200-201.)

A principios de 1675, los tres misioneros partieron hacia el Mamoré. Luego de seguir el curso del Guapay y de superar varias dificultades en donde se destaca el empeño de Del Castillo, llegaron a contactar a los maremonos, uno de los tantos pueblos mojeños, el 28 de junio. El padre Marbán tomó entonces posesión de ese territorio, y a partir de entonces empezó la dura tarea de convencer a los mojeños de la importancia de adscribirse a la religión católica. Gracias a varios informes positivos que enviaron a Santa Cruz y a Lima, en 1682 lograron la incorporación de otros misioneros: Antonio de Orellana y José de Vega, dando impulso definitivo al emprendimiento. La fundación de Nuestra Señora de Loreto en abril de ese mismo año señala el inicio formal de la misión de Moxos (Chávez, 1986, pp. 209-210).

Entre 1682 y 1744, la Compañía de Jesús fundó en Moxos un total de 25 pueblos, entre los que se destacan los todavía existentes: Loreto, el primero, luego Trinidad (1687), San Ignacio (1689), San Javier (1691), San Borja (1693), San Pedro (1697) -que sería durante muchos años la sede principal-, Concepción (1708), Exaltación (1709), San Joaquín (1709), Reyes (1710), Santa Ana (1719), Magdalena (1720), todos ellos en el actual departamento del Beni, y Desposorios de Buenavista (1723), en el departamento de Santa Cruz. En el momento de la expulsión de la orden sólo quedaban dieciséis pueblos, pues ya algunos habían desaparecido -San José, San Luís, San Pablo, San Patrocinio, San Juan Bautista y dos Santa Rosa y dos San Miguel-, y otros más desaparecerían posteriormente -Santos Simón y Judas, San Nicolás, San Martín-, mientras que algunos se trasladaron a nuevos sitios -Loreto, San Ignacio, San Joaquín, San Pedro, entre ellos-, abandonando el sitio original. Después de la expulsión en 1767, se fundarían otras reducciones siguiendo el modelo misional jesuítico -es el caso de San Ramón- en pleno período secular español (Gutiérrez da Costa y Gutiérrez Viñuales, 1995, pp. 305-394).


Sociedad

Los jesuitas lograron combinar exitosamente la organización social nativa, respetando su estructura y liderazgos originales, con la tecnología europea, aprovechando la inyección de capital que le proveía la Audiencia de Charcas y la provincia jesuítica limeña. El éxito del emprendimiento se basó en la fundación progresiva de reducciones, conforme la labor de evangelización se iba consolidando. La creación de centros poblados seguros, en donde el indígena se sentía protegido de las temidas malocas de los bandeirantes, y en los cuales podía vivir y crecer en armonía con sus semejantes, pudiendo inclusive moverse entre una población y otra sin mayores contratiempos, contribuyó a lograr un éxito básico, tanto social, como económico y también espiritual. El orden jesuítico, con todas sus bondades, generó en el nativo una confianza extraordinaria que se tradujo en su total inmersión en el desarrollo de una cultura mestiza que se ancló en la música, la religión, la arquitectura y la producción agropecuaria.


Organización social

El aparato productivo de las misiones se sustentaba en una organización interna excepcionalmente conformada. Cada reducción, que podía tener hasta cerca de tres mil habitantes, era dirigida por dos jesuitas, aunque a veces solamente uno estaba a cargo. Los sacerdotes eran apoyados por una serie de líderes indígenas, comandados por el cacique mayor de la parcialidad original. Un alférez y dos tenientes apoyaban a éste, además de los dos alcaldes de familia y los dos de pueblo. Estos ocho miembros formaban el Cabildo, y eran nombrados cada primero de enero.

El pueblo se dividía en parcialidades y cada una de éstas era dirigida por un capitán y su segundo. Esto era particularmente importante en reducciones en donde convivían dos o más pueblos diferentes. Había también alcaldes para cada uno de los gremios de tejedores, herreros, carpinteros y constructores, y también para cada estancia productiva, muchas de ellas en las proximidades del pueblo y a orillas de los puertos principales. Las mujeres y los jóvenes menores de diecisiete años también eran liderados por un alcalde especial (Chávez, 1986, pp. 304-306).

Toda esa estructura conformaba un sistema de jerarquías suficiente para asegurar una ordenada y sistemática vida cotidiana, a la vez que permitía una actividad productiva sin contratiempos. El urbanismo que definía los espacios colectivos de las misiones, además de establecer las jerarquías simbólico-religiosas, necesarias para mantener al indígena consciente de la presencia divina, también contribuía al orden interno y a la producción de bienes y productos. La combinación del orden jerarquizado propio del barroco europeo encajó perfectamente con la intencionalidad productiva de los jesuitas, conscientes de que la labor evangelizadora que realizaban necesitaba de una estructura económica capaz de sostenerla a largo plazo.

Los jesuitas establecieron en cada pueblo talleres de carpintería, telares y sastrería, curtiduría y zapatería, trapiches, fundición y herrería. Al mismo tiempo, ya sea en las proximidades de la reducción o en los puertos fluviales de embarque, poseían diferentes plantaciones: cañaverales, cacaotales, algodonales, arrozales, maizales y cafetales, y contaban con ranchos en donde criaban ganado vacuno y caballar. Cada pueblo tenía su propio aserradero y matadero. Igualmente, contaban con su propia flotilla de carga fluvial. René Moreno indica que "puede calcularse en 60 barcos o canoas la dotación media de cada pueblo para el debido trajín de las chacras, conducción de productos de receptoría y transportes personales de unos a otros pueblos" (Moreno, 1986, pp. 169-170).


Economía misional

Aunque las reducciones de Moxos nunca pudieron autosostenerse completamente, los jesuitas, junto con los indígenas, fueron capaces de organizar un aparato productivo articulado con el resto de la Audiencia y el Virreinato, que permitió el sostenimiento de los 35 mil habitantes que en algún momento poblaron las diferentes reducciones mojeñas. La estructuración del entorno urbano necesario para llevar adelante la experiencia cultural jesuita estuvo definida tanto por una estética barroca en su composición espacial urbanística, como por un criterio productivo de organización del espacio, que convirtió a la misión en un gran establecimiento industrial y agropecuario.

Moxos, además de requerir permanentemente el apoyo de la provincia peruana y contribuciones reales, demandó el establecimiento de una red de estancias y fincas, cuya producción y rentas suplía el déficit. Algo particular en el caso de Moxos es que las estancias que apoyaban económicamente a su sostenimiento no se encontraban dentro de su área de influencia, sino a centenares de kilómetros, en los valles de Cochabamba y Chuquisaca, e inclusive en el Bajo Perú, que pertenecían jurisdiccionalmente a otras misiones.

La inserción de la impronta indígena en la estética y el espíritu barroco importado por los sacerdotes jesuitas definieron un mestizaje cuyos resultados materiales contribuyeron a la definición de un urbanismo y una arquitectura misional "productiva".

Una de las diferencias marcadas entre Moxos y Chiquitos tiene que ver con los resultados de su economía. Mientras Chiquitos logró auto-sostenerse en buena medida, las misiones de Moxos aparentemente sólo lograron una relativa subsistencia alimentaria. Block es contundente cuando indica que:

a pesar de sus esfuerzos impresionantes, nunca pudieron cubrir los gastos con su propio trabajo. Los utensilios de metal [...] y los bienes suntuarios dedicados a fines religiosos exigían grandes erogaciones de dinero [...]. Sólo con la combinación de los aportes de la Corona y las inversiones en la economía civil lograron los jesuitas hacer florecer las reducciones de Mojos [...] La empresa de Mojos demostró ser cara desde sus comienzos (Block, 1997, p. 107).

Para sostener a Moxos, la provincia peruana de la orden jesuita tuvo que valerse de al menos cuatro fuentes de ingresos diferentes: el aporte de la propia administración central de la provincia, las contribuciones reales que abarcaban donativos específicos y estipendios anuales por cada sacerdote, las donaciones que incluían limosnas y legados de bienhechores del Alto y el Bajo Perú, y la renta anual de capitales invertidos. Estos últimos provenían tanto de las rentas generadas por una serie de estancias y fincas situadas en los valles de Chuquisaca y Cochabamba, y en la costa peruana, como de las exportaciones de los productos generados en las mismas reducciones mojeñas, las que también contaban con sus propias fincas.15 Asimismo, su sostenimiento no hubiera sido posible sin la notable habilidad financiera de la orden, que permitió, con una flexibilidad pragmática notable, transferencias monetarias y de bienes, así como préstamos a terratenientes, utilizando los fondos que la Corona les entregaba. Parte fundamental de las estrategias financieras empleadas por los jesuitas la constituía la adquisición y administración de establecimientos agrícolas y ganaderos, los que se mantenían bajo su propiedad en tanto produjeran rentabilidad, y se vendían apenas mostraban su inviabilidad (Barnadas, 1985, p. LIX; Block, 1997, pp. 115).

La documentación existente indica que las misiones de Moxos eran sostenidas en buena medida por las rentas generadas por la producción de una red de estancias ubicadas en los valles orientales de Chuquisaca, al norte de Santa Cruz de la Sierra, en la zona del valle de Pojo, en Cochabamba, y otras situadas en la costa peruana. Algunos de estos establecimientos fueron donados a la orden, o adquiridos por la administración provincial (Block, 1997, pp. 114-115). En algunos casos, es posible que hayan quedado bajo custodia jesuita si el propietario no pudo cubrir la deuda contraída, pero tal situación difícilmente podía quedar documentada, y es de esperar que tal situación se haya presentado legalmente como una donación.

Un benefactor especialmente importante fue el general Juan de Murga, cuyo legado en estancias peruanas rindió quinientos pesos anuales entre 1698 y 1725, cuando falleció. A partir de entonces, la mitad de sus estancias fueron donadas a la orden. En 1704, el viñedo de Callejas la Baja fue donado por Gabriel Encinas.

La administración provincial adquirió dos estancias en el valle de Pojo, cerca de Cochabamba, destinadas a producir vino la primera, cereales y ganado la segunda, para las reducciones. Estas eran Challwani y La Habana. Los datos sobre la producción de estas estancias no son claros, pues mientras se indicó que producían pérdidas a mediados del siglo XVIII, se estimó que rentaban treinta mil pesos anuales al momento de la expulsión, en 1767. En algún momento Challwani pasó a ser propiedad del gobernador de Moxos, León Fernández de Velasco, quien la declaró por un valor de 54 mil pesos y contaba con ochenta esclavos negros.16

En la zona oriental de Chuquisaca y en las proximidades de Mizque, los jesuitas administraban varias fincas menores: Palca, San Nicolás de Umiriqui, Jesús y María, Pampas del Tigre y Cuesta Negra. Según Barnadas, las tres últimas eran administradas por el jesuita Karl Hirschko, y aunque "nunca rindieron grandes sumas de dinero a las misiones [...] incrementaron sus contribuciones proveyendo de vino y cereales" (Barnadas, 1985, p. LVIII; Block, 1997, p. 117). Ellas fueron donadas por los herederos de Melchor de Rodas al Colegio de La Plata. En 1662 el colegio la vendió a Jerónimo de Soria, pero la viuda, María de Cuéllar, la cedió otra vez a la orden al año siguiente (Barnadas, 1985, p. LVIII, citando a Cushner, 1980, p. 41).

Las estancias de la costa norte peruana fueron más productivas. Ellas pertenecían al Colegio Máximo de San Pablo en Lima y producían 2.439 pesos anuales al momento de la expulsión. Las haciendas azucareras de San Jacinto y San Antonio de Mutakachi constituyen un buen ejemplo de inversión rentable de la Compañía, ya que fueron adquiridas a bajo precio en 1709, ante el endeudamiento de sus propietarios originales. Block puntualiza la especial relación entre el colegio de Lima y las reducciones de Moxos, al aportar el colegio capitales y personal administrativo. San Jacinto poseía 81 hectáreas de cultivo, dos molinos, un complejo de refinación y 101 esclavos, mientras que San Antonio de Mutakachi poseía trece hectáreas, dos molinos y solamente 24 esclavos. Desde 1710 las inversiones se concentraron en ésta última, que empezó a producir vino en 1713 y para 1720 ya contaba con sus "propios talleres de alfarería para la fabricación de botijas y botellas" (Block, 1997, p. 118).

En 1725 se adquirió la estancia Huaura (Wawra), y en 1739 el "gran viñedo" de Umay, en el valle Pisco, a un costo de ochenta mil pesos, de los cuales se pagaron al contado 5.403 pesos. Las reducciones de Moxos habrían de pagar el resto al Colegio de San Pablo de su producción, en una demostración más de su impresionante flexibilidad financiera, que generó para Moxos, solamente en 1748, la impresionante suma de 11.188 pesos de ocho reales de beneficios e intereses (Block, 1997, pp. 120-121).17 Cómo justificar semejante apoyo económico a una región marginal de la provincia, se puede entender desde la perspectiva estratégica tanto de la Corona española como de la misma orden jesuita, de proteger las fronteras de su territorio, asegurando su control en términos de conversión y de producción, tal como lo señala certeramente David Block (1997, p. 123).

Los establecimientos agrícolas y ganaderos de la orden durante la Colonia eran generalmente administrados por un sacerdote que actuaba como administrador. Si la hacienda se ubicaba en las proximidades de las reducciones, éste era apoyado por un indígena con el cargo de Alcalde de Hacienda, y los trabajadores eran igualmente indígenas. Por otro lado, los establecimientos ubicados fuera del área de las reducciones, como las mencionadas previamente, podían contar con hasta dos sacerdotes y la mano de obra estaba constituida por esclavos negros. Vale la pena destacar que, al momento de su expulsión, la orden jesuita era la mayor propietaria de esclavos negros de todas las colonias españolas, con más de siete mil de ellos bajo su control (Page, 2001, p. 116).

Las reducciones mojeñas exportaban buena parte de su producción aprovechando, por un lado, la red de colegios jesuíticos que le permitía colocar sus productos en Charcas, Potosí, La Paz y el Cuzco; y por otro lado, estableciendo su propia red de distribución de productos en Santa Cruz de la Sierra y Cochabamba. Los productos de exportación más comunes de las reducciones de Moxos eran el azúcar y el alcohol de caña, el algodón y telas, cacao, sebo, miel y arroz. Entre las manufacturas que se exportaban se encuentran muebles, instrumentos musicales, tejidos litúrgicos y productos de cuero. A cambio, importaban toda clase de adornos litúrgicos y diferentes herramientas de hierro, papel, vestimenta para los religiosos, espejos, vidrio, vino y tabaco (Block, 1997, pp. 106-107).


Urbanismo

La estructura urbana de una misión de Moxos estaba originalmente conformada por el conjunto arquitectónico principal, la plaza y los cuarteles o residencias de los indígenas. En primera instancia, se aprecia que su ordenamiento responde a un criterio de ocupación centrado en el templo, la Casa de Dios, como elemento articulador de todo el conjunto y corazón espiritual de la comunidad.18 La plaza abierta es físicamente el centro de la misión, con la cruz marcando dramáticamente el predominio de la iglesia sobre el terreno, y su generosa amplitud contribuye a destacar la presencia del templo, que actúa como verdadero núcleo material y espiritual de la comunidad. La definición del espacio de la plaza, delimitada lateralmente por los cuarteles y posiblemente por las escuelas, contribuye a realzar la presencia del conjunto religioso de uno de sus lados. La escenográfica centralidad del templo y la valoración que hace de él la plaza, junto a las posas y la cruz, busca remarcar simbólicamente la presencia de Dios en la misión.

Por ello, no es de extrañar el impacto que causaba en el visitante semejante articulación de espacios y volúmenes, hábilmente ordenados para recordar en todo momento el por qué y el para qué de toda manifestación de vida. Es elocuente el viajero francés Alcide D'Orbigny, cuando dice: "La extensión, la distribución de las casas y sobre todo la plaza... me dieron ocasión para admirar una vez más los trabajos extraordinarios de los jesuitas en esas regiones" (2002, IV, p. 1433). Posteriormente indica que

La Plaza, bastante grande, está dotada de capillas en sus cuatro esquinas y ocupa su centro una cruz adornada con hermosas palmeras cucich. Está rodeada por numerosas casas de indios, bien alineadas y ubicadas de manera que favorezcan la libre circulación del aire. Todo respira grandeza y orden en esta misión (D'Orbigny, 2002, IV, p. 1437).

Contribuyó a la aceptación indígena de la propuesta misional el hecho de que la plaza no fuera una exclusividad española. Los cronistas comentan que los poblados indígenas contaban con un gran espacio en el centro de sus comunidades, cerca del cual estaba el bebedero o casa de los hombres. Por lo tanto, el espacio de la plaza o atrio del templo misional no le eran por completo ajenos al indígena, como tampoco las calles rectas o avenidas, pues muchos poblados indígenas también contaban con ellos antes de su contacto con los europeos.19

La inserción del espíritu barroco en la experiencia misional en la Amazonia boliviana era inevitable, a pesar del carácter marginal de las reducciones en la selva y las pampas al norte y este de Santa Cruz de la Sierra, por dos razones fundamentales. Primero, debido a que los sacerdotes jesuitas, principales protagonistas del proceso, se habían educado en las ciudades y monasterios de la Contrarreforma, proceso en el cual la orden de Loyola era protagonista de primer orden; por lo tanto, no es de extrañar que sus esfuerzos de catequización estuvieran marcados por los ideales estéticos, teológicos y sociales que marcaron a la sociedad barroca en la península y el resto de Europa. En segundo lugar, debido a que el interés jesuita en desarrollar un proyecto social sostenible a largo plazo, en un marco humano ingenuo al que se veía necesario controlar en todas las facetas de su vida para lograr su salvación, no podía encontrar mejor modelo espacial a implementar que el barroco.

De esa manera, la experiencia misional implicó la "construcción" de una sociedad barroca en pleno corazón del continente, demarcando moral y materialmente las jerarquías y límites necesarios para lograr el éxito de una empresa catequiza-dora sostenible. Para el misionero jesuita, este proceso de reproducción de su propia sociedad -"mejorada", en el sentido del acatamiento del orden- implicó la adopción -a veces forzada- de una serie de adaptaciones, en donde se reconocen algunos aportes indígenas y geográficos. Sin embargo, ese esfuerzo catequizador y productivo implicaba como resultado que las naciones indígenas reducidas reemplazaran para siempre sus dioses y creencias, sus costumbres de alimentación y vestimenta, su moral y su ética, su vivienda, su música, su organización social, sus mecanismos de supervivencia, sus sueños y hasta sus miedos. El sacerdote jesuita piensa y actúa con base en una ética que justifica la imposición de una estética que controle la totalidad del espacio, y genera entonces una espacialidad que favorece los controles sociales necesarios para asegurar una actividad productiva.

La presencia de la modernidad que implica el barroco impuesto en las pampas y selvas amazónicas tiene que ver también con el sentido productivo de la reducción, concebida como una fábrica de almas, salvadora de hombres, y en eso no difiere del espíritu europeo que impulsa la Contrarreforma. El pragmatismo jesuita es capaz, entonces, de construir un espacio doblemente productivo, espiritual y económicamente, otorgando una dimensión integradora de la vida, desconocida hasta entonces en la América española.

El misionero no tuvo otra alternativa que trasladar su experiencia cultural a la misión, adaptándose antes que imponiéndose. De esta manera, cuando emprende la tarea de construir los templos, los misioneros lo hacen a partir "de su propia imaginación".20 Para ello, "necesario les fue hacerse Arquitectos para fabricar templos [...] y enseñar a los indios el oficio de carpinteros, el uso de las herramientas y proporción del edificio en todas sus partes" (Altamirano, 1979, p. 72). No pudiendo ejecutar la tarea solo, estaba obligado a entrenar al indígena en todo lo concerniente al proceso de construcción. Precisamente por lo elemental de su formación arquitectónica, la repetición era la opción más fácil para el misionero y en este marco no se podían esperar soluciones arquitectónicas demasiado diferentes a las que él mismo había experimentado, que eran precisamente las de los espacios barrocos europeos.

Como en todo proceso complejo en el que participan gran cantidad de actores, en Moxos resultó inevitable la introducción de elementos no europeos aportados por el indígena a través del tiempo, y también por el propio misionero, una vez que resultó influenciado por el entorno en el cual se desenvolvía. El "mestizaje" que sufrió el barroco europeo al reproducirse en la misión afectó tanto la selección de alternativas, como los procesos y los resultados, tanto en lo cultural como en lo religioso, tanto en lo humano como en lo social, lo arquitectónico y lo urbano.

Los indígenas contribuyeron decisivamente no solamente en la construcción de los templos, sino también en el tallado de esculturas y relieves, en la fabricación de los muebles, las telas, seguramente más allá del simple aporte manual. En este sentido, al referirse al púlpito de San Ignacio, Altamirano indica que es "muy airoso y entallado; y se conoce lo hábil de la gente, pues todo es obrado por manos mismas de los indios", y esto lo dice a principios del siglo XVIII, cuando todavía las misiones habrían de funcionar por más de medio siglo (Altamirano, 1979, pp. 76-77). Tampoco hay que olvidar que los indígenas administraban, hasta la llegada de los españoles y los misioneros, una compleja y variada mitología, que hasta entonces había encontrado en la cerámica una expresividad morfológica original. Esta habilidad desarrollada colectivamente, sin duda debió canalizarse después de la catequización, en la ornamentación de los templos.

Como se indicó previamente, la misión se estructuraba urbanísticamente con base en el conjunto arquitectónico principal -a describirse posteriormente-, la plaza y los cuarteles. Su composición espacial permitía integrar visualmente la dimensión espiritual con la productiva. En este sentido, la experiencia urbanística de Moxos es muy similar a la de Chiquitos y Paraguay, pero existen diferencias evidentes, como se verá a continuación.


Plaza con cruces y posas

La plaza era el corazón de la misión, dominada por la presencia imponente de la iglesia, el colegio, el campanario y las escuelas de letras y de música. Éder remarca que "en el centro de la reducción estaba la plaza, perfectamente cuadrada, midiendo cada lado ciento sesenta pasos" (Éder, 1985, p. 357).21 En ella se desarrollaban todas las actividades más significativas: procesiones, Semana Santa, rogativas, velorios, bienvenidas y festejos de índole religiosa. Actúa, de hecho, como un gran atrio.

Dando más detalles, continúa Éder indicando que "En cada esquina de la plaza hay una cruz muy grande con capillas para la celebración de las procesiones [...] En el centro de la plaza había también una cruz, mayor que las demás, protegida por una reja y rodeada de árboles debidamente distribuidos" (Éder, 1985, p. 357). La cruz central, como en el caso de San Ignacio de Moxos, podía estar "llena de incrustaciones del brillante nácar de las conchillas de agua dulce", como indica D'Orbigny, levantada sobre un podio y rodeada de una baranda de madera, como la dibuja Mercado en San Joaquín, San José y la misma Concepción, y cerca de ella, cuatro palmeras plantadas en cruz.

Las posas son una tipología arquitectónica propiamente americana, tal como ya lo han explicado abundantemente Mesa, Gisbert, Gutiérrez y otros investigadores.22 Ellas contribuían a enriquecer el ceremonial a escala urbana, preservando el estrecho y milenario vínculo entre el nativo y la naturaleza, en donde, hasta la llegada de los conquistadores moraban sus dioses.

Al parecer, las posas existieron en todas las misiones de Moxos -no así en Chiquitos-una vez que no solamente Éder da testimonio de ellas, sino también Verdugo en 1760 (Éder, 1985, p. 357).23 El conjunto "ideal" de cuatro posas de Concepción, un-a en cada esquina de la plaza, es dibujado por D'Orbigny con relativa precisión y las ubica en la planta general de la misión. Se trataba de simples construcciones a dos aguas con el mojinete enfrentado a la plaza, estableciendo una especie de ochave a la misma. Se las reconoce como elementos puntuadores del espacio y por ello su rol en la conformación del espacio barroco misional es digno de destacar. La presencia de las posas en Moxos, y posiblemente en Chiquitos, se entiende como una extensión de la tradición andina de iglesias con atrio y posas, y deben verse, por lo tanto, como consecuencia de la permanente relación de los misioneros con Charcas y Lima.


Cuarteles residenciales

Los cuarteles eran viviendas colectivas, en donde varias familias vivían separadas por muros divisorios transversales dentro de un mismo módulo. Estas viviendas comunitarias les eran muy familiares a los indígenas, y es posible que los misioneros hayan adoptado la tipología por esa razón. Contaban con corredores exteriores a ambos lados y eran siempre de una sola planta, todas levantadas un palmo del nivel del terreno. Se construían de la misma manera que los templos, aunque su cubierta no necesariamente era de teja, siendo en la mayor parte de los casos de hojas trenzadas de palmeras o jatata. Se utilizaba también el tronco desbastado de la palma, colocado a modo de capa y canal. Éder informa que las casas eran de tabique y a veces de adobe e indica también que "cada casa mide diez varas de altura, veinticuatro de largo y trece de ancho, de manera que el espacio destinado a la vivienda era de ocho varas, siendo el corredor que rodea la casa de dos varas y media de anchura" (Éder, 1985, p. 355).

Un aspecto importante de destacar, por el impacto escenográfico que debía causar, es el uso del color en la pintada de las casas y el templo. Éder indica que las casas "se blanqueaban por dentro y por fuera; no con cal, sino con una tierra blanquísima igual o mejor que aquella. La base de las paredes, los dinteles de las puertas y ventanas se pintaban con tierras de diferentes colores jaspeados, con bastante gusto" (Éder, 1985, p. 356). El número de cuarteles variaba de una misión a otra, pudiendo aproximarse al centenar (Moreno, 1986, p. 68).


Estructura urbana productiva

El plano levantado por D'Orbigny en Concepción de Moxos es ilustrativo del sentido productivo de la misión mojeña. De hecho, en ese gráfico se evidencia el criterio productivo que complementaba al sentido barroco del espacio. Dejando de lado la orientación tradicional este-oeste del templo, los misioneros adoptaron en Concepción un criterio más eficiente, desde la perspectiva productiva.

Construyeron los espacios religiosos paralelos a la zona pantanosa del sudoeste y levantaron los cuarteles residenciales en forma asimétrica, haciéndolos coincidir con las plantaciones de algodón, cacao, café, caña de azúcar, maíz y arroz.

En el plano se observa también una red de caminos de acceso a las plantaciones, así como las divisiones claras de las diferentes parcelas productivas. Se cuenta más de una decena de edificaciones al parecer con fines de apoyo a las actividades productivas, una vez que no se articulan espacialmente con los cuarteles residenciales. Una de ellas se encuentra en el puente sobre el río Negro, otras cerca o dentro de los cafetales y cañaverales, otras cerca del algodonal localizado al este. Es interesante la alameda de palmeras que remata en otra edificación, en el sector sudeste. Cinco jardines o chacras menores, bien delimitadas, se levantan en diferentes sectores.

En Concepción de Baures, la simetría ha sido sacrificada para favorecer la proximidad de los habitantes con la zona productiva. Esta aplicación del eficientismo productivo, que modifica el esquema ideal de urbanización jesuita, puede entenderse perfectamente como una expresión pragmática del sentido productivo de la orden, capaz de modificar -o complementar- el modelo urbanístico preestablecido, con tal de favorecer un desplazamiento eficiente de los indígenas en el interior de la misión, lo que incrementaba su productividad. De esta manera, la reducción adquiere un sentido muy próximo a las estancias productivas que la Compañía tenía en la región de Córdoba, con la diferencia de que en este caso no eran esclavos negros los que realizaban las tareas de plantío y cosecha.


Arquitectura

Es posible reconocer las características arquitectónicas y urbanísticas del espacio barroco en las misiones de Moxos, tanto en su fase jesuítica como posjesuítica, antes de la descaracterización urbana que implicó la aplicación del damero y la desaparición paulatina de todos los templos, demolidos y reemplazados por obras modernas, que poco se relacionan con el modelo original. Coincidiendo con otras experiencias jesuitas hispanoamericanas, el conjunto arquitectónico principal estaba conformado por el templo, el colegio o casa de los misioneros, y el campanario o torre.


El templo pseudoperíptero de atrio profundo

En general, el templo de Moxos es una estructura de planta renacentista, de estructura maderera pseudoperíptera, con atrio sexástilo a veces profundo, con una gran nave de tipo salón construida con muros de adobe y cubierta con troncos de palma o teja. A continuación se describen en detalle estos aspectos. Todo indica que los templos coloniales de Moxos presentaban planta renacentista con presbiterio de ángulo recto. En este aspecto planimétrico, en toda América el barroco aparentemente encontró dificultades insalvables para incorporar la espacialidad dinámica y compleja que implican los muros curvilíneos, las bóvedas ovoidales y las transparencias fenomenales profundas. De todas maneras, y a pesar de la rigidez muraria, los espacios interiores presentaban una riqueza expresiva esencialmente barroca gracias a la exuberancia de la ornamentación arquitectónica -retablos y altares- y estatutaria, la riqueza polícroma de los revestimientos y la policromía dominante.24 A pesar de que la planta de los templos de Moxos es una solución importada directamente, ésta sufrió notables modificaciones regionales, mayores que las reconocidas en la región andina, en donde se aplicó literalmente.

El aporte local se reconoce primero en todo lo concerniente a la tecnología empleada; desde los materiales de construcción, pasando por el sistema estructural y concluyendo en el proceso constructivo. Todo ello se fundamenta en un sistema estructural maderero y no en el sistema de muro portante, de adobe o piedra, que se aplica en la región andina.

La aplicación de un sistema estructural maderero tiene que ver con varios factores condicionantes que obligaron a su elección y aplicación, prácticamente sin que exista otra alternativa posible. En primer lugar, la disponibilidad de madera de excelente calidad en la región no era algo que pudiera ignorarse, siendo su aprovechamiento algo inevitable, considerando además la familiaridad que tenía el indígena con la tecnología maderera, tanto a nivel del material, el sistema y el proceso constructivo. Por otro lado, éste no tenía experiencia con la piedra, inexistente en la mayor parte de la región, y cuando existía, no poseía las condiciones adecuadas para ser convertida en sillería estructural. Además, la inexistencia de yacimientos de cal tornó innecesario el ladrillo cocido en hornos, dejando como única alternativa el uso de adobes de barro cocido al sol que, sin ser un material resistente, al no ser utilizado como elemento portante sino como simple división, y ser de fácil producción, cumplía a cabalidad con los propósitos.

El proceso de construcción también fue consecuencia de las condiciones locales, impuestas por los materiales disponibles y el sistema adoptado. De hecho, los sacerdotes levantaron sus templos siguiendo el mismo procedimiento constructivo que los indígenas aplicaban en la construcción de sus chozas originales. En una carta de 1747, el padre José Gardiel explica el mismo:

Todos estos edificios se hacen de diversos modos que en Europa, porque primero se hace el tejado, y después las paredes. Clávanse en tierra grandes troncos de madera, labrados a azuela. Encima de ellos se ponen los tirantes y soleras; y encima de éstas las tijeras, llaves, latas y tejado; y después se ponen los cimientos de piedra, y 2 o 3 palmas hasta encima de la tierra y de ahí arriba es la pared de adobes, quedando los troncos o pilares, que aquí llaman horcones, en el centro de la pared, cargando todo el tejado sobre ellos y nada sobre la pared. Esto se hace por no haberse hallado cal en todo este territorio [...] Hácense en las naves de en medio y en donde ha de ser la pared, unos hoyos de 9 pies de profundo y 12 o 14 de círculo. Enlósanse bien, y con máquinas de arquitectura meten dentro los horcones labrados ya en forma de columnas, o cuadrados para después aforrarlos con tablas de cedro pintadas y doradas. Los 9 pies que quedan dentro están sin labrar, y aún con parte de las raíces del árbol para mayor fortaleza y se quema esa parte para que resista a la humedad (Furlong, 1953, p. 154, citado por Roth, 1987, p. 35).

El clima lluvioso y húmedo debió deteriorar rápidamente los muros de los primeros edificios construidos en el siglo XVII, lo que obligó a los sacerdotes a aplicar una solución tecnológica de fuerte impacto formal que protegiera a los mismos, como son los corredores cubiertos. La ampliación de los faldones obligó a que los aleros estuvieran sostenidos con pies derechos de madera, adicionados tanto hacia los costados como hacia los frentes, generando un atrio (nártex) cubierto. Así surgió el templo maderero períptero de Moxos, de igual manera que en las demás misiones jesuíticas de Chiquitos y el Paraguay.

El atrio cubierto es una solución única en la arquitectura colonial americana, así como el concepto de edificio períptero -Paraguay- o semiperíptero -Moxos y Chiquitos-. Este espacio que servía de antesala de la portada, excepcional en América, aunque motivado por el rigor del clima tropical, debió contribuir particularmente a la escenificación de las complejas ceremonias y rituales urbanos de la iglesia, en las que participaba toda la población. Es, junto con las galerías laterales, un espacio que contribuye a reforzar el sentido barroco del espacio, al generar y expresar dinamismo y profundidad, dramatizando la policromía de la arquitectura y seguramente facilitando la complejidad y expresividad de la decoración efímera de las celebraciones religiosas.

Algo muy interesante y digno de destacar de Moxos es que, a diferencia de los atrios cubiertos de Chiquitos y Paraguay, en donde sólo abarcan una crujía o intercolumnio, en Moxos se llegó a adoptar dos y, al parecer, hasta más intercolumnios, generando un atrio cubierto que más parecía un salón abierto con una superficie de 150 hasta 300 metros cuadrados, capaz de albergar a centenares de fieles. Al parecer, esta solución más radical se dio después de la expulsión de los jesuitas, particularmente en San Ramón (véase el dibujo de Mercado), y después pudo haberse aplicado en Trinidad y otros templos.

Otro aspecto interesante y original de Moxos es el tratamiento de la portada, protegida por el mencionado nártex cubierto. Los dibujos de Mercado son los que mejor permiten reconocer las características curiosas e indudablemente barrocas de su decoración. Tanto en la simplicidad del tratamiento en Concepción de Baures y en la prolífica ornamentación de Magdalena, así como en Exaltación, San Joaquín y San Ramón, se reconoce el mismo concepto de pilastras adosadas a modo de cirios. Éstas, por un lado, sostienen el corredor maderero en voladizo, que sirve tanto para interconectar las puertas del coro como para balcón a modo de capilla abierta; y por otro, estructuran la decoración de la portada de la misma manera que en un retablo.

Existe una contradicción importante entre el dibujo de Mercado de Concepción de Baures, y el grabado que incluye D'Orbigny en su monumental Viaje a la América Meridional. Toda vez que Mercado dibujó y pintó personalmente el suyo y que el grabado del naturalista francés fue realizado en Francia por encargo, a partir de bocetos, debemos reconocer la precisión del primero. Tampoco hay que ignorar el hecho de que el francés pudo perfectamente haber privilegiado en su boceto original el detalle de la portada, ignorando el atrio precedente, tal como lo hiciera años después el mismo Mercado cuando descarta intencionalmente el atrio del templo de Magdalena, para dibujar con comodidad los detalles de la portada.25

Los corredores o galerías exteriores y el gran atrio cubierto frente a la plaza conforman una estructura semiperíptera, que genera un espacio semicubierto que protege eficazmente a los muros de adobe de la lluvia y a los fieles del sol tropical, mientras contribuye a la integración volumétrica de los templos con la fábrica urbana en su conjunto. El sentido dual de estos espacios, al reproducirse en las demás edificaciones de la misión, establece un sentido de unidad en todo el conjunto.26

El interior de los templos exige una consideración importante, especialmente en lo que concierne a las "tres naves" que tanto mencionan los cronistas, sean misioneros u oficiales reales o de gobierno. De hecho, la solución espacial interna de Moxos, Chiquitos y Paraguay se encuadra mejor en el concepto de nave salón, muy común en el centro de Europa y bastante popular en el barroco.27 Desde una perspectiva arquitectónica, las dos hileras de columnas madereras no necesariamente implican una subdivisión del espacio interior en tres naves, como popularmente se lo puede interpretar. La percepción del espacio en estos templos es total y no fragmentada, como ocurriría con una edificación levantada con pilares de ladrillo interiores y nave central de mayor altura con claristorio levantado sobre naves laterales de menor elevación.

En Moxos, como en Chiquitos, sólo hay un gran espacio. Las columnas interiores sólo están allí porque tecnológicamente eran necesarias para lograr una capacidad funcional suficiente para que las dos mil o tres mil almas pudieran caber en su interior. De haber existido los medios tecnológicos para salvar la luz del ancho del templo sin apelar a columnas intermedias, sin duda que se hubiera construido así. En otras palabras, las columnas interiores fueron el producto de una limitación tecnológica y no la consecuencia de un ideal arquitectónico que, por el contrario, buscaba más bien lograr la unidad y la integración espacial.

El modelo original, el punto de partida de los templos de Moxos, pudo haber sido el segundo templo de Loreto, inaugurado en 1691, luego del éxito de la primera fase de catequización. Altamirano lo describe

de adobes crudos [...] su medida, ciento ochenta pies de largo y su latitud de sesenta pies geométricos; de tres naves, entablado con madera de cedro, su techumbre bien labrada. Tiene cinco altares cuyos tabernáculos se van haciendo labrados con toda curiosidad; y en particular el altar mayor con retablo igual a la capacidad del testero que termina el presbiterio de la iglesia, tan cabal en sus medidas y entablados con sus nichos, columnas, cornisas y arquitrabes como pudiera el maestro más inteligente y experimentado hacerlo (Altamirano, 1979, pp. 72-73).

Al lado de la gran nave se levantaban otras salas, también descritas por Altamirano: "la sacristía que está inmediata al templo [es] bien capaz, con alacenas suficientes para guardar los cálices consagrados y la boxilla toda que sirven a los santos sacrificios y al adorno especial en las fiestas más solemnes". Más adelante dice que

hay otra pieza menor que la sacristía y más curiosa en medio de la cual está la pila Bautismal con el sumidero necesario para desaguarla cuando convenga. Dicho bautisterio tiene inserta en la pared otra alacena cerrada con llave, donde guardan las alhajas ordinarias para los bautismos [...]. En dicha alacenita se guardan también las alhajas que sirven según el ritual de España en los matrimonios y velaciones (Altamirano, 1979, pp. 73-74).

Gracias a las donaciones de Charcas y Lima, al comienzo los templos de Moxos estaban bien provistos del material necesario para las ceremonias y rituales, notablemente más complejos que los actuales. Altamirano indica que estaban "sus iglesias bien alhajadas con ornamentos ordinarios y ricos de todos colores y con lámparas bien grandes y curiosas, blandones y candeleros. Ultra de los cálices, custodias, prijides y vinagreras con salvillas, todo hecho de plata y aún ramos del mismo metal" (Altamirano, 1979, p. 98).

La ornamentación arquitectónica del templo debió sustentarse en el tallado barroco (fuste salomónico) de las columnas interiores y exteriores, tal como las dibuja Mercado en el atrio de Exaltación; o en su defecto, pudieron ser de fuste simple, apenas ochavado, como se percibe en San Joaquín y Trinidad. Aunque los dibujos de Mercado no los muestran, por su poca precisión y distorsión de perspectiva, no debe descartarse el uso de arcos de arriostre entre las columnas, tal como las vemos en Chiquitos. De hecho, cuando D'Orbigny escribe que la iglesia de Magdalena "es muy amplia, construida en el gusto gótico... y pertenece al estilo más florido de la Edad Media" (2002, IV, p. 1441), no se puede dejar de pensar en las fotografías de Plácido Molina de la desaparecida iglesia de San Ignacio de Chiquitos. Para la primera mitad del siglo XIX, cuando el francés visita las misiones, la historia del arte y la arquitectura estaban en pañales, y hasta un erudito como D'Orbigny podía confundirse entonces. Mesa y Gisbert ya alertaron sobre esta evidente confusión (2002, p. 263).

Por otro lado, el contacto permanente de los misioneros con Lima permitió a los templos adornarse con gran cantidad de objetos adquiridos en los viajes. El padre Diego Francisco Altamirano indica que el padre Marban "volvió del Perú con provisión de alhajas, que de limosna adquirió, conducentes al adorno de las iglesias, que liberal repartió entre todas" (Altamirano, 1979, p. 202); para posteriormente indicar que "para proveer de ornamentos a las iglesias concurrieron los rectores de los principales colegios, cuales son el de San Pablo, del Cuzco, de Chuquisaca y Potosí" (Altamirano, 1979, p. 100). Tal aporte de Charcas y Lima no se limitaba a unos cuantos adornos, sino que implicaba cantidades significativas de materia prima, además de grandes esfuerzos económicos y de transporte. El mismo Altamirano indica que

desde que se comenzaron estas reducciones de los Moxos, año de 1675 hasta el presente, tiene gastados más de cien mil pesos, así en los costosos viáticos de los sujetos a los Moxos, que desde Lima son 600 leguas, como en ornamentos para las iglesias, cálices, píxides, custodias, lámparas, imágenes de talla y pincel, guiones con sus cruces de plata, palios, vestuario, sustento de vino y harina para las misas, chaquiras, cuchillos y demás donecillos para el atractivo y conversión de los indios (1979, p. 216).

Con el tiempo, Moxos fue capaz de producir sus propios adornos. En este sentido, fue extraordinariamente importante el aporte de un grupo de misioneros centroeuropeos, entre los que destacan el germano padre Borinie, los bávaros Adalberto Martereer y Franz Faltik, Juan Reher de Praga, Francisco Javier Durheim de Augusta y Juan Bautista Koening. Aunque no se conocen exactamente las fechas en las que estuvieron trabajando en Moxos, lo debieron hacer entre 1716 y 1767, construyendo los templos, tallando retablos, esculturas y platería, construyendo muebles, y pintando murales y cuadros religiosos (Éder, 1985, p. 358, notas 21 y 23).28 Así como Martín Schmid marcó el espacio barroco en las misiones de Chiquitos, este grupo de arquitectos y artistas definió el barroco en Moxos, llamando poderosamente la atención de viajeros como D'Orbigny, quien creyó, erróneamente, que las excepcionales esculturas de San Pedro de Moxos eran "estatuas de madera esculpidas en Italia por los mejores maestros del siglo pasado" (2002, IV, pp. 1479-80).

D'Orbigny remarcó que por sus monumentos, por el número de las estatuas de santos, por las joyas que adornaban a sus vírgenes y niños Jesús, por las planchas de plata que decoraban sus altares y, más que nada, por las hermosas tallas de madera de su iglesia, San Pedro no tardó en rivalizar no sólo con las catedrales de Europa, sino también con las más ricas iglesias del Perú. Cuando entregaron la misión a los curas, después de la expulsión de los jesuitas en 1767, inventariaron en ella 80 arrobas (casi 1.000 kilos) de plata maciza (2002, IV, p. 1476).29

Existen algunas referencias a las ventanas y vidrios de estos templos. Al referirse al crucero del templo de San José, Altamirano (1979, p. 77) indica que sus ventanajes "aclaran y hermosean" la iglesia. Por su parte, Mesa y Gisbert (2002, p. 262) indican que los vidrios del templo de Trinidad llegaron desde Cochabamba en 1767.


Colegio de doble columnata maderera

El colegio y el templo se construían uno al lado del otro y definían todo un sector de la gran plaza. Generalmente se construían simultáneamente pero a veces el colegio se construía antes que el templo.30 Se trataba de un edificio multipropósito, con grandes salas que servían indistintamente de depósito, comedor, vivienda de misioneros, talleres y hospital. Generalmente se construían transversales al templo y de una sola planta, aunque hay algunos de dos plantas como los de las misiones de Concepción, Magdalena y San Ramón, ésta última fundada después de la expulsión de los jesuitas. La disposición es completamente diferente a la de Chiquitos, en donde se construía paralelamente al templo. Esta diferencia posiblemente se manifestó por influencia del modelo de disposición de los cabildos altoperuanos.

El plano que levantó D'Orbigny en Concepción, así como los dibujos de Mercado, permiten reconocer las características de la casa de los misioneros. Las habitaciones se construían alrededor de uno o dos patios, compartiendo los fondos con la iglesia, en lo que debió ser el huerto de los misioneros. Al igual que los templos, estaban rodeadas de corredores cubiertos o galerías exteriores, inclusive dentro de los patios. Es posible reconocer en los dibujos cierta ornamentación en las fachadas, ventanas balaustradas de arco adintelado, portón principal en planta baja y puertas en la planta alta, cuando ésta existía.


Campanario de adobe y madera

Los campanarios no son mencionados en las crónicas coloniales, pero sin duda debieron existir desde entonces, una vez que las campanas han jugado un rol importante en la definición de la vida misional, llamando a la oración, a misa, al velatorio, a la procesión, a la defensa y hasta al amor.

Mercado nos permite reconocer sus cualidades mejor que cualquier otro. De hecho, dibuja cuatro de ellos: Magdalena, Concepción, San Joaquín y San Ramón, estos dos últimos pos-jesuíticos -San Joaquín se trasladó en 1796-. Los dos primeros presentan tres cuerpos, con el primero de base mayor y el tercero menor. Entre cada cuerpo existe un pasamanos, aprovechando la diferencia de anchura. En los dos casos, las campanas se encuentran en el tercer y último cuerpo, cubierto con techo piramidal de cuatro aguas, en cuyo vértice se ubica una cruz. En el caso de Magdalena, se trata de una edificación de gran altura, aparentemente más alta que la cumbrera del templo.

El campanario de San Joaquín es el de menor envergadura aparente -hay que dudar de las proporciones de Mercado- y cuenta sólo con dos cuerpos, pero siguiendo la misma lógica estructural de los anteriores. Por su parte, el de San Ramón el más nuevo de los tres, es también el de mayores dimensiones y complejidad. Se trata de una estructura de cuatro cuerpos que necesariamente debió superar con creces la cumbrera de su templo. El último cuerpo parece haberse resuelto con balcones en voladizo colgados de la cubierta.


Conclusiones

Resulta evidente, por todo lo descrito, que la manipulación teatral de la realidad que supone la construcción del espacio misional en Moxos, fue básicamente influenciado por dos preocupaciones articuladas y complementarias entre sí: la espiritual y la productiva. Mientras la primera se concentraba en la catequización permanente de los indígenas, y para ello construyó y estructuró un espacio capaz de recordar sistemática y permanentemente la presencia de la divinidad en la misión; la segunda preocupación fue capaz de modificar y complementar la estrategia urbanística adoptada, con tal de lograr una mayor eficiencia productiva. El sentido espiritual y el interés productivo, si bien se complementan formal y funcionalmente, en ningún caso pueden interpretarse como dos dimensiones paralelas igualmente significativas. Sería injusto pretender que los misioneros valoraran equitativamente a esas dos preocupaciones, pero es también cierto que comprendían la necesidad de convertir su proyecto en una experiencia sostenible, y por ello mismo, su pragmatismo se evidencia no solamente en el diseño de la misión mojeña, sino en los complejos mecanismos financieros que llevaron a cabo para sostenerla.

Complementariamente a las dos motivaciones anteriores, otro par de influencias contribuyeron a determinar el resultado misional material. Estas son la cultura indígena y la geografía mojeña. Lo indígena incorporó diferentes procesos constructivos -sistema maderero y cubierta- y elementos espaciales -cuarteles- y al mismo tiempo confirmó el uso de otros -plaza, calles y avenidas-, al serles familiares. El más importante aporte indígena fue sin duda su organización social, la cual preservó estructura y jerarquía, asegurando la preservación de muchos aspectos de la cultura originaria.

Como resultado de esa amalgama de influencias recíprocas, se destacan seis características como particulares a Moxos, diferente a lo acontecido en las experiencias jesuíticas de Chiquitos y Paraguay. Primero, la definición de la reducción como un emplazamiento productivo; segundo, la plaza con posas y cruces orientadoras y jerarquizadoras del espacio central; tercero, el atrio profundo del templo con dos o más crujías semicubiertas; cuarto, la decoración con pilastras-cirios en las portadas; cinco, la disposición del colegio en frente abierto hacia la plaza y transversal al templo, y sexto, la excepcional calidad de la estatuaria.

Al margen de la polémica que implica el uso de adjetivos para la experiencia misional -"barroco mestizo", "barroco hispanoamericano", "barroco andino", etc.-, se puede afirmar que las peculiaridades de la sociedad misional en Moxos -junto a las de Chiquitos- permiten reconocerlas como una experiencia cultural material que va más allá de ser reconocida como una variante regional más precisa del barroco en América -"barroco misional maderero", "barroco amazónico", "barroco maderero", "barroco mestizo maderero"-, pudiendo simplemente calificarse como urbanismo y arquitectura misional mojeña o chiquitana.

En síntesis, todo indica que la experiencia misional de la Compañía de Jesús en las pampas y bosques de Moxos, además del interés catequizador central, se desarrolló influenciada por las preocupaciones productivas, sintetizando a su manera varias fuerzas motivadoras: lo espiritual y lo económico, lo indígena y lo geográfico, lo religioso y lo español. Aparte de cualquier valoración contemporánea de lo ocurrido en tiempos virreinales, la supervivencia de la cultura mojeña en nuestro tiempo, preservando muchos de los elementos sociales y culturales que se definieron en el siglo XVIII, es una demostración contundente de la eficacia del proyecto jesuítico en la sabana beniana.



Notas

1 Sobre las obras hidráulicas construidas por las culturas precolombinas en la sabana beniana, véase Denevan (1980).

2 Véase Barbery (1997a; 1997b); Canuda (2005, pp. 18-21); Denevan (1980); Herrera (2006, pp. 12-15); Lee (1997, pp. 8-9; 2004).

3 Existen algunas diferencias de opinión sobre cuándo se abandonó la organización social que hizo posible tamaña superestructura hidráulica. Pruebas de carbono 14 aplicadas a piezas cerámicas encontradas en algunas lomas establecen asentamientos en las fechas señaladas. Otras especulaciones no tienen asidero científico, al menos por ahora.

4 Keneth Lee (1997; 2004) da esta cifra, corroborada por otros. Barbery (1997a; 1997b) estima en mil kilómetros la red de la zona del río Yacundé, en el límite de Beni y Santa Cruz.

5 Además de las referencias anteriores, aporta algunos datos Roca (2001, p. 318).

6 Al respecto, el arqueólogo Heiko Prümers, del Instituto Alemán de Arqueología, dice: "La diversidad cultural parece ser una característica de lo que hoy llamamos Moxos...". (Herrera, 2006).

7 Véanse otras descripciones en Monje Roca (1981) y Riester (1981, p. 17).

8 Al respecto, véase Parejas (1976, p. 12) y Roth (1993, p. 100). Los araonas, en el norte amazónico, contaban inclusive con una vivienda especial para el acto del alumbramiento, conocida como "casa de las madres"; véase Plaza y Carvajal (1985, p. 24).

9 Véase Guidoni (1982, p. 51), y también Nordenskióld (1985, p. 72).

10 La antropóloga alemana Birgit Krekeler cita una descripción similar de Pedro Lozano. Véase Krekeler (1993, pp. 148 y 195).

11 Krekeler (1993, p. 148) cita a Knogler y Hernández para establecer estos límites. El explorador inglés Percy Fawcett (1954) coincide con la cifra máxima, al calcular pueblos de 3.000 habitantes. Parejas cita a Hernando Ribera, quien menciona pueblos de "hasta 1.000 casas" (1992, p. 41).

12 Sobre la labor de Roth en Chiquitos, véase Limpias (2000, pp. 7-13).

13 Becerra (1985) incluye interesantes fotografías de arte mojeño. Por su parte, Carvalho (1978, p. 80) incluye una fotografía de restos de columnas.

14 Las diferentes expediciones son descritas por Chávez (1986, pp. 55-200).

15 Véanse los capítulos correspondientes a la economía misional en Block (1997, pp. 107-123) y la "Introducción" de Josep Barnadas al libro del padre Éder (1985, p. LVII).

16 Mientras Block (1997, p. 116) Indica el déficit, Barnadas (1985, p. LVIII) cita a Aimeric indicando el notable excedente.

17 Block compara esta cantidad con los 17.314 pesos que demandaba la administración del Obispado de Santa Cruz.

18 Las motivaciones conceptuales de estos aspectos se analizan en detalle en Parejas y Suárez (1992).

19 Sobre estos aspectos del urbanismo indígena, véase Limpias (2001, pp. 16-17; y las notas 15, 16, 17 y 19 del capítulo 1); y Limpias (2003, pp. 161-174).

20 Mesa (2002) dice: "en Trinidad... la iglesia fue ideada por Barace 'de su propia imaginación'", citando al padre Eguiluz (1884).

21 Esta medida equivale a poco más de 120 metros.

22 Véase Mesa y Gisbert (1961); Gisbert (1978; 2002); Embajada de España en Bolivia (1997); y Gutiérrez (1983).

23 Según nota 19 del editor.

24 Sobre la necesidad de entender el barroco americano con criterios diferentes del europeo, véase Gutiérrez (1983, pp. 104-105).

25 Véase D'Orbigny (2002).

26 Sobre el tema, véase el análisis exhaustivo que hace Gutiérrez (1983, pp. 211-213).

27 Un ejemplo temprano de templo tipo salón es el de San Juan Bautista de León, Nicaragua, de 1547, cuyo tratamiento interior maderero es muy similar al de los templos de Moxos y Chiquitos.

28 Véase también Mesa y Gisbert (2002, p. 263), con comentarios sobre Martereer y los demás (p. 267), y el trabajo de Franca Calmotti (2000, pp. 151-176).

29 Mesa y Gisbert (2002, p. 263) indican, a nuestro entender con acierto, que el viajero francés no sabía de la existencia de tantos misioneros expertos y, por lo tanto, atribuyó a italianos las piezas que vio en San Pedro.

30 Caso de Concepción de Baures, según Altamirano (1979, p. 134).



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