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Apuntes: Revista de Estudios sobre Patrimonio Cultural - Journal of Cultural Heritage Studies

versión impresa ISSN 1657-9763

Apuntes v.20 n.1 Bogotá ene./jun. 2007

 


Misiones jesuíticas de Guaraníes
(Argentina, Paraguay, Brasil)
*

Graciela María Viñuales.

cenbarro@interserver.com.ar
Especializada en Restauración de Monumentos. Proyecto PER 39 de la UNESCO, Cusco, 1975. Temas de trabajo: historia de la arquitectura, conservación del patrimonio arquitectónico, arquitecturas de tierra y léxico de la edificación (con particular interés en el ámbito iberoamericano). Docencia regular de grado en las universidades de Buenos Aires y del Nordeste; Posgrado en Nordeste y Mar del Plata (Argentina) y Doctorado en la Universidad Pablo de Olavide (España), así como en diversas universidades de América y Europa. Participación y presentación de trabajos en reuniones científicas de diversos países, siendo organizadora de varios de estos congresos. Residencia y dirección de obras de restauración entre las que se destacan la Casa del Cable en Carúpano (Venezuela), el Colegio de San Bernardo en el Cusco (Perú), la Capilla de Federación (Argentina) y el Convento de San Carlos en San Lorenzo (Argentina). Asesorías a obras de restauración, museos y planes de manejo de sitios históricos. Más de cincuenta libros y un centenar de artículos en publicaciones periódicas de América y Europa. Actualmente es investigadora principal del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de la Argentina, CONICET. Asesora Emérita de la Comisión Nacional de Museos, Monumentos y Lugares Históricos de la Argentina. Fundadora y Vicedirectora del Centro de Documentación de Arquitectura Latinoamericana, CEDODAL, Buenos Aires.

Recepción: 02 de febrero de 2007 Evaluación: 14 de mayo de 2007 Aceptación: 07 de junio de 2007



Resumen

De las acciones emprendidas por la Compañía de Jesús en América, la experiencia de las misiones guaraníes es destacable. Lo que los padres jesuitas llevaron a cabo en lo que se ha llamado "el Paraguay" puede aparecer tanto con signos positivos cuanto negativos. Pero lo que verdaderamente hace de ellos una experiencia inédita es el conjunto de situaciones funcionales, de uso, de vida cotidiana y de sentido organizativo de las misiones, en todas las escalas. Si bien podríamos encontrar antecedentes en la propia región guaranítica y en la peruana, también hay autores que hacen comparaciones con teorías europeas como las de Platón, San Agustín, Tomás Moro y Campanella.

Aquí se partió de algunas líneas generales para el proyecto y se continuó con lo que la experiencia iba dictando en cada nuevo emprendimiento y el conjunto tuvo así una evolución pragmática. La planificación física fue acompañada de una visión general de los aspectos sociales, culturales, políticos y económicos dentro de un amplio marco religioso. Este marco se apoyaba no sólo en la visión que el misionero traía de Europa con sus creencias y su cultura, sino que también estaban allí presentes la visión del guaraní sobre el mundo y su relación con lo natural y lo sobrenatural.

El artículo pasará revista a los aspectos geográficos, a las bases y antecedentes del proyecto, al territorio, al urbanismo, a la cultura guaraní, a las artes y los oficios, a la organización social y política, a la economía y a los sistemas de evangelización.

Palabras Clave del Autor: Misiones, jesuitas, Paraguay, Argentina, Brasil, siglos XVII-XVIII.

Descriptores*: Misiones jesuíticas - Argentina - Siglos XVII-XVIII, Paraguay - Siglos XVII-XVIII, Brasil - Siglos XVII-XVIII, Guaraníes (Familia indígena) - Misiones



Jesuit Missions of Guaraníes
(Argentina, Paraguay, Brazil)

Abstract

Among the many actions undertaken by the Compañía de Jesús in America, the experience of the missions of Guaraníes is something remarkable. What the Jesuit carried out in the "Paraguay" can appear to be something positive as well as something negative. But what truly makes the Guaraníes missions an unprecedented experience is the complete set of situations of everyday life and total organizational sense of each part of the mission, set between missionaries, population and the territory. Although we could find antecedents in the Guaraní and Peruvian regions, there are authors who make comparisons with European theories like those of Plato, Saint Agustine, Thomas Moro and Campanella.

After some general words about the project the paper continues, describing how in each new enterprise the earlier experiences ruled, developing a pragmatic evolution. The physical planning was accompanied by a general vision of social, cultural, political and economic aspects within a wide religious frame. This frame leaned not only on the vision that the missionary brought from Europe with his beliefs and culture, but that also on the visions on the world and its relation with the natural and the supernatural locally found.

The article reviews aspects of geographic environment, bases and antecedents of the project, the general territory, urbanism, Guaraní culture, arts and crafts, social and political organization of the missions, economy and the systems of evangelization.

Key Words of the Author: Missions, Jesuits, Paraguay, Argentina, Brazil, 17th-18th centuries.

Key words plus: Jesuits Missions - Argentina - 17th-18th century, Jesuits Missions - Argentina - 17th-18th century, Jesuits Missions - Brasil - 17th-18th century Guaraní Indians - Missions

* Los descriptores están normalizados por la Biblioteca General de la Pontificia Universidad Javeriana.


Entre las muchas acciones emprendidas por la Compañía de Jesús en América, la experiencia de las misiones de guaraníes es algo destacable. Lo que los padres y hermanos jesuitas llevaron a cabo en lo que se ha llamado "el Paraguay" puede aparecer tanto con signos positivos, como negativos. Diversos autores califican en uno u otro sentido a este ejemplo tan particular. Sin embargo, es necesario adentrarse en él y estudiarlo dentro del contexto general de la organización española y de la realidad humana y geográfica en la cual se insertaba. Pero lo que verdaderamente hace de él una experiencia inédita es el conjunto de situaciones funcionales, de uso, de vida cotidiana y de sentido organizativo general de cada parte del poblado, de todo él y del conjunto de pueblos y su territorio. Si bien podríamos encontrar antecedentes en la propia región guaranítica y en la peruana, también hay autores que hacen comparaciones con teorías europeas como las de Platón, san Agustín, Tomás Moro y Campanella (Armani, 1982, p. 12). Aunque parecen rescatarse en estas misiones las costumbres de los primeros cristianos en cuanto a la comunicación de bienes.

Aquí se partió de algunas líneas generales para el proyecto y se continuó con lo que la experiencia iba dictando en cada nuevo emprendimiento, así el conjunto tuvo una evolución pragmática en sus fundaciones, estancias, puestos y área rural. La planificación física fue acompañada de una visión general de los aspectos sociales, culturales, políticos y económicos dentro de un amplio marco religioso. Este marco se apoyaba no sólo en la visión que el misionero traía de Europa, con sus creencias y su cultura, sino que también estaban allí presentes la propia visión del guaraní sobre el mundo y su relación con lo natural y lo sobrenatural. La idea de una propuesta alternativa se basaba tanto en el urbanismo en sí cuanto en esta visión misional.

Al producirse el extrañamiento de la Compañía de Jesús entre 1767 y 1768, se documentan treinta pueblos, pero ellos no tienen una historia lineal, ni se encuentran en los asentamientos originales; pues en 1609 se habían producido las primeras tentativas de misión con tres grupos de religiosos que saldrían de Asunción hacia diferentes rumbos. Al encontrarse con realidades dispares, también serían dispares sus métodos de trabajo. Estos primeros establecimientos no perduraron porque los contratiempos fueron numerosos, aunque la tenacidad fue mayor.


El ambiente geográfico

Para entender mejor la situación no debemos dejar de lado una somera explicación del medio geográfico en el que se hallaban. El clima de la región es subtropical húmedo, agudizándose a medida que se avanza hacia el nordeste de Asunción, donde se ubicará el primer grupo de reducciones. La zona se conoce como "del Guayrá", pues hace referencia a unos importantes saltos que da el río Paraná algo al sur del trópico de Capricornio.

El Paraná -o padre de los ríos, según su etimología- es el que organiza el territorio con sus afluentes, siendo también la principal vía de comunicación de ese amplio espacio que hoy engloba a Brasil, Paraguay y Argentina. El complemento de ello es la gran selva que las condiciones de humedad y temperatura hacen posible. Estas cualidades son las que dieron lugar a la vida de los grupos guaraníes que se asentaban por cortas temporadas a la vera de estos cursos de agua, pues si bien no eran exactamente nómadas, sí migraban cada dos o tres años dentro del territorio. Sus caseríos cobijaban a un reducido número de personas, aunque cada uno de ellos estaba cercano a otro caserío similar, manteniendo entre ellos ciertas relaciones. Sin embargo, no tenían una organización unificadora estable.

Las misiones, que en principio se hicieron en la zona del Guayrá en los primeros años del siglo XVII, no alteraron este sistema de asentamientos ni su conformación social, a pesar de que a los jesuitas les costó entenderlos y estimar en toda su magnitud algunas de sus características. En otras regiones cercanas a Asunción, tanto al norte como al sur, se establecieron misiones, pero entre 1631 y 1638 se produjeron las transmigraciones que llevaron hacia el sur a los diversos grupos y que desembocaron en la ubicación definitiva que es la que hoy conocemos a la vera de los ríos Paraná y Uruguay, y con un clima no muy diferente al descrito del Guayrá. Se forma entonces un territorio dividido en tres fajas casi paralelas con orientación nordeste-sudoeste con terrenos quebrados, selva subtropical cubriendo casi toda su superficie y la presencia constante del agua, que puede proveer los elementos necesarios para la vida y atempera los altos calores estivales. Esta zona, que actualmente se conoce como "misionera", fue la que acogió la singular experiencia de las reducciones jesuíticas de guaraníes. Más allá de los treinta pueblos se extendían los terrenos rurales que les pertenecían, que llegaban casi hasta el Atlántico y avanzaban hasta las zonas templadas de la actual República Oriental del Uruguay.

Esos pueblos migrantes de los guaraníes reconocían entre ellos una raíz común que estaba dada por una lengua y unas creencias similares, aunque con variantes entre los grupos. Se asociaban unos con otros para defenderse de enemigos comunes, aunque por lo general fuera por las amenazas de otros pueblos también guaraníes. Por eso, las alianzas se abrían y se cerraban periódicamente según las conveniencias. Alianzas y migraciones combinadas hacían que entre los grupos hubiera mucha movilidad social y territorial, pero a la vez daba pie a acciones guerreras por las que el guaraní tenía especial apego. El orgullo y valentía de que solía hacer gala y la relación equilibrada que mantenía con el medio natural se conjugaban con ese tipo de vida migrante. En este equilibrio tomaban parte varias fuerzas que se integraban y permitían una vida saludable. Estaban allí presentes sus mitos, leyendas y tradiciones, las fuerzas cósmicas y la presencia constante de la divinidad, las plantas, los animales, los ciclos estaciónales, el monte, el agua, las rozas. Como mediadores entre lo conocido y lo desconocido estaban sus chamanes y payés que actuaban tanto frente a una enfermedad, como ante un maleficio o la necesidad de una mudanza.

No debemos olvidar que en aquel primer contacto con el español, y quizás provocada por ese encuentro, se había presentado una fisura interna entre los sacerdotes indígenas y los caciques. Mientras los primeros se aferraban desesperadamente al orden tradicional, los segundos estaban más o menos atraídos por las nuevas oportunidades y hasta inclinados a deshacerse de la autoridad "divina" de sus sacerdotes, encontrando en los sacerdotes cristianos una visión más secular del ejercicio político del poder. Seguramente ello sirvió para que los caciques, al verse afirmados en su rango, colaborasen con más fuerza con los jesuitas. A la larga, ello sirvió para que el guaraní se integrara al mundo que la reducción proponía.

Entre los guaraníes, las costumbres, la asignación de trabajos por sexo, edad y jerarquía, y los lazos familiares se sostenían mediante reglas de conducta que permitían mantener a los grupos unidos y a adecuarse a los diferentes sitios de asentamiento. Porque al llegar a estos lugares, se organizaba el caserío y se rozaba el bosque para cultivar, pero en un par de años o algo más, cuando el suelo se agotaba, el grupo emprendía camino y encontraba un nuevo espacio adecuado. Así, quizás medio siglo después, podía regresar a un mismo lugar y lo encontraba naturalmente renovado. Esta sabiduría del indígena fue aprehendida pronto por el jesuita, que así potenció su tarea misional y ayudó a que los religiosos pudieran salvaguardar estas costumbres frente a las pretensiones hispanas de convertir a los aborígenes a la fe cristiana mediante métodos que no eran los adecuados.

Razones de fuerza mayor obligaron a abandonar las misiones del Guayrá y emigrar a la región misionera de los ríos Paraná y Uruguay. Esas razones fueron en buena medida el acoso que los españoles de Asunción y los portugueses de San Pablo ejercían sobre estos pueblos en busca de mano de obra barata, casi esclava. Si los españoles y criollos paraguayos habían hecho una primera alianza con los guaraníes al fundar Asunción, esa alianza pronto se convirtió en un sistema de aprovechamiento del indígena: de sus mujeres para mancebía, de sus hombres para la guerra mercenaria, del grupo para todo tipo de servidumbre. Esto se extendió rápidamente hasta la poblada zona del Guayrá, donde la fundación de asentamientos españoles facilitaba las cosas. Como en casi todas las fundaciones de la época de la conquista, entre los nuevos pobladores de Asunción hubo diferencias que llevaron a continuos enfrentamientos; a ello se sumaba la poca capacidad del gobierno local para manejar los asuntos a su cargo, lo que dio pie a abusos. El sistema de encomiendas y mitas agravó la situación.

Mientras tanto, los portugueses no pretendían conquistar el territorio, sino que se asentaban en las costas haciendo incursiones en busca de mano de obra. En esta región fueron los paulistas quienes optaron por el sistema de bandeiras, entradas con captación de brazos para el desarrollo de sus ingenios azucareros. Los bandeirantes hicieron pingües negocios llevando guaraníes para aquellas labores. Desde 1585 las "bandeiras de apresamento" iban dirigidas a las aldeas independientes y a las de indios encomendados a los españoles, pero en 1628 penetraron por la fuerza en las propias misiones. Se estima que unas sesenta mil personas fueron por entonces sacadas del Guayrá. Al ver insostenibles sus pueblos en aquella región, por los acosos de asunceños y paulistas, los jesuitas decidieron de común acuerdo con la gran mayoría de los aborígenes, emigrar hacia el sur del río Paraná. Despoblaban quince pueblos de misión -y virtualmente el Guayrá-, dejando atrás una corta pero dolorosa historia de raptos, matanzas, incendios y desmembración social. Aquélla fue la peregrinación mayor, pero no la única, pues en varias ocasiones, y siempre por problemas externos a ellas, serán blanco de disturbios, ataques y hasta de decisiones políticas que las comprometerían sin haberlas dejado elegir su propia suerte. En esta nueva región, que es la que hoy conocemos como "misionera", no había pueblos de españoles ni encomiendas -a pesar de haber sido atravesada por algún conquistador- y su ubicación las convertiría más adelante en un nuevo antemural entre los territorios hispánicos y los ocupados por grupos belicosos, ya fueran indios "bárbaros" o portugueses. Nuevamente las misiones deberían sufrir las consecuencias de ser avanzada sobre territorio desconocido o poco habitado.

Otras misiones como las de Chiquitos, Moxos y Maynas estuvieron en ubicaciones similares. Reducciones franciscanas y jesuíticas en el chaco santafesino y en el tucumano debieron oficiar de antemural de pueblos españoles. En ocasiones, se llegó inclusive a pensar en establecer mil familias de guaraníes en las cercanías de Buenos Aires para defender la ciudad, pero se dio marcha atrás en este asunto cuando aún se estaba a tiempo.

A mediados del siglo XVIII hubo una decisión política que afectó a estos pueblos. Fue cuando se negoció con Portugal la entrega de la Colonia del Sacramento -hoy en Uruguay-, mientras España daba en trueque el conjunto de los siete pueblos que estaban al oriente del río Uruguay. No se tuvieron entonces contemplaciones: ni por la organización general de la federación de los pueblos, ni por la tarea apostólica mancomunada y -mucho menos- por el sentimiento del guaraní que se puso en pie de guerra al ver a su nación arbitrariamente dividida.

Se rompía con ello la experiencia llevada a cabo entre los dos últimos tercios del siglo XVII y los dos primeros del XVIII que desarrollaron los jesuitas en aquel sitio al que se habían mudado con la nación guaraní. Pero las pretensiones y acosos de asunceños y portugueses se mantuvieron latentes en todo ese tiempo: una y otra vez debieron sufrir los pueblos por ello, así como los jesuitas de Asunción y de otras ciudades rioplatenses. Con la expulsión decretada por Carlos III en 1767 se interrumpía una labor de siglo y medio, pero que aún no se consideraba terminada por parte de sus gestores.

La incomprensión de los administradores religiosos y laicos que vinieron después desbarató el sistema socioeconómico en que se sustentaba la vida misionera. Vicisitudes diversas, subdivisión del territorio, guerras de independencia hicieron el resto. Hoy hay pueblos que han desaparecido comidos por la selva, otros que han sido reutilizados como colonias agrícolas desde finales del XIX; hay algunos que son centros turísticos y finalmente otros han continuado en uso hasta nuestros días, pero sin la organización que les diera origen. Varios de ellos han sido nominados por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad.


Bases y antecedentes

Hemos considerado en otros trabajos (Viñuales, 1990) que las misiones jesuíticas del Paraguay constituyeron, junto con las de Moxos y Chiquitos, la única experiencia planificada y sistemática de proponer un modelo alternativo a la traza urbana que se identifica habitualmente con las disposiciones reales de Felipe II. Los poblados de las misiones jesuíticas del Paraguay se formaron a comienzos del XV sobre la base de la experiencia que los religiosos tuvieron en la conducción, a partir de 1576, de la reducción de Juli, a orillas del lago Titicaca en el Perú. La importancia que tuvo Juli en la definición del modelo de las misiones jesuíticas del Paraguay radica en la transferencia de experiencias, en la prevención de situaciones negativas y sobre todo en la atención a los factores estructurales de la economía del sistema. Es justamente el tema económico el que suele dificultar la definición de lo urbano de las misiones jesuíticas de guaraníes toda vez que, para los economistas, una de las condiciones básicas de la "urbanidad" es la existencia de un mercado interno.

Las misiones del Paraguay, y las que de ellas se derivarían, como las de Moxos y Chiquitos, presentan como rasgo relevante la carencia de ese mercado interno por unidad poblacional y, a la vez, la pertenencia a un sistema de múltiples asentamientos de carácter "nacional" en el que una fuerte planificación centralizada integra las economías globalmente, delimitando los alcances y formas de producción de cada pueblo.

Una primera aproximación nos indicaría la conciencia en común de una planificación necesaria, planteada tanto en las Ordenanzas de Población como en las misiones. En ambos casos también hay una acumulación de experiencias, fruto por una parte del sistema de ensayo-error-corrección de la ocupación extensiva del territorio que hicieron los españoles y por otra, del respeto cultural que tuvieron los jesuitas del parecer de los indígenas. En este sentido son elocuentes las instrucciones del Superior, padre Diego de Torres, a los jesuitas Cataldino y Mazeta, que irían a misionar entre los guaraníes en 1609, indicándoles que los pueblos se formasen al modo de los del Perú o como más gustasen los indios. Agregaba que, cuando se hicieran las calles, se diese una cuadra a cuatro indios, un solar a cada uno y que cada casa tuviera su huertezuela.

De aquí podemos deducir varios aspectos. El primero es la inexistencia de un modelo definido a priori ya que se ofrecen alternativas y algunas de ellas abiertas, tal como podría ser la voluntad de la comunidad indígena. Una segunda observación es que en la mentalidad del padre Torres hay sin embargo la presencia de una imagen urbana, la que se concreta en calles, manzanas similares, divididas en cuatro solares y cada uno de ellos con un propietario. Estos aspectos obviamente coinciden con las propuestas de las Ordenanzas de población de Felipe II. La mención de que se hicieran al modo de los del Perú, nos aproxima naturalmente a Juli como modelo, pero al relativizar esta decisión por la opinión local, es también claro que había conciencia de que lo importante era en el fondo la satisfacción y la identificación que el indígena pudiera tener con la traza que se adoptara finalmente.

Esto podría parecer contradictorio al oscilar entre la libertad y la flexibilidad de opciones para una traza y la voluntad de planificar. De hecho, cada pueblo podía tener distintas alternativas, según lo quisieran los indios de cada asentamiento, o haberse planificado cada pueblo singularmente. Creemos sin embargo que, en la primera fase de las misiones en el siglo XVII, hubo un prolongado proceso de acomodamiento y que ni siquiera las ideas del padre Torres respecto de su ordenamiento en solares tuvo mayor aceptación. Probablemente la vigencia de la casa comunal indígena configuró en el inicio la unidad modular del nuevo asentamiento, apoyada en el respeto puntual de los jesuitas del modo organizativo de los indígenas.

Otro elemento sustancial de la legislación hispana que pudo integrarse a esta fase urbanizadora de los jesuitas fueron, sin duda, las recomendaciones respecto a la elección del sitio de emplazamiento. El padre Torres les había recomendado a los misioneros fundadores que los parajes elegidos para los pueblos tuvieran agua, pesquería, buenas tierras y que no fueran anegadizos ni de mucho calor sino de aire templado y sin mosquitos, para que pudieran sembrar y mantenerse. Es posible así afirmar que la legislación indiana actuó exclusivamente como un marco genérico en la elección del asentamiento, pero poco en lo que específicamente pudo ser la traza de la misión jesuítica de guaraníes.

El trazado físico de Juli, que había sido decidido durante la administración de los dominicos en el pueblo, no refleja un parentesco con la traza tipológica de las misiones del Paraguay, aunque hay otros aspectos que vale la pena puntualizar, sobre todo porque el éxito de Juli determinó transferir esta experiencia a otras regiones. Uno de los principales criterios fue la conveniencia de poco o ningún trato de comercio y servicio con los españoles, ya que se había visto que de ello se derivaban las frecuentes servidumbres que tenía Juli por estar sobre el camino real. Otro planteo fundamental fue el de evitar que los indios fueran movilizados a otros poblados para prestar servicios en mitas o encomiendas, ya que actuando así se impedía la consolidación de la economía interna y se conspiraba contra la conformación familiar y la estabilidad social. Muchos de los indígenas mitayos no volvían, ya fuera porque morían en las minas de Potosí o eran retenidos allí más tiempo que el que les correspondía. En la región guaranítica, lo propio sucedería con los trasladados a los yerbatales.

Como elementos positivos de la organización de Juli, los jesuitas percibieron la importancia de predicar en los idiomas nativos ya que la lengua significaba un elemento básico de la identidad de las parcialidades indígenas. Los jesuitas instalaron la imprenta en Juli a principios del siglo XVII donde el padre Bertonio editó sus Vocabularios. Luego harían lo propio en pueblos misioneros del Paraguay a comienzos del siglo XVIII con la primera imprenta que funcionó en la región y que editó sus libros en guaraní.

Aunque casi ochenta años antes de las misiones jesuíticas en la zona paraguaya, las doctrinas de los franciscanos que allí se habían instalado tenían algunos rasgos comunes y otros claramente diferenciados que es oportuno comentar. Si bien las descripciones literarias de los cronistas son abundantes, es poco lo que realmente nos queda en materia de cartografía urbana. El plano más importante en este sentido data de la época posjesuítica y se trata del pueblo de San Francisco de Atirá, que incluye Félix de Azara en algunas de las copias de sus manuscritos sobre el Paraguay. En la tipología de Atirá podemos encontrar una referencia precisa a la formación del "núcleo" principal, que unifica iglesia con colegio-residencia, circunstancia ésta que se daba también en Juli, aunque solamente una de las cuatro iglesias del pueblo peruano tenía residencia adjunta.

La plaza de Atirá estaba cerrada y el templo se ubicaba en el centro del espacio, una modalidad muy propia de los poblados indígenas del Paraguay, que justamente las misiones jesuíticas modificarían. A la vez, no hay tampoco manzanas regulares, ya que las viviendas se estructuraban como una cinta continua rodeando la plaza. No hay viviendas de tipología similar y en muchos casos las cocinas y fogones se segregaban de las casas, según anota Gutiérrez (1976, p. 128).

La tendencia de los franciscanos a cerrar la plaza y dar una jerarquización puntual a la iglesia en contraposición con el sistema axial de las misiones de los jesuitas, son signos evidentes de una falta de coincidencia conceptual entre los trazados. Pero ello no implica desconocer la vigencia de un sistema simbólico común que localiza en la plaza los elementos básicos de la vida del poblado y el escenario propicio para la evangelización.

La misma destrucción de la "manzana" hispana, en el caso de las misiones jesuíticas para recuperar la usanza de la casa colectiva guaraní o en el caso de las doctrinas franciscanas para formar el continuo de viviendas con galerías o portales, implicaría en coincidencia, la desaparición del solar de tierra urbana como soporte de la residencia, algo que no estaba en el proyecto sugerido por Diego de Torres en sus indicaciones a los padres fundadores, pero que es algo distintivo de los pueblos guaraníes, como las cocinas exentas.

En realidad la idea de las reducciones, la formación de un poblado sedentario implicaba, en el caso de los guaraníes, un cambio profundo de sus hábitos de vida. La movilidad y la migración de grupos cazadores, con asentamientos esporádicos para el cultivo de sustentación, se transformaban en una circunstancia sedentaria que exigía otra planificación de los recursos naturales y productivos. Sin embargo, los jesuitas habían verificado en Juli la importancia que tenían los valores simbólicos de la relación de las comunidades indígenas con el medio natural, y su proyección a referencias trascendentes que debían integrarse a la cosmovisión cristiana.

Evitar la ruptura con este medio natural fue pues una de las consecuencias esenciales en la definición de una traza abierta para los nuevos poblados. Ello llevó a diseñar calles amplias, a una inserción rotunda con el paisaje, a jerarquizar la plaza amplia con visuales prolongadas, a la incorporación de la vegetación donde ello era posible, es decir, a rasgos de estima y respeto por el entorno físico. A la vez, los propios jesuitas tenían sus mensajes y criterios para consolidar un reino teocrático, aunando la utopía de la comunidad justa a la construcción de una sociedad plenamente cristiana en la tierra.

Ambas visiones se fundirán, integrarán y complementarán en la sacralización del conjunto urbano, donde los bailes, danzas, cantos, trabajos comunitarios, actividades lúdicas, la catequesis y otros menesteres cívicos, laborales o religiosos se articulaban con naturalidad en un nuevo modo de vida que está claramente contenido en el esquema tipológico de la misión jesuítica. La presencia dominante del templo en el conjunto urbano acentuaba el sentido trascendente del proyecto misionero y era, a la vez, complementado por otra serie de hitos urbanos como cruces, capillas, ermitas o columnas que potenciaban las referencias religiosas.

Evidentemente, la traza de las misiones jesuíticas de guaraníes, que se prolongan en los poblados misioneros de Moxos y Chiquitos, son el producto de una convergencia de factores y experiencias. Parece importante destacar la voluntad de utilizar un mismo diseño genérico para los pueblos, pues seguramente en los inicios esto no debió ser de esta forma y cada uno se habrá ido organizando de una manera espontánea hasta la decisión de una traza consolidada y reiterada.

En esta visión progresiva de la definición de la traza nos parece por lo menos dudosa la afirmación categórica del padre Antonio Sepp en su "Gobierno Temporal". cuando en sus escritos indica que hasta fines del siglo XVII no existía un plan homogéneo y anota como propio el trazado que define para el pueblo de San Juan Bautista (hoy en Brasil). Sepp dice que no aprendió con ningún arquitecto cómo hay que trazar un pueblo, tratando de mostrar el carácter original del diseño fundacional, sin tributación teórica o empírica alguna. Sepp hace un relato preciso de su tarea arquitectónica en 1697, diciendo que tuvo que asignar a cada grupo de casas el mismo número de pies a lo largo y a lo ancho como a los otros. En el centro debió alinear la plaza, dominada por la iglesia y la casa del párroco. De allí debían salir todas las calles, siempre equidistantes unas de otras.

Los jesuitas también debieron acudir a otro tipo de programas urbanos, en la propia región guaranítica, para evitar la costumbre de los indígenas cazadores de quemar sus chozas una vez que se introducían en la selva en busca de un nuevo asentamiento. Esto llevaría a que los pueblos de la región del Tarumá y específicamente San Estanislao, San Joaquín y Belén, formados en la última década antes de la expulsión de los jesuitas, cuando ya estaba bien consolidado el modelo de la traza misional, tuviesen otro tipo de diseño. En el fondo, era un diseño orgánico que buscaba impedir que el pueblo se destruyese si los indios mbyás o monteses abandonaban la reducción y prendían fuego a sus viviendas; por ello, según algunos cronistas, los jesuitas construyeron aquellos ranchos sin formar calle. Y aunque esta disposición hubiera parecido poco civilizada, era razonable en aquella circunstancia, porque cuando los indios desertan del pueblo y regresan a los bosques, pegaban fuego a sus ranchos. Por ello, si estuvieran cercanos unos de otros, se propagaría el incendio y en una noche se consumiría el pueblo.

Esta circunstancia también es probable que se hubiese planteado en algunos de los poblados de guaraníes es su primera fase fundacional, pero una vez consolidado el modelo, la tipología se fue aplicando sin mayores problemas. Eficiencia y pragmatismo son pues elementos centrales en las decisiones de diseño de las misiones jesuíticas del Paraguay. Ellas ofrecen, como hemos dicho, un modelo alternativo al de la ciudad española. Sin embargo, coincide con ésta en el planteamiento de la plaza como elemento organizador del espacio urbano, que concentra además el conjunto de las actividades de la comunidad.

El padre Diego de Torres Bollo, con la experiencia que traía del altiplano peruano, buscó mejorar las condiciones de los pueblos guaraníes con respecto a lo experimentado en Juli. Pastoralmente se apoyaba en los documentos del Tercer Concilio de Lima y del Primer Sínodo de Asunción, en los que se habla de la necesaria conversión del misionero como tarea previa a la conversión del aborigen, así como en la obligación de restituir la libertad a los indios que hubieran sido tomados como esclavos.

Aunque sólo con el tiempo se consigue que los naturales sean eximidos realmente del servicio de mita y más adelante, en 1633, se libera de encomiendas a los que estaban en las reducciones. Y tres décadas después se los pone en Corona Real, pagando un peso de tributo anual cada indio de tasa. Muchas veces la gente de Asunción hacía caso omiso de estas ordenanzas y trataba de no cumplirlas, aun a mediados del siglo XVIII, por lo que los padres debieron llamar la atención de las autoridades en este sentido. Carlos II dispuso que los reducidos no debían ser obligados a hacer obras públicas ni a entrar en guerra contra otros indígenas, y en 1743 se ratificó la estructura económica de los pueblos. Con ello se tuvo una cierta seguridad para planificar y continuar con más confianza lo que paso a paso se había ido consiguiendo. Si a cada conquista legal los misioneros y los pobladores de las reducciones se sentían más amparados, muchas veces se encontraban que ello daba pie a nuevas intervenciones civiles, gubernamentales y hasta a roces con el propio obispo.

El avance económico del conjunto de los pueblos guaraníes hizo imaginar que allí se acumulaban riquezas y hasta que podría haber minas de oro, aun cuando la topografía lo desmentía. Lo cierto es que los asunceños combatían lo que defendían los jesuitas: la dignidad del guaraní, el ejercicio de la libertad y la responsabilidad personal y comunitaria. Esto era una utopía dentro del sistema colonial. El propio español -que a sí mismo se llamaba "cristiano" - fue quien colaboró en cierta medida para que este proyecto de liberación se interrumpiese.


El territorio

Esta federación de pueblos no comprendía sólo a una serie de poblaciones urbanas, sino que se complementaba con estancias y yerbales que ocupaban una vastísima región. Apenas en un quinto de esta superficie se encontraban ubicados los pueblos. La estructuración estaba dada por los cursos de agua: los ríos Paraná y Uruguay, sus afluentes y los pequeños riachos que estacionalmente se formaban. El guaraní dominó el agua desde tiempo inmemorial, fue diestro nadador y consumado navegante. El armado de canoas y la pesca eran habilidades que cotidianamente ejercía. Si con mucha destreza pudo afrontar la gran migración desde el Guayrá, con la orientación jesuítica estas habilidades dieron nuevos frutos, formándose por ríos y arroyos una amplia red que se complementaba con los caminos a través de campos, montes y serranías. También se dominó el agua por medio de trabajos sobre el terreno para favorecer aguadas, reservar pastos, drenar terrenos, salvar animales en tiempo de crecidas y hasta dividir estancias. Los indígenas sabían formar grandes canales uniendo ríos y arroyos para conseguir aquellos propósitos.

Con la construcción de caminos fue posible una fácil comunicación entre los pueblos y un control de los dilatados campos, eficiente a pesar de las distancias. Había también puentes y postas que, como en los caminos de españoles, se colocaban en los lugares de cruces peligrosos, donde siempre había un botero listo para ayudar a cruzar el río. La cartografía de la época (Furlong, 1936, pp. 24, 33, 43, 47) muestra un territorio bien estructurado y dominado. Poco antes de la expulsión de los misioneros, éstos habían hallado un camino directo que unía el sistema de los pueblos guaraníes con el de los pueblos de Chiquitos, después de hacer varias tentativas desde 1691.

A las postas y los puentes se unían otras construcciones como las capillas, que por lo general se ubicaban cada cinco leguas con uno o dos aposentos con camas que daban posada a todo pasajero seglar o eclesiástico, sin pedir pago por ello, ni por pasarlo por los ríos. Los días de fiesta solía acudir gente a esas capillas a rezar, ya que había muchas fuera de los pueblos.

En un principio, cada reducción tenía sus campos de cultivo y de ganado, pero con el tiempo el sistema se organizó en campos comunitarios por zonas y grupos, contribuyendo con ello al control del territorio y a la relación funcional entre cada pueblo y las estancias, así como a los pueblos entre sí. Las estancias no eran sólo terrenos amplios donde el ganado se multiplicaba y dentro de los cuales se hacían periódicos rodeos, pues el manejo de los animales necesitaba de señalización y concreción de límites, conocimiento de aguadas y pastos según la estación, prevención de robos y epidemias, así como estimaciones bastante ajustadas de las existencias.

Los yerbales habían sido explotados por mucho tiempo en forma extractiva en los montes naturales, pequeñas islas diseminadas sobre todo en el nordeste del territorio. Con el progreso del cultivo sistemático desde principios del XVIII, este recurso pudo ser llevado a la cercanía de los pueblos y no necesitó de tantas estadías prolongadas fuera de ellos. Para la época de la escisión de los siete pueblos que pasaron a Portugal a mediados del XVIII, éstos tenían en explotación doscientos mil árboles de yerba mate. Este "vicio" de tomar mate los alejó de las temidas borracheras, algo que añoraban los indios de otras regiones -como los mocovíes- donde la yerba llegaba de tanto en tanto y cuando escaseaba era sustituida por el alcohol (Viñuales, 1987, p. 37).

La buena ubicación de cada pueblo en terrenos algo elevados permitía una defensa y un correcto drenaje frente a las lluvias tropicales, y también daba lugar a la visión de uno a otro pueblo. Actualmente todavía es posible tener dominio visual de una amplia zona circundante y -en muchos casos- alguno de los otros establecimientos se alcanza a ver desde el vecino, aun cuando en automóvil se tarden más de veinte minutos en unir ambos puntos. Por eso también nos admira el sistema de comunicaciones ya que hoy, si bien existen rutas parciales rápidas, no se ha superado ni se encuentra estructurado en su totalidad.

Con este manejo del territorio, guaraníes y jesuitas unían dos visiones religiosas que se complementaban: el dominio de la tierra sin mal, tan buscaba por el indígena, y la sacralización del espacio planteada por Carlos Borromeo y concretada sólo en pequeña escala en Europa. Aquellas migraciones del guaraní en busca del "yvy marana'y" que se rodeaban de todo un ritual profético con manifestaciones musicales y alimenticias, tenía entonces su recompensa.


El urbanismo

Siempre se ha hecho mención de que las ciudades hispanoamericanas cumplían con las llamadas "Leyes de Indias", aunque ello suele afirmarse sin conocer suficientemente qué decían esas leyes. Más bien, quienes dicen esto se apoyan en algunos de los lineamientos que ellas daban, sobre todo en el uso de la línea recta y los ángulos de 90 grados. Las investigaciones de finales del siglo pasado muestran a las claras que no hubo una sola ciudad que se diseñara contemplando todo lo que decían las leyes. Por eso, quienes observan la planta de una de estas misiones de guaraníes pueden inclinarse a pensar que "no siguen" las leyes, pues no ven manzanas en el sentido tradicional, como pueden creer que "las siguen" porque ve calles y ángulos rectos. Dejando de lado el tema general, que puede verse en investigaciones más o menos recientes, trataremos el tema del urbanismo de las misiones que, como ya hemos explicado (Viñuales, 1990), se trata de un urbanismo alternativo.

De todos modos, muchas de las ideas que se dieron para las ciudades españolas, se usaron también aquí, como la búsqueda de un buen emplazamiento. Pero estas reducciones no iban a seguir las ideas de la traza urbana hispana ni tampoco la conformación de las viejas aldeas guaraníes. Lo que sí se iba a recoger de ellas era la graduación entre el propio centro urbano y el bosque, que se iba a dar a través de una serie de zonas intermedias que no llevaran a un corte entre ambos extremos, tal como era natural para el indígena, tan acostumbrado a dialogar con la naturaleza y el ambiente en el que desarrollaba su vida.

En segundo término debe considerarse la posibilidad de organizar un espacio barroco a partir de diseños geométricos sencillos, en donde no se incorporan elipses ni grandes superficies curvadas. En realidad, lo primero que salta a la vista es la idea de ciudad, de conjunto pensando desde un principio. No es ya una traza ideal que lentamente se va llenando según el requerimiento de los particulares, ni es tampoco una suma de hechos arquitectónicos para albergar con decencia las funciones de la comunidad.

En todas ellas se nota una planificación que se va cumpliendo en etapas más o menos activas según las circunstancias. Y también se aprecia que todos los pueblos se insertan en una visión general que engloba a los núcleos urbanos y al territorio que les pertenece. A partir de ciertas descripciones de finales del siglo XVIII, algunos autores repitieron que los pueblos eran tan similares que quien ha visto uno puede decir que ha visto todos. Pero si es cierto que hay un plan general, no hay ningún pueblo que tenga justamente la misma planta y, mucho menos, que sea igual a cualquier otro. Ni la ubicación de sus edificios, ni las dimensiones, ni las técnicas utilizadas se repiten a pie juntillas.

Los jesuitas daban indicaciones precisas, pero eran secundados por los aborígenes que conocían el medio. El padre Cardiel, a mediados del XVIII, dice que en general se busca escoger una llanura algo eminente para tener aire puro y alejar la humedad, que no esté cerca de pantanos que atraen mosquitos, sapos y víboras (Furlong, 1953, p. 153). Aunque debía estar cerca de buenas aguas para beber, lavar y bañarse, tal como le gustaba al guaraní y como lo necesitaba para su salud. Se buscaban bosques para leña y madera, así como la apertura de ellos hacia el sur para poder recibir vientos frescos. En esto no se diferenciaba mayormente de las consideraciones que se hacían para cualquier villa de españoles.

El punto central de los pueblos era la gran plaza, casi cuadrada, a la que se llegaba a través de una ancha y recta avenida que, partiendo de una cruz plantada a la entrada del pueblo, desembocaba frente a la iglesia. Este edificio no estaba aislado, sino que era parte de un gran conjunto con el colegio -residencia de los religiosos-, las oficinas y el cementerio. Se formaba así una suerte de telón de fondo un poco más alto que el resto de las construcciones, en el que se concentraba la decoración, sobre todo en la propia fachada del templo. Por eso, en esa dirección no se abría ninguna calle que continuara la gran avenida de ingreso. Para enmarcar aún más esta perspectiva, en las tiras de casas que cerraban la plaza por este lado, solía haber un par de capillas de miserere que, con su techo un poco elevado, señalaban su presencia y ayudaban a dar perspectiva al conjunto del fondo.

Hacia los otros tres lados de la plaza se disponían las tiras de casas de los indígenas, una de las cuales estaba dedicada al cabildo. En la plaza misma solían levantarse cuatro cruces, una en cada esquina, y, a veces, un rollo para la administración de justicia. Para organizar esas tiras de casas se trazaban calles paralelas y perpendiculares a esa avenida principal, destacándose además de ella, las que salían de las otras dos medianas y la que corría frente al mencionado conjunto religioso.

Los templos se vieron siempre como el "centro" de la vida misional junto con la casa de los religiosos, como ya hemos visto que dice Sepp cuando traza a San Juan (Furlong, 1962a, p. 45). Él había buscado que la iglesia fuese el punto principal de todo el pueblo, el término de todas las calles para que así estuviera el misionero alojado en medio de sus neófitos. La iglesia era la "Casa de Dios", pero era también la "Casa de los padres", quienes en ella celebraban los servicios religiosos y era la casa de todos y de cada uno de los indios, ya que todos habían tomado parte en su construcción. Pero también era la casa de todos porque todos tenían parte en su ornamentación y en su uso cotidiano. Se hablaba siempre del esplendor de estos templos y del asombro de quienes visitaban las reducciones, y hasta se llegaría a decir que bien valía un viaje desde Europa sólo por verlas, ya que cada iglesia era como una catedral de un pueblo de indios, una maravilla para todos.

Las fachadas de los templos fueron el lugar en que los constructores -arquitectos, albañiles, tallistas- pusieron sus mayores empeños. Había ocasiones en que el coro alto de la iglesia se prolongaba hacia la plaza formando un balcón. Aun hoy se encuentran soluciones de este tipo en la región y usándose del mismo modo que en las misiones: como sitio en donde se ubican los músicos para tocar en las procesiones y festividades; ejemplo de ello son la iglesia del pueblo en Emboscada, cerca de Asunción, y algunas de las misiones de Chiquitos.

La decoración de las fachadas podía ir desde un sobrio ordenamiento de pilastras, cornisas y nichos, como puede apreciarse en templos tardíos como el de San Miguel, hasta trabajos mucho más cargados, generalmente concentrados en las aberturas, como en San Ignacio Miní, de construcción anterior. Las iglesias fueron de planta basilical con tres naves, pero sus características tecnológicas variaron a lo largo del tiempo, así como la cercanía a ciertas canteras o bosques ayudaron a la definición de materiales y disposiciones. Hubo algún caso en que por ampliaciones se llegó a contar con un templo de cinco naves, como lo atestiguan los documentos de Concepción de 1752.

Comúnmente se buscaba la orientación norte-sur y no este-oeste, como era la tradición cristiana, por demostrarse que aquella era más eficaz en ese clima, orientación que se seguía en todo el pueblo (Furlong, 1953, p. 154).

A uno de los lados de la iglesia se encontraba el cementerio. Como fuera común tiempo después en otros pueblos americanos, las sepulturas se dividían en cuatro cuarteles para hombres, mujeres, niñas y niños. Es de destacar el adelanto que tenían las misiones en este sentido, ya que no había sino unos pocos casos en que se enterraba dentro del templo -sacerdotes y corregidores en ejercicio-, algo que mucho más tarde se instauraría en los pueblos de españoles. Asimismo, en épocas de peste había enterramiento fuera del pueblo.

Hacia el otro lado de la iglesia se desarrollaba el colegio o residencia de los jesuitas. A continuación seguían las oficinas o talleres. Aquí se ejercían los oficios que cubrían las necesidades del pueblo y allí también se hacía la distribución de las raciones de carne. Colegio y oficinas se desarrollaban alrededor de sendos patios a los que se abrían los aposentos de los padres, la biblioteca y los diferentes talleres, si bien algunas de estas habitaciones podían tener acceso desde ambos patios.

Detrás de todo este conjunto -cementerio, iglesia, colegio, talleres- se extendía la huerta, en la que había cultivos de frutas, legumbres y hortalizas, así como viñedos para el vino de la misa y también jardines de flores para adornar la iglesia. En la unión entre los edificios y las huertas, solía ubicarse un conjunto de letrinas, servidas por una acequia. Su uso y control permitía obtener los abonos para las zonas de cultivo inmediatas. La huerta se convertía entonces en uno de los eslabones de esa cadena ecológica a la que el guaraní estaba tan acostumbrado y que tenía en las reducciones tan apropiada respuesta. Así se daba la plaza como centro del poblado, síntesis y símbolo de la ciudad, pasando por los barrios, la huerta, los terrenos suburbanos, los cultivos y corrales, hasta llegar a la campiña abierta y a los bosques.

La plaza era el lugar de encuentro cotidiano de la comunidad, que se engalanaba en días de fiesta, por lo que aquellas cruces esquineras se usaban para tareas de catequesis y también para armar allí las posas de las procesiones. La fiesta grande, siguiendo las indicaciones del concilio tridentino, fue siempre el Corpus Christi, a la que se agregaban las fiestas del santo patrono del pueblo y las celebraciones de la Semana Santa. La idea europea de la procesión y la guaraní de las migraciones se fundían en estas ocasiones, dándose recorridos internos con sentido litúrgico. Pero más allá de las fiestas, esos recorridos se hacían diariamente al congregarse los trabajadores antes de partir a sus labores, dando a todo ello una idea ritual.

Para las grandes festas se adornaba la plaza con arcos triunfales y altares por donde debía pasar el Santísimo, usando para ello muchos de los ornamentos de la propia iglesia. A ello se unían ramos y flores, así como aves -entre las que sobresalían los loros-, monos y otros animales silvestres, para dar color y armonía con sus cantos. Los indígenas aportaban asimismo las alhajas de sus casas y todo lo que ellos estimaban como rico y precioso. Por eso, muchos días antes, buscaban flores y animales, pensando que así todos ellos rendían adoración a Dios. La fiesta no estaba a cargo del sacerdote, sino de las familias que se repartían las labores de adornar los arcos, los altares y las barandas que ordenaban el espacio.

Más allá de las procesiones y actos religiosos, la fiesta seguía con bailes, juegos y torneos varios, con premios y con representaciones teatrales, a las que los indígenas eran muy afectos. Para esto último se aprovechaba el atrio, teniendo al templo como fondo de escena generalmente un poco elevado sobre el nivel de la plaza. El resto de diversiones se desarrollaba utilizando todo el ámbito. Gracias al clima tropical que casi siempre reinaba y a las costumbres guaraníes, parte de la fiesta tenía lugar en las horas nocturnas, que se iluminaban con teas formadas por cuernos vacunos rellenos de sebo encendido.

Para estas festividades se usaban también muchos elementos portátiles, como las posas en que se estacionaba la imagen que se llevaba en procesión al hacer las paradas. Para Semana Santa se usaban también los pasos de bulto, continuando con tradiciones hispánicas. Igualmente en las llegadas y salidas de viajes se hacían celebraciones con la estatua del santo que el grupo viajero llevaba de compañía.

Bartomeu Meliá (1986, p. 248) dice que la base etnográfica del misticismo y de la ritualización de la vida, tan propia de los guaraníes, fue aprovechada por los jesuitas, aunque orientada hacia manifestaciones y contenidos externamente cristianos. Pero que lo importante era la forma, y esta forma prolongaba posiblemente el universo guaraní. El intenso ritual de las misiones barrocas, no era para el guaraní un extrañamiento, sino que funcionó posiblemente como una endoculturación.

Otras cuestiones del universo guaraní estuvieron presentes, como las viviendas, ya que en un principio fueron bastante similares a la gran casa comunitaria que ellos usaban, propia de la tradición tribal y polígama. Con el tiempo, la renovación edilicia y social llevaría al diseño definitivo: una sucesión de habitaciones con accesos a través de las dos galerías laterales, pero sin conexiones internas. Ahora cada habitación era la vivienda privativa de una familia, ya monogámica. El espacio exterior no estaba subdividido y aunque muchas funciones domésticas -como cocinar- se atendían al aire libre, todos respetaban las zonas de los demás. Se formaban así las tiras de casas armando cada una de ellas una manzana. No contaban entonces con espacios abiertos individuales, sino comunitarios: calle y patio eran una misma cosa.

Los ambientes internos eran todos similares, como lo eran cada uno de los conjuntos de tiras de habitaciones. La única diferencia estaba en la mayor o menor proximidad a la plaza o a la iglesia. Las familias se agrupaban por afinidad de origen y de parentesco, sin recibir tratamientos diferenciados. Por eso, frente a algunas conquistas modernas en lo social y a algunas decisiones en el diseño de las viviendas, volvemos los ojos a estas misiones y nos asombramos al encontrar allí plasmadas muchas de ellas: vivienda digna, de diseño repetitivo y ordenado, sin distinciones de categoría social o económica y con integración real de los diferentes grupos.

Como hemos dicho, frente a la plaza había una tira similar a la de las viviendas que era ocupada por el cabildo y que sólo se diferenciaba de ellas por tener el escudo real sobre su puerta. Hubo algún caso en que tuvo dos pisos, mientras que las casas siempre tuvieron uno solo. Otro edificio que se encontraba en las misiones era el "cotiguazú" -la casa de las viudas-, ubicado más o menos en el centro, por lo general cerca del cementerio y que se organizaba alrededor de un patio central, que tenía una única puerta de acceso. En ella vivían las mujeres cuyos maridos habían fallecido o que debían permanecer por largo tiempo fuera del pueblo. Ellas pasaban a morar en el cotiguazú con sus hijos menores.

En casi todos los pueblos hubo un tambo -posada- que se ubicaba hacia la periferia, pero de ellos es poco lo que sabemos en cuanto a su arquitectura, por no haber quedado ninguno en pie. En ellos se alojaban los viajeros que llegaban al sitio, a los que se les permitía una estancia máxima de tres días.

En las imágenes también aparecen capillas y ermitas, tanto en las cercanías de los pueblos como en otros puntos del territorio como estancias, caminos, cruces de ríos. Pero entre todas ellas se destacaban las de miserere, para los velatorios, que se ubicaban integrando las dos tiras de viviendas que se enfrentaban a la iglesia, plaza por medio y que, como hemos visto, marcaban la culminación de la avenida de acceso. Había igualmente olerías, atahonas, adoberas y curtidurías, inclusive suelen aparecer planos con cocinas comunitarias.


Cultura

Como los guaraníes no eran propiamente una nación, sino tribus que reconocían ciertas pautas comunes en sus costumbres, lengua, creencias y parentesco, debe haber sido difícil para ellos esta propuesta del jesuita de hacer pactos duraderos. Así como para el misionero -y para el europeo en general- lo era encontrar tal gama de matices entre los grupos y ver el poco atractivo que para ellos tenían los tratos a largo plazo. Por eso, si las misiones conllevaron la idea de la reducción de un pueblo para organizarse y aprehender en su globalidad el tema guaraní, para el aborigen fue ello también algo muy dificultoso, ya que debía ceder tanto frente a las novedades del cristianismo como frente a las exigencias de las otras familias guaraníes con las que a veces estaba en pugna. Este duro ajuste del comienzo fue tornándose más fácil con el tiempo y el pueblo guaraní consolidó así su identidad nacional a partir de esta unión, ayudándose a defender su cultura. Para ello, la libertad individual y grupal debió ser recortada en pos del entendimiento entre los diversos grupos.

Con la unificación cultural y espiritual, el paso de la cultura migrante a la sedentaria se hará con más convicción. Se irá dando entonces el cambio de mentalidad: de vivir el día, esperando sólo consumir la próxima cosecha o aprovechar de inmediato los frutos de la recolección, la caza o la pesca, se pasó a planificar, a ahorrar, a guardar, a pensar un poco en el futuro. Se racionalizaban las labores y se hacía una división ordenada del trabajo, partiendo de los propios papeles tradicionales ya instituidos. Las diferentes destrezas personales ayudaron a esta planificación y cambiaron el sentido de pertenencia: de sus familias a grupos mayores, del propio pueblo hasta la comunidad de pueblos.


Las artes y los oficios

Para la vida cotidiana de los pueblos hubo necesidad de ciertos oficios desde un principio, como la construcción o el vestuario, pero en breve debieron agregarse escultores, carpinteros, pintores y plateros. Enseguida se sumaron los talleres de imprenta, las fábricas de instrumentos musicales, los astilleros, así como las numerosas artesanías de cestería, alfarería, tejeduría y manufacturas de cuero.

Otros asuntos, como la observación astronómica y meteorológica, tenían lugar en las misiones y hoy nos deslumbran cuando las vamos conociendo. Por ejemplo, a principios del siglo XVII el padre Buenaventura Suárez construyó telescopios con ayuda de indios herreros y fundidores en la misión de San Cosme, así como otros instrumentos. Varias universidades europeas, como la de Upsala, publicaron sus observaciones. Su famoso "Lunario de un siglo" tuvo por lo menos cinco ediciones entre 1744 y 1856. Sabemos de la existencia de relojes de pared y hasta de uno con las estatuas de los doce apóstoles, como el que fabricara Sepp para el pueblo de San Juan. Varios relojes de sol están hoy todavía en su emplazamiento original. En lo técnico, como en otras expresiones culturales, fue notoria la integración de las tradiciones guaraníes con los aportes europeos. Si tenemos en cuenta además que los misioneros venían de variadas regiones del Viejo Mundo, nos daremos una idea de la riqueza cultural que se llegó a desarrollar en la región.

Las capacidades del aborigen eran muchas, como quedó demostrado en las primeras etapas de la reducción. Cuando los misioneros introdujeron las cuñas de hierro, se produjo una verdadera revolución ya que se ahorraban esfuerzos en dos tareas fundamentales: la construcción de canoas y la agricultura. Las cuñas no eran elementos desconocidos, pero el guaraní las hacía de piedra. Hay autores que dicen que éste fue el elemento que atrajo a los naturales a pedir misión, ya que valoraron la eficacia del manejo y la facilidad de la fabricación. Posiblemente este ejemplo sirva como premonición de todo lo que seguiría sucediendo en las misiones en cuanto a la integración de tradición y progreso sin cortes abruptos.

El guaraní siempre otorgó una importancia vital a la música, el canto y la danza. Los misioneros pronto supieron recrear estas expresiones, y entonces al comenzar las labores y las comidas o al salir y llegar de viaje, la música estaba presente en diversas manifestaciones, fueran cuestiones espontáneas u organizadas. La enseñanza empezaba desde la niñez en coros y grupos de baile, como en la misión de Yapeyú, donde existió un conservatorio en el que se aprendía música guaraní al lado de las últimas novedades europeas. Cada misionero que llegaba se sorprendía al ver el sentido musical de los naturales, su capacidad para variadas expresiones y su carácter comunitario. Ello le permitió integrarse bien a la polifonía barroca, en la que la unión de los elementos primaba sobre cada uno de ellos.

La danza estaba presente, en especial en las fiestas religiosas y con temas acordes a ellas. A los bailes, que ya hemos anotado que se ejecutaban en las plazas, se les unían pantomimas, melodramas y hasta simulacros de batallas entre moros y cristianos, que aún hoy perduran en los pueblos paraguayos. Las expresiones teatrales incluían autos sacramentales o misterios a la usanza española, cuyos los temas iban desde una escena bíblica hasta la historia de España, mientras que la propia historia misionera tenía un lugar destacado. La batalla de Mbororé, por ejemplo, en la que los guaraníes habían puesto en fuga a los bandeirantes paulistas, era un asunto favorito. También eran muy solicitados los temas de la llegada de los Reyes Magos y del infierno, así como sus ingeniosas escenografías. En el caso del infierno, un lienzo pintado al que se le agregaban fogatas, humaredas y lamentos sugestionaba el alma de los espectadores. Aunque todos supieran que aquello no era ciertamente el infierno.

También lo teatral estaba presente en las procesiones y en los variados ritos de las fiestas que hemos descrito, tal como innumerables testimonios lo demuestran. Pero lo que interesa destacar es el sentido barroco del espacio y de la vida toda, en donde lo teatral tenía un lugar fundamental, poniéndose en evidencia el sistema de persuasión y participación dentro del que se inscribía la vida misional.


Organización social y política

A la par que se respetaba la cultura general del aborigen, se tuvieron muy en cuenta sus costumbres, por lo que los misioneros no las prescribieron. Los lazos familiares, el sentido de parentesco reglaban su conducta social y familiar, y aunque entre estas costumbres estaba la poligamia que el jesuita podía ver como inmoral, supo actuar sin agresividad y sin apresuramiento. Sólo en el siglo XVIII se superó la poligamia, que en realidad respondía a cuestiones políticas y económicas, además de sociales. Pues hay que ver que con ellas se armaba toda una red de relaciones que controlaban la salud, la sociedad, la idea de pertenencia. Gracias a tener esto en cuenta, los cambios vinieron con el tiempo. Testimonio de ello son las adecuaciones sucesivas de las viviendas.

Entonces, en las misiones se respetaron las familias, los hogares, así como las relaciones mayores de una tribu. Estos hogares se situaron contiguos en los pueblos formando barrios. Aunque no se distinguieran físicamente y no hubiera diferencias de trazado o límites precisos, se sabe que los lazos familiares eran tenidos en cuenta para la distribución de las viviendas. Se respetaron igualmente los cacicazgos y las jerarquías sociales indígenas, que se asemejaban a la realidad colonial española y muy especialmente a la de los jesuitas. La acción de ellos en el Perú muestra muchos ejemplos. Pero no fue aquí sólo la búsqueda de una formación particular para los caciques y sus hijos, sino que se reconoció a estos jefes como candidatos a cabildantes y cabezas de los diferentes barrios.

Siguiendo la ley, toda villa debía tener un cabildo, tanto las de españoles como los pueblos de indios. Los cabildantes de las misiones eran los aborígenes principales, a los que su jerarquía social y su capacidad personal los hacía acreedores de tan honrosa distinción. Con ello se cumplía la ley, pero eran los propios guaraníes quienes elegían a sus representantes. El cabildo ejercía los tres poderes y tenía los mismos cargos que uno de españoles, y era presidido por el corregidor. Éste era nombrado por el gobernador de Buenos Aires, pero era propuesto por los caciques, quienes elegían por sí solos a los demás capitulares. En algunos pueblos hubo también cabildos-miní (cabildos chicos), integrados por jóvenes y que trataban asuntos propios de su grupo.

A fines del siglo XVII, los jesuitas consiguieron que se expidiera una real cédula declarando a todos los caciques "hidalgos de Castilla", por lo que podían aspirar a los mismos cargos y prerrogativas que cualquier otro hidalgo, debiéndoseles dar el tratamiento de "Don". Más tarde, en 1725, se los eximió del tributo, entre otros reconocimientos. Esto continuó de hecho en los primeros gobiernos patrios. Un ejemplo interesante es el del primer gobernador de Malvinas después de la caída del Virreinato: era guaraní proveniente de las misiones.


Economía

Como hemos visto, el indígena vivía al día pues el mismo medio natural no dejaba de darle todo lo necesario para la vida. Por ello, los misioneros debieron gestar un cambio de enfoque que llevó a una serie de adecuaciones a lo largo del tiempo, reorientando rumbos y promoviendo una planificación y a una estabilidad global. A través de la división del trabajo se tendió a dar derechos a todos, pero también responsabilidades. Como se buscaba la dignidad del aborigen más que su rendimiento económico, se logró poner en su justo aprecio el trabajo de la mujer, aliviándola de ciertas tareas que pasaron a ser cubiertas por los hombres, como la agricultura. Porque todos tenían su cuota de aporte dentro del sistema: hasta las viudas y los huérfanos se encargaban del hilado de la lana y el algodón, del tejido y las labores conexas, como el bordado y los encajes. Atendían además el aseo y ornato de la iglesia y es probable que hubieran tenido escuelas de artes domésticas en algunos pueblos.

Todo esto formaba una red ordenada de producción y de apoyo mutuo entre las personas y los diferentes pueblos. En el primer escalón estaba el trabajo agrario familiar: el "amambaé", lo de cada uno, y luego seguía la producción del común: el "tupambaé", lo de Dios. Con el primero se cubrían las propias necesidades, con el segundo las de quienes no laboraban en la agricultura, como las del pequeño grupo, poco a poco ampliado, que se dedicaba a artesanías tales como la pintura, la escultura, la mueblería, la imprenta y la fabricación de instrumentos musicales. Ambos niveles de trabajo se realizaban alternativamente durante la semana. En general, los oficios eran ejercidos dentro del pueblo, pero también había otros que obligaban a pasar grandes temporadas fuera, como los tocantes al cultivo y la recolección de yerba mate o la atención del ganado de las dilatadas estancias.

Como en cualquier pueblo nuevo que se formaba en territorio español, se buscó abastecer a sus habitantes multiplicando las oficinas, los talleres y los campos de labor. Aunque en algunos años los misioneros vieron la conveniencia de organizar un sistema general, armando una federación de pueblos. Con ello se consiguió mayor eficiencia y una concentración de esfuerzos en donde fuera necesario y conveniente. Al reacomodarse el número de pobladores en cada asentamiento, uniéndolos o dividiéndolos, se tenía también en cuenta este aspecto. Se pudo concretar así una autonomía frente al sistema colonial en general. Se favorecía a la vez una correcta división del trabajo, efectuada según las capacidades que cada persona tenía y las que iba adquiriendo mediante una acertada orientación.

En la organización general a veces fue necesario mudar de uno a otro pueblo las distintas actividades, como pasaba con médicos y enfermeros frente a una epidemia o catástrofe. Pero también hubo asuntos que no necesitaban más de una unidad productiva, como la imprenta, pero que a lo largo del tiempo se la llevó a diferentes pueblos teniendo en cuenta la variación de oportunidades y capacidades económicas y humanas. Esta comunidad de intereses llevó también a producir en serie, toda una novedad para la época. Así se llegó en un lapso breve a contar con excedentes que pudieron comercializarse fuera del circuito misionero. Entender el conjunto del territorio como una federación de pueblos, había hecho que la organización de cada pueblo con su estancia y sus yerbales se hubiera reacondicionado dejando tales divisiones de lado en pos de un mayor rendimiento y una disminución de esfuerzos. Con ello también cada pueblo fue distinguiéndose por alguna actividad particular.

Lo mismo pasaba con los artesanos guaraníes, en general, que pronto ganaron fama en la región y fueron solicitados por las ciudades españolas, algo que en el siglo XVIII se tornó común. Trabajos de arquitectura, retablos, platería que se encuentran por todo el Río de la Plata tuvieron a artistas guaraníes como autores. El hecho de estar aislados, incluso en lo económico, ayudó a su autoabastecimiento funcional y monetario, salvándolos de las exacciones a que se habían visto sometidas las misiones de Juli.

Los excedentes eran comercializados primero a través del trueque entre los mismos pueblos indígenas y lo restante era enviado a Santa Fe y a Buenos Aires, donde sendas Procuradurías se encargaban de la venta de los productos, entre los que sobresalía la yerba mate. Con esto se conseguía el dinero necesario para pagar el tributo debido al rey. En un principio este comercio se ejercía libremente, pero al ver los misioneros que los aborígenes eran explotados por los mercaderes, optaron por el sistema de las procuradurías.

Todo esto permitió llevar a la práctica la comunidad de bienes, tal como era la tradición paleocristiana y como se entendía la reciprocidad en el mundo de los guaraníes. Entre ellos, aun hoy en día, se reconoce fácilmente al cacique por ser el más pobre del pueblo, pues siempre está al servicio de los suyos.


La evangelización

El jesuita dio suma importancia al trabajo mancomunado, cuyo ejemplo los mismos misioneros ofrecían, organización que poco a poco fueron imprimiendo en los pueblos aborígenes. La complementación laboral y económica dio lugar a una red funcional y de ayuda mutua que en cierta medida pudo ser vista por ojos ajenos como el trajinado "comunismo guaraní". La ubicación de la mujer en aquella sociedad estaba bastante avanzada con respecto a la que tenía dentro de las ciudades hispanas. Esta organización comunitaria no era anónima, sino que cada cual recibía un trato personalizado. El control de la población en cuanto a su número máximo permitía conocerse y daba pie a la estimación de las habilidades de los jóvenes. De allí que cada uno pudiera capacitarse como aprendiz en el oficio para el que resultara más apto. Con ello los beneficios eran tanto para él como para la comunidad que recibiría sus servicios, fuera como artesano, músico o enfermero.

El trato directo era fundamental para desarrollar en cada individuo su propia estima y para afirmar su identidad, aunque las cosas no anduvieron nunca sobre ruedas. Los problemas fueron muchos desde un primer momento y continuaron hasta el destierro de los padres. Desde el principio los misioneros tuvieron bien en claro que era mucho lo que había que hacer y que no se conseguiría de un plumazo. Ante las conversiones relatadas por otros religiosos, los jesuitas prefirieron ir con pies de plomo alcanzando situaciones más estables. Esta forma de trabajo signada por la lentitud, pero también por la firmeza, dio grandes frutos porque no imponía obligaciones sino que persuadía de los beneficios.

En todos los aspectos hay etapas que van siendo afirmadas por la actitud positiva del aborigen, y que se cubren a veces en dilatados períodos. Los pueblos que conocemos -ya del siglo XVIII- no parten de una forma inventada en las primeras fundaciones, ni tampoco las técnicas agrícolas, ni la manera de organizar los talleres. Así, tampoco fueron iguales las responsabilidades dadas en uno y otro momento a quienes tenían puestos públicos, ni la firmeza con que se solicitaba la adhesión a ciertos principios cristianos. Se tuvo la paciencia de ganarlos con pequeños cambios que duraron un siglo por convencimiento, no por obligación.

La cultura material que hoy tanto nos asombra se ganó gracias a elegir a los más aptos para cada oficio y alentarlos personalmente para formar artesanos de muy buen nivel. Al sucederse este trabajo a lo largo de generaciones, se alcanzó a tener en las misiones un conjunto de especialistas en diversas artes que eran muy solicitados en el resto de la región. Fue fundamental el trabajo integrador, haciendo que los propios guaraníes continuaran con esa unión entre la vida cotidiana y su relación con la divinidad, que ancestralmente traían. La forma de evangelización del jesuita, en la que se fundían la labor manual con la oración, el baile con la liturgia, el teatro con la honra a Dios, fue mucho más allá que en otras doctrinas y por eso mismo permaneció aun después de la salida de los padres, que concluyó en agosto de 1768.

La organización urbana y territorial ayudó a ello, por haber lugares especialmente destinados a cada una de estas actividades. Es notorio además cómo se fueron agregando, ampliando y acomodando nuevos locales a medida que el desarrollo del pueblo los fue haciendo necesarios: iglesia más amplia, nuevas oficinas, tambo, cotiguazú, tiras de casas. Y también aparecieron puestos, caminos, capillas rurales, cambios en los campos de cultivo, de recolección y de ganado.

Lo propugnado por los padres jesuitas en cuanto a unir la religiosidad natural del guaraní, su relación con Dios a través de la naturaleza y el ritual, a persuadir sin obligar, y a reforzar la identidad a través de reconocer su lengua como clave de pertenencia, fructificó en el tiempo y en ciertos aspectos ha perdurado, más allá de la presencia física de los pueblos de las misiones.



Referencias

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