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Apuntes: Revista de Estudios sobre Patrimonio Cultural - Journal of Cultural Heritage Studies

Print version ISSN 1657-9763

Apuntes vol.21 no.1 Bogotá June/Dec. 2008

 


Patrimonio industrial en el Perú del siglo XX:
¿exotismo cultural o memoria sin memoria?

Wiley Ludeña-Urquizo

ludena@terra.com.pe
Escuela de Postgrado de la Escuela de Artes de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
Arquitecto de la Universidad Ricardo Palma. Magíster en Diseño Arquitectónico de la Universidad Nacional de Ingeniería. Doctor en urbanismo de la Technische Universität Hamburg-Harburg.

Ejerce la docencia desde 1978 en las universidades Ricardo Palma, Nacional de Ingeniería y Nacional Mayor de San Marcos. Ha sido director de la Maestría en Historia y Crítica y fundador y director de la Maestría en Renovación Urbana, de la Universidad Nacional de Ingeniería.

Ha sido responsable de las secciones de crítica de la arquitectura y urbanismo en los periódicos El Observador, La Razón y La República. Fundador y director de diversas publicaciones como Tramma, U-Tópicos y Con/textos, y Ur[b]es.

Premio Nacional de investigación en arquitectura en la IV Bienal de Arquitectura Peruana de 1986.

Ha publicado numerosos artículos y ensayos: "Idea y arquitectura en el Perú del siglo XX" (Lima, 1997); "Arquitectura. Repensando a Vitruvio y la tradición occidental" (Lima, 2002); "Tres buenos Tigres. Piqueras, Belaúnde y la Agrupación Espacio. Urbanismo y vanguardia en el Perú del siglo XX" (Huancayo, 2004); "Lima: historia y urbanismo en cifras 1821-1970". Tomo i (Kiel, Alemania, agosto 2004); "Lima: historia y urbanismo en cifras 1821-1970". Tomo i (Lima, noviembre 2004).

Recepción: 12 de febrero de 2008 Aceptación: 06 de mayo de 2008



Resumen

En el Perú la cuestión del patrimonio industrial no representa una forma de discurso institucionalizado, ni mucho menos una cultura cotidiana interesada en revalorizar y preservar una extraordinaria herencia histórica. El texto es un documento de revisión y reflexión sobre la situación histórica y actual del patrimonio industrial material e inmaterial, mueble e inmueble peruano. Se apoya en referencias conceptuales, normativas, históricas y prácticas referidas a la situación particular del patrimonio industrial en el Perú.

Palabras Clave: Patrimonio histórico, patrimonio industrial, industria peruana, barrios obreros.

Descriptores*: Patrimonio histórico, patrimonio industrial, vivienda obrera, industrias, Perú, siglo XX.



Industrial Heritage in 20th Century Peru: Cultural Exoticism
or Memory Without Memory?

Abstract

In Peru industrial heritage issues are not yet an institutionalized discourse, nor does a tradition of valuing and preserving this extraordinary legacy exist. This article approaches the historical and present condition of Peruvian tangible and intangible industrial heritage. It is based on conceptual, normative and historical references and practices related to the specific situation of Peru's industrial heritage.

Key Words: Historical Heritage, Industrial Heritage, Peruvian Industry, Working Class Housing.

Key Words Plus: Historical Heritage, Industrial Heritage, Labor and Laboring Classes-Dwellings, Industry, Perú, 20th Century.

* Los descriptores y key words plus están normalizados por la Biblioteca General de la Pontificia Universidad Javeriana.



Escenas encontradas

Primera escena

El complejo industrial del Frigorífico Nacional del puerto del Callao construido en 1928 durante el gobierno del presidente Leguía, fue en su momento una de las instalaciones más modernas de América Latina. Poco después, al construirse el denominado "Barrio Obrero Modelo del Frigorífico Nacional", este complejo fabril se convertiría no sólo en el primer y único complejo industrial urbano del país en contar con su propio barrio obrero planificado como tal, sino también en un hito fundacional del urbanismo moderno en el país.

El Barrio Obrero del Frigorífico Nacional es el primer conjunto de viviendas en la historia del urbanismo peruano en registrar los atributos del urbanismo moderno en términos espaciales y tipológicos. Es el primero de su género en contar con su propio equipamiento y servicios urbanos, entre otras cualidades. Este barrio es una especie de grado cero del urbanismo moderno peruano. Hoy es parte de una de las zonas más degradadas y empobrecidas de la ciudad: un auténtico infierno urbano en el que se respira literalmente plomo y el polvo de otros minerales.

Ante la inminencia de la demolición de la planta principal del complejo a causa de la expansión de las instalaciones del Servicio Industrial de la Marina, sima, tuvo lugar en 1997 una campaña pública en pro de su conservación y declaración de patrimonio monumental, que incluía además al barrio obrero por los atributos mencionados. La respuesta de los organismos e instancias competentes del Instituto Nacional de Cultura y la Municipalidad del Callao, así como de muchos profesionales comprometidos con la causa de la defensa del patrimonio histórico, fue concluyente: no hay nada que justifique que una fábrica y mucho menos un barrio obrero pudiera ser objeto de una declaración de patrimonio cultural y monumento sujeto de conservación y puesta en valor.


Segunda escena

La antigua planta metalúrgica de Völklinger ubicada en la región de Saarland, cerca de Saarbrücken, Alemania, constituida en diversas fases a partir de 1873 y cerrada definitivamente en 1986, fue declarada por UNESCO en 1994 patrimonio cultural de la humanidad. Esta declaración se produjo en virtud de que esta planta es uno de los primeros testimonios de la revolución industrial del siglo XIX. Como parte de su puesta en valor, en 1999 el complejo se ha constituido en el Centro Europeo para el arte y la cultura industrial.

En el marco de los festejos por los diez años de la declaración de UNESCO, la ex sala de inyectores de aire de esta planta metalúrgica hizo de perturbador y al mismo tiempo fascinante marco que acogió la exposición "Oro de los Incas: 3000 años de altas culturas", en el que se expusieron 170 objetos del fondo del Museo Larco pertenecientes a las culturas Chavín, Cupisnique, Nazca, Moche e Inca. En este caso el complejo de Völklinger relacionaría el mito del oro de los incas con el otro mito de la época: el hierro como una especie de "oro negro" -antes del petróleo-, tal como era designado por algunos en la Europa del siglo XIX.

Huacos, utensilios, tejidos preincas en medio de viejos engranajes, rieles, poleas y planchas de acero oscurecidas por el tiempo: he ahí el encuentro de dos culturas, una de las cuales -la nuestra- exalta su carácter de patrimonio cultural en el marco de un escenario paradójicamente negado en el Perú como objetos portadores de este valor, como podrían ser aquellos edificios pertenecientes al mundo fabril o productivo de los primeros momentos de la industrialización moderna del país.

¿Que discurso patrimonial es ese que niega el valor a aquellos objetos que, salvando el tiempo y las proporciones, pertenecen exactamente al mismo mundo de actividades que están en la base productiva de aquello que se expone en herencia del Perú preinca? ¿Por qué un viejo taller de orfebrería preinca puede alcanzar el valor de patrimonio cultural y no el viejo trapiche de una hacienda costera o alguna de las antiguas fábricas textiles del Cuzco, por citar algunos casos? ¿Doble discurso, doble moral?

El caso de Völklinger no es el único. Se pueden mencionar decenas de casos en la misma Alemania, Inglaterra o España, por mencionar algunos ejemplos de complejos mineros o industriales declarados hoy patrimonio cultural y que se han convertido en extraordinarios centros de irradiación cultural.


Tercera escena

Gran conmoción cultural en Italia por el "descubrimiento" de un posible edificio de Gustave Eiffel "llegado" del Perú a inicios del 2004 como un simple cargamento de 30 toneladas de piezas vendidas como chatarra. Toda la prensa italiana se hizo eco de lo que fue considerado como un extraordinario suceso cultural. Al mismo tiempo que reconocía como acto incalificable el de las autoridades peruanas la decisión de demoler el edificio y el intento de su fundición, si no fuera porque el coleccionista Aldo Romano adquiriera en Lima bajo la forma de chatarra las columnas de estilo liberty realizadas en hierro fundido más los tirantes, vigas de conexión y otros componentes decorativos.

El edificio ha sido nuevamente montado y funciona como un centro público de la capital italiana. Se trata de un edificio de unos 150 metros por 15 de ancho, con columnas de 6 metros y altura central de 8 metros. Según los distintos reportajes, se trataría de un antiguo mercado de La Victoria. Otras versiones señalan que más bien serían los restos de una de las fábricas demolidas en las primeras cuadras de la Avenida Argentina para el nuevo complejo de Las Malvinas.

Al margen de que el edificio corresponda o no a la autoría de Eiffel o que haya estado ubicado en una u otra parte de Lima, al margen de todo ello, en primer lugar se trata de piezas de gran valor testimonial y artístico. Y, en segundo lugar, que lo que está detrás del hecho de su demolición, el intento de su fundición y la autorización de su salida del Perú bajo el rubro "chatarra", tiene que ver con una incalificable ignorancia, descuido o negligencia respecto de los bienes y significado de aquello que constituye el patrimonio industrial del país.

Probablemente resulte para algunos una exageración imperdonable y para otros una provocación irracional, comparar el celo con que se trata de evitar el contrabando de huacos, joyas, tejidos y otras piezas de nuestro patrimonio histórico, mientras que piezas que constituyen un extraordinario testimonio de la arquitectura industrial del país y el mundo salen del Perú sin mayor impedimento o se comercian internacionalmente como simple chatarra vendida al por mayor. ¿En términos ontológicos y del significado que encarna un objeto cultural respecto a la sociedad de su tiempo, cuál es la diferencia que existe -en el momento de valorar su carácter patrimonial- entre un extraordinario huaco Nazca y una valiosa pieza registrada por la arqueología industrial del siglo XIX emplazada en el Perú? Para nadie es un secreto que algunas piezas y motores de las primeras fábricas de la revolución industrial pueden alcanzar una mayor cotización que algunos objetos de la heredad antigua que se ofertan en el mercado de bienes históricos.


La cuestión del patrimonio industrial. Silencios y prejuicios

No es exagerado sostener que, desafortunadamente, en el Perú la cuestión del patrimonio industrial no es aún tema, ni alguna forma de discurso institucionalizado, ni mucho menos cultura cotidiana interesada en reconstruir permanentemente su memoria.

Entre otras evidencias, la prueba palpable de esta situación -a contracorriente de la experiencia mundial y, especialmente, americana- se encuentra en la evidente elusión del dominio del patrimonio industrial por parte de la última Ley General del Patrimonio Cultural de la Nación -Ley No. 28296 del 21.07.2004- actualmente vigente.

Esta Ley, junto con toda la normatividad peruana existente sobre el tema del patrimonio y los bienes culturales, no contempla de manera expresa el rubro del patrimonio industrial, como sí acontece con la mención a casos como el del "patrimonio arqueológico", el "patrimonio artístico", el "patrimonio arquitectónico", el "patrimonio religioso", entre otros. Esta afirmación podría parecer injustificada a la luz del concepto de bien cultural en el que se apoya la Ley en mención. Aquí se define un bien cultural de carácter patrimonial como

toda manifestación del quehacer humano material e inmaterial que por su importancia, valor y significado paleontológico, arqueológico, arquitectónico, histórico, artístico, militar, social, antropológico, tradicional, religioso, etnológico, científico, tecnológico, o intelectual, sea expresamente declarado como tal o sobre el que exista la presunción legal de serlo (Perú, Presidencia de la República, 2004, artículo II).

En efecto se trata de una definición genérica en la que podría estar comprendida de una u otra forma cualquier testimonio material e inmaterial de aquello que se denomina "patrimonio industrial". Sin embargo, esto no es así, a juzgar por las precisiones que se señalan en el Título I en el que se establece una lista de todos aquellos bienes integrantes del patrimonio cultural de la nación, en los rubros de bienes inmuebles y muebles. En dicha relación, el tema del patrimonio industrial no aparece registrado de manera explícita como sí se procede con otros tipos de bienes.

Es posible advertir en la Ley en cuestión algunas referencias de base a la normatividad establecida por UNESCO y, en particular, a la legislación española sobre el tema. Tiene los mismos aciertos de esta, pero también defectos acentuados como el relacionado con la omisión del tema del patrimonio industrial. Ciertamente, para España, el tema del patrimonio industrial tampoco constituía hasta hace más de una década una cuestión de política y acción permanente en comparación con otros países europeos. Basta recordar que la primera mención indirecta a las evidencias del patrimonio industrial aparece recién en la Ley No. 9 del 30 de septiembre de 1993 donde, junto al patrimonio científico, técnico, se incorpora expresamente el "patrimonio industrial mueble" (Magán-Perales, 2004).

Es verdad que un bien perteneciente al patrimonio industrial puede ser declarado de interés cultural apoyándose en sus valores científicos y técnicos, tal como se desprende de las consideraciones y facultades que la legislación peruana vigente estipula. Sin embargo, con ello se hace referencia apenas a una parte o dimensión de todo el complejo y vasto dominio referido a lo que se concibe como patrimonio industrial. De otro lado, tal como se establece en diversas legislaciones, el valor científico y técnico no representa strictu sensu lo mismo que el valor "histórico-industrial", aun cuando ambos valores pueden estar comprendidos en las actividades y bienes relacionados con la producción industrial.

Lo concreto es que en el Perú el tema del patrimonio industrial no es aún objeto de conciencia y normatividad pertinente. Salvo contadas excepciones, todas ellas de carácter puntual y desconectadas entre sí, la cuestión de la conservación y defensa del patrimonio industrial no ha conseguido constituirse aún en parte específica de la agenda cultural y política del país.1

Las razones de esta situación deficitaria son desde luego diversas. Una de ellas, probablemente la más importante, tenga relación con el extendido prejuicio de que al no ser los nuestros países estructuralmente industrializados o no contar con testimonios industriales en la densidad y envergadura de la historia industrial europea o norteamericana, las demandas de defensa del patrimonio industrial resultan apenas una exigencia nominalmente innecesaria, por no decir culturalmente exótica.

Otra causa, que se desprende como reacción del prejuicio anterior, resulta más compleja en su contenido y significado. Tiene que ver con esa especie de comprensible bloqueo inconsciente que todo ser humano o sociedad pueden llegar a producir ante el horror o cualquier experiencia traumática. En este caso se trata de aquellas sociedades renuentes a recordar y recrear los testimonios de aquel escenario -el del mundo industrial urbano y el de las explotaciones mineras y agroindustriales- en el que probablemente tuvieron lugar las experiencias más dolorosas de una sociedad en formación. De seguro ninguna colectividad considere gratificante observarse todos los días en un espejo ominoso que evoque a diario historias de explotación y miseria como aquella de los miles de culies chinos esclavizados en las haciendas del norte, los cientos de miles de mineros de Cerro de Pasco y La Oroya muertos sin llegar a los cuarenta años, así como los cientos de obreros fallecidos producto de inhumanas condiciones de trabajo.

Estos dos prejuicios carecen de razón. Primero porque el tema del patrimonio industrial no está asociado a la condición disminuida o suficiente de nuestro desarrollo industrial como país. No se trata de un tema cuantitativo ni de magnificencia de instalaciones industriales o de tecnología. Aquí la idea pasa por el hecho de entender el tema del patrimonio industrial en relación con el concepto de sociedad productiva. Nada que haga una sociedad en términos de producción debe quedar al margen de recrearla como memoria viva. Llevada al extremo, una posición como esta -el negar la existencia del patrimonio industrial por carecer de industrias o registrar un desarrollo industrial insuficiente- equivaldría a sostener que solo determinadas sociedades desarrolladas tienen el derecho de evocar u honrar su propia historia y memoria.

De otro lado, pensar que hay temas o cuestiones de la vida de una nación que no deberían hurgarse ni ser representadas como testimonio de un recuerdo ominoso, también carece de sentido. Por el contrario, el convertirlas en objetos y situaciones de recuerdo permanente son el mejor medio para no sólo exorcizarlas, sino asumirlas como parte de una historia que nos exige corregirla y superarla. El caso de los campos de concentración nazis transformados hoy en patrimonio histórico vivo es un buen ejemplo. Hoy estos testimonios son alegatos directos contra el terror. Lo mismo podríamos sostener del museo de la Santa Inquisición de Lima. O de las casas de obreros conservadas como museo en torno a la Speicherstadt de Hamburgo, como testimonio vivo de ese siglo XIX de pestes y aire de carbón, el cual evoca no sólo la cotidianeidad doméstica de las familias obreras allí residentes, sino que se presenta como denuncia histórica de las pésimas condiciones de vida de la ciudad y la población de entonces.

Junto a estas dos razones, otra que resulta particularmente determinante para la recusación del valor de bien cultural a ciertos testimonios industriales, tiene que ver - por lo menos en el caso del Perú- con las nociones de tiempo e historia asumidas en el momento de calificar el valor de un testimonio. La tiranía del presente como criterio de valoración: a más pasado y más historia, más valor cultural; a menos tiempo e historia, menos valor cultural.

El hecho de ser el Perú un país con un extraordinario y denso legado cultural preinca, inca y colonial, parece haber producido respecto al presente y sus evidencias una especie de desajenación cultural: se piensa que manifestaciones cercanas en el tiempo carecen de una densidad histórica suficiente para siquiera considerarlas como bien cultural y menos como "patrimonio histórico". Una auténtica paradoja. El pasado glorificado como tragedia cultural del presente: he ahí posiblemente el rasgo que explique no sólo la falta de identificación social con las manifestaciones contemporáneas, sino también el hecho de que muchas de estas se encuentran fuera del interés de aquellos que se encargan de registrar el valor histórico de las cosas y hechos que construyen nuestro devenir.

Una de las primeras víctimas de este otro prejuicio es el legado industrial del país, sobre todo aquel producido desde los albores de la construcción de la República, así como algunas de las primeras formas de industrialización moderna del país. Otra víctima de esta visión restrictiva dominada por el prestigio del pasado: el tema del urbanismo moderno, sobre todo el relacionado con el capítulo de los pioneros barrios obreros. En este caso, por ejemplo, la noción del urbanismo como monumento y patrimonio histórico parecería existir solo en el caso de la producción urbanística preinca, inca y colonial, como si después de Chan Chan, Machu Picchu o el damero colonial de Pizarro no se hubiera producido más urbanismo en el Perú.

Para este discurso patrimonialista, el tema del tiempo y el "valor histórico" aparece como justificación para descartar cualquier notación de valor patrimonial en testimonios comprendidos en el marco de nuestra contemporaneidad. Lo concreto es que en el Perú casi ninguna manifestación urbanística e industrial del siglo XX se encuentra declarada como patrimonio histórico o monumento que debe ser defendido, preservado y puesto en valor.

Más allá de estas razones, es posible advertir, sin embargo, que la principal causa que se encuentra en la base de la desestima de patrimonio industrial, no tiene mucha relación ya sea con formas de auto subestimación sobre nuestra condición de país carente de una intensiva industrialización de sus estructuras, ni con esa especie de aversión cultural a los testimonios poco prosaicos de una cultura productiva industrial. En este caso, la razón más importante alude a la manera como se han implantado y desarrollado en el Perú las nociones de patrimonio y monumento histórico. Aquí se trata de nociones envueltas en prejuicios decimonónicos e influidas por intereses social y culturalmente discriminatorios.

La orientación restrictiva y sesgada del discurso peruano sobre lo que se entiende por monumento histórico y aquella realidad que ha de ser acotada como tal, tiene que ver con la influencia de una notación de monumento donde las ideas de lo artístico y lo histórico adquieren primacía para avalar una visión sacralizadora y un sistema de valoración social y culturalmente excluyente de este, tal como encarnaba aquella influyente tradición ítalo-ibérica en la que se formaron desde fines de los cincuenta los primeros expertos peruanos como Víctor Pimentel (2006), José Correa o Alberto Barreto, entre otros, quienes luego dominarían el discurso oficial sobre el tema en el Perú.2 Esta es la tradición que está detrás del restrictivo concepto de patrimonio histórico-artístico. Tradición ciertamente distinta a aquella correspondiente a la industriosa y protestante Europa del norte donde el tema del patrimonio industrial resulta, como en Inglaterra o Alemania, un modo generalizado de vivir la historia y la vida cotidiana.

Bajo esta noción discriminatoria y restrictiva con que se manejan los asuntos de patrimonio en el Perú, el principal foco de interés de nuestros expertos y de las entidades públicas abocadas a la defensa y preservación de los testimonios de nuestra historia, se ha dirigido y continúa haciéndolo prioritariamente al estudio y exaltación de monumentos del poder político, religioso y social -iglesias, palacios, casonas y conventos-, prestando poca o casi ninguna atención al patrimonio gestado por la sociedad civil y productiva como los barrios obreros, la arquitectura industrial o el urbanismo de los campamentos mineros.

Lo concreto es que en este caso, para referirnos por ejemplo al tema del patrimonio urbanístico moderno, la lista del olvido es extensa. Se podría empezar con los primeros barrios modernos de los años veinte y treinta y extenderse con ejemplos extraordinarios por su valor fundacional como la Unidad Vecinal No. 3 -1947-. Una excepción: la declaración del Barrio Obrero de Vitarte -1898- como monumento histórico. Ninguno de los barrios obreros de las décadas del veinte y treinta cuentan con la calificación de monumento histórico. Tampoco gozan de este reconocimiento gran parte de las 22 quintas obreras de la Beneficencia Pública de Lima construidas en la década de los treinta. Sucede lo mismo con muchas de las tipológicamente significativas casas colectivas de alquiler construidas en Lima a inicios del presente siglo -casas de vecindad, quintas o callejones-. Asimismo con la importante serie de Mercados Modelos o Comedores Populares de los treinta y cuarenta, o la excepcional serie urbanística que representan los Barrios Fiscales de los cuarenta y las Unidades Vecinales de los cincuenta.

En referencia a la situación del patrimonio industrial republicano, lógicamente la lista resulta más numerosa. Se trata de una densa memoria que urge de convertirse en memoria viva. Ahí están las decenas de instalaciones fabriles surgidas en muchas haciendas durante el siglo XIX, las cuales ameritan una calificación específica por el extraordinario valor histórico que poseen. El caso de la hacienda Casagrande es un ejemplo excepcional. Del mismo modo podría pensarse en algunas de las primeras fábricas del inicio de la industrialización en el Perú. Un buen ejemplo: las fábricas de tejidos del Cuzco o Arequipa del siglo XIX o las instalaciones del Frigorífico Nacional de la década de los veinte.


Producción, industria y patrimonio cultural

El concepto de patrimonio está asociado entre algunas de sus acepciones con la idea de herencia, de bienes propios, de suma de valores asignados y de recursos disponibles. Bajo esta notación puede establecerse que la noción de patrimonio cultural se identifica con el legado y la herencia cultural de un pueblo. Aquí empieza la controversia que rodea una noción que no puede abstraerse del clima intelectual de base, los intereses nacionales, sociales y culturales, así como el sentido de las reivindicaciones colectivas e individuales de la memoria por valorar. En medio de una época de "patrimonialización generalizada" y desarrollo de una nueva conciencia colectiva respecto al valor del pasado y la memoria (Arellano, 2000), esta controversia se hace mucho más compleja e indeterminada.

Una definición genérica de patrimonio cultural que se ha hecho concepto oficial en la normatividad internacional, es aquella establecida por la UNESCO y la Convención Internacional del Patrimonio Mundial, Cultural y Natural de 1972. Aquí el dominio del patrimonio cultural -como se establece en el Artículo 1- se concibe constituido por monumentos u obras, conjunto de edificaciones, sitios o lugares de valor histórico transformados por el hombre que tengan un valor universal excepcional desde el punto de vista histórico, estético, etnológico o antropológico (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, UNESCO, 1972).

Junto a esto el llamado patrimonio cultural inmaterial constituye en suma el dominio integrado de aquello que constituye el patrimonio cultural de un pueblo, un país y la humanidad entera.

Cada sociedad y época construyen y reconstruyen su propia patrimonialidad cultural. Ello porque la valoración y selección definitiva de cada testimonio están imbricadas estrechamente con diversos intereses sociales, políticos, económicos y culturales. Aquí es donde se establece el territorio de una constante y de seguro permanente interpelación sobre el qué y por qué de la selección de los bienes y/o referentes culturales.

Uno de estos casos que supone controversia y cuestionamiento del orden establecido es el que alude al tema del patrimonio industrial, desde que hace casi medio siglo Michael Rix (1955) hiciera alusión por primera vez a la categoría "arqueología industrial" en relación con un campo disciplinar y convirtiera el fascinante paisaje industrial de fines del siglo XVIII y el siglo XIX en un objeto de valoración y referente histórico cultural ineludible. No se trató solo de una puesta en superficie de los testimonios arquitectónicos materiales de la revolución industrial -territorios, complejos industriales, edificios, maquinarias, artefactos, objetos producidos, medios de transporte industrial, infraestructuras de soporte, etcétera- sino de todo aquello vinculado con este proceso y sus repercusiones en la vida cultural, social, política, económica, tecnológica y científica de cada uno de los pueblos identificados con él. Se asumió desde el principio que la noción de patrimonio industrial no tenía que circunscribirse solo al legado científico técnico de la producción industrial de un momento determinado, sino a todo el conjunto de procesos y de relaciones establecidas entre esta forma de producción y la sociedad en su conjunto. Es en esta dimensión donde se legitiman los valores histórico culturales de carácter industrial.3

En relación con el ámbito temporal del dominio específico del patrimonio industrial, existen dos opciones relativamente divergentes. Por un lado, la posición que sostiene que el patrimonio industrial es aquel constituido exclusivamente por el legado y los testimonios de la revolución industrial europea surgida desde la mitad del siglo XVIII y el comienzo de los sistemas tecnológicos de mecanización y automatización de procesos, más sus antecedentes históricos inmediatos, así como sus extensiones planetarias. Es el patrimonio de la "sociedad industrial". Esta visión se sostiene en una noción de industria y producción industrial identificada con aquel sistema de producción ejercido por medios mecánicos y en serie, activados por energía cuyo origen no es humano (Guzmán y Fernández, 2003).

La otra visión, si bien comparte lo esencial de este enfoque, resulta un tanto más extendida en la medida en que asume al trabajo y la producción -sea esta o no de carácter industrial-en el sujeto principal que delimita el dominio de referencia. Bajo este entendimiento pueden incorporarse también procesos, productos, técnicas u otras evidencias que corresponden a procesos productivos de otros períodos históricos distintos al de la revolución industrial moderna. La principal objeción a esta postura se deriva del cuestionamiento al uso de la noción de industria desprendida de su carácter seriado, mecánico y de funcionamiento energético no humano. Es el mismo problema con el uso de nociones como ciudad o urbanización, en contextos histórico-sociales en los que ambas nociones no existían en su comprensión contemporánea.

Una visión del patrimonio industrial pertinente a realidades como las del Perú que registran una densa tradición productiva que se remonta a las sociedades preincas e incas, requiere sustentarse en un criterio no restrictivo de patrimonio productivo. Si bien podría asumirse que el principal dominio de referencia del patrimonio industrial se encuentra relacionado con el surgimiento y desarrollo de la industria moderna europea desde fines del siglo XVIII, más su proyección internacional en los diversos continentes, el problema visto desde nuestra propia particularidad histórico social requiere de otras coordenadas.

En este caso el dominio de nuestro patrimonio industrial debería ser acotado, primero, como un capítulo más de una historia productiva particular y no como un fenómeno que se autogenera por sí mismo o aparece completamente importado. Y, en segundo lugar, como resultado y expresión de un período de inserción asimétrica de nuestros países al primer ciclo de expansión de la industrialización capitalista del siglo XIX.

Por consiguiente, patrimonio industrial es todo aquel testimonio material o inmaterial surgido directa e indirectamente del proceso de producción industrial concebido en todas sus manifestaciones: desde la producción propiamente dicha, el intercambio y el consumo hasta la gestión de estos procesos. Su diversidad comprende tantos criterios de clasificación y ordenamiento, como facetas y tipos de producción se registran. Como parte del patrimonio industrial tangible, se consideran, entre otras manifestaciones, los bienes inmuebles directos y complementarios -complejos industriales, arquitectura industrial, plantas de energía, barrios obreros, etc.-,4 y bienes muebles -mobiliario, maquinarias, herramientas, entre otros-, así como los bienes del patrimonio industrial inmaterial -costumbres, hábitos, tradiciones, entre otros-. Según el tipo de producción, los bienes industriales comprenden testimonios desde las plantas industriales propiamente dichas en todas sus variaciones, hasta los complejos mineros, las plantas agroindustriales, complejos petroleros y siderúrgicos, entre otros. Junto a estas evidencias, un soporte de contexto esencial del patrimonio industrial lo constituyen los paisajes o sitios industriales. También se considera a todo el sistema de infraestructura técnica de servicio referida a la producción industrial, desde las plantas generadoras de energía -vapor, electricidad, carbón, entre otros- hasta el sistema de transporte, puentes, canales de regadío, etcétera, hasta la maquinaria y los productos industriales producidos. Asimismo, forma parte del conjunto del patrimonio industrial toda la infraestructura social relacionada con la producción industrial, desde los servicios educativos, hospitalarios y otros, hasta los complejos residenciales construidos para albergar a los trabajadores.

En cada caso se trata de bienes reconocidos por su valor y significación especial desde el punto de vista histórico, tecnológico, científico, social, económico, político y cultural. Se trata de valores cuya especificidad emana del grado de autenticidad, el valor testimonial, el interés tecnológico, el valor artístico y arquitectónico, entre otros atributos. El Plan Nacional de Protección del Patrimonio Industrial Español considera, por ejemplo, tres grupos de valores y criterios de selección: "Grupo A: Valor testimonial, Singularidad y/o representatividad tipológica, Autenticidad e Integridad. Grupo B: Interés histórico-social, Interés tecnológico, Interés artístico-arquitectónico e Interés territorial. Grupo C: Posibilidades de restauración integral, Estado de conservación, Plan de Viabilidad y rentabilidad social y Situación jurídica" (Plan Nacional de Protección del Patrimonio Industrial Español 2002, INCUNA).

La "Carta de Nizhny Tagil sobre el Patrimonio Industrial", suscrita en julio del 2003 por la Asamblea de Delegados Nacionales de The Internacional Committee for the Conservation of the Industrial Heritage, TICCIH, considera, entre otros valores del patrimonio industrial, el valor universal que supone la evidencia de actividades que han tenido, y aún tienen, profundas consecuencias históricas; asimismo resalta el valor social que encarna este patrimonio como parte del registro de vidas de hombres y mujeres corrientes, lo que proporciona un importante sentimiento de identidad; también se considera el valor tecnológico y científico, así como el valor estético de cada evidencia. Todos estos valores -según los planteamientos de la Carta- son intrínsecos del mismo sitio industrial, de su entramado, de sus componentes, de su maquinaria y de su funcionamiento, en el paisaje industrial, en la documentación escrita y también en los registros intangibles de la industria almacenados en los recuerdos y las costumbres de las personas. El documento considera la rareza, en términos de supervivencia de procesos particulares, tipologías de sitios o paisajes, como un valor particular que requiere ser evaluada cuidadosamente. Los ejemplos tempranos o pioneros tienen un valor especial (The Internacional Committee for the Conservation of the Industrial Heritage, 2003).


Perú: patrimonio industrial. Historia mínima

La historia industrial del país resulta en sus propios límites compleja y fascinante. Como es previsible, su envergadura, extensión y densidad en testimonios no sólo guarda relación con el contenido de los grandes ciclos que han marcado el desarrollo económico del Perú, sino también con el carácter dependiente del proceso de industrialización del país.

Aun en medio de la ruina material en el que se encontraba el Perú tras la guerra de la independencia, las primeras señales de reactivación de la actividad productiva y, por tanto, de una incipiente industrialización del país se produciría a partir de la década del cuarenta del siglo XIX. Este fenómeno, apoyado esencialmente en la exportación del guano de islas, constituye el primer ciclo de expansión económica de la naciente República. Comprende el período entre 1835 y 1870. Entonces la creciente demanda de materias primas y otros bienes generada por la revolución industrial europea trajo consigo la incorporación de nuestro país a su dinámica de expansión. Arequipa, Puno y Cuzco, ciudades de un territorio que desde 1830 exportaba lana de ovino y fibra de alpaca al mercado inglés, fueron los centros de un primer y activo desarrollo fabril.

El primer e incipiente período de desarrollo industrial del Perú se produce en los territorios del Sur en virtud de su estrecha conexión con las necesidades de bienes y materia prima generados por la industrialización europea del siglo XIX. La gran demanda de fibra de alpaca y de otras variedades daría inicio así a un nuevo período en la crianza y procesamiento de hilados. En poco tiempo se formaría una densa red de compradores-exportadores, de emporios comerciales y las primeras fábricas de tejidos o hilados del país. Cuando Titus Salt en 1836 descubre las potencialidades de la lana de alpaca en sus talleres de Bradford, Inglaterra, sus requerimientos de este producto -que en 1835 significaban 185 mil libras-, ascendieron a una cifra escalofriante para la época: dos millones de libras anuales en 1857. Entonces Arequipa, Puno y Cuzco, un territorio que desde 1830 exportaba lana de ovino y fibra de alpaca al mercado inglés, ingresaron al circuito de la revolución industrial europea (Lizardo, 1998; Medina, 1990).


Industrias en el sur

Las primeras industrias en sentido moderno se encuentran precisamente en la región Sur del Perú, en el eje Arequipa-Puno-Cuzco, ubicándose muchas de ellas en las zonas rurales colindantes con este eje. Hacia mitad del siglo XIX, esta región del país estaba conformada por una densa red de emporios comerciales y las primeras fábricas de tejidos e hilados. De este primer período existen aún, por suerte, algunos sitios industriales que requieren ser revalorizados desde el punto de vista histórico patrimonial. Se trata de testimonios valiosos de esta etapa formativa de la cultura industrial material e inmaterial del país.

La primera fábrica textil instalada en el Perú republicano y la tercera en Sudamérica data de 1861. Es la Fábrica de Tejidos Lucre en el Cuzco, importada pieza por pieza desde Francia por iniciativa de Francisco Garmendia. Adicionalmente, es de los primeros experimentos sociales que funcionaron como una especie de falansterio creado en la línea de las utopías prefiguradas por Charles Fourier. Un caso insólito en América Latina. El complejo fabril se encuentra a 30 km al sur de la ciudad del Cuzco. Toda la maquinaria y sus componentes fueron trasladados a lomo de mula a través de casi 800 km desde el puerto de Islay, Arequipa, hasta Lucre. Estuvo en funcionamiento hasta los años setenta del siglo pasado.

El complejo fabril de Lucre ocupa una extensa área con vestigios del antiguo obraje colonial de Lucre. Las edificaciones del complejo se ubican con un sentido de orden y regularidad ortogonal en torno a un gran patio empleado para el secado de la lana. Junto a este epicentro fabril, el complejo dispone de una serie de edificaciones destinadas a la administración, los depósitos, así como a la vivienda de los propietarios, ejecutivos y obreros (Kuon-Arce, 2007; Ludeña, 2005; Medina, 1990).

Debido al éxito de la fábrica de tejidos Lucre, dos emprendedores, Antonio Lorena y Pablo Policarpio Mejía fundan en 1899 otra de las fábricas emblemáticas de la primera generación de fábricas textiles del sur del Perú: la Fábrica de Tejidos Maranganí, ubicada en la provincia cuzqueña de Quispicanchis. Al principio las máquinas funcionaron con la fuerza generada por un antiguo molino hidráulico. Posteriormente se incorporaría al complejo una hidroeléctrica propia. Se trata de un autentico complejo industrial conformado por diversas edificaciones destinadas a la producción fabril, además de una serie de instalaciones entre las que se cuentan la casa principal de los dueños estilo tudor, una pequeña capilla, además del cinematógrafo y otras instalaciones complementarias. Actualmente se encuentra en funcionamiento y revalorización de su patrimonio histórico (Kuon-Arce, 2007; Ludeña, 2005; Medina, 1990).

Aparte de las fábricas de Lucre, Maranganí y Urcos, la expansión de la producción industrial de hilados en el Cuzco se extendería hasta muy entrado el siglo XX con la formación de otras fábricas. Algunas de estas nuevas industrias alcanzarían un significativo grado de modernidad y complejidad funcional como el caso de la fábrica de hilados Huáscar.

La construcción del ferrocarril del sur que llegó a Puno en 1874 y al Cuzco en 1908 se constituyó en un factor decisivo para la dinamización de la producción industrial de la zona. Con él apareció en la región sur del Perú todo un nuevo universo de objetos tecnológicos y arquitecturas inusitadas relacionadas con el funcionamiento y manutención de los servicios del ferrocarril, así como con la fabricación y ensamblaje de embarcaciones para la navegación en el lago Titicaca, tales como los barcos Yavarí (1870) y Yapurá (1873).

El boom industrial en el sur no tuvo límites en su expansión. Junto con la industria textil aparecieron otras, como la cervecería de propiedad del señor G. Mangelsdorff, instalada en el Cuzco en 1872. Tuvo un impacto radical en la agricultura de la región como consecuencia de los nuevos métodos desarrollados para la siembra de la cebada. En poco tiempo se instalarían cerca de seis fábricas de cerveza más entre Cuzco y Urubamba, las mismas que fueron adquiridas luego por la llamada Cervecería Alemana.

También aparecieron nuevas industrias como la fábrica de chocolates y fideos de Víctor Aubert y Agustín Arteta. A inicios del siglo XX, como consecuencia del funcionamiento de la central hidroeléctrica de Ccorimarca inaugurada en 1913, surgiría en el Cuzco una nueva generación de industrias como las fábricas textiles Huáscar, La Estrella y algunas del emporio Lomellini.

Modernidad industrial y modernidad cultural son dos fenómenos que están estrechamente relacionados. Esto explica por qué las señales más vitales de la vanguardia moderna en el Perú de inicios del siglo XX surgieron en el sur y no en la Lima finisecular arruinada por epidemias y discursos paradójicamente provincianos. Entonces el proceso de renovación cultural registraba un intenso movimiento de grupos activos en Arequipa, Juliaca, Puno y Cuzco que iban y venían de ciudad en ciudad. En 1898 nace el Centro Científico del Cuzco que llegó a congregar a toda la elite cultural y científica de la región. Un grupo importante es el de la llamada Escuela Cuzqueña dirigido por Alberto Giesecke, rector de la universidad. En 1913 se funda el Instituto Histórico del Cuzco y Luís E. Valcárcel constituye el Grupo Resurgimiento. Entre otros grupos muy activos y conectados estrechamente con la vanguardia y la producción cultural europea como el grupo Ork'opata y su boletín Titikaka, activo entre 1925 y 1932, el Grupo Juliaca y sus revistas Chasqui y Juliaca, así como el grupo de representantes de la revista Amauta en Puno.

Ciertamente, los inicios de la modernidad urbana no se encontraban en Lima ni en el denso humo del café Estrasburgo ni en las performances de Abraham Valdelomar. El campamento industrial de Casagrande con la cosmopolita arquitectura de Luís G. Albrecht, el falansterio andino de Clorinda Matto de Turner y las instalaciones de la fábrica Lucre con sus obreros sujetos a la moderna rutina industrial, seguramente tenían en la segunda mitad del siglo XIX más de vida moderna que cualquier otra ciudad peruana.


Company towns mineras y agroindustriales

Las company towns ligadas a la explotación salitrera, agroindustrial, minera y petrolera constituyen sin duda uno de los capítulos más importantes de la historia industrial del país. Son bienes industriales de un extraordinario valor histórico. Se trata de aquellas ciudades-campamento que surgieron a la par de la constitución de los primeros complejos de transformación industrial moderna en la agricultura, la minería y la explotación petrolera. En el primer caso, se trata de ciudades-campamento y complejos industriales dedicados a la explotación agroindustrial del azúcar y el algodón ubicados a lo largo de la costa del Perú. En el segundo, se trata de aquellas instalaciones creadas para la explotación minera y petrolera ubicados en la sierra y el norte del país.

Desde los años setenta del siglo XIX, la aplicación de la máquina de vapor al cultivo, molienda y refinado de la caña de azúcar facilitaron el desarrollo de la agricultura de plantación en la costa peruana -caña o algodón según las zonas-. En todos los casos las iniciativas e inversiones estuvieron a cargo de capitales ingleses y americanos, principalmente. Este es el caso de William Grace, quien se encargó de impulsar la explotación agroindustrial en la costa norte del país en haciendas como Cartavio, Paramonga y Cayaltí, entre otras. La familia alemana Gildemeister haría lo mismo con el extenso complejo agroindustrial Casagrande, en Trujillo.

Concebidos como enclaves autárquicos con ferrocarril, puerto y a veces moneda propia, estos espacios de producción y residencia se formaron como puntos de concentración de población, tecnología, transformación industrial moderna y acumulación de riquezas para su remisión a la matriz metropolitana. El despliegue tecnológico de maquinarias y procedimientos en muchas de estas haciendas fueron de primer nivel para la época.

Muchas de las primeras ciudades campamento ya han desaparecido o se encuentran en completa ruina. Pero otras aún revelan los perfiles de una herencia por valorar. Entre ellas se tendría que considerar -como debiera ser por razones históricas y de antigua pertenencia territorial- a los campamentos salitreros y la importante arquitectura industrial de la firma de Gustave Eiffel erigidos en territorios del Perú y luego ocupados por Chile tras la llamada Guerra del Pacífico (1879-1883). Esta herencia industrial no pertenece a la historia del desarrollo industrial chileno, tal como versiones recientes de la historia del patrimonio industrial chileno pretenden sugerir. Constituyen sin duda parte de la inicial historia industrial del Perú republicano (Gutiérrez, 2007).

Entre las company towns, el complejo de la hacienda Casagrande se constituye como una de las más importantes por su extensión, estructura y nivel de desarrollo. Representa un caso excepcional. De propiedad de los hermanos Juan, Matías y Enrique Gildemeister, inició sus operaciones en 1889. Se trata de una auténtica ciudad factoría con todos los componentes requeridos. Fue proyectada en Alemania con grandes instalaciones de procesamiento industrial y barrios estratificados según los rangos de la población trabajadora, así como con un conjunto de edificios de gran factura constructiva dedicados a los servicios urbanos (Aragón, 2003).

Ante evidencias como Casagrande y otros complejos similares, se debe reconocer que el urbanismo y la arquitectura modernos en el Perú se inician a fines del siglo XIX en espacios como Casagrande. La tecnología y las instalaciones dedicadas al procesamiento de la caña de azúcar representaban entonces lo más avanzado en términos de avances técnicos y constructivos. Un ejemplo destacado: el edificio para las instalaciones de los conductores de caña. Se trata de una edificación con un sistema estructural y de cobertura que a los ojos de hoy adquiere una fascinante actualidad. Todo esto constituye un testimonio excepcional del desarrollo industrial de la época tanto a nivel nacional como internacional. Pese al deterioro creciente y los problemas derivados de un régimen de propiedad cuestionado, Casagrande conserva aún gran parte de un extraordinario patrimonio industrial que debería ser puesto en valor.

La hacienda Cartavio es otro complejo agroindustrial de importancia. Este emporio contaba con un moderno sector industrial y un sistema de transporte ferroviario conectado directamente con el puerto. El ferrocarril de vapor permitía la exportación del azúcar producido por el Puerto Chicama. En 1872 la hacienda pasó a manos de la W.R. Grace & Co. Durante la guerra con Chile y los años inmediatamente posteriores, la mayoría de las haciendas aledañas con sembríos de caña quedaron en muy malas condiciones, lo que posibilitó que Cartavio expandiera su terreno agrícola a través de la compra de esas pequeñas haciendas.

Un hito en la historia del movimiento obrero peruano lo constituye la gran huelga de 1912 por parte de los obreros de Casagrande y Cartavio, a causa de los bajos salarios, los elevados precios de los alimentos vendidos obligatoriamente por la empresa, así como la disminución de plazas de trabajo a causa de la contratación de personal extranjero. En 1929, como parte de las instalaciones del complejo agroindustrial, se inician las operaciones de la Planta de Ron Cartavio, en funcionamiento hasta la actualidad.

Otro complejo de similares características al de Cartavio es el de Paramonga, también en su origen de propiedad de William Grace. Asimismo la hacienda Pomalca y Lurifico, entre muchas otras que se constituyeron con puertos y líneas ferroviarias propias, los cuales constituyen un extraordinario legado para preservar. Por ejemplo, el ferrocarril Pimentel-Hacienda Pomalca de 43 km y línea angosta de 0.914 m, corría desde el puerto de Pimentel hasta las haciendas Pomalca y Pucalá, conectando varias plantaciones. Empezó a funcionar en 1916. El muelle de Pimentel de riel angosto es otro extraordinario testimonio de uno de los momentos más importantes del desarrollo agroindustrial del norte del Perú.

No obstante que en la actualidad las evidencias del patrimonio industrial histórico de numerosas haciendas de la costa del Perú han desaparecido, lo que hoy se conserva en pésimas condiciones posee un valor singular. En muchos casos lo que aún queda representa un perturbador paisaje de ruinas tecnológicas. Y este no es solo un problema de las haciendas de la costa. La región de la sierra se encuentra también llena de estos testimonios constituidos como parte de las grandes haciendas agrícolas y pecuarias andinas. Ciertamente de menor envergadura y significación por la base industrial y tecnológica empleada, pero no por ello menos importantes como memoria viva de una etapa del desarrollo de esta región. Existen decenas de haciendas con un importante patrimonio industrial por revalorar repartidas a lo largo y ancho de la sierra, como la hacienda Laive en Huancayo, la hacienda Andabamba en Huanuco, así como la hacienda Pincos en Andahuaylas, la haciendas La Collpa y Tres Molinos en Cajamarca, entre muchas otras con importantes instalaciones de procesamiento industrial de diversos productos agrícolas y pecuarios.

Toda esta herencia de nuestro patrimonio industrial no está ni registrada en algún tipo de catálogo temático, ni mucho menos considerada como conjunto de valor patrimonial. Por consiguiente, es un bien cultural que no cuenta siquiera con la formalidad de un bien cultural sujeto de protección.


Minas, fundiciones y campamentos de obreros

El Perú ha sido y es un país esencialmente minero desde tiempos preincas e incas. Para hacer referencia tan solo a la fase republicana, la historia de la explotación minera se constituye desde mitad del siglo XIX de una serie de testimonios que dan cuenta de complejas instalaciones y avances técnicos de primer nivel. Ninguno de estos testimonios ha sido objeto hasta hoy de catalogación ni mucho menos -como acontece igualmente con otras evidencias del llamado patrimonio industrial- considerado un bien cultural para rescatar y valorizar. De ahí que el patrimonio industrial perteneciente a las actividades de explotación minera sea vasto y de gran envergadura. Los ejemplos históricos se extienden desde aquellas minas medianas de sorprendente arquitectura que empezaron a transformar el paisaje republicano del Perú del siglo XIX, como las minas Uchucchacua, Goyllarisquizga y Gualgayoc de inicio del siglo XX, por citar apenas algunas, hasta grandes complejos mineros como el de La Oroya o Toquepala. En sus orígenes, cada uno de estos complejos debió significar para la población y el paisaje circundante una auténtica revolución perceptual en el imaginario visual y cultural heredado.

Los testimonios de la serie histórica identificada con la explotación minera en el Perú son vastos y de gran significado, como esa sorprendente arquitectura minera de la mina El Diamante en Cerro de Pasco. Otro ejemplo es el caso de las estructuras de parte de las instalaciones de la Mina Goyllarisquizga, así como las estructuras y arquitecturas especiales del complejo minero de la Mina Uchucchacua y las minas La Soledad y Gualgayoc de 1906. Al pensar en estas instalaciones no se puede sino admirar el impacto visual que supusieron instalaciones de este tipo en el paisaje de la zona y el imaginario visual de la población o sus trabajadores.

El complejo metalúrgico de La Oroya, ubicado en la sierra central del Perú, a más de 3.780 msnm, representa no sólo un símbolo de la minería peruana desde mediados del siglo XIX, sino también una especie de literal herida abierta en medio de un paisaje y una realidad social que recusan su existencia, pero a la cual se siente estrechamente ligada en todos los ámbitos de la vida económica, cultural o política. Como toda ciudad minera, La Oroya es un abigarrado complejo urbano metalúrgico con instalaciones y piezas tecnológicas de incalculable valor histórico para la minería nacional e internacional.

La ciudad consta de una estructura rigurosamente estratificada en términos sociales y funcionales. Si bien el núcleo originario se constituye en torno al complejo industrial siderúrgico junto al cual se erigió el primer "campamento" de "cuadras" para albergar a los trabajadores -hoy demolido-, con el tiempo aparecieron nuevos barrios como el acomodado barrio Chulec, destinado en sus orígenes a los empleados americanos de la Cerro de Pasco Corporation. Por entonces La Oroya contaba con uno de los mejores hospitales del país, así como una serie de instalaciones de servicio como supermercado, colegio, una cancha de golf a cerca de 4000 msm, entre otros componentes (Marcelo-Puente, 2005).

Todo el complejo minero se constituye de enormes estructuras tecnológicas como las de la planta siderúrgica, además de una importante serie de arquitectura civil y urbanismo residencial que incluía diversos componentes entre escuelas, hospitales y campamentos obreros. Otro componente esencial de este paisaje minero lo constituyen las instalaciones y redes del ferrocarril central. Pese a que gran parte de esas evidencias de origen han desaparecido, aún se conservan algunas con riesgo de correr igual suerte.

El barrio de Chulec es un auténtico fragmento de suburbio californiano en mitad de los Andes del Perú. Parece una imagen irreal en medio de ese paisaje de infierno industrial que evoca La Oroya hasta hoy. Y es que la ubicación del campamento de Chulec resulta totalmente privilegiada por razones del viento y el microclima. A espaldas del complejo industrial parece otro mundo, una utopía feliz en medio del infierno. Aquí los norteamericanos, antes de la nacionalización de la Cerro de Pasco Corporation en 1974, desarrollaban su vida y su cultura.

El complejo minero de La Oroya encarna una sola historia. Junto a la impresionante serie de objetos tecnológicos, los campamentos residenciales en sus distintas categorías constituyen un patrimonio histórico fundamental. Forman parte de una memoria que tiene que ser rescatada, preservada y puesta en valor. Son las páginas de un mismo libro que nos cuenta historias diversas a veces totalmente opuestas si comparamos las deplorables condiciones de vida de los sacrificados mineros de La Oroya y Cerro de Pasco.

La Oroya y Cerro de Pasco son un símbolo de la minería peruana desde mediados del siglo XIX. Encarnan historia y experiencia social asumida por la población como heredad incuestionable. La reacción de la población ante la demolición en el 2005 de una de las chimeneas principales de la planta metalúrgica, de 92 metros de altura, representa un alegato en pro del respeto a la memoria histórica e identidad del paisaje histórico de la ciudad vivida. Defensa popular de un patrimonio industrial que desafortunadamente está desapareciendo pero que debería ser parte de una memoria para ser rescatada, preservada y puesta en valor.

Junto con los complejos mineros, los campamentos de explotación petrolera constituyen otra serie importante relacionada con las primeras ciudades factoría edificadas en el Perú republicano. Un destacado ejemplo: el complejo y campamento de Talara ubicado en el norte del Perú. Representa un caso excepcional entre las ciudades factoría construidas en el Perú como enclaves productivos por las grandes transnacionales, sobre todo norteamericanas. Como en el caso de La Oroya, el campamento de Talara se constituye como un complejo urbano de barrios y componentes social y funcionalmente diferenciados y estratificados. En este caso, instalaciones como la originaria casa de fuerzas, así como los barrios de trabajadores y empleados y otros componentes del complejo petrolero de Talara, constituyen testimonios importantes de esta primera fase del desarrollo industrial peruano del siglo XX (Aranda, 2003).

Tanto la minería como la explotación petrolera han sido los sectores de la economía peruana en los que ha sido posible advertir con mayor nitidez el lado más ominoso y perverso de ese capitalismo salvaje que no tuvo reparos en mermar poblaciones y dejar ecosistemas muertos. Pero aun así, todo el aparato tecnológico empleado, las evidencias de una manera nueva de concebir las ciudades y los procesos productivos desarrollados, constituyeron una autentica revolución tecnológica y cultural en la sociedad peruana republicana, que no se puede desconocer ni mucho menos destruir en sus evidencias más visibles. Todo eso conforma nuestra historia que, como toda historia humana, está hecha de heridas y bienestar, de luces y sombras que precisan ser convertidas en memoria permanente.


Ferrocarriles

La historia de los ferrocarriles en el Perú es la historia de una utopía inconclusa que empezó como una "fiebre de los ferrocarriles" a mitad del siglo XIX, en medio de los malos olores y buenos negocios del guano, así como de las iniciativas del gobierno de Ramón Castilla (1845-1851, 1855-1862) y luego del presidente José Balta (1868-1872). Una de las primeras líneas de ferrocarril de América Latina se puso en operaciones en Lima en 1948, para unir el centro de la ciudad con el puerto del Callao.5 Luego vendrían las líneas que unirían Lima con Chorrillos y otras repartidas en distintas regiones del país, principalmente en el sur andino y la costa norte del Perú. Luego de la guerra con Chile, los más de 1.500 km de línea férrea se reducirían a apenas 600 km.

No hay rieles ni trenes sin grandes o pequeñas estaciones, así como talleres de mantenimiento y toda la infraestructura requerida. Aún existe en distintas zonas una serie de valiosos vestigios que dan cuenta de la primera generación de locomotoras, vagones e instalaciones que aparecieron en el Perú. En algunos casos muchos de estos testimonios continúan todavía en servicio restringido, como es el caso de la estación de Desamparados de Lima. En el caso del sistema ferroviario del sur, la coexistencia entre lo viejo y lo nuevo se produce en medio de una red que funciona regularmente hasta hoy.

Las primeras líneas ferroviarias del Perú se construyeron en Lima. Líneas como la de Lima-Callao (1833/1848, 1851), Lima-Chorrillos (1858) y Lima-Ancón-Chancay (1867), Lima-Magdalena (1875) o Lima-Lurín (1868/1913). Desafortunadamente, la falta de una conciencia histórica ha permitido la casi completa destrucción de las evidencias y la memoria correspondiente al conjunto de estas líneas. Sin embargo, quedan testimonios como el de algunas estaciones hoy refuncionalizadas bajo distintos usos.

Entre todos los emprendimientos ferroviarios del siglo XIX, el llamado Ferrocarril Central del Perú, que empezó a ser construido en 1870, resulta a todas luces una experiencia límite de la ingeniería ferroviaria y un extraordinario homenaje a la imaginación humana y a la persistencia de un aventurero pertinaz como Enrique Meiggs. Es el segundo ferrocarril más alto del mundo. Sus estudios de factibilidad datan de 1859. Las obras se iniciaron en 1870 para ser interrumpidas en 1875 con 142 km de línea construida, debido a problemas financieros y posteriormente a la guerra con Chile. Las obras continuaron luego de 1890 bajo la dirección de Ernesto Malinowsky, y llegaron a La Oroya en 1893. El primer tren arribó a la ciudad de Huancayo en 1908 (Galessio, 2007; Kemp-Heiland, 2002).

En sus 535 km de extensión se trata de un fascinante artefacto tecnológico de túneles, puentes y arquitecturas ad hoc. La línea cuenta con 61 puentes y 65 túneles. Aquí las relaciones entre línea férrea, tecnología y el paisaje más agreste del país, producen una dramática poesía visual de tensiones y armonías que revelan un encuentro perturbador entre artificio y naturaleza. Salvo la estación de Desamparados, hoy refuncionalizada como centro cultural, ningún otro antiguo componente o instalación han merecido valoración alguna desde el punto de vista patrimonial.

Junto con esta extraordinaria obra del Ferrocarril Central, existen otras líneas históricas, algunas aún en funcionamiento y otras desaparecidas total o parcialmente. En todos los casos subsisten vestigios que revalorizar y preservar. Entre las líneas ferroviarias de primera generación ubicadas en el norte del Perú, se cuenta el ferrocarril Eten-Chiclayo, con un recorrido total de 67 km. Comenzó a operar en 1871, siendo el más antiguo del norte, y funcionó hasta 1965. Se conserva una colección de oxidadas locomotoras de vapor. Otra línea histórica es la del ferrocarril Paita-Sullana-Piura, el cual se empezó a construir en 1872. Asimismo el ferrocarril Pimentel-Chiclayo-Lambayeque de 24 km de longitud, empezado a construir en 1873, funcionó hasta 1975. Otro de las líneas de mayor significación regional en el norte peruano fue la del ferrocarril Pacasmayo-Guadalupe-Chilete que conectaba los departamentos La Libertad y Cajamarca. Su construcción se inició en 1871 bajo la dirección de Ernesto Malinowsky y el financiamiento de Enrique Meiggs. Tenía 105 km de extensión, con un desvío de 26 km, de San Pedro a Guadalupe. Prestó servicio hasta 1967. En la actualidad la estación de Pacasmayo ha sido objeto de restauración y puesta en valor como museo. Otra importante línea de 194 km la constituye el ferrocarril Puerto Chicama (Malabrigo)-Valle Chicama que interconectaba varios complejos azucareros del valle del río Chicama como Casagrande, Roma, Chicama y otros. El propietario fue la Gildemeister y Co. En su fase de mayor actividad contó con hasta 16 locomotoras, 3 carros de pasajeros y 974 carros de carga. Junto a esta línea se encontraba el ferrocarril propio de la hacienda Cartavio de 26 km con siete locomotoras y 200 carros de carga. Los ferrocarriles de haciendas constituyen uno de los capítulos centrales de la historia ferrocarrilera del Perú. La mayoría de ellos se encuentran hoy en desuso o desaparecidos completamente.

Otra línea histórica de singular importancia fue la del ferrocarril Chimbote-Tablones-Huallanca con una extensión de 170 km -debía tener 265 km-. Empezó a ser construida en 1872 a cargo de Enrique Meiggs. Unía diversas haciendas y debía recorrer el callejón de Huaylas uniéndolo con Chimbote y Recuay. El terremoto del 1970 destruyó casi completamente la línea. La ruta del tren ha sido reutilizada como carretera y la estación principal de Chimbote ha sido objeto de reutilización como mercado.

Entre las diversas líneas de ferrocarril construidas en el siglo XIX e inicios del siglo XX, las que corresponden a la región sur del Perú son las que se encuentran en mejores condiciones. Es el caso del denominado Ferrocarril del Sur de 940 km que une el puerto de Mollendo hasta la ciudad del Cuzco, pasando por el departamento de Puno. Las primeras obras estuvieron a cargo de Enrique Meiggs. El tramo Mollendo-Arequipa empezó a funcionar en 1871, mientras el tramo Arequipa-Puno lo hizo desde 1874. La línea hasta el Cuzco quedó recién concluida en 1908, llegando antes al complejo industrial de Maranganí en 1892.

El ferrocarril Tacna-Arica es el segundo más antiguo construido en el Perú y es el único que aún se encuentra operativo. Empezó a ser construido en 1851 durante el gobierno de Ramón Castilla. Tiene una extensión de 62 km construidos por José Hegan. En el terminal ferroviario de Tacna se encuentra el Museo Ferroviario del Perú en el que se exponen locomotoras y diversos equipos históricos que constituyen el fondo tecnológico de los ferrocarriles peruanos y, en especial, los correspondientes a la línea Tacna-Arica. Una de las piezas más importantes es la locomotora número 3 con su ténder correspondiente al ferrocarril Tacna-Arica. Junto a esta línea ferroviaria existieron otras en el departamento de Tarapacá, que entonces pertenecía al territorio peruano. La línea Pisagua-Agua Santa-Sal de Obispo de 80 km, la línea Iquique-Pozo Almonte-La Noria de 113 km, así como la línea Patillos-Lagunas de 85 km. Se construyeron entre 1870 y 1876. En todos los casos existen algunas evidencias vinculadas a los campamentos salitreros del siglo XIX (Galessio, 2007; Kemp-Heiland, 2002).

Junto con los trenes, los tranvías urbanos fueron componente principal del sistema de transporte urbano en las principales ciudades del Perú hasta casi fines de los años sesenta. Existieron tranvías en Lima, Arequipa y Cuzco. De este fenómeno no existen más testimonios revalorizados que el viejo tranvía de Barranco, puesto a funcionar en un tramo pequeño solo como objeto de exposición y evocación.

No se puede negar la existencia en el Perú de una cultura viva cuyo devenir -como sucede con innumerables poblaciones- está asociado estrechamente a la existencia de los ferrocarriles. Para muchas poblaciones del país el ferrocarril es memoria histórica activa. Basta mencionar, entre muchos testimonios, la cantidad de huaynos huancavelicanos o huancaínos asociados al mítico "tren macho", cuyo sobrenombre deviene sabiduría popular: solo se sabe cuándo sale pero no cuándo llega. Seguramente sucede lo mismo con otras poblaciones para las cuales el tren fue el único medio de transporte.

Rescatar, poner en valor y conservar el legado histórico de la presencia del ferrocarril en el Perú no sólo se justifica como una comprensible demanda cultural, sino que aparece como un imperativo inexcusable en la medida que reconstruye memoria y revela los rastros de un país que se permitía utopías y proyectos integradores de país.


Centrales hidroeléctricas

Cuando se recala en la imaginería futurista de un Antonio Sant'Elia y su Cittá nuova (1914) de mega arquitecturas prefiguradas a modo de gigantescas hidroeléctricas, es difícil eludir el asombro por el inusitado y provocador paisaje tecnológico que recrea este referente. Las centrales hidroeléctricas, como arquitectura y artefacto tecnológico, encarnan como pocos objetos aquella aspiración humana de transformar paisajes naturales en escala regional.

Las hidroeléctricas son eso: esculturas que moldean una nueva geografía con la presencia de enormes turbinas y arquitecturas de soporte pertinentes. En el Perú existen algunos buenos ejemplos que revelan el uso de técnicas, métodos y maquinarias de la última generación en el momento de ser construidas.

Una de las primeras centrales construidas es la planta hidroeléctrica de Chosica. Fue inaugurada en 1903. A partir de entonces se construyó una serie de pequeñas y medianas centrales hidroeléctricas en diversas regiones del país. Durante este lapso de tiempo, el 1 de diciembre de 1907, se inauguró la Central Hidroeléctrica de Yanacoto cercana a Lima: otro buen ejemplo por el tamaño de sus instalaciones, la serie de turbinas empleadas y la arquitectura diseñada. Otra de las primeras centrales es la hidroeléctrica de Ccorimarca, en el Cuzco, construida en 1913. Luego se construyeron otras centrales de mayor potencia. La central de Callahuanca fue inaugurada en 1938 con tres generadores de 12250 Kw. cada uno, con una potencia total de 36,750 Kw. La importante central hidroeléctrica de Moyopampa empezó a funcionar a partir de 1951 con un primer grupo de 21 mil Kw. y al siguiente año con un segundo grupo con igual potencia (Hidalgo, 2006). Esta central posee un imponente edificio historicista destinado para una función productiva y tecnológica. En 1955 se inician los trabajos de la central de Huinco, con la perforación del famoso túnel trasandino que sería inaugurado en 1965. En 1973 se inaugura un auténtico hito: el gran complejo hidroenergético del Mantaro.


Industrias en la ciudad

A diferencia de otros países de América Latina, la industria urbana peruana nunca tuvo una implantación masiva y de gran proyección. Las causas: el carácter dependiente del proceso de industrialización del país y su debilidad para constituirse en un factor de desarrollo estructural. Fue básicamente una industria ligera y mediana de bienes de consumo. No produjo bienes de capital ni otras industrias.

Aparte del ciclo de industrialización registrado en el Sur peruano, al margen de las primeras señales de industrialización urbana de mediados del siglo XIX canceladas por la guerra del Pacífico, el primer gran ciclo de industrialización se produce entre fines del siglo XIX e inicios del siglo XX. Luego vendría un ciclo de modernización industrial y expansión económica durante la década de los años veinte del siglo pasado, para registrar luego, tras la Segunda Guerra Mundial, un apreciable impulso y expansión en el marco de la política de sustitución de importaciones vigente hasta fines de los sesenta.

Una de las primeras fábricas instaladas en la Lima del siglo XIX fue la de cristales y tejidos de seda de propiedad de Jorge Moreto -posteriormente denominada Brondi, Bossió y Cía.-. La inauguración oficial se efectuó el 8 de octubre de 1841. Posteriormente, en 1848, la fábrica se trasladó al Callao. Otra de las primeras instalaciones industriales fue la fábrica de papel de propiedad de Alejandro Villota y Manuel Amunátegui, editores del diario El Comercio. La fábrica empezó a funcionar desde el 27 de junio de 1848 con maquinaria importada de los Estados Unidos. Aparte de producir papel para la impresión de diarios, produjo el conocido papel de envoltura.

Otra de las primeras instalaciones fabriles fue la Fábrica de Hilados y Tejidos de Algodón de propiedad de Carlos de Cagigao y Juan Norberto Casanova. Ubicada cerca de la alameda de los Descalzos, inició sus operaciones en 1848, tras una minuciosa evaluación de fábricas similares en los Estados Unidos por parte de los propietarios. La maquinaria comprendía cien telares, ubicados en el primer piso de un edificio de tres pisos en los que se hallaban ubicados los restos de utensilios y maquinarias. Una estructura compleja para la época. Fue de las primeras fábricas en pagar "salarios" y contar con un sistema de seguros para los trabajadores.

Este primer ciclo de industrialización, creado al amparo del denominado "ciclo guanero", no tuvo en realidad ningún impacto estructural en la economía y desarrollo de la ciudad. La falta de emprendedores y la presión a la baja de aranceles a las importaciones de la Europa industrial fueron las causas que terminaron no sólo por hacer quebrar a las primeras industrias instaladas en Lima, sino desalentar cualquier inversión en este sector. Alrededor de 1860, año de la edición de la guía del viajero y registro industrial de Manuel Atanasio Fuentes, el panorama resultaba francamente desolador. Las únicas empresas registradas en este caso correspondían a la fábrica del papel del diario El Comercio, así como a la fábrica de seda situada en la calle de la Botica de San Pedro y fundada por José Francisco Navarrete. El propio Fuentes hacía mención del singular atraso de la "industria fabril y manufacturera" de Lima debido a los costos elevados de la mano de obra (Fuentes, 1860).

Entre fines del siglo XIX e inicios del siglo XX las primeras industrias en Lima se formaron para la producción de bienes de consumo, instalándose muchas de ellas al borde del área central y, específicamente, en las primeras cuadras de la avenida La Unión -hoy avenida Argentina-. En la mayoría de los casos se trató de industrias de formato medio o pequeño y la mayoría de ellas con instalaciones readaptadas.

Casi todas las primeras industrias se dedicaron al rubro alimenticio, como la fábrica de galletas y caramelos fundada por Arturo Field en 1902 o la fábrica de fideos Nicolini de 1922. Se instalaron también aserraderos y fábricas de muebles, como el Aserradero Batchelor de 1922 o la carpintería Sanguinetti del mismo año. Se formaron algunas industrias del cuero como la curtiembre Olivari. La industria textil limeña iniciaría también en este período una significativa fase de expansión, como es el caso de la fábrica textil Santa Catalina. Las condiciones de trabajo en casi todas estas fábricas eran ciertamente deplorables, con jornadas de más de 12 horas diarias y el empleo masivo de niños.

Un hecho destacado de esta primera avanzada de industrialización y que forma parte de la historia del movimiento obrero peruano, fue la constitución en el año de 1898 de la primera organización proletaria: la Sociedad Tipográfica de Auxilios Mutuos, integrada por obreros con el objetivo de crear un fondo de autoayuda a obreros inhabilitados temporal o permanentemente para el trabajo.

La consecuencia de una industrialización de mediana complejidad, además de otras limitaciones, fue la ausencia de una arquitectura industrial de gran factura. Los pocos ejemplos de arquitectura industrial que datan de esta fase inicial y que fueron construidos como instalaciones diseñadas como tales, ya casi han desaparecido totalmente. Algunos destacados ejemplos: la planta de la Cervecería Nacional en Barrios Altos de 1899, la planta del aserradero Cuirliza de 1914, así como la planta del Molino Santa Rosa de 1924 y el local de la fábrica de tejidos La Victoria de 1922. El complejo industrial del Frigorífico Nacional de 1929 resulta, ciertamente, un ejemplo extraordinario por su envergadura y proyección.

Desafortunadamente, como sucede en los otros casos, respecto a este importante patrimonio industrial urbano tampoco existe catalogación alguna ni mucho menos un ejemplo destacado de puesta en valor y conservación. La demolición de algunas de las más antiguas fábricas del país ubicadas en las primeras cuadras de la Avenida Argentina, a partir de mediados de la década de 1990 como parte de un programa municipal de "renovación urbana", tal vez sea la evidencia que revela el clamoroso desinterés existente al respecto.


Patrimonio industrial eléctrico

¿Cómo la electricidad puede constituirse en patrimonio cultural?, se pregunta Neydo Hidalgo, para responder que "el uso y desarrollo de la electricidad nos ha dotado de objetos, espacios, memorias, usos y costumbres que forman parte también de nuestra identidad" (Hidalgo, 2006).

Uno de los inventos de mayor trascendencia identificados con la era industrial, resulta ser sin duda la electricidad. El patrimonio industrial eléctrico se constituye no sólo de todo aquello vinculado con el invento mismo, sino con sus consecuencias directas en el desarrollo de tecnología y maquinaria cuyo funcionamiento estaba directamente vinculado al uso temprano de la electricidad. En el Perú, el tema del patrimonio industrial eléctrico ha sido uno de los factores iniciales de motivación en el rescate y revalorización del patrimonio industrial peruano. El Museo de la Electricidad, activo desde 1995, ha jugado un destacado papel pionero en este sentido.

El primer generador eléctrico puesto a funcionar en Lima data del año 1884. Estuvo instalado en la antigua fábrica de tejidos Santa Catalina. En 1886 se inaugura el alumbrado público en algunas calles de la ciudad y en la plaza mayor. La corriente provenía de una planta de vapor de 500 h.p. instalada frente al Parque Neptuno, hoy primera cuadra del Paseo de la República. Alrededor de 1895 se constituye la Empresa Transmisora de Fuerza Eléctrica, con una planta en Santa Rosa de la Pampa, en la margen izquierda del río Rímac. La primera transmisión se efectuó el 6 de agosto a las once de la mañana. En 1901, el alumbrado comprendía ya 1.800 postes y el servicio particular, 8.500 lámparas. El primero de enero de 1902 se inauguró oficialmente el servicio público general que cubría la demanda de 115 mil habitantes de la ciudad de Lima (Hidalgo, 2006).

La expansión de la energía eléctrica se hace notoria a partir de inicios del siglo XX. En 1899 empieza a operar la central térmica Santa Rosa, mientras que la central hidroeléctrica de Chosica es inaugurada en 1903 con una potencia de 4 mil h.p. Es la primera central en aprovechar un salto considerable del sistema fluvial del Rímac. Con el soporte de estas fuentes de energía, los primeros tranvías eléctricos empezaron a circular por Lima a partir del año de 1904 prolongándose en su funcionamiento hasta 1965. En 1927, la Central Térmica de Santa Rosa fue ampliada con dos turbo grupos de vapor, cada uno de 5000 Kw.

De esta historia de más de un siglo queda una serie de evidencias como turbinas y generadores, ruedas pelton, postes de alumbrado, medidores y subestaciones eléctricas, así como las centrales térmicas e hidroeléctricas. Esta cultura material se complementa con toda la memoria documental, cartográfica y visual, así como con las costumbres y todos los objetos de uso cotidiano identificados con el uso de la electricidad, desde la primera radio o televisor, hasta la primera refrigeradora o el tranvía eléctrico y el primer juguete infantil eléctrico.

Uno de los pocos ejemplos de rescate y valorización del patrimonio industrial en el Perú lo constituye, como ya fue mencionado, el Museo de la Electricidad. Entre sus logros más importantes y de un alto contenido social y cultural, está la puesta en funcionamiento para efectos expositivos del antiguo tranvía eléctrico Lima-Chorrillos. El vagón recuperado, así como el paseo programado, constituyen una singular experiencia.


Cultura y habitat industrial y obrero

No existe producción industrial sin cultura industrial. Es decir, sin todo aquello que tiene relación con la ciudad o el hábitat particular producido como consecuencia directa de la implantación industrial. No hay industria sin la cultura de aquellos empresarios, obreros o trabajadores que la gestan y hacen funcionar.

Como parte del dominio que le compete a la cuestión del patrimonio industrial, uno de los aspectos reconocidos como constitutivos de este dominio es el de los espacios de residencia y desarrollo social del proletariado industrial a lo largo del siglo XIX y gran parte del siglo XX. Se trata de los barrios o conjuntos de vivienda destinados a la población obrera.

Una mirada más extensiva del ámbito correspondiente al hábitat de los trabajadores nos remite no sólo a las viejas rancherías de las haciendas coloniales y republicanas, sino también a los campamentos residenciales de los complejos agroindustriales. Campamentos que significarían un importante salto cualitativo en términos tipológicos y urbanísticos, como es el caso de la estratificada company town de Casagrande y sus diferenciados sectores de empleados, el sector de los obreros y el sector de los campesinos.

Mucho antes de que se iniciara la primera etapa de industrialización, la ciudad de Lima registraba ya en su haber un cuadro social e higiénicamente dantesco, peor que el de Londres y París en los años más duros de la revolución industrial. Entonces, Lima ya había sido asolada por dos terribles epidemias, la de la fiebre amarilla de 1868 y la de la peste bubónica de 1903. Entonces, lo único moderno en el Perú habían sido las pésimas condiciones de vida de los trabajadores y el acoso de las tragedias higiénicas como las que asolaron a las "ciudades de carbón" europeas del siglo XIX. El Perú ingresaría al siglo XX por el lado más cruel y ominoso de la modernidad capitalista.

Aparte del típico "callejón" y la "quinta obrera", las llamadas "casas de vecindad" se constituyeron en uno de los tipos edilicios más extendidos como hábitat de la población trabajadora. Se trata de una interesante versión de vivienda colectiva que, lamentablemente, hoy se encuentra en pleno proceso de extinción.

En la historia del movimiento obrero peruano, el nombre del sindicato de Vitarte tiene un significado especial. Las jornadas más valientes de lucha por la defensa de la dignidad de los trabajadores, el fomento de una cultura obrera moderna, así como la puesta en práctica de una cultura cotidiana alternativa tienen que ver con la actitud de estos trabajadores. Pero también este barrio de Lima resulta importante porque es el lugar de constitución del primer barrio obrero urbano del Perú, como consecuencia de la instalación en 1871 de la primera etapa de la fábrica textil de Vitarte. El barrio obrero apareció como una expansión espontánea de casas de los obreros que laboraban en la fábrica.

El barrio obrero de Vitarte es una excepción en la medida en que se trata de un testimonio sujeto a declaración monumental. En este caso el reconocimiento se produjo más por el significado social y político de sus habitantes, que por una consideración integral que hubiera tomado en cuenta también el barrio mismo como urbanismo y arquitectura.

Las primeras políticas de corte filantrópico promovidas por el Estado en relación con la vivienda obrera, tuvieron lugar al inicio del siglo XX. De este período datan dos de las primeras agrupaciones de vivienda financiadas por la Sociedad de Beneficencia Pública de Lima: las quintas obreras La Riva y Los Huérfanos, ambas proyectadas en 1908 y puestas en uso en 1911.

Estas quintas y otras del mismo tipo construidas en muchas ciudades del Perú entre 1910 y 1940, constituyen un extraordinario capítulo de la historia de la vivienda obrera en el Perú. La mayoría de ellas poseen una excelente factura constructiva y una pertinente solución proyectual. Otros casos de vivienda obrera colectiva los constituyen ejemplos como el barrio de Empleados y Obreros del Callao de 1925, el primer barrio obrero concebido como tal en escala urbana construido en Lima. El barrio obrero Leguía de 1927 es otro buen ejemplo, pero las condiciones actuales del barrio son francamente deplorables.

A inicios de los años treinta el Gobierno promovió la construcción del barrio obrero modelo del Frigorífico Nacional ubicado en el Callao. Se trata del primer conjunto habitacional en operar con los parámetros de un urbanismo moderno, además de ser el primero de su género en el Perú en contar con un equipamiento urbano propio -piscina, tiendas, comisaría, centro escolar-. Junto con este barrio se construyó, también por iniciativa estatal, una serie de conjuntos residenciales destinados a la población obrera, como el Barrio Obrero No. 1 ubicado en La Victoria, el Barrio Obrero No. 2 construido en el Rímac, y los barrios obreros No. 3, No. 4 y No. 5 ubicados en el hoy distrito de San Martín de Porres, todos ellos de buena calidad urbanística. Entre los cinco barrios, el Barrio Obrero No. 4 representa el primer caso de edificio manzana del país proyectado con los conceptos corbusianos de la ciudad-edificio (Seiner, 1998).

Junto con estos barrios, la serie de "barrios fiscales" construidos por el Gobierno central entre 1938 y 1942 constituye del mismo modo un capítulo significativo de la historia urbanística del Perú y, en especial, de la cultura residencial obrera. Muchos de estos barrios se encuentran a medio camino entre una declarada vocación urbanística moderna y un espíritu local de notorias referencias contextuales.

Con excepción del barrio obrero de Vitarte, ninguna de estas quintas obreras, barrios obreros y barrios fiscales cuenta con el reconocimiento de patrimonio urbanístico. Como tampoco la serie de instalaciones de servicio -comedores populares, teatros o espacios de recreación de la época- que formaban parte de la cotidianeidad obrera.


Conclusiones

La conformación del Comité Peruano de Conservación del Patrimonio Industrial COPECOPI en el 2004, puede considerarse como un hito que marca un período en el que la cuestión de la defensa y preservación del patrimonio industrial peruano fue adquiriendo un perfil propio y cierta difusión pública. Sin embargo, no obstante este y otros signos alentadores, se tiene que concluir que aún en el Perú, desafortunadamente, la cuestión del patrimonio industrial no es tema de discurso institucionalizado, ni de normatividad explícita, ni mucho menos de cultura cotidiana interesada en reconstruir permanentemente su memoria.

La Ley General del Patrimonio Cultural de la Nación -Ley No. 28296 del 21.07.2004- actualmente vigente, no contempla de manera expresa el rubro del patrimonio industrial, como sí lo hace con el patrimonio arqueológico, el patrimonio artístico, el patrimonio arquitectónico y el patrimonio religioso, entre otros.

Las razones de esta situación son diversas. Desde aquel extendido prejuicio que considera la invalidez de toda referencia al tema del patrimonio industrial debido a que países como el Perú carecen de testimonios industriales en la densidad y envergadura de la historia industrial europea o norteamericana, hasta aquella pulsión inconsciente que atraviesa a toda sociedad renuente a evocar los testimonios del mundo de la industria y de las explotaciones mineras y agroindustriales, en el que probablemente tuvieron lugar las experiencias más dolorosas de una sociedad en formación.

En países como el Perú, en el que la historia se hace milenaria y densa, la tiranía del presente y el "prestigio" del pasado como criterio de valoración han jugado contra la adecuada valoración del patrimonio industrial. Ello debido a que la vigencia de este patrimonio corresponde a un período de tiempo relativamente reciente. Lo concreto es que en el Perú casi ninguna manifestación urbanística e industrial del siglo XX se encuentra declarada como patrimonio histórico o monumento para ser defendido, preservado y puesto en valor.

En el Perú los conceptos de patrimonio y monumento histórico se han implantado y desarrollado como nociones envueltas en prejuicios decimonónicos e influidos por intereses social y culturalmente discriminatorios. Bajo este entendimiento la idea de lo "artístico" y lo "histórico" adquieren primacía para avalar una visión sacralizadora de los monumentos y el patrimonio histórico. Esta es la notación que está detrás del porqué la gran mayoría de monumentos corresponden a aquellos normalmente identificados con el poder político, religioso y social, prestando poca o casi ninguna atención al patrimonio gestado por la sociedad civil y productiva como los barrios obreros, la arquitectura industrial o el urbanismo de los campamentos mineros.

La persistencia de esta serie de prejuicios respecto al patrimonio industrial no significa que el Perú carezca de una historia productiva e industrial compleja y fascinante, dentro de sus propios límites. Como es previsible, su envergadura, extensión y densidad en testimonios no sólo guarda relación con el contenido de los grandes ciclos que han marcado su desarrollo económico, sino también con el carácter dependiente del proceso de industrialización del país.

En el Perú el dominio del patrimonio industrial debería ser acotado, primero, como un capítulo más de una historia productiva propia y no como un fenómeno que se autogenera por sí mismo o viene completamente importado. Y, en segundo lugar, como resultado y expresión de un período de inserción asimétrica de nuestros países al primer ciclo de expansión de la industrialización capitalista del siglo XIX.



Notas

1 Una señal alentadora que sugiere cambios en medio de este sombrío panorama ha sido la constitución en el 2005 del Comité Peruano de Conservación del Patrimonio Industrial, COPECOPI, cuyo objetivo es el de promover, proteger, difundir, revalorar e investigar el patrimonio industrial del Perú. Dicha constitución se produjo en el marco del IV Coloquio Latinoamericano sobre Rescate y Preservación del Patrimonio Industrial realizado en el mes de julio del 2004, el cual contó con el auspicio del Comité Internacional para la Conservación del Patrimonio Industrial. TICCIH, el Museo de la Electricidad, así como del Comité Chileno del TICCIH y el Comité Mexicano para la Conservación del Patrimonio Industrial.

2 Entre los mencionados, habría que resaltar cambios importantes de visión y acción, como el caso del arquitecto Víctor Pimentel, hoy ferviente promotor y defensor de las causas en pro del patrimonio industrial peruano.

3 Desde la apuesta de Michael Rix la historia de la formación de una institucionalidad vinculada a la cuestión del patrimonio industrial ha sido intensa. Tras la creación en 1959 del comité especial para preservar los monumentos industriales -The National Survey of Industrial Monuments-, le siguió en 1971 la primera organización para la defensa de la Arqueología Industrial -Association for Industrial Archaeology, AIA - con gran impacto a través de sus diversas actividades. En 1978 se crea el Comité Internacional para la Conservación del Patrimonio Industrial -The International Committe for the Conservation of the Industrial Heritage, TICCIH - con motivo de la II Conferencia Internacional sobre la Conservación de Monumentos Industriales que se celebró en Suecia. El Comité tiene por objetivo estudiar, inventariar, conservar y difundir el Patrimonio Industrial, además de fomentar la relación entre las personas interesadas en esta materia a nivel Internacional. Junto a estas organizaciones entre fundacionales y de carácter supranacional, se han creado decenas de instituciones de carácter nacional, regional y comunal. En América latina casi todos los países cuentan con organizaciones abocadas a la cuestión del patrimonio industrial, algunos con más o menos actividad. En el marco del V Coloquio Latinoamericano e Internacional de Patrimonio Industrial realizado en Buenos Aires, Argentina, en el mes de setiembre de 2007, los presidentes y representantes de TICCIH de Iberoamérica, ante las amenazas y la necesidad de valorización de nuestro patrimonio Industrial, suscribieron la "Declaración Iberoamericana de Patrimonio Industrial".

4 Entre otras, la clasificación establecida por el Plan Nacional de Patrimonio Industrial Español respecto a los bienes inmuebles de carácter industrial, resulta pertinente. Estipula tres grupos de bienes: 1) Elementos aislados por su naturaleza o por la desaparición del resto de sus componentes pero que por su valor histórico, arquitectónico, tecnológico, son testimonio suficiente de una actividad industrial a la que ejemplifican. 2) Conjuntos industriales en los que se conservan todos los componentes materiales y funcionales y su propia articulación. Constituyen una muestra coherente y completa de una determinada actividad industrial. 3) Paisajes industriales en los que se conservan, visibles, todos los componentes esenciales de los procesos de producción de una o varias actividades industriales, incluidas las transformaciones del paisaje ocasionadas por dichas actividades (Plan Nacional de Patrimonio Industrial 2002, INCUNA).

5 Sobre cuál fue el "primer" ferrocarril de América Latina, como es comprensible, se han generado leyendas y pocas verdades debidamente comprobadas. No está completamente claro cuál fue el primer ferrocarril de Suramérica; ni hablar de toda América Latina, ya que aquí la confusión es mayor. Casi simultáneamente se inauguraron entre fines de 1849 y mediados de 1851 tres líneas, siendo la más extensa, 60 km, la de Copiapó al puerto Caldera en Chile. La otras dos son la consabida Lima-Callao y la que se presume fue la primera, la de un lugar llamado Demerara, hacienda azucarera y de ron, así como el puerto de Georgetown en la antigua Guayana Británica. De las tres, sin duda, la que tuvo mayor movimiento fue la Lima-Callao. Pero hay otro dato que agrega mayor misterio al asunto. Parece que la primera línea peruana fue una muy corta construida nada menos que en una isla: la isla Chicha norte. Efectivamente, en 1849 don Domingo Elías, concesionario guanero, construyó 500 metros de línea férrea para ser operada por carritos a sangre, para el transporte y embarque de guano. Si este dato se comprueba como tal, sería ésta entonces la primera línea férrea del Perú y de Sudamérica (Galesio, Elio; comunicación personal del 15 de junio del 2008).



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