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Apuntes: Revista de Estudios sobre Patrimonio Cultural - Journal of Cultural Heritage Studies

Print version ISSN 1657-9763

Apuntes vol.23 no.1 Bogotá Jan./June 2010

 


Cincuenta años de arte monumentario en Cuba (1959-2009);
paradigmas y pautas de un proceso de renovación
*

María de los Ángeles Pereira Perera

mpiedra@cubarte.cult.cu
Universidad de La Habana
Licenciada en Historia del Arte por la Universidad de La Habana (1982) y Doctora en Ciencias del Arte, por esta misma institución (1994). Es Profesora Titular del Departamento de Historia del Arte de La Universidad de La Habana. Preside la Comisión Nacional de Carrera de Historia del Arte. Es Secretaria Científica del Comité Académico de la Maestría en Historia del Arte de la Universidad de La Habana; Vicepresidenta del Tribunal Nacional de Grado Científico de Doctorado en Ciencias del Arte; y, Miembro del Comité Técnico Evaluador de Carreras Universitarias del Ministerio de Educación Superior de la República de Cuba. Ha dictado cursos y conferencias en numerosas universidades españolas y estadounidenses, y de otros países como Italia, Brasil, México, Colombia y Puerto Rico. Es miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (uneac), miembro del Consejo Asesor del Centro de Desarrollo de las Artes Visuales (cdav), del Consejo Editorial de la Revista Arte América (Casa de las Américas) y del Consejo Técnico Asesor para el Desarrollo de la Escultura Monumentaria y Ambiental (codema) adscrito al Ministerio de Cultura de Cuba. En el año 2002 le fue otorgada la Distinción por la Cultura Nacional.

Este artículo dimana de los estudios sobre arte monumentario en Cuba que la autora desarrolla desde finales de los años ochenta. Se relaciona directamente con su Tesis en opción al Grado Científico de Doctor en Ciencias sobre Arte (obtenido en 1994) y defendida en la Universidad de La Habana, titulada: "La producción monumentaria conmemorativa en Cuba (1959-1993)", enriquecida con una sostenida labor investigativa sobre escultura cubana y caribeña que se extiende hasta la actualidad.

Recepción: 14 de abril de 2009 - Aceptación: 1 de febrero de 2010



Resumen

El texto se propone una valoración general del arte monumentario cubano de los últimos cincuenta años a través de la evaluación de un conjunto de pautas o indicadores que se consideran esenciales para el enjuiciamiento crítico de esta manifestación, a saber: el tipo de relación que estas obras establecen con el entorno físico en el cual se insertan; el sistema de valores culturales del que forman parte; los valores intrínsecos que las distinguen, en términos de ejecución y concepción artísticas y, el uso que la sociedad les dispensa. Desde esta perspectiva de análisis se comentan aquellas obras que constituyen auténticos paradigmas del proceso de renovación estética que ha tenido lugar en Cuba entre los años 1959 y 2009; una renovación que se expresa a través de diversas tipologías funcionales —parques, plazas, conjuntos y mausoleos— y que encarnan una nueva noción del monumento conmemorativo.

Palabras Claves: Monumentaria cubana, Monumento conmemorativo, Escultura cubana, Cuba siglo xx d.C., Arte Cubano.

Descriptores: Monumentos con memorativos-Cuba, 1959-2009, Monumentos históricos-Cuba, 1959-2009, Arte cubano-Siglo XX.



Fifty years of monumental arts in Cuba (1959-2009);
paradigms and guidelines of a process of renovation

Abstract

The text proposes a general assessment of the Cuban monumental arts in the past fifty years by evaluating a group of criteria or guidelines considered to be essential for the critical judgment of this artistic expression. That is to say, how these works relate with the environment they are inserted in, what system of cultural values they make part of, what intrinsic values distinguish them in terms of artistic execution and conception, and how society uses them. From this analytical perspective, there is mention of those works that constitute real model of the process of aesthetic renovation taken place in Cuba between 1959 and 2009; renovation that is expressed through different functional variants (parks, squares, ensembles, and mausoleums), a renovation that embodies a new notion of commemorative monument.

Key words: Cuban Monumental Arts, Commemorative Monument, Cuban Sculpture, Cuba 20Th Century, Cuban Arts.

Key Words Plus: Memorials-Cuba, 1959-2009, Historic buildings-Cuba, 1959-2009, Cuban art-20th century.



Cinqüenta anos de artes monumentais em cuba (1959-2009):
paradigma e diretrizes de um processo de renovação

Resumo

O texto propor uma avaliação geral das artes monumentais cubanas nos cinqüenta anos passados avaliando um grupo de critérios ou de diretrizes consideradas ser essenciais para o julgamento crítico desta expressão artística. Aquele é dizer, como estes trabalhos se relacionam com o ambiente que é introduzido dentro; o sistema de valores culturais ao que pertence; os valores intrínsecos que os distinguem nos termos de execução e concepção artísticas, e como a sociedade os usa. Desde esta perspectiva analítica, há uma menção daqueles trabalhos que constituem paradigmas autênticos do processo de renovação estética ocorrido em Cuba entre 1959 e 2009; renovação que é expressa com as variações funcionais diferentes (parques, praças, conjuntos, e mausoléus), uma renovação que personifique uma noção nova do monumento comemorativo.

Palavras chave: Artes monumentais cubanas, monumento comemorativo, escultura cubana, Cuba século XX, Arte cubana.

Palabras chave descritor: Memoriais, Cuba, 1959-2009, marcos, arte cubana, Siglo XX.

* Los descriptores y key words plus están normalizados por la Biblioteca General de la Pontificia Universidad Javeriana.


El devenir del arte monumentario en Cuba durante los años transcurridos después del triunfo de la Revolución (1959) no ha sido, en lo absoluto, un proceso unitario y unidireccional. Una expresión artística que por lo general exige de un respaldo técnico material consistente, tamañamente comprometida con intereses de carácter político e ideológico, y cuyo principal —prácticamente único— patrocinador es el Estado, no hubiera podido transitar al margen de las múltiples mediaciones y exigencias que condicionan la concreción final de su encargo.

El Estado, con independencia del modelo social al que su estructura responda, suele imponer una autoridad que trasciende lo netamente económico. Sus demandas, más allá del grado de legitimidad que las asista, casi siempre invocan el presunto reclamo o voluntad colectiva de la sociedad. Sus prerrogativas entonces, en tanto comitente, son fatalmente omnímodas ya que alcanzan al costo de realización de la obra, a las decisiones que se adopten sobre su destino físico, sobre los márgenes temporales de ejecución, sobre sus perspectivas de uso público, y hasta sobre cuestiones de índole artística aunque estas últimas rebasen, obviamente, su real nivel de competencia.

Por fortuna, ese mismo Estado inversionista de obras no es una entelequia sino que se traduce en funcionarios que, envestidos de determinado poder decidor, son también seres humanos provistos de una —mayor o menor— sensibilidad estética y nivel de eticidad. En el caso cubano abundan entre los comitentes los obstinados defensores de una iconografía heroica tradicionalista y pomposa, de aliento escenográfico, esa que discurre imperturbablemente apegada a los esclerosados modelos que durante siglos han señoreado en el quehacer conmemorativo. Pero también los hay que apuestan por la renovación pertinente y saludable de toda expresión de la cultura estimulando, en consecuencia, una nueva noción del arte monumentario.

Mientras tanto, entre los creadores de la Isla se identifica la perfecta contraparte de tal dualidad: no faltan los muy prolijos y serviles seguidores del pensamiento oficial más ortodoxo, siempre prestos a complacer los abundantes encargos de naturaleza harto convencional, a la vez que hay otros que pugnan para que prospere un pensamiento artístico ascendente que revolucione, en términos de concepto y lenguaje, las esencias de una manifestación tan comprometida con el imaginario ideológico y con el escenario vital de la nación. De esta suerte, el arte monumentario conmemorativo en Cuba durante los últimos cincuenta años conforma un amplísimo mosaico de obras de variadas tipologías —conjuntos, parques, calles, plazas monumentos y mausoleos— copiosamente extendidas a todo lo largo y ancho de la geografía insular, de filiaciones expresivas ciertamente polarizadas, como las que presupone la antedicha concurrencia de artistas y patrocinadores de tan disímil orientación estética.

No obstante, las que importa iluminar en estas páginas no serán aquellas que repiten los modelos seculares de la iconografía escultórica occidental, sino esas otras que encarnan la subversión de los estereotipos, desbordando incluso los estrechos límites de lo netamente "escultórico" en favor de un quehacer artístico transdisciplinar. Y como quiera que no se dispone de suficiente espacio para un recuento exhaustivo del desarrollo de la manifestación1 durante tan ancho margen temporal, se ha intentado más bien el balance global de sus contribuciones a partir de la singular relación que —en tanto expresiones de arte público— estas obras entablan con el entorno físico, con el sistema de valores culturales en el cual se insertan, con su propia lógica interna —en cuanto a concepción y ejecución artísticas— y con el uso social que le confieren sus destinatarios.

En efecto, un factor de inestimable importancia cuando de evaluar se trata una obra monumentaria conmemorativa es el tipo de interacciones que la misma establece con su entorno físico —ya sea urbano, suburbano, rural, paisajístico o arquitectónico— particularmente matizado, en cada caso, por la connotación histórico social del sitio de emplazamiento concreto. Al respecto, aún cuando existen algunos partidarios de la obra provoque cierto nivel de "colisión" con el paisaje, el criterio más extendido es el que aboga por una conexión más o menos armónica con el tejido preexistente, sobre la base de un concepto respetuoso de los presupuestos básicos del diseño ambiental.

Justo en este punto se manifiesta uno de los principales aportes de la monumentaria conmemorativa cubana de las últimas décadas. La selección de los enclaves —ya sean escenarios históricos naturales o escenarios culturalmente cualificados a partir de la construcción de la obra—, así como los principios de armonización visual y concepción sistémica del ambiente que han tenido en cuenta los autores, constituyen aspectos de particular originalidad que pueden constatarse en varios exponentes paradigmáticos.

El Parque Monumento La Demajagua (1968), por ejemplo —autoría de los arquitectos Fernando López y Daniel Taboada— ubicado en los terrenos de la finca y el ingenio azucarero que perteneció a la familia del prócer Carlos Manuel de Céspedes,2 fue afrontado como una intervención artística que respeta e incorpora el extraordinario valor simbólico de los elementos preservados en el lugar por el tiempo y la historia: el majestuoso Jagüey, la Catalina de la modesta fábrica de azúcar, la emblemática campana del Ingenio La Demajagua —todo un símbolo en el imaginario patriótico nacional— y el imponente paisaje. Se trata pues de un monumento en el cual el elemento construido por el hombre no entra en contradicción ni en competencias de escala, ni de significación, con el elemento natural.

Por su parte, el Conjunto de 26 Monumentos de la Carretera Siboney —ejecutado en 1973 por un equipo de catorce arquitectos, un diseñador y un dirigente político— también inscrito en un escenario histórico,3 presentó a sus proyectistas el reto de la considerable extensión espacial que deberían cubrir las obras, unido a la exigencia de una perspectiva visual básicamente vehicular. Los autores abrazaron el criterio de la armónica integración de cada uno de los veintiséis monumentos a las condiciones topográficas y paisajísticas del entorno. De tal suerte que, dispuestos a ambos lados de la carretera que conecta a la Granja Siboney con la ciudad de Santiago de Cuba, estas obras reeditan, señalizan y evocan una trayectoria de significado histórico en cuyo tránsito cada elemento rebasa su unicidad para inscribirse, a nivel expresivo, en una obra total que funciona como indisoluble sistema artístico y funcional.

Por su parte, el Parque Monumento de los Mártires Universitarios (1967) —de los arquitectos Emilio Escobar, Mario Coyula, Sonia Domínguez y Armando Hernández—, el Mausoleo de Julio Antonio Mella (1975) —también obra de otro equipo de arquitectos, esta vez encabezado por Fernando López— y, el Parque Monumento Abel Santamaría (1973) —de otros dos arquitectos: Fernando Pérez O'Reilly y Raúl Oliva— tuvieron previstas sus respectivas ubicaciones en áreas totalmente urbanas.

El parque destinado a honrar la memoria del martirologio universitario —obra ciertamente fundacional en la nueva producción monumentaria cubana en época de Revolución— fue ubicado en la concurrida manzana que conforman las calles San Lázaro, Infanta, Jovellar y San Francisco, muy cercana a la histórica colina de la Universidad de La Habana, un área disponible dentro de un espacio urbano ya configurado, donde cualquier intervención se tornaba harto compleja por cuanto la manzana quedaba compactamente bordeada por fachadas arquitectónicas de una gran diversidad formal —algunas de especial valor artístico— y diferentes alturas. Este era justo el sitio de frecuentes confrontaciones entre los estudiantes y las fuerzas de la represión que allí se parapetaban para tratar de detener la avalancha de jóvenes que descendían en manifestación desde la escalinata universitaria. Mientras que, emplazado al pie de la imponente escalinata, el Mausoleo de Julio Antonio Mella4 está obligado a dialogar con uno de los conjuntos arquitectónicos de mayor significación histórica y cultural de la capital cubana.

En cuanto al Parque Monumento Abel Santamaría5 el mismo fue situado en la esquina de las calles Trinidad y Carretera Central, en pleno corazón de Santiago de Cuba —capital de la otrora provincia de Oriente y segunda ciudad en importancia del país— muy próxima al Hospital "Saturnino Lora" y bastante cercana al Cuartel "Guillermón Moncada", enclaves ambos estrechamente interconectados con los sucesos del 26 de julio de 1953 y con la muerte de Santamaría. Se trata, entonces, de obras también emplazadas en espacios geográficos connotados por la propia historia, al tiempo que comprometidos con una potente arquitectura y compleja urbanización que, en cada oportunidad, impusieron a los creadores singulares presupuestos de trabajo resueltos con inobjetable acierto.

En tanto, obras destinadas a enclaves mucho más modestos, como es el caso del Mausoleo de los Mártires de Artemisa6 (1977) —emprendido por un nutrido equipo multidisciplinario liderado por los arquitectos Augusto Rivero, Marcial Díaz y María Dolores Espinosa— y del Parque Monumento a Celia Sánchez7 (1990) en el pueblo de Medialuna —autoría de los arquitectos Enma Álvarez Tabío y Abel Rodríguez y el escultor Enrique Angulo— debieron asumir el reto de un entorno sencillo, aunque plenamente configurado, e igual supieron insertarse con organicidad y coherencia en sus respectivos emplazamientos. En Artemisa esto se consiguió a través de una solución espacial soterrada que se expresa exteriormente como una forma plástica de gran sencillez formal y pureza geométrica. En Medialuna se logró otro tanto, en virtud de la interacción y el diálogo que entabla el monumento construido con el exuberante arbolado, la glorieta central de ascendente morisco y el entorno arquitectónico típico del pequeño parque provinciano, revalorizado ahora con la presencia de una obra conmemorativa de particular atractivo visual.

Y cuando la oriental ciudad de Manzanillo quiso evocar a la propia Celia Sánchez a lo largo de un segmento de calle, el ingenio de dos talentosos artistas —el arquitecto Néstor Garmendía y el escultor Evelio Lecour— hizo brotar el homenaje de las propias fachadas y muros de las casas, de sus modestos portales y de las propias aceras que la heroína tantas veces transitó durante su infancia y fértil juventud surgiendo así, en 1989, con la Calle Monumento a Celia Sánchez, una tipología que abrió nuevos horizontes a la monumentaria nacional.

De modo que el indiscutible tino en la escogida de los emplazamientos y la solución casuística de las condicionantes que los mismos imponen, dieron lugar a un rosario de obras trascendentes, con soluciones plenas de originalidad, que fueron transformando paulatinamente las concepciones estrechas y anquilosadas que habían permeado al arte conmemorativo en Cuba durante más de siglo y medio.

Ello no quiere decir que, a la par, fueran definitivamente superados los estragos que sufre nuestro ambiente urbano, desde la etapa colonial —cuando las estatuas de los monarcas, como las fuentes públicas, ya eran víctimas del "quita y pon" derivado de voluntades no precisamente artísticas— hasta la actualidad. El dislate volvió a hacerse patente, sobre todo cuando se proyectaron nuevos centros político-administrativos para casi todas las capitales provinciales y se enclavaron en ellos las llamadas Plazas de la Revolución en hipotéticas "zonas de nuevo desarrollo"; zonas absolutamente desgajadas del entramado histórico de las ciudades y ajenas, por lo mismo, al palpitar de sus poblaciones que sólo las visitan, como en peregrinaje, ciertos días de conmemoraciones marcados en el almanaque, bajo convocatoria formal.

Lo anterior sucedió con frecuencia durante los años ochenta e inicios de los noventa en no pocas regiones de la Isla. Incluso durante la actual década, el arte público de carácter conmemorativo se ha visto sometido al voluntarismo político y a compromisos ajenos a consideraciones de valía artística y merecido respeto por el diseño ambiental, llegando a afectar algunas de las arterias de mayor jerarquía urbana en la propia capital del país. Tal es el caso de la llamada Avenida de los Presidentes —Calle G— del Reparto El Vedado, en cuyo paseo central se han ido situando monumentos —fundamentalmente estatuas de dudosa calidad— dedicados a importantes figuras de dimensión latinoamericana —Simón Bolívar, Benito Juárez, Salvador Allende— que lejos de enaltecer, lastiman la coherencia visual de tan regio entorno.

Otro aspecto a través del cual se expresan los aportes que reconocemos en una parte importante de la producción monumentaria cubana radica en el nivel de relaciones que establece la obra conmemorativa con el sistema de valores culturales de su tiempo. Es decir, en los nexos, en la sintonía o la superación dialéctica de otras obras de similar naturaleza funcional —precedentes o contemporáneas—, en los vínculos que entabla con otras disciplinas artísticas, y en la información que aporta respecto a determinado grado de madurez creadora de sus artífices y respecto a los intereses e ideales estéticos de determinado grupo social.

En efecto, la obra pública, además de constituir un ente activo del espacio en el que se inserta —uno más dentro del paisaje natural o construido donde confluyen, si de intervención urbana se trata, la trama de edificaciones, arterias y objetos funcionales que pueblan la ciudad— es también y, ante todo, una obra de arte cuya evaluación tendrá que someterse al riguroso análisis de su concepción y concreción artísticas. Este incluye el nivel de factura y ejecución en cuanto a materiales, técnicas, procedimientos y estrategias discursivas empleadas en su realización, los valores formales y simbólicos expresivos —en los que se reconoce su estatura estética— los que, junto a los valores funcionales avalan, de conjunto, su calidad artística.

En el contexto cubano de los últimos cincuenta años las diferentes tipologías monumentarias de carácter sistémico, en particular aquellas que localizan importantes antecedentes en las etapas colonial y republicana —como el Parque Monumento y el Mausoleo—, demuestran con creces una renovación medular de concepto y lenguaje. En cuanto al Parque Monumento, obras ya citadas como La Demajagua, el Parque de los Mártires Universitarios y el Parque Celia Sánchez de Medialuna, protagonizan un giro de ciento ochenta grados respecto a la fórmula repetida durante décadas del monumento escultórico independiente, figurativo, generalmente retratístico, situado sobre pedestal y ubicado casi siempre en el centro de la manzana escogida como sitio de emplazamiento. Estas obras se liberaron de tales esquematismos y concibieron al Parque como una tipología monumentaria esencialmente funcional, como un espacio social de uso público cotidiano, donde el elemento conmemorativo no es un añadido independiente o segregable del resto de los elementos, sino un sistema orgánicamente conformado que se inserta y dialoga con el entorno ambiental.

Los Mausoleos también han dado fe de la profunda renovación de esencias que sustentó el giro formal. El de Julio Antonio Mella desborda el tradicional recinto de la necrópolis y el intimismo de la estructura sepulcral autosuficiente, convocando a una dinámica funcional cotidiana, ininterrumpida y abierta que, sin embargo, logra manifestarse en perfecto concilio con la solemnidad del tema; al tiempo que incide muy favorablemente en la identidad simbólica del espacio urbano en el cual se inscribe, al pie de la escalinata de acceso a la Universidad.

Asimismo, uno de los principales aciertos del Mausoleo de los Mártires de Artemisa radica en la originalidad de su planteo conceptual, en concordancia —como apuntábamos antes— con las circunstancias específicas de su emplazamiento. La obra no se resuelve como arquitectura funeraria, cerrada sobre sí misma y aislada del entorno, sino como un sistema polifuncional y multidisciplinario, en dinámico intercambio con el medio físico y social, en cuyos marcos se conjugan las diversas manifestaciones artísticas que dan curso a las múltiples alternativas de uso social —plaza de actos, sepulcro, sala museo— que contempla este proyecto.

Por lo demás, cuando el Mausoleo retornó a la necrópolis, a hacerle compañía y a alternar de "tú a tú" con la infinita proliferación de marmóreas estatuas, cruces, ángeles y trompetas que allí reinan, lo hizo testimoniando la irrevocable vocación de contemporaneidad de un sector pujante y persistente de la monumentaria conmemorativa nacional: el Mausoleo de los Mártires 13 de marzo8 (1982) —de los arquitectos Emilio Escobar y Mario Coyula y el escultor José Villa— no sólo constituye una obra osada en lo que atañe a su emplazamiento en un recinto tan connotado histórica y culturalmente como lo es la majestuosa Necrópolis "Cristóbal Colón", sino que es audaz en sus soluciones artísticas, espaciales y paisajísticas, y realmente original en su propuesta plástica.

Otro tanto pudiera argumentarse ante algunos exponentes representativos de tipologías también seculares —como la del Conjunto Monumentario— o totalmente inéditas entre nosotros antes del triunfo de la Revolución —como la del Complejo Monumentario o la Calle Monumento—, e incluso a propósito de alguna de las Plazas de la Revolución que se erigieron en el país durante los años ochenta y noventa. En cualquier caso, las obras hasta aquí mencionadas son también expresión de un factor de referencia imprescindible cuando se intenta ponderar los aportes artísticos de la monumentaria conmemorativa cubana, a saber: la multidisciplinareidad, el concurso integrado, orgánico y sistémico de diversas disciplinas artísticas, tal y como lo exhibe una parte significativa de nuestros sistemas monumentarios, aún cuando algunos de ellos han sido autoría de equipos conformados exclusivamente por arquitectos.

Y es que el concepto de creación interdisciplinaria no se basa en la simple adición de manifestaciones sino en la articulación de diversas disciplinas integradas en la consecución de los propósitos estéticos y extraestéticos que se plantea una obra de este tipo. De ahí que para la valoración de los resultados de una creación monumentaria conmemorativa, es necesario tomar en cuenta, en su indisoluble unidad y estructuración sistémica, los resultados de todos y cada uno de los elementos que la integran: los espaciales, arquitectónicos, urbanísticos, paisajísticos, escultóricos, gráficos, pictórico, musicales, y otros tantos que pudieran intervenir en su concepción global.

Un paradigmático ejemplo del acertado nivel de interacción que pueden conseguir las diversas manifestaciones que conforman un sistema monumentario es la Calle Monumento a Celia Sánchez en Manzanillo, una obra en la cual el trabajo mancomunado de los autores, desde los primeros pasos del proyecto hasta el último detalle de la realización, hace que no se transparenten en ninguno de los elementos concurrentes intervenciones que pudieran considerarse como exclusivas del arquitecto o como acciones independientes del escultor.

Del mismo modo que, en la Plaza de la Revolución "Mariana Grajales"9 —obra a cargo de un equipo integrado por el arquitecto Rómulo Fernández, los escultores José Villa y Enrique Angulo y el pintor Ernesto García Peña, junto a otros colaboradores— erigida en la ciudad de Guantánamo, en 1985, se reconocen el tino de las intervenciones gráficas inscritas en los bloques de hormigón y la elegante combinación de letras de diferentes tamaños que, junto al despliegue de altos, medios y bajo relieves, enriquecen sobremanera los valores plásticos del conjunto multiplicando los asideros comunicativos para con el espectador. Asimismo, sobresale en esta obra la cabal conexión del subsistema escultórico y el monumento-tribuna con el área congregacional y con el espacio urbano en su totalidad, así como las soluciones funcionales y estéticas de las estructuras arquitectónicas techadas, donde destacan la pintura y la música como elementos claves de la ambientación.

De hecho, siempre contarán con especial énfasis y jerarquía para la evaluación artística de cualquier obra monumentaria conmemorativa criterios tales como la audacia interpretativa del tema que desarrolla, la riqueza formal del conjunto, la calidad de la factura técnico material, la contemporaneidad del lenguaje utilizado y la solidez de la fundamentación conceptual. De tal evaluación dimana, entonces ese otro factor capital que define la relación de la obra con el referente, es decir: el qué —o a quién— se evoca y el cómo lo evoca. Afortunadamente, podemos aseverar que aquí radica la esencia misma del salto cualitativo que se verifica en un segmento insoslayable del arte monumentario cubano de las últimas cinco décadas.

Es cierto que no se ha logrado barrer del todo con los anquilosados modelos tradicionales del arte conmemorativo, especialmente los de la estatuaria. Padecimos —seguimos padeciendo, todavía— de mucho encargo signado por ese omnímodo poder oficialista que ejerce todo tipo de presiones e impone irracionales exigencias; y de un infértil séquito de artistas bien dispuestos a complacerlas. De ahí que también haya prosperado la vacuidad iconográfica sembrada en parques y avenidas; que hayan brotado —como mala hierba— las cabezas, los bustos, las estelas "escultóricas", los interminables frisos didactistas. Mas no alcanzan a inclinar la balanza; ni siquiera opacan el saldo cualitativo de la producción conmemorativa cubana del último medio siglo.

Cuando nuestros principales monumentos rompieron —recién iniciados los años sesenta— con los anquilosados esquemas de la estatuaria tradicional; cuando dejaron atrás al manido obelisco o la milenaria figura ecuestre del héroe encaramada sobre la pirámide abarrotada de alegorías y descripciones; cuando dejaron de copiar modelos foráneos alejados en el tiempo y el espacio asumiéndose con mente abierta una acepción mucho más amplia y revitalizada de lo que puede ser una creación conmemorativo, entonces las obras comenzaron a parecerse mucho más a los héroes homenajeados. Aunque ya no siempre apareciera su retrato y el público tuviera que aprender a mirar el monumento de una forma distinta, y a pensar en este —o a propósito de éste— de una manera también diferente.

También, desde los más tempranos sistemas monumentarios del período revolucionario, se estimuló la renovación técnica cuando entre los materiales siguió estando el preciado mármol, pero entró de súbito el hormigón —recuérdense el Parque de los Mártires Universitarios y el Mausoleo de Julio Antonio Mella— revelándose tan noble, imperecedero y fabuloso como aquel en tanto soporte escultórico. Sin descontar que las piedras de un lecho cercano o que la roca misma, replanteada, demostraron ser el material idóneo para construir un monumento —como lo puso de relieve el Conjunto de 26 Monumentos de la Carretera Siboney o aquel otro estímulo pionero que constituyó el Parque Monumento La Demajagua—, abriéndose un capítulo nuevo, lleno de posibilidades antes insospechadas para la producción conmemorativa de la Revolución.

Por lo demás, cuando se impuso el concierto de los volúmenes abstractos, y también cuando se asumió un lenguaje figurativo pero, en uno y otro caso, fundamentado en el firme propósito de acercarnos al héroe y de perpetuar, más allá de la hidalguía o la belleza de su rostro, la grandeza de su pensamiento y de sus acciones a través del contacto humano, se impuso y triunfó la vocación de contemporaneidad de nuestro arte monumentario.

A las obras comentadas en párrafos precedentes —y otras con equivalente mérito para ilustrar lo antedicho— valga añadir el singular ejemplo que constituye El Bosque de los Héroes (1973) concebido por la escultora Rita Longa para homenajear al Che Guevara y a los hombres que le acompañaban en lo que fuera su último escenario de vida: la Guerrilla Boliviana. El monumento está presidido por una compleja estructura de decenas de planchas rectangulares —de mármol blanco— que articulan, unas con otras, conformando una elegante urdimbre de configuraciones geométricas entrecruzadas cuya reminiscencia boscosa se vio completada con algunos cipreses plantados dentro de la estructura escultórica. En quince de las planchas se representan las figuras de los guerrilleros caídos, pero sus imágenes no constituyen retratos planteados con enfática intención naturalista, sino más bien imágenes silueteadas de combatientes que velan, que apuntan o que luchan y cuya individualización se complementa con textos también tallados en la superficie marmórea.10 Se trata, pues, de la simbólica invocación de un episodio de resistencia heroica que consigue perpetuar el recuerdo de una hazaña americana, prácticamente anónima, desde este reducto de selva sutilmente evocada en una céntrica arteria urbana —la Avenida Las Américas— de la ciudad de Santiago de Cuba.

Otra obra de temática guevariana no menos loable es la titulada Che Comandante, amigo (1982), autoría del arquitecto Rómulo Fernández y el escultor José Villa, que fuera colocada en 1982 en el vestíbulo de un Palacio de Pioneros, en un hermoso parque natural en las afueras de La Habana. Conforma el conjunto una serie de planchas de acero en forma estrellada en cuyo centro fue horadada la silueta del Che, multiplicada en los planos sucesivos que conforman las planchas y fusionada —sobre las relucientes superficies metálicas— con los reflejos del entorno y de los rostros de los niños y de todas las personas que se aproxima a la pieza para verse reflejadas en ella.

Valga la mención de estas dos piezas para apuntar cuanto compensan nuestro juicio crítico en torno al saldo general de la producción conmemorativa cubana —en este caso de temática guevariana— cuando se les compara con ese fatal exponente de la monumentaria nacional que es la Plaza de la Revolución "Ernesto Che Guevara" de la ciudad de Santa Clara (1988) —actualmente Plaza Mausoleo— obra del escultor José Delarra. Presidida por una desproporcionada estatua broncínea de siete metros de altura, pobremente emplazada sobre un ciclópeo pedestal, la plaza santaclareña constituye un verdadero contrasentido de la personalidad y el pensamiento del Che, expresado con toda claridad cuando se enorgulleció de que en Cuba no se hubiese dado el error del mecanismo realista y se preguntó en términos de alerta crucial por qué pretender buscar en las formas congeladas del realismo socialista la única receta válida. Por contraste, resaltan en El Bosque de los Héroes y en Che Comandante, amigo la elegancia de la factura, el buen tino y la sobriedad de concepciones que se sustentan en la hondura y sencillez de la metáfora.

Por último, téngase en cuenta que el grado de efectividad con que una obra pública cumple sus funciones cívicas y/o prácticas —amén de los valores plásticos que alcancen o no a reconocer en ella la crítica especializada— es decir, su verdadero uso social, constituye el elemento de juicio definitivo e inapelable cuando se intenta juzgarla como producción artística. Por ello, si una realización conmemorativa logra convertirse en detonante para emprender un propósito de cualificación ambiental abarcador, el resultado es doblemente encomiable.

Valga acotar, a manera de ejemplo, lo conseguido por el equipo autoral del Parque Monumento a Celia Sánchez en Medialuna. El hecho de que esa obra estuviera dedicada a una personalidad que se distinguió por el alcance social de sus acciones, se convirtió en acicate para exigir a los comitentes la financiación de una intervención que beneficiara a los pobladores con la íntegra remodelación de todo el parque —glorieta, mobiliario, luminarias, arbolado y pavimentación— y del conjunto de edificaciones aledañas. Y en cuanto a la representación naturalista que presuponía expresamente el encargo, la solución artística practicada no implicó ninguna concesión. Sobre una estructura de losas de hormigón pigmentado en rojo —superpuestas en voladizo— concebidas como la interpretación de las curvas a relieve de una pequeña montaña bordeada por un río, o como la abstracción de una prominencia rocosa dispuesta sobre un arroyuelo, se ubica la figura de Celia —modelada en barro y luego fundida en hormigón— en posición sedente, contemplativa, de placentero reposo y disfrute de la naturaleza, virtualmente al alcance de la mano de cualquier espectador que circule frente a la pieza, concretándose de tal modo el justo efecto de cercanía y naturalidad que merecía honrarse.

Por tales cauces se ha enrumbado el quehacer conmemorativo más reciente en la escena cubana, especialmente en la capital del país donde a lo largo de esta última década —y sobre todo en virtud de la labor del escultor José Villa— se constata un gesto celebrativo de corte muy singular. Por un lado, la perspectiva del homenaje se torna mucho más ecuménica, de modo que a los tradicionales objetos temáticos de la monumentaria —próceres, mártires y héroes de la nación— se han sumado connotados hombres y mujeres de una historia que no pertenece, en exclusivo, al contexto nacional. Por otro, esos ilustres se han apeado de los prohibitivos basamentos, han abandonado las afectadas poses para recuperar la humana sencillez que una vez los distinguió y han comenzado a compartir las calles, plazas, parques y edificios con sus congéneres de hoy.

Así, en un céntrico parque de El Vedado fue emplazado, en el año 2000, un monumento dedicado a John Lennon —Dicen que soy un soñador, pero no soy el único— que no es sino una impecable representación en bronce del legendario integrante de The Beatles, sereno, distraído, cómodamente sentado en un banco que incluso le hace espacio al transeúnte ocasional, ahora convertido en espectador cómplice. Le siguieron, paso a paso, otras imágenes no menos convincentes en cuanto a parecido físico y pasmosa sencillez; todas broncíneas, a escala natural y dimanadas del ingenio de Villa, entre ellas: la del popular músico cubano Beni Moré, que fue situada al nivel de la calle, en pleno Paseo del Prado de la ciudad Cienfuegos; la de Madre Teresa de Calcuta, discretamente guarecida en un pequeño jardín del Centro Histórico habanero, donde permanece absorta en la lectura las sagradas escrituras; la de Ernest Hemingway, en actitud campechana, sonriente y de pie —a punto de degustar el que fuera su trago favorito—, junto a la barra del Restaurante El Floridita; y, la de El Caballero de París11 quien, con andar parsimonioso y altivo, pareciera a punto de hacer su entrada en una de las más hermosas plazas de la Habana Vieja —la de San Francisco—.

Más allá de la excelencia artística de estas obras, es la sui géneris relación que logran entablar con el público lo que nos lleva a reconocer en ellas una estimulante nota de auténtica reconversión. Y así como elogiamos en las tipologías monumentarias anteriormente aludidas la capacidad de movilizar al receptor en favor de una actitud de franca participación —participación en términos de acceso, recorrido, diálogo y reflexión propias, para completar el mensaje artístico que se le propone— en estos sencillos monumentos apreciamos la espontaneidad con que se manifiesta esa interacción.

El más preciado valor de una obra conmemorativa es el tipo de recepción que la sociedad le dispense, el uso cotidiano que se le confiera. Cuando la intervención artística en el espacio público —que como tal es patrimonio compartido— es recibida no solo con formal reverencia, sino también con legítima gratitud, puede rubricarse su inestimable pertinencia. En tal sentido, advertimos con beneplácito que el arte conmemorativo cubano de los últimos cincuenta años ha sabido ganarse un digno lugar en el imaginario histórico cultural de la nación.



Notas

1 El estudio crítico valorativo del arte monumentario cubano fue tema de la Tesis Doctoral en opción al grado de Dr. en Ciencias del Arte, defendida por la autora en la Universidad de La Habana, en febrero de 1994. Todas las obras mencionadas en este artículo -entre otras- son objeto de un análisis pormenorizado en el texto de referencia. Cf. María de los Ángeles Pereira Perera. La producción monumentaria conmemorativa en Cuba: 1959-1993. Tesis Doctoral. La Habana, Universidad de la Habana, 1994.

2 Carlos Manuel de Céspedes es considerado "padre de la patria". El 10 de octubre de 1868, en la finca La Demajagua —situada a varios kilómetros de la ciudad de Bayamo, en el oriente cubano— dio la libertad

a sus esclavos y declaró el inicio de la guerra de independencia de Cuba contra el gobierno colonial en español. Fue el primer Presidente de la República en Armas.

3 Enclavada en la periferia de la ciudad de Santiago de Cuba, la Granja Siboney fue el sitio de reunión y de las horas finales de entrenamiento del nutrido grupo de jóvenes que, liderados por Fidel Castro, protagonizaron el fallido asalto armado al Cuartel Militar "Guillermón Moncada" el 26 de julio del año 1953. La denominada carretera Siboney constituye pues el trayecto recorrido por los asaltantes, algunos de los cuales perdieron la vida en esa gesta; a ellos están dedicados los monumentos que agrupados en veintiséis subsistemas —número alusivo a la fecha— conforman el conjunto conmemorativo de referencia.

4 Julio Antonio Mella fue un prominente dirigente estudiantil y político cubano; fundador de la Confederación Nacional de Estudiantes (1924) y del Partido Comunista de Cuba (1925), quien muere asesinado en México en el año 1929 —a manos de agentes del gobierno del entonces Presidente cubano, el dictador Gerardo Machado—, país al que había viajado con el propósito de crear la denominada Liga Antimperialista.

5 Abel Santamaría Cuadrado se había destacado como organizador del movimiento de resistencia y oposición al régimen golpista del General Fulgencio Batista; muy cercano a Fidel Castro, fungió como Segundo Jefe de la acción armada del 26 de julio de 1953. Su misión específica era ocupar el Hospital "Saturnino Lora", donde fue capturado por las fuerzas del régimen, sometido a cruenta tortura y finalmente asesinado en esa misma fecha.

6 Originarios de Artemisa —pueblo limítrofe entre las actuales provincias Habana y Pinar del Río, en el extremo occidental de Cuba— eran varios de los jóvenes caídos en el asalto al Cuartel "Guillermón Moncada", cuyos restos mortales reposan en el referido mausoleo.

7 Celia Sánchez Manduley fue miembro activo del denominado Movimiento "26 de julio", principal organización clandestina que lideró la lucha popular contra la Dictadura del General Batista. Se destacó primero en la resistencia clandestina urbana y luego en la guerrilla armada en la Sierra Maestra; desde entonces fue la más cercana colaboradora de Fidel Castro, antes y después del triunfo de la Revolución, hasta su temprana muerte —acaecida en 1980—.

Su carismática personalidad, capacidad de gestión y manifiesta sensibilidad y diligencia para atender los reclamos del pueblo le granjeó la admiración y el cariño popular. Nació en el poblado de Medialuna y se crió en la ciudad oriental de Manzanillo; de ahí los emplazamientos de sendos monumentos conmemorativos comentados en estas páginas.

8 Esta obra funeraria rinde tributo a los caídos durante las —fallidas— acciones que tuvieron lugar el día 13 de marzo de 1957, cuando un grupo de jóvenes universitarios tomaron por asalto el Palacio Presidencial y ocuparon simultáneamente la emisora radial "Radio Reloj" para, desde la cobertura nacional de sus micrófonos, convocar a la nación a la lucha armada contra el régimen dictatorial.

9 Salvo puntuales excepciones, las Plazas de la Revolución construidas en las diferentes capitales provinciales de Cuba honran con su nominación a un ilustre patriota —las más de la veces oriundo del territorio— de importancia histórica nacional. El rasgo que mayor incidencia negativa tiene en el resultado artístico de estas obras es el exceso de narratividad que pesa sobre las representaciones escultóricas. En el caso de la plaza guantanamera —dedicada a Mariana Grajales, madre del Lugarteniente General mambí Antonio Maceo y destacada ella misma en su ejemplar postura anticolonialista— el elemento menos feliz del conjunto es precisamente la representación figurativa del rostro de la heroína. En cambio, enaltece la interpretación metafórica de la epopeya patriótica general una armoniosa concepción de cinco cuerpos geométricos cuya disposición sobre la gran plataforma —tribuna sugiere el arco virtual que alcanza el punto más elevado— y de más alta expresividad en una suerte de pórtico de la historia.

10 Junto a cada figura silueteada está inscrito su nombre en la guerrilla, el lugar y el año de su muerte, otras planchas portan inscripciones alusivas al episodio conmemorado y una de éstas se dedicó a la consignación del listado que identifica a los quince héroes, reflejando el sitio y el año de su nacimiento, acompañado por las insignias de bronce de sus grados militares, incrustadas en el mármol, justo a la izquierda de sus nombres verdaderos.

11 Tal fue el sobrenombre de un popular personaje de la urbe habanera; perturbado mental que transitaba las calles con peculiar altivez y elegancia —aún en harapos— pues se consideraba a sí mismo un descendiente de la nobleza europea. Con esta obra conmemorativa, que enaltece la memoria de un hombre común, se consolida el rotundo cambio de signo que apreciamos, cual fenómeno gradualmente consumado en la monumentaria conmemorativa cubana.



Referencias

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Veigas, J. (2005). Escultura en Cuba. Siglo XX. Santiago de Cuba: Fundación Caguayo, Editorial Oriente.        [ Links ]

* Cómo citar este artículo: Pereira, P., M.A. (2010). Cincuenta años de arte monumentario en Cuba (1959-2009): paradigmas y pautas de un proceso de renovación. En: Apuntes 23(1):20-31.

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