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Anagramas -Rumbos y sentidos de la comunicación-

versão impressa ISSN 1692-2522

anagramas rumbos sentidos comun. vol.13 no.25 Medellín dez. 2014

 

ARTÍCULOS

 

Formas de entender el documental: preceptivas, variaciones y rencuadres conceptuales

 

Ways of Understanding the Documentary: Requirements, Variations, and Conceptual Reframing

 

 

Manuel Silva Rodríguez*

 

*Doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad Autónoma de Barcelona. Magíster en Filosofía y comunicador social de la Universidad de Antioquia. Profesor asociado, Escuela de Comunicación Social, Universidad del Valle. Correo: manuel.silva@correounivalle.edu.co.

 

Recibido: mayo 20 de 2014

Aceptado: septiembre 13 de 2014

 

 


RESUMEN

Este texto intenta mostrar, por una parte, que al lado de una forma canónica de entender el cine documental se han producido otros discursos y obras cinematográficas que ponen en evidencia que esta práctica audiovisual no se ha restringido a la función de informar y de servir de instrumento ideológico. En tal sentido, y por otra parte, el texto propone situar algunas de las transformaciones de esta práctica en el contexto contemporáneo en el marco de los cambios que se han registrado en el campo de las artes más tradicionales.

PALABRAS CLAVE

arte contemporáneo, estética, cine documental, historia, poética, referencialidad, signo.


ABSTRACT

This article is an attempt to show that other speeches and film works have been produced together with a Canonic manner of understanding the documentary film. These speeches and works clearly show that this audiovisual practice has not been limited to the function of informing and serving as an ideological instrument. In this sense, the text is a proposal to place some transformations of this practice in the contemporary context based on the changes seen in the field of the most traditional arts.

KEY WORDS

Contemporary art; aesthetics; documentary film; history; poetry; reference; sign.


 

 

Introducción

Este texto reflexiona sobre algunas variaciones históricas vividas tanto por los discursos que han intentado definir el cine documental como por esta práctica artística. El texto desvela que junto a un discurso y a unas prácticas hegemónicas se han dado otras formas de comprensión y de realización del documental. En ese sentido, propone situar las variaciones que se pueden leer en las últimas décadas dentro del espíritu de las transformaciones que, de acuerdo con Arthur Danto, ha vivido el mundo institucional del arte. La investigación de la cual se deriva el texto buscó, entre otros objetivos, trazar un panorama histórico-conceptual sobre el cine documental.

 

Metodología

La indagación se basó en principios del método histórico a través de la consulta de textos y de la visualización de filmes. El trabajo consistió en identificar y revisar materiales que son referencias constantes en el estudio del cine documental y en adelantar, mediante un proceso deductivo, un cruce de conceptos. El método inductivo también se aplicó para relacionar el campo de los estudios cinematográficos con el universo de la estética filosófica y de la poética.

 

Sobre el documental

Una concepción hegemónica

Hasta hace algunas décadas alrededor del documental se construyó un discurso hegemónico. Uno de los textos donde se recoge con mayor claridad esa concepción es el clásico La representación de la realidad (1997), de Bill Nichols. En ese trabajo Nichols sitúa el documental en la familia de los que llama discursos de sobriedad:

El cine documental tiene cierto parentesco con esos otros sistemas de no ficción que en conjunto constituyen lo que podemos llamar los discursos de sobriedad. Ciencia, economía, política, asuntos exteriores, educación, religión, bienestar social, todos estos sistemas dan por sentado que tienen poder instrumental; pueden y deben alterar el propio mundo, pueden ejercer acciones y acarrear consecuencias (Nichols, 1997, p. 32).

Como todo discurso hegemónico, el que se conformó sobre el documental intentó definir y delimitar su práctica y se esforzó por asignarle funciones y fines.

Para tratar de entender esta concepción merece la pena volver la vista hacia algunas expectativas, intereses y demandas con las que fueron asociadas invenciones decimonónicas como la fotografía y el cinematógrafo, invenciones que tienen en común la capacidad de registrar y fijar imágenes del continuum histórico. Para decirlo en términos de Pierce, son tecnologías que trajeron consigo la posibilidad de construir nuevos signos indiciales e icónicos del mundo visible. La capacidad de registrar y fijar imágenes producidas como huellas del mundo –ya fueran impresas en acetato o en otros soportes– descubría diversas posibilidades. Una de ellas, ya entrada la tercera década del siglo XX, fue nombrada documental: de servir como mero registro de los sujetos u objetos hacia donde se apuntaba con la cámara, las imágenes aisladas fueron articuladas para dar significado a la experiencia histórica. Esta posibilidad se orientó a conservar imágenes de lo que fue, de lo que alguna vez ocurrió delante de la cámara, para los seres humanos guardar la ilusión de ganarle, de alguna manera, la partida al tiempo, a la finitud y al olvido.

Para configurar un discurso hegemónico teóricos y documentalistas debieron enfrentar la cuestión que Nichols vincula al valor epistémico del documental: a ser fuente de conocimiento. Una fuente que en el realismo atribuido a la imagen hallaría el punto máximo para respaldar sus conceptos sobre el mundo: ''El realismo documental se alinea con una epistefilia, por así decirlo, un placer del conocimiento, que indica una forma de compromiso social. Este compromiso deriva de la fuerza retórica de una argumentación acerca del mundo en el que habitamos'' (Nichols, 1997, p. 232). Para alcanzar ese estatus, pues, el documental ha debido conseguir el reconocimiento epistemológico de la imagen. En efecto, en Platón se encuentra la raíz de un pensamiento que desconfía y reniega del valor de la imagen. Como sabemos, para el Platón de República la cuestión de la mimesis enfrenta el problema de la reproducción a través de imágenes –pictóricas o lingüísticas– del mundo empírico, que para él no es más que una apariencia del mundo verdadero o de las ideas.

Es frente a la degradación epistemológica instituida por la tradición platónica que la imagen, y para el caso particular la imagen documental, debe alcanzar un estatus como fuente y medio de conocimiento. En esta tradición el problema nace de considerar la noción de mimesis como copia y, por lo tanto, a la imagen cinematográfica como copia del mundo. Nichols zanja la discusión así: ''Por seductoras que sean estas afirmaciones [tanto las de Platón como las de Baudrillard], yo no las acepto'' (1997, p. 37). Nichols reputa de idealistas las tesis platónicas y las de quienes continúan esta senda viendo solo falseamiento en las imágenes. En el caso de Baudrillard, además, las califica como nihilistas. Nichols, como se desprende del título de su libro, acoge el presupuesto según el cual en el orden cultural nos entendemos con y por medio de representaciones.

Por su parte François Niney, desplegando argumentos más minuciosos y rastreables en la tradición de la semiótica, hace ver que, al menos en las tecnologías analógicas, la relación causal entre el objeto registrado por la cámara y la imagen generada en el soporte fílmico corresponde a la producción del signo indicial. El signo, según la semiótica de cuño estructuralista, se acepta en lugar de la cosa significada por convención social y cultural, por acuerdo. Retomando estos razonamientos, Niney sostendrá que la imagen documental es tanto índice como simbolización del mundo histórico: ''La tomas fotográficas, fílmicas o en vídeo, son híbridas: índices, pero distanciados de los objetos reales que los causan; símbolos, pero adherentes a lo concreto. Y ninguna navaja lógica podría zanjar esa contradicción viva de las imágenes así registradas (tomas de vistas y de vida)'' (Niney, 2009, p. 32).

La desviación en la concepción platónica, cabe anotar, está en la extensión al orden epistemológico de una estratificación ontológica: en postular un mundo de esencias transhistóricas del cual las imágenes producidas por los humanos estarían alejadas. Dicho de otro modo, según Platón al conocimiento de ese mundo superior únicamente accedería la razón, el logos. La imagen, que solo sería copia de objetos y de hechos contingentes, no produciría conocimiento de aquel1. Una vez superada la hegemonía de tales presupuestos ontológicos, el conocimiento no permanece atado a unas ideas eternas ni por fuera de la historia. La imagen, entonces, ya no se comporta como copia de tercer grado. La imagen, considerada luego como signo, como representación, se hace portadora de contenido. Y como el signo, igualmente, se revela como constructo. En una dirección afín, Ángel Quintana concluirá: ''El principal reto de las imágenes documentales consiste en la construcción de un discurso que proporcione una determinada forma de conocimiento del mundo que actúe como referente'' (Quintana, 2003, p. 26).

 

La construcción de un concepto de documental

La historia nos ha contado que la tradición del cine que se detiene a mirar el mundo instituyó el documental. Un cine que mira lo que sucede (y suceden cosas no solo a las personas), en un lugar o en otro, cercano, alejado o en el propio. Un cine al que algunos imprimieron un carácter explicativo, de cierta manera, didáctico; un cine que revela y enseña algo a los espectadores. Un trabajo que antes hacían con palabras (a veces añadían ilustraciones, fantásticas no pocas) los cronistas de viajes, los exploradores o los reporteros, pudieron hacerlo los hombres de la cámara, gracias a las alternativas que en el siglo XIX el nuevo medio ofreció, con imágenes indiciales. El relato de viaje, el reporte de la novedad, el testimonio del acontecimiento empezaron a escribirse con imágenes que captaban segmentos de tiempo y los proyectaban como movimiento continuo. El paradigma de esta disposición parece ser Nanook (1922), que se constituyó en un referente a imitar. Nanook descubre algo: cómo viven otras personas en un mundo desconocido para los citadinos. En la práctica se acuñaron formas de hacer y de mostrar que siguen esta disposición. Los noticiarios y los documentales etnográficos cristalizaron como maneras de dar cuenta de la vida social, de fijarla, ya fuera una vida próxima o distante. Es ante esta expectativa que, en la década de 1920, Dziga Vertov se pronuncia en uno de sus manifiestos:

Lo que para nosotros significa que los noticiarios están hechos de trozos de vida organizados en un tema y no al contrario. Eso significa igualmente que el Kino-Pravda no obliga a la vida que se desarrolle de acuerdo con el guión del escritor, sino que observa y registra la vida tal como es y solo posteriormente deduce las conclusiones de sus observaciones (Vertov. En Romaguera, Alsina, 1989, p. 48).

Ahora bien, si en principio el deseo es registrar la vida tal como es, posterior al registro se deben deducir las conclusiones de la observación. Recordemos, aunque parezca obvio, para Vertov desde dónde se observaba y desde dónde se debían deducir las conclusiones. Aquí resulta evidente un nexo ideológico y político con el documental. Es decir, una prescripción implícita que se hizo a la práctica: ''Dziga Vertov abogaba en sus escritos y películas por un proceso activo de construcción social, incluyendo la construcción de la conciencia histórico-materialista del espectador'' (Nichols, 1997, p. 40). Desde luego, estaban frescos los tiempos de la Revolución de Octubre y de la eficacia histórica del marxismo.

Una disposición similar, un habitus en el sentido de Bourdieu, la encontramos en otras figuras históricas que, a través de manifiestos, definieron e impulsaron la práctica. John Grierson, por ejemplo, en sus Postulados del documental sostenía: ''Creemos que los materiales y los relatos elegidos así al natural pueden ser mejores (más reales, en un sentido filosófico) que el artículo actuado'' (Grierson. En Romaguera, Alsina, 1989,p. 141). Pero no se trataba solo de que los ''relatos al natural'' fueran mejores con respecto a los actuados, sino también de cuál función debían desempeñar estos relatos. Como expone Barnouw al titular ''el documental, abogado'' la sección de su historia dedicada al documentalista británico, Grierson cifraba en las películas la misión de construir un mundo mejor. Según Barnouw, que cita al propio cineasta, Grierson ''No temía a la palabra ''propaganda''. Y llegó a decir: ''Considero el cine como un púlpito''. [...] Estaba determinado a hacer que ''los ojos del ciudadano se apartaran de los confines de la tierra para fijarse en su propia historia, en lo que ocurría ante sus narices... el drama de lo cotidiano'''' (Barnouw, 1996, p. 78). Barnouw, como otros investigadores, indica que con sus concepciones y, sobre todo, con su desempeño en las distintas entidades promotoras del documental de las que fue gestor y asesor, Grierson instituyó un modelo que con el advenimiento del sonido y la instrumentalización del documental durante la guerra se difundió rápidamente:

En unos pocos años, Grierson y su movimiento habían cambiado lo que podía esperarse que fuera el ''documental''. Un documental de Flaherty era un largometraje que presentaba en primeros planos a un grupo de personas que vivían en remotos lugares pero que resultaban familiares a causa de su humanidad. Lo característico de los documentales de Grierson estaba en el hecho de que se referían a impersonales procesos sociales; generalmente se trataba de cortometrajes acompañados por ''comentarios'' que articulaban un punto de vista, una intrusión que para Flaherty era un anatema. El modelo de Grierson se difundía cada vez más (Barnouw, 1996, p. 89).

Una posición cercana, en cuanto a propósitos e intenciones, la hallamos en Paul Rotha, otra de las figuras emblemáticas del documental en Europa en el siglo XX. En uno de sus textos, con un tono que hoy puede despertar sonrisas o crispaciones por su elocuente testosterona, Rotha llega incluso a formular todo un programa estético-político:

Tenemos todo el derecho a pensar que el método del documental, el más viril de todos los tipos de film, no debiera desconocer las cuestiones sociales más vitales del tiempo que vivimos, no debiera pasar en silencio los factores económicos que rigen el sistema actual de producción y, por consiguiente, condicionan las actitudes estéticas, culturales y sociales de la sociedad.

Creo que la tarea primordial del documentalista consiste en encontrar los medios que le permitan aprovechar el dominio que posee de su arte de persuasión de la multitud para enfrentar al hombre con sus propios problemas, trabajos y condiciones (Rotha. En Romaguera, Alsina, 1989, p. 149).

Como vemos, a la vieja intención de registrar la vida, de retenerla y de escribir la historia, con el desarrollo de la práctica, a ella vinieron a sumarse la propensión ideológica y la voluntad política de cambiar la historia. Ya no era solo el propósito de realizar un registro. Contaba más el de intervenir en la historia o el de ayudar a las intervenciones que se daban en ella. Trayendo a cuento una expresión de la retórica y relacionando con este gesto el documental con los ámbitos de la persuasión y de la justicia, Nichols describe este modo de entender el documental así: ''El estatus del cine documental como prueba del mundo legitima su utilización como fuente de conocimiento. Las pruebas visibles que ofrece apuntalan su valía para la defensa social y la transmisión de noticias'' (Nichols, 1997, p. 14). Del menosprecio platónico a la imagen se había pasado, con algunos siglos y varias revoluciones de por medio, a la elevación de la imagen, acompañada por el sonido, al rol de defensora y transformadora social.

La práctica de hacer inteligibles las imágenes tomadas del continuum histórico acabó pronto por ser adoptada como pantalla para la utopía y para la persuasión ideológica. Y no solo desde posiciones de izquierda, como ingenuamente se podría creer. Ahí están para mostrarlo El triunfo de la voluntad (1935) o la serie Why we fight (1942-1945). Hay en esa concepción del documental un ánimo político que atraviesa décadas y geografías. En América Latina, tierra de utopías, descubre un terreno fértil. En el caso de Colombia se encuentra en una postura como la de Carlos Álvarez cuando, haciendo local la etiqueta del ''tercer cine'' acuñada por Getino y Solanas, discurre sobre ''El tercer cine colombiano''. En efecto, al igual que Vertov y que otros contemporáneos suyos establecían diferencias formales, ideológicas y funcionales alrededor del cine espectáculo y el cine que ellos hacían, sobre patrones similares, Álvarez construía una diferenciación:

El [cine] de los cocteleros, se alinea de oposición al pueblo, al lado de los intereses de la burguesía, y al otro lado, el de quienes creen y utilizan su cine para hablar de los conflictos de ese pueblo, de sus luchas, alegrías, derrotas y victorias''. Y más adelante enfatizaba: ''Por lo tanto, no exageramos cuando pedimos y practicamos un cine de resonancias políticas explícitas'' (Álvarez, 1989, pp. 95, 96). Para Álvarez este ''tercer cine'' era el documental. Títulos como Planas (1970) y Chircales (1972), de Marta Rodríguez y Jorge Silva, El hombre de la sal (1969) y Los santísimos hermanos (1970), de Gabriela Samper, y Oiga vea (1972) de Luis Ospina y Carlos Mayolo, entre otros, eran muestra en Colombia de ese cine de resonancias políticas.

 

Otras maneras de aparecer la imagen documental

Al mismo tiempo que se posiciona como dominante una concepción del documental, también se configuran otras maneras de encarar la práctica y, de modo implícito o explícito, de entenderla y de explorar sus posibilidades. Se trata de prácticas y discursos propuestos de manera paralela a la corriente hegemónica y que no necesariamente entran siempre en oposición total a ella. De hecho, si bien en algunas obras puede haber calado con mayor profundidad un posicionamiento del documental como testigo de la historia y como arma de combate; en otras, el registro histórico y la experimentación con el lenguaje cinematográfico han encontrado puntos de equilibrio o la balanza se ha inclinado hacia la exploración formal. De hecho, algunas de las voces históricas citadas aquí, en sus textos teóricos, en sus manifiestos y en sus películas, combinaron el interés por registrar e intervenir en la historia con apuestas de orden decididamente artístico.

Teniendo en mente la teoría de Roman Jakobson (1981) sobre las funciones lingüísticas, sabemos que el lenguaje no se limita a la función de informar. Desde esta premisa, aun en un mensaje informativo pueden encontrarse otras funciones lingüísticas, como la expresiva, la poética o la metalingüística. Esta posibilidad la podemos encontrar en muchas películas del pasado y contemporáneas. Teóricamente se advierte cuando Dziga Vertov, el mismo que abogaba por registrar la vida tal como es, en otro de sus manifiestos declaraba: ''El cine-ojo utiliza todos los medios del montaje posibles yuxtaponiendo y ligando entre sí cualquier punto del universo en cualquier orden temporal, violando, si es preciso, todas las leyes y hábitos que presiden la construcción del film'' (Vertov. En Romaguera, Alsina, 1989, p. 34). Es decir, la voluntad referencial no está ausente necesariamente, pero ella no se superpone ni eclipsa otras cualidades y funciones de la película. La reflexión y la conciencia sobre el lenguaje utilizado, la búsqueda deliberada de formas de articular el material fílmico/sonoro y la toma de distancia con respecto a otras ya sedimentadas hablan del relieve que cobran funciones del lenguaje como la metalingüística, la expresiva y la poética.

Por lo demás, la asociación entre una teoría lingüística y el cine no tiene nada de novedoso. Ya algunos formalistas rusos, a los cuales es cercano Jakobson, y quienes teorizaron sobre el cine en años muy cercanos a la producción de Vertov, habían establecido puentes entre ambos campos. En efecto, como resume Robert Stam,

En el ensayo ''El arte como hecho semiótico'' (1934) y en el libro Función estética (1936), Mukarovski trazó una teoría semiótica de la autonomía estética, en virtud de la cual dos funciones distintas, la comunicativa y la estética (comparables, en líneas generales, con los lenguajes ''práctico'' y ''poético'' de los formalistas), coexisten dentro de un texto, donde la función estética sirve para aislar y ''poner en primer plano'' al objeto, ''centrando la atención sobre éste'' (Stam, 2001, p. 70).

Una posición teórica cercana, aunque sin la radicalidad de la anterior, paradójicamente se halla también en Grierson. En sus mismos Postulados, donde insta a que el documental registre y ayude a comprender el mundo histórico, en distintos pasajes Grierson prescribe el tratamiento creativo del material y las aspiraciones artísticas del documental: ''Creemos que la posibilidad que tiene el cine de moverse, de observar y seleccionar en la vida misma, puede ser explotada como una forma artística nueva y vital'' (Grierson. En Romaguera, Alsina, 1989, p. 141). Y más adelante, comparando el cine de estudio con el cine hecho en y sobre el mundo histórico, sostiene: ''Mi argumentación separada para el documental es simplemente que en su uso del artículo vivo existe asimismo una oportunidad de realizar un trabajo creativo'' (Grierson. En Romaguera, Alsina, 1989, p. 142).

Distintos estudios históricos y analíticos del campo cinematográfico –no solo del documental– ponen en evidencia que la práctica del documental nunca siguió un solo camino. Hoy es visible que a pesar de que desde algunos centros se instituía un discurso, se formateaban las pantallas públicas y se inducía la formación de un imaginario que restringía el documental a una función estrictamente referencial con finalidades didácticas e ideológicas, al mismo tiempo se hacían películas que desbordaban esos límites y que exploraban dimensiones expresivas, poéticas y metalingüísticas. Dice Nichols:

Yuxtaposiciones extrañas como las que emplearon Luis Buñuel en Las Hurdes/Tierra sin pan, Dziga Vertov en Celoveks Kinoapparatom, Eisenstein en El acorazado Potemkim u Octubre, Franju en Le sang des bêtes y otros surrealistas y etnógrafos franceses de la primera época quedaron fuera de los límites aceptables, incapaces de ir más allá de su estatus de ''arte'' o ''novedad'' para alcanzar el de modelo o piedra angular. Hasta el momento, el documental de cambio social –en especial en su modalidad expositiva clásica– sigue, en los Estados Unidos, centrándose en gran medida en el personaje, y las enseñanzas de Eisenstein, Pudovkin, Dovzchenko y Dziga Vertov, junto con los representantes más destacados de estas estrategias en un cine político, Bertold Brecht y Jean-Luc Godard, siguen estando comparativamente infrautilizadas (Nichols, 1997, p. 179).

Es importante resaltar que en el cine la función referencial no se restringe a la relación indicial entre la imagen/sonido y el objeto profílmico: también incluye el artificio de asemejarse al modo en que este es percibido habitualmente. En efecto, la referencialidad del mensaje implica, asimismo, la manera como se construye la representación del mundo, no solo en tanto un signo indicial se ocupa de un objeto singular o aislado sino también (y especialmente) en cuanto una serie o sucesión de signos componen una totalidad expuesta mediante artificios como una unidad coherente. Esto es, en tanto para dotarlos de significado la articulación de los elementos en un fotograma o en una película completa se asemeja, reproduce y a la vez reafirma un modo de percibir y de ordenar en el espacio los fenómenos que llenan el continuum histórico. Es lo que en términos de Noel Burch (2000) se denomina el Modo de Representación Institucional, categoría que nombra el sistema hegemónico con el cual en el cine se ha institucionalizado una manera de ver: la utilización de un tipo de encuadres, de segmentación, de construcción de relaciones causales y de formas de unidad espaciotemporal que definen un sistema de convenciones arraigado en la mirada occidental.

Ahora bien, concreciones de las posibilidades de desbordar las convenciones de la referencialidad las hallamos en obras producidas en el primer tercio del siglo XX, como las de Hans Richter, Joris Ivens, Walter Ruttman o el mismo Vertov. Y en décadas posteriores, producciones asociadas al vídeo arte y al cine expandido han sido puestas como paradigmas de distanciamiento con respecto al modelo de representación predominante e, incluso, con respecto al concepto mismo de representación. El camino que desvela este tipo de obras es un lugar donde es puesto en cuestión el concepto de documental que prescribe el referir la experiencia histórica. ¿Es documental aquel producto que solo cumple una función referencial? ¿Únicamente una función del lenguaje aplicada a la imagen/sonido indicial hace al documental? ¿Con los índices del mundo se pueden ejecutar otras operaciones retóricas diferentes de la informativa/persuasiva y se sigue dentro de la esfera documental? ¿La abstracción, la elaboración de conceptos y la experimentación formal a partir de la imagen/sonido tomados del continuum histórico por qué no integrarían la órbita del documental? Es en este lugar donde el concepto de documental se puede expandir y desvelar posibilidades que van más allá de una función restrictiva. Las obras van a cuestionar los alcances del concepto cuando el quehacer de los documentalistas se cruce con otras prácticas artísticas. O cuando otras prácticas artísticas se introduzcan en el dominio que, en principio y desde una perspectiva endógena, ha sido considerado ''propio'' del documental.

En este orden de ideas, incluso cuando aún no se había incorporado el sonido al cine, se produjeron películas que a la par que incluyen imágenes con referentes identificables juegan con la forma de acoplarlas hasta hacer estallar el carácter puramente informativo y representativo de la imagen y, por extensión, del cine documental. Son películas en las que el montaje –como en la pintura había ocurrido con el collage y con la yuxtaposición en un mismo plano de objetos encontrados en distintos espacios y tiempos– construye nuevas constelaciones –en el sentido de Benjamin y Adorno– a partir de lo dado. Berlín: sinfonía de una gran ciudad (1927), de Ruttman; La sinfonía de las carreras (1928), de Richter; y El hombre de la cámara (1929), de Vertov son obras emblemáticas de estas tendencias expansivas del documental. En este contexto, las llamadas vanguardias artísticas juegan un papel decisivo en la revelación del modo como la imagen indicial podía ser tratada con vistas a lograr efectos estéticos y artísticos.

 

Un giro (más) en las prácticas artísticas

A finales del siglo XX Arthur Danto elaboró una teoría en la cual, recuperando algunas ideas de Hegel y confrontando varias tesis del crítico de arte Clement Greenberg, buscó descifrar algunas transformaciones que el mundo del arte occidental experimentó aproximadamente a partir de la década de 1960. Sin que la hermenéutica histórica de Danto haya sido articulada alrededor del cine, creo que en su reflexión hay elementos que permiten relacionar algunos cambios operados en el campo más vasto de las artes con los que se pueden identificar en el del documental2.

Danto condensa y consolida su reflexión en el libro Después del fin del arte. Allí, como lo había hecho décadas atrás, Danto vuelve sobre la tesis hegeliana según la cual el arte era cosa del pasado. La idea, como se ha escrito suficiente, dio lugar a interpretaciones que llevaban a hablar del final o de la muerte del arte. Hegel, no obstante, no había sepultado el arte. Lo que identificaba era un estadio histórico en el cual el arte ya no respondía a las funciones que, hasta cierto momento, en concepto de Hegel le habían sido asignadas culturalmente. El modo como el arte había sido entendido hasta entonces era cosa del pasado. Ahora tendría que encontrar un nuevo lugar.

Danto, por su parte, aprecia que el arte moderno, el modernismo en términos anglosajones, en la versión elevada a preceptiva de Clement Greenberg se constituyó en un discurso que limitaba el alcance de las prácticas y, por lo tanto, el valor de las obras a la expresión de la ''artisticidad'' pura. Para Danto, si Vasari había fundado en el Renacimiento la narrativa del arte como búsqueda de la representación fidedigna del mundo exterior, Greenberg había puesto el punto final a ese relato y había inaugurado el del arte puro. Sin embargo, Danto observa que en la década de 1960 en prácticas artísticas como la pintura opera un quiebre de esa preceptiva. Danto identifica el quiebre en Warhol, en general en el estallido del pop, y con esa ruptura actualiza la idea de Hegel aduciendo que con la actitud histórica encarnada en Warhol finaliza una narrativa del arte. Y, cabe agregar, comienza otro momento (¿otra narrativa?). El fin del arte, pues, es el fin de una narrativa que durante una constelación histórica particular asignaba un sentido único a unas prácticas y a la producción artística.

La teoría de Danto permite reconocer un pasaje cultural en el cual se opera un giro: un viraje que significa una apertura y un cambio de paradigma conceptual en el campo de las artes. La apertura, en relación con una narrativa dominante, está dada en términos de aquello de lo que pueda tratar y de a lo que pueda aspirar el arte. Y el cambio de paradigma, que finalmente termina por fundar un paradigma negativo con respecto al anterior, propone que no existe un único relato legitimador del arte. Para Danto esta transformación da paso a un momento en el cual el arte se produce fuera de los lindes de las preceptivas, de los relatos unificadores y de los manifiestos. En su opinión, ya no hay una manera única de hacer arte, porque no hay un relato organizador que prescriba y decida de antemano qué cosa es o no es arte: ''Así, lo contemporáneo es, desde cierta perspectiva, un período de información desordenada, una condición perfecta de entropía estética, equiparable a un período de una casi perfecta libertad. Hoy ya no existe más ese linde de la historia'' (Danto, 1999, p. 35).

Contemplar el campo del documental desde el horizonte de la teoría de Danto puede arrojar un haz de claridad. No solo sobre una época específica, sino también sobre los rumbos que habría de seguir, sobre las variaciones experimentadas por la concepción de la imagen documental, sobre los distintos usos sociales que se le ha dado a esta y sobre la pluralidad de actores y de discursos susceptibles de legitimar las distintas alternativas. En efecto, lo relevante en Danto, y por lo cual lo sigo aquí, son dos rasgos. Uno, la distancia que la obra y la actitud de Warhol adoptan con respecto al discurso dominante acerca del arte en ese momento. Y dos, la materia con la cual es construida la obra: objetos cotidianos y banales.

Con respecto al primer rasgo, vale hacer una anotación que alcanza a las distintas artes, incluido el cine. El espíritu de las vanguardias traza y prolonga una larga estela que se traduce en un género discursivo que ellas comparten y que quizá las identifica: el manifiesto. Las vanguardias y los soldados del arte de los más distintos bandos recogen la tradición romántica del manifiesto. En el mundo del cine, como lo deja ver el libro Textos y manifiestos del cine, el manifiesto fue un instrumento para que distintos grupos o personajes cada tanto declararan principios e intentaran refundar la práctica. Para decirlo en el lenguaje de Danto, no todas pero sí buena parte de las narrativas que han pretendido poner un orden a la producción cinematográfica, y para el caso del documental, han quedado escritas en manifiestos. Y si bien en las referencias de Danto se muestra que en la pintura y, en general, en las artes visuales en la década del sesenta se supuso el final del espíritu de las preceptivas, durante esa década y aún en otras posteriores en el ámbito de la cinematografía ese ánimo se mantuvo:

Tras la victoria vietnamita sobre los franceses en 1954, la revolución cubana en 1959 y la independencia argelina en 1962, la ideología del cine del Tercer Mundo cristalizó, a finales de los sesenta, en una ola de ensayos-manifiesto militantes sobre cine –''Estética del hambre'' (1965), de Glauber Rocha, ''Hacia un tercer cine'' (1969), de Fernando Solanas y Octavio Getino, y ''Por un cine imperfecto'' (escrito en 1969), de Julio García Espinosa– así como en declaraciones varias y en los manifiestos de los festivales de cine del Tercer Mundo (El Cairo en 1967, Argel en 1973) en los que se pedía una revolución política tricontinental y una revolución estética y narrativa en la forma cinematográfica (Stam, 2001, p. 118).

La pertinencia de estas ideas de Danto para pensar el campo que aquí interesa se halla en que su diagnóstico histórico se puede verificar posteriormente en la tradición del documental. En efecto, de su hermenéutica se puede deducir que si el arte moderno era un arte de manifiestos, la fuerza del manifiesto decayó. Esto no significa, necesariamente, que en el mundo del arte se haya dejado de escribir manifiestos (¿o sí?). Sin embargo, en el ámbito del cine y en particular del documental los manifiestos también han perdido su fuerza. Hoy las obras con pretensiones artísticas no se ajustan a programas colectivos. Quizá los últimos manifiestos que incidieron con profundidad en el documental, al menos en esta orilla del Atlántico, fueron los sintetizados por Stam en la cita anterior. Y tal vez del último que se tenga noticias en el mundo del cine es Dogma 95, difundido hace cerca de veinte años y puesto en el archivo por su figura más mediática una o dos películas después de firmarlo.

En cuanto al segundo rasgo, lo que Danto destaca, y que dará para que escriba un libro titulado La transfiguración del lugar común [1981], es el modo como lo cotidiano vuelve a ser materia del arte y, sobre todo, cómo se transfigura en la órbita de este. Más allá del tratamiento singular que el pop dio a lo cotidiano (o que Duchamp concedió a un mingitorio), la reflexión de Danto permite reconocer la manera en que la vida cotidiana se reposicionó en las prácticas artísticas. Con respecto a una producción pictórica de corte modernista que –en la narrativa de Greenberg– había cortado sus lazos con la historia al desentenderse de la representación del mundo material, la historia retornaba al arte a través de la ''transfiguración'' de objetos y situaciones corrientes. De distintas maneras y en distintos momentos, ese reposicionamiento también se ha hecho extensivo a la imagen documental.

A diferencia de lo que se puede apreciar en la tradición de la pintura, es cierto que la referencia al mundo histórico nunca se ha eliminado de manera absoluta en la producción susceptible de ser adscrita al campo documental. Sin embargo, es un hecho también que durante algunos periodos la referencia al mundo histórico tuvo su motivación principal –y la sigue teniendo en algunos casos– en los grandes problemas políticos, bélicos, económicos. Esto es, en temas enfocados muchas veces desde una perspectiva de la gran historia social y política –Michael Moore, por citar un caso mediático, a su manera sabe hacer uso de estos motivos–. Ejemplo de esta preferencia son tantos documentales producidos durante la II Guerra europea o los documentales militantes y pro-revolucionarios producidos en América Latina en las décadas de 1960 y 1970.

Frente a esta tendencia, la teoría de Danto nos permite situar en otro marco la historia de las personas en su cotidianidad (sea esta o no anodina y alienada por la sociedad de consumo) y apreciar una cara significativa del modo como esta faceta de la historia penetra el campo documental. Un film relevante a este respecto es Yo, un negro (1958, Jean Rouch). El material de esta película lo constituyen las peripecias diarias de un inmigrante africano para sobrevivir. Y si bien el cine de carácter etnográfico que hacía Rouch se localiza en una tradición que se remonta a Flaherty, en esta película, como resalta Niney, una cualidad decisiva es que con su voz el protagonista comenta el montaje visual que Rouch había hecho previamente. A pesar de que Rouch fuera el responsable de la escritura previa, el comentario en off del personaje agrega otra dimensión significante a la película, lo cual marca una diferencia importante con respecto al modo de usar el sonido y la voz, hasta ese momento, en el documental.

No obstante que ese gesto se puede leer hoy como una actitud aún tímida, en cuanto al modo como un yo se toma el filme –e incluso hipócrita e instrumental desde una perspectiva postcolonialista–, con él se fija una diferencia significativa. Con todo y que la película sigue apuntando a la función referencial, lo referencial en ese filme denota una forma de cotidianidad urbana centrada en un personaje (no es una ''sinfonía de ciudad''). Además, la función expresiva del lenguaje, en este caso condensada especialmente en la voz del narrador, gana protagonismo en relación con lo mostrado. Y si bien poco después con el Cinèma vérité reverdecería la confianza en captar la verdad del mundo, su mirada hacia otras zonas de la experiencia, asimismo, desvelaba una concepción diferente de la historia. Según Niney,

[...] a ojos de ese nuevo cine impromptu, el acontecimiento no es lo sensacional, sino la vida común y corriente; no lo teatral, sino lo espontáneo [...]. De ahí la necesidad, para reencontrar el terreno abonado de la experiencia cotidiana, de salir de los estudios cinematográficos con cámara ambulante, de experimentar con una cámara participante u observante que aborde los lugares comunes de los sujetos hablantes (Niney, 2009, p. 205).

 

Otras variaciones estéticas

Si bien en el plano de las temáticas la cotidianidad abrió paso a la diversidad, es necesario recordar también que en la dimensión formal las imágenes indiciales no siempre se sujetaban a la funcionalidad hegemónica. En efecto, y de cierta manera en contraste con el sello coral y social característico del neorrealismo, en su historia del documental, Erik Barnouw afirma que tras la II Guerra también se produjo en algunos documentalistas un repliegue hacia sí mismos:

Después de la guerra, los cortometrajes de tinte personal constituyeron el punto de partida de muchos jóvenes autores. A menudo un solo artista concebía estas películas, las filmaba y él mismo se encargaba del montaje; ésta era una reacción contra los proyectos de producción en serie de la época de la guerra. En lugar de las razones de estado, la sensibilidad individual era el punto de partida. La economía constituía también un factor decisivo (Barnouw, 1996, p. 173).

No deja de sorprender que estas afirmaciones de Barnouw, a propósito de una tendencia del documental durante la posguerra, parezcan haber sido escritas acerca de algunas formas del documental, frecuentes a finales del siglo XX y comienzos del XXI. Por lo pronto, destaquemos que este autor propone esta lectura histórica del documental cuando discurre sobre lo que llama ''el documental poeta''. Bajo este rótulo Barnouw cobija una serie de productos en los cuales, para volver sobre Jakobson, las funciones expresiva, metalingüística y poética del lenguaje ganan protagonismo con respecto a la referencial. Barnouw cita en este pasaje los trabajos de Bert Haanstra Espejo de Holanda (1950), Panta Rhei (1951) y Vidrio (1958). Todos estos filmes tienen en común la diversidad de soluciones formales, la exploración imaginativa de la imagen y las variaciones en el montaje. Son películas prolíficas en recursos retóricos y rítmicos, en las cuales con todo y que se reconocen elementos correspondientes al mundo filmado su dimensión denotativa no llena la totalidad del mensaje. Junto a Haanstra Barnouw incluye autores europeos, del este y del oeste, y de Estados Unidos a los que denomina ''poetas cinematográficos'' (Barnouw, 1996, p. 176).

Esta tendencia de la producción documental de posguerra sostiene una innegable conexión con el ánimo experimental de las vanguardias. Este espíritu de experimentación y de producción personal de lo que Barnouw llama ''documental poeta'' lo acerca, además, a otro tipo de producción que menos se ha tenido en cuenta en las historias y los discursos sobre el documental, pero con el que guarda una estrecha relación: el llamado film underground. En su expresión estadounidense, el film underground ha sido entendido como un film personal, emancipado de normativas y hecho con materiales tomados del entorno y de la vida de sus autores. Según Sheldon Renan, en un libro que a mediados de los años sesenta buscaba hacer inteligible la explosión fílmica que se vivía en Estados Unidos, el film underground permitía ver apropiaciones muy personales de la relación del cine con la experiencia histórica:

The underground film-maker tends to make films of things in his actual life (documentary), but he usually transforms their appearances and their importance (fictive and transformatory) in the process of filming and editing. He uses people and places from his own life, because they are what he has feeling about. But actual life for the underground film-maker may be only raw material to be manipulated into the form of his personal perspective (Renan, 1967, p. 25).

Aprovechando desarrollos tecnológicos como las películas de 16 mm o de menor formato y, posteriormente, el vídeo y el sonido sincrónico, prácticas y corrientes como el llamado por Barnouw documental poeta o el cine underground mantenían vivo parte del espíritu de las vanguardias. Con ese gesto, al tomar el mundo histórico como materia para sus películas y al subordinar o desplazar la función referencial de la imagen, producciones como las mencionadas por Barnouw o del cine underground mostraban caminos transitables para el documental, distintos a los que algunos manifiestos habían instituido.

Mirado en retrospectiva, de esta conexión resultan de interés la apertura y la serie de variaciones formales, técnicas y temáticas que prácticas artísticas como el videoarte, el cinema expandido o el film underground inauguraron con respecto al manejo de imágenes/sonidos indiciales. Trabajos que exploraban e interrogaban las condiciones tecnológicas, los usos institucionales y las posibilidades de otros usos de tecnologías como el vídeo y la televisión –como en el caso de los videoartistas–, pero también aquellos que se adentraban en la experimentación con la imagen de sí mismos o de otros, del cuerpo, del entorno habitado por el autor y en la escritura de videodiarios son casos que muestran cómo las tomas de imagen/sonido del continuum histórico recibían en el contexto de las artes visuales tratamientos poco o nada explorados por el documental como institución social.

Obviamente, algunos nombres pioneros son ejemplos de ese punto donde la imagen/sonido indicial sirve de sitio de encuentro y de (con)fusión entre las artes visuales y el documental como práctica. En este lugar atraen la atención, entre otros, figuras como Nam June Paik y Woody Vasulka, con obras en las que el vídeo y la televisión abren horizontes para la exploración expresiva y poética de la imagen: Vito Acconci, en cuyos registros audiovisuales aparecen incansablemente su cuerpo y sus ruidos corporales; o trabajos de Jonas Mekas, en los que la percepción del tiempo y el espacio es reconfigurada al arbitrio del montaje de las imágenes filmadas por él en sus recorridos. Quizá un ejemplo radical de esta intersección de caminos se pueda localizar en algunos filmes underground de Andy Warhol, que con su propensión pop de borrar la distancia entre el arte y la vida, incluyendo en esta las experiencias más anodinas y cotidianas, terminó observando sin pausa las horas completas de sueño de un durmiente y de esta manera poniendo en entredicho la expectativa misma del sentido. Visto a la distancia, llama la atención que en ese momento este cruce de trayectorias al parecer no se vio como tal.

Ahora bien, es a través del ensayo documental y de figuras emblemáticas del mundo del cine, como Godard o Marker, que este cruce se va a hacer consciente en la década del setenta. Ángel Quintana refiere un ejemplo:

[...] en 1975, Godard rodó Numéro Deux, una obra cuya estética establece un claro paralelismo con la primera generación de videoartistas. El cineasta captura unas imágenes que crean un discurso desde el interior de una serie de monitores de televisión que son encuadrados por una cámara de cine. La película funciona como un diálogo entre imágenes proyectadas en diferentes monitores (Quintana, 2011, p. 66).

Las exploraciones llevadas a cabo por los cultores del cine underground, del vídeo arte, del ''documental poeta'' de Barnouw y del ''modo poético'' que Nichols agregó más tarde a su catálogo de modalidades, no se quedan en desarrollar soluciones formales y retóricas con la imagen. También dan otro aire al posicionamiento del cineasta o el artista como autor con respecto al material, liberando la función expresiva del lenguaje, desocultando la mirada personal sobre el mundo, haciendo público también un mundo interior –que no por intangible es menos real que el exterior– y concediendo de esta manera un sentido más próximo e íntimo a la experiencia histórica registrada por la cámara y configurada en las obras.

 

El llamado ''Documental de creación''

En el contexto de la diversidad propia de lo contemporáneo se acuña una categoría reciente que ha tenido cierta presencia (controversial desde su nombre hasta su ascensión a tipología privilegiada): la del ''documental de creación''. Cabría preguntar: ¿qué no es un documental de creación? Resulta inquietante pensar en lo que la metáfora demiúrgica de la ''creación'' puede suponer. Y más aún excluir, cuando es difícil establecer si existe algo de lo que hagamos los humanos que escape a alguna forma de poiesis. Con todo, Patricio Guzmán traza una genealogía del término y, advirtiendo que se trata de una definición polémica, ofrece un contenido positivo de él. La genealogía se remonta a Francia. Y su sentido, en principio, obedeció a un propósito funcional:

El denominado ''documental de creación'' (o de autor) apareció hace diez años. Es una definición que surgió en Francia, en 1986, en el seno de una discusión de productores y realizadores independientes. Sin duda algo pretenciosa, esta definición no fue el producto de una reunión de teóricos, sino el resultado de una tumultuosa sesión de cineastas.
En ese momento –muy dramático para los realizadores franceses, que tenían poco trabajo– era necesario volver a definir el género para diferenciarlo de los reportajes y magazines televisivos, ya que ellos y el Estado estaban negociando una nueva ayuda económica que no era para los canales de TV sino para los productores independientes.
Las discusiones fueron largas. Hubo opiniones para todos los gustos y alguien dijo que todos los documentales ''eran creativos'' y que hablar de ''documentales de creación'' era una redundancia (Guzmán, 2002, p. 11).

Resalto varios elementos de las palabras de Guzmán. Por un lado, la discutible (e insatisfactoria) categoría ''documental de creación'' fue asociada a la búsqueda de una distinción formal con respecto a unas formas expositivas, unas fórmulas retóricas y una servidumbre ideológica. Por otro, a la intención de contar historias como respuesta a la búsqueda de una distinción formal. Y, finalmente, en el lugar de una adhesión y una funcionalidad ideológica o institucional se legitimó el predominio de un tono y un enfoque personal en el tratamiento del material histórico. Así lo sintetiza Guzmán:

El documental de creación trabaja con la realidad, la transforma –gracias a la mirada original del autor– y da prueba de un espíritu de innovación en su concepción, su realización y su escritura. Se distingue del reportaje por la maduración del tema tratado y por la reflexión compleja y el sello fuerte de la personalidad del autor (Guzmán, 2002, p. 12).

Guzmán recurre al término ''autor'', una palabra cargada de historia en las tradiciones de la literatura y el cine. Es obvio que tanto en la palabra como en el contenido que Guzmán le asigna resuena la caracterización del cine de autor de Bazin. Para recordarlo, leamos a Robert Stam cuando sintetiza el célebre planteamiento en el que Bazin formula una suerte de culto:

En un artículo de 1957, ''La Politique des auteurs'', Bazin resumía la tendencia como ''la elección, en la creación artística, del factor personal como criterio de referencia, para postular después su permanencia e incluso su progreso de una obra a la siguiente''. Los críticos de esta tendencia distinguían entre metteurs-en-scène, es decir, quienes se adscribían a las convenciones dominantes y a los guiones que se les confiaban, y los autores que empleaban la mise-en-scène como parte de su expresión personal (Stam, 2001, p. 107).

Asistimos así a la actualización de la categoría en el campo del documental. Quizá la palabra ''autor'', con todo y los debates y los avatares que ha soportado desde que Roland Barthes en la teoría literaria le diera sepultura, sea aún apropiada para nombrar un rasgo que puede reconocerse como singular en distintos documentales, un rasgo que referiría trabajos en los cuales alrededor de la misma figura tras la dirección sobresale una manera particular de mirar, de encuadrar el mundo, de dar un tratamiento al material y de proponer soluciones retóricas y estilísticas. Volviendo a las funciones de Jakobson, cabría pensar que se trata de maneras de hacer en las que puede haber un equilibrio entre algunas de ellas o predominar las funciones expresiva y poética. Tal vez un ejemplo afortunado de una manera de hacer singular se encuentre en los trabajos de Alan Berliner.

Ahora bien, de un intento por caracterizar una manera de comprender una tendencia del documental deducir la emergencia de otro manifiesto sería erróneo. Es cierto, sí, que Guzmán afirma ''un espíritu de innovación'', afirmación que nos devuelve al discurso sobre el legado de las vanguardias y de sus herederos. La categoría ''autor'', utilizada no como un rasero para legitimar/deslegitimar productos sino como una referencia para entender soluciones estéticas, poéticas y éticas asociadas a un nombre, puede aún reportar rendimiento para discernir entre la inabarcable cantidad de trabajos que actualmente pueblan el campo del documental.

 

A manera de conclusión

La correspondencia histórica del diagnóstico de Danto sobre el mundo del arte con respecto al documental no encuentra una sincronía exacta. Sin embargo, a pesar de cierta asimetría cronológica su diagnóstico no resulta impertinente en este campo. La reflexión de Danto, al igual que había propuesto Lyotard a finales de los setenta, pone en escena un estado de cosas en el cual ya no hay un discurso único que preceptúe y legitime qué debe ser algo en el mundo del arte. El optimista –y si se apura un poco demagógico– paradigma que posiciona Danto es el del ''Todo está permitido''.

Empero, aceptar y adoptar esta perspectiva para el documental requiere confrontarla, por una parte, con respecto a lo que aquí se ha perfilado como un discurso hegemónico sobre el documental. Y, por otra, con algunas (imposible abarcarlas todas) manifestaciones que se pueden apreciar en el documental como campo, en el sentido de Bourdieu. Tenemos, entonces, que la demanda de que exista una conexión del documental con el mundo histórico parece seguir siendo uno de sus elementos definitorios. La vocación de que sea registro, testimonio o huella de la experiencia histórica parece continuar siendo una expectativa que se espera que satisfaga. Aunque desde las teorías contemporáneas del lenguaje que separan radicalmente los referentes de los signos y con los desarrollos tecnológicos más recientes, que imitan la percepción de lo real hasta confundir lo existente y lo producido en un ordenador, este reclamo viene siendo impugnado o, como mínimo, reformulado.

No obstante esta vocación que parece persistir, hoy es indefendible sostener que haya un modo único de dar cuenta de esa experiencia, que haya una sola concepción de la historia y que haya solo un uso posible del material que aporta la experiencia histórica. La legitimidad de la relación del documental con la dimensión histórica de la vida hoy no está dada necesariamente porque informe sobre ella, porque trate de cambiar su curso o porque la encuadre en la perspectiva de la historia política de los acontecimientos decisivos para las naciones. El predominio de la función referencial y la militancia ideológica no definen hoy a un documental. La epistefilia del documental tal vez no haya desaparecido, pero el ser un discurso de sobriedad hoy no decide su estatus. Esa conexión con la dimensión histórica que se demanda a una parte de la producción cultural –no solo al cine– induciría a hablar hoy de lo documental como un espectro, un espacio contemplado y navegado por las diversas prácticas que configuran las culturas audiovisuales contemporáneas, antes que de el documental como género. Contemporáneo, entonces, si bien por un lado designa un período, por otro puede dar contenido a una vasta tipología: una tipología que no fija reglas, en la cual se desperdiga lo documental.

Una mirada panorámica a la producción documental de los últimos años revela tanto cantidad como diversidad de propuestas: temáticas, formales y axiológicas. Por una parte, se encuentran posturas que aún prolongan la tradición de las militancias, pasando por formas pretendidamente objetivas y por discursos institucionales que continúan el modelo hegemónico del documental. Por otra, lo que se podría llamar la práctica contemporánea: fórmulas satíricas, intimistas, experimentales, autoconscientes, ensayísticas, confundidas con las prácticas de las artes visuales. Son señales del menú que hoy se halla disponible: la cotidianidad más prosaica, por lo que respecta al vínculo con la experiencia histórica; la posibilidad de que cada quien, cámara en mano, configure su propia versión de la historia y la haga pública en espacios consagrados o alternativos, por lo que respecta a los enunciadores; el desarrollo y el acceso a la tecnología, por lo que toca con los medios, y la posibilidad de no limitarse en las formas expresivas.

Una explosión de egos y subjetividades se toma las pantallas y amplía las prácticas. Hoy, a diferencia de los años sesenta, algunas figuras que firman documentales van y vienen entre festivales de cine, bienales de arte, salas de cine y galerías de arte. Nombres como los de José Luis Gerín o Alan Berliner o en Colombia Felipe Guerrero (Corta, 2012) o Juan Manuel Echavarría (Bocas de ceniza, 2003), por mencionar algunos casos, así lo indican.

Igualmente la diversidad se aprecia en la fragmentación de los focos de poder, pues ante la pérdida de autoridad de las grandes narrativas los relatos de grupos de intereses (también llamados comunidades) se disputan el espacio político. Ahí el documental sigue respondiendo a un espíritu aglutinante, movilizador e incluso contrainformativo. Si en otros momentos el Estado, la nación o la revolución concentraban la conexión con el poder, ahora los vínculos culturales y sociales creados alrededor de identidades raciales, étnicas, de género, o la condición de víctima de la guerra –particularmente en un país como Colombia–, la construcción de memoria o el activismo pro defensa de los derechos humanos y ecológicos, por ejemplo, orientan esta relación. Al mismo tiempo, recalcando la dimensión artística del documental, a veces incluso reviviendo la religión del arte por el arte, otros focos de poder ponen por encima de todo su autonomía estética haciendo de ella el valor que anima festivales, encuentros y centros de formación.

Coincidiendo en los rasgos que lo distinguen pero designándolo con los más distintos nombres, este panorama ha sido caracterizado desde diferentes orillas. Citemos algunos casos. Josep M. Catalá lo ha definido así:

Esta renovación [experimentada desde mediados de los años ochenta del siglo pasado] ha dado paso a una nueva forma de cine que, combinando las características del cine documental, el cine experimental o de vanguardia y el de ficción, genera una auténtica revolución de la escritura cinematográfica que se expande con el ímpetu de un Big Bang (Catalá, 2010, p. 34).

Antonio Weinrichter, quien opta por encuadrar la diversidad contemporánea bajo la fórmula más amplia e indeterminada de ''cine de no ficción'' (2004), describe así algunas de las implicaciones teóricas y prácticas de los cambios:

Es aquí donde se inscribe nuestra fascinación por la no ficción. Es un cine que parece heredar la vocación reflexiva del cine de la modernidad (o, ya lo hemos dicho, del propio cine experimental) y que incorpora sus mismas estrategias. Es un cine que descubre nuevas formas más allá de los límites marcados por su propia tradición y que, de rechazo, ejerce una crítica de la misma. Un cine en fin del que, antes de extraer ninguna otra generalización, cabe decir que ha generado un corpus rico y variado que va por delante de la historización (Weinrichter, 2004, p. 11).

Esta heterogeneidad se refleja, finalmente, en tendencias que se pueden afirmar como modas y que como modas luego pueden dar paso a otras. En este flujo y ante la ausencia de una narrativa que prescriba qué es y cómo debe ser el documental han sido revisitadas formas, y revitalizadas soluciones que el discurso hegemónico había eclipsado. La reflexividad y la autoconsciencia, la narración, el distanciamiento, la retórica ya no solo lingüística sino también visual y sonora, la primera persona en sus distintas maneras de aparecer son procedimientos y maneras, ya no de decir lo que pasa frente a la cámara sino, en los mejores casos, de reflexionar en torno a lo que abarca la mirada, de interrogar y de buscar sentido a lo que ocurre en el mundo. Es la emergencia de las posibilidades que el predominio de una función informativa y el ánimo persuasivo habían oscurecido. Para decirlo con Roman Jakobson y Michel Renov (2002), la ausencia de una narrativa única otorga una nueva fuerza a una función del lenguaje como la expresiva.

 


Notas:

* Este texto expone resultados de la investigación Documental de creación: voces, ideas, imágenes, desarrollada, entre septiembre de 2012 y febrero de 2014, en la Escuela de Comunicación Social de la Universidad del Valle. La investigación, adscrita al Grupo de Investigación Caligari, contó con el apoyo financiero de la Vicerrectoría de Investigaciones de la Universidad del Valle en el marco de sus convocatorias internas para la creación en artes y humanidades.

1 No entro aquí a discutir la relación que se podría establecer entre esta valoración ontológica de la imagen y el lenguaje en su relación con la memoria y la historia al tenor de lo expuesto por Platón en Fedro.

2 Ángel Quintana en el libro Después del cine. Imagen y realidad en la era digital (2011) también establece una relación entre la teoría de Danto y el cine, pero para pensar principal, aunque no exclusivamente, el devenir del cine con la producción de imágenes de síntesis.


 

Referencias

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Filmografía

Berlín: sinfonía de una gran ciudad (Walter Ruttman, 1927)

Bocas de ceniza (Juan Manuel Echavarría, 2003)

Corta (Felipe Guerrero, 2012)

El hombre de la cámara (Dziga Vertov, 1929)

El triunfo de la voluntad (L. Riefenstahl, 1935)

Espejo de Holanda (Bert Haanstra, 1950)

La sinfonía de las carreras (Hans Richter, 1928)

Nanook of the North (Robert Flaherty, 1922)

Panta Rhei (Bert Haanstra, 1951)

Vidrio (Bert Haanstra, 1958)

Why we fight (VV. AA. 1942-1945)

Yo, un negro (Jean Rouch, 1958)