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Opinión Jurídica

Print version ISSN 1692-2530On-line version ISSN 2248-4078

Opin. jurid. vol.8 no.16 Medellín July/Dec. 2009

 

TEORÍA POLÍTICA

Los principios del conservadurismo político*

 

Principles of political conservatism

 

 

Modesto M. Gómez Alonso**

 

 


Resumen

Las pretensiones del autor son: (i) Mostrar cómo el conservadurismo político se sostiene en una concepción de la naturaleza humana de corte racionalista, que, oponiéndose al modelo antropológico de Hobbes, reconoce tanto el poder de la razón sobre los afectos como una debilidad intrínseca en el hombre que no ha de confundirse con inclinación natural al mal. En este sentido, la política moderada del conservadurismo resulta de su pesimismo mitigado. (ii) Señalar cómo de acuerdo con este paradigma político los criterios de legitimidad política son la protección de las minorías, la preservación de la igualdad de derechos y el mantenimiento de una libertad racional de la que participan por igual todos los miembros del cuerpo político; es decir, cómo la medida de la legitimidad es el imperio de la ley. (iii) Finalmente, subrayar que porque para que exista Estado de derecho la ley no puede estar sujeta a voluntad particular alguna, sea de un individuo o de una mayoría, el conservadurismo es baluarte de una democracia constitucionalista que es condición natural de la naturaleza humana.

Palabras clave: Constitución, Estado de derecho, estado de naturaleza, gobierno, igualdad de derechos, libertad racional, racionalidad, sistema de contrapesos, voluntad popular.
Abstract

We pretend: (i) To show how Conservatism is grounded on a rationalist conception of human nature which, being opposed to the anthropological model proposed by Hobbes, acknowledges both the power of reason over passions and that human beings are weak but not wicked. In this sense, the moderate politics of conservative parties comes from a mitigated pessimism. (ii) To point out that, according to this paradigm, states at heart are designed to protect minorities, to preserve equality of rights, to devise effective checks upon preponderant majorities and unrestrained governments and to enhance rational freedom. The only criterion of political legitimacy is to abide by law. (iii) Finally, to stress that, because tyranny is subjection of law to the naked force of the will, be it the will of a leader, an assembly or popular will, Conservatism is the rampart of Constitution and true Democracy, and thus, the shelter of the natural state for men.

Key words: Constitution, Civil State, Equality of Rights, Government, Popular Will, Rational Freedom, Rationality, State of Nature, System of Checks and Counterbalances.

 

1. INTRODUCCÍON

Lo que define al despotismo no es el número de quienes ejercen el poder, sino la calidad del poder que ejercen. La voluntad absoluta de un tirano no es menos absoluta porque sea voluntad de la mayoría. La subversión de la ley no admite cuantificadores, completa tanto cuando la impunidad se extiende a uno solo como a todos. En el primer caso, hablamos de tiranía. En el segundo, de anarquía. Olvidamos, sin embargo, que la anarquía es la crisálida del despotismo y que éste no es más que anarquía reservada a la voluntad singular, esto es, anarquía que, ocupando el corazón mismo de la sociedad civil, aniquila el desorden anárquico alimentando con los despojos de la libertad de todos una única libertad ilimitada, sin constituir por ello orden ni permanencia algunos, pues su sistema de ordenación es sumisión al desorden de las pasiones del soberano, y el principio de su estabilidad la inestabilidad de sus caprichos.

Dócilmente nos rendimos a los poderes taumatúrgicos de su majestad el número. Cuando quien impone su interés es uno, cedemos ante su poder y despreciamos su –hipotética– autoridad. Cuando, por el contrario, es una mayoría la que nos despoja de nuestros derechos, oímos en ella la voz de Dios, a la que hemos aprendido de nuestros maestros a respetar sin comprender. Vox populi, vox Dei y Credo quia impossibile parecen los lemas más socorridos de los doctrinarios de la voluntad popular. Del mismo modo, mientras quien se opone al tirano es un héroe quien cuestiona las fluctuaciones suicidas de una opinión pública que, en su despotismo anónimo, desprecia el Estado de derecho y autoproclama su insubordinación al imperio de la ley, se expone a ser calificado de “reaccionario”. ¿Es esa la “lógica” que nos ha enseñado la Ilustración? ¿Son esos los silogismos del entusiasmo? ¿Tan extraordinarias son las virtudes de la adición que transfiguran las categorías, transformando depredación en nacionalización, confiscación en voluntad popular, asesinato en justicia revolucionaria?... Los dogmas de la Revolución Francesa son los dogmas del despotismo popular, del resentimiento y del crimen. Un acto no es legítimo porque cuente con el respaldo de más voluntades. Ni es la función de los gobiernos la aplicación de los decretos de las mayorías. Por el contrario, si gobierno es algo más que puro ejercicio o monopolio de la violencia es porque la finalidad de las instituciones es la protección de las minorías y si “legitimidad” posee algún contenido normativo es porque su unidad de medida, más que la aritmética, es la preservación de la única equidad racional: la igualdad de derechos.

El objetivo de este ensayo es elucidatorio. Desarrollaremos las líneas directrices, las ideas-fuerza de las que se nutre esa oposición sorda a los dogmas políticos de la Ilustración y a las fuerzas combinadas del industrialismo especulador, del igualitarismo irresponsable, del jacobinismo incendiario y del populismo demagógico a la que, parafraseando a Russell Kirk (1953), podría denominarse “actitud conservadora”. No se trata de una tarea sencilla. Militan contra ella al menos tres factores: un historicismo estrecho que confunde los principios con su aplicación en condiciones sociales específicas; la tendencia, común a todo entendimiento precipitado, a unificar actitudes opuestas prestando atención a una similitud superficial de acciones y declaraciones; y, por supuesto, la tiranía de los prejuicios, que en la república de las letras se ejerce sin piedad con la inflexibilidad y el extremismo propios de un tribunal revolucionario.

En cierto sentido, el conservadurismo teórico fue el resultado indeseado pero deseable de la Ilustración y del Terror, la reacción de los cuerdos al sentimentalismo agresivo de Rousseau y a la moralidad incivil y vengativa de Robespierre. Su acta de nacimiento son las Reflections on the Revolution in France de Burke (1790). Sus rasgos más recognoscibles, herencia de su obra fundacional en la medida en que también hemos heredado las circunstancias de su nacimiento: limitación de la voluntad popular; inviolabilidad de la propiedad privada, sea de corporaciones o de individuos; constitucionalismo; imperio de la ley; división y confrontación de poderes dentro del Estado; recusación de las teorías innatistas de los derechos humanos y desconfianza respecto a un Estado paternalista proveedor de bienes, servicios y satisfacciones. Sin embargo, las raíces del conservadurismo carecen de origen concreto, sus principios rectores, universales, no dependen, por muy general que ésta sea, de ninguna determinación histórica. La actitud conservadora es la dirección tomada por las doctrinas políticas de la libertad en un contexto en el que son las mayorías las que amenazan la autonomía y el derecho, y es el pueblo el que aspira a demoler los obstáculos que la ley impone a su voluntad omnívora. En otros tiempos, en otras circunstancias, el mismo espíritu, noble e independiente, se opuso a la voluntad ilimitada de los príncipes y de las asambleas. Por eso, el conservadurismo es una especie (la especie contemporánea) del anti-despotismo. Por eso, los principios que lo animan son los de Cicerón frente a Catilina, los del constitucionalismo aragonés de la Baja Edad Media, los de los artífices de la Revolución Gloriosa, los de un Spinoza que se proponía explicar los fundamentos de un gobierno capacitado para resistir, por su propia estructura interna, la tendencia al abuso de poder, y que, frente a Hobbes, señalaba, no que el fin de la libertad es el Estado, sino que el fin del Estado es la libertad (Spinoza, 1670, p. 411). Nosotros estudiaremos esos principios comunes, no porque no consideremos importantes sus aplicaciones, sino porque creemos que la tendencia a ignorarlos no es gratuita. Conocer las buenas razones de una política impopular no hará más popular esa política, pero, ante jueces templados, justificará sus aparentes extravagancias y sus no menos aparentes iniquidades.

El mismo descuido de los principios explica la confusión corriente entre autoritarismo y conservadurismo, entre las filosofías políticas de Hobbes y de Spinoza, de Burke y La Maistre, de Churchill y Petain. El marxismo nos enseñó que entre las prisiones de Mussolini y el Parlamento británico no había diferencia alguna: pero hoy ya no confiamos en las simplificaciones de la dialéctica. Sin embargo, cierta comunidad en sus negaciones y el empleo de términos positivos análogos: patria, prescripción, propiedad, orden, ley…; ha creado una imagen, tan tópica como caleidoscópica, que engloba ambos posicionamientos. Debemos aprender a distinguir, a diferenciar las palabras de sus significados, a comprender cómo dos actores pueden representar momentáneamente el mismo papel obedeciendo a impulsos irreconciliables, a finalidades contrapuestas, a actitudes y motivaciones que nunca engañarían a una mirada experta. Curiosamente, es la misma admiración a los ejercicios del poder sin restricciones la que mueve al militarista y al adulador de las multitudes, la misma intoxicación en la violencia, irracional y efectista, la que anima servidumbres análogas. El barroquismo intemperante, la espectacularidad imprudente, el descaro incontrolable son las pobres pasiones de una multitud que aplaude por igual al mílite o al sans-culotte y que por unas migajas de entusiasmo sería capaz de recibir con agradecimiento los mayores oprobios. El individuo servil no es otra cosa que multitud encarnada.

Respecto al tercer obstáculo, comencemos señalando un hecho curioso. Los cenáculos ilustrados han impuesto un monolitismo intelectual que, so pena de ostracismo perenne del problemático Parnaso de las letras, se prescribe como artículo de fe. Sin embargo, este monopolio no excede el ámbito de las opiniones. Las democracias occidentales se han beneficiado de la influencia moderadora del conservadurismo. La experiencia y el sentido común de políticos y juristas han priorizado la ley a la voluntad, el derecho a una democracia sin censuras, la libertad al ejercicio irresponsable que es medio natural del especulador y del déspota. Obviamente, también los delincuentes verbales se benefician de esa tolerancia a la que desprecian. He aquí, en cualquier caso, una oposición exclusivamente filosófica, con palabras como cuerpo y sólo tinta por sangre.

Resguardada en principios abstractos y en especulaciones gratuitas, su incompetencia es evidente en contraste con el ejercicio profesional, sostenido, agudo y responsable de legisladores que pagarán sus errores y debilidades con mucho más que una disminución de ventas. ¿Debemos ocuparnos de esta resistencia insincera, prestar atención a los mismos que se quejan de no recibir la atención que merecen, a arbitristas y aprioristas? ¿No nos basta con refugiarnos en los instintos certeros de la moderación política? No. A mi entender son estos prejuicios volátiles los que encienden la mecha de las revoluciones. Sus ensoñaciones alimentan a las masas, sus preconcepciones forman una opinión pública que, contenida momentáneamente por el dique de la experiencia, amenaza con anegarlo todo. Los instintos conservadores precisan pedigree intelectual para que una dialéctica brillante pero vacía no los reduzca a pasiones. Deben ser transformados por el intelecto, elaborados, organizados y consolidados como ideas. La argumentación ha de purificarlos. Sólo así serán efectivos: venciendo en el terreno mismo de una racionalidad a la que apelan sus detractores. Cierto: no hay mayor ciego que el que no quiere ver. Pero, aunque el entendimiento sea incapaz de eliminar los prejuicios, puede al menos exponerlos como tales. No acabará con su poder, pero sí con su autoridad. Una autoridad que, repito, es algo más que autoridad de la experiencia: es autoridad de los principios.

En una fórmula que condensa magistralmente el espíritu que anima la revolución metodológica del “Segundo Wittgenstein”, Friedrich Waismann señalaba: “Lo característico de la filosofía es que resquebraja la corteza muerta de la tradición y de la convención, que arranca los grilletes que nos encadenan a preconcepciones heredadas, que nos abre a perspectivas más amplias y novedosas…” (Waismann, 1956, p. 375). El ejercicio intelectual de reconstrucción de los hilos conductores del conservadurismo proporciona todas las ventajas de esa filosofía: nos libera de una red de dogmas tan protectora como asfixiante; nos permite acceder a puntos de vista alternativos, enseñándonos a ver algo como algo más; desobstruye nuestro entendimiento arrojando sobre fenómenos políticos familiares, reorganizados ahora en torno a un nuevo sistema de categorías, una luz más brillante y sutil… Ampliar el entendimiento proporcionando sentido al aparente caos del universo político, restituir su libertad a una voluntad esclava de un único esquema mediante la construcción de representaciones alternativas, son beneficios valiosos en sí mismos. Beneficios cuyo valor se multiplica cuando comprobamos que la estabilidad de los principios del conservadurismo no se opone a su suma versatilidad, donde “versatilidad” no significa laxitud, maquiavelismo, flexibilidad o dependencia de las circunstancias, sino especial adaptabilidad a ellas. Dicha maleabilidad también los recomienda: son las abstracciones artificiales de los académicos de Lagado las que, sin el refrendo de la naturaleza humana, desaparecen con el momento mismo de su creación. Innovación y herencia: un refinado equilibrio entre ambos factores definió el método general de las Investigaciones filosóficas; el mismo equilibrio que ejemplifica y prescribe el pensamiento conservador.

Sin embargo, si esta tarea intelectual es urgente lo es por la urgencia de las actuales circunstancias políticas, tanto en España como en Hispanoamérica. La radicalización del jacobinismo larvado de unidades políticas que aparentemente respetan la legalidad; el enterramiento presuroso y jovial de Montesquieu; la concentración de poder político amparada por el populismo extremo; la adulación desproporcionada de la voluntad absoluta de las mayorías; la recusación de instancias independientes y no electivas (senados, monarquía, poder judicial…) que obstaculizan la acumulación de prerrogativas en los órganos de gobierno; la suspensión regular del marco de la ley; el desenfreno de los placeres privados y su glorificación como virtudes públicas; el cuestionamiento sistemático de fronteras vigentes; el abuso de la historia con el fin de culpar a instituciones venerables recurriendo a los crímenes (muchas veces ficticios) de Escipión o de Witiza, de soliviantar a las multitudes ignorantes y de empozoñar el presente; el soborno de las artes con fines políticos; y un largo etcétera; todos ellos son síntomas alarmantes de una combinación letal de estupidez y maldad. Compensar de algún modo estas tendencias es una necesidad y un deber. No podrá protegernos ni una Constitución inerte ni la hipotética moderación que se sigue de nuestra opulencia: paz y prosperidad han sido, en determinadas ocasiones, más que impedimento, detonador último de la revolución.

En cualquier caso, no jugamos a ser Licurgo: exponemos principios. Compete al político y al jurista diseñar, recurriendo a su enorme caudal de experiencia, constituciones. Al filósofo, proporcionarle el barco y el rumbo, que él dirigirá con la maestría que solamente permiten adquirir prudencia, astucia y práctica. A cada cual su tarea: a éste, justificar los instintos del otro, guiarlo a través del caos de las decisiones particulares, legarle autoridad y fortaleza; a aquél, evaluar las circunstancias, buscar los medios para armonizarlas con sus principios, atender al momento propicio y rendir el poder de los vientos a sus expectativas. Nada hay tan fatídico como el filósofo que construye repúblicas. Nada tan desvalido como el político honesto ante los argumentos erísticos del sofista.

 

2. PSICOLOGÍA RACIONALISTA Y CONSTITUCIÓN DEL ESTADO

A nadie pasa desapercibida la íntima vinculación entre pesimismo antropológico y conservadurismo político. Sólo quien en sus delirios imagina perfecta la naturaleza humana y culpa del fracaso de la historia, más que a las pasiones del hombre, a las convenciones que impiden su expresión y restringen su desarrollo, acaricia el proyecto de aniquilar las costumbres, anular las leyes y reducir a escombros cualquier forma de gobierno. Para estos, don Quijote liberando a los condenados a galeras.

Sin embargo, “pesimismo” se dice de muchas maneras. Concebir débil al hombre no es concebirlo malvado. Constatar la potencia de sus afectos no significa postular la servidumbre de nuestra voluntad y de nuestra razón. De igual modo, hay un enorme trecho entre la tesis hobbesiana de la incapacidad de cooperación en estado de naturaleza1 y la corroboración de que la cooperación espontánea tiende, como todas las cosas humanas, a degradarse naturalmente. El pesimismo propio del conservadurismo es mitigado, libre tanto de las estridencias de quienes sólo pueden contemplar en el hombre la Caída y en su voluntad la sujeción a sus demonios interiores como de los despropósitos de quienes culpan de nuestros males a cualquier cosa menos a nosotros mismos. Se inspira en una teoría psicológica a la que, a falta de otro nombre, denominaremos “psicología racionalista”. Comparten sus principios el estoicismo de Zenón y Crisipo (Bevan, 1913, pp. 13-44); el escepticismo pirrónico expuesto por Sexto Empírico; el eclecticismo de Antíoco de Ascalón (Cicero, p. 102); la psicología honorable y prudente recomendada por Descartes en Las pasiones del alma. Sus elementos constituyen el sustrato común de combinaciones tan diversas como la ética racionalista de Spinoza, la ecuación de felicidad y voluntad afirmativa que la doctrina nietzscheana del eterno retorno tiene la función de justificar o la parte mística del Tractatus Logico-Philosophicus, donde Wittgenstein concibe felicidad y valor en relación a actitudes o direcciones de la voluntad (Wittgenstein, 1922, p. 87). Como veremos, si a algo se oponen estos principios es a los de la psicología platónica con la que, paradójicamente, el imaginario popular (y no tan popular) los confunde. Platónicos son, en esencia, la soteriología cristiana, la concepción hobbesiana del estado de naturaleza y de los orígenes y finalidad del poder civil, o los resortes fundacionales del drama que el psicoanálisis freudiano describe y dice poder temperar. Pese a su coincidencia frecuente en la letra el espíritu del estoicismo se opone al de ciertas formas de cristianismo. La moderación del gentilhombre nada tiene que ver con la mortificación del anacoreta. La virtud a la que Rousseau exalta poco tiene del desapasionamiento que, porque ejercita, admiramos en Spinoza.

Porque son los defectos de la inteligencia los que generan los excesos de la voluntad, la psicología racionalista pretende aliviar a la voluntad mediante la ampliación del entendimiento.

Su punto de partida es la constatación de la servidumbre humana, respecto de los afectos, a cuya intensidad nos rendimos transformando nuestra vida en yuxtaposición de fragmentos y sucesión de discontinuidades, bajo el imperio de la fortuna y falta de homogeneidad y dirección, y respecto de las circunstancias, de las que, porque esperamos tanto, tantas decepciones obtenemos. Una vida dependiente e inestable, sumisa e infeliz, traspasada por los extremos de la satisfacción desatada y del sufrimiento sin límites, encadenada a cosas, lugares e individuos, prisionera de las pasiones a las que hemos alimentado y de las necesidades cuya insaciabilidad es nuestra miseria y cuya insatisfacción posible despierta nuestros temores: ésa es la enfermedad a la que el racionalismo se enfrenta. Cierto, también es su meta aminorar el sufrimiento del presente y el temor ante las pérdidas que pueda deparar el futuro, pero, a diferencia de otros sistemas éticos, no subraya tanto la anulación del dolor como la obtención de la tranquilidad anímica, la pacificación de los afectos como la despreocupación ante las obligaciones que originan y ante los compromisos que exigen. Más que su –inexistente– hipersensibilidad al dolor le mueve la humillación de su voluntad, que se pliega ante lo que desea pero no valora y ante lo que disfruta pero no recomienda especialmente. El racionalista se opone a los inconvenientes de la vida, pretende mitigar las pequeñas servidumbres diarias, aunque su peculiar disciplina también le resulte útil al enfrentarse a los grandes naufragios de la existencia. No perdamos en ningún momento de vista sus motivaciones: no es el afecto el que lo empequeñece, sino su sumisión a él; no es el deseo lo que su terapia combate, sino la intensidad de la que se reviste. Moderar la voluntad no es aniquilarla.

En cualquier caso, en la medida en que no somos dueños de nuestras circunstancias, la autonomía pasa, no por cambiar el mundo, sino nuestros deseos. Si la intensidad de la voluntad decrece decrecerá también el poder de la realidad. La frontera de lo externo no está en nuestra piel, está en nuestros afectos. En consecuencia, con independencia de lo que sea el caso y descontada una tiranía constante de nuestra naturaleza íntima infinitamente más inflexible que el despotismo de los acontecimientos, estará en nuestro poder llegar a ser libres.

Ésta es la descripción de los síntomas de la enfermedad. ¿Cuál es su diagnóstico? El racionalismo se especializa en una pormenorizada genealogía de las pasiones. Nos interesa subrayar dos de sus rasgos básicos: el componente intelectual que en ellas descubren y su dependencia de la parcialidad del sujeto, esto es, de un punto de vista singular que explica la debilidad de la voluntad en tanto que limitación del intelecto.

Son las opiniones y los juicios, las creencias y concepciones que acompañan a nuestra vida anímica las que le otorgan su peculiar vehemencia. Del mismo modo, es la hipertrofia del punto de vista subjetivo, la incapacidad de traspasar los límites del interés momentáneo y de una visión particular de las cosas, la imposibilidad de disociarse de sí mismo y de acceder a una perspectiva más objetiva, la causa de la sobredimensión metafísica que otorgamos por igual a nuestros infortunios y a nuestras satisfacciones. Atrapados en nuestra propia piel, medimos el mundo de acuerdo con nuestra fortuna, multiplicando indefinidamente nuestra desgracia al observar en ella la ira de los dioses y la confabulación del universo entero. Nuestra voluntad cede ante los afectos porque en su ceguera nuestro entendimiento les concede una importancia desproporcionada. Compensar esa tendencia, propia del actor, es lo que la ética del espectador sugerida por el racionalismo busca. Equilibrar nuestras opiniones, descargar de significación el drama humano, relativizar los despropósitos judicativos de la subjetividad, suavizar una servidumbre que obedece a una culpable ignorancia de nuestra verdadera posición en el cosmos, son las características de la terapia cognitiva a la que, coherentemente, recurre el racionalismo. Sus ingredientes específicos varían de acuerdo con el autor y la escuela: la racionalidad de la totalidad de los sucesos del cosmos permite al estoico reconciliarse con infortunios a los que transfiguran providencia y necesidad; la indiferencia de Dios modera las pasiones del spinozista; el escéptico, que, adelantándose a Davidson, sabe que “significado” y “verdad” son conceptos complementarios2, cuestionando su verdad, logra distanciarse de sus creencias y, por ello, de sus acciones. Lo que no cambia es la tesis de que será el conocimiento el que nos libere de la intemperancia de nuestros deseos. El mal no está en querer, sino en querer demasiado. “Demasiado” que es producto, no de un imperativo de la violencia que nos condena a la guerra de todos contra todos, no de una hipotética parte irracional del alma; sino de una dirección que el alma toma mientras no ve más allá de sí misma. Atenuar el imperio del momento es, sin embargo, factible. En eso consiste la racionalidad: en observar la pasión contra el trasfondo de la verdad, en una suspensión de interés que otorga urgencia a la filosofía y valor práctico al conocimiento. No hay que extirpar la voluntad para extirpar el mal. Una libertad moderada es posible en la medida en que ni libertad para algo implica libertad para todo ni los límites de la voluntad son los del mundo. En definitiva: el sabio podrá controlar sus pasiones condenando por igual los excesos del libertino y del asceta, que son desmesura del mismo yo, entusiasta, hipersensible, apasionado y sufriente. Repito: el dramatismo no es propio de lo que en definitiva es una escuela del desapego.

Pero ¿cuáles son las consecuencias políticas de la antropología racionalista?, ¿qué modelo de sociedad y de estado se deduce de una concepción del hombre que corrobora y venera las virtudes de la razón humana sin dejar de reconocer aquello de lo que la experiencia nos ofrece tantas y tantas muestras: el poder de nuestra ignorancia y la cruel preponderancia de nuestro yo; que no vacila en señalar, con Rousseau, que la constitución del estado es “el proyecto más reflexivo que haya surgido jamás del espíritu humano” (Rousseau, 1758, p. 179), pero que tampoco teme mostrar que el mismo que reflexiona padece y que si el estado es hijo de la racionalidad también es nieto de la necesidad y el fracaso?

Dicho modelo queda más claramente perfilado si lo contrastamos con el paradigma opuesto: el de la filosofía política de Hobbes. Ejemplo sobresaliente de autoritarismo, culminación lógica de una antropología platónica liberada del lastre de sus inconsecuencias, sus mismos límites nos conducen de forma inexorable al modelo político alternativo: razonable, moderado, realista.

La teoría hobbesiana es calvinismo sin redención. Su antropología, radicalmente pesimista, introduce en el corazón mismo de la naturaleza humana la irracionalidad depredadora, la voluntad ilimitada, imprudente y voraz, el imperativo trágico de un deseo que en su insaciabilidad destructiva se vuelve contra sí mismo, la marca imborrable de Caín y de la Serpiente3. Sin embargo, Hobbes no suscribe las esperanzas soteriológicas del platonismo (y de las religiones inspiradas por él). ¿Cómo extirpar nuestro demonio interno sin aniquilarnos a nosotros mismos? ¿Cómo negar nuestra voluntad sin negarnos? ¿Cómo podremos controlar nuestros apetitos si son ellos los que nos dominan? En el mejor de los casos, la triparticición del alma platónica es nuestra condena. En el peor (y más consecuente), pasa a concebirse el alma en una dúplice simplicidad: de sustancia y de dirección. La voluntad dirige a la razón. Se independiza la irracionalidad, la parte se transforma en todo, permanece del platonismo el impulso interno mientras es abandonada la pluralidad de pulsiones. La mente deja de ser el escenario de un drama, pero su condición no se beneficia de la contingencia. Empeora incluso, pues ni siquiera el mal mediocre, equilibrio entre afectos irreconciliables, en el que embarrancaba al hombre común el platonismo, es una posibilidad. En resumen: el espíritu matemático de Hobbes le conduce a la tesis cartesiana de la simplicidad del alma (Descartes, 1649, p. 346). Pero no a una simplicidad vacía, sino a la simplicidad de un principio rector único, de un conato singular, del viejo hegemonikón del helenismo. El contraste con la psicología racionalista no podría ser más evidente: aquí, son las exigencias del papel que el individuo desempeña en el gran teatro del mundo las que dirigen sus acciones, y no los demonios de su naturaleza; aquí, es la seriedad con la que seguimos el guión que las circunstancias nos dictan, nuestra incapacidad para ver más allá de las anteojeras de nuestro personaje (conocimiento de primera persona), lo que nos impide moderar nuestras pasiones, y no su exaltación natural; aquí, son la ignorancia y el peso muerto de la historia las raíces del mal, y no la naturaleza; aquí, somos maleables al conocimiento, y no prisioneros de una larga noche de piedra.

La psicología hobbesiana mejora al platonismo porque reconoce aquello que las categorías de éste le impedían tan siquiera representar: el mal extremo, la dinámica de una voluntad sin límites. Se equivoca, sin embargo, al asignarle causas a ese fenómeno: es una sociedad sin limitaciones la que borra los límites de nuestra conducta, una sociedad que absolutiza la libertad la responsable de los males infinitos de la libertad absoluta. Con ello, no se difuminan responsabilidades: se les asigna su lugar correcto. Los valores sociales reproducen opiniones erróneas. Moderar sus efectos es ampliar nuestro conocimiento, esto es, rectificar una ignorancia en lo que respecta al origen, finalidad y límites del estado que, más que alimentar nuestras tendencias innatas, modela nuestro carácter con los cinceles de la creencia y del juicio. No se equivocaba Chesterton cuando decía que para conocer a un hombre hay que conocer su filosofía. La mala filosofía genera malos hombres. Los individuos no son, tal como creía Hobbes, átomos impermeables.

El modelo político hobbesiano se construye con los materiales de su antropología. La función del pacto social es la neutralización de las consecuencias perniciosas de una naturaleza humana que se sabe irredimible. Si la imposibilidad de la convivencia pacífica se deduce de dos factores: nuestra naturaleza y el derecho de todos a todas las cosas (la libertad absoluta) propio de la condición pre-civil; y la primera es inmodificable, sólo la suspensión de la libertad garantizará la supervivencia. Pero ¿quién garantiza esa suspensión? La libertad sin límites del soberano, que acumula el derecho y el poder del que se han despojado sus súbditos. De este modo, el estado civil es estado de naturaleza depurado y concentrado en un punto y el equilibrio entre libertad absoluta y pluralidad de hombres libres se logra, no mediante una limitación común de las libertades de la que se obtiene ese mínimo de libertad, racional, moderada y compartida, característico de las sociedades constitucionales, sino mediante una redistribución, no de la cantidad de libertad (pues, según Hobbes, la libertad o es total o no existe), sino del número de sus beneficiarios, que, haciendo libre a uno solo, evita la competitividad despiadada que resulta de la libertad inmoderada de todos. La dinámica de la voluntad omnívora justifica las ecuaciones complementarias libertad-libertad absoluta y servidumbre-servidumbre absoluta. Libertad, de acuerdo con Hobbes, significa capricho. Y, por supuesto, sólo si uno es libre para todo todos podrán ser libres, no en el sentido en que “libertad” se aplica al ciudadano, sino en una acepción espúrea cuyo referente es el esclavo que se beneficia de la paz y la preservación de su vida. Solitudinem faciunt, pacem appellant4.

En cualquier caso, lo que resulta curioso es que, pese a las preferencias políticas personales del autor de De cive: monárquicas, de acuerdo con su modelo sea irrelevante quién sea el soberano, puramente accidental si el único libre es una asamblea, una mayoría o un individuo. Lo único que importa es que, para que podamos comprar la paz al precio de la libertad, quien detente la soberanía se encuentre por encima de la ley, o, mejor dicho, que su voluntad, cuyo derecho alcanza lo que alcanzan sus cañones, sus bayonetas y sus verdugos, sea la ley. En este sentido, el decisionismo populista de los demagogos contemporáneos, que subordinan la ley a los humores del público (legitimando, de paso, las subversiones de la legalidad refrendadas por las urnas: caso de Alemania en 1933) parece una versión carnavalesca y grosera del autoritarismo extremo. Repito: no es el número de quienes lo ostentan, sino la calidad de su poder, lo que distingue libertad y esclavitud, auctoritas y potestas, sociedad y soledad.

Las deficiencias de este paradigma son evidentes:

En primer lugar, porque se sostiene en un ejercicio suicida de irracionalidad. Quienes entregan su libertad para obtener la paz, desprendiéndose imprudentemente de la condición de posibilidad misma de la moderación y del orden, pierden la primera sin lograr la segunda. El soberano depredará impunemente sobre sus súbditos. Se acentuarán las miserias de un estado de naturaleza que la sociedad civil, más que anular, consolida. La única paz posible (y, finalmente, deseable) será la paz perpetua, es decir, la de los paredones y las cunetas.

En segundo lugar, porque, pese a los esfuerzos de Hobbes por convencernos de que las fuentes de la legitimidad política son la decisión libre y el pacto sin coacciones, identifica de hecho legitimidad y poder, derecho y fuerza. Los orígenes del estado en nada contribuyen a sus credenciales: vale tanto el derecho de conquista como la constitución libre de la sociedad civil. Es más, igual que nada que no sea la pura violencia vincula al ciudadano al estado (ni veneración ni respeto ni prescripción: sólo temor que la impotencia disuelve), nada que no sea represión garantiza el pacto. Ni la racionalidad respalda la firma del convenio ni ayuda a preservarlo: son la fuerza del número5 y la del soberano quienes cumplen ambas funciones.

Finalmente, porque los elementos de su filosofía política resultan de una combinación paradójica de causas sin efecto alguno. Se requiere racionalidad para constituir el estado, pero sin una naturaleza pulsional que impide la superación prudente de la guerra de todos contra todos no se obtiene el estado ilimitado, la versión concreta de estado que Hobbes pretende justificar. Al final, ni Estado ni autoritarismo. No es de extrañar: pues moderación y sociedad se coimplican. Hobbes se impacientaba con la irracionalidad de quienes se rebelaban contra Carlos I. Pero ¿con qué derecho?, ¿con el de su filosofía?... Quien no tiene más opción que la de ceder a sus apetitos será por naturaleza un rebelde. ¿Cómo buscar paz si las causas del conflicto viajan con nosotros? ¿Cómo no esperar resistencia si el peso de la prudencia es insignificante en relación con el de nuestra naturaleza? La misma razón por la que en este caso nos preguntamos: ¿cómo no va a ser rebelde?; justifica una segunda cuestión: ¿cómo va a ser ciudadano?

Los errores de Hobbes son, así, los previsibles resultados de una antropología deficiente, que hace caso omiso de la racionalidad humana y que, prestando demasiada atención al hecho de que el estado es el menor de entre dos males, pierde de vista que también es un bien: el lugar natural de la perfectibilidad del hombre. Un ciudadano no es tan solo alguien que sobrevive. Es, sobre todo, un hombre libre.

En contraste, la fidelidad a la lógica y a los hechos es la marca característica del modelo político conservador. Su principio fundacional es la correspondencia entre los efectos y sus causas. El Estado, mecanismo sutil que revela artificio y planificación tanto en la constitución de sus cimientos como en la tarea generacional de añadir, eliminar y pulir sus partes, requiere, como causa eficiente, la cooperación espontánea de sus futuros miembros, como causa formal, el ejercicio de la racionalidad, como causa ocasional, las debilidades de la naturaleza humana dejada a su propio arbitrio. En él se dan cita necesidad y diseño, parcialidad y objetividad, luces y sombras de nuestro espíritu finalmente conciliadas en los orígenes y función del edificio político. Nada se pierde, todo se transforma: los afectos se moderan, la razón pasa a ser patrimonio de los menos sabios.

El Estado es la respuesta al problema de la convivencia racional: ¿Cómo obtener moderación sin disponer de conocimiento? Es decir: ¿Cómo lograr que convivan voluntades e intereses opuestos sin depender para ello de las buenas intenciones o de la sabiduría de uno o varios de los miembros de la sociedad política? El problema del legislador es, en la pluralidad de individuos, análogo al que afronta el psicólogo racionalista que trata de aliviar la intensidad de las pasiones. Sin embargo, el uso de la razón varía en ambos casos: para el estoico, es teórico; para el legislador, debe ser práctico. La sabiduría es escasa, el conocimiento difícil. Consecuentemente, el papel de la racionalidad en política es constructivo, no ilustrativo: busca los beneficios de la moderación sin contar con que sus receptores, bien por la urgencia de la práctica o por la dificultad en la teoría, atraviesen la escabrosa senda del conocimiento y del distanciamiento. El Estado es resultado de una razón consciente de su impotencia. La terapia vertical que convierte al sujeto en señor de sus pasiones deviene en el mundo público mecanismo institucional y sistema de contrapesos que, restringiendo por igual a todos, hace que todos sean igualmente libres.

Parcialidad y exceso son las marcas del estado de naturaleza. Allí, nadie podrá recoger los méritos de su virtud. Nada garantiza el derecho sino el ejercicio de la fuerza. Nada detiene la fuerza sino una fuerza mayor. Depende de cada cual preservar su seguridad y aplicar su justicia, de forma que ni hay límites para el estallido de las pasiones ni la moderación en el carácter, desaconsejada por la prudencia, genera resultado alguno. Sin confianza en el futuro, inmersos en una violencia extrema que no resulta de su naturaleza, sino de su desprotección, hombres en tal condición podrán postularse, pero no describirse.

Su libertad absoluta es la causa de su falta de libertad. Por tanto, será su restricción lo que los proteja, libere y dignifique. El Estado es al tiempo el creador y el guardián de nuestros derechos. Lo que define a la sociedad civil es que en ella nadie puede preservar su libertad absoluta, situarse por encima de la legalidad, conservar intacta una capacidad para hacerlo todo que, impidiendo la libertad de cualquiera que no ejerza la summa potestas, hace al súbdito esclavo de los caprichos del soberano y a éste de la fortuna a la que su intemperancia desata y de la violencia que su violencia legitima y fomenta. En sociedad nadie gana derecho a más cosas o más derecho respecto a lo mismo, por el contrario, desaparece en todos el derecho natural para que pueda nacer el derecho civil, que no es derecho por concesión, sino por razón, y que no es derecho respecto a esto o lo otro, sino, por decirlo así, derecho al derecho: todo lo demás es irresponsabilidad, naturaleza y barbarie.

En todo caso, la libertad ilimitada es licencia para la depredación, perpetuación del estado de guerra, invitación al ejercicio de la violencia, anulación de la ley y subversión de la seguridad y de la permanencia que acaban de constituirse. Sólo si, bajo la ley, todos somos igualmente libres puede serlo uno: cuando ese uno es expoliado de los frutos que legítimamente le pertenecen, cuando la voluntad popular sanciona la suspensión de sus derechos, la expropiación de sus bienes, tanto materiales como espirituales, con la excusa del bien común o con la aparente legitimidad jurídica que se concede por defecto a la excepción, retornamos a la arbitrariedad, nos convertimos todos en víctimas, perdemos, con su razón de ser, el estado y el derecho, y, por ello, recuperamos también el derecho natural de resistencia. El mal no radica en la libertad absoluta de todos, sino en la libertad absoluta, sea de cuantos fueren. Sólo la libertad racional, no atentando contra el derecho de nadie, nos permite ser libres en lo que nos corresponde. ¿En qué ley se amparará quién transgrede la ley? ¿A qué derecho recurrirá César para detener el puñal de Casio? ¿A qué Constitución apelará quien hizo de su capricho marco jurídico?... El estado es legítimo no porque cuente con el asentimiento de todos, sino porque beneficia a todos por igual, porque todos ganamos el mismo derecho: quien obtiene mil talentos por su trabajo, a sus mil talentos, quien gana uno sólo, a su unidad. La ley protege al pobre de la avaricia del poderoso y al rico del resentimiento del miserable: ambos recurren al mismo tribunal, a ambos ampara la misma justicia, ambos cuentan con idéntica protección. En eso, precisamente, consiste un estado de derecho. Por eso, precisamente, la finalidad del estado es la libertad.

Es importante que cobremos consciencia de que las funciones del estado son garantizar el funcionamiento, la independencia y la imparcialidad de la judicatura; solidificar en tablas de la ley los derechos de cada cual y diseñar los mecanismos para su preservación y transmisión; constituir un instrumento ejecutor de las leyes y de las sentencias dotado de suficientes recursos para ejercer su función con eficacia; prevenir el exceso de poder, corregir la fuerza y sustituirla por el derecho. El resto excede sus competencias. ¿Proporcionar propiedad, estipendios y trabajo a todos? A costa del trabajador honrado y de sus impuestos. A expensas de la libertad de todos. A cuenta de la iniciativa y del progreso. Buen inicio de nuevos mundos felices. El Gran Hermano sonriendo complacido en un futuro no muy distante. ¿Garantizar el derecho a la educación pública? Mientras no se lo confunda con el deber de los buenos resultados y del aprendizaje nulo, con la democracia de la ignorancia y de la degradación. ¿Preservar los derechos absolutos de la naturaleza? Así opera la retórica del pillaje. Precisamente, sólo es posible la convivencia cuando estos derechos se moderan y se transforman. El derecho absoluto a la libertad es anarquía y asesinato. El derecho absoluto a todo y a todos, estupro, bestialidad, esclavitud y robo. La propiedad no es un robo. Robo es la apropiación de lo que pertenece a otro, apropiación que, si bien convierte en ladrón tanto al jefe del estado como al delincuente anónimo, hace al primero infinitamente más culpable.

En todo caso, no olvidemos que la libertad racional es mucho más que la única libertad posible dadas las limitaciones impuestas por el defectuoso material humano, una libertad realizable pero constreñida, sujeta al principio de realidad y, como tal, irreal si la medimos de acuerdo con el patrón de la idealidad. En absoluto: es la libertad realizable e ideal, el punto en el que coinciden nuestras posibilidades y nuestros sueños. La ilusión del divorcio de lo posible y lo deseable es producto de una confusión categorial compartida (como sus más irrenunciables principios) por libertinos y cortesanos, por quienes permiten que sus placeres los esclavicen o por quienes, desconociendo el significado de “obediencia honorable”, consideran un honor rendirse ante los placeres del amo: la noción de que libertad es satisfacción del capricho. Ignoran ambos que un hombre libre ni es siervo de sus afectos ni de la incontinencia del soberano. Libertad no es poder hacer cualquier cosa, sino no tener que ceder a la violencia, sea de las pasiones o de los individuos. En este sentido, no le falta razón a Rousseau cuando señala que el estado nos fuerza a ser libres: la constitución y las leyes crean las condiciones que atemperan por igual al justo y al pecador, que previenen el saqueo del segundo y la cólera del primero. Justicia no es venganza. Predecir sus consecuencias es mitigar los actos. El demagogo vende a sus oyentes una libertad corrompida, compromete a las masas con sus acciones, quemando la ley quema los barcos e impide la condición misma para no quedar prisioneros de por vida de nuestros actos: su moderación. Lo que en la vida privada es la lógica del delincuente, en la pública son los silogismos de una voluntad popular sin censura. El primero, queda a merced de la ley. La segunda, a merced de su imparable dinámica. Porque todos somos minoría en algún aspecto, la violencia de las mayorías es atentado de todos contra todos.

Me resta una observación importante, referida tanto a las estrategias y consecuencias del jacobinismo como a los recursos con los que cuenta la tenaz resistencia conservadora, una resistencia de cuyo éxito depende la posibilidad de la convivencia. El único estado posible es el estado de derecho. Anarquía y despotismo, estado de guerra y confusión de legitimidad con fuerza numérica, son diferentes nombres para el mismo fenómeno. Nos venden la sociedad perfecta. Compramos por el mismo precio lo imposible y el Milenio.

Nuestra paradoja es: los gobiernos se hacen cada vez más fuertes; crece, pese a ello, la anarquía. Nuestra respuesta a la paradoja: se trata de efectos complementarios de la misma causa.

 

3. CONCLUSIÓN. LAS RESERVAS DEL CONSERVADURISMO

De Spinoza a Russell Kirk, el pensamiento conservador se ha caracterizado tanto por la intensidad de sus recelos respecto al gobierno como por su respeto y veneración al estado.

Estado y gobierno: el primero, un delicadísimo organismo que se extiende tanto en el tiempo como en el espacio, natural en la medida en que la supervivencia sin justicia no es posible, artificial porque clausura el estado de naturaleza, crea un derecho que ni se identifica con la fuerza ni se somete a ella, posibilita una libertad incapaz de prosperar más allá de sus templados límites y contrarresta eficazmente la tendencia de la naturaleza a la degradación y al desorden; el segundo, el necesario instrumento del estado, la herramienta que lo preserva y lo encarna, la potencia que, en un justo orden de cosas, es el brazo de la ley, pero cuyo mismo poder transforma en principal amenaza para la sociedad civil, en centro de intrigas, conspiraciones y usurpación, en lugar natural del arribista, del demagogo, del tirano. La facilidad con la que podemos acabar reos de un gobierno (escenario cuya posibilidad, desde el momento en el que las necesidades y novedades militares del origen de la Edad Moderna dieron lugar a ejércitos profesionales bajo las órdenes de los monarcas, no ha hecho más que aumentar), explica el prudente sistema de contrapesos con el que las democracias constitucionales han logrado obstaculizar a sus gobiernos. Cámaras altas, privilegios locales, sufragios censitarios, costumbres inviolables, vetos de la monarquía, marcos constitucionales, decisiones jurídicas, regulaciones de protección de la propiedad, tribunales supremos, representación por grupos de interés o por órdenes sociales…: todas ellas, barreras eficaces contra la acumulación de poder, murallas y terraplenes que salvaguardan nuestras libertades, partes integrantes del estado que, anulándose entre sí, permiten la preservación del todo. Alguien podría sugerir, sin equivocarse, que la tarea de los buenos políticos es disminuir la eficacia de los gobiernos: la ayuda que de este modo proporcionan a sus conciudadanos es inestimable.

Sin embargo, cada vez son menos abundantes los buenos políticos. Desde hace dos siglos, asistimos a una erosión constante de los diques que nos resguardan de los gobiernos omnicompetentes. Las causas de este proceso son variadas. Me interesa que ahora prestemos atención a una de ellas: el dogma de la omnipotencia de la voluntad popular, que se traduce en invitación al exceso bajo la escarapela de una razón espúrea y en llamamiento general al desmembramiento del estado en nombre de una libertad de la que sólo uno se acabará beneficiando: el gobierno despótico, la oligocracia de la ausencia de ideas y de la falta de escrúpulos. Embriagándonos con nuestros “derechos innatos” los gobiernos nos usan de carne de cañón en su guerra contra el estado. Acabamos así luchando y muriendo contra nuestras libertades.

En más de una ocasión hemos señalado, frente a las teorías del mal radical, que el origen del mal no es nuestra naturaleza, sino nuestra debilidad. Esa debilidad es maleabilidad, dependencia desproporcionada de las circunstancias, dificultad generalizada para asumir una perspectiva de tercera persona6 y para, ejercitando nuestra racionalidad en la vida ordinaria, templar la intensidad de nuestras emociones con la prudencia de nuestra reflexión. Debemos distinguir entre estado de naturaleza y naturaleza humana. El primero, una hipotética situación en la que el derecho de cada cual alcanza lo que alcanza su poder y en la que todos gozan la misma libertad para todo: tales condiciones generan una determinada versión humana, una dinámica de la voluntad que, permeable a las circunstancias, desaparecerá con ellas. La segunda, cierto carácter plástico en el que se combinan la pasividad ante el entorno y la capacidad de transformarlo activamente mediante el empleo de la razón, o, en otras palabras, un compuesto de afectos y servidumbre por una parte y de libertad y racionalidad por otra. Lo importante es que tengamos en cuenta que el estado de naturaleza es una condición humana, y no lo que queda del hombre cuando lo despojamos de sus rasgos históricos, esto es, el centro inmutable, ahistórico e impermeable que configura su –hipotética– esencia.

Posiblemente el estado sea la creación más perfecta de nuestra racionalidad. Se trata de un juego de circunstancias (del que forman parte costumbres, opiniones, preceptos, reglas morales y de conducta, prisiones y vergüenza) configurado artificialmente de forma que quienes respondan a él imiten en sus acciones los actos mesurados de un agente racional. No que los imiten, sino que los reproduzcan en tanto que efectos idénticos de diferentes motivaciones. El sabio actúa guiado por la razón. El ciudadano lo hace de acuerdo a ella. El Estado es racionalidad transformada en hábito, moderación por tradición y costumbre, convivencia sin conocimiento. Su finalidad es la creación de una tipología humana que es racional por participación. En ello muestra el artífice su providencia: tiene en cuenta las debilidades de nuestra naturaleza y, en consecuencia, adapta a ellas los dictados de la racionalidad; reconoce la inercia de nuestras opiniones y respuestas, y, así, alienta la construcción de un personaje que, aún careciendo de la profundidad del sabio, con su sola presencia acusa a nuestro tiempo de oscuridad y barbarie.

Pero ¿qué pasa cuando se pisotea lo más sagrado; cuando ambición y retórica transforman el honor en dogma, la libertad en ilusión, la decencia en prejuicio, la moralidad en absurdo, la ley en explotación y la moderación en represión; cuando se derrumban todas las barreras y se grita a los cuatro vientos que la obediencia a la ley es insensata y que tradición contradice a razón? ¿Consultarán entonces los pueblos al tribunal de la racionalidad? ¿Será allí donde se decida la disputa? ¿O vencerá quién disponga, primero de la voz más potente, más tarde del mejor cañón? Porque sólo la santidad de la tradición protegía al estado de la ambición y de la ignorancia de la mayoría, demoler esa barrera, convencer a todos de que todo lo pueden ensuciar, manosear, rebasar y rectificar, es comprometer el edificio entero de nuestra seguridad, de nuestra convivencia, de nuestra libertad y de nuestro futuro. Afilan los verdugos sus machetes en retaguarda. ¡He aquí el poder de las opiniones! ¡La historia sangrienta y bufonesca de los dos últimos siglos! Una vez que todo es cuestionado nada puede erigirse ya si no es a partir de la fuerza y del terror. El orden acaba donde las armas alcanzan. Inseguridad y sometimiento se alimentan mutuamente. Nuestros antepasados no dejaban de exigir nada de lo que la razón dicta. Nosotros, que sólo reclamamos lo que nos humilla y nos aniquila, somos despojados en nuestros delirios de lo que nos pertenece.

Sin embargo, aunque el estado civil es una circunstancia, se trata, porque es la única vivible, de una circunstancia permanente. Un estado perfecto de naturaleza resultaría insufrible. El orden sin derecho dura lo que el legado legal con el que convive, legalidad que limita, suaviza e imperceptiblemente encadena la voluntad del príncipe. Si no, es o estado de naturaleza o su preámbulo.

Este hecho explica tanto que los vociferantes principios de la revolución no hayan sido capaces de resquebrajar el imperio de la ley como que esos estados afortunados en los que la larga historia de sus libertades y la solidez de sus constituciones pudo compensar con creces la oratoria de los entusiastas hayan podido atravesar el océano tumultuoso de los derechos innatos del hombre, la voluntad popular, la barricada y el gulag en el que se han hundido imperios, sin apenas sobresalto alguno. Es él el que justifica nuestra esperanza: los peligros de la exaltación son reales, pero limitados; encrespan y sobresaltan, pero raramente hunden; vierten sangre, pero, porque atentan contra los cimientos de nuestra naturaleza: supervivencia y racionalidad, y porque su última parada es el caos, no recogen fruto alguno. Lloramos a las víctimas de la historia. Intentamos que no se reabran las fosas comunes profetizadas por la ira. Pero, porque entre la aniquilación y el derecho no hay nada, confiamos en que la misma espectacularidad de la blitzkrieg de las líneas revolucionarias sea la causa de su perdición: a nuestra resistencia, que cuenta con las fuentes ilimitadas de la naturaleza humana, nunca le faltarán recursos; a ellos, que únicamente disponen del impulso momentáneo del entusiasmo y de la efervescencia feroz pero inconstante, que cuanto más se alejan de su origen más disminuyen sus efectivos, no le sobrarán nunca. Por eso hablaba arriba de la adaptabilidad de los principios conservadores: son flexibles a las circunstancias porque las trascienden. Repito: hay convivencia mientras hay derecho. Nuestra situación es la de una anarquía verbal que explota de cuando en cuando. Preferiríamos que las opiniones rectas previniesen esas explosiones. Pero, al menos, los hechos siguen tozudamente frenando a los discursos.

Las reservas del conservadurismo son la racionalidad, la moralidad y el corazón. Una racionalidad que conjuga verdad y sentido, que vincula teoría y práctica, que vivifica su reflexión con humanidad y que, guiando nuestras acciones, se transforma en sabiduría. Una moralidad que se manifiesta, más que en principios, en gestos, más que en prohibiciones, en el espíritu de nuestros actos, más que en el odio contenido del moralista, en la rectitud y la bonhomía del caballero. Corazón, en fin, porque la patria del conservador son los sueños. Apela a nuestra infancia; al rocío, la lumbre y la niebla; a esos retazos de memoria que nos vinculan afectiva y definitivamente a un lugar, una comunidad y una lengua; a esas imágenes cuya belleza y felicidad perfectas buscamos recuperar fugazmente durante toda nuestra vida adulta. Apela a nuestra nobleza; a la lealtad sin deshonra, al orgullo sin soberbia, a la virtud sin vanidad, al sacrificio que no busca testigos.

La masa no tiene sueños. La fábrica carece de raíces. El demagogo obtiene el asentimiento de nuestro bajo vientre, pero nada más. Antipoético, su mundo es el del interés y el momento.

La imaginación, que es libertad, racionalidad y belleza, habita otros universos.

 

REFERENCIAS

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Recibido: agosto 31 de 2009 Aprobado: octubre 26 de 2009

 

* El presente trabajo forma parte del vigente Proyecto de Investigación FFI2008-00866 “Cultura y religión: Wittgenstein y la Contra-Ilustración”, de la Universidad de Valencia, a cargo del Prof. D. Vicente Sanfélix Vidarte. Financiado por el Ministerio de Ciencia e Investigación del Gobierno de España.

** Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Salamanca (2003). Profesor Encargado de Cátedra en la Facultad de Filosofía de la Universidad Pontificia de Salamanca. Líneas de investigación: epistemología, filosofía analítica, filosofía política y del derecho, Wittgenstein. Dirección electrónica: modestomga@hotmail.com

1 Macpherson (1962, p. 93) muestra cómo esta tesis impide a Hobbes introducir en su filosofía política la noción de “clase social” y, por tanto, cómo la constriñe a una dialéctica en la que intervienen únicamente dos componentes: el interés atómico de los individuos y la voluntad del soberano. Obviamente, de aquí se deducen las limitaciones complementarias del individualismo intraspasable y del absolutismo político. Sólo la independencia de la sociedad civil y la autonomía de los complejos intereses de las partes que la constituyen puede evitar los extremos de la anarquía y del poder ilimitado. Capacidad de obstaculización y racionalidad organizadora: el interés de clase suaviza eficazmente el poder sin generar por ello el caos.

2 Una de las claves de la originalísima posición epistemológica de Davidson es la denuncia del “necesario divorcio de verdad y significado” (Davidson, 1983, p. 231), que el autor norteamericano considera deficiencia fundamental de las teorías del conocimiento modernas.

3 Me ciño a la interpretación más popular de Hobbes, de acuerdo a la cual éste atribuye al hombre una tendencia natural al mal. Soy, sin embargo, consciente de que, tal como ha subrayado Macpherson (Macpherson, 1962, pp. 17-46), algunos textos de Leviathan sugieren una lectura distinta. Habría individuos capaces por sí mismos (sin el recurso de la violencia absoluta y organizada del estado) de moderar sus pasiones y de controlar su voluntad, de forma que la guerra de todos contra todos propia del estado de naturaleza, más que resultado del imperativo de la violencia, reproduciría la dinámica característica de condiciones económicas y sociales concretas: las de un capitalismo complejo o sociedad de mercado posesiva (Possessive Market Society). De acuerdo con esta línea de interpretación, Hobbes no estaría describiendo la naturaleza humana, sino a sus contemporáneos. Su prescripción de un poder omnicompetente implicaría, en dicho supuesto, un requisito circunscrito a la tipología psicológica que el capitalismo individualista y posesivo origina. No pueden negarse la atracción y plausibilidad de esta lectura. Sin embargo, Hobbes mismo deambula entre ambas alternativas, priorizando precisamente (bien por razones lógicas o retóricas) la que ha pasado a considerarse lectura canónica.

4 “Siembran la desolación, y a eso le llaman paz.” (Tácito, p. 47)
Spinoza alude a este pasaje cuando, criticando implícitamente el modelo político de Hobbes, escribe: “Por lo demás, aquella sociedad cuya paz depende de la inercia de unos súbditos que se comportan como ganado, porque sólo saben actuar como esclavos, merece más bien el nombre de soledad que de sociedad.” (Spinoza, p. 120).

5 Quienes privilegian el número como fuente de legalidad, no veneran la cantidad, sino su fuerza. Como bien vio Rousseau, ni el bien común es necesariamente bien de la mayoría ni la voluntad general es voluntad de todos. Los revolucionarios no halagan a la multitud por su juicio certero, lo hacen por la facilidad de su manipulación y por sus virtualidades pugilísticas. El jacobino aspira a ser el entendimiento inválido que sobre los hombros poderosos de una voluntad ciega le marca el camino. Usualmente (Manuel Azaña como caso paradigmático) acaba aplastado por las mismas fuerzas a las que desencadena.

6 La dialéctica primera-tercera persona y su función preponderante en debates y expectativas constitutivos de la epistemología, la metafísica, la filosofía de la ciencia y la ética, han sido temas estudiados especialmente por Thomas Nagel (Nagel, 1986).

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