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Opinión Jurídica

versão impressa ISSN 1692-2530versão On-line ISSN 2248-4078

Opin. jurid. v.8 n.16 Medellín jul./dez. 2009

 

REFLEXIONES EN HISTORIA JURÍDICA

La laicidad, diseño constitucional del Estado. La perspectiva de Tocqueville*

 

Secularism. Constitutional Design of the State. Tocqueville’s Point of View

 

 

Iván Garzón Vallejo**

 

 


Resumen

El estudio de la obra de Alexis de Tocqueville suele destacar la compatibilidad entre la religión y la democracia. A partir de la experiencia que conoció de primera mano en los Estados Unidos, y que plasmó en La democracia en América, este planteamiento es funcional a su pretensión de iluminar el contexto político francés post-revolucionario. Este artículo se propone leer a Tocqueville a la luz de la realidad político-religiosa contemporánea, para sugerir que, en este autor del siglo XIX se encuentran esbozados los elementos teóricos más significativos de la laicidad como diseño constitucional del Estado esto es: la separación entre la Iglesia y el Estado; y el reconocimiento de la persona como fundamento de tal diseño constitucional. La perspectiva tocquevilleana conjuga los enfoques sociológico, jurídico y filosófico político, aportando claves de interpretación del denominado Estado laico.

Palabras clave: Secularización, Estado, laicidad, democracia, Tocqueville, Estado laico.

Abstract

The study of Alexis de Tocqueville’s work usually emphasizes compatibility between religion and democracy. From his direct experience in the United States (narrated in his book Democracy in America), this statement is functional when it intends to lighten post-revolutionary French political context. This article is intended to read Tocqueville’s works in the light of a contemporary political-religious reality, suggesting that works of this XIX century author outline the most meaningful theoretical elements of secularism as a constitutional design of the State; that is, separation of Church and State; and acknowledgement of the person as the basis of such constitutional design. Tocqueville’s perspective combines sociological, juridical, and philosophical-political approaches, thus giving some hints for interpreting the renowned secular State.

Key words: Secularization; State; secularism; democracy; Tocqueville; secular State.

 

1. INTRODUCCIÓN

Son muchas las facetas que ha mostrado Alexis de Tocqueville, brillante intelectual francés nacido en París el 29 de julio de 1805, y fallecido a causa de una tuberculosis en Cannes el 16 de abril de 1859. Su vida pública transcurre entre el derecho –su profesión–, su labor política – como diputado y constituyente–, y las letras –su pasión y gloria futura–. En Tocqueville convive la praxis política con su vocación intelectual (Aguilar, 2008, pp. 21-64). Pero sin duda, en medio de la pluralidad de aspectos en los que se destaca en su vida pública, el autor alcanza su mayor brillo con la descripción teórica de la democracia estadounidense, en una obra escrita luego de un periplo de nueve meses por este país. Allí combina una perspectiva al tiempo sociológica, filosófico-política e histórica. En efecto, La democracia en América es uno de los libros más editados, leídos y citados en Occidente, y especialmente en los Estados Unidos (Mélonio, 2007, pp. 5-16), donde sigue siendo considerado un acertado retrato de la nación.

Escribe Alexis de Tocqueville (2001, p. 294) que, a su llegada a los Estados Unidos, el aspecto religioso del país fue lo que sorprendió primero su mirada. Para los lectores de la obra tocquevilleana, esta observación no representa un dato aislado, más aún si se tiene en cuenta que, “ya desde los albores de la República, la búsqueda de libertad de Estados Unidos ha sido guiada por la convicción de que los principios que gobiernan la vida política y social están íntimamente relacionados con un orden moral, basado en el señorío de Dios Creador” (Benedicto XVI, 2008). Así las cosas, el estudio del papel que desempeña la religión en una sociedad profundamente democrática como la norteamericana es, sin duda, uno de los aspectos más sobresalientes de su obra, aspecto novedoso si se lo compara con otros autores modernos como Hobbes o Rousseau, quienes se encuadran en la tendencia dominante de la secularización de instrumentalizar o neutralizar la religión (Garzón, 2009, pp. 67-90). En efecto, el mismo autor hace notar que, entre los norteamericanos, la religión no se mezcla nunca directamente con el gobierno de la sociedad, y aún así, debe ser considerada como la primera de sus instituciones políticas (Tocqueville, 2001, p. 292). La constatación de esta realidad en suelo estadounidense ayuda a entender porqué, al final de su vida confiesa que “la unión de la religión y el liberalismo ha sido una idea que ha estado más constantemente presente a mi espíritu” (Maestre, 2007, p. 209).

En ese contexto, este trabajo se ocupa de un aspecto que, si bien suelen destacar los lectores e intérpretes de la obra tocquevilleana, no se repara suficientemente en las consecuencias históricas y normativas de su planteamiento. Es decir, se suele resaltara –como es patente y prolijo–, que en la obra tocquevilleana hay una destacada valoración del papel de la religión en la democracia estadounidense, y ello adquiere relieve de cara a la pretensión del autor de iluminar otras realidades –como la francesa– con las bondades de la experiencia que conoció personalmente y que tanto admiró. Sin embargo, voy a intentar leer a Tocqueville a la luz de la realidad político-religiosa contemporánea, con el propósito de sugerir que en este autor del siglo XIX se encuentran los elementos teóricos más significativos de la laicidad como diseño constitucional del Estado moderno. Dicho diseño se plasma históricamente en el siglo XX, específicamente en la Constitución de la IV República francesa de 1946, en la que si bien adquiere un enfoque más bien laicista1, se acuña el término “laicidad” para definir a la nación. En efecto, a partir de 1905, con la promulgación de las leyes de separación Iglesia-Estado, se configura el Estado laico “a la francesa”. Así, el reconocimiento del factor religioso como un poderoso componente sociológico unitario y cohesionante de la nación, no es sino el punto de partida del desarrollo que Tocqueville sugiere para la forma constitucional y normativa del Estado moderno.

Es decir, mi hipótesis de trabajo consiste en que, en el autor de La democracia en América se halla el esbozo teórico, a medio caballo entre lo sociológico, lo jurídico y lo filosófico político, de la configuración de lo que hoy se conoce como el Estado laico. Para argumentar esta aseveración señalaré los elementos que, según Tocqueville, ponen en evidencia el carácter público de la religión en la democracia moderna. Ello se establece como la base del reconocimiento político del factor religioso como un elemento consuetudinario de unidad y cohesión social. Por consiguiente, quizás no esté demás traer a cuento que, en carta a Corcelle, Tocqueville escribe: “Uno de mis sueños, el principal quizás al ingresar a la vida política, era trabajar para la reconciliación del espíritu liberal y el espíritu religioso, la sociedad nueva y la Iglesia” (Aguilar, 2008, p. 118). Luego de hacer una breve descripción del concepto de la laicidad (sin entrar en la amplia disputa que existe sobre su concepto, o su relación con el laicismo), en un segundo momento del texto argumentaré cómo, en Tocqueville, especialmente en La democracia en América, están sugeridos los dos rasgos distintivos de la laicidad estatal, esto es: la separación entre la Iglesia y el Estado; y el reconocimiento de la persona como fundamento de tal diseño constitucional.

Con este trabajo tan sólo pretendo sugerir que, en el aspecto político-religioso, los planteamientos del pensador francés tienen plena vigencia en el contexto contemporáneo, pues se adscriben a una tendencia minoritaria de la modernidad que hoy en día ha adquirido relevancia en el ámbito académico. Me refiero a la interpretación de la modernidad que no la concibe necesariamente en pugna con las tradiciones religiosas, proponiendo una crítica que sugiere pautas de reconciliación (Garzón, 2009, pp. 63-90). Se trata de una lectura de la modernidad según la cual la religión no es enemiga acérrima de la democracia y la libertad política, sino que, por el contrario, le aporta el vínculo moral pre-político que ésta requiere para constituir algo más que un mero modus vivendi (Ratzinger & Habermas, 2006, pp. 44, 49-68), y así, la separación institucional entre la religión y la política no se convierta para los creyentes en una indebida carga mental y sicológica (Habermas, 2006, p. 137).

Este artículo de reflexión hace parte de la investigación “ Las razones políticas del creyente. La admisibilidad pública de los argumentos filosóficos y religiosos en la sociedad contemporánea”, correspondiente a la línea “Justicia constitucional y filosofía práctica”, del Grupo de investigación Justicia, ámbito público y derechos humanos, de la Facultad de Derecho de la Universidad de La Sabana. Con este trabajo pretendo profundizar en los antecedentes filosóficos, jurídicos e históricos del problema de investigación, en un autor liberal cuya relevancia teórica es indiscutible en Occidente, y cuya obra permite, entre otras cosas, comprender la naturaleza del “excepcionalismo estadounidense” que sigue siendo alternativo al modelo de secularización europea.

 

2. EL PAPEL PÚBLICO DE LA RELIGIÓN EN LA DEMOCRACIA

En la descripción de la democracia norteamericana, está muy documentada la alta estima que sentía Tocqueville, y a su juicio, los norteamericanos, hacia la religión.

El autor francés pone de relieve que existe un sólido nexo entre las creencias religiosas y la democracia, concebida al mismo tiempo como forma social y de gobierno. En este sentido, asevera que se hace mal en considerar a la religión católica como un enemigo natural de la democracia, pues por el contrario, el catolicismo es una de las religiones más favorables a la igualdad de condiciones (Tocqueville, 2001, p. 288). Dicha certeza lo lleva a destacar que, incluso, las sociedades democráticas necesitan basarse en la fe religiosa para que sobreviva la libertad (Schleifer, 2007, p. 36). Más aún, a su juicio, las sociedades más religiosas, o incluso más cristianas2, son las que mejores oportunidades y condiciones ofrecen para el desarrollo de la libertad (Maestre, 2007, p. 208). Por ello no sorprende que, para algunos intérpretes, “el mayor aprendizaje de su viaje por el nuevo continente [… ] consistió en observar la profunda interpenetración entre creencias religiosas y hábitos e instituciones liberales” (Maestre, 2007, pp. 208-209).

En la perspectiva tocquevilleana, no sólo es deseable el vínculo entre la religión y la libertad política. Incluso se considera necesario. “Estoy profundamente convencido de que esta causa particular y accidental (que impide el desborde del espíritu humano) es la reunión íntima de la política y de la religión”, escribe al respecto (Tocqueville, 2001, p. 298). Así las cosas, la democracia no está necesariamente en guerra con la religión. Ésta puede ser profundamente moral y religiosa. Si no, otra vez –parece decirle a sus compatriotas franceses–, obsérvese la república americana (Schleifer, 2007, p. 52). En efecto, en el vínculo entre democracia y religión se halla una de las causas que explican la supervivencia de la libertad en Estados Unidos, y en contraste, el precario porvenir de la libertad en Francia. Mientras la sociedad norteamericana une el espíritu religioso y el de la libertad, la sociedad francesa está desgarrada por la oposición entre la Iglesia y la democracia, o la religión y la libertad (Aron, 1976, p. 271), conflicto que históricamente alcanza su culmen en la Revolución de 1789 y el Terror jacobino.

En Estados Unidos la religión ejerce sin cortapisas una evidente influencia pública, particularmente de modo consuetudinario –aunque Tocqueville (2001, p. 291) acota que “extiende su imperio hasta sobre las inteligencias”–. No obstante, ello no implica la indistinción o confusión de las iglesias y las comunidades religiosas con el Estado, pues como señalaré más adelante, dicha presencia pública tiene como condición sine qua non una estricta separación de la esfera religiosa (o eclesiástica) de la esfera política. La presencia pública de la religión explica la verdadera identidad de la civilización angloamericana, la cual es el producto de dos elementos perfectamente diferenciados que se han unido con éxito y se han combinado maravillosamente: el espíritu de la religión y el espíritu de la libertad. Como se puede entrever, aquí hay algo nuevo y completamente inesperado, especialmente para un visitante francés proveniente de una nación donde estos mismos elementos están en guerra. En síntesis, Tocqueville se asombra del poder externo de la religión en una sociedad tan profundamente democrática (Schleifer, 2007, p. 35) como la norteamericana, pues como ciudadano francés ha visto que dichas realidades parecen inconciliables per se en el ámbito público.

Por ello, el contraste con la Francia post-revolucionaria no puede ser más elocuente. Allí, –se queja Tocqueville–, “los incrédulos de Europa persiguen a los cristianos como a enemigos políticos, más bien que como a adversarios religiosos: odian la fe como la opinión de un partido, mucho más que como una creencia errónea; y rechazan en el sacerdote menos al representante de Dios que al amigo del poder”. La explicación de dicho fenómeno se halla, según Tocqueville, precisamente en la ausencia de separación entre la Iglesia y el Estado: “En Europa, el cristianismo ha permitido que se le uniera íntimamente a los poderes de la Tierra. Hoy día, esos poderes caen, y está como sepultado bajo sus restos. Es un cuerpo vivo al que se ha querido atar a cuerpos muertos: cortad los lazos que lo retienen y volverá a levantarse” (Tocqueville, 2001, p. 298).

El juicio del autor es muy crítico acerca de la situación de su patria y de Europa en general, pues en los Estados Unidos él comprueba por sí mismo la viabilidad de integrar dos realidades, la política y la religión, que en la Europa post-revolucionaria se consideran antagónicas de iure. A su juicio, la dimensión antropológica es el nexo de unión entre las dos –como se verá–, pero además, los efectos benéficos que la religión ejerce sobre la comunidad política hacen posible una relación armónica. En efecto, Tocqueville considera que el «interés bien entendido» es insuficiente para asegurar la cohesión social, mientras que la religión brinda a los ciudadanos el sentido del largo plazo y del deber (Mélonio, 2005, p. 14). De nuevo, tal influjo no supone menoscabo alguno de la autonomía de la política. Por el contrario: si bien Estados Unidos es el lugar del mundo en que la religión cristiana ha conservado más verdadero poder sobre las almas, y nada muestra mejor cómo es útil y natural al hombre, al mismo tiempo, es el país más ilustrado y más libre (Tocqueville, 2001, p. 290).

El destacado papel público que juega la religión en el contexto norteamericano ha llevado a algunos autores a formular la existencia de una religión civil, que, como sostiene Huntington:

Permite a los estadounidenses conjugar su política laica con su sociedad religiosa, unir Dios y país, a fin de revestir su patriotismo de una especie de santidad religiosa y dotar a sus creencias religiosas de legitimidad nacionalista, fusionando con ello las que podrían ser dos lealtades confrontadas en una única lealtad a un país caracterizado por su riqueza religiosa (Huntington, 2004, p. 130).

En suma, parece evidente que, como lamenta Gauchet (2007, p. 93), “Tocqueville está profundamente tentado a pensar que sólo un conjunto de creencias dogmáticas –al abrigo de las discusiones de la experiencia, puesto que se refieren al más allá– puede asegurar, en última instancia, una firme conjunción de los espíritus”. Al fin y al cabo, para Gauchet (2005, p. 32), la religión es (tan solo) un fenómeno histórico, definido por un comienzo y un fin, pero más aún, correspondiente a una edad precisa de la humanidad, a la que sucederá otra. Sin embargo, Tocqueville no se siente impelido a superar dicha tentación. Quizá la considera más bien una saludable virtud. Y la religión, un fenómeno inherente al devenir humano.

 

3. EL ESBOZO CONSTITUCIONAL DE LA LAICIDAD

3.1 El concepto de laicidad

Desde un enfoque estrictamente constitucional, más no ideológico o como sistema de pensamiento (Salazar, 2007, pp. 81-90), la laicidad es una doctrina jurídica según la cual, la relación entre la Iglesia y el Estado (o cualquier forma de organización política en general), debe estar regida por tres principios: la distinción o separación entre las dos instituciones, el reconocimiento recíproco de la autonomía, y la cooperación mutua en orden al bien integral de la persona.

El principal equívoco de la laicidad es la confusión con la confesionalidad. No obstante, en su concepción, la laicidad no propende por una configuración confesional del Estado, de hecho, la laicidad es una consecuencia del carácter profano y no sacro de la realidad estatal (Ollero, 2005, p. 51). De raigambre cristiana, tanto histórica como filosófica (Garzón, 2006, pp. 79-92), la laicidad presupone la aconfesionalidad del Estado, que se define por el hecho de que éste no acoge como propia u oficial una determinada confesión religiosa (Prieto, 2009, p. 40). Aunque el modelo de la confesionalidad del Estado fue implementado en otras épocas de la historia occidental, y aún hoy tiene vigencia constitucional en algunos Estados europeos de tradición protestante3, no constituye ni la versión más extendida en Occidente, ni tampoco la propuesta oficial de la Iglesia Católica. Así se puede concluir de la lectura del Concilio Vaticano II (Cf. Gaudium et Spes, 76, Dignitatis Humanae, 2-8), y de las últimas encíclicas papales (Cf. Deus Caritas est, 28).

El esquema normativo de la laicidad aboga por una legítima distinción entre lo político y lo eclesiástico. Ello no supone la separación entre la política y lo moral. De hecho, Tocqueville ve en la religión –infundida desde el hogar, la iglesia y la escuela– un medio de “moralizar la democracia” (Aguilar, 2008, p. 118). Es decir, la laicidad considera que la política tiene un campo autónomo de acción, pero ello no implica que los principios éticos y morales que deben orientar la vida humana le sean ajenos e inaplicables.

La laicidad constituye el esquema teórico de las relaciones entre el Estado y la Iglesia, o más ampliamente, entre la política y la religión en el seno de la democracia, más consecuente con la condición natural del hombre como un ser religioso. En efecto, Tocqueville:

La religión no es, pues, sino una forma particular de la esperanza, y es tan natural al corazón humano como la esperanza misma. Por una especie de aberración de la inteligencia, y con ayuda de una suerte de violencia moral ejercida sobre su propia naturaleza, los hombres se alejan de las creencias religiosas, pero una inclinación invencible los vuelve a conducir a ellas. La incredulidad es un accidente, la fe sola es el estado permanente de la humanidad (Tocqueville, 2001, pp. 294-295).

El concepto de laicidad incorpora el reconocimiento de un hecho sociológico, esto es, el papel que el cristianismo (tanto el catolicismo como las diversas denominaciones cristianas) ha jugado en la formación histórica, cultural y moral de los pueblos occidentales y su actual presencia sociológicamente mayoritaria. Esto implica que la laicidad constitucional toma distancia de la neutralidad del Estado como actitud ante el hecho religioso, pues esta supone que el Estado se inhibe de “tomar partido” por la religión, toda vez que tal orientación es vista como una vulneración de la igualdad, así como una contradicción con lo presupuestos basilares del Estado (Prieto, 2009, p. 40). La valoración del hecho religioso, elemento abundantemente presente en Tocqueville, no conlleva per se la exclusión ni la discriminación del papel público que desempeñan las demás religiones y confesiones en una sociedad plural y democrática como la occidental contemporánea. Incluso, la laicidad puede acondicionarse a contextos no cristianos. Así parece sugerirlo Tocqueville, pues en efecto,

Cuando una religión, cualquiera que sea, ha echado profundas raíces en el seno de una democracia, guardaos de querer desquiciarla; conservadla más bien con cuidado, como la herencia más preciosa de los siglos aristocráticos; no tratéis de arrancar a los hombres sus antiguas opiniones religiosas para sustituirlas por otras nuevas, porque en el tránsito de una fe a otra, el alma puede encontrarse un momento vacía de creencias, extenderse en ella el amor a los goces materiales, y venir éstos a ocuparla totalmente (Tocqueville, 2001, p. 503)

El reconocimiento institucional y normativo de este dato sociológico no amerita ninguna duda por parte de Tocqueville, como quiera que señala que, “entre los norteamericanos, el cristianismo no reina como una filosofía que se adopta después de examinada, sino como una religión que se cree sin discutirla” (Tocqueville, 2001, p. 393).

A modo de ilustración, traigo a colación dos consagraciones normativas que expresan el espíritu del diseño constitucional de la laicidad en nuestro tiempo. Con ello no pretendo sugerir que necesariamente son receptoras de las tesis tocquevilleanas, pues, como hice notar, el contexto sociológico norteamericano que retrata la obra del autor francés es muy diferente del contexto europeo y latinoamericano, pues en aquel se impuso la diversidad de denominaciones cristianas, mientras que en éste ha habido una presencia mayoritaria de la religión católica. De cualquier modo, es útil tener presente la diferencia entre la noción de influencia y el concepto bloomiano de la trasmutación, adaptada al ámbito jurídico por Diego López (2005, pp. 22-35), para tener en cuenta que, en caso de verificarse la relación entre los planteamientos tocquevilleanos y las disposiciones constitucionales europeas o latinoamericanas, se trataría en todo caso de una transmutación.

La primera de tales disposiciones constitucionales es el artículo 16 de la Constitución española de 1978, donde se lee:

1. Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley.

2. Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias.

3. Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones. (Constitución Española de 1978, 1978).

En el mismo sentido, el artículo 50 de la Constitución peruana de 1993, establece:

Dentro de un régimen de independencia y autonomía, el Estado reconoce a la Iglesia Católica como elemento importante en la formación histórica, cultural y moral del Perú, y le presta su colaboración. El Estado respeta otras confesiones y puede establecer formas de colaboración con ellas. (Constitución Política de Perú de 1993, 1993).

Luego de esta breve descripción de la laicidad del Estado, me ocuparé de señalar cómo Alexis de Tocqueville esboza particularmente los dos pilares de la misma, esto es, la separación entre la Iglesia y el Estado, y la persona como fundamento de tal diseño constitucional. En su obra, estos dos aspectos adquieren no sólo una importante carga descriptiva de la realidad norteamericana, y correlativamente, de audaz crítica de la experiencia histórica francesa; sino que además son presentados por el autor con un evidente carácter normativo, lo que sitúa dicha problemática en el terreno de la filosofía política y la filosofía del derecho.

3.2 La separación entre la Iglesia y el Estado

El profesor Schleifer (2007, p. 37), hace notar que a Tocqueville le sorprende una profunda paradoja: que una de las causas fundamentales de la enorme influencia que la religión continuaba teniendo en los Estados Unidos era la cuidadosa separación entre la Iglesia y el Estado. Esta cuidadosa separación constituye el centro de gravedad de la laicidad, la cual es jalonada por la propia religión, dado que, en palabras de Tocqueville (2001, p. 393): “en Norteamérica la religión se ha puesto, por decirlo así, ella misma sus límites, el orden religioso es enteramente distinto del orden político, de suerte que han podido cambiarse las leyes antiguas sin alterar las antiguas creencias”. La separación institucional no es óbice para que las creencias religiosas tengan un poderoso impacto en la vida pública norteamericana, entre otras cosas porque el Estado no la concibe como un rival, como sí ocurre en la Francia revolucionaria. Por el contrario, en los Estados Unidos la religión es considerada no menos útil a cada ciudadano que a todo el Estado (Tocqueville, p. 501), situación que, sin duda, propicia una laicidad positiva cuyo resultado es la armonía institucional. En efecto, allí “la religión se mezcla en todos los usos nacionales y con todos los sentimientos que hace nacer la patria, y esto le da una fuerza particular (Tocqueville, p. 393). Nuevamente, en contraste con la experiencia francesa, Tocqueville (p. 294), admira dicho diseño institucional: “Yo había visto entre nosotros el espíritu de religión y el espíritu de libertad marchar casi siempre en sentido contrario. Aquí, los encontraba íntimamente unidos el uno con el otro: reinaban, juntos sobre el mismo suelo”. En efecto, el melting pot norteamericano tiene su origen en una sociedad poblada por inmigrantes que, a pesar de sus diferencias religiosas, pretenden establecer un marco jurídico que les permitan vivir en paz. Incluso los colonos del siglo XVII fundaron sus comunidades en Norteamérica en gran parte por motivos religiosos (Huntington, 2004, p. 109).

En este contexto, la separación entre política y religión no se establece por default, no aparece como un esquema inevitable o un mal menor en comparación con el Antiguo Régimen. Pero sobretodo, el propósito de la separación entre la Iglesia y el Estado no es hacer a los ciudadanos libres de la religión, sino más bien, hacerlos oficialmente libres para la práctica de la religión (Huntington, 2004, p. 111). De hecho Tocqueville (2001, p. 294) hace notar el amplio consenso social del que goza la laicidad en la realidad estadounidense, pues “ [… ] todos atribuyen principalmente a la completa separación de la Iglesia y del Estado el imperio pacífico que la religión ejerce en su país. No temo afirmar que durante mi permanencia en Norteamérica, no he encontrado a un solo hombre, sacerdote o laico, que no haya estado de acuerdo sobre este punto”. Por el contrario, se trata de una configuración que, a todas luces aparece como la más conveniente, tanto para la salvaguarda de la autonomía del poder político, como para la presencia pública de la religión. Abandonar la separación supondría debilitar un modelo bastante exitoso, pero además, pondría en riesgo el prestigio social de las creencias religiosas:

[l ]as religiones deben contenerse con circunspección dentro de los límites que le son propios y no tratar de salir de ellos, porque, queriendo extender su poder más allá de las materias religiosas, se exponen a no ser creídas en ningún punto. Deben, pues, trazar con cuidado el círculo en que pretenden contener el espíritu humano y fuera de él dejarlo enteramente libre, y abandonarlo a sí mismo. Mahoma hizo bajar del cielo y colocó en el Corán, no solamente doctrinas religiosas, sino máximas políticas, leyes civiles y criminales y teorías científicas. El Evangelio, al contrario, no habla sino de relaciones generales de los hombres con Dios y entre sí; fuera de esto nada enseña y nada obliga a creer (Tocqueville, 2001, p. 406).

En un ámbito como el norteamericano, en el que la religiosidad popular está hondamente arraigada, Tocqueville dirige en primera instancia a la religión su alerta por que se rompa el dualismo o la distinción entre la esfera política y la religiosa, pues como europeo es consciente de que “fue el abrazo cesaropapista del trono y el altar bajo el absolutismo lo que quizá determinó más que ninguna otra cosa la decadencia de la religión en Europa” (Casanova, 1994, p. 48). Así, en una carta del 19 de junio de 1836 a Basil Hall, escribió:

[En ] general, creo que la unión de la Iglesia y el Estado, no es perjudicial para el Estado pero es dañina para la Iglesia. He visto demasiado de cerca, entre nosotros, las consecuencias fatales de esta unión para no temer que algo análogo ocurra entre vosotros [en Inglaterra ]. Ahora, esto es un resultado que debéis intentar evitar a toda costa porque la religión es, desde mi punto de vista, la primera garantía política (Schleifer, 2007, p. 38).

Pero del mismo modo, Tocqueville es intransigente con las religiones de Estado o religiones políticas:

Si alguna vez podían servir momentáneamente a los intereses del poder político, tarde o temprano serían fatales para la Iglesia. No soy tampoco del número de los que juzgan que para realzar la religión a los ojos de los pueblos y honrar el espiritualismo que ella representa, convenga dar indirectamente a sus ministros una influencia política que la ley les rehúsa. Me siento tan penetrado de los peligros que corren las creencias cuando sus intérpretes se mezclan en los negocios públicos, y estoy tan convencido de que es preciso mantener a todo trance el cristianismo en el seno de las democracias nuevas, que preferiría encadenar a los sacerdotes en el santuario a dejarlos salir de él [… ] Lo que voy a decir va a perjudicarme mucho a los ojos de los políticos: creo que el único medio eficaz de que los gobiernos pueden servirse para honrar el dogma de la inmortalidad del alma, es obrar siempre como si ellos mismos lo creyesen, y pienso que adaptándose escrupulosamente a la moral religiosa en los grandes negocios, es como pueden lisonjearse de enseñar a los ciudadanos a conocerla, a amarla y a respetarla en los pequeños (Tocqueville, 2001, p. 504).

En síntesis, la separación institucional entre la Iglesia y el Estado aporta la clave de lectura de un hecho aparentemente paradójico que resalta el pensador francés, y es que, aunque la religión no se mezcla nunca directamente con el gobierno de la sociedad, es considerada como la primera de sus instituciones políticas (Tocqueville, 2001, p. 292). Un hecho inconcebible en una nación como la francesa que en el siglo XIX camina hacia la laicidad del Estado y el laicismo político.

3.3 La persona como fundamento

La religiosidad, entendida como una dimensión natural del hombre, es un componente de carácter metafísico que subyace a la descripción sociológica del pueblo norteamericano que propone Alexis de Tocqueville. Como comenta Jacovella (1960, p. 146): “La religión era para Tocqueville una «forma particular de esperanza » y tan natural al corazón humano «como la esperanza misma». En efecto, “los filósofos del siglo dieciocho explicaban de una manera muy simple el debilitamiento gradual de las creencias. El celo religioso, decían, debe extinguirse a medida que la libertad y las luces aumentan. Es deplorable que los hechos no concuerden con esa teoría” (Tocqueville, 2001, p. 293) apostilla el autor francés.

Según Raymond Aron (1976, p. 273), Tocqueville es un liberal que habría deseado que los demócratas reconociesen la solidaridad necesaria entre las instituciones libres y las creencias religiosas, entre otras cosas porque es preciso que, en el fondo de sí mismos, los ciudadanos se sometan a una disciplina que no esté impuesta simplemente por el temor al castigo. Ello pone de presente el carácter legitimador de la religión para la tradición política moderna. En otras palabras, la valoración de la religiosidad de la persona, situada convenientemente en un contexto institucional como el norteamericano, favorece tanto al creyente como a la comunidad política toda, cuyo carácter laico no se pone en juego con el carácter público de la religiosidad de aquél, aunque pueda invocar cierta instrumentalización.

Como sugerí al comienzo de este trabajo, en los estadounidenses dicha religiosidad no adquiere el tono típicamente moderno e ilustrado, esto es, instrumental, privado e individual. De hecho, Tocqueville (2001, p. 292) destaca que aquellos la creen necesaria para el mantenimiento de las instituciones republicanas. De este modo, el carácter público de las creencias religiosas contribuye a configurar un ethos unitario común, puesto que, casi todos los hombres que habitan el territorio de la Unión han salido de la misma sangre, hablan la misma lengua, rezan a Dios de la misma manera, están sometidos a las mismas causas materiales y obedecen a las mismas leyes (Tocqueville, p. 303).

En ese sentido, aunque el autor francés reconoce la imposibilidad de escrutar los corazones humanos y de determinar las razones por las cuales profesa una determinada religión, sí destaca que los norteamericanos manifiestan interés en seguir su religión, y además, ven en forma plausible en este mundo el interés en seguirla. Precisamente por ello, allí los predicadores se dirigen sin cesar a las cosas de la tierra y con dificultad apartan de ellas sus miradas. Para conmover mejor al auditorio le hacen ver, cada día, “de qué modo las creencias favorecen la libertad y el orden público, y frecuentemente sucede que es difícil saber, al oírlos, si el objeto principal de la religión es procurar la eterna felicidad en el otro mundo o el bienestar en el presente” (Tocqueville, p. 488).

La perspectiva de Tocqueville consiste en que la religión desempeña en la democracia el rol de límite moral que ayuda a contener los vicios humanos, los cuales minan la base de la propia sociedad. Así, la religión impone un yugo saludable a la inteligencia; y es preciso reconocer, que si no salva a los hombres en el otro mundo, al menos es muy útil para su felicidad y su grandeza en éste; lo cual es principalmente cierto en lo referido a los hombres que viven en países libres” (Tocqueville, 2001, p. 405).

La mayor ventaja de las religiones es la de inspirar deseos contrarios. No hay religión que no coloque el objeto de los deseos del hombre más allá de los bienes terrestres, y que no eleve naturalmente su alma a regiones superiores a las de los sentidos. No la hay tampoco que no imponga a cada uno deberes, cualesquiera que sean, hacia la especie humana o comunes a ella (Tocqueville, 2001, p. 405).

El enfoque en la religión desde la perspectiva antropológica y moral, explica la aseveración de que la religión es mucho más necesaria para la república que para la monarquía, pero para las repúblicas democráticas más que para todas las demás, toda vez que, ¿cómo podría la sociedad dejar de perecer si, en tanto que el vínculo político se relaja, el lazo moral no se estrecha? y ¿qué hacer de un pueblo dueño de sí mismo, sino está sometido a Dios?” (Tocqueville, 2001, p. 293). En efecto, los norteamericanos muestran que sienten la necesidad de moralizar la democracia por medio de la religión (Tocqueville, p. 501). Conforme a esta concepción, Tocqueville va a analizar con preocupación el hecho de que la incredulidad iba poseyendo los espíritus, y que el debilitamiento de las creencias coincidía con el despertar de las luces –racionalistas, deístas o agnósticas–, y la indiferencia se filtraba por entre las antiguas convicciones (Jacovella, 1960, p. 144). En síntesis, “la mayor parte de las religiones no son sino medios generales, simples y prácticos, de enseñar a los hombres la inmaterialidad del alma, y ésta es la principal ventaja que un pueblo democrático obtiene de las creencias, y lo que las hace más necesarias en tal pueblo que en todos los demás” (Tocqueville, p. 503).

Por consiguiente, “habiendo perdido la religión su imperio sobre las almas –se queja Toqueville–, la barrera más visible que dividía el bien y el mal se encuentra derribada, todo parece dudoso e incierto en el mundo moral; los reyes y los pueblos caminan al azar, y nadie podría decir dónde están los límites naturales del despotismo y los linderos de la licencia” (Tocqueville, 2001, p. 308).

 

CONCLUSIONES

La extensa y detallada descripción tocquevilleana de la realidad norteamericana del siglo XIX conserva plena vigencia. No sólo por su lúcida descripción de las instituciones, la política, el derecho y la cultura estadounidenses, sino además por lo que concierne al papel público de las creencias religiosas en el ámbito democrático y pluralista. En la obra del autor francés, y específicamente en La Democracia en América, se encuentran perfilados los dos pilares del diseño constitucional de la laicidad del Estado, esto es, la separación entre la Iglesia y el Estado, así como la consideración de que la persona humana, concebida específicamente desde su religiosidad innata, es el fundamento de tal arquitectura institucional. La separación Iglesia-Estado se extiende en el siglo XX entre la mayoría de los Estados occidentales, y la consideración de la persona humana adquiere relieve a partir del desarrollo teórico de la dignidad, que inspira el derecho a la libertad religiosa, reconocido tanto en las constituciones políticas como en las declaraciones internacionales de derechos humanos.

Así las cosas, en este texto he mostrado cómo la descripción sociológica de Tocqueville señala unos elementos teóricos de naturaleza filosófico-política y jurídica, que trascienden, en la medida que son válidos para contextos políticos modernos diferentes del norteamericano, la realidad por él descrita. En medio de la redacción de sus obras, seguramente Alexis de Tocqueville no estaba pensando que los Estados Unidos se podrían definir como un Estado laico. De hecho, intelectuales como Samuel Huntington (2004, p. 111), que asumen la lectura tocquevilleana de la religión en los Estados Unidos, al mismo tiempo consideran que nada más alejado de la realidad que considerar al país como laico. Más bien, podría caracterizarse como “una nación predominantemente cristiana con un gobierno laico” (Huntington, p. 109).

En efecto, Tocqueville no utiliza el término laicidad. De hecho, en el ámbito constitucional éste solo aparece en el siglo XX. El célebre abogado y pensador francés quizás tampoco se imaginó que su propia nación se definiría constitucionalmente con dicha categoría un siglo después de escrita su obra. Sin embargo, la radiografía que lleva a cabo en La Democracia en América especialmente, la cual es complementada por sus constantes y contrastantes referencias a la situación francesa de la época post-revolucionaria, pone en evidencia que este intelectual perfiló teóricamente en el siglo XIX, el modelo de la laicidad como la forma específica de entender la relación entre la política y la religión –específicamente, entre la Iglesia y el Estado– en una sociedad democrática y pluralista. Se trata del mismo concepto normativo que, con el tiempo, y no necesariamente como influencia directa de su obra, se extiende por todos los Estados occidentales contemporáneos dándoles forma constitucional.

 

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Recibido: agosto 31 de 2009 Aprobado: octubre 26 de 2009

 

* Este artículo de reflexión se enmarca en la investigación “Las razones políticas del creyente. La admisibilidad pública de los argumentos filosóficos y religiosos en la sociedad contemporánea”, correspondiente a la línea “Justicia constitucional y filosofía práctica”, del Grupo de investigación Justicia, ámbito público y derechos humanos, de la Facultad de Derecho de la Universidad de La Sabana. La investigación es financiada y avalada por la Universidad de La Sabana.

** Abogado de la Universidad Pontificia Bolivariana (Medellín). Candidato a Doctor en Ciencias Políticas en la Pontificia Universidad Católica Argentina (Buenos Aires). Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de La Sabana (Bogotá). Correo electrónico: ivan.garzon1@unisabana.edu.co

1 Los términos laicidad y laicismo no son sinónimos ni intercambiables. Aunque se suelen equiparar en muchas publicaciones académicas y periodísticas, tienen una connotación diferente. Una distinción de los términos puede verse en (Garzón, 2006, pp. 9-20/79-82).

2 Alexis de Tocqueville suele aludir a lo cristiano y a lo religioso indistintamente. En el primer concepto se abarca tanto el catolicismo como las diversas denominaciones protestantes que tienen asiento en los Estados Unidos. Aunque el segundo concepto es más amplio, alude básicamente a la misma realidad, quizás incluyendo a la religión judía, pues el contexto norteamericano del siglo XIX no sugiere la existencia significativa de otras religiones, y la crítica al islamismo por su indistinción entre política y religión lo excluyen de tal abanico (Tocqueville, 2001, p. 406).

3 Son los casos de Inglaterra, Dinamarca, Finlandia, Noruega, Suecia y Grecia (aunque este último no es de tradición protestante).

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