SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.9 issue17Hannah Arendt and Charles MarxRelation between standa rd of evidence of reasonable doubt and presumption of innocence from procedural warranty in Colombian Criminal Trial author indexsubject indexarticles search
Home Pagealphabetic serial listing  

Services on Demand

Journal

Article

Indicators

Related links

  • On index processCited by Google
  • Have no similar articlesSimilars in SciELO
  • On index processSimilars in Google

Share


Opinión Jurídica

Print version ISSN 1692-2530On-line version ISSN 2248-4078

Opin. jurid. vol.9 no.17 Medellín Jan./June 2010

 

DERECHO PROCESAL PENAL

El Estado en la gestión del conflicto:
la reforma del proceso penal en Latinoamérica*

 

The state's role in conflict management:
reform of the criminal trial in Latin America

 

 

Asael Mercado Maldonado**; Hesbert Benavente Chorres***

 

 


Resumen

La actual reforma del proceso penal en Latinoamérica vive el tránsito del paradigma del Estado racional que, al ejercer la justicia punitiva, dota de sentido al proceso penal, otorgándole más facultades al juez, pasa al paradigma del sistema de justicia penal como marco de discusión y gestión de un conflicto de intereses surgido a consecuencia de la comisión de un delito, donde las partes, como interesados en que se resuelva, comparten protagonismo con el juzgador. En este artículo desarrollaremos ambos paradigmas y las consecuencias que originan para el proceso penal, a fin que se considere cuál de las dos presenta mayor garantía y eficiencia para la sociedad.

Palabras clave: Estado, reforma penal, justicia, conflicto, juez.
Abstract

Current reform of criminal trial in Latin America is suffering the transit of paradigm of rational state that, when exercising the punitive justice gives a meaning to the criminal trial, granting more powers to the judge, goes to the criminal justice paradigm as a framework of discussion and management of a conflict of interests resulting form a crime, in which parties –interested in solving the problem– share protagonism with the judge. In this article both paradigms and consequences resulting for the criminal trial will be developed, with the purpose of finding which one offers a better warranty and efficiency for society.

Key words: state, criminal reform, justice, conflict, judge.

 

INTRODUCCIÓN

La metodología empleada para demostrar que la gestión del conflicto es el fundamento de la actual reforma del proceso penal en Latinoamérica es, por un lado, el dogmático, al examinar todas las tesis tendentes a establecer el basamento del nuevo sistema de justicia penal, y por otro lado, el comparativo, al validar la tesis de la gestión del conflicto en aquellas normativas que han reformado el proceso penal.

Desde fines de la década de los noventa hasta la actualidad, Latinoamérica experimenta una importante reforma al proceso penal; se adoptará el denominado sistema acusatorio con tendencia adversarial, que dota a las partes de un rol más protagónico, en torno a la construcción y demostración, como válida, de su propio caso –o versión personal de los hechos– a través de las técnicas y estrategias de litigación oral, donde corresponden al juzgador las funciones de control de la legalidad de los actos procesales y el respeto a los derechos humanos de los litigantes, así como de expedir la respectiva sentencia o fallo.

Este tipo de reforma se aplicó en la provincia argentina de Córdoba, en el año 1991, Guatemala, en 1994; la provincia de Buenos Aires, Argentina, en 1998; Costa Rica y El Salvador, en 1998; Venezuela y la provincia argentina de Mendoza, en 1999; Chile y Paraguay, en el 2000; Bolivia, Ecuador y Nicaragua, en el 2001; Honduras, en el 2002; República Dominicana, en el 2004, Colombia, en el 2005, Perú, la provincia argentina de Chubut y las entidades federativas mexicanas de Chihuahua y Oaxaca, en el 2006, la reforma federal de México, en el 20081.

En Cuba el juicio oral tiene más de 115 años de práctica, fue establecido por Real Decreto de fecha 19 de octubre de 1888, contenido en la Ley de Enjuiciamiento Criminal que regía en España, la cual, promulgada especialmente y con ciertas modificaciones del texto vigente en España, se hizo extensiva a Cuba y Puerto Rico, disponiéndose que entrara en vigor el 1 de enero de 1889 (Bodes, 2009).

El objetivo central del presente artículo es demostrar que esta reforma implica el hecho de reconocer que la justicia penal responde a un determinado paradigma, modelo y/o ideología; una filosofía que articula la actuación de los poderes del Estado en el marco de una científica política criminal, además, el rediseño del Poder Judicial, Ministerio Público, Policía y Defensa –tanto públicos como privados–, la revaloración de la víctima, la presencia de un marco de garantías para el imputado, así como un proceso penal acorde con el paradigma adoptado en el sistema de justicia penal.

La actual reforma del proceso penal en Latinoamérica se debe al tránsito del paradigma del Estado racional que, al ejercer el ius puniendi, dota de sentido al proceso penal, así como mayores facultades al juez y pasa, en la actualidad, al paradigma del sistema de justicia penal como marco de discusión y gestión de un conflicto de intereses aplicado a consecuencia de la comisión de un delito, donde las partes, como interesados en que se resuelva el referido conflicto, comparten protagonismo con el juzgador. En este artículo desarrollaremos ambos paradigmas y las consecuencias que originan para el proceso penal, a fin de considerar cuál de las dos presentan mayor garantismo y eficiencia.

 

1. EL PARADIGMA DEL ESTADO RACIONAL

Para Hegel, el Estado, en cuanto realidad de la voluntad sustancial, realidad que ésta tiene en la autoconciencia particular elevada a su universalidad, es lo racional en y para sí. Esta unidad sustancial es el absoluto e inmóvil fin de sí mismo en el que la libertad alcanza su derecho supremo, por lo que este fin último tiene un derecho superior al individuo, cuyo supremo deber es ser miembro del Estado (Hegel, 1975, p. 258).

Se advierte en Hegel que no hay que confundir sociedad civil con Estado, porque ello lleva a determinar el fin último como el interés del individuo en cuanto tal y a concebir al Estado como una sumatoria de individuos y como contrato. En realidad, en el pensamiento hegeliano, el individuo sólo es real como miembro de un Estado porque sólo en este alcanza su verdadera libertad (Taylor, 1983, p. 180).

El fundamento de Hegel es la preservación de la unidad de la sociedad, evitando la desorganización que la anarquía causa entre sus miembros, ya fuesen individuos o clases sociales. En este sentido, para Hegel el Estado no era otra cosa más que el telos, la meta de las leyes, los recursos y los funcionarios que se supone conforman el Estado. En el sistema hegeliano la existencia de un Estado y la búsqueda de tal unidad son cosas idénticas (Melossi, 1992, p. 56). De esa forma, el rigor y la dureza de la ley se humanizan a través de la justicia estatal (Etchegaray, 2008, p. 17).

En ese orden de ideas, si para Hegel el Estado no debe asentarse sobre elementos sustantivos, identitarios, sino que se ha de concebir y exponer como algo en sí mismo racional (Jiménez, 2008, p. 94), entonces toda manifestación del aparato estatal, por ende, debe ser racional. Si esto es así, la única forma de validar, por ejemplo, al proceso penal, es como expresión de la racionalidad del Estado; ni siquiera como expresión de garantía al individuo, porque, para Hegel, el individuo es real sólo dentro de la dinámica de integración y pertenencia del Estado. Si el Estado dice que Zeka no es persona, entonces Zeka no es persona. Si, por el contrario, el Estado imputa a Zeka como enemigo, entonces Zeka es enemigo: la actividad del Estado es justicia, per se, por ser expresión de racionalidad pura, en el pensamiento hegeliano2.

Esta perspectiva del Estado racional justifica, en el ámbito de la justicia penal, que el mismo sea el titular del ius puniendi, es decir, del derecho subjetivo a castigar. El hecho de que el Estado ejerza y asuma el monopolio del desempeño de la “violencia legítima”3 ha conducido el empleo del proceso penal como herramienta para su finalidad sancionadora.

El monopolio del Estado, usualmente, ha sido vinculado con el derecho a establecer normas penales (poder político penal); sin embargo, el mismo se manifiesta en la potestad estatal a exigir el cumplimiento de las normas penales; y esta pretensión punitiva, según la doctrina, es de naturaleza procesal y no sustantiva (Rodríguez & Serrano, 1995, p. 37; Polaino, 2001, p. 37). Por ende, el Estado, como titular del ius puniendi4, tiene como tareas, criminalizar conductas, establecer sanciones y lograr la imposición del castigo en el caso concreto.

La pregunta capital es: ¿Cuál es el marco que el Estado utilizará para una racional aplicación de su función sancionadora? Al respecto, no cabe duda de que el marco es la de un proceso penal que presente a un juez dotado de las más importantes funciones procesales, así como un esquema procedimental que le permita desarrollar adecuadamente sus funciones, en detrimento de la actividad procesal que los demás sujetos puedan realizar.

El Estado, a través del poder judicial, impone la sanción al responsable de la infracción de la norma jurídico-penal. Pero la misma, que parecería una verdad relativa, conlleva un modelo explicativo y legitimante: el Estado, a través de los magistrados que conforman un poder estatal: el judicial, se convierte en el actor principal que dinamiza las instituciones vinculadas al monopolio de la violencia legítima.

Y para lograr el objetivo de imponer el castigo se debe fortalecer al órgano estatal quien lo impone; en otras palabras, el Estado debe fortalecer a uno de sus poderes para lograr el cometido sancionador del ius puniendi. Es decir, se fortalece el rol del juez (penal): Director de la instrucción, facultado para actuar pruebas de oficio, dirigir el juzgamiento, emitir la sentencia y ser el responsable de su ejecución, dejando a las partes (acusadora y acusada) un rol cada vez menos protagónico.

El esquema procedimental que permite el desenvolvimiento de toda la dinámica del juez es aquel dividido en dos fases: instrucción y juzgamiento. El primero, destinado a que el juez recabe la información que le permita establecer la presunta comisión de un delito y la responsabilidad del imputado. El segundo, destinado a que el juez, luego de la actividad probatoria, emita su fallo o sentencia.

Para lograr la finalidad de la primera fase, el juez deberá limitar toda actividad, principalmente del imputado, que trate de obstaculizar la recolección de la información que le permita formular juicio sobre la naturaleza de los hechos y del juicio de responsabilidad, que a la postre será confirmada o, inusualmente, rechazada, durante la fase de juzgamiento. Asimismo, deberá asegurar toda la información que recolecte a través del principio de la escrituralidad. Y finalmente, para evitar todo peligro de obstaculización procesal, y so pretexto de una sospecha fundada de comisión delictiva, se prefiere que el imputado esté privado de su libertad hasta el dictado de la sentencia.

Todo lo señalado grafica los rasgos principales del sistema inquisitivo: el secreto, la escrituralidad y la detención del imputado mientras se espera el dictado del fallo. En ese sentido, las características e incluso la justificación del sistema inquisitivo vienen dadas por la finalidad del proceso penal como marco para que el Estado, legítimamente, imponga una sanción al responsable del delito. A pesar de que se pretende paliar a través de una segunda fase donde prime la oralidad y el contradictorio (el denominado “procedimiento mixto” (Maier, 1996, p. 449), en la praxis del sistema inquisitivo se puede sentenciar sobre la base de la información obtenida de la primera fase: instrucción, convirtiéndose la misma, como dice Bacigalupo (2005, p. 147), más de hecho que de derecho, en la fase central del proceso penal y la que determina el resultado del mismo.

Con todas las críticas que se han vertido en contra del sistema inquisitivo,5 ¿acaso debe deslegitimarse la finalidad del Estado de imponer la sanción penal, como titular del ius puniendi, en el marco de las resultas del proceso penal? La respuesta es no, dado que, para evitar la primacía de la venganza (irracional) privada, así como ante la necesidad del mantenimiento de una convivencia mínimamente pacífica y organizada en sociedad, se requiere que el máximo ente con soberanía, esto es, el Estado sea quien determine, en primer lugar, qué conductas serán calificadas como ilícitas6, en segundo lugar, qué sanción debe imponerse al responsable de esta conducta, y en tercer lugar el marco de averiguación, discusión e imposición de la sanción.

Aún la participación del Estado viene justificada con la teoría del carácter público del conflicto, que señala que frente a la infracción de normas jurídico-penales surge un conflicto público: afectación de la configuración social básica (Jakobs, 1997, p.12).

Asimismo, la potestad punitiva del Estado se ve justificada por el fracaso histórico de las posiciones anarquistas y marxistas radicales7, pues ni ha desaparecido ni parece razonable la desaparición del Estado y del derecho (Luzón, 1999, p. 78; Muñoz & García, 2004, p. 69). No podemos olvidar cuántas veces los enquistados en el poder del Estado han utilizado la potestad punitiva para reprimir los derechos fundamentales de las personas y perpetuar las injusticias estructurales del sistema. No obstante, este riesgo se puede minimizar mediante la observancia de límites. Al respecto, Mir Puig indica lo siguiente:

El principio de Estado de Derecho impone el postulado de un sometimiento de la potestad punitiva al Derecho, lo que dará lugar a los límites derivados del principio de legalidad. La idea del Estado social sirve para legitimar la función de prevención en la medida en que sea necesaria para proteger a la sociedad. Ello implica ya varios límites que giran en torno a la existencia de la necesidad social de la intervención penal. Por último la concepción del Estado democrático obliga en lo posible a poner el Derecho penal al servicio del ciudadano, lo que puede verse como fuente de ciertos límites que hoy se asocian al respeto de principios como los de dignidad humana, igualdad y participación del ciudadano (Mir, 2005, p. 114).

No obstante, el peligro latente, a pesar de la existencia de límites materiales a la potestad de sancionar por parte del Estado, consiste en considerar que la misma es la única finalidad que debe perseguir el proceso penal, porque ello conduciría, entre otras cosas, no solo a una apología al sistema inquisitivo, sino a una centralidad del juez, a costa del dinamismo que las partes deben impregnar al proceso.

Ello, sin mencionar que esa racionalidad que se le imputa al Estado justificaría cualquier tipo de Estado, así como del proceso penal, donde la falta de respeto a las garantías y derechos de los justiciables ha sido la tónica en los sistemas de justicia penal de Estados autoritarios o totalitarios.

 

2. EL PARADIGMA DE LA GESTIÓN DEL CONFLICTO JURÍDICO-PENAL

El paradigma del Estado racional, que legitima toda actividad estatal, incluyendo el judicial, a través de un juez todopoderoso, descansa en una corriente epistemológica denominada idealismo, que es aquel pensamiento epistémico que indica la imposibilidad de conocer algo (que exista en sí) fuera del pensamiento o de la conciencia (de la razón). Así, la conciencia es la condición de todo conocimiento, es el teatro en que todo aparece. Es pues imposible saber lo que son las cosas independientemente de su aparición en la conciencia (Verneaux, 2005, p. 74).

En ese sentido, el conocimiento es el acto de un sujeto; es pues, para el idealismo, imposible definir un objeto prescindiendo de la actividad espiritual que lo hace surgir ante uno como objeto, independientemente de los procedimientos y de los métodos que nos han permitido determinarlo. (Verneaux, 2005, p. 74). Para el idealismo, el pensamiento humano construye, e incluso, deconstruye, todo el mundo que le rodea; la materia en sí es masa inerte, que cobra valor e importancia cuando es expresión de análisis por parte del ser humano.

El hombre, a través de las ideas, se convierte en creador: el mundo se crea a través del espíritu humano. Sin embargo, este panteísmo a que desemboca el idealismo es al mismo tiempo su mayor crítica; y ello, prescindiendo de la discusión metafísica de la existencia de divinidades, significa el perder de vista la naturaleza contingente y caótica de la realidad en donde se desenvuelve el hombre.

El paradigma del caos8 nos advierte que los fenómenos naturales y sociales se desarrollan en una dinámica que escapa a la razón y al pensamiento humano. En efecto, la existencia de un comportamiento irregular e impredecible de los fenómenos es una constante en el mundo que nos rodea; algunos lo llaman caos (Schifter 2008, p. 22). Si el hombre tuviese aquella divinidad de crear y controlar a través de sus ideas todo el entorno que le rodea, entonces no habría enfermedades incurables, no existirían ciclos irregulares en la economía, se dominaría el clima, los tiempos, e incluso se haría realidad el anhelo de Pierre Simon de Laplace, esto es, que si se conociera la velocidad y la posición de todas las partículas del Universo en un instante dado, entonces se podría predecir su pasado y su futuro por el resto de los siglos.

La naturaleza es no lineal, el orden se oculta tras el desorden, lo aleatorio siempre está en acción, lo imprevisible ocurre. Como dice Balandier, se trata de otra comprensión del mundo, donde el movimiento y sus fluctuaciones predominan sobre las estructuras, organizaciones y permanencias. La clave es otra dinámica, calificada de no lineal, que le da acceso a la lógica de los fenómenos aparentemente ordenados. Se desplaza de la física hacia las ciencias de la vida y la sociedad, aun cuando se reconoce, en este último caso, que las personas son más complicadas que las partículas (Balandier, 1990, p. 10).

Esta complejidad del proceder humano desemboca al reconocimiento de un dato, no óntico, sino histórico-social: el ser humano, tanto en su dinámica interna, como en sus contactos interpersonales, se ve envuelto en una serie de actos contingentes y conflictuales que, en algunos casos, se convierten en polo de cambios que mejoran el estatus quo de la persona, pero en otros casos, conllevan una afectación a su esfera de derechos –por ejemplo, al comprobársele ser el responsable de un delito de violación sexual, en agravio de “X”, el conflicto generado con la víctima, conllevó al dictado de una sentencia condenatoria, que le afectó el ejercicio de su derecho constitucional a la libertad ambulatoria, al habérsele recluido en un establecimiento penitenciario, a fin de que purgue su condena–.

En ese orden de ideas, la reforma de la justicia penal no puede quedar anclada en razones metafísicas, propias del idealismo objetivo hegeliano, que ve en el Estado la esencia de la racionalidad. Por el contrario, como sistema que descansa en la realidad social, la justicia penal y el proceso penal deben humanizarse, tomando en cuenta que lo que se le pone a su conocimiento es un conflicto intersubjetivo a raíz de la comisión de un ilícito penal, donde los involucrados esperan un marco de discusión y respuesta eficiente y garantista para sus intereses o expectativas.

El problema no consiste en restar legitimidad al Estado de utilizar el proceso penal como marco de imposición de la sanción, sino que el peligro está en considerarla como la única finalidad, o simplemente la más importante; y ello, lamentablemente se ha dado en nuestra praxis procesal, centrada en el cumplimiento estricto de la ley penal, olvidándose de que en el proceso penal, junto al conflicto entre la sociedad afectada por el delito y el responsable de los hechos, que efectivamente dispensa una consideración pública a la persecución penal, hay otro conflicto: el que se entabla entre la víctima y el autor del daño.

A este último conflicto, en palabras de Moreno Catena, es al que deben dar respuesta el sistema penal y el proceso penal; no puede ser olvidado, sino que ha de ocupar un puesto principal en las inquietudes de los juristas, por encima incluso de la prevención general, porque el proceso penal no puede desamparar a ninguno de los que están o deben estar en él, salvo que convirtamos al derecho en un puro ropaje formal (Moreno, 2005, p. 58).

La segunda finalidad del proceso penal es la solución del conflicto jurídico penal, que parte de la premisa de que el delito, como todo problema jurídico, genera un conflicto de intereses, en donde las partes –los interesados– son llamados a tener un rol protagónico y activo en el proceso penal, y el juez cumple funciones de control o garantía, así como de juzgamiento.

El cambio de paradigma al acusatorio con tendencia adversarial implica ver al delito como un conflicto de intereses9; en efecto, al hablar de delito debemos pensar que detrás de ello hay una víctima y un responsable; y ambos, persiguen intereses que esperan ser amparados por la justicia penal. En palabras de Schünemann (2005, p. 54), no se trata de una mera oposición contraria al hecho, sino una oposición de intereses directa y sin restricciones jurídicas.

La víctima tiene los siguientes intereses: a) Que se imponga una sanción al responsable del delito (pretensión punitiva o de sanción), la cual será llevada por el Ministerio Público al órgano jurisdiccional a través del proceso penal, al afectar también el delito intereses públicos o sociales; y b) Que se reparen los daños y perjuicios que ha sufrido (pretensión resarcitoria o de reparación), que la puede sustentar directamente en el proceso penal si se constituye en actor civil. Por su lado, el presunto responsable tiene como interés: la declaratoria de su inocencia de los cargos que se le han formulado en su contra (pretensión de absolución), o al menos, recibir una sanción atenuada (pretensión de sanción atenuada).

Podemos hablar de que el proceso penal es el medio por el cual se ventilará el conflicto generado por el delito, buscando hallar una solución en función a los intereses postulados, argumentados y probados. Ahora bien, en un conflicto de intereses, los interesados desarrollan un rol protagónico; es decir, las partes deben construir, argumentar y fundamentar sus intereses, expectativas o pretensiones10.

Esta relación de conflicto requiere la estructuración de un sistema procesal que permita su discusión y solución. Tal sistema debe presentar las siguientes características:

a) Que el sistema procesal propicie la estructuración de un proceso que permita la discusión de la solución de un “conflicto” generado por la comisión de un ilícito penal. Por esa razón, tanto las partes como el juzgador tienen rol protagónico. Las partes, porque construyen, argumentan y buscan dar credibilidad a sus intereses, per se, contradictorios. El juez al emitir fallo condensa tales intereses, luego que las posiciones han sido contendidas –en el marco del juicio oral– en su decisión final que, valorando los actos de las partes, manifiesta un acto de autoridad.

b) Que el sistema procesal permita la realización de un conjunto de actos procesales, determinados por disposiciones que reglamentan su ejercicio. Estas disposiciones son las denominadas normas de procedimiento.

c) Que el sistema procesal no excluya la función jurisdiccional del Estado, dado que la actividad judicial, aun cuando esté realizada por algunos sujetos que no tienen función jurisdiccional, las partes, por ejemplo, importa un ejercicio público trascendente, tal vez el más importante que realice el Estado: impartir justicia.

d) Que el sistema procesal permita la solución del conflicto a través de una manera consensuada, o bien, a través del fallo judicial, dado como conclusión a la actividad dialéctica realizada por las partes.

e) Que el sistema procesal denote una actividad procesal dialéctica. El concepto dialéctico a que se ha hecho alusión indica la presencia de intereses contradictorios de las partes, los cuales constituyen el elemento central y distintivo del proceso judicial (civil, laboral, penal, etc.), donde todos, de una manera u otra, han coadyuvado para que se logren dos fines a través del proceso: uno privado: que se ponga fin al conflicto de intereses, y otro público: que se postule una sociedad con paz social en justicia.

 

3. LA ELECCIÓN DEL PARADIGMA EN REFORMA DEL PROCESO PENAL EN LATINOAMÉRICA Y LOS VIENTOS DE UNA “CONTRARREFORMA” PELIGROSA

En Latinoamérica, por siglos, se pensó que la justicia penal tenía como función desde hallar la verdad histórica hasta legitimar la imposición de una sanción por parte del Estado: concebir que una persona como el juez, padre o madre de familia o simplemente miembro de una familia, con expectativas de desarrollo académicas, con cargas personales, familiares, profesionales, con limitaciones físicas de tiempo y espacio pueda hallar la verdad histórica; esto es, saber lo que realmente ocurrió en más de miles de procesos penales, es simplemente una utopía, un anhelo, que no corresponde con la realidad. En ese sentido, por décadas se estructuró la justicia penal al logro de algo irreal.

Dotar a la justicia penal de un papel legitimador de la imposición de una sanción por parte del Estado –como titular del ius puniendo– es caer en un reduccionismo de tal dimensión que no permite la inclusión de mecanismos alternativos ajenos a la imposición de una sanción –ejemplo: principio de oportunidad, conciliación, mediación, suspensión del proceso a prueba, reserva del fallo condenatorio–, que en la actualidad son los pilares de los procesos penales latinoamericanos y que permiten el estudio de nuevas líneas de investigación como, por ejemplo, la justicia restaurativa. Todo ello, sin mencionar que si el papel del proceso penal es legitimar al Estado, entonces lo convertimos a través de su representante en el proceso, el juez, en el actor central e importante de toda la dinámica penal. Si ello es así, para qué tenemos un proceso penal con actuación de las partes; ¡COMAMOS Y BEBAMOS... DEJEMOS TODO EN MANOS DEL JUEZ! No hay necesidad de un fiscal que dirija la investigación, tampoco el hecho de que las partes formulen, a través de la teoría del caso, estrategias procesales. No necesitamos más que un juez fuerte y omnipotente, que logre la verdad histórica y legitime la imposición de una sanción por parte del Estado.

Estos absurdos, lamentablemente, aún aparecen en textos procesales latinoamericanos, cuyas reformas no han podido desembarazarse con el paradigma de la verdad histórica. Así tenemos, el artículo 1 del Código Procesal Penal de Chihuahua de 2006, y el artículo 13 del Código Orgánico del Proceso Penal de Venezuela de 1999.

Es necesario que Latinoamérica, en el marco del proceso penal, adopte un nuevo paradigma concebido como un modelo de explicación teorético empírico, capaz de servir como guía para el análisis de una serie de fenómenos; aplicado al Derecho y sus instituciones, como es el proceso penal. Ese paradigma, como lo vimos en el apartado anterior, proviene del análisis conflictual. Porque en sociedad, las personas presentan consigo mismas o con los demás, incompatibilidades de objetivos, metas, pretensiones, expectativas, anhelos, deseos, intereses, cuya génesis puede ser de distintas fuentes: personalidad, comunicación o, bien, la comisión de un ilícito penal.

Este nuevo paradigma aparece en los sistemas de justicia penal latinoamericanos más recientes. Así tenemos: Código Procesal Penal de Costa Rica de 1998; Código Procesal Penal de la provincia de Mendoza, Argentina, de 1999; Código Procesal Penal de Nicaragua de 2002; Código Procesal Penal de República Dominicana de 2005; Código Procesal Penal de la Provincia de Chubut, Argentina, y los respectivos textos adjetivos de los Estados mexicanos de Chihuahua y Oaxaca, todos ellos de 2006. Todos indican que la finalidad del proceso penal es resolver el conflicto penal suscitado entre las partes (Autor-Víctima-Ministerio Público).

El nuevo paradigma no está vigente en todas las reformas de los países latinoamericanos; aún hay algunos anclados en el modelo de Estado racional, y otros, como el caso del Código Orgánico Procesal Penal venezolano de 1999, es objeto de una serie de reformas, pero no en el sentido de mejorar la eficacia y garantismo del sistema acusatorio adoptado; por el contrario, regresando a ideologías inquisitivas, en donde el indiciado es el enemigo de la justicia penal, justificando todo aumento en la restricción hacia su libertad personal.

La discusión generada en México acerca de la reforma de su Constitución federal, a fin de adaptar el proceso penal al modelo acusatorio, desarrolló críticas serias; por un lado, la supuesta norteamericanización del proceso penal mexicano y, por otro, que el sistema de justicia penal mexicano se está convirtiendo en un híbrido por adoptar rasgos del modelo norteamericano así como sudamericano; por ello, consideramos que se debe mantener el actual sistema procesal y solamente darle los cambios pertinentes, sin sustituirlo por otro sistema.

Consideramos que la reforma latinoamericana de los últimos diez años no es el camino correcto para mejorar la justicia penal; y, por el contrario, se debe regresar al modelo anterior, el cual, aunque antiguo, representa la identidad normativa –en el ámbito de lo procesal– de los latinoamericanos. Al respecto, la reforma latinoamericana presenta su propia identidad. En efecto, una cosa son las fuentes por las cuales la reforma se ha visto inspirada, y otra cosa es que no se haya practicado ningún proceso de adecuación a la realidad latina.

Con la publicación del Código Procesal Penal Modelo para Iberoamérica, que a la vez es un compendio de la cultura jurídica de los sistemas procesales de Europa continental, y con algunos aportes de la cultura jurídica anglosajona, tales como el principio de oportunidad y la existencia, en algunos textos procesales, de jurados, se tienen las fuentes de influencia de los actuales procesos de reforma de la justicia penal en Latinoamérica. Ello es indudable, pero no es verdad, que los latinos estamos constituyendo un sistema procesal híbrido, o peor aún adoptando a rajatabla el modelo anglosajón. Por el contrario, de tales fuentes –de sus defectos y virtudes, sin descuidarnos de las problemáticas que en sus entornos presentan–, se ha realizado un proceso de adecuación de las mismas a la realidad latinoamericana.

Un claro ejemplo lo tenemos con la figura del juez de garantía o de control. Esta figura es inexistente en el proceso penal norteamericano. Pero ¿porque no existe en Estados Unidos, los latinos no lo vamos a tomar? La respuesta es obvia: si en Latinoamérica es una constante el instrumentalizar la justicia penal como medio de violación de los derechos humanos –así tenemos las denuncias de violación a los derechos humanos que se imputaban a la policía chilena, dominicana o peruana–, entonces necesitamos disminuir tales actos, a través de mecanismos o instituciones de control, como es el juez de garantía. Si Estados Unidos no lo tiene, no es nuestro asunto; es decir, si hay o no violación de los derechos humanos en aquel país, y si es o no necesario que tenga el juez de garantías, si en Estados Unidos se tiene la creencia de que su sistema tal cual está es efectivo, es un tema de análisis muy diferente a la necesidad en Latinoamérica. Frente a ello, si México inserta en las legislaciones tanto federal como estatales, la figura del juez de garantía, no se “sudamericaniza”, sino que está tomando una institución acorde con la realidad latina.

Como tampoco se “norteamericaniza” si contamos con figuras procesales, tales como, el principio de oportunidad, jurados –como es el caso de la provincia argentina de Chubut–, o bien, por exigir técnicas de litigación oral o desarrollo de estrategias procesales en la fase del juicio oral examen, contra-examen, re-examen y recontra-examen.

Sin mirar a otras latitudes, es una verdad la sobrecarga procesal que sufren los sistemas de justicia penal latinoamericanos, razón por la cual es necesario contar con mecanismos que brinden una respuesta al conflicto, en forma alternativa al modelo clásico de investigación-fase intermedia-juzgamiento, más aún, si un porcentaje de casos no presenta una intensa nocividad social. Si cada sistema procesal en el mundo acepta que tiene esta necesidad, ni Europa continental ni Latinoamérica se “norteamericanizan”, sino que adoptan respuestas a las contingencias que presentan sus respectivos sistemas, una vez más, adaptándolas a su propia realidad. Así tenemos el caso del principio de oportunidad; esta figura en Latinoamérica no es el discrecional plea bargaining, sino que es reglada, con causales de aplicación aunque no con un número tan impresionable de causales como el colombiano.

En el caso del juicio oral, si bien es cierto la estructura latinoamericana toma la experiencia norteamericana, también es cierto que su estructura perfectamente responde al nuevo paradigma de la gestión del conflicto de intereses presentado en el punto anterior, donde a las partes se les da el dinamismo que requieren para el logro de que sus expectativas sean de recibo por parte del juez; entonces pueden tener una explicación diferente, manteniendo la estructura que presenta en las actuales reformas, sin caer en esa norteamericanización a que se ha hecho referencia.

Confiemos en que la reforma latina presente sus propios rasgos, que haya adecuado a su realidad las fuentes a que hemos hecho referencia, y que presente un paradigma o ideología propio que lo caracterice: el de ser un marco de discusión, gestión y respuesta a un conflicto de intereses generado por la comisión de un ilícito penal. Pero estas palabras caen en balde cuando nos enfrentamos a una contrarreforma legislativa, que regresa a prácticas inquisitoriales, ajenas al modelo de gestión del conflicto de intereses.

 

4. CONCLUSIONES

• La reforma del sistema de justicia penal en Latinoamérica pasa, en la adopción, como fundamento del denominado proceso penal acusatorio, ya sea del modelo del Estado racional encargado en la búsqueda de la verdad histórica, o bien del modelo de gestión de aquel conflicto nacido por la comisión de un ilícito penal.

• Con relación al primer modelo, la principal objeción es que la racionalidad que se le imputa al Estado justificaría cualquier tipo de organización del mismo, así como del proceso penal, donde la falta de respeto a las garantías y derechos de los justiciables ha sido la tónica en los sistemas de justicia penal de Estados autoritarios o totalitarios.

• Con relación al segundo modelo, al hablar de la comisión de un delito debemos pensar que detrás de ello hay una víctima y un responsable; y ambos persiguen intereses que esperan ser amparados por la justicia penal. No se trata de una mera oposición contraria al hecho, sino una oposición de intereses directa y sin restricciones jurídicas.

• De acuerdo con el modelo de gestión de conflicto, se tiene que reconocer que la víctima tiene los siguientes intereses: a) que se imponga una sanción al responsable del delito (pretensión punitiva o de sanción), la cual será llevada por el Ministerio Público al órgano jurisdiccional a través del proceso penal, al afectar también el delito intereses públicos o sociales); y b) que se reparen los daños y perjuicios que ha sufrido (pretensión resarcitoria o de reparación), que la puede sustentar directamente en el proceso penal si se constituye en actor civil. Por su lado, el presunto responsable tiene como interés la declaratoria de su inocencia de los cargos que se le han formulado en su contra (pretensión de absolución), o al menos, recibir una sanción atenuada (pretensión de sanción atenuada).

 

REFERENCIAS

1. Bacigalupo, E., Gimeno, V., Moreno, V. & Torres, E. (2005). La posición del fiscal en la investigación penal: La reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Madrid, España: Thompson-Aranzad.         [ Links ]

2. Balandier, G. (1990). El desorden, la teoría del caos y las ciencias sociales. Elogio de la fecundidad del movimiento. Barcelona, España: Gedisa.         [ Links ]

3. Bodes, J. (2009). El juicio oral. Doctrina y experiencias. México, México: Flores Editor y Distribuidor.         [ Links ]

4. Cubas, V. (1998). El proceso penal: Teoría y práctica (3ra. Ed.). Lima, Perú: Palestra.         [ Links ]

5. Etchegaray, R. (2008). El dominio en la sociedad y el Estado en la filosofía de Hegel. Homologramática, Año V, N° 8, 3-26.         [ Links ]

6. García, A. (2000). Derecho penal. Introducción (2ª ed.). Madrid, España: Universidad Complutense de Madrid.         [ Links ]

7. Hegel, F. (1975). Principios de la filosofía del derecho o derecho natural y Ciencias Política. Buenos Aires, Argentina: Editorial Sudamericana.         [ Links ]

8. Jakobs, G. (1997). Derecho penal parte general. Fundamentos y teoría de la imputación. Madrid, España: Editorial Pons.         [ Links ]

9. Jiménez, J. (2008). ¿Hegel en Kosovo? Reflexiones sobre la independencia de Kosovo, en: Cuadernos de pensamiento político, N° 18, Fundación para el análisis y los estudios sociales, pp. 87-118.         [ Links ]

10. Luzón, D. (1999). Curso de derecho penal. Parte general I (1ª Reimpresión). Madrid, España: Editorial Universitas.         [ Links ]

11. Maier, J. (1996). Derecho procesal penal: Fundamentos, Tomo I (2ª ed.). Buenos Aires, España: Editorial Del Puerto.         [ Links ]

12. Melossi, D. (1992). El Estado del control social. Madrid, España: Editorial Siglo XXI.         [ Links ]

13. Mir, S. (2005). Derecho penal parte general (7ª ed.). Montevideo, Chile: Editorial B. de F.         [ Links ]

14. Moreno, V. (2005). El papel del juez y del fiscal durante la investigación del delito, en: Hacia un nuevo proceso penal, Manuales de Formación Continuada N° 32, Consejo General del Poder Judicial - Escuela Judicial, Madrid, España, p. 462.         [ Links ]

15. Muñoz, F. & García, M. (2004). Derecho penal parte general (6ª ed). Valencia, España: Editorial Tirant lo Blanch.         [ Links ]

16. Polaino, M. (2001). Derecho penal parte general (4ª ed.). Barcelona, España: Editorial Bosch.         [ Links ]

17. Rodríguez, J. & Serrano, A. (1995). Derecho penal español (18ª ed.), Madrid, España: Editorial Dykinson.         [ Links ]

18. Sartori, G. (2001). La sociedad multiétnica. Madrid, España: Editorial Taurus.         [ Links ]

19. Schifter, I. (2008). La ciencia del caos. México, México D.F: Fondo de Cultura Económica.         [ Links ]

20. Schünemann, B. (2005). La reforma del proceso penal, en: Cuadernos “Luís Jiménez de Asúa”, N° 26, Editorial Dykinson, Madrid, España, p. 112.         [ Links ]

21. Taylor, C. (1983). Hegel y la sociedad moderna. México, México D.F: Fondo de Cultura Económica.         [ Links ]

22. Verneaux, R. (2005). Epistemología general o crítica del conocimiento. Barcelona, España: Herder.         [ Links ]

23. Villavicencio, L. (2006). Derecho penal parte general. Lima: Editorial Grijley.         [ Links ]

 

Recibido: marzo 10 de 2010 Aprobado: abril 23 de 2010

 

* Este estudio es producto de la actividad de los investigadores en el programa del Doctorado en Derecho en la Universidad Autónoma del Estado de México.

** Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad Iberoamericana (México). Profesor de tiempo completo de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Autónoma del Estado de México. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores Nivel 1. Líder del Cuerpo Académico: “Nuevo orden mundial: Retos políticos y económicos para el Siglo XXI”. Correo electrónico: amercadom@uaemex.mx

*** Maestro en Derecho por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Perú). Becario de la Secretaría de Relaciones Exteriores como doctorante en Derecho en la Universidad Autónoma del Estado de México. Ex Fiscal Adjunto Superior Adscrito a la Fiscalía Suprema de Control Interno (Ministerio Público del Perú). Correo electrónico: ngardunog@uaemex.mx

1 Mención aparte merecen las reformas de las provincias argentinas de Tucumán (1991), Catamarca (2004) y El Chaco (2004), las cuales, presentan ciertas peculiaridades que las distinguen con los procesos reformadores que se han señalado, como por ejemplo, la dirección de la investigación por parte del Ministerio Público aquilatado con una fuerte actividad probatoria por parte de tribunal en la fase de juzgamiento; cuando la regla general en los países latinoamericanos que han reformado su sistema de justicia penal es que, sin que el Ministerio Público pierda la dirección de la etapa de investigación penal, sean las partes quienes desarrollen la actividad probatoria durante la etapa de juzgamiento o juicio oral.

2 Es el riesgo que lleva supuestos como del politólogo Giovanni Sartori, quien en su libro La sociedad multiétnica (2001, Madrid: Taurus), señala que si los inmigrantes de otras culturas que no están dispuestos a integrarse a la sociedad que los recibe no deberían acceder a los derechos de ciudadanía. Sin explicarnos qué entiende Sartori por la no integración (Por sí, no significa que el inmigrante este generando conflictos en la sociedad que lo recibe, por el sólo hecho de vestir, vivir y comportarse conforme a la costumbre de su país de origen, que difieren del país que lo recibe; ello, no genera disfunción alguna). Postula la tesis que el Estado puede decidir quién es o no ciudadano (status jurídico), conforme a su percepción (racional, según Hegel) de cómo es la vida del inmigrante “X”, y como gran padre, le dice cómo debería ser su vida, dentro de los límites territoriales estatales, a riesgos de no considerarlo al nivel de ciudadano.

3 García-Pablos sostiene que sólo el ius puniendi estatal puede operar como poderosa instancia pública capaz de resolver el conflicto criminal –y las expectativas que éste genera– de forma pacífica e institucional; de forma racional y previsible, formalizada y eficaz, con escrupuloso respeto de las garantías individuales, cuando fracasan los mecanismos primarios de autoprotección del orden social. Sólo el ius puniendi estatal se halla en condiciones de asegurar la justa tutela de los bienes jurídicos fundamentales, monopolizando la violencia privada y la autodefensa (García-Pablos de Molina, 2000, p. 305).

4 Para Villavicencio la función punitiva del Estado se le pretende identificar incorrectamente como ius puniendi, dado que, no es un derecho, y por el contrario, no alcanzaría para comprender la potestad legislativa ubicada en la fase anterior a la aparición de la norma. Lo que se está, según el citado autor, es ante la potestad no mediatizada por la forma jurídica (Villavicencio, 2006, p. 88).

5 En lo que más resalta el hecho que este sistema condice con la concepción absoluta del poder central y del escaso valor que se otorga a la persona humana individual frente al orden social. Consecuencia de ello es la consideración del imputado como un simple objeto de investigación que no cuenta con la posibilidad cierta de defenderse de la acusación formulada en su contra. Las premisas fundamentales del sistema inquisitivo son: la persecución penal pública y obligatoria de los delitos y la averiguación de la verdad (Cubas, 1998, pp. 34-38).

6 El marco de referencia está dado por la infracción de las normas (expectativas normativizadas), complementado con la idea de afectación del bien jurídico (lo que se denomina, en derecho penal, la antijuricidad formal y material).

7 Las tesis anarquistas niegan la legitimidad del Estado y del derecho. La tesis marxista propugna a largo plazo la desaparición del Estado con la desaparición de las clases sociales.

8 El caos es el enigma que viene desde tiempos muy lejanos, cuando los mitos trataban de mostrar cómo todas las cosas provienen y son el resultado de génesis sucesivas. Hoy, la investigación científica toma los caminos que conducen inevitablemente a él. El desorden, la turbulencia, la desorganización y lo inesperado fascinan, los arcanos del azar incitan menos a una iniciación que a un avance utilizando los instrumentos de la informática más complejos y más poderosos. Ya sus aplicaciones son investigadas en los campos más diversos. La medicina se presta, con la interpretación del infarto como fenómeno de pasaje brutal de un estado de regularidad a un estado caótico, con el desciframiento de la crisis epiléptica que derriba repentinamente y somete al ataque desconcertante de la epilepsia. La economía también trata de recurrir a este examen arriesgado, con el estudio del desorden de las inversiones y el empleo, el estudio de los ciclos desconcertantes y el comportamiento errático de la bolsa. Sin embargo, la caología, no puede ser interpretada como una apología del desorden, pues propone otra representación de éste, lo pone en su lugar, demuestra que si los acontecimientos y las turbulencias de la naturaleza dan una impresión de confusión, de batifondo, son sin embargo atraídos por ciertos estados. Estos atraedores extraños están mal identificados, pero su acción es reconocida; el desorden no se confunde con el batifondo (Balandier, 1990, pp. 09-10).

9 En el artículo 1 del Código Procesal Penal del Estado de Oaxaca del 2006, se señala que: “La finalidad del proceso, mediante el cual se aspira es establecer la verdad procesal, garantizar la justicia en la aplicación del derecho y resolver el conflicto surgido como consecuencia del delito, para contribuir a restaurar la armonía social entre sus protagonistas, en un marco de respeto irrestricto a los derechos de las personas reconocidos en las Constituciones Federal y Local, en los tratados internacionales ratificados por el país y en las leyes”.

10 Obsérvese como esta fundamento justifica las más importantes innovaciones en el sistema de justicia penal:
a) El Ministerio Público, como interesado en fundamentar, objetivamente, su pretensión de sanción, debe de encargarse de la investigación del hecho punible, y de las resultas de la misma, decidir si formula acusación o bien un requerimiento de sobreseimiento.
b) Tanto la parte acusadora, como la acusada, requieren de un instrumento metodológico que les permitan construir su versión de lo sucedido, recolectar la evidencia que requieren, depurar lo recolectado – eliminando todo vicio o defecto procesal que invaliden sus posiciones y sus evidencias –, así como, exponer sus posiciones. Este instrumento metodológico no es otro que la Teoría del caso, la cual, está presente en cada fase del proceso penal, a través de las actividades mencionadas: investigación preliminar, investigación preparatoria, etapa intermedia y juzgamiento, respectivamente.
c) La solución del conflicto, puede darse a través de una sentencia emitida en el marco del juicio oral, o bien, a través de mecanismos consensuados (principio de oportunidad, terminación anticipada del proceso, negociación), o bien rápidos y expeditivos.

Creative Commons License All the contents of this journal, except where otherwise noted, is licensed under a Creative Commons Attribution License