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Opinión Jurídica

versión impresa ISSN 1692-2530versión On-line ISSN 2248-4078

Opin. jurid. v.9 n.17 Medellín ene./jun. 2010

 

DERECHO PRIVADO

Del contrato de libre discusión al contrato de adhesión*

 

From the free discussion contract to the adhesion contract

 

 

Verónica María Echeverri Salazar**

 

 


Resumen

Este artículo pretenderá explicar los cambios que se han dado desde la concepción tradicional del contrato como un acuerdo paritario entre iguales para crear obligaciones, basado en la libre discusión entre las partes, hasta el contrato masificado de adhesión, que rige hoy en la mayoría de los mercados basado en el gran tráfico de bienes y servicios. Para ello, se identificará la ideología dominante en el contexto en el cual se dio la codificación y la consecuente regulación de los contratos, el tipo de contrato en la concepción clásica, su posterior crisis con la aparición de los contratos masificados y el dirigismo contractual, terminando con una conceptualización de la definición, funciones y naturaleza jurídica de los contratos de adhesión.

La metodología que se utilizó fue hermenéutica a partir de los textos de la doctrina latinoamericana que sirvió como matriz de lectura a la normativa nacional vigente. Para esto se utilizaron técnicas de recolección de información documental que fueron organizadas a través del sistema bibliográfico que permitieron el análisis correlacionado de las variables. Las variables utilizadas para desarrollar la investigación fueron el contrato de libre discusión de cláusulas, la autonomía de la voluntad privada y los contratos de adhesión.

Palabras clave: Autonomía de la voluntad privada; contrato de libre discusión, dirigismo contractual, contrato de adhesión.
Abstract

This article is intended to explain those changes made from the traditional concept of a contract as an egalitarian agreement between peers in order to create obligations based on free discussion between the parties, to the widely disseminated adhesion contract which governs today most markets based on the big traffic of goods and services. For this purpose, the article identifies the ideology prevailing in the environment in which encoding and regulation of contracts, classical conception contract, its posterior crisis with the emergence of widely disseminated contracts, and contractual leadership were executed; and it concludes with conceptualization of definition, functions, and juridical nature of adhesion contracts.

Methodology used was hermeneutics from several texts of the Latina American doctrine which was used as the pattern to read national norms in force. For this, documentary information collection techniques were used, duly organized through a bibliographic system. These techniques allowed analyzing correlation of variables. Variables used to develop the research were the free clause discussion contract, autonomy of private intent, and the adhesion contracts.

Key words: Autonomy of private intent, free discussion contract, contractual leadership, adhesion contract.

 

1. IDEOLOGÍA DEL CONTRATO EN EL SIGLO XVIII EN LA ETAPA DE LA CODIFICACIÓN

1.1 La autonomía de la voluntad privada (ideología y conceptualización)

Los principales autores del derecho privado han intentado definir lo que se entiende por autonomía de la voluntad privada y las implicaciones que ello tiene para la forma de concebir la función del Estado. Una de estas definiciones es la dada por el tratadista italiano Emilio Betti (1959), quien la entiende como “una actividad y potestad de autorregulación de intereses y relaciones propias, desplegada por el mismo titular de ellas.” Esta autonomía –agrega– es reconocida por el ordenamiento jurídico, en el campo del derecho privado, “como presupuesto y fuente generadora de relaciones jurídicas ya disciplinadas, en abstracto y en general, por las normas del orden jurídico”. Se trata –prosigue– “de una potestad creadora, modificadora o extintiva de relaciones jurídicas entre individuo e individuo. La manifestación suprema de esta autonomía es el negocio jurídico.” Luigi Ferri (1969) señala que la autonomía privada implica para el Estado una autolimitación de la ordenación legal, pues deja espacios en los que puede insertarse la actividad normativa de los particulares.

La autonomía de la voluntad privada ha tenido grandes consecuencias dentro de los sistemas jurídicos occidentales, principalmente en los países que son “herederos” de la tradición jurídica francesa posrevolucionaria que tuvo su punto culmen en el Código Civil de Napoleón (1804), en la época llamada de la codificación. Obviamente, para el establecimiento de dicho dogma fue de trascendental importancia la ideología dominante en el contexto de consagración normativa, tanto en el ámbito político como en el económico.

Para entender concretamente las implicaciones que tiene la autonomía de la voluntad privada, es importante tener en cuenta que la misma fue consagrada legislativamente, obedeciendo a una ideología predominante en un momento determinado, regido por grandes hitos históricos y por una visión particular del mundo, como se verá a continuación. En la etapa de la codificación regía como ideología predominante el liberalismo, corriente de pensamiento que aún hoy promueve el límite al poder coactivo del Estado y el mayor nivel de libertad civil de los individuos. Del mismo modo, aboga por el hecho de que todas las personas se encuentren sometidas al mismo marco normativo, bajo el principio de igualdad ante la ley. Esta corriente tuvo como contexto acontecimientos sociales, políticos y económicos, que se venían desarrollando desde el siglo XVIII, como las revoluciones burguesas, –principalmente la Francesa (1789) y la Industrial (1750/1820)–, en las cuales se estructuraron y consolidaron buena parte de sus principios. En la primera se concibe el esquema político del liberalismo, en tanto que en la segunda se consolida el liberalismo como doctrina económica, dando con ello origen al naciente capitalismo.

Desde el punto de vista de sus fundamentos económicos, el liberalismo propugna por el libre juego de las fuerzas económicas, basándose en que la eficaz colaboración y el equilibrio de estas fuerzas presupone la libertad de movimiento. En economía, el liberalismo es sinónimo de libre concurrencia y ausencia de restricciones y regulaciones por parte del Estado, cuyas bases pueden sintetizarse así: (1) la sociedad está regida por leyes universales y permanentes; (2) la esfera económica está regida únicamente por el interés personal, y la competencia de los esfuerzos individuales asegura el triunfo de los más hábiles y los mejores; (3) el destino humano se realiza por la libre acción individual. El Estado debe limitarse a lograr la seguridad interna y la defensa del país, pues en los demás problemas cuando fomenta, entorpece, y cuando reglamenta, desorganiza. Para el pensamiento liberal, el afán de lucro y la concurrencia son las fuerzas fundamentales de una organización económica sana, y la política económica del liberalismo es, en consecuencia, esencialmente negativa, porque exige el libre juego de las fuerzas económicas y la menor intromisión posible del Estado (Diccionario Enciclopédico Quillet, 1974, p. 13).

El liberalismo político y filosófico del siglo XVIII tuvo sus derivaciones en el campo de la economía. En Francia, los fisiócratas1 echaron los cimientos teóricos del liberalismo económico, haciéndose célebre desde entonces el conocido principio del laisse-faire, laisse passer –dejar hacer, dejar pasar–, atribuido a Gournay2, y que implica la total prescindencia del Estado en la actividad económica de los individuos. En Inglaterra halló expresión en las doctrinas enunciadas por Adam Smith3 y los llamados “clásicos” (Diccionario Enciclopédico Quillet, 1974).

La prosperidad del siglo XVIII aparece como una prosperidad de las capas superiores de la sociedad, con antagonismos de clases que hacen crisis en 1789 y que se traducen en que burgueses y proletarios motorizan la revolución. El 14 de julio de 1789, por decisión de la Asamblea General, desaparece formalmente el feudalismo, se proclama la igualdad civil, al punto que todos los ciudadanos podrán ser admitidos en cargos civiles, militares y judiciales, y la burguesía tiene acceso a la magistratura (Lammana, 1964, p. 282, 292 y 357). Como reacción contra las estructuras feudales, la Revolución Francesa afirmó el imperio de una ideología económico-social más valiosa que la del sistema desplazado. Con carácter absoluto proclamó la vigencia de los principios fundamentales de la igualdad y la libertad, consagrados luego, normativamente, en todas las Constituciones y codificaciones continentales del siglo XIX, principalmente en el Código Civil de Napoleón.

Desde entonces, comenzó a consolidarse el predominio de los esquemas del individualismo liberal, en una sociedad que debía privilegiar, sobre la base de sus ideas cardinales, una rápida circulación de la riqueza y garantizar al naciente sistema de la moderna empresa un coeficiente relevante de acumulación de capital. Cada hombre era entonces, libre de inventar su propio provecho y en el marco de ese cuadrante se desenvolvían las leyes del mercado, que encontraban su fiel correlato en los sistemas jurídicos, al punto que la regulación de las relaciones civiles entre individuos venía diseñada sobre la base de principios y normas subordinados al principio absoluto de libertad económica (Stiglitz, 1994).

Dentro de las ideas liberales, las recomendaciones de la escuela fisiocrática, con Quesnay4 a la vanguardia, no sólo se reducían al laissez-faire y al libre cambio, sino que condenaban toda política de intervención, que condensaba en una condena global a la regulación o el control gubernamental y en un decidido estímulo a un incondicional libre comercio5. La doctrina económica liberal desenvuelve y desarrolla la teoría fisiocrática; ya no es sólo la agricultura la que ocupa una posición central en el programa de economía política, sino que se alude al desarrollo del comercio y de la industria; se propicia la división del trabajo y la especialización, todo lo cual contribuye a la multiplicación del intercambio comercial (Stiglitz, 1994, p. 500).

La conciencia social va adquiriendo su propio perfil, en virtud de dos principios ideales que en el siglo XVIII se afirman en la lucha de la burguesía contra las clases privilegiadas: el de la igualdad y el de la libertad. La igualdad apunta a todas las clases sociales; su contenido son los derechos y deberes, admitiendo que el poder central debe ejercer una acción niveladora, aboliendo privilegios e inmunidades de que gozan la nobleza y el clero, en perjuicio de la burguesía (Stiglitz, 1994, p. 473). A estos principios de libertad e igualdad, según la concepción dominante de la época, se llegaba a través del uso exclusivo de la razón humana, los cuales devinieron en una de las ideas fundamentales que se desarrollaban a partir de la racionalidad humana: la de la autonomía de la voluntad6.

Stiglitz, explicando los alcances del concepto de autonomía de la voluntad privada, sostiene lo siguiente:

La autonomía de la voluntad designa, según su etimología, el poder que tiene la voluntad de darse su propia ley. En el pensamiento jurídico, la autonomía de la voluntad representa un concepto doctrinal que se traduce en normas positivas y que, en una primera aproximación, significa que la voluntad es la fuente y la medida de los derechos subjetivos. Ha sido calificada como la pieza maestra de la filosofía dominante del siglo XIX: el denominado individualismo jurídico. Y éste, a su vez, fue entendido desde el período clásico como la concepción que hace del individuo, considerado como una voluntad libre, aislado del medio social, el solo objeto, el solo fundamento y el solo fin del Derecho. Otorga al hombre derechos naturales anteriores a los de la sociedad, entre los cuales el esencial es la libertad. Hace del individuo la fuente del Derecho, lo que doctrinalmente se dio en llamar autonomía de la voluntad, y asigna como fin del Derecho la coexistencia de las voluntades individuales” (Stiglitz, 1994, p. 471).7

Tan profunda y acentuada fue la creencia en la racionalidad humana, en la posibilidad de concebir los derechos conforme a la razón y que los mismos quedarían plasmados en la gran obra del Código Civil Francés, que ello dio lugar a una fe ciega en la legislación así emanada, lo que trajo como consecuencia una escuela de interpretación del derecho de forma literal, conocida como la exégesis8.

1.2 Tipo de contrato consagrado en la concepción clásica

La concepción que se tenga en un momento determinado del derecho en general y del contrato en particular depende de las circunstancias sociales, políticas y económicas en medio de las cuales se encuentra inmersa. El derecho, en general, no es ajeno a lo que ocurre en el acontecer social, a las aspiraciones éticas y sociales del ser humano; se inserta, muy por el contrario, en la historicidad del hombre y de sus creaciones: el derecho es una de ellas; es un bien cultural. Y, al ser cultura, revela la problemática de un pueblo, de una época, de una especial manera de sentir y valorar (Fernández, 1998, p. 31).

Esto es tan claro, que basta con comparar el escaso papel del contrato en el sistema feudal –agrario, artesanal, de autoconsumo–, con el desenvolvimiento de esta institución en la época de la Revolución Industrial en la que se presenta un gran desarrollo de las fuerzas productivas de bienes y servicios y el contrato se torna como el instrumento apto para el intercambio de los mismos. Coincidieron geográficamente los eventos posrevolucionarios que dieron origen al naciente capitalismo y la nueva teoría jurídica que organizó de manera estructurada la teoría del contrato y los contratos típicos más importantes de la época. La muestra de ello, es el Código Civil de Napoleón (el primero que sistematizó legislativamente el derecho de los contratos) que como se expuso anteriormente es fruto político de la Revolución Francesa y coexistente con la Revolución Industrial, el cual estaba diseñado para que la clase triunfante (la burguesía) tuviera los elementos necesarios para garantizar su posición dominante dentro de la sociedad en su conjunto.

El Código Civil Napoleónico es la obra que mejor traduce el triunfo de la burguesía, ya que las conquistas políticas, económicas e ideológicas se reflejaron en los textos legales. El contrato aparece regulado de modo tal que constituye una inequívoca adhesión a los intereses y requerimientos posrevolucionarios de una sociedad con aspiraciones a nuevas formas de organización económico-social o, con mayor precisión, de las clases que asumían, desde entonces posiciones hegemónicas (Il Contratto, Il Mulino, de Roppo, citado por Stiglitz, 1994).

Según Stiglitz, el tipo de contrato que se concibió en la etapa de la codificación se consideraba como la base estructural de la sociedad y partía de algunos principios supremos como (1) la libre iniciativa individual, (2) la concurrencia de los mercados y (3) el afán ilimitado de utilidades. De esta manera, el contrato se convirtió en el símbolo de la sociedad nacida de las revoluciones burguesas, como antítesis al antiguo régimen que se fundamentaba en concepciones feudales que consistían en economías cerradas y relaciones corporativas privilegiadas (Stiglitz, 1994, p. 53).

La libertad de iniciativa individual tenía (y tiene) su aplicación en el plano jurídico en la libertad de contratar. Dicho contrato debía ser fruto de la decisión libremente concertada de las partes, lo cual se traduce en que debía existir libertad para decidir (1) si se contrataba o no se contrataba; (2) con quién se contrataba; (3) la forma o tipo contractual que mejor se adaptara a los propios intereses y (4) las cláusulas específicas que debían contener las manifestaciones de las partes y que formaban el contenido del contrato. Se consideraba que cada sujeto tenía la posibilidad de contratar en los anteriores supuestos sin distinción por el hecho de pertenecer a una determinada clase social, o de encontrarse en situación de debilidad. El único trato diferencial en el Código Civil era el que se establecía con respecto a determinados sujetos que se encontraban en situación de inferioridad (los incapaces absolutos y relativos) y excepcionalmente por razones económicas como cuando se estableció la institución de la lesión enorme (Stiglitz, 1994).

El contrato es concebido como un trascendente instrumento de la libertad, por medio de la cual cada individuo puede alcanzar su autonomía en la vida privada y en la actividad productiva a través de la inserción de sus propios medios y actividad en el juego de la libre concurrencia. Cada uno es creador de las reglas que habrán de disciplinar sus relaciones con otros, con lo que se constituye el legislador de su propia esfera interés y el Estado tiene como función garantizar la ejecución de los acuerdos alcanzados en ejercicio de la libertad individual. Todo ello encuentra explicación y justificación en el interés económico general, pensado como la sumatoria de los intereses individuales satisfechos mediante la utilización plena y eficiente de los recursos productivos, en el marco de la libre competencia (Stiglitz, 1994, pp. 55-56).

Desde esa perspectiva, se tenía la idea de que los individuos que prestaban su consentimiento para la celebración del contrato eran racionales, libres y en situación de igualdad formal, que discrecionalmente discutían el contrato y las diferentes cláusulas del mismo. Por lo tanto, se consideraba inadmisible cualquier intromisión por parte del Estado en la formación del contrato puesto que se afirmaba dogmáticamente que “lo acordado voluntaria y libremente por las partes no podía sino ser justo”. Al Estado le estaba vedado, en principio, intervenir desde el legislativo, estableciendo imposiciones a los particulares a la hora de contratar; en consecuencia, la autonomía de la voluntad solamente podía ser restringida por motivos de orden público, pero tratando de que dicha intervención se redujera al mínimo posible. Del mismo modo, tampoco podía intervenirse el contrato desde la rama judicial revisando el contrato o estableciendo condiciones diferentes a las queridas por las partes; lo único que podía hacer el juez era interpretar la voluntad real querida por ellas.

El contrato se constituye en uno de los medios para la autorregulación de los propios intereses; en tanto mecanismo de actuación del dominio de la voluntad en la esfera jurídica propia del sujeto, es el instrumento más calificado de la autonomía privada. Ello es tan claro que la doctrina del siglo XVIII asignaba a la voluntad la categoría de causa de la libertad contractual, de la fuerza del contrato y de sus efectos relativos, lo cual se puede evidenciar principalmente en los siguientes aspectos resaltados por Stiglitz: (1) Para el individualismo, el contrato es un supuesto de autorrestricción. El individuo se limita a sí mismo, se somete a su voluntad una vez la misma es expresada; (2) La fuerza obligatoria del contrato se impone a las partes y al juez; (3) Por lo tanto, se reafirma el principio de la irrevisibilidad del contrato, en punto a preservar la seguridad del tráfico, la cual se privilegia por encima de la justicia; (4) El voluntarismo se evidencia en los efectos relativos del contrato en la medida en que en principio, el contrato sólo afecta a los contratantes, no produce ni derechos ni obligaciones para terceros; (5) La causa del contrato es el resultado práctico esperado por cada una de las partes, es el móvil que voluntariamente las impulsa a contratar; (6) Los vicios del consentimiento se refieren a los vicios de la voluntad contractual. (7) La interpretación del contrato partirá de la indagación de la voluntad real o psicológica (Stiglitz, 1994, pp. 484-485).

Además de afectar los elementos de existencia y validez del contrato, como se vio en el párrafo anterior, la autonomía de la voluntad también está relacionada con las características del contrato (en su versión clásica), que se pueden agrupar de la siguiente manera, partiendo de los textos de Stiglitz y de Yuri Vega: a) El contrato es fruto de la libertad y, en especial, de la autonomía de la voluntad, según la cual los individuos pueden celebrar las más variadas convenciones para intercambiar bienes y servicios a fin de satisfacer sus necesidades; b) El contrato es el mecanismo político de mayor autenticidad para la asociación entre los hombres; c) Al ser producto de la libertad jurídica y económica, requiere de una dosis de igualdad que la ley también garantiza; d) Los individuos pueden crear, para sí, derechos y obligaciones; e) Los individuos, en un mercado libre, gozan de la posibilidad de crear relaciones obligatorias sin que coincidan con los tipos contractuales (Vega, 2001, p. 529); f) El ordenamiento jurídico es, en principio, puramente supletorio del contrato. Su rol es el de contener normas que colmen lagunas, referidas a efectos naturales o accidentales en que las partes incurran, y hacerlo por medio de normas que traduzcan la “voluntad presunta” de aquéllas. Lo expresado debe ser interpretado en el sentido de que el legislador no se halla habilitado para sustituir, sino para “complementar” la voluntad inexpresada; g) El ordenamiento jurídico acepta o repudia en bloque el contrato, lo que significa que si es válido o inválido, lo es tal como fue acordado (como unidad), pues la “voluntad común” se refirió a él como a un todo, por lo cual se entiende que para el individualismo no es concebible aludir a un estado de eficacia o ineficacia parcial; h) El individualismo consagra la preeminencia del valor “seguridad” por el de “justicia contractual”9.

Como se advierte, el voluntarismo, en la concepción individualista, no ha dejado resquicio. La voluntad se afirma desde las tratativas precontractuales hasta el agotamiento del contrato por cumplimiento (Stiglitz, 1994, p. 484).

Sin embargo, el hecho de que el contrato se basara en una concepción voluntarista no significaba que las partes eran libres de apartarse del mismo una vez perfeccionado, puesto que como se deriva del art. 1179 del Código Civil francés, el contrato es ley para las partes10. Es decir, los individuos voluntariamente decidían si se obligaban o no lo hacían, pero una vez manifestaban su voluntad, se convertían en “esclavos de sus palabras”, y los compromisos adquiridos debían cumplirse, no solo por el deber moral que se derivaba de la palabra empeñada, sino también porque el contrato generaba (y genera) obligaciones basadas en un vínculo jurídico que es susceptible de ser aplicado a través del aparato coercitivo del Estado. De ahí nace el principio del pacta sunt servanda.

En toda esta conceptualización quedó servido el caldo de cultivo para lo que posteriormente se denominó “la crisis del contrato” que pasaremos a ver a continuación.

 

2. EL CONTRATO EN LA CRISIS DEL ESTADO LIBERAL

Contratos de adhesión e intervencionismo estatal

La concepción tradicional del contrato empezó a resquebrajarse por distintos motivos de carácter económico, social y políticos. Desde el punto de vista social, cabe destacar que el modelo del contrato liberal, que rigió prácticamente en todo el siglo XIX, comienza dicho proceso de resquebrajamiento en la primera mitad del siglo XX, debido a una serie de factores tales como las dos guerras mundiales, que generaron grandes cantidades de miseria y la depresión económica de los años 30. Estos factores, cuyas consecuencias se sintieron en todo el mundo, unidos a otros de naturaleza local, tales como las luchas obrero-campesinas que permitieron el desarrollo de una población altamente combativa, que se lanzó a la lucha por alcanzar una serie de importantes reivindicaciones sociales, acabaron por derrumbar el edificio del contrato liberal, para dar paso a lo que podría denominarse un modelo “social” de contrato, donde el término social da la idea de un contrato sensibilizado (cuando menos en parte), con relación a las reivindicaciones de los sectores de la sociedad menos favorecidos económicamente (Riveros, 2001,1969).11

Todo lo anterior derivó en el hecho de que el Estado se viera forzado a intervenir en la dinámica del contrato tratando de disminuir las desigualdades reales que eran permitidas por la “neutralidad” del papel que él desempeñaba frente a la concepción tradicional de dicho instrumento de negociación, que como se explicó en la primera parte de este artículo, se limitaba a garantizar las condiciones de orden público necesarias para el libre mercado, sin intervenir en la autonomía de la voluntad privada, que era la que tenía que determinar el contenido de los contratos.

Pese a lo anterior, es menester recordar que los cambios en la concepción del contrato no solamente obedecen a la intervención del Estado para tratar de hacer menos abruptas las diferencias entre los individuos que se desenvolvían en el mercado, sino que, además, el desarrollo mismo del dogma del “dejar hacer-dejar pasar”, trajo consecuencias desde la realidad de las relaciones negociales, que hicieron que aunque la estructura de la institución no se modificara (por lo menos en lo gramatical), sí cambiara en lo estructural. Veamos:

En el campo jurídico, se debe tener en cuenta que desde principios del siglo XIX, además de la expedición del Código Civil Francés, se expidió también el Código de Comercio (1807)12 que le había otorgado a los comerciantes un estatuto hecho para sus necesidades, que reafirmaba la libertad de contratación y estaba acorde con las necesidades del capitalismo naciente. El hecho de que los comerciantes tuvieran un estatuto hecho a su medida contribuyó a que la actividad comercial invadiera todas las esferas de la vida civil. Apoyado por el liberalismo económico de la época, por la pasión desenfrenada por el trabajo como religión, por el abandono de las estructuras feudales, las vías de comunicación, el maquinismo, entre otros factores, el quehacer de aquellos hombres “comercializó” todo el tejido social. Este cambio de la producción agrícola, artesanal a la producción masificada, conllevó a que se hiciera cada vez más necesario que el contrato se adaptara a las nuevas circunstancias, como un instrumento eficiente que permitiera la circulación rápida de bienes y servicios (Vega, 2001, p. 521).

Del capitalismo incipiente surge el capitalismo moderno, y en esta segunda fase algunos principios de los padres de la economía, como los formulados por Smith, tales como la ley de la oferta y la demanda y la libre competencia sufren una reducción en su aplicación, puesto que las grandes corporaciones concentraron en sí mismas buena parte del capital y se repartieron el mercado lo que trajo como consecuencia la limitación de la concurrencia y de la competencia (Vega, 2001, p. 522). Esta reducción en la aplicación de dichos principios no se debía a la intervención del Estado, sino por la misma repartición de las fuerzas económicas, en la cual algunos sujetos que tenían más riqueza o eran más hábiles o tenían una mayor posibilidad de negociación terminaron acaparando grandes sectores del mercado, logrando que el acuerdo entre las partes no fuera exactamente paritario.

Aparece un nuevo sujeto de gran importancia para el derecho y que afectaba la concepción tradicional del contrato, como un acto jurídico entre iguales: el empresario, quien es la persona encargada de la producción de los bienes y servicios que, al contar con gran mano de obra y con maquinaria se encontró con las posibilidades que le ofrecía un mercado en el cual él podía cada día ofertar más y más, bienes y servicios. Dado lo anterior, se hacía necesario que el instrumento a través del cual se posibilitaba la circulación en el mercado de bienes y servicios, es decir, el contrato, se flexibilizara haciendo posible la concreción de un mayor número de negocios en el menor tiempo posible. De ahí surge el llamado contrato masificado o de adhesión13.

Los abogados concurrieron entonces a apoyar a los empresarios para idear nuevas formas de contratación que significaran una racionalización y reducción de los costos; una previsión de los riesgos; una interpretación igual y un trato similar a todo cliente, una menor inversión de horas-hombre en las ventas, etc. El contrato de los códigos debía ser reemplazado por el contrato prerredactado por las empresas, aún a costa de la preciada libertad contractual de una de las partes. En ese momento, quedó establecida la masificación del contrato (Vega, 2001 p. 532).

Todas estas modificaciones que se venían dando en el tratamiento del mercado en general y del contrato como instrumento para la libre circulación de bienes y servicios en particular encontraban su posibilidad de realización justamente en el sistema de pensamiento liberal y en el capitalismo. En dicho pensamiento liberal, no se hacía evidente, de manera inicial, que el hecho de que se estableciera la igualdad ante la ley y la libertad para contratar, en términos prácticos no equivalía a igualdad material (Stiglitz, 1994).

Esa falta de igualdad material se concreta en el hecho de que uno de los contratantes está ocupando una posición de negociación fuerte, frente a otro con una posición más débil. Generalmente, aunque no de manera necesaria, la posición del contratante fuerte es ocupada por una empresa, la cual cuenta dentro de su estructura, con personas capacitadas, con diferenciación de funciones y con un ideal principal cual es el de obtener ganancias, que se ve enfrentada a un ser humano individual que generalmente, no posee ni la misma capacidad de negociación ni la misma información que le permita tomar la mejor decisión. Ello va generando un círculo vicioso en el que el fuerte se vuelve cada vez más fuerte y, en consecuencia, el débil se encuentra cada vez más débil y con menores posibilidades de negociación. Esta diferencia en las posiciones de negociación va generando que se produzcan contratos injustos que van repercutiendo ya no solo en el ámbito patrimonial individual, sino que pueden afectar a la sociedad en general (Il Contrato, Il Mulino, de Roppo, citado por Stiglitz, 1994).

Justamente, por las razones expuestas y por el hecho de que la simple adhesión a un contrato pareciese ir en contra de las características propias de la contratación tal como se había concebido inicialmente, puesto que al adherente no le queda más que aceptar o no el contenido total del contrato, algunos estudiosos del derecho, primero le negaron la categoría de “contrato” al “contrato de adhesión” y aseveraron que la teoría misma se hallaba en crisis. Como sostiene Vega Mere:

Para muchos hombres de derecho, especialmente los más sensibles –pero también apegados a las nociones tradicionales– la contratación estandarizada suponía un grave atentado al dogma de la autonomía de la voluntad. Si el contrato era producto de la decisión de contratar, de la capacidad de autodeterminación, la simple adhesión a un estatuto elaborado por la empresa hacía añicos el fundamento último de la contratación. No faltó quien señalara (como hasta hoy) que el contrato había entrado en crisis, que la masificación de las relaciones económicas había echado por los suelos la igualdad y el trato paritario que se presumía en las partes al celebrar un negocio jurídico, la libertad para darse preceptos privados de comportamiento, de autorregulación de intereses (Vega, 2001, pp. 532-533).

Para intentar disminuir las grandes desigualdades que se habían generado en el mercado y las consecuencias ya enunciadas de las dos guerras mundiales, de la depresión económica y en respuesta a las más que justas reclamaciones de los sectores más débiles de la sociedad, se hizo necesaria la intervención del Estado en el mercado, regulando las relaciones sociales e, incluso, en algunas circunstancias, actuando él mismo como agente económico.

Esto es lo que ha sido enunciado como dirigismo contractual, el cual se llevó a cabo a través de intervenciones desde el punto de vista legislativo o judicial. Ejemplo de las primeras intervenciones se dieron cuando se ampliaron las normas de orden público que no eran susceptibles de ser pactadas en contrario (como la estipulación de los salarios mínimos; las jornadas máximas de trabajo, o la regulación de precios en los contratos de arrendamiento de vivienda, etc.), y la intervención judicial se estableció, por ejemplo, a través de la posibilidad de revisión de los contratos cuando por circunstancias posteriores a la celebración del acto, imprevistas e imprevisibles se hiciera excesivamente oneroso para una de las partes el cumplimiento del mismo14. También se ha dado la intervención estatal cuando se han establecido reglas de interpretación de los contratos a favor de la parte débil del mismo, como “la duda a favor del deudor”, en algunos sistemas, o “la duda a favor del consumidor”, en otros.

El dirigismo contractual, como lo ha expresado Stiglitz: “es una hipótesis que ha sido calificada como de “atentado” a la libertad contractual. En ocasiones, el Estado regula la operación jurídica, “dictando el contrato” o regulando imperativamente algún aspecto de él, que el legislador estima esencial en punto a la preservación de la justicia contractual” (Stiglitz, 1994, p. 60). Y en otros casos, se ha llegado al extremo de imponer la celebración de determinados contratos, que son los llamados contratos necesarios, en los cuales prácticamente no queda nada de la tan mencionada e importante autonomía de la voluntad privada puesto que en ellos no se escoge al co-contratante ni la forma contractual ni el contenido de la voluntad y, ni siquiera, se da la posibilidad de escoger si se contrata o no se hace, como lo que sucede actualmente con la contratación de servicios públicos domiciliarios prestados en monopolio.

Pasemos entonces, ahora, a hablar de manera específica de esta nueva forma de contratación masificada.

 

3. CONTRATOS DE ADHESIÓN

3.1 Definición

Antes de entrar a definir lo que se entiende por ellos, es importante ver la forma en que surgió la expresión contratos de adhesión, que es útil para entender los fundamentos de la institución:

Sobre el denominado “contrato de adhesión”, enseña la doctrina que fue acuñado por el civilista francés SALEILLES, definiéndolo como “una estipulación predeterminada en la cual la voluntad del oferente es predominante y las condiciones son dictadas para un número indeterminado de aceptantes y no para una parte individual.” SALEILLES enlista como ejemplo los contratos con las grandes compañías de ferrocarriles, o los contratos que tienen más naturaleza de regulaciones legales colectivas – conocidas por los romanos como Lex– que de acuerdos privados individuales. A éstas características, los comentaristas posteriores agregaron: (a) la continuidad y la naturaleza general de la oferta; (b) la posición monopolística o por lo menos, el gran poder del oferente; (c) una gran cantidad de bienes y servicios ofrecidos, y (d) el uso de formas estándar de contratos, y estipulaciones que sirven más al interés del oferente dejan de lado las dificultades que pueda tener el destinatario. A ésta definición nada sustancial le ha sido agregado con posterioridad; apenas la descripción de la posición del oferente ha cambiado a la moderna versión del “poder superior de negociación” o “el desequilibrio sustancial”15 (Volgar, como se cita en Silva, 2001, p. 40) (Traducción de la autora).

Según Stiglitz, el contrato por adhesión a cláusulas predispuestas o condiciones generales “es aquel en que la configuración interna del mismo (reglas de autonomía) es dispuesta anticipadamente sólo por una de las partes (predisponerte, profesional, proveedor, empresario, etc.), de manera que la otra (adherente, consumidor, no profesional), si es que decide contratar, debe hacerlo sobre la base de aquel contenido o no contratar.” (Stiglitz, 1994, p. 250)

Pedro F. Silva Ruiz, autor puertorriqueño, sostiene que los contratos de adhesión son los que, “en lugar de un proceso de oferta y aceptación realizada caso por caso, se celebran con base en ofertas uniformes, según un modelo fijado de antemano, dirigidas a todas las personas a las que pueda interesar la cosa o servicio ofrecido” (Silva, 2001, p. 40).

3.2. Características

Las características de los contratos de adhesión, a partir de los textos de Stiglitz y Yuri Vega son:

1) La unilateralidad: Este, tal vez sea uno de sus rasgos más característicos. La configuración interna del contrato viene modelada sólo por una de las partes, precisamente identificada como el predisponerte. No es característica del contrato por adhesión que el predisponerte ejerza un monopolio de hecho o de derecho.

2) La rigidez del esquema predeterminado por el empresario: Ello significa que su contraparte carece del poder de negociación que consiste en discutir o en intentar influir en la redacción del contrato o tan siquiera de una cláusula.

3) La predisposición contractual es inherente al poder de negociación que concentra el “profesional” y que generalmente (no siempre), coincide con la disparidad de fuerzas económicas. Ésta no parece ser una característica que atrape todos los supuestos, pues quien ostenta poder económico también formaliza contratos por adhesión en calidad de adherente. En cambio, aparece como más convincente distinguir a las partes según el poder de negociación de que dispongan. Así, predisponer un contrato presupone poder de negociación y ello sólo lo ejerce el profesional. A su vez, adherir a un contrato implica carecer de dicho poder. Y esa carencia se sitúa en cabeza del consumidor o usuario (Stiglitz, 1994, pp. 250-251).

4) La predisposición se complementa con su carácter abstracto y general, pues se trata de condiciones a ser incorporadas en una pluralidad de negocios (Vega, 1994, p. 548).

Uno de los aspectos que más se ha criticado a los contratos de adhesión es el hecho de que constituyen una grave limitación al dogma de la autonomía de la voluntad privada, puesto que ya no se encuentran dos individuos racionales en pie de igualdad, discutiendo lo que es mejor para cada una de las partes, sino que, por el contrario, una de ellas le impone a la otra el contenido total del contrato. Ello sin contar con el efecto que, como se anunció anteriormente, se dio como consecuencia del contrato de adhesión, que fue el del dirigismo contractual, a través del cual, el Estado intervenía algunos de los mismos. En consecuencia, la pretendida libertad de contratación había sufrido un grave recorte en sus planteamientos iniciales del siglo XIX. Todo lo cual es coetáneo con el paso del Estado liberal al Estado social16.

Adicionalmente, con la aparición del Estado social, los conceptos de orden público y de buenas costumbres, cuando no el principio general de la buena fe, habían ensanchado sus fronteras y se prestaban, con suma facilidad (especialmente la noción de orden público económico: el nuevo orden público de entonces), a los intereses del Estado interventor en la economía (Vega, 2001, p. 542), lo que acentuaba aún más las posibilidades de dirección del mismo en la contratación entre particulares.

Uno de los aspectos que inicialmente no fue problemático pero que generó un cierto escozor fue el hecho de que la libertad contractual permitía (y permite) el alejamiento por parte de los contratantes de la regulación que de los contratos tipo se hace en los códigos. Esto ocurría (y ocurre) dado que gran cantidad de las reglas de dichos contratos eran (y son) de carácter supletivo de la voluntad privada, es decir, se aplicaban (y se aplican) únicamente en caso de que las partes hubieran guardado silencio al respecto. Ejemplo de ello son las normas relativas a la responsabilidad en caso de incumplimiento por parte de alguno de los contratantes, o el lugar en donde debe hacerse el pago, etc.

Dichas normas supletivas son de gran importancia en los contratos de libre discusión de cláusulas para efectos de la integración de los mismos, teniendo en cuenta que las partes únicamente debían (y deben) ponerse de acuerdo en los elementos esenciales del contrato, y la ley suple con ellas, los otros aspectos. Sin embargo, tratándose de la contratación masiva, en la cual uno solo de los contratantes puede establecer el contenido total del contrato, la permisión de alejarse de dichas normas supletivas de la voluntad acarreó el hecho de que las contraprestaciones y las cargas de las partes se desequilibraran de manera importante. Ello ha sido criticado y, en consecuencia, se plantea por la doctrina la necesidad de volver sobre las normas de los contratos tipo, ya no como simple complemento de la voluntad de las partes, sino por el contrario, como equivalentes a lo que habrá de entenderse como el “contrato justo”, se encuentran incluso voces que claman por el hecho de que dichas normas se conviertan en imperativas, puesto que fueron dictadas por quien no era representante de ninguna de las partes y, en consecuencia, era imparcial.

El autor Yuri Vega Mere (2001) ha sintetizado los anteriores argumentos a favor y en contra de los contratos de adhesión, en una clasificación de las funciones legítimas y las funciones espurias de los mismos. Veamos:

3.2.1. Funciones legítimas de los contratos de adhesión

1) Constituyen una racionalización de la actividad contractual masificada a través de la estandarización de las transacciones homogéneas que llevan a cabo las empresas.

2) Reducción de costos de celebración y regulación de los contratos celebrados por la empresa, dado que el uso de condiciones generales simplifica y acelera la celebración de contratos, multiplica el número de contratos a celebrarse, crea una disciplina para un número indefinido de contratos y reduce los costes de negociación asociados a la contratación individual; el proceso de conclusión de contratos se convierte en una práctica automática en la que el acuerdo ser reduce a las prestaciones esenciales, renunciando el adherente a discutir del condicionado en general. Se ha dicho, además, que ello incide en el precio, pues la reducción de los costes en la contratación incide en los precios, al igual que incidirán en dicho resultado la limitación de responsabilidades y riesgos con las que suelen favorecerse las empresas predisponentes.

3) Facilitan la división del trabajo, al aprovechar mejor la labor de las personas implicadas, pues se usan de manera eficiente las capacidades jurídicas y gerenciales caras; pues el trabajo propiamente jurídico se concentra en los asesores mientras que los agentes de venta sólo aplican los formularios (sin discutirlos o negociarlos), concentrándose en las ventas, ahorrando tiempo, independientemente de que se encuentren en lugares distantes.

4) Agiliza la coordinación del trabajo dentro de la empresa, pues reduce las necesidades de comunicación interna; se adapta la actuación de los terceros a la planificación de la empresa (a quienes se les trata de modo igual) y permite que se cumplan las instrucciones impartidas por la organización.

5) Se calculan anticipadamente los costos, dado que se conocen, anticipadamente, las contingencias y aquello que puede significar un costo para la empresa, tanto los de producción como los relativos a los riesgos.

6) Dan seguridad jurídica, pues hacen previsible la actuación en el tráfico en general. Las condiciones generales, se ha afirmado, suministran una reglamentación más exhaustiva, técnica, analítica y clara, pues remueven la incertidumbre que, en no pocos casos, provendría del derecho dispositivo, así como sus lagunas (Vega, 2001, p. 543).

7) Promueven un trato uniforme de las relaciones en masa, una interpretación pareja de los alcances de los contratos, con incidencia en la ejecución de los mismos y en la jurisprudencia, así como una unificación del derecho privado comparado cuando su aplicación desconoce fronteras (Vega, 2001, p. 546).

3.2.2. Funciones espurias de los contratos de adhesión

1) Hay gran sacrificio de la libertad contractual por parte de los adherentes, los cuales, en la mayoría de los casos, se preocupan por acceder a las prestaciones esenciales de los contratos que quieren concluir, muchas veces sin mayor preocupación por otros aspectos relevantes.

2) Las empresas tienden a mejorar su posición contractual con respecto a la normal distribución de cargas y derechos prevista legalmente, desplazándose los riesgos y obligaciones hacia los clientes o arrogándose derechos y facultades excesivas, sin contrapartidas para los adherentes. Ello se traduce en un evidente desequilibrio contractual.

3) Es posible que el negociante fuerte incluya cláusulas abusivas en el contrato que denotan desequilibrios a costa del principio de buena fe y no siempre los mecanismos del mercado son suficientemente aptos para combatirlas

4) En caso de situaciones de monopolio, al adherente no le es posible, en muchos casos, sustraerse de la contratación puesto que el aceptar las imposiciones del predisponente constituye la única vía de acceso a los bienes y servicios que requiere.

5) En muchos casos se pretende maximizar los beneficios de la contratación estandarizada a costa de los adherentes o usuarios, negando importancia al desequilibrio contractual, a la desproporción que existe entre una y otra parte sacrificando la transparencia, la equidad, la conmutabilidad, la buena fe, la justicia, etc., en aras de la eficiencia y la rentabilidad empresarial como únicos valores (Vega, 2001, pp. 554-558).

3.3. Naturaleza jurídica

La cuestión acerca de la naturaleza jurídica de las condiciones generales de contratación o de los contratos de adhesión se presenta porque algunos autores sostienen que la misma es contractual, en tanto que otros sostienen que la misma es normativa. Básicamente, la discusión surge frente a la pregunta de si adherir es consentir.

Ya dijimos anteriormente que cuando surgieron los contratos de adhesión algunos doctrinantes dijeron que había llegado el fin del dogma de la autonomía de la voluntad privada, puesto que en ellos uno de los contratantes no tenía posibilidad de elegir el contenido contractual. Sin embargo, después de muchas discusiones –incluso en el ámbito judicial– se llegó a la conclusión, que ya es más o menos pacífica, de que efectivamente los contratos de adhesión son verdaderamente contratos en la medida que uno de los contratantes es completamente libre al redactar el total de las condiciones (el empresario) y el otro, (el adherente) es libre de decidir si acepta o no contratar.

Pero algunos doctrinantes sostienen que son actos unilaterales de voluntad, razón por la cual su naturaleza no es contractual sino que más bien, constituyen un acto de imposición más parecido a la ley. Sostienen que las condiciones generales de contratación son normas jurídicas propiamente dichas en la medida en que cuando en un determinado gremio o una actividad, como la bancaria o la aseguradora, una empresa o un grupo de las mismas empieza a redactar los contratos de una misma manera, en el público se va creando la conciencia de obligatoriedad y de generalidad propias de la costumbre como creadora de leyes17.

Esta posición se puede ver más evidente aún, en los contratos que no solamente tienen dicho carácter general, sino que, además, han tenido un control administrativo previo por parte del Estado. Para hacer claro lo anterior, hemos de tener en cuenta que hay determinados tipos de contrato que por la gran sensibilidad social que representan, o por la importancia que de ellos se deriva en el mercado, para que puedan ser expedidos por las empresas, deben haber recibido una aprobación previa por parte del Estado. Ejemplo de ellos en Colombia son los que requieren aprobación a través de un visto bueno de la superintendencia correspondiente (la financiera, la de salud, la de industria y comercio, etc.) En estos casos, la tesis normativa se ve reforzada en la medida en que hay un cierto respaldo estatal que le daría fuerza a la idea de que los mismos pueden llegar a constituirse en ley por vía consuetudinaria.

Esta discusión acerca de si la naturaleza jurídica de los contratos de adhesión es contractual o normativa es importante para determinar la forma en que deben ser interpretados los mismos y para poder determinar los límites a la autonomía de la voluntad en uno y otro caso, a través de normas imperativas y semimperativas.

Esta tesis ha sido duramente criticada. Basándonos en el texto de Stiglitz, se pueden sintetizar las críticas a esta postura así:

1) El Estado de derecho es incompatible con la atribución a los empresarios de un privilegio normativo de carácter general y abstracto.

2) Las condiciones generales, carecen de los caracteres internos y externos de la norma de derecho objetivo. Les falta validez normativa, la obligatoriedad del derecho objetivo, puesto que el empresario que las establece no está facultado para crear Derecho. Ello es así aún en los contratos que tienen autorización previa por parte de la administración, puesto que dicha autorización se puede exigir con el fin de evitar, por ejemplo, el abuso de la posición dominante o el uso de cláusulas abusivas, pero esta función de vigilancia preventiva no supone una delegación de facultades que permita, sin más, elevar al plano legislativo las condiciones generales redactadas por un particular, ni que les dé eficacia para derogar las disposiciones legales que las contradigan.

3) Las condiciones generales de póliza no constituyen usos, pues no importan una expresión de voluntad generalizada, como lo es la ley, sino una expresión unilateral, la de quien las elabora, en contradicción con la voluntad y sentir de los clientes. Por lo demás, los usos tienen un nacimiento anónimo, al contrario de lo que acontece con las condiciones generales, que son obra de empresas que aparecen identificadas (Stiglitz, 1994, pp. 257-260).

En contraposición con la tesis normativa, se encuentra la tesis contractualista, a la que expresamente adhiere Stiglitz, que sostiene que las condiciones generales de contratación son verdaderos contratos alegando, entre otras, las siguientes circunstancias:

1) El hecho de que una de sola de las partes hubiese redactado el contenido total del contrato y la otra, simplemente haya adherido no excluye el carácter de contractual, puesto que equivale a un consentimiento brindado a través de la presentación y posterior aceptación de una oferta.

2) El hecho de que no haya tratativas preliminares tampoco excluye la tesis contractual, puesto que en ningún texto legal se exige que para que un contrato sea tal, ambas partes hubiesen tenido la misma intervención en cuanto a la redacción de las cláusulas integrantes del mismo.

3) Que las partes tengan diferente poder de negociación no altera la estructura misma del contrato.

4) Que el contenido del contrato haya sido predeterminado con anterioridad y que no se haya discutido no altera la naturaleza del contrato pues en definitiva hay una declaración de voluntad sobre la cual ambas partes consienten, no pudiendo desconocerse que la adhesión es, al menos formalmente, un acto libre de voluntad que no puede ser constreñido.

5) En caso de sostenerse que la naturaleza de las condiciones generales no es contractual, sería innecesaria la aceptación por parte del adherente (Stiglitz, 1994, pp. 260-263).

Por las razones expuestas, cabe concluir que la naturaleza jurídica de los contratos de adhesión es realmente contractual18.

Pese a que se acepte la naturaleza contractual de dichos contratos, el hecho de que el contenido contractual haya sido predispuesto por una sola de las partes conlleva necesariamente consecuencias jurídicas en lo que tiene que ver con su interpretación. Por ejemplo, en Colombia, el artículo 1624 del Código Civil establece que las cláusulas oscuras deben interpretarse en contra de quien las redactó. Esto es un tímido ejemplo de dichas consecuencias, porque en otras legislaciones en las que se ha tratado de manera más clara el problema de los contratos de adhesión, como en Perú, Argentina, Brasil, se han establecido principios como el de la duda a favor del consumidor (quien generalmente es el adherente) o el establecimiento de listas de cláusulas que son abusivas o presuntamente abusivas. El hecho de que en Colombia no se hayan reformado los códigos Civil y de Comercio, aunado a que tampoco se haya realizado una efectiva reforma al Estatuto del Consumidor, reflejan la mora en la que se encuentra nuestro país para afrontar este tema no solo desde la perspectiva doctrinal sino también legislativa.

 

4. CONCLUSIONES

Podemos sintetizar diciendo que la evolución del contrato desde la concepción de un acuerdo de voluntades para crear obligaciones, que se lleva a cabo entre dos seres racionales, mediante un acuerdo paritario entre iguales, asimilable al concepto de justicia mismo (puesto que un acuerdo logrado entre dos personas que velaban cada uno por sus propios intereses, no podía ser más que justo) hasta el concepto del contrato masificado o de adhesión, se dio como consecuencia de cambios estructurales dentro de la sociedad y del mercado.

Frente a un mercado masificado, que necesitaba una rápida circulación de los bienes y servicios que se producen en grandes cantidades, se hace necesario que el instrumento jurídico a través del cual se logra dicha circulación, es decir, el contrato, se modificara para adaptarse a esas nuevas situaciones que no permitían por economía de tiempo y de dinero que se siguiera bajo el esquema de la libre discusión de cláusulas únicamente.

En ese contexto surgen los contratos de adhesión que no son en sí mismos buenos o malos, que cumplen funciones importantes y que son necesarios en la economía de mercado en la cual nos desenvolvemos, pero que igualmente se prestan para que en algunos casos, el contratante más fuerte termine abusando de su posición dominante a través de la inclusión de cláusulas abusivas. Sin embargo, es hora de dejar de tratar de seguir analizando los contratos masificados con la misma estructura de los contratos de libre discusión de cláusulas pensados para un momento histórico y una economía diferentes.

 

REFERENCIAS

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Recibido: marzo 10 de 2010 Aprobado: abril 23 de 2010

 

* Este ensayo es producto del trabajo de investigación presentado para optar al título de magíster en Derecho de la Universidad de Antioquia titulado “La autonomía de la voluntad privada en los contratos de adhesión con consumidores” finalizada en el año 2008, la cual se realizó con el apoyo del semillero de investigación “Derecho de los Consumidores” que lidera la autora.

** Abogada de la Universidad Pontificia Bolivariana, magíster en Derecho de la Universidad de Antioquia, especialista en Derecho Privado de la Universidad Pontificia Bolivariana, especialista en Derecho Constitucional de la Universidad de Antioquia, Actualmente se desempeña como docente de tiempo completo de la Universidad de Antioquia en las cátedras de Teoría General del Acto Jurídico y Teoría de las Obligaciones. Coordinadora del Semillero “Derecho de los Consumidores”. Asimismo, es docente de cátedra de la Facultad de Derecho de la Universidad CES, coordinadora de la línea de énfasis “Servicios Públicos” del posgrado de Derecho Administrativo de la Universidad Autónoma Latinoamericana y docente del módulo “Derecho de Consumidores y Usuarios” en dicha línea. Ha sido docente de cátedra de las facultades de derecho de la Universidad de Medellín, Eafit, San Buenaventura y Uniciencia. Correo electrónico: veronicamariaes@hotmail.com

1 La fisiocracia es un sistema económico que afirma la existencia de una ley natural por la cual, si no hubiera intervención del gobierno, el buen funcionamiento del sistema económico estaría garantizado. Los fisiócratas consideraban que toda la riqueza provenía de la tierra y que, de todas las demás ramas de la actividad, sólo la agricultura producía más de lo que se necesitaba para mantener a los que se ocupaban de ella. (Diccionario Enciclopédico Quillet, 1974.)

2 GOURNAY (Jean Claude Marie Vincent), 1712-1759, economista francés, cercano a la Escuela Fisiocrática, partidario de la libertad de industria y comercio. A diferencia de los fisiócratas, sin embargo, consideraba la industria como una fuente de riqueza tan importante como los frutos de la tierra.

3 SMITH (Adam), 1723-1790, economista escocés, autor de la obra “Investigación de la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones”, quien encontraba el fundamento de la riqueza en el egoísmo humano. Considerado como el mayor exponente de la economía clásica (Diccionario Enciclopédico Quillet, 1974). Según la tesis central de La riqueza de las naciones, la clave del bienestar social está en el crecimiento económico, que se potencia a través de la división del trabajo. La división del trabajo, a su vez, se profundiza a medida que se amplía la extensión de los mercados y por ende la especialización.

4 Quesnay, Francois: 1694-1774. Economista francés, fundador de la escuela económica denominada fisiocracia.

5 Shumpeter, en su obra, Historia del Análisis Económico (como se cita en Stiglitz, 1994, p. 500), dice que las opiniones de Quesnay acerca del proceso económico y de su política hacen que se remonte a él prácticamente todo el arsenal argumental de los liberales del siglo XIX

6 Los filósofos de la Escuela Moderna del Derecho Natural, además, acotaron en la razón humana el origen del derecho y secundaron el principio del voluntarismo o consensualismo como explicación de las instituciones. Como diría Yuri Vega, citando a Carlos Gustavo Vallespinos: “Los adeptos a esta Escuela Moderna del Derecho Natural encontraron en el valor del acuerdo de voluntades el sustento que el pensamiento jurídico de esta época requería y que se compadecía con el sistema liberal: todo el mundo es libre de hacer nacer por el juego de las voluntades libres las obligaciones y relaciones más variadas; y el consentimiento era la base misma de toda institución, al cual adherirán, entre otros, los precursores de la codificación francesa: Domat y Pothier.” (Vega, 2001, pp. 527-527).

7 Ranouil, V., en su obra, L'Autonomie de la Volonté. Naissanse et Evolution d'un Concept, Presses Universataires, (como se cita en Stiglitz, 1994) reconoce que si bien se trata de una fórmula doctrinal, ha inspirado numerosas reglas jurídicas, como la de la libertad contractual, el consensualismo, el principio vinculante, la interpretación del contrato, etc.

8 La exégesis como teoría de la interpretación, surge con la codificación, que expuso al jurista un cuerpo orgánico de normas sistematizadas con un orden lógico. Al punto que el estudioso del Derecho entendía que su investigación no debía sobrepasar los límites que establecía el examen del Código, que por sí importaba una construcción racional “capaz de hacer superflua cualquier elaboración ulterior y sistematización de conceptos; y que en el plano práctico le facilitaba la solución de los problemas jurídicos”. Incluso, para la escuela de la exégesis, el Derecho se halla constituido sólo por reglas jurídicas. Hace abstracción de la realidad viva y palpitante, al extremo de que la justicia y la equidad “son exigencias molestas que hay que sepultar” de las Facultades de Derecho, pues se trata de “temas para filósofos” (Fernández, citado por Stiglitz, 1994, p. 474).

9 La frase “justicia contractual”, fue acuñada por Carbonnier, quien recuerda que conforme a los postulados del liberalismo, cada contratante debe percatarse de la observancia, respecto a sí, de la justicia conmutativa. Se presume –agrega–, que se debe pensar racionalmente que su alcance ha sido aceptado por cualquier sujeto capaz y sensible a sus propios intereses y convivencias (Derecho Civil, El derecho de las obligaciones y la situación contractual, de Carbonnier, citado por Stiglitz, 1994)

10 El artículo equivalente en el Código Civil Colombiano es el 1602.

11 Después de todo el proceso económico que se derivó de la Revolución Industrial, lo que fue denominado como “el reemplazo del hombre por la máquina”, se dio una transición a una nueva economía que trajo grandes cantidades de pobreza, por lo que se fue creando el campo de cultivo para un nuevo tipo de revoluciones, las llamadas revoluciones sociales. Ver al respecto, Hobsbawm (1980, p. 61).

12 En su obra Tratado elemental de Derecho Comercial, RIPERT lo calificó como una obra mediocre, consecuencia del apremio con el cual se expidió. Sin embargo, éste era un estatuto pensado para un tipo de individuo específico (el comerciante) y para un tipo de acto en particular (el acto de comercio).

13 Juan Carlos Rezzónico, en su libro Contratos con cláusulas predispuestas (como se cita en Vega, 2001) hace una síntesis de las que considera fueron las razones de la creación de los contratos de adhesión, que es el que responde a las necesidades de la masificación de las relaciones de negocios: a) Razones económicas, debido a que el estallido de la industrialización introdujo cambios sustanciales en la producción y comercialización de bienes, determinando que una uniformidad y estandarización en la producción obtuviera una solución jurídica del mismo tipo; b) elementos tecnológicos, a través de la automatización de la gestión empresarial; c) factores jurídicos; no pueden disimularse puesto que los Códigos no contemplaban toda la realidad del proceso de producción (los primeros Códigos fueron elaborados antes de la expansión del maquinismo o de su introducción en muchos países), lo que dio lugar a la creación de cláusulas que adaptan el derecho dispositivo a las necesidades de la empresa; d) los antecedentes sociológicos, que crearon un campo propio para el desarrollo de las cláusulas predispuestas ya que la vida masificada genera también respuestas masificadas.

14 Esto da lugar a la llamada “Teoría de la Imprevisión”, que en Colombia está consagrada en el artículo 868 del Código de Comercio.

15 “As preformulated stipulations in which the offeror's will is predominant and the conditions are dictated to an undetermined number of acceptants and not to one individual party. SALEILLES list as examples contracts with large railway companies, or contracts which are more in the nature of collective legal regulations –known already the Romans as lex– rather than private individual agreements. To these features later commentators added: (a) the continuing and general nature of the offer, (b) the monopolistic position or at least the great economic power of the offeror, (c) a widespread demand for the goods or services offered, and (d) the use of standard forms of type contracts, and stipulations of which serve mostly the interests of type offeror and the reading, let alone the understanding of which, presents difficulties to the offeree. To this definition nothing substantial was added later; merely the description of the offeror's position was changed to the modern version of “superior bargaining power” “or substantive imbalance””. (The contract of Adhesion. A Comparison of the Theory and Practice, de Volgar, como se cita en Silva, 2001, p. 40)

16 Ver al respecto Las condiciones generales de los contratos y el principio de la autonomía de la voluntad, de Ballesteros, citado por Vega (2001).

17 En palabras de Uria González, en su obra Derecho Mercantil (como se cita en Stiglitz, 1994), estas condiciones con el correr del tiempo, van entrando lentamente en la vía del uso y acaban siendo reconocidas como normas consuetudinarias. En este caso –concluye– su obligatoriedad no provendrá de la fuerza de que dispongan las empresas o los consorcios para imponerlas, sino de su objetivación motivada en un general y constante uso.

18 En el ámbito internacional ello ya ha sido aceptado por las legislaciones que han regulado los contratos por adhesión. Ejemplo de lo anterior, es el nuevo Código Civil de Perú, vigente desde 1984, que ha incorporado una definición del contrato de /por adhesión. Ordena el artículo 1390 del Código Civil: “El contrato es por adhesión cuando una de las partes, colocada en la alternativa de aceptar o rechazar íntegramente las estipulaciones fijadas por la otra parte, declara su voluntad de aceptar”.

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