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Opinión Jurídica

Print version ISSN 1692-2530On-line version ISSN 2248-4078

Opin. jurid. vol.9 no.17 Medellín Jan./June 2010

 

HISTORIA POLÍTICA DE COLOMBIA

Miguel Antonio Caro y el pensamiento conservador ante las independencias hispanoamericanas*

 

Miguel Antonio Caro and the conservative thinking before Latin American independences

 

 

Rafael Alfonso Rubiano Muñoz**

 

 


Resumen

Durante el siglo XIX, las vivas polémicas ideológicas sobre la conquista y la colonización de América, se intensificaron entre las elites latinoamericanas. El caso ejemplar fue el del conservador ultramontano Miguel Antonio Caro (1843-1909), militante activo del partido nacionalista de la “Regeneración” y ejecutor como también promotor principal de la “Constitución de 1886”. Su proyecto político concebido como misional y patriótico fue enfurecido en la disutopía que planteó, la de salvaguardar la herencia española y desestimar la ruptura peninsular, que tantos liberales radicales del continente exigieron como presupuesto de desarrollo y civilización de nuestros pueblos. El siguiente artículo hace una estimación de las principales ideas que Caro tuvo frente al problema sociopolítico de las independencias latinoamericanas, la polémica pasional que desató en su defensa de España como su acendrada y acérrima recuperación de la civilización hispánica en nuestros territorios. Al cumplirse los 200 años de nuestro proceso de emancipación, este escrito brinda la posibilidad de repensarnos en la construcción de nuestra identidad y construcción de la nacionalidad, a partir de uno de los líderes, dirigentes y batalladores insignes del pensamiento latinoamericano.

Palabras clave: independencias, pensamiento conservador, hispanismo, liberalismo, nación, ciudadanía.
Abstract

During the XIX century, the polemical ideologies about conquer and colonization of America were intensified among the Latin American elites. A clear example was that of the orthodox conservative man called Miguel Antonio Caro (1843-1909), an active member of the Nationalist “Regeneration” Party and executor and main promoter of the “1886 Constitution.” His political project conceived as missionary and patriotic was controversial. His political project intended to keep Spanish heritage and reject independence demanded by many radical liberals of the continent for reaching development and civilization of our peoples. This article evaluates the main ideas Caro had before the sociopolitical problem of Latin American independences, his passionate controversy while defending Spain as a means for recovering Hispanic civilization in our territories. After over 200 years of our independence, this article provides a possibility to give a second thought about our identity and nationality, based on one of the distinguished leaders and defenders of our Latin American thinking.

Key words: Independences, conservative thinking, Hispanicism, liberalism, nation, citizenship.


 

INTRODUCCIÓN

A partir de los escritos diversos del pensador bogotano Miguel Antonio Caro (1843-1909) se explora su pensamiento político frente al tema de las independencias latinoamericanas. Mediante el análisis y la reflexión de sus artículos de prensa, sus ensayos literarios, sus importantes estudios jurídicos y constitucionales, sus escritos políticos polémicos, se indaga el modo en que este conservador militante ultramontano evaluó la conquista y la colonización de América y, de paso, profundizó en los acontecimientos de España, con especial énfasis en las “revoluciones latinoamericanas”. Su postura radical, lo enfrentó a los liberales, pero desestimó la ruptura política con España como un hecho consumado, a sabiendas de los logros y las venturas que legó la “Madre Patria” a este continente: la religión, el idioma, la literatura, la jurisprudencia medieval española, con lo que Caro desestima las consecuencias de las independencias en términos políticos, y las coloca como una herencia rebelde de los hijos de España frente a su “potestad creadora”, la grande patria. En el ensayo se juzgan los criterios reflexivos de Caro con su actitud, mediante una conexión analítica con el mundo español y latinoamericano en su conjunto, consultando una bibliografía principal sobre Latinoamérica del siglo XIX, asimismo, contando con una bibliografía secundaria referida al pensamiento conservador hispánico del siglo XIX.

 

MIGUEL ANTONIO CARO Y EL PENSAMIENTO CONSERVADOR ANTE LAS INDEPENDENCIAS HISPANOAMERICANAS

Tradición o heterodoxias

Problemas en la interpretación histórica de las revoluciones de independencia en Hispanoamérica

A la par que se configuró la polémica sobre el descubrimiento y la conquista de España en Hispanoamérica durante el siglo XIX, se extendió la controversia acerca de los orígenes históricos de las revoluciones de independencia. Según el lente de la historiografía tradicional, dicho debate distinguió a conservadores y liberales. Sin embargo, un reciente estudio sobre el “Republicanismo en Hispanoamérica” (Aguilar & Rojas, 2006) abre una reinterpretación histórica en la que liberales y conservadores hispanoamericanos se aproximan bajo el modelo de republicanismo conservador. A través de una reconstrucción de fuentes intelectuales, las polémicas que trazaron las fronteras entre liberales y conservadores, más que motivar el desprecio por la herencia española directamente, propiciaron la construcción de un imaginario republicano orientado a salvaguardar las realizaciones tanto de la revolución como de la consolidación de las instituciones democráticas (Aguilar & Rojas, 2006, p. 10).

El imaginario republicano de la nación desde la post Revolución Francesa fue aplicado en las sociedades europeas en las que se presentía que la herencia de la revolución movilizaba las clases que no pudieron ser favorecidas y que, al final, fueron excluidas de los espacios de representación y de participación política. El pueblo de los campesinos y obreros, quienes se alzaron en el año de 1848 en la conocida “primavera de los pueblos”, como lo analizó Eric Hobsbawm (2002), hicieron valer la herencia revolucionaria en la que se deslizaban las ideas sobre “el sufragio universal”, entre otras, pero se activaron demandas y reivindicaciones de estilo socialista. La proyección histórica de dichas revoluciones causaría en Hispanoamérica el miedo al pueblo, ya no tanto por su nivel de organización, sino por su analfabetismo, su inclinación a la beligerancia como a la profunda manipulación caudillista de los gamonales regionales o hacendados en los diversos territorios hispanoamericanos como lo explica con suficiencia el historiador británico John Lynch (1982).

“El miedo a la apelación al pueblo” como elemento articulador de una nación liberal y el terror de la participación del mismo a través de movilizaciones populares alertó a los conservadores hispanoamericanos como —parcialmente— Bolívar, —pero decididamente— Lucas Alamán y Miguel Antonio Caro, de la anarquía y de las posibles revoluciones permanentes que azotarían las nuevas y nacientes naciones del continente de la América española. Con todo, es de advertir que lo que entendía Bolívar por anarquía, los brotes de caudillismo o sedición de las capas patricias que no se conformaban con su poder presidencialista, no tenía el mismo valor que la palabra anarquismo, que ya cobraba una valía en boca de un Núñez que había presenciado, en su larga estadía en Europa, las consecuencias desintegradoras del capitalismo avanzado que había descrito Friedrich Engels años antes en su clásico libro sobre “La situación de la clase obrera en Inglaterra”. De anarquismo era ahora calificado todo brote que proviniera de la lucha de clases.

Con el mito “Antijacobino” y el “El miedo al pueblo” se alentaron consignas y arengas de conservadores como José Eusebio Caro —padre de Miguel Antonio— y Mariano Ospina Rodríguez (König, 1996), en las que se reaccionaba a la herencia de la Revolución Francesa y se asumía que los acontecimientos que irrumpían a través de los levantamientos comuneros a mitad del siglo XIX eran la fuente nutricia de una conspiración jacobina e ilustrada que, alimentada por la revolución liberal, llevaba en ella el fantasma del socialismo. En una diversidad de artículos de prensa como director de “El Tradicionista” (Caro, 1990), Miguel Antonio Caro se enfrentó en tono polémico a los deslizamientos de las ideas liberales hacia posturas socialistas o que pretendían, a la luz de su óptica, ser socialistas.

El debate entonces sobre las condiciones ideológicas de las independencias hispanoamericanas, aunque vertidas en los moldes de un impulso antiespañol de sus instituciones jurídicas y políticas, pudo hacer aparecer a quienes defendieron el legado colonial español como benéfico; eran los tradicionalistas o conservadores, y quienes negaron la obra de España en América como una influencia sumamente negativa se constituyeron como los liberales radicales. Según el lente y el panorama de las disputas, la referencia a España distinguió a conservadores y liberales hispanoamericanos a lo largo del siglo XIX en las versiones de la historia tradicional y así lo hizo notar Jaime Jaramillo en su ensayo titulado Caro y Alberdi:

La historia y su propia voluntad colocaron a los americanos ante el hecho de su independencia, en momentos en que la vigorosa unidad espiritual y política que había sido el imperio español se disolvía y otros núcleos nacionales ascendían al cenit político y económico. En estas condiciones los dirigentes americanos tuvieron la conciencia de su responsabilidad y, también, seguramente, por encima de las pasajeras y románticas demostraciones de optimismo —por ejemplo, las que se expresaban en conceptos tales como 'América, tierra del futuro de la humanidad', 'América, continente joven, nuevo, sin los obstáculos de una tradición milenaria como la europea' etcétera—, la sensación de impotencia y desamparo... Fue entonces cuando se inició en el pensamiento hispanoamericano el análisis de la herencia espiritual legada por España, y el examen de la situación sociológica de Hispanoamérica en el concierto de las naciones occidentales, y cuando, en este proceso de toma de conciencia de la realidad histórica, se propusieron las dos grandes tradiciones de su orientación espiritual (Jaramillo, 1977, p. 16).

Con todo, pese a las condiciones socioculturales del examen sobre la influencia española, la controversia acerca de los orígenes históricos de las revoluciones de independencia en Hispanoamérica no fue menos ardua y beligerante. En ese contexto se dispusieron los contrincantes a valorar las nociones de civilización o de barbarie que, para los conservadores, dependían del acumulado cultural que Hispanoamérica debía preservar y para los liberales comprendía una traba a los instrumentos educativos que era imperioso transformar para enfrentar de manera adecuada la integración al mercado mundial (España, 1984). Aunque hubo en ocasiones mezclas de quienes aceptando el desarrollo económico y la fórmula del “dejar hacer”, igualmente admitieron que en lo relacionado con los hábitos y la idiosincrasia era fundamental la tradición, más aún cuando ella se transmitía en el seno de las familias a través del lenguaje, las creencias y por supuesto las veneraciones de las costumbres españolas asimiladas.

Durante la reunión de Delegatarios en el año 1885 para la elaboración de la “Constitución política de 1886” —que rigió, con importantes reformas, en Colombia hasta el año 1991— y que en su originalidad es una Constitución conservadora del orden social y de la religión, complementada por una restricción de la democracia representativa y orientada al presidencialismo, Caro resaltó la preponderancia republicana conservadora y abogó por la preservación de una especie de régimen de “Monarquía constitucional”, acaso bajo la inspiración canovista (González, 2000). Sin una clase nobiliaria y sin reyes, Colombia contaba con una elite de letrados que se adjudicaba especial poder, por la educación, en particular, por los conocimientos de la gramática, el latín, el mundo clásico, esto es, los letrados cultos quienes se destacaban como dirigentes naturales y líderes del país.

Esta elite de letrados y gramáticos garantizaría la peculiar alianza de la democracia como forma de gobierno y los valores tradicionales de las castas nobles del país, la preservación del legado español que en sí mismo se fortificaba a partir de la lengua y la religión con la defensa del pensamiento español de sus más rancios literatos y escritores, a partir de la enseñanza en la escuela hasta perfilarse de manera decidida en las costumbres y en la idiosincrasia. Nada bastaba, como se puede colegir, en Caro, el que su tradicionalismo, a veces ultrahispánico, en otras ocasiones ultracatolicista, la actitud de resistencia al tratar de atacar pero restringir, la presión que los avances de las ideologías seculares a finales del siglo XIX en Hispanoamérica propiciaron en los procesos de modernización y cambio de las viejas estructuras.

De nuevo, y como muy bien lo describió Jaramillo Uribe, la polémica sobre la influencia española se desató no solamente en el marco de una influencia coyuntural sino en el contexto general de las batallas ideológicas que en apariencia enfrentaron a liberales y conservadores en el siglo XIX:

Si queremos una tradición de sabiduría política, ahí están no sólo los teóricos españoles de la Edad de Oro, sino la historia misma de sus grandes hombres de Estado; allí está, sobre todo, la secular experiencia del gobierno que dio siempre a sus grandes tareas políticas un contenido religioso y practicó la unión de la iglesia con el Estado como la base de la cohesión de la sociedad (...) si anhelamos una excelsa comunicación y expresión allí está la lengua española, creada por el genio hispánico y engrandecida y pulida por los clásicos de su literatura (...) seamos fieles al tipo español de vida, a sus ideales de honor, magnanimidad, honra, religiosidad y heroísmo, sin tratar de cambiar el núcleo de nuestro tipo espiritual o de mezclarlo con elementos que le son incompatibles" (Jaramillo, 1977, p. 28).

Para Caro constituyó una evidencia histórica y lo corroboró a lo largo de su infinidad de artículos ensayísticos en los Escritos políticos, el que las revoluciones de independencia hispanoamericanas no nacieron en el seno mismo del ideario continental propio del mundo americano —de sus próceres y de sus héroes— sino que surgieron de una coyuntura histórica que fue impulsada por dos acontecimientos: la invasión napoleónica en 1808 (Lovett, 1977) y la heterodoxia de las ideas que se extendió en España a partir de la influencia de la Revolución Francesa y que incluso los poetas que cantaron las glorias de “Junín” y “Ayacucho” como el peruano Olmedo, en el fondo lo hicieron revestidos ya de las influencias estilísticas de la cultura clásica y del heroísmo español.

Nada resulta tan curioso en la obra y el pensamiento de Caro que analizar su crítica a los cantos poéticos de la revolución y examinar particularmente unos de ellos, los del peruano Olmedo. Caro concluye diciendo que hasta en la poesía, la versificación de las glorias de independencia fue producida por la influencia española. En su ensayo sobre Olmedo, que recuerda la correspondencia que este diplomático hispanoamericano tuvo con Bolívar, deja ver que, frente a los sucesos políticos de la independencia, fue de mayor rango y de peso simbólico, el de las expresiones literarias. Al describir a Olmedo, Caro fija la medida de la influencia cultural española:

Olmedo era ultraamericano en opiniones políticas, entusiasta partidario de la independencia de las antiguas colonias españolas, y aún más execrador frenético del nombre español. Pero como poeta era de escuela clásica y genuinamente española. No sólo por la peculiaridad de su gusto, por su lenguaje castizo y briosa versificación sino también por las ideas filosóficas y sentimientos revolucionarios, es evidente que Olmedo procede de la escuela literaria presidida por Quintana. Y esas ideas y sentimientos no distan sino un paso de la exaltación patriótica a la que se entregó el cantor de Junín (Caro, 1921, p. 4).

Acentuando la apreciación de Caro en la que se destaca la coyuntura histórica de la invasión napoleónica, las revoluciones de Independencia deben ser reconstruidas sobre la base de la historia literaria que es nada más que hispánica. El que vea en ellas una ruptura no logrará, por los mayores esfuerzos científicos, concluir que, pese a la independencia, Hispanoamérica sigue siendo heredera de la cultura española. De este modo, sería necesario volver a Caro y ratificarlo en el ensayo sobre Olmedo:

Hasta hoy no se ha escrito nuestra historia literaria. El que con fuerzas bastantes y anchuroso criterio emprenda escribirla cual debe escribirse, confrontándola pero no confundiéndola con la historia política, reuniendo y clasificando miembros y trozos de un mismo cuerpo esparcidos a un lado y otro del océano, al entrar en los reinados de Carlos III, Carlos IV y Fernando VII, investigará los orígenes y seguirá los pasos progresivos de una escuela literaria que no es salmantina, ni sevillana, ni peninsular siquiera, sino hispana en toda la extensión de la palabra (Caro, 1921, p. 5).

De modo que la invasión napoleónica fue el trasfondo de una oportunidad política que, entre otras consecuencias inesperadas, permitió el que las relaciones entre España e Hispanoamérica se conjuraran mediante la defensa de la soberanía de Fernando VII —quien abdicó después de la invasión de Napoleón— y no menos alentó el deseo de quienes veían en ese hecho la posibilidad de modernizar España. En el caso de Hispanoamérica, era el momento para poder suprimir el yugo y la subordinación del Imperio colonial en tierras americanas, sin menoscabo de quienes vieron dicho acontecimiento como la amenaza de la era del terror jacobinista y de la extensión de las ideas de la Revolución Francesa. De nuevo al alzar la mirada sobre los acontecimientos del año de 1808 y evaluando el papel de los escritores españoles, Caro notó el peligro de afrancesamiento y jacobinismo que había influido a muchos pensadores hispanoamericanos:

Acercábanse tiempos fecundos. Vino la invasión francesa. Quería conquistar a España por las armas la nación que la había invadido por las ideas, e iba a poner a prueba los caracteres, no ya las inteligencias. Meléndez, sin convicciones profundas, ni más culto que el del arte, cede al prestigio de la fuerza, pónese del lado del que juzga más poderoso, jura obediencia al usurpador. Siguen la misma conducta Moratín y Hermosilla, y Lista y Burgos, discípulo de Meléndez. Cienfuegos y Quintana, afrancesados en ideas, no lo fueron en política. Su bien templado carácter y enérgicos estímulos de honor y patriotismo los pusieron del lado del pueblo español, venciendo la repugnancia con que oirían el grito universal '¡Viva la Religión!' '¡Viva el Rey!' En medio de sus extravíos mentales guardaban las tradiciones del amor patrio. Quintana en sus 'Vidas de españoles' sigue en idea las banderas de Pelayo y goza en sus triunfos (Caro, 1921, pp. 5-6).

Al evaluar la invasión napoleónica, conjuga Caro una imagen tradicional del legado español en la que se consolida la idea de una personalidad de la nación que se identifica con los héroes y poetas, a diferencia de los pueblos bárbaros que transitaron la secularización de las ideas de la revolución y se convirtieron en germen de la anarquía y la destrucción de las sociedades. Por ello, se nos ofrece esa imagen de una España idílica, cargada de elementos clásicos, en los que se pueden encontrar las diferencias sustanciales de los españoles auténticos del mundo occidental ante los europeos protestantes e ilustrados. Asunto que será profundizado en el intercambio epistolar de Caro y Menéndez Pelayo relacionado con la recepción en Colombia de la obra de éste último (Caro, 1941). Es el fondo del problema que plantea para España la Historia de los heterodoxos, en la que el español examina la influencia de los protestantes y de la filosofía alemana en la cultura española, un lugar común entre los dos defensores de la España medieval y prerrenacentista, y que Caro toma en serio:

El frenesí revolucionario produjo en Francia oradores y caudillos; el patriotismo hizo en España poetas y soldados, en fin, la guerra de independencia, dividiendo a los españoles en opiniones, demarcó asimismo dos escuelas literarias, diversas y antagónicas: de un lado poetas de raptos pindáricos, de fogosa inspiración, alumnos de la musa patriótica; del otro lado, humanistas estimables, un cómico atildadísimo, líricos de exquisito estilo y delicadas formas (Caro, 1921, p. 8).

De este modo ofrece Caro un balance genérico de las obras y de los poetas de las independencias hispánicas que incluye a españoles e hispanoamericanos, en los que acentúa los rasgos políticos de actitudes revolucionarias pero los clasifica de acuerdo con las corrientes y tradiciones literarias del momento. Es coherente esta imagen de Caro no solamente con la interpretación histórica de los orígenes de las independencias en Hispanoamérica sino más bien con el rechazo al radicalismo político al que opone una interpretación de la cultura, clásica y castellana como elemento domesticador de los dos continentes. Así concluye que América es heredera de la civilización española e insiste en su ensayo sobre “Olmedo” que el canto a “Junín” y el de “Ayacucho”, que envió incluso a Bolívar, expresan en términos históricos la ineludible presencia española en nuestros acontecimientos.

Nada constituye incluso una particularidad del trabajo de “Olmedo” que ver en el “Canto a Junín” revelaciones de la poesía horaciana a quien Caro incluso tradujo y de quien tuvo la oportunidad, en su momento, de intercambiar impresiones sobre sus trabajos clásicos con Menéndez Pelayo. Lo que en el fondo destaca Caro es la tesis de una Edad Dorada a la que los conservadores por condiciones sociales y culturales acudieron en defensa de los valores vernáculos, la tradición e incluso las costumbres campesinas, que se constituían en escenarios muchos más auténticos de las verdaderas ideologías que de la malsana y deplorable vida urbana en la que se iban instalando las ideologías que destruían los vínculos de la tradición por innovaciones pérfidas y, ante todo, antirreligiosas como anárquicas o revolucionarias.

Así lo entendió Caro al establecer cómo en el “Canto a Junín” se admitía la siguiente estrofa sobre la raza indígena que veía en Bolívar la gloria de la venganza frente a la cultura y la colonización española:

Siguiendo la moda de aquellos tiempos presenta Olmedo la independencia como reparación de la conquista y reivindicación de los derechos de la raza desposeída. Huaina Cápac llama a Bolívar hijo, amigo y VENGADOR. Consecuencia debía ser de Junín y Ayacucho, según esto, la restauración del gobierno de los Incas en el Perú. Nada convenía menos que este propósito a las miras de los campeones de la independencia: a los colombianos ni por la imaginación les pasó la idea, extraña en su tierra, donde no había raza indígena imperial que pudiese recobrar la perdida soberanía (Caro, 1921, p. 29).

La polémica desatada por la inclusión de los incas que en el “Canto a Junín” hizo Olmedo desplegó en los diarios colombianos y españoles una contienda ideológica entre liberales y conservadores a finales del siglo XIX como se nota en el capítulo “Bolívar” de Caro, recogido en su Ideario Hispánico.

El balance en Caro de la literatura y la poesía de la independencia se lo puede considerar como una reacción a la influencia de la invasión napoleónica, de la que no tiene una opinión positiva, y encuentra en esa poesía de la independencia la demanda de una demostración histórica que se construye sobre la base de una continuidad, vale decir, España en lo ortodoxo de las ideas o en lo secular de ellas es la mayor influencia que ha determinado a los hispanoamericanos a lo largo de cinco siglos; así termina expresándolo cuando habla de Olmedo:

Comparable a un árbol que, sin mudar de asiento las raíces, cambia de posición cuando el nuevo cauce y curso vario de algún río trueca y altera las demarcaciones antiguas, Olmedo, apegado siempre al terruño nativo de Guayas, fue sucesivamente español americano, peruano, colombiano, ecuatoriano... peruano se reputaba por los años de 1823, en que fue miembro del Congreso en el Perú; pero las poesías que compuso en la primera década del siglo rebosan españolismo en todo... el poeta sentado a la sombra del “Árbol del desierto” suelta la rienda a la imaginación, trasladase en idea a los campos donde el pueblo español combate por su independencia, declama contra la perjuria de Francia, e invoca la ayuda del Omnipotente a favor de 'La Madre España', la de 'Fe pura y entera'... Anúnciase ya en el plan general y en algunos rasgos enérgicos de “El Árbol” el cantor de Junín. Es español aún y vuela a combatir con sus queridos españoles, la Musa que más adelante, maldiciendo el nombre que antes bendijo, había de abandonar las risueñas márgenes del Guayas para mezclarse cual amazona en las filas de los patriotas americanos... Sus sentimientos patrióticos llevaban un ímpetu ciego y descaminado, y por una contradicción frecuente entonces, o bien, por prudente y meditada simulación, Olmedo, al mismo tiempo que maldecía al despotismo, consideraba sagradas y divinas las personas de la familia real española, echando un velo sobre su imbecilidad y recientes escándalos. El generoso vasallo todo lo perdona y reaviva su lealtad viendo a sus reyes prisioneros del fementido invasor; tal era el sentimiento popular y tal el que, sinceramente a nuestro juicio, expresaba Olmedo (Caro, 1921, p. 47).

Los matices que fueron adquiriendo las interpretaciones históricas de las independencias no tuvieron a la luz de Caro sino un eje común que los envolvía: España y sus circunstancias coyunturales. De nuevo como se recordará la tesis de investigación de “Modernidad e Independencias” (Guerra, 1992), la imagen de las independencias españolas y americanas están determinadas por la invasión napoleónica, procesos de emancipación que se encuadraron en un proceso coyuntural, y que con anterioridad juzga José Luis Romero, en el marco de la discusión entre una España ortodoxa y una España heterodoxa:

Densas y elaboradas, las doctrinas que inspiraban todos esos modelos eran, al mismo tiempo, fruto de la reflexión de pensadores individuales —más originales unos que otros — y de la experiencia histórica acumulada, fuera sobre largos procesos ya sobrepasados, fuera sobre la candente realidad. Llegaron a Latinoamérica no sólo constituidas como un cuerpo teórico sino como un conjunto de verdades compendiadas y casi de prescripciones prácticas. Pero todas esas doctrinas se habían constituido sobre situaciones ajenas al mundo hispanolusitano y más ajenas aún al mundo colonial que dependía de las dos naciones ibéricas... Las ideas de la Ilustración habían penetrado, ciertamente, en ese mundo colonial, pero por vías diversas y en distintos contextos. Para muchos hispanoamericanos, las ideas de los pensadores franceses llegaron a través de sus divulgadores españoles, para los cuales ciertos aspectos estaban vedados o fueron cuidadosamente omitidos. Cuando empezó la ola revolucionaria de 1809, los hechos empezaron a confrontarse con las ideas preconcebidas... De pronto se vio que crecía en muchas mentes el designio emancipador.... Unos creyeron que era llegada la ocasión definitiva y otros pensaron que era necesario marchar con tiento sin precipitar las decisiones (Romero, 2001, pp. 67-68).

La validez de esa perspectiva histórica en la que se puedan trazar los rasgos conservadores asumidos en la era post-independentista para las naciones hispanoamericanas a la luz de lo inusitado de las independencias hispanoamericanas, “El pensamiento político de la emancipación”, tuvo una oscilación entre teorías al alcance y situaciones contradictorias, (Romero, 1986), lo que generó una vena más allá de las diferenciaciones entre liberales y conservadores, de estirpe republicana o de patriotismo conservador. Tanto Bolívar (pero, cabe advertir, en un sentido restrictivo), como Lucas Alamán y Miguel Antonio Caro recurrirían al republicanismo conservador, entendido como el equilibrio de poderes en aras de mantener las instituciones democráticas; pero delimitar las pasiones políticas que las elecciones —con sufragio universal — y las formas de representación —senado y cámaras — adquirían en sociedades aún analfabetas, beligerantes y profundamente caudillistas como clientelares era un propósito de las elites en el poder.

Simón Bolívar e, igualmente, Miguel Antonio Caro se encontraron en esa disyuntiva, “democracias restringidas”. Para el caso, basta recordar cómo Caro, en momentos en que se escribían los artículos que comprenderían “la Constitución colombiana de 1886” (Sierra, 2002), después de la guerra civil del año 1885, apelaba a esta actitud política de freno y de prudencia. En esa Constitución se proclamaba el proyecto político de la “Regeneración" como la expresión de una sociedad que al estar inmersa en una situación política de anarquía y revoluciones, se le antepone la necesidad del orden social y la restauración de las instituciones, mediante un proceso jurídico que limita las formas de representación y de participación política:

Y en este primer experimento constitucional, la propuesta de Bolívar al congreso Venezolano se parece más a las soluciones propuestas por Madame de Staël que el liberalismo naciente en Constant. Igualmente que Madame de Staël, Bolívar pensaba que “de ningún modo sería una violación de la igualdad política crear un cuerpo de hombres 'conservadores' con cierto privilegio. Sin embargo, crear una nobleza sería destruir a la vez la igualdad y la libertad" (Aguilar & Aguirre, 2000, pp. 244-282).

Pero de ningún modo debía dejarse que el bienestar de la nación quedara al acaso y a la aventura de las elecciones. Para conseguir el equilibrio entre los poderes, Bolívar había seguido de cerca el ejemplo de Inglaterra: propuso dar a la legislatura el poder de despedir a los ministros y al presidente; dar a este último la facultad de suspender las decisiones del poder judicial; y por último, la creación de un senado hereditario para dar estabilidad al gobierno y para que sirviera como contrapeso para el gobierno y para el pueblo" (Barón, 2000, pp. 277-278).

Estas palabras se repetirán como se ha señalado aquí en Miguel Antonio Caro en el año de 1885 cuando plantea la necesidad de crear una cámara de notables —letrados y con propiedad y como complemento se le atribuyen al presidente poderes extraordinarios, es decir, se restringe la democracia y se emplaza el poder político a convertirse en un presidencialismo autoritario (Caro, 1986). Pero hay que advertir que entre las formulaciones de Bolívar y sus resortes políticos y los de Caro median, al menos, cinco o seis décadas de decisivos acontecimientos histórico-políticos.

Esta fórmula constitucional con la de los tradicionalistas liberales españoles la inferimos del libro Historia de las derechas españolas. De la ilustración a nuestros días (González, 2000), ya que Caro, en aras de salvar el orden tradicional y las mejores herencias políticas, se imagina un orden político que a la manera de la España Imperial colonial se transmute en una República conservadora de gramáticos y letrados en el poder. Para Caro la transformación social acaecida en Colombia durante el siglo XIX se expresa de manera negativa por cuanto se transita de la anarquía a la legalidad, de la ilegalidad a la revolución y de vez en cuando a la estabilidad o el orden social. Con esos términos Caro propone que para superar ese estado social de la anarquía se puede señalar la ideología que la causa: el liberalismo en el ámbito mundial. Las fuentes de los desastres de la civilización moderna se han incubado a partir de las ideologías seculares, el liberalismo primordialmente, y la amenaza potencial del socialismo.

De este modo, se puede inferir de un párrafo cómo la democracia restringida, pero en una versión criolla de la “Monarquía constitucional”, podría ser aplicada en el caso colombiano a partir de las reformas que iban encaminadas a elaborarse en la Constitución Política de 1886. Así lo afirmó en su pequeña intervención titulada “Elección de senadores” del 1º de julio de 1886, en la que afirmó:

Volviendo a la comparación con otras legislaciones, creo yo que lo importante, lo decisivo en el punto que se discute, es la consideración de que la división del poder legislativo en dos cámaras no es una institución democrática, sino mixta, copiada de las monarquías constitucionales, y especialmente de Inglaterra, que dio el primer modelo, por las repúblicas que la han adoptado, y que en el original, y no en malas copias, es donde ha de examinarse la institución, a fin de estudiar su espíritu, decidir hasta qué punto puede imitarse, y procurar que su imitación no sea servil y material, sino razonable y atinada (Caro, 1986, p. 115).

El sistema mixto o “monarquía constitucional” propuesta por Caro en la que se divide el legislativo en dos cámaras, una baja y otra alta, una con representación popular de la muchedumbre que debe ser limitada y otra con la mayoría de la representación en la que se encuentran los individuos más dotados de la sociedad, supuso el que se pudiera limitar al máximo el mecanismo abierto de la representación política que convertía a cualquier individuo de la sociedad en funcionario público o le permitía un ascenso social a través de la actividad política, en especial si eran militares, comerciantes o profesionales. La elección popular para Caro como la soberanía popular adolecen severamente de las fallas propias de un sistema político en la que por naturaleza es necesario limitar —severamente— la democracia.

Nada revela tan claramente el matiz reaccionario de Caro al desestimar el valor de la democracia representativa que cuando llega a la afirmación que sigue:

El remedio no está en tratar de restringir el sufragio popular por elecciones indirectas, que tienden a desvirtuarlo en su origen y no corrigen sus defectos. El remedio consiste en buscar contrapeso a la representación democrática. Dejemos la cámara popular, con sus ventajas y defectos característicos. En ella tienen asiento las pasiones ardientes, los intereses progresivos, y si se quiere, las tendencias revolucionarias. Pero sometida a la misma corriente de la otra cámara, que representa las tradiciones e intereses conservadores, moderará con la práctica de los negocios y la concurrencia de ese colaborador sabio y discreto, el ardor de novedades peligrosas, y se obtendrá la conciliación de la libertad y el orden, que es nuestro lema nacional (Caro, 1986, p. 117).

Al aceptar el carácter desorganizado e inestable de la estructuración de la sociedad colombiana, Caro justificó la necesidad de considerar que es a partir del gobernante y no de los pueblos de donde provienen y surgen los representantes políticos. Así concluía parte de su exposición sobre el poder legislativo:

No habiendo organismos bien determinados, se atribuye al gobierno la facultad de designar representantes de todo lo que no es pueblo. Sólo falta añadir, si el consejo lo juzga conveniente, que el gobierno elegirá esos seis senadores como representantes de determinados elementos sociales, por ejemplo del alto clero, de la clase militar, de los intereses económicos, comerciales, industriales y agrícolas, y de las profesiones intelectuales. Por este medio será a lo menos posible que vayan al senado ciertas eminencias sociales que los políticos excluyen de sus listas, y cuyos nombres no deben, en la de candidatos, exponerse a rudo manoseo y a derrota probable en la pugna de las pasiones (Caro, 1986, p. 118).

En consecuencia, Caro, al sospechar de la dinámica de sociedades sin virtudes cívicas cristianas, recurre a la idea de una cámara de notables y concede preponderancia al presidente como la figura central y exclusiva de la articulación del Estado nacional.

En un trabajo sintético ha señalado Fernán González cómo, a causa de ese mito antijacobino —pero cabe advertir, sin sans culottes—, se estrecharon las banderas del conservadurismo colombiano y se perfilaron los idearios que habrían de integrar una imagen de la influencia española con el proyecto carista de la Regeneración. En otros términos, en nuestro país se ideó el preservativo ideológico antes de que asomara el virus social. Citando a Javier Herrero en su libro El pensamiento reaccionario conservador español, admite González lo siguiente:

Según Javier Herrero, la mentalidad apocalíptica de los jesuitas del siglo XVIII, con su sentido catastrófico de la historia, juega un papel importante en la construcción del pensamiento reaccionario al proporcionarle un fondo emocional y pasional y un tono de agresividad personal. Esta mentalidad apocalíptica de los jesuitas (que será compartida por muchos hombres de Iglesia) se explica por la tragedia histórica que viven en el siglo XVIII con su expulsión de los reinos borbónicos (Portugal, España e Hispanoamérica) y la disolución de su orden por el Papa en 1773. Su tragedia es leída como resultado de la alianza de las fuerzas del mal en contra del orden jesuita; como muestra Herrero, los jesuitas escriben con animosidad personal contra Voltaire como si fueran sus víctimas personales, sintiéndose mártires bajo el ataque de los filósofos, jansenistas y masones (González, 1997, p. 169).

La reacción española se precipitó aún más con la obra de Agustín Berruel —con su paranoia conspirativa— que influiría en los pensadores ingleses, entre los que se destaca Edmund Burke, pero se canalizará con la coyuntura de la invasión napoleónica en la que se desataron sentimientos nacionalistas de ferviente corte antifrancés y por las consecuencias populares de una lucha desenfrenada contra Napoleón. De Berruel, destaca González que:

Las traducciones de sus escritos al español van a gozar de gran difusión a partir de 1812: los prólogos de sus traductores presentan la invasión napoleónica de España como resultado de una conspiración universal contra la fe católica y plantean la necesidad urgente de la lucha contra los españoles contaminados y las logias masónicas. Los liberales españoles son identificados como jacobinos y Napoleón es presentado como el gran jacobino (González, 1997, p. 176).

Con todo, no se podría hacer a Caro, pese a su conservadurismo integral, partícipe de la burda tesis berrueliana, y para gloria del pensador colombiano habría que insistir que, en todo caso, su argumentación se quiso mantener en un orden del discurso “racionalista”, vale decir, sin síntomas de delirio apocalíptico. A la sumo, se podrá reconocer el retruécano argumentativo de Caro, es decir, la inversión de los términos históricos para que el sentido de un término signifique su contrario, pero dentro de un esfuerzo lógico loable, pero nunca salto irracional —vociferante— hacia lo desconocido.

Como lo ejemplifica su contemporáneo González Prada, en la otra banda del espectro ideológico, la Revolución Francesa considerada como una conspiración universal contra la religión es el acontecimiento que tras la libertad desata las pasiones anárquicas de los seres humanos; ella será objeto de examen en el mundo europeo Occidental por los conservadores, como por los pensadores en el mundo hispanoamericano a partir de sus revoluciones de independencia. Sin embargo, un punto de enlace interesante de destacar es que los conservadores hispanoamericanos colombianos más reaccionarios, como así mismo los mexicanos, los venezolanos y los ecuatorianos entre otros (Romero, 1986), apelaran a las bondades de la “Revolución” cuando ellas han sido históricamente no obras políticas como consecuencia universal de las clases jacobinas y napoleónicas, sino cuando se inspiraron en el esfuerzo de ideas e ideales de renovación propiamente españolas. Cuando ellas preservan rasgos culturales, por ejemplo, como el que destaca Bello a propósito de la consabida persistencia del conquistador peninsular que se chocó con la persistencia de los hispanoamericanos por alcanzar su independencia. Revolución y tradición tendrían una comunión y un mismo lenguaje y significado para los conservadores hispanoamericanos.

Como conservador consciente, por ejemplo, Caro que seguía la línea de intransigencia antiliberal (Schmitt, 2000) —llamarlo ultramontano sería impreciso, pues qué monarquía cabría restaurar o mejor, cómo apartarlo del legado republicano de Bolívar, así sea en su fase contractiva— logró desestimar la influencia que para las relaciones entre España e Hispanoamérica tuvo el peso de la política y trató de sopesar más bien bajo el lente de la cultura y de la riqueza literaria los acontecimientos históricos. Fue en la misma España secularizada por las ideas protestantes y las de la ilustración, ideas que combatieron tanto Menéndez Pelayo como Miguel Antonio Caro de manera denodada, donde se inició el camino tortuoso de la configuración de los idearios revolucionarios que luego recogerán los héroes en tierras americanas. Pero, aún más, es de aceptarse que quienes abanderaron la emancipación fueron los hijos de españoles y que su actitud política en nada comprendía entonces una dislocación o ruptura del legado cultural español, lo que se señala con insistencia en Caro y que ratificará a través de la extensa polémica sobre los valores y las riquezas de la cultura española.

Esta forma de comprender la herencia y el legado histórico hizo de las imágenes de España en Caro un problema de devoción político-cultural, al tiempo que le planteó la urgencia de mantener los vínculos en razón de las contingencias y de los cambios que estas repúblicas desordenadas y caóticas vivían a lo largo del siglo XIX. Lo ratificó Caro al concluir la idea de los orígenes de la independencia hispanoamericana de la siguiente manera:

La costumbre de considerar nuestra guerra de emancipación como guerra internacional de independencia, cual lo fue la que sostuvo España contra Francia por el mismo tiempo, ha procedido de un punto de vista erróneo, ocasionado a muchas y funestas equivocaciones. La guerra de emancipación hispanoamericana fue una guerra civil, en que provincias de una misma nación reclamaron los derechos de hijas que entraban en la mayor edad, y recobrándolos por fuerza, porque la madre no accedía por buenas a sus exigencias, cada una de ellas estableció su casa por separado. Viendo las cosas en este aspecto, que es verdadero, debemos reconocer que las relaciones que hemos anudado con la madre España no son las de usual etiqueta, sino lazos de familia, y que no es menos íntimo de los vínculos que han de unir a los pueblos que hablan castellano, el cultivo de unas mismas tradiciones, el estudio de una historia que es en común la de todos ellos. (Caro, 1952, p. 72).

Para sostener esa imagen de España y la observación positiva de la colonización, Caro recurrió a contemplar la independencia como una prolongación de la crisis española y no como consecuencia de una colonización desafortunada:

Podemos contemplar —argumenta Caro— la historia colonial en el aspecto social o en el aspecto político, y de uno y otro modo hallaremos en ella los antecedentes lógicos de nuestra historia contemporánea. En el primer concepto la conquista y colonización de estos países ofrece a nuestra consideración el espectáculo de una raza vencida que en parte desaparece y en parte se mezcla con una raza superior y victoriosa; un pueblo que caduca, y otro que en su lugar se establece, del cual somos legítimas ramas; en una palabra, la fundación y desenvolvimiento de la sociedad a que pertenecemos. (Caro, 1952, pp. 72-73).

Caro ratificó la versión positiva de la conquista y la colonización española y acudió a Andrés Bello. Especialmente delatan esta urgencia para ratificarlo, los trabajos mencionados de Caro titulados “Don Andrés Bello” (Caro, 1921, pp. 105-152), “Centenario de Bello” (Caro, 1921, pp. 152-167). Si bien, algunos la pudieron considerar como negativa y atroz, otros como armoniosa y benéfica, ella determinó nuestra existencia y trasplantó a nuestro suelo la civilización europea como quedó consignado en el pensamiento de Bello. De nuevo Caro, recurriendo a Andrés Bello, justifica que la Revolución de Independencia y los próceres que la promovieron germinaron definitivamente a través de la cultura española, porque:

Jamás un pueblo profundamente envilecido ha sido capaz de ejecutar los grandes hechos que ilustraron las campañas de los patriotas. El que observe con ojos filosóficos la historia de nuestra lucha con la metrópoli reconocerá sin dificultad que lo que nos ha hecho prevalecer en ella es cabalmente el elemento ibérico. Los capitanes y las legiones veteranas de la Iberia transatlántica fueron vencidos por los caudillos y los ejércitos improvisados de otra Iberia joven, que abjurando el nombre conservaban el aliento indomable de la antigua. La constancia española se ha estrellado contra sí misma. (Caro, 1952, p. 75).

De ese modo, al encarar los resultados de las revoluciones de independencia en Hispanoamérica no deja de entrever Caro que la insistencia en el desarraigo cultural y espiritual de la España colonizadora y conquistadora desvirtuaba profundamente cualquier intento político de consolidar la identidad nacional y de construir la nación, porque si se hubiese seguido el curso normal de los acontecimientos tendríamos que aceptar que la honda huella de la conquista hispánica era el horizonte más propio y válido a seguir frente a muchos otros proyectos sociales sugeridos a lo largo del siglo XIX. Nada es tan claro al reclamar la herencia otorgada de la cultura española en la Revolución de independencia de los pueblos americanos que cuando leemos este aparte de Caro:

El año de 1810 no establece una línea divisoria entre nuestros abuelos y nosotros; porque la emancipación política no supone que se improvisase una nueva civilización. Las civilizaciones no se improvisan, Religión, lengua, costumbres y tradiciones: nada de esto lo hemos creado; todo esto lo hemos recibido habiéndonos venido de generación en generación, y de mano en mano, por decirlo así, desde la época de la conquista y del propio modo pasará a nuestros hijos y nietos como precioso depósito y rico patrimonio de razas civilizadas (Caro, 1952, p. 102).

La noción de tradición —continuidad histórica— en Caro reveló la fuerza que según él tenía la historia como patrimonio y vínculo cultural, pues España no fue exclusivamente portadora de una fuerza imperial encargada de conquistar y colonizar nuestros territorios; fue también una potencia civilizatoria de la que provenían las bases de nuestra entrada a la civilización europea:

Nuestra independencia viene de 1810, pero nuestra patria viene de siglos atrás. Nuestra historia desde la conquista hasta nuestros días, es la historia de un mismo pueblo y de una misma civilización. Si, como ha observado un ilustre filósofo contemporáneo, los hombres pertenecen de derecho a la época que los educó, más que aquella en que florecieron, los próceres de la independencia son gloria no pequeña de la colonia en la que se formaron (Caro, 1952, p. 103).

Una evaluación de las causas de la independencia hizo que Caro concibiera la emancipación como un hecho de oportunismo en que hispanoamericanos y españoles lograron conseguir beneficios personales. De donde se deduce que al aprovecharse de las circunstancias políticas de la invasión napoleónica, fueron concurriendo conspiradores en ambos bandos que luego unieron sus esfuerzos para hacerle la guerra a la dominación monárquica de Fernando VII. Las alianzas y las mixturas comprendían que la independencia, a la luz de la percepción de Caro, no fue un proceso madurado en una construcción nacional de reivindicación política sino la concurrencia de personalidades y de intereses particulares que atizaron el calor de la contienda bélica, de modo que Caro encontró un rasgo común en las situaciones que originaron la independencia; el que los vínculos compartidos por una misma cultura no afectaban el que fuera una contienda entre miembros de una misma raza:

De aquí el nuevo carácter que asumió la guerra: generalmente hablando, eran hijos de una misma raza, miembros de una misma familia los que se disputaban el campo; atendida la naturaleza de los combatientes, la lucha era doméstica, y, sin embargo, los unos y los otros llegaron a figurarse que eran guerra de castas; creían los españoles que se renovaban los tiempos de la conquista; los americanos, asimismo, lo creían, y en lugar de apellidarse hermanos o descendientes de aquellos antiguos comuneros castellanos que desafiaron todo el poder de un Carlos V en el campo de Villalar, hicieron causa solidaria con los antiguos moradores de América; olvidados de sus apellidos, desentendidos del idioma que hablaban y de la sangre que les corría en las venas clamaban que iban a vindicar con memorables retaliaciones la ruina de sus antepasados Atahualpa y Moctezuma (Caro, 1952, p. 1069).

Recurriendo una vez más a Andrés Bello —en realidad, violentando consecuencias que no están en el venezolano—, Caro muestra de qué modo las opiniones referidas a la conquista, pero en especial a la independencia, se transformaron, de exaltación patriótica irracional, en sensatez, pues, si bien en el joven Bello se puede rastrear el impulso juvenil que valoró la conquista española de América como una usurpación y un detestable saqueo, la madurez consiguió aclimatar —comenta Caro— al caraqueño quien al final de sus días pudo contener el sentimiento juvenil desprevenido y acentuar su conciencia sensata de arquitecto de América, al aceptar que la conquista y la colonización, aún más la independencia, fueron obra de un esfuerzo de civilización de una cultura —la ibérica— que pasó a nuestras tierras por una magistral labor de culturización, y si se ha improvisado, ha sido más por la obra de otra Iberia joven que se ha estrellado consigo misma (Caro, 1952, p. 108). El cambio sociopolítico de la independencia no significó progreso ni civilidad:

Semejante, nuestro odio a todo lo que es español lo hemos extendido a la literatura castellana. Españoles-americanos, pudimos haber salvado en la tabla de nuestra independencia nuestras tradiciones históricas y literarias; pueblos nuevos en cuanto al ejercicio de nuestra autonomía, pudimos serlo antiguos y respetables en materia de cultura literaria y riqueza histórica. Pero hemos renunciado estos tesoros, y preferimos mendigar de mano extranjera la sustancia y aun la forma de nuestras producciones; aquel espíritu que nace de las costumbres de la nación, los pensamientos, el método, aun el giro de la frase: todo lo tomamos prestado, y afectamos independencia y libertad literarias, cuando sólo nos hemos independizado de las condiciones de nuestra organización nativa: ¡independencia que sólo significa servilidad! (Caro, 1952, p. 110).

Los referentes que permitieron la pérdida de la personalidad histórica auténtica de la nación hispanoamericana no solamente se hallaban en el liberalismo español, en la ambición particularista de los americanos sino también en la ejecución política de los gobiernos liberalizados. Caso patente de estos orígenes fue el del prócer Santander, quien a través de las reformas educativas y filosóficas introdujo el pensamiento de Destutt de Tracy y Jeremías Bentham, en cuyas obras fueron mal educadas las mentes colombianas, generación tras generación. En una pugna entre ideología y raza que en últimas no ha sido resuelta por la fuerza incompatible que el legado español tuvo frente al utilitarismo, Caro observó: “La España nunca ha sido utilitarista; en otros tiempos se hubieran reído sus hijos de doctrina tan mezquina y cobarde que vincula el bien en el halago de los sentidos; hoy sólo alcanzan a comprenderla los españoles degenerados; que con dolor sea dicho empiezan a abundar” (Caro, 1952, pp. 113-114).

Para no sacrificar la argumentación a la evidencia según la cual la revolución de independencia había generado una ruptura completa ideológica y culturalmente con España, y para, a un mismo tiempo, desvirtuar que los hispanoamericanos se independizaron sobre las bases y los fundamentos de una herencia adquirida por la vía de la conquista y la colonización, Caro concluyó su sentimiento de renovar el espíritu español del siguiente modo:

¡Ay! ¡Qué diferente sería hoy nuestra situación si hubiéramos tenido suficiente valor para no dejarnos dominar de estas opiniones exageradas! Concluida nuestra guerra de independencia, debimos iniciar una época de paz y progreso. Por desgracia no fue así; como ya al fin no guerreábamos contra la metrópoli sino contra los españoles, nos persuadimos que debíamos acabar con ese carácter y ese nombre: y como éstos subsistían en nuestra propia organización, en vez de envainar la espada, la volvimos contra nuestro propio pecho, donde veíamos y vemos al enemigo creado por nuestra imaginación: ¡el carácter español! No nos contentamos con independizarnos de la España, hemos pretendido emanciparnos aun de la sangre española, y como ésta nos corre en las venas venimos sangrándonos medio siglo ha con una crueldad insaciable: ¡error funesto! (Caro, 1952, p. 114).

 

CONCLUSIONES

El retraso de Colombia se ha iniciado en la época de la independencia y se ha prolongado en la negación de la influencia de la cultura española, lo que significó para Caro el regreso a la barbarie, de modo que en el proceso de restauración, la vuelta al reconocimiento de España es fundamental: “Para volver al camino es menester conciliar el amor de nuestra independencia con el de nuestra raza y geniales costumbres. Progresar es perfeccionarse, pero ¿Cómo puede uno perfeccionarse destruyendo los elementos mismos de la vida que posee? Con sentimientos de justicia y de hidalguía, en vez de rencor y egoísmo, pudiéramos acaso iniciar una época menos desgraciada y mejor que la presente” (Caro, 1952, pp. 114-115).

Una evidencia de la desarticulación de la independencia como hito fundacional de la emancipación de los americanos frente a España lo demuestra Caro cuando expresa que la Junta que se reunió el 20 de Julio de 1810 no lo hizo para proclamar la independencia propiamente dicha. Su reacción fue, más bien, a semejanza de las Juntas para rechazar la invasión napoleónica y para proclamar la dependencia al Rey de España, Fernando VII, a quien se le rindió tributo por su cumpleaños el día 14 de octubre (Caro, 1952, p. 118). La discusión sobre la fecha de la independencia, a la luz de las consecuencias ideológicas del pensamiento conservador de Caro, no resulta insulsa, antes por el contrario, trató de demostrar que la independencia se desenvolvió en el contexto de la invasión napoleónica y se afirmó con las Cortes de Cádiz; por lo demás, los movimientos emancipadores fueron determinados por la causa regalista de defender al rey Fernando VII del invasor jacobino, de modo que la intención de separarse de España estuvo motivada, ante todo, por el miedo que causó el terror napoleónico en su expansión europea (Vilar, 1982).

Se une a lo anterior la disputa de criterios constitucionales en los que giraron los pensamientos iniciales de la emancipación según Caro, porque el debate político que llamó a Cortes en la España se cifró en la confusión y en la mentira. Pues invadida España por los franceses y cautivo el Rey Fernando VII, le sucedieron diferentes cuerpos políticos: la Junta de Sevilla, La Junta Central, el Consejo de Regencia, quienes mantuvieron y confirmaron en sus empleos a los virreyes y a los oidores, como también mantuvieron sujetas a las provincias ultramarinas. “Tal fue el importante movimiento de 1810: movimiento generoso y fecundísimo; pero constitucional y monárquico, no republicano ni de independencia” (Caro, 1952, p. 120), concluye, poniendo un pie atrás en su interpretación de los sucesos que con mayor ponderación habían examinado, medio siglo antes, Blanco White y Bello.

Utilizando un documento titulado Memorial de motivos, publicado el 25 de septiembre de 1810, Caro demuestra que la evolución del pensamiento político de la Independencia pasó por afirmar la adhesión al Rey Fernando VII, en el contexto sociopolítico español de la invasión napoleónica y luego se afirmó la importancia que en esa declaración se expresa de adhesión a Dios y a la religión cristiana católica como elementos sustanciales de la defensa del patriotismo y de la emancipación.

Al discurrir la argumentación, obtenemos una imagen de Caro donde se desvirtúa la intencionalidad inicial de quienes emprendieron el proceso de emancipación independentista como ruptura franca y radical de los vínculos españoles, antes por el contrario, España fue el contexto y el emblema de donde se alimentaron los líderes americanos para encontrar no solamente las razones sino las causas necesarias de la autonomía y soberanía de las tierras americanas del control de la metrópoli. Recurriendo de nuevo al Memorial de motivos es claro y contundente, aseguró Caro, que se había solicitado la presencia del rey Fernando VII, ya que no se aceptó que fuera Bonaparte el soberano a regir estas tierras, ni las Juntas patrióticas ni Consejos de Regencia, pues, ellos no tenían la autoridad para dominar en los territorios ultramarinos y antes, por el contrario, era la soberanía de exclusividad del Rey, su ejercicio del poder legítimo y las autoridades debían ser, en caso de ser presidentes, representantes en nombre del rey abdicado (Caro, 1952, p. 124).

Sólo hasta 1813, se indica, se requirió expresar el desconocimiento de la autoridad del Rey, pero enseguida sustentó Caro el que se había aceptado su soberanía porque en los hechos políticos que determinaron la invasión napoleónica fue evidente que la intriga, la mentira y la violencia dominaban las diversas Juntas que aparecieron en España buscando sencillamente el vasallaje (Caro, 1952, pp. 124-125). La afirmación de que los independentistas americanos constituyeron en su etapa primigenia una actitud política “Fernandina”, de apoyo al trono y a la soberanía del Rey, a causa de la invasión napoleónica, se constató en la propia Constitución de 1811, donde se aseguró que se defendería la soberanía de la Monarquía española, en caso de la posibilidad de la restauración, y de una convocatoria legítima a Cortes que invoque la igualdad, la libertad y la seguridad. Añadió Caro que en el Colegio Electoral de 1811, en el prefacio o introducción de uno de los dos proyectos presentados, se expresó la distancia y la nulidad que sobre los americanos ejercía el gobierno español sobre las tierras americanas en manos de la invasión napoleónica.

Lo que se deduce a través de la documentación que indagó Caro para sustentar que en el Acta de Independencia se afirmó una adhesión y una lealtad a España bajo la tutela del rey Fernando VII es la deferencia de este devoto conservador a la idea de que las tradiciones son más fuertes que las contingencias políticas de una invasión y de una revolución posterior y que la independencia no surgió inmediatamente en 1810 ni menos fue una ruptura con el legado político cultural español.

Para los argumentos esgrimidos por Caro, el Acta de Independencia demuestra lealtad al rey y una distancia profunda a la Junta de Regencia que suplía el vacío de poder después de la invasión napoleónica, de modo que el movimiento de 1810, por los hombres que allí concurrieron y firmaron el Acta, no fue de independencia sino de entrega al poder real español. Así desde luego, anotó Caro, entre los documentos se registra incluso que el 14 de octubre de 1810 la Junta Suprema celebró el natalicio del rey Fernando VII, lo que demostró una vez más la inclinación hacia el realismo en el contexto de la emancipación americana. La discordancia con la Junta de Regencia en la documentación después de intensificado el movimiento independentista, plantea que fue claro en la posición política de los próceres el desprecio a las “Cortes” reunidas en torno a la ausencia del rey Fernando VII y a un mismo tiempo la fidelidad irrestricta a éste, el soberano y el mandatario de las colonias conquistadas.

Las consecuencias de la demostración que Caro intentó construir para desvirtuar la absoluta independencia nacida desde 1810 se debió al interés por reafirmar que los orígenes ideológicos de la Revolución de Independencia en Hispanoamérica se hallaban inicialmente en una vertiente monarquista y que luego derivó decididamente al republicanismo. Pero la entrega al régimen monárquico inicialmente en los próceres de la independencia se debió, por un lado, al apoyo ofrecido al rey Fernando VII y, en especial, a la relación entre religión y libertad, es decir, a la conjugación de dos nociones propias de la alianza del trono con el altar. De allí, que los patriotas pasaron de la adhesión monárquica a la práctica republicana en un proceso de transición que va de 1810 a 1816, según Caro, y que demuestra en sus inicios el respeto por las tradiciones y la fuerza de las circunstancias, entre ellas, contravenir la invasión napoleónica, las cortes de Cádiz y el mito antijacobino.

Nada demostró mejor la influencia monárquica que el hecho de que en la era republicana en Colombia, comenta Caro, se mantuviera indiscutible la fidelidad a la autoridad suprema de la Iglesia católica, apostólica y romana, con lo que se reafirmaba el carácter tradicional de la Revolución de independencia. Su sello tradicional se mantuvo dentro del proceso de emancipación, aceptando formalmente la separación de España, pero manteniendo incólume el fundamento real de la estructura social y la fidelidad a la religiosidad. De este modo comentó Caro, —en un párrafo que niega la herencia ilustrada y revolucionaria francesa de 1789, escenario histórico de donde se dispuso la soberanía popular y la separación con la fuerza ideológica de la religión católica—, que: “Nótese que la soberanía del pueblo de que aquí se habla, no tiene el carácter ateísta con que se proclama en las modernas democracias: es una soberanía relativa, que tiene detrás la absoluta soberanía del Ser Supremo” (Caro, 1952, p. 139). El modelo político que representó la “Monarquía española", en consecuencia, encajó perfectamente en el terreno de las contingencias propias de la revolución de independencia en América y no la hizo en contravía de la libertad civil en el Estado cristiano: “Concebían aquellos hombres la libertad bajo la forma monárquica, como la tienen los ingleses, y bajo la forma republicana como la tienen los americanos del norte; y bajo ambas sucesivamente ellos mismos la tuvieron y fundaron; pero lo que no concebían era libertad sin religión” (Caro, 1952, p. 139).

Lo que se deduce de la argumentación de Caro es que la revolución de independencia no impuso una situación de novedad sino, más bien, se amparó en una determinación histórica dictada por el anhelo de la libertad de los ciudadanos hispanoamericanos que se acogieron como se vio en el acta de la Constitución de 1811, a las tradiciones religiosas, a Dios, a la Patria y al Pueblo como depositario histórico de la soberanía. En últimas, la fuerza heredada de la monarquía, el respeto y la fidelidad al poder real de la Corona, pero igualmente la urgencia y la necesidad de la libertad se reconciliaban bajo la fórmula política del republicanismo, es decir, libertad y religión, no reñían siendo la última una de las características más fuertes heredadas. Como lo comentó una vez más Caro: “Contagiados estaban de la incredulidad francesa y de grosero militarismo. A sacerdotes respetables y aun realistas, trató Morillo con rudeza de soldado. Todo esto contribuyó a afianzar la opinión por la independencia: nueva causa para que fuésemos leales a las tradiciones católicas de nuestros padres” (Caro, 1952, p. 141).

Por las consideraciones que establece Caro, el problema del régimen político, entre monarquía y república es independiente para Hispanoamérica, pues mientras se invoca la imperiosa necesidad de mediar las formas de gobierno a través de las influencias de la religión, la defensa de este principio político heredado de la España medieval es el fundamento histórico de la constitución de las nacionalidades hispanoamericanas. Incluso polemizando en el contexto de los años de 1808 a 1810, entre la invasión napoleónica y las Cortes de Cádiz, donde se traza el debate constitucional entre una forma de gobierno y sus fundamentos legales, también, legítimos, Caro recuerda cómo Nariño estableció que entre una Constitución y las leyes fundamentales hay una separación inigualable. De la primera se corresponde con la forma que se le da a un gobierno, en cambio la segunda es inmutable, inviolable y no contingente. Además, con esa observación Caro reelabora el sentido histórico de la nación y de los gobiernos en el esquema de tradiciones y herencias transmitidas, porque para él, las contingencias de la modernidad política, la revolución y la anarquía derivada en emancipación política, llevaron al despotismo y, en conjunto, son expresiones de los errores a que han conducido los experimentos de todos los tiempos, es decir, la modernidad social y política.

Con todo, no deja de derramar una lágrima sobre la tumba de los héroes nacionales que lucharon contra el empecinamiento de Fernando VII, quien envía al cruel Morillo para recuperar lo que, de todos modos, sigue siendo terruño hispánico: “¡Para constituir a Colombia sobraron espadas y faltaron cabezas! ¡Cuánto hubieran servido las que derribó el hacha pacificadora!” (Caro, 1952, p. 143).

 

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Recibido: marzo 10 de 2010 Aprobado: abril 23 de 2010

 

* Este artículo es producto de la investigación terminada El Intelectual y la política. Las imágenes de España en Latinoamérica en el siglo XIX. Investigador principal, Juan Guillermo Gómez García. Co-Investigador: Rafael Rubiano Muñoz. Financiación: Fundación Carolina - España y Codi - Universidad de Antioquia. 2004-2008.

** Sociólogo, magíster en Ciencia Política. Profesor tiempo completo asociado, Universidad de Antioquia, Facultad de Derecho y Ciencias Política, investigador de los Grupos: Estudios de Literatura y Cultura Intelectual Latinoamericana; rafael.rubiano@gmail.com

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