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Opinión Jurídica

versión impresa ISSN 1692-2530versión On-line ISSN 2248-4078

Opin. jurid. v.9 n.18 Medellín jul./dic. 2010

 

DERECHO PROCESAL

La carga de la prueba en el proceso penal: la disyuntiva judicial entre la prevalencia de los intereses sociales-institucionales o los del justiciable*

 

Burden of Proof in the Criminal Trial: Judicial Dilemma between Prevalence of Social/Institutional Interests or the Citizen's Interests

 

 

Luis Ociel Castaño Zuluaga**

 

 


Resumen

El artículo, desde una perspectiva analítica, se detiene en considerar la posibilidad que tendría el juez penal, en el marco del Estado constitucional contemporáneo (esto es, social, democrático y de derecho) para “excepcionalmente” decretar y practicar pruebas de oficio en casos concretos, aún contraviniendo la voluntad del legislador penal e incluso alguna línea jurisprudencial del Tribunal Constitucional. Ello en virtud de la posibilidad que le ofrece, de un lado, el control constitucional incidental (excepción de inconstitucionalidad), y, de otro, la propia principialística constitucional, amparados en la tesis monista del derecho constitucional. Ocupándose del grado de corrección de la SC-396 de 2007, critica la posición mayoritaria de la Corte Constitucional colombiana, al declarar exequible el artículo 361 de la ley 906 de 2004, abogando, en su lugar, por un juez investido de mayores poderes en cuanto a la dirección del proceso.

Palabras clave

Prueba de oficio; garantismo; Estado social, democrático y de derecho; poderes del juez; debido proceso constitucional.
Abstract

From an analytical point of view, this article includes a possibility a criminal judge would have in modern constitutional State to “exceptionally” create and submit evidences in specific cases, even going against the criminal judge's will and a jurisprudential line of the Constitutional Court. All this thanks to a possibility offered by the inadvertent constitutional control (except for unconstitutionality) and constitutional principles, grounded on the traditional thesis of the Constitutional Law. Based on the amendment of Sentence SC-396, 2007, the article criticizes position of most of the people of the Colombian Constitutional Court when it declared article 361 of Law 906, 2004 enforceable, asking for a judge invested with more powers in relation to the process direction.

Key words

Evidence, warranty, democratic and social right state, judge powers, constitutional due process.


 

Introducción

El presente artículo abriga la pretensión de contribuir principalmente a responder los siguientes interrogantes en torno al proceso penal colombiano, imbricado dentro de la perspectiva de la teoría constitucional actual: ¿cuáles son las reglas que establecen la carga de la prueba?, ¿puede hablarse de una distribución de la misma?, ¿qué implicaciones acarrearía para la persona del acusado?, y, ¿qué concretas consecuencias se pueden derivar de la duda judicial razonable?

Si las posibles respuestas se abordan desde el ámbito exclusivamente de lo legal las conclusiones a las que se pueda arribar serán susceptibles de ser sustancialmente diferentes a las que se den, si el análisis parte del presupuesto de que más que el principio de legalidad lo que hoy vincula al mundo de la productividad jurídica positiva es el “principio de constitucionalidad”. Y será desde ésta óptica precisamente desde donde enfocaremos nuestra reflexión, a medio camino entre el campo del neo constitucionalismo moderado y lo que se ha denominado el pospositivismo, recurriendo, igualmente, al método comparativista con el modelo del proceso civil y con el criterio seguido en otros ordenamientos jurídicos modernos. Desde este punto de vista, se realizará una reflexión general sobre el papel del juez en el nuevo esquema constitucional que pareció abrirse con la obra de la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, y, al mismo tiempo, se analiza el grado de corrección de la expresada sentencia de la Corte Constitucional, efectuando una crítica al formalismo jurídico que rinde exagerado culto a un dogmatismo, que en esta materia presenta poca eficacia.

El trabajo recoge los planteamientos que diversos iusteóricos han desarrollado al respecto, deteniéndose en los pronunciamientos jurisprudenciales adoptados por algunos a-ltos tribunales, no solo la Corte Suprema de Justicia y la Corte Constitucional colombianas sino también algunos europeos. Adopta una posición clara frente al tema, estimando que no desdice en modo alguno del garantismo el hecho de que el juez adopte no solo un papel protagónico al momento de asumir sus facultades de dirección del proceso, sino que, antes, por el contrario, con ello está dando cumplimiento a los imperativos que le señala la principialista constitucional propia del nuevo constitucionalismo contemporáneo.

 

1. Los poderes probatorios del juez en la instrucción y el debido proceso constitucional

El “debido proceso” ha llegado a ser considerado como uno de los principales derechos fundamentales por su hondo calado en las sociedades y ordenamientos jurídicos de los Estados modernos que se precian de democráticos. Fue uno de los primeros principios jurídicos en alcanzar rango constitucional con un carácter de protección reforzada. Como lo expresa Picó, con dicha constitucionalización se pretendía evitar que hacia el futuro, el legislador pudiese desconocer o violar tales derechos (Picó, 1997, p. 17).

El Tribunal Constitucional colombiano, siguiendo una línea que ha sido común a sus homólogos europeos posteriores a la Segunda Guerra mundial, ha concebido la garantía del debido proceso constitucional como derecho fundamental de aplicación inmediata (artículo 85), en -concordancia con instrumentos internacionales de primera magnitud, así, por ejemplo, la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 (artículos 10 y 11); la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre proclamada el mismo año (artículo XXVI) y la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica, 1969, artículos 8 y 9). Sobre dicha garantía la Corte Constitucional colombiana ha sido enfática, como lo expresó en la sentencia T-460 de 1992:

... no consiste solamente en las posibilidades de defensa o en la oportunidad para interponer recursos, como parece entenderlo el juzgado de primera instancia, sino que exige, además, como lo expresa el artículo 29 de la Carta, el ajuste a las normas preexistentes al acto que se imputa; la competencia de la autoridad judicial o administrativa que orienta el proceso; la aplicación del principio de favorabilidad en materia penal; el derecho a una resolución que defina las cuestiones jurídicas planteadas sin dilaciones injustificadas; la ocasión de presentar pruebas y de controvertir las que se alleguen en contra y, desde luego, la plena observancia de las formas propias de cada proceso según sus características (Corte Constitucional, sentencia T-460 de 1992, 1992).

De ahí que las preguntas esenciales, objeto de esta reflexión, girarán en torno a si acaso la prueba oficiosa judicial en materia penal se pone en contravía de la principialística constitucional, ¿acaso ella atenta contra el debido proceso? o ¿hasta qué punto priman los derechos fundamentales de estirpe individual frente a los llamados derechos fundamentales de carácter social?

Entre tratadistas que se decantan por la viabilidad de la prueba de oficio en manos del juez se hallan Parra y Taruffo, por considerar que aquella está orientada a la búsqueda de la verdad. En contravía se ubica Alvarado, para quien el proceso solo apunta a una simple resolución de conflictos intersubjetivos de intereses, sin que importe algo más allá. Nosotros nos apartamos de esta línea, pues entendemos que el proceso en el Estado social, democrático y de Derecho no puede ser cualquier tipo de proceso y debe atender, ante todo, a unos fines sociales trascendentales, por lo que el juez se erige en un director activo del mismo en aras al cumplimiento cabal de su función social.

Una institucionalidad democrática, encaminada a la realización de la justicia no se puede concebir si no se halla vinculada al respeto irrestricto por los derechos fundamentales, los que, a su vez, no se efectivizan si no se enmarcan en el respeto absoluto por el debido proceso constitucional. Y será la figura del juez la que hará posible la materialización de la justicia por su intermedio, tal y como lo entendiera en nuestro medio, en temprano momento, un atrevido jurista como fue el profesor Angarita, al manifestar que el adjetivo “social”, que se adjuntaba a la clásica fórmula del Estado de derecho, no debía entenderse como una simple muletilla retórica que proporciona un elegante toque de filantropía a la idea tradicional del derecho y del Estado1.

Y resulta evidente que los derechos se efectivizan en la medida en que los principios-valor constitucionales permean el ordenamiento jurídico, las instancias institucionales y en tanto materializan los fines perseguidos por el propio Constituyente cuando definió el tipo de Estado al que habría de orientarse la acción de los órganos del poder público. Es el juez, en consecuencia, el principal funcionario del Estado social, quien habrá de cuidar, ante todo, de que tal finalidad se verifique por medio del proceso debido, mediante el cual se cuida de las formas y en el que el juez director del proceso se arropa del deber-poder de efectivizar la materialización de los derechos, ajustado a lo que le preceptúan los artículos 4 y 228 de la Carta, tal cual lo entendió, en su momento, la jurisprudencia de la Corte Constitucional colombiana al conferirle al juez un intervensionismo limitado y encaminado a hacer respetar los fines, valores y principios constitucionales fundantes del orden propio de un Estado social, democrático y de derecho. El juez habrá de mostrarse, de esta forma, intervencionista allí donde se pongan en entredicho la justicia, la equidad, la paz social, la prevalencia del interés general sobre el particular, el acceso a la Administración de Justicia, entre otros principios-valor. De manera que el juez debe perfilarse no únicamente garantista de los derechos del justiciable, del individuo, sino también “garantista de los intereses sociales”. En otras palabras, la intervención del juez-director del proceso se puede traducir mediante el decreto de pruebas de oficio, enmarcado en los postulados jurídico-políticos y axiológicos, entendiendo por proceso debido un instrumento sustantivo para el ejercicio de la función pública judicial.

Si bien lo anterior implica una facultad creadora de parte del juez, aceptando que la norma jurídica tal y como es concebida por el legislador puede resultar falible, con la posibilidad de presentar vacíos, incoherencias, errores, tal como se recoge en la sentencia C-836 de 20012, se justifica que el juez intervenga en el proceso en pro del interés general, reconociendo la pretensión o la excepción bajo un contexto social, lejos de la concepción legocentrista, plagada de la más pura asepsia liberal y que niega cualquier tipo de intervencionismo al Estado. Es lo que asombra de la posición adoptada en la sentencia C-396 de 2007 por la Corte Constitucional, en desconocimiento de su propia jurisprudencia. En una es concebido el juez con un amplio margen de maniobra al momento de resolver un caso concreto y en la otra se lo encasilla, se le somete a respetar por entero la voluntad del legislador, casi que negándole su facultad de interpretar y, con mayor razón, la posibilidad de integrar el derecho.

A modo de anotación esencial, partimos de la concepción acerca de que la finalidad del proceso penal no puede ser otra que la materialización de la justicia, algo que lo diferencia de la clásica concepción que del proceso civil se tuvo durante buena parte del siglo XIX, en el sentido de que éste podía reducirse a la mera resolución del conflicto de una manera civilizada y heterocompositiva, y, que, finalmente, afectaría solo a las partes, mientras que en el ámbito penal la decisión llegaba a afectar, de una u otra forma, las bases de la sociedad, de la institucionalidad, del ordenamiento jurídico mismo.

De ahí que nos parezca un contrasentido la posición mayoritaria de la Corte Constitucional colombiana cuando avaló la exequibilidad del artículo 361 de la ley 906 de 2004, mediante la sentencia C-396 de 2007 de la Corte Constitucional3. Paradoja semejante viene a contrastar con la flexibilidad que en materia probatoria en el ámbito civil se ha tornado común al conferirle al juez facultad para decretar y practicar pruebas de oficio. La salida que tuvo en este caso concreto la Corte rompió con lo esperado, indicando, de paso, de manera sintomática cómo se invierten los clichés jurídicos por la decisión del Alto Tribunal, pues el proceso penal, considerado clásicamente modelo de la idea de la “publicización”, se torna adversarial, mientras que, paradógicamente, el proceso civil colombiano desde décadas atrás se enruta hacia su publicización, abandonando su vieja cantera iusprivatista.

Posición que sorprende si hemos de entender la Constitución como orden de configuración política y orden de protección jurídica. Si bien compartimos la idea de que los tribunales constitucionales poseen la función de establecer los límites dentro de los cuales el legislador puede fijar las diferentes opciones políticas que estime pertinentes, la interpretación que el órgano de control de constitucionalidad adelante debe ser siempre conforme a la propia Constitución y a los principios-valores-fines que allí se definen; una interpretación que debe estar en sintonía, entre otros, con el “principio de la mayor efectividad de los derechos”4, razón por la cual la libertad de configuración normativa de que puede llegar a gozar el legislador será de naturaleza limitada, incluso aun cuando actúa como legislador extraordinario, como constituyente derivado, en tanto “poder constituido”. De ahí que estimemos que una norma procesal no puede desconocer la Constitución, pues el legislador se halla vinculado materialmente al respeto por los derechos fundamentales, esto es, no puede operar discrecionalmente con el contenido de los derechos, es decir, no puede colocarse en la posición del Poder Constituyente Primario.

De repente pareciera que el culto al formalismo repuntó en el Tribunal Constitucional colombiano, pues básicamente con la decisión adoptada lo que hizo fue limitar la capacidad de raciocinio y de análisis de los jueces al momento de resolver sus casos concretos; prácticamente su discrecionalidad, pregonada cuando se habla de la independencia y la autonomía de parte de quienes integran el Poder Judicial, quedó puesta en entredicho.

Igualmente se subordinó el Derecho sustancial al procesal, con lo que el juez pasó a ser un convidado de piedra en la litis, con lo que se margina de procurar, ante todo en el desempeño de su misión-oficio: hacer efectiva la justicia material, que es un mandato del Constituyente de 1991. Desconoció lo que había planteado la Corte Constitucional en la sentencia C-037 de 1996, en relación con el principio de acceso a la Administración de Justicia y a la eficiencia, lo mismo que la C-591 de 2005 en la que había expresado que el sistema penal acusatorio colombiano no podía quedar reducido al típico proceso adversarial, puesto que, por el contrario, el juez debía erigirse en “algo más que un árbitro”, al desempeñar un papel activo para el establecimiento de la verdad y en la línea de la aplicación de la justicia material.

La Corte Constitucional estimó que la prohibición contenida en el artículo 361 del Código de Procedimiento Penal no era absoluta, puesto que, en su concepto, los jueces de control de garantías podían decretar y practicar pruebas de oficio “en casos en los que sea indispensable para garantizar la eficacia de los derechos que son objeto de control judicial (...) [concluyendo] que la prohibición acusada no se aplica en el ejercicio de las funciones propias del juez de control de garantías, sino únicamente ante el juez de conocimiento (...)” (Sentencia C-591 de 2005, 2005). Como quien dice, en la misma línea que la Corte Suprema de Justicia, excepcionalmente lo pueden realizar, pero no aquellos jueces que fungen como tales, no propiamente el juez de conocimiento [esto es el juez penal propiamente dicho] que es el que conoce del caso y el que debe fallar materialmente en justicia

De ahí que, puede que un tanto de manera atrevida, pero bien intencionada, asumimos la confección de este ensayo, reconociendo que la Corte Constitucional es sin duda el órgano intérprete supremo y de cierre de la Constitución, pero estimando, igualmente, que la labor de los académicos no sólo se debe limitar a resaltar sus aciertos, sino también a criticar con argumentos jurídicos, cuando sea estrictamente necesario, sus decisiones, contribuyendo con ello a la consolidación o al cambio de la jurisprudencia5.

La Corte Constitucional en su sentencia C-396 de 2007 se mostró tímida y hasta involucionista al pretender afincar el apego a ultranza al formalismo, de tipo legislativo, en materia penal, más que jurisprudencial propiamente dicho. Cuando la Corte señala que el legislador goza de amplio margen de discrecionalidad en el diseño de los procesos judiciales y que en desarrollo de la política criminal puede adoptar diferentes modelos y técnicas para la averiguación de lo sucedido, está contradiciendo nada menos que principios constitucionales clave de nuestro ordenamiento, recogidos en el preámbulo de la Carta, en los artículos 2°, 229 y 230, por no citar sino unos cuantos. Cabría preguntarse, entonces: ¿dónde quedaron, con este pronunciamiento, la autoridad, la autonomía e independencia judicial que el Constituyente de 1991 perfiló para el nuevo juez colombiano? ¿Acaso resulta más importante el “eficientismo” que la “eficacia” misma de la justicia? ¿Será sano el intento de conciliar el garantismo con el eficientismo? ¿Será que el garantismo como tal se agota en el respeto exclusivo por los derechos del individuo-justiciable en desmedro de los derechos de la sociedad y de la justicia misma como valor?

1.1 La prueba de oficio vista desde la Constitución

Con relación a la prueba de oficio la labor del juez no puede reducirse a la mera opción interpretativa que le brinda la propia Constitución sino que puede ser, al mismo tiempo, “integrativa”, pues debe procurar, en el ejercicio de su transcendental misión, atemperar su resolución, el sentido del fallo al que pueda arribar, a los principios-valores-fines que le delineara el Constituyente Primario al encomendarle la protección de los derechos bajo diferentes modalidades de amparo, tal y como se prevé en la Sentencia C-055 de 1995:

... la interpretación de la ley no puede conducir al absurdo” (...) Cuando el efecto de la interpretación literal de una norma conduce al absurdo o a efectos contrarios a la finalidad buscada por la propia disposición, es obvio que la norma, a pesar de su aparente claridad, no es clara, porque las decisiones de los jueces deben ser razonadas y razonables. El intérprete tiene entonces que buscar el sentido razonable de la disposición entre el contexto global del ordenamiento conforme a una interpretación sistemático finalista.

De esta manera, el nuevo juez más que mostrarse como un agente del Legislador y/o del Ejecutivo, debe imponerse a sí mismo que es el principal funcionario del Estado y actuar en consonancia con la idea de que es un ser humano en ejercicio de la función pública con el deber de tutelar los derechos, apegado al debido proceso, obligado al amparo de los derechos fundamentales y con el deber de arribar en sus fallos a decisiones material y formalmente justas.

La Corte Constitucional colombiana en la sentencia C-131 de 1993 había entendido la Constitución como la primera de las normas del ordenamiento jurídico, como la norma fundante. Es por ello que cualquiera otra norma jurídica, así sea expedida por el Legislador en su calidad de representante del pueblo y órgano legitimado democráticamente para ello o excepcionalmente por el operador jurídico, debe sujetarse en sus actuaciones a la Constitución y a los principios-valor que de ella dimanan.

Colombia se perfila, al menos en el propósito del Constituyente de 1991, como un “Estado social, democrático y de derecho”, lo que señala que no sólo se agota en un Estado de derecho, como el Estado liberal clásico, sino que es, además, un Estado social con todo lo que ello implica en nuevos principios jurídicos y en valores. Por lo tanto, se le atribuyen, de acuerdo con la sentencia C-104 de 1993 de la Corte Constitucional, dos calidades esenciales: la sujeción formal al derecho, lo que se refiere a la validez, y una sujeción material del mismo a unos contenidos sustanciales atinentes a la justicia.

El modelo de Estado social de derecho exige que el Estado rija el desarrollo de la actividad social, propugnando la defensa del individuo y de su dignidad como fundamento del mismo Estado. De manera que en este modelo de organización política el ente estatal tiene plena “intervención” dentro de la sociedad en procura de la realización de la misma y del individuo. Así lo decantó en su momento la Corte Constitucional en la sentencia T-124 de 1993: “la finalidad del Estado social de derecho tiene como base para su interpretación finalística al ser humano, visto de manera concreta, esto es, con contenido, encontrándose con individuos materiales y no con entes abstractos. Su razón de ser es constituir un medio idóneo en el cual los asociados puedan extender plenamente sus potencias vitales”. El Estado social de derecho se encamina a la realización de la justicia social y la dignidad humana mediante la sujeción de las autoridades públicas a los principios, derechos y deberes sociales de orden constitucional.

De gran trascendencia resultó ser el salto cualitativo que a partir de los lineamientos puestos por el constituyente colombiano de 1991 ha realizado la jurisprudencia constitucional al reconocer que desde la perspectiva del constitucionalismo contemporáneo el Estado social, democrático y de derecho debe propender para que mediante la intervención del juez se efectivice la comunicación entre el derecho, como instrumento de regulación, y la sociedad, como objeto de tal regulación, en el imperativo de alcanzar la justicia material, de tal manera que la concepción y la aplicación que se hace del derecho debe motivar y exigir en los operadores jurídicos una nueva actitud, que trascienda la mera proclamación de los propósitos y/o derechos, puesto que ahora se propugna es por unas efectivas condiciones que los desarrollen y amparen.

El juez, y sobre todo el constitucional, al momento de asumir su función debe atender indudablemente la política pública que en su momento fuera delineada por el Constituyente primario, privilegiándola incluso sobre la coyuntural política de gobierno definida por el Poder político (Ejecutivo y Legislativo). El juez que se prohijó en el seno de la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, diseñado para el Estado social fue muy específico: un juez afecto al desarrollo y logro de la principal función pública del Estado, un juez que en modo alguno fue creado solamente, como dice el profesor Pérez, para aplicar leyes, recordar normas, leer jurisprudencia y hacer remembranza de los principios generales del derecho. Un juez concebido constitucionalmente para ´administrar justicia', “para acabar la incertidumbre, para lograr la paz pública (...) para que realmente sea zanjada la disputa y para que, en verdad, pueda haber paz pública” (Pérez, 2006, p. 29). Como quien dice, la función natural del nuevo juez es más transcendental que la de “resolver” conflictos de cualquier manera y a título de autoridad: es, ante todo, la de “hacer justicia”.

No cabe duda alguna acerca de que las Altas Cortes de justicia en un Estado de derecho le deben deferencia al Legislador, sobre todo cuando se ocupa de fijar los procedimientos a seguir en materia penal y de política criminal, pero, estimamos, siguiendo en esto al profesor Montero que si bien “el Tribunal Constitucional no puede suplir al legislador en la adopción de las decisiones políticas, sí puede y debe suplir la inactividad o la incoherencia negativa de éste al dejar de declarar incompatibles algunas actividades procesales” (Montero, 1999, p. 247).

1.2 El debido proceso como límite a la actuación de los poderes constituidos

En un Estado constitucional el legislador no puede actuar desligado de los vínculos jurídico-constitucionales a la hora de articular los derechos reconocidos en los artículos 229, 228, 94, 93, 29, 4° y 2° superior, ente otros. Cabe anotar que el debido proceso en su doble vertiente, tanto procesal como sustancial6, no solo se halla definido para la protección del procesado o imputado, sino también en defensa de la sociedad y es el juez quien está llamado, mediante sus pronunciamientos, a interpretar y aplicar la Constitución, los tratados y convenios internacionales suscritos por el Estado en materia de derechos fundamentales y libertades públicas. Es mediante su intervención que, a la postre, el derecho interno se adecua al internacional. De manera que tanto la Constitución, en forma directa, como el juez, de forma indirecta, es quien impone condicionamientos al propio legislador. De ahí que consideremos infortunada la decisión a la que arribó nuestro Tribunal Constitucional cuando declaró exequible la prohibición hecha por el legislador al juez penal de conocimiento de decretar pruebas de oficio.

La esencia del proceso penal, en un sistema jurídico que se precie de garantista, no es otra que la de afincar con claridad el “thema probandum” o de la necesidad de la prueba. Es allí en donde se definirá qué es lo que debe ser probado y a quién o a quiénes corresponde dicha carga. De antemano dejamos claro que la actividad probatoria en el proceso penal concierne principalmente a las partes, ostentando, eso sí, la carga mayoritaria el ente acusador del Estado, sin perjuicio de que el juez excepcionalmente esté llamado a la depuración de aquellas pruebas que le generen duda o incertidumbre. Ello concebido desde la perspectiva de que el proceso tiene una doble finalidad: la realización de la justicia y la garantía de los derechos, pero no solo del justiciable sino también de la sociedad. Esto es algo que, en ocasiones, en nuestro medio, se torna problemático conciliar y hasta ponderar, pues en el proceso concurre la idea de hacer efectivo el interés general de la sociedad incluso sobre el interés del individuo, de la persona, del justiciable.

La labor del juez penal, en no pocas ocasiones concretas, se torna sumamente difícil por la duda que lo puede embargar al momento de resolver de fondo, pues no sabe, a ciencia cierta si privilegiar los valores-fin a la justicia, a la institucionalidad, al interés general, al bienestar común, a la sociedad civil, a la verdad de los hechos o, si, en otra línea, limitarse a preservar a aquellos encaminados a la verdad formal, a las garantías de la persona, del justiciable. En caso de duda razonable, cuando no exista suficiente prueba, se presente la insatisfacción de la misma o no se hallen elementos serios de convicción, antes de exigir responsabilidad o de absolver al imputado, podría, entonces, agotar un último esfuerzo procesal en aras a llevar claridad a su decisión. La carga de la prueba debe apreciarse desde un punto de vista mixto: desde el formal, serían las partes –Fiscalía y defensa– las que deben probar, pero desde el punto de vista material, la carga de la prueba es de todos los sujetos del trial, y, por ende, el juez penal debe disponer de cierta iniciativa probatoria para casos complejos7. Pues lo que el juez debe administrar no es cualquier tipo de justicia, no es la meramente formal, es la material, que es el imperativo del Estado social.

Aunque nuestra dogmática penal en el artículo 7° de la ley 906 de 2004 ha dispuesto como principio rector la presunción de inocencia y el “indubio pro reo”, haciendo radicar en la Fiscalía, en su calidad de ente acusador del Estado, la carga de la prueba acerca de la responsabilidad penal, definiendo taxativamente que “en ningún caso podrá invertirse esta carga probatoria”, estimamos, “contrario sensu”, que sin afectar el garantismo debido, el juez en un momento dado, en caso de albergar alguna duda que podría ser resuelta mediante una prueba aclaradora, se haya legitimado para proceder a decretarla, siempre y cuando, reiteramos, con ella espere fundar su convencimiento arrimando, de paso, certeza al debate. De igual manera, el imputado o su defensor pueden definir su estrategia de defensa por activa o por pasiva, esto es, haciendo uso del literal j) del artículo 8° del Código de Procedimiento Penal, en plena igualdad con el ente acusador para “solicitar, conocer y controvertir las pruebas”.

Si se quiere superar la visión formalista de la sentencia, el interés público y la salvaguarda del orden constitucional, sería suficiente, para que el juez decidiera, aún contraviniendo a sus superiores jerárquicos funcionales, acudir al decreto de la prueba de oficio, desde luego, no de manera arbitraria ni caprichosa, sino apegado a una motivación racional que justifique su decisión, sobre todo si ésta se enfoca al descubrimiento de la verdad de los hechos. Ante la incertidumbre y la duda que en ocasiones puede embargar al operador jurídico, resultaría igualmente natural que éste pueda intervenir en la actividad probatoria, si bien no teleológicamente encaminado a beneficiar a una de las partes, sino exclusivamente a estatuir la verdad de los hechos y realizar la justicia del caso concreto.

Acogerse cerradamente en este aspecto a lo estatuido por el Legislador penal colombiano de 2004, en el fondo no es más que abogar por la restricción judicial y no es más que desvirtuar en la práctica la idea que originariamente se tuvo con la implantación del sistema acusatorio, esto es, la disminución de los escandalosos niveles de impunidad en procura de la realización efectiva del valor justicia. En un Estado social la justicia no puede quedar reducida a la simple forma, ni tampoco a una negociación eficientista; ella debe ser ante todo sustancia, certeza, más que persuasión y convencimiento, orientada de cara a la actuación de valores públicos. La justicia penal no puede agotarse en el mero eficientismo, por el contrario, hay que procurar su eficacia.

Plegarse ciegamente al artículo 361 de la ley 906 de 2004, como lo reclaman los penalistas oportunistas y dogmáticos en la defensa no tanto de la justicia como sí de sus casos individuales, bajo el prurito de que el juez no puede mostrarse excepcionalmente oficioso en materia probatoria por implicar el desmoronamiento de la filosofía del sistema adversarial, en la práctica no es más que reducir al juez al desempeño de un triste papel, que ni siquiera en la época más obtusa de la mentalidad montesquiana del juez se tuvo. Imponer en la práctica del foro la línea del legislador procesal penal del 2004 y de la Corte Constitucional en su sentencia C-396 de 2007 implicará hacer de los jueces penales unos convidados de piedra en el proceso y en el debate, unos operadores jurídicos que no actúan, que no preguntan, que no decretan pruebas, que no intervienen en su práctica, que solo observan, que son de mármol, fríos y distantes. Caben, al respecto, unos pertinentes interrogantes: ¿cuál será entonces en un Estado social de derecho la función y la finalidad de la jurisdicción? ¿Qué debemos privilegiar, la simple seguridad jurídica formal o la realización material de la justicia? ¿Si nos vamos a quedar en el mero eficientismo que aúpan las políticas de Gobierno y el Consejo Superior de la Judicatura, para qué está la jurisdicción, para qué el proceso, para qué la prueba y para qué la sentencia?

En lo personal, así resultemos nadando a contracorriente de la idea aceptada comúnmente, consideramos que el derecho procesal y el probatorio, más que inspirarse desde el poder, desde el autoritarismo deben acendrarse en el respeto por los principios constitucionales, afincados en torno al debido proceso, pues más que el eficientismo lo que debe importar es el valor justicia. Pues retomando un viejo “dictum” ius naturalista de corte racionalista, si el derecho no está mediado/orientado por la justicia, no es derecho, pues el auténtico derecho es el que se muestra como el instrumento realizador de la justicia. Es a ello a lo que debe atender el derrotero del discurso doctrinario de los procesalistas modernos.

Como lo señala el profesor Rivera en un análisis crítico de la relación prueba-verdad en el campo jurídico, bajo la visión de prueba legal tradicionalmente “se construyó un sistema probatorio cerrado, formalista, con un conjunto de reglas probatorias que abarcaban las actividades posibles de prueba de los hechos. No se pensó en un sistema dinámico, ni mucho menos apreciar la verdad y la prueba como un proceso dialéctico” (Rivera, 2007, p. 7). De ahí que se haya impedido que en el proceso penal se pueda, en ocasiones, fallar sobre la verdad del hecho, limitándose el juez a decidir con lo que aparece probado en el interior del proceso y aplicando el principio del ´in dubio pro reo', con lo que si bien se respetan las garantías debidas al justiciable, resulta, no obstante, que la decisión deviene en una evidente burla a la justicia, que es el valor central del nuevo constitucionalismo.

Atenidos al nuevo constitucionalismo delineado por el Constituyente de 1991 y desarrollado por la primera Corte Constitucional colombiana, esto es, de acuerdo con la cláusula de Estado social, democrático y de derecho, regido por valores y principios con los que se procura un orden justo, anclado en la primacía de los derechos fundamentales, estimamos que el juez presenta facultades o iniciativas probatorias, para actuar incluso de oficio, cuando, en un caso concreto que le es sometido a su decisión, encuentra duda u oscuridad en lo que probatoriamente le aportan las partes, y, ante semejante insuficiencia debe adoptar los correctivos del caso, enfocados a iluminar su decisión y a dotarla de un mayor grado de certeza. Tal es la razón por la cual el juez puede gozar constitucionalmente de un cierto grado de libertad no sólo para apreciar las pruebas y depurarlas, sino incluso para decretarlas y practicarlas de oficio. Discrecionalidad que tampoco puede ser entendida como sinónimo de arbitrariedad.

Los jueces en el nuevo paradigma que impone el constitucionalismo moderno, incluso los penales, están abocados a una labor hermenéutica en su función cotidiana de otorgar justicia, pues la sentencia es, de un lado, un proceso de interpretación de los hechos, y, de otro, también de aplicación del derecho vigente, que no se reduce únicamente al derecho legal, sino que habrá de entenderse como integralidad en términos dworkinianos, esto es, en atención al ordenamiento jurídico constitucional, de estirpe supralegal e incluso transnacional.

Si bien el juez penal se halla atado al Derecho procesal de naturaleza legal, también es cierto que se puede desmaniatar de él, pues ante todo se debe es al orden jurídico cuando administra justicia. La libertad de configuración procesal del Legislador, a la luz del derecho de nuevo cuño, no es ya absoluta, ni goza de omnímoda libertad para establecer requisitos procesales, pues como lo ha señalado claramente la doctrina española,

... constitucionalmente no son admisibles aquellos obstáculos que pueden estimarse excesivos, que sean producto de un innecesario formalismo y que no se compaginen con el derecho a la justicia o que no aparezcan como justificados y proporcionados conforme a las finalidades para las que se establecen, que deben ser, en todo caso, adecuadas al espíritu constitucional, siendo en definitiva el juicio de razonabilidad y proporcionalidad el que resulta trascendente (González, 1984, pp. 60-61).

De manera que acogidos a esta tesis de la doctrina comparada, no resultarían válidos aquellos obstáculos procesales definidos por el Legislador, producto de un irracional formalismo que atente contra el derecho a la justicia ni a su aseguramiento, conforme se dispone ampliamente en la parte dogmática de nuestra Carta Constitucional8.

1.3 Facultades probatorias del juez en el derecho comparado

Comúnmente se ha entendido que el aumento de los poderes del juez es característica propia de un Estado totalitario y/o autoritario, algo que no necesariamente se corresponde con lo que se aprecia en las sociedades modernas. Los poderes de instrucción del juez más que para amparar los intereses supremos del Estado, se hallan diseñados en realidad para: i) garantizar la igualdad de las partes en el litigio; ii) cuidar de los intereses sociales, inclusive sobre los de los gobernantes, y, iii) permitir la realización efectiva de la justicia. Si se aboga por una cierta discrecionalidad en esta materia para el juez es precisamente porque éste debe ser concebido libre e independiente de la administración, de los poderes Ejecutivo y Legislativo, por asumirse que se ha desligado de la mera imagen de funcionario de segunda, incondicional al poder político, en el entendido de que se debe a la justicia, al derecho, al ordenamiento jurídico y no solamente al poder. Se perfila en él una nueva inclinación no exclusiva al amparo de los derechos individuales de los ciudadanos o a los del Estado, sino también a los intereses públicos y sociales, incluso en ocasiones contrarios a los del propio Estado en nombre de quien ejerce su poder.

El hecho de que el juez pueda llegar a ostentar, en un momento determinado, un cierto poder de discrecionalidad que le permita disponer de oficio de algunas pruebas dentro del proceso del que conoce y que no hayan sido inducidas por las partes, no necesariamente implica que el tipo de sistema procesal que se lo permita degenere peligrosamente en autoritario ni que se incurra en un “gouvernement des juges”. Acentuar el papel del juez en los diversos procedimientos de los que debe conocer resulta incluso conveniente, como bien lo ha demostrado el profesor Taruffo al señalar, desde el derecho comparado, cómo en varios ordenamientos democráticos modernos así se estila, sin ningún trauma o déficit para el sistema democrático-garantista. Tal ocurre en sistemas jurídicos de tipo continental como en el caso francés, en virtud del artículo 10 del Código de Procedimiento Civil; en el caso del artículo 37 de la Ley Procesal Federal suiza; en el artículo 281 del Código de Procedimiento Civil italiano con su reforma de 1998; amplios son los poderes de iniciativa instruccional que posee el juez en ciertos procesos especiales, como es el artículo 88 de la Ley de Procedimiento Laboral español de 1990; igual en el caso alemán, en donde en el mismo sentido se le atribuyen al juez algunos poderes de instrucción, como se percibe en los artículos 142 y 144 de la Zivilprozessordung de 2001.

En el sistema anglosajón aún son más evidentes los poderes de dirección de juez, por ejemplo, “la regla 614(a) de la Federal Rules of Evidence atribuye al juez el poder de disponer de oficio de pruebas testimoniales no deducidas de las partes, mientras que la regla 614(b) le atribuye el poder de interrogar acerca de los textos, deducidos de las partes o solicitados de oficio por el mismo juez. Igualmente, la Regla 706 le atribuye el poder de disponer de oficio consultas técnicas, nombrando expertos” (Taruffo, 2006, p. 23)9. Las Civil Procedure Rules de 1998, que transformaron en parte el sistema del proceso inglés, le atribuyeron al juez amplios e intensos poderes de dirección del mismo, de control sobre la adquisición de pruebas. Ello no significa que se trastorne el sistema procesal ni que se abandone la senda democrática de los ordenamientos, ni mucho menos que se vulneren los derechos de las partes ni que se sobredimensionen los poderes del juez hasta el punto de conducir a su omnipotencia y a la dictadura judicial.

En el proceso civil colombiano de tipo dispositivo se obra al respecto, desde tiempo atrás, con cierta sintonía. En contravía, de manera paradógica, a lo que ha sido dispuesto por el Legislador penal, se ha facultado tradicionalmente al juez para decretar pruebas de oficio, conforme a los artículos 179 y 189 de la codificación adjetiva, que es preconstitucional incluso, algo que contrasta fehacientemente con la ley 906 de 2004 que incurre, entonces, en el contrasentido de que en un Estado social e interventor se le está negando al juez penal la facultad, frente al asomo de duda, de ordenar medios de convicción para verificar la verdad que las partes traen al proceso y que más que facultad constituye un verdadero deber (Pérez, 2005, p. 39).

El legislador penal colombiano, en contravía no solo con los valores y principios constitucionales prohijados en nuestro ordenamiento sino incluso con la propia sistemática del Código, como se evidencia al obviar su Título preliminar, dedicado a los Principios rectores y Garantías procesales (particularmente sus artículos 4° y 5°), taxativamente consagró, en la codificación penal adjetiva, dentro del Título III, capítulo I, artículo 361, dedicado a la audiencia preparatoria, que “en ningún caso el juez podrá decretar la práctica de pruebas de oficio”. Algo regresivo en un Estado que se presume social. Está bien que se siga como regla general, pero contemplando la posibilidad excepcional de que ante ciertas circunstancias el juez la pueda practicar. De ahí que se debió haber declarado la exequibilidad modulada o condicionada en este sentido de tal artículo, en sintonía con lo señalado por la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia.

Los operadores jurídicos prevalidos de la independencia que les confirió el Constituyente de 1991 en los artículos 228 y 230 superior, en concordancia con el control de constitucionalidad incidental previsto en el artículo 4°, podrían inaplicar el apartado del texto adjetivo penal colombiano por ser contrario a los fines de un Estado social, democrático y de derecho, por impedir la consolidación de los valores y principios constitucionales. De acatarse mecánicamente el artículo 361 del Código de Procedimiento Penal se pondría en entredicho nada menos que la independencia del juez, pues esta norma de tipo procesal legal pugna con las disposiciones constitucionales en comento, resultando evidente que nuestros jueces no sólo procesan desde el ámbito de la norma legal sino que deben atender a la Constitución, y, en consecuencia, su imperativo es preferir ésta a aquélla en casos excepcionales y específicos.

 

2. El juez y la carga de la prueba a la luz de los postulados del Estado social, democrático y de derecho

Discusión que ha desgastado a los juristas desde tiempos inmemoriales ha sido aquella sobre quién tiene la obligación de probar en un proceso judicial. Problema que no ha sido pacíficamente zanjado. Para unos tratadistas, en especial los italianos, la carga de la prueba incumbía al demandado. Una corriente ecléctica ha estimado que a ninguna parte inicialmente se le atribuye tal obligación, sino que el debate probatorio se inclinaría a darle la razón a aquella de las partes que mejor prueba aportara. En Roma dicha carga recaía en ambas partes. Otros consideran que no es la disposición legal sino el juez quien determina a quién corresponde la obligación de la prueba, ello sin perjuicio de que otros, por el contrario, señalen que dicha carga corresponde a quien afirma y, por lo tanto, al demandante, y, desde luego, no faltó tampoco quién señalara que la prueba correspondería al más débil, es decir, al justiciable, al acusado, al demandado. Por ejemplo, para Bentham (2002), con un gran criterio de racionalidad, la carga se impone a aquélla de las partes que pueda satisfacerla con menores inconvenientes, con menor pérdida de tiempo o con menor incomodidad, algo que se puede complementar con otro postulado como el de que aquélla (la prueba) no constituye un deber jurídico, sino una necesidad de hecho en la que se encuentra la parte que acude a la autoridad judicial y que parece ser la tendencia adoptada en el Código de Napoleón, bajo el principio que señala que incumbe probar las obligaciones o su extinción al que alega. Ésta fue la línea que siguió el Código Civil colombiano en el artículo 1757.

Esta discusión teórica se produjo bajo formas de sociedad y de Estado diversas, desde la Antigüedad clásica hasta el Estado legislativo, individualista y liberal, centrado en torno al sagrado principio de la propiedad privada y de la seguridad jurídica. Pero a partir del aparecimiento del constitucionalismo contemporáneo y de la consolidación del Estado social la discusión se ha renovado, en seguimiento de otros derroteros, en particular en el ámbito colombiano a partir de 1991 cuando teóricamente se opera una ruptura frente al esquema constitucional tradicional.

Para entender la noción de la carga de la prueba resulta indispensable, según Devis, distinguir dos aspectos de la misma:

1) Por una parte, es una regla para el juzgador o regla de juicio, porque le indica cómo debe fallar cuando no encuentre la prueba de los hechos sobre los cuales ha de basar su decisión, permitiéndole hacerlo en el fondo y evitando proferir un ´non liquet', esto es, una sentencia inhibitoria por falta de pruebas, de suerte que viene a ser sucedáneo de la prueba de tales hechos; 2) Por otro aspecto, es una regla de conducta para las partes, porque indirectamente les señala cuáles son los hechos que a cada una le interesa probar (a falta de prueba aducida oficiosamente o por la parte contraria), para que sean considerados por el juez y sirvan de fundamento a sus pretensiones o excepciones (...) (Devis, 1970, pp. 424-425).

Así continúa hasta concluir que carga de la prueba “es una noción procesal que contiene la regla de juicio, por medio de la cual se le indica al juez cómo debe fallar cuando no encuentre en el proceso pruebas que le den certeza sobre los hechos que deben fundamentar su decisión e indirectamente establece a cuál de las partes le interesa la prueba de tales hechos, para evitarse las consecuencias desfavorables” (Devis, 1994, pp. 150-151).

En síntesis, el principio de la carga de la prueba señala que cada parte en un proceso debe suministrar la prueba de los hechos de las normas que contienen el efecto jurídico que ellas persiguen. Al mismo tiempo, es una regla de conducta para el juez, mediante la cual puede decidir de fondo un asunto determinado cuando falta la prueba del hecho que sirve de presupuesto a la norma jurídica que debe aplicar (Devis, 2002, p. 131).

Pero no todo proceso jurisdiccional se maneja de la misma manera. No es lo mismo la carga de la prueba en materia penal o constitucional que en materia civil o administrativa. En lo penal y en lo constitucional el proceso se torna “sui géneris” en el sentido de que la prueba se asume de distinta manera por los intereses vitales que implica para la sociedad, el individuo y el sistema democrático. Así, por ejemplo, se presenta una serie de presunciones constitucionales que hasta cierto punto hace nugatoria la carga de la prueba para el justiciable o el accionante que actúa en defensa del ordenamiento jurídico en abstracto o en defensa de los intereses de la sociedad. Tal es el caso de la presunción de inocencia (Constitución Política de Colombia, art. 29 superior) y el de la buena fe (Constitución Política de Colombia, art. 83 superior).

La jurisprudencia constitucional colombiana, en materia de presunción de inocencia, ha señalado, como se colige de la sentencia C-416 de 2002 de la Corte Constitucional, que cuando en el artículo 29.4 de la Constitución Política de Colombia se dispone que toda persona se presume inocente mientras no se la haya declarado judicialmente culpable; dicho postulado no admite excepción alguna “e impone como obligación la práctica de un debido proceso, de acuerdo con los procedimientos que la Constitución y la ley consagran para desvirtuar su alcance” (Corte Constitucional, sentencia C-416 de 2002, 2002). Posición recogida nuevamente en la sentencia T-825 de 2005 de la misma corporación cuando reiteró que la presunción de inocencia constituye una de las columnas sobre las cuales se levanta el Estado de derecho, y es, de igual modo, “uno de los pilares fundamentales de las democracias modernas. Su significado práctico consiste en que quien ha sido imputado de haber cometido un delito se presume inocente hasta tanto no se haya demostrado lo contrario mediante sentencia debidamente ejecutoriada” (Corte Constitucional, sentencia T-825 de 2005, 2005).

2.1. Rol y actitud del juez ante la prueba

Parámetro que no puede olvidarse en el proceso es aquel que nos señala el que las decisiones judiciales deben buscar la realización de la justicia. De ahí que estimemos connatural a la función judicial el despliegue de una labor social que es la que la fundamenta y la legítima al mismo tiempo. El derecho deberá atender a la realización de la justicia en el caso concreto para que pueda efectivamente atender a la paz social. Y será precisamente el proceso la manera adecuada para procurar la verdad y la justicia, puesto que es por su intermedio, como diría Goldschmidt, que se manifiesta el derecho mismo (Goldschmidt, 1978, pp. 281-297).

Así ha venido ocurriendo en el ámbito colombiano, al menos durante un tiempo, a la égida de la Corte Constitucional, en cuyo seno algunos de sus magistrados llegaron a concebir como necesario un cambio de paradigma en el quehacer jurisdiccional, encaminando la actuación de los operadores jurídicos, y en general de los trabajadores del derecho, hacia la realización de la justicia material, en un tipo particular de proceso que propendiera a ella, regentado por principios jurídicos más que por reglas propiamente dichas. Magistrados como Angarita, Cifuentes y Martínez así lo entendieron en una temprana época, como en efecto se colige de la sentencia C-543 de 1992 de la Corte Constitucional, en la que se indicó que el fin del proceso debía ser, ante todo, la sentencia justa y no tan solo la cosa juzgada, en justificación de lo dispuesto por el artículo 2 superior. Se expresó en dicha providencia que “(...) entre las alternativas de solución de un caso, el juez debe inclinarse por la que produzca el resultado más justo y resuelva de fondo la controversia dando prevalencia al derecho sustancial (Constitución Política, Preámbulo, artículos 2 y 228). No cabe duda de que a la luz de la Constitución debe afirmarse como valor orientador de la actividad judicial el favorecimiento de la justicia material que se condensa en la consigna ´pro iustitia' (...)” (Corte Constitucional, sentencia C-543 de 1992, 1992).

La Corte Constitucional colombiana, durante un lapso considerable, había mantenido una jurisprudencia proactiva respecto de las facultades oficiosas del juez, como se puede apreciar en el pronunciamiento que al respecto efectuó en la sentencia C-541 de 1997. Allí postuló que el juez en su función de administrar justicia poseía una serie de atribuciones “encaminadas a garantizar a toda persona la efectividad de un debido proceso, de manera que para este fin tiene la facultad de decretar y practicar aquellas pruebas que considere necesarias para adoptar la decisión que ponga fin al proceso, y que lleve al esclarecimiento de los hechos. Así, entonces, su determinación será producto del análisis de la verdad procesal, la cual siempre deberá ser lo más cercano posible a la verdad real” (Corte Constitucional, sentencia C 541 de 1997). Es decir, negaba la actuación de un juez espectador, de un mero convidado de piedra en lo atinente al desarrollo del procedimiento, exhortando, en su lugar, a que en calidad de sujeto supraparte participase de manera activa en el proceso desde su mismo inicio, con la misión de atender a que la aplicación del derecho sustancial respondiese al cumplimiento de los principios y fines señalados en la Constitución.

En materia civil y administrativa, si bien la carga de la prueba le permite al juez fallar, cuando el hecho no aparece demostrado, en contra de quien debía demostrar una determinada circunstancia (Parra, 1988, p. 47), dicho aserto no puede generalizarse en materia penal o cuando se debaten intereses difusos y sociales, cuando están de por medio intereses transcendentales para la sociedad y la propia institucionalidad democrática. De manera que la carga de la prueba debe asumirse más desde un punto de vista constitucional que restrictivo, en sintonía con el nuevo tipo de Estado que se prohija, desde el cual no sólo se invocan unas cargas para demandante y demandado, sino también para el director del proceso, quien tiene el poder-deber10 de auscultar la realidad de los hechos expuestos a su conocimiento, no en beneficio de alguna de las partes, sino en consideración al ejercicio de la jurisdicción, circunstancia ésta que implica la proyección de una función judicial encaminada hacia unos contenidos mínimos de justicia11.

De ahí que observemos con extrañeza cómo el artículo 361 de la ley 906 de 2004 (República de Colombia, 2004) restringe al juez penal la posibilidad de decretar pruebas de oficio, estableciendo una prohibición que desdice de los postulados esenciales de la propia Constitución. Pero lo que más sorprende jurídicamente es el hecho de que la Corte Constitucional en la sentencia C-396 de 2007, lo hubiese avalado así. En su pronunciamiento de constitucionalidad estipuló que el juez no solo está impedido para practicar pruebas, sino que está obligado a decidir con base en las que las partes le presentan a su consideración. Algo que no representa un resguardo para la imparcialidad del juzgador, sino todo un retroceso si se considera la senda que se venía recorriendo en torno a la participación activa del mismo. ´Contrario sensu' a la Corte Constitucional, estimamos, junto a la Corte Suprema de Justicia, que la prueba oficiosa no es una afrenta a los principios procesales de igualdad e imparcialidad. Todo lo contrario, en tanto que el juez no es convidado al proceso para que demuestre un interés particular respecto a las partes, sino que se halla dispuesto para que resuelva de manera adecuada un conflicto intersubjetivo. Es decir, el interés del juez dentro del proceso es público porque tiende hacia la realización de un fin primordial, como la justicia. De tal forma, la función jurisdiccional le exige al juez que sus decisiones se establezcan bajo parámetros que relacionen la verdad material en consideración a unos requerimientos sociales.

Por fortuna, jurisprudencia acertada moduló durante un lapso el alcance de semejante norma, tal como la pretendió señalar el Legislador penal. La Corte Suprema de Justicia, en su Sala de Casación Penal12, en sentencia de marzo 30 de 2006, matizó y aclaró la insensata disposición del Código, señalando la posibilidad de decretar pruebas de oficio en casos concretos y particulares, cuando se tratare de garantizar el cumplimiento de alguno de los fines constitucionales del proceso penal13, con lo que les abrió a los tribunales y jueces menores una perspectiva mucho más amplia y dinámica para interpretar la ley procesal penal colombiana.

No podría constitucionalmente ser de otra forma, pues no cabe duda de que la finalidad del ámbito penal institucional es la de que el Estado no escatime instrumentos en procura de que el hecho ilícito no quede impune, para lo que se dispone de una investigación anclada en el proceso debido. Desde esta perspectiva, lo que al juez debe preocupar ante todo, más que la verdad que a su modo quieren evidenciarle las partes, es la verdad real de los hechos, teleológicamente encaminada a la realización de la justicia, en la que se funda el orden social. Sólo cuando los hechos han sido fehacientemente esclarecidos en el proceso la decisión judicial puede asentarse en Derecho14.

 

3. Conclusión

El derecho a la tutela judicial efectiva, esto es, la garantía del derecho de la persona y de la sociedad para acceder a la Administración de Justicia (artículo 229 superior), el derecho a que los jueces y tribunales fallen sus pretensiones en seguimiento de un proceso conducido por los adecuados cauces con todas las garantías constitucionalmente previstas, le permiten al juez colombiano adoptar una racional actitud dinámica en la dirección de los procesos a su cargo, con la posibilidad de, incluso, decretar pruebas de oficio, en eventos especiales y perentorios. Con ello, quedaría sin piso constitucional la prohibición de la oficiosidad probatoria que en mala hora el legislador colombiano dispuso en el artículo 361 de la ley 906 de 2004 y que en la ya referida infortunada sentencia –en nuestro concepto– la Corte Constitucional ha ratificado

 

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Recibido: Agosto 2 de 2010. Aprobado: Septiembre 21 de 2010.

 

* Este trabajo constituye parte del resultado de la investigación titulada “Hermenéutica y práctica judicial: la función de administrar justicia del juez colombiano en el Estado social, con énfasis en la justicia constitucional”, adelantada en la Maestría en Derecho Procesal de la Facultad de Derecho de la Universidad de Medellín. Finalizada en julio de 2010.

** Doctor en Derecho de la Universidad de Cantabria-Santander (España); magíster en Derecho Procesal de la Universidad de Medellín; abogado de la Universidad de Antioquia; historiador de la Universidad Nacional de Colombia; miembro de Número de la Academia Antioqueña de Historia; profesor de Derecho Constitucional General y Colombiano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Medellín. Como investigador se adscribe dentro de la línea Teoría del Derecho del Grupo de Investigaciones Jurídicas. locastano@udem.edu.co

1 Manifestaba desde la Corte que: “La incidencia del Estado social de Derecho en la organización sociopolítica puede ser descrita esquemáticamente desde dos puntos de vista: cuantitativo y cualitativo. Lo primero suele tratarse bajo el tema del Estado bienestar (welfare State; Stato del benessere; l' Etat providence) y lo segundo bajo el tema de Estado constitucional democrático. La delimitación entre ambos conceptos no es tajante; cada uno de ellos hace alusión a un aspecto específico de un mismo asunto. Su complementariedad es evidente. a) El Estado bienestar surgió a principios de siglo en Europa como respuesta a las demandas sociales; el movimiento obrero europeo, las reivindicaciones populares provenientes de las revoluciones rusa y mexicana y las innovaciones adoptadas durante la república de Weimar, la época del New Deal en los Estados Unidos, sirvieron para transformar el reducido Estado liberal en un complejo aparato político-administrativo jalonador de toda la dinámica social. Desde este punto de vista el Estado social puede ser definido como el Estado que garantiza estándares mínimos de salario, alimentación, salud, habitación, educación, asegurados para todos los ciudadanos bajo la idea de derecho y no simplemente de caridad (Wilensky, 1975). b) El Estado constitucional democrático ha sido la respuesta jurídico-política derivada de la actividad intervencionista del Estado. Dicha respuesta está fundada en nuevos valores-derecho consagrados por la segunda y tercera generación de derechos humanos y se manifiesta institucionalmente a través de la creación de mecanismos de democracia participativa, de control político y jurídico en el ejercicio del poder y sobre todo, a través de la consagración de un catálogo de principios y de derechos fundamentales que inspiran toda la interpretación y el funcionamiento de la organización política. Estos cambios han producido en el derecho no sólo una transformación cuantitativa debida al aumento de la creación jurídica, sino también un cambio cualitativo, debido al surgimiento de una nueva manera de interpretar el derecho, cuyo concepto clave puede ser resumido de la siguiente manera: pérdida de la importancia sacramental del texto legal entendido como emanación de la voluntad popular y mayor preocupación por la justicia material y por el logro de soluciones que consulten la especificidad de los hechos. Estas características adquieren una relevancia especial en el campo del derecho constitucional, debido a la generalidad de sus textos y a la consagración que allí se hace de los principios básicos de la organización política. De aquí la enorme importancia que adquiere el juez constitucional en el Estado social de derecho” (Corte Constitucional, sentencia T-406 de 1992, 1992).

2 Providencia en la que la Corte expresó que: “Esta función creadora del juez en su jurisprudencia se realiza mediante la construcción y ponderación de principios de Derecho, que dan sentido a las instituciones jurídicas a partir de su labor de interpretación e integración del ordenamiento positivo. Ello supone un grado de abstracción o de concreción respecto de normas particulares, para darle integridad al conjunto del ordenamiento jurídico y atribuirle al texto de la ley un significado concreto, coherente y útil, permitiendo encausar este ordenamiento hacia la realización de los fines constitucionales. Por tal motivo, la labor del juez no puede reducirse a una simple atribución mecánica de los postulados generales, impersonales y abstractos consagrados en la ley a casos concretos, pues se estarían desconociendo la complejidad y la singularidad de la realidad social, la cual no puede ser abarcada por completo dentro del ordenamiento positivo. De ahí se deriva la importancia del papel del juez como un agente racionalizador e integrador del derecho dentro de un Estado... La sujeción de la actividad judicial al imperio de la ley no puede reducirse a la observación minuciosa y literal de un texto legal específico, sino que se refiere al ordenamiento jurídico como conjunto integrado y armónico de normas, estructurado para la realización de los valores y objetivos consagrados en la Constitución... Corresponde a los jueces, y particularmente a la Corte Suprema, como autoridad encargada de unificar la jurisprudencia nacional, interpretar el ordenamiento jurídico. En esa medida, la labor creadora de este máximo tribunal consiste en formular explícitamente principios generales y reglas que sirvan como parámetros de integración, ponderación e interpretación de las normas del ordenamiento. Sin embargo, esta labor no es cognitiva sino constructiva, estos principios y reglas no son inmanentes al ordenamiento, ni son descubiertos por el juez, sino que, como fuentes materiales, son un producto social creado judicialmente, necesario para permitir que el sistema jurídico sirva su propósito como elemento regulador y transformador de la realidad social. Con todo, para cumplir su propósito como elemento de regulación y transformación social, la creación judicial de derecho debe contar también con la suficiente flexibilidad para adecuarse a realidades y necesidades sociales cambiantes. Por lo tanto, no se puede dar a la doctrina judicial un carácter tan obligatorio que con ello se sacrifiquen otros valores y principios constitucionalmente protegidos, o que petrifique el derecho hasta el punto de impedirle responder a las necesidades sociales” (Corte Constitucional, Sentencia C-836 de 2001, 2001).

3 Esta sentencia declaró la exequibilidad del artículo 361 de la ley 906 de 2004. Se presentó un interesante salvamento de voto por parte del magistrado Pinilla, muy en sintonía con lo que en su momento planteara la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia en la Sentencia de Casación del 30 de marzo de 2006 –a la que más adelante referiremos– y que se corresponde con lo que ilustrativamente se esboza en este ensayo.

4 Conforme se ha expresado en el derecho y doctrina comparada. Así la Sentencia del Tribunal Constitucional español 18/1984, de 7 de febrero, en la que se consignó que “la sujeción de los poderes públicos a la Constitución se traduce en un deber positivo de dar efectividad a tales derechos [ ]fundamentales] en cuanto a su vigencia en la vida social, deber que afecta al legislador, al ejecutivo y a los jueces y Tribunales, en el ámbito de sus funciones respectivas”. Igualmente en la sentencia TC 53/1985, de 11 de abril.

5 Compartimos lo que en este sentido dejaron plasmado cuarenta y tres catedráticos españoles de Derecho Constitucional y Político cuando, en su momento, criticaron la recusación presentada por el Partido Popular y que fuera aceptada por el Tribunal Constitucional en contra de uno de sus compañeros de labores, el magistrado de origen catalán Pablo Pérez Tremps, en el incidente conocido como “Guerra por el Control Constitucional por los partidos”, suscitado a raíz del recurso contra el Estatuto de Cataluña. Cfr. El País. Madrid. 10,02, 2007.

6 Como el debido proceso probatorio se bifurca en el derecho probatorio sustancial y procesal, en ciertos eventos, con la prohibición taxativa que se le impone al juez penal para que aún “en casos excepcionales” pudiese inclinarse por la prueba de oficio, se puede configurar una violación a este principio, de acuerdo con la naturaleza del Derecho o disposición legal o constitucional que se viole. En el caso de lo establecido por el Legislador en el artículo 361 de la ley 906 de 2004 se podría vulnerar nada menos que el debido proceso probatorio sustancial.

La Corte Constitucional con anterioridad a la sentencia que debatimos había señalado sobre el alcance del debido proceso, cuando lo concebía como algo más que un principio, como un haz de principios, subprincipios, derechos y deberes de composición compleja, pues no sólo es el medio, el instrumento, sino también la garantía que permite la realización del valor esencial de nuestro ordenamiento jurídico y la libertad, que no es otro que la Justicia.

7 Si bien el sustento judicial de la sentencia se hace en buena medida con lo que las partes inmersas en el litigio aportan, fortaleciendo o desvirtuando la pretensión, en este caso punitiva, no basta con ello, pues un juez en un Estado social, democrático y de Derecho no solo administra justicia de forma pasiva y formalista, sino que, ante todo debe procurar el que efectivamente se realice la justicia. Si bien la convicción que se gesta en el juez respecto del caso del que conoce es inducida, no se puede negar que igualmente es racional. Es por ello que consideramos que en modo alguno atenta contra el garantismo la posibilidad de que el juez penal pueda excepcionalmente recurrir al decreto y práctica de pruebas de manera oficiosa.

8Preámbulo, artículos 2°, 229 y 230 principalmente.

9 Confróntese Taruffo (2006, pp. 17-25), y, en el mismo sentido remítase a otro ensayo de este doctrinante titulado “El proceso civil de ´civil law': aspectos fundamentales” (2006).

10 Cfr. Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Civil, Sentencia del 11 de noviembre de 1999.

11 Cfr. Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Civil, Sentencia del 26 de octubre de 1988.

12 En perfecta sintonía con la tradición mantenida por la Sala de Casación Civil y con la de la primera Corte Constitucional colombiana (esto es la de 1992-2001), amparadoras de la interpretación de los poderes de dirección del proceso en materia de prueba de oficio. La Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia desde décadas atrás así lo ha prohijado, para ilustrar baste remitir a la Sentencia del 22 de enero de 1974.

13 (...) es factible que por razones de índole constitucional, excepcionalmente el juez decida inaplicar la prohibición del artículo 361 de la ley 906 de 2004, para en su lugar aplicar la Constitución Política como norma preponderante que es, con el fin de garantizar precisamente el cumplimiento de alguno de los fines constitucionales del proceso penal. “(...) Sin embargo, cuando por motivos de índole constitucional el juez arribe a la convicción de que es imprescindible decretar una prueba de oficio, antes de hacerlo debe expresar con argumentos cimentados las razones por las cuales en el caso concreto la aplicación del artículo 361 produciría efectos inconstitucionales, riesgo ante el cual, aplicará preferiblemente la Carta, por ser la ´norma de normas', como lo estipula el artículo 4° constitucional.
”Sólo después de un ejercicio de esa naturaleza el juez, excepcionalmente, puede decretar una prueba de oficio. Este modo de discernir tiende a garantizar la realización práctica de los cometidos constitucionales en las situaciones específicas, y no conspira contra la vigencia general de la prohibición contenida en el artículo 361 de la ley 906 de 2004” (Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Penal, Sentencia de marzo 30 de 2006, 2006).

14 Conviene en este aspecto traer a colación una anotación que hace Gozaíni cuando se ocupa del proceso como manifestación de igualdad y equilibrio, en donde entre los reaseguros con los que cuentan las partes en el proceso, a su decir, se ratifican en otros requisitos de validez intrínseca que pertenecen a las “garantías” que, “de cara al pueblo”, debe mostrar todo procedimiento judicial, resaltando, en específico, como el derecho a la prueba vivifica una posición garantista, “donde la posibilidad para demostrar no quede vulnerada en consabidos repliegues de la dogmática, ni deje de enfrentar los infortunios de la contingencia”. Retomando a Couture cuando a la prueba le otorgaba el valor de una garantía admitida y tutelada para vencer probando, bajo el aserto de que una ley que haga imposible la prueba, es tan inconstitucional como aquella que haga imposible su defensa (Gozaíni, 1994, pp. 200-201).

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