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Opinión Jurídica

Print version ISSN 1692-2530

Opin. jurid. vol.11 no.22 Medellín July/Dec. 2012

 

ARTÍCULO ORIGINAL

 

Un diálogo intercultural más allá del multiculturalismo*

 

An intercultural dialogue beyond multiculturalism

 

 

Luis Villavicencio Miranda**

 

** Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Diego Portales, Santiago de Chile. Doctor en Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid. Profesor investigador de la Escuela de Derecho de la Universidad de Valparaíso, Valparaíso, Chile; y profesor de la Universidad Diego Portales, Santiago de Chile. Línea de investigación principal: las críticas comunitaristas, multiculturalistas y feministas al proyecto liberal de ciudadanía. E-mail: luis.villavicencio@uv.cl; lvillavicenciomiranda@gmail.co.

 

Recibido: agosto 1 de 2012
Aceptado: octubre 22 de 2012

 

 


RESUMEN

Este artículo examina la teoría de Kymlicka y la de Parekh con el objetivo de compararlas críticamente. Luego, se revisa la posibilidad de articular una concepción integradora que vaya más allá de los límites del multiculturalismo liberal y del multiculturalismo, deteniéndose en algunas contribuciones relevantes hechas por la teoría feminista.

PALABRAS CLAVE

multiculturalismo; liberalismo; feminismo; identidad; cultura.


ABSTRACT

This article is an evaluation to Kymlick's theory and Parekh's theory, intended to make a comparison critically. Then, the possibility to articulate an integrating conception going beyond the boundaries of liberal multiculturalism and multiculturalism itself is reviewed, making emphasis on some relevant contributions made by the feminist theory.

KEY WORDS

Multiculturalism; liberalism; feminism; identity; culture.


 

 

Introducción

Obviamente el hecho de la diversidad cultural no es una novedad del mundo contemporáneo. Sin embargo, tres circunstancias hacen particularmente apremiante la articulación de renovadas propuestas teóricas que se hagan cargo de este desafío. Para empezar, la expansión de la concepción democrática del Estado ha permitido a las comunidades minoritarias reclamar igual derecho a participar en el autogobierno colectivo. En segundo lugar, el proceso de globalización económica y cultural ha pulverizado cualquier intento de asimilación a gran escala reafirmando, más bien, la identificación de los sujetos con su referentes identitarios más próximos. Y, en tercer lugar, como corolario de lo ya apuntado, la ilusión del Estado culturalmente homogéneo ha terminado por sucumbir definitivamente (Parekh, 1999; Kymlicka, 2002; Torbisco, 2006).

Para enfrentar el desafío multicultural se han erigido tres grandes grupos de respuestas teóricas: el liberalismo igualitario, el multiculturalismo liberal, y el multiculturalismo (Pérez de la Fuente, 2005)1. En este trabajo me concentraré en las dos últimas propuestas, especialmente en las posiciones de Kymlicka y Parekh2, con la finalidad de compararlas fijando las fortalezas y debilidades de cada posición y, además, indagando si es posible encontrar entre ellas zonas de confluencia que permitan edificar una concepción que se haga cargo de la pluralidad cultural de manera más satisfactoria que el liberalismo igualitario, deteniéndome en algunos aspectos en los que ha sido decisivo el aporte de la teoría feminista3. Luego de ello, trazaré dentro de qué marco metaético se sostiene de mejor forma esa propuesta conciliatoria. Para finalizar avanzaré algunas conclusiones.

 

1. ¿Multiculturalismo liberal o multiculturalismo a secas?

Kymlicka y Parekh parten de un punto de vista común: su oposición al modo en que el liberalismo igualitario aborda la diversidad cultural y el diseño institucional que va de la mano, esto es, la construcción de un Estado-nación unitario y homogéneo (Kymlicka, 1996; 2003; 2007; Parekh, 2006; 2008). A pesar de ese diagnóstico compartido, los autores difieren en el modo en que habrá de enfrentarse el problema de las reivindicaciones multiculturales.

El filósofo canadiense plantea en términos generales que el multiculturalismo liberal pretende realzar la importancia de la identidad cultural protegiendo las diversas minorías nacionales y étnicas, pero garantizando la vigencia de ciertos principios liberales básicos (Kymlicka, 2003). Luego, el Estado debe adoptar políticas públicas destinadas a que los miembros de los diversos grupos étnicos y nacionales puedan expresar y promover su propia cultura e identidad, pero rechazando aquellas que busquen imponerla. El punto de partida de esta posición es comprender la relevancia del contexto social como requisito para que exista una elección autónoma auténtica y significativa. Como sostiene Raz, ''solo a través de la socialización en una cultura podemos canalizar las opciones que dan sentido a la vida'' (Raz, 2001, p. 192).

La conexión del planteamiento con la tesis comunitarista que defiende la naturaleza contextual de los seres humanos es evidente, pero con la muy significativa salvedad que esa naturaleza solo tiene valor en cuanto contribuya a asegurar para cada persona un marco de opciones cualitativamente significativas. De modo que las culturas ya no son relegadas a la esfera privada como plantea el liberalismo igualitario, sino que juegan un papel fundamental en la conformación de ciertos aspectos decisivos en la construcción de la identidad como es el caso de la lengua, la educación o ciertos símbolos nacionales (Kymlicka, 1996) que se traducen en medidas que ''van desde las políticas educativas multiculturales a los derechos lingüísticos, pasando por las garantías de representación política y por la protección constitucional de los tratados con los pueblos indígenas'' (Kymlicka, 2003, p. 63).

Ahora bien, los Estados modernos están constituidos –casi siempre– por diversos grupos étnicos y/o nacionales lo que nos demanda abandonar el espurio discurso de la neutralidad y aceptar que en el de ellos habrán de tomarse inevitables decisiones culturales que afectan a esos grupos. Surge así la necesidad de reconocer algunos derechos de grupo, bajo el alero de una ciudadanía diferenciada y orientada culturalmente, para dotar a las minorías de los mecanismos necesarios para enfrentar las discriminaciones que pueden sufrir a manos de la cultura mayoritaria.

Para el multiculturalismo liberal, la dicotomía entre derechos colectivos y derechos individuales es errónea, puesto que deben distinguirse con cuidado dos tipos de restricciones o protecciones asociadas a ellos: por una parte, se encuentran las protecciones externas, esto es, aquellas que autorizan al grupo ?étnico o nacional– a ser tratado con igual consideración y respeto que otros grupos equivalentes (a modo de ilustración, los derechos a una lengua propia, el derecho a un estatuto especial de posesión de tierras o el derecho al gobierno autónomo o, al menos, a instituciones parcialmente autónomas); y, por otra, tenemos las restricciones internas, o sea, aquellas que impiden al grupo coaccionar a sus miembros impidiéndoles revisar su concepción del bien (por ejemplo, el derecho a sancionar a los individuos que se aparten de las creencias colectivas). Pues bien, los derechos colectivos entendidos como protecciones externas son absolutamente compatibles con una teoría liberal de los derechos que pretenda fomentar la autonomía, mientras las restricciones internas son inaceptables (Kymlicka, 1996).

Parekh, por su lado, postula que la finalidad de su teoría es explorar nuevos modos de constitución del Estado moderno, que al ser estructuralmente multicultural, necesita encontrar la forma de pluralizarse sin minar su unidad y la capacidad para actuar decisivamente a favor del interés colectivo.

Cada sociedad multicultural necesita diseñar una estructura política apropiada para adaptarla a su historia, tradiciones culturales y al alcance y profundidad de su diversidad. No puede comenzar a hacerlo sin liberar la imaginación política del hechizo de la teoría dominante y su supuesto de que existe un único modelo válido y universal de construir apropiadamente el Estado'' (Parekh, 2006, p. 195).

¿Cómo se lograría escapar de ese hechizo? Veámoslo brevemente.

Para Parekh (2006) el multiculturalismo no debe articularse como una doctrina política ni como una teoría filosófica, sino como un punto de vista acerca de la vida humana que se estructura sobre las base de las tres visiones complementarias siguientes:

a) Los seres humanos estamos culturalmente constituidos, pues nos desarrollamos y vivimos en un mundo culturalmente estructurado, organizando nuestras vidas y relaciones sociales en términos de un sistema de significados y valoraciones que le dan un valor considerable a nuestras identidades culturales, pero que no implica que estemos determinados por la cultura en la que nos insertamos por haberla heredado y aceptado acríticamente, convirtiéndonos en sujetos incapaces de evaluar sus creencias y prácticas, sino más bien como agentes capaces de revisarla reflexivamente o, en casos más excepcionales, abandonarla –total o parcialmente– comprendiendo y haciendo propias otras;

b) Las diferentes culturas representan diversos sistemas de significados y visiones de la vida buena, haciendo que la diversidad cultural sea no solo inevitable sino deseable. Cada uno de nosotros realiza un limitado espectro de capacidades humanas y solo percibe una parte de la totalidad de la existencia humana necesitando otras visiones para entenderla mejor, expandiendo nuestro horizonte intelectual y moral, agudizando nuestra imaginación, y guardándonos de la fascinación por absolutizar la propia cosmovisión. Se debe partir –de buena fe– del supuesto que ninguna cultura carece completamente de valor, mereciendo al menos algo de respeto por lo que significa para sus miembros y la energía creativa que supuso y supone para ellos. También hay que entender que ninguna cultura es perfecta, ni tiene el derecho de imponerse a otras, y que las culturas cambian mejor desde la crítica interna, pero, junto con ello, y debido a que cada cultura es connaturalmente limitada, promover el diálogo entre ellas como algo mutuamente beneficioso. Diálogo que es posible, en fin, porque cada cultura acepta a las otras como participantes iguales en el plano discursivo, las que deben ser tomadas en cuenta como fuente de nuevas ideas.

c) Las culturas son internamente plurales aunque con pretensiones de coherencia interna, representando un juego dialógico entre diferentes tradiciones y estados de pensamiento. Las culturas surgen en una interacción con otras culturas y son, a la vez, permeables, sujetas a influencias externas que se interpretan y asimilan de una forma autónoma.

La interacción creativa entre estas tres visiones constituye la perspectiva multicultural que Parekh defiende. Me concentraré aquí solo en la segunda, esto es, la conveniencia de la diversidad cultural y el diálogo intercultural4. Para alcanzar adecuadamente la perspectiva multicultural es indispensable comprender que la diversidad cultural no es ni un bien estético ni juega un papel puramente instrumental en la vida de las personas aumentando las opciones disponibles para escoger un plan de vida. Muy por el contrario, la clave es reconocer la diversidad cultural como un bien moral intrínseco pues ninguna cultura, por muy compleja que sea, contiene en su seno todo aquello que es susceptible de ser valorado ni desarrolla totalmente la potencialidad humana (Parekh, 2006). ''Las diferentes culturas se corrigen y se complementan unas a otras, expanden sus horizontes de pensamiento y se alertan entre sí respecto de nuevas formas de realización humana. El valor de otras culturas es independiente de si son o no opciones para nosotros'' (Parekh, 2006, p. 167).

Para nuestro pensador, entonces, la diversidad cultural es parte constitutiva y condición de la libertad transformándose en un aspecto imprescindible para que los seres humanos poseamos, genuinamente, la probabilidad de conocernos, trascender en el interior de nuestros marcos referenciales, criticarlos, o incluso abandonarlos. Entendida de este modo, la diversidad cultural impide la absolutización de la propia cultura y asegura su permeabilidad frente a las demás posibilitando el diálogo entre las distintas culturas.

Termino esta breve explicación examinando cuáles serían las condiciones que deben satisfacerse para que una sociedad multicultural sea viable (Parekh, 2006):

En primer lugar, la paz es indispensable por lo que debe haber un acuerdo colectivo básico respecto de la autoridad, plasmado en una constitución, que le dote de legitimidad suficiente para representar a la comunidad.

En segundo lugar, la justicia –como elemento unificador dentro de una sociedad multicultural– ocupará un lugar de vital importancia: es imprescindible que el Estado adopte políticas justas e imparciales que garanticen a sus ciudadanos igualdad de trato.

En tercer lugar, Parekh sostiene que una sociedad multicultural requiere compartir una cultura común, a lo menos en sus aspectos centrales, para su preservación. Esta se consolida gracias a la interacción constante entre las culturas que la componen –tanto en espacios públicos como privados– cuestionándose y nutriéndose entre sí, ampliando sus horizontes y dando lugar a un proceso de retroalimentación mutua.

En cuarto lugar, un sistema educacional, orientado multiculturalmente, jugará un rol fundamental proporcionando a la población una educación que considere su calidad de seres humanos, su pertenencia a una comunidad étnica y cultural, y su participación como ciudadanos en una comunidad política.

En fin, es indispensable que surja una identidad nacional común enfocada hacia la estructura política de la comunidad y no en las características personales de sus miembros vistos desde una perspectiva individual. De este modo, se permite la existencia de identidades diversas que incluye a todos los ciudadanos y les permite, a su vez, que se identifiquen con la identidad nacional. Para dar legitimidad a las comunidades minoritarias no es necesario que tal identidad sea neutra. Es más, una comunidad política no puede negar su identidad histórica muchas veces predominante, pero sí puede proclamarse y actuar de manera pública y oficial como multicultural.

Descritas en sus aspectos fundamentales las posturas de los dos pensadores que nos ocupan, quisiera detenerme en el fuego cruzado que ha habido entre ambas. Lo haré profundizando en las críticas de Parekh (2006) al planteamiento de Kymlicka5. El primer reproche se centra en la concepción más bien estrecha y esencialista con que utiliza el término cultura6, lo que acarrea importantes consecuencias en el diseño de la teoría de Kymlicka. Por de pronto impacta en la nítida distinción y en el diverso peso moral que tendrían las demandas de dos tipos de minorías culturales: los nacionales y los inmigrantes voluntarios. Ese trato diferenciado encuentra su fundamento en las mayores o menores posibilidades que posee cada clase de minoría para proporcionar a sus miembros una cultura societal.

Ya que las minorías nacionales –al haber sido subsumidas por un Estado mayor– tenían con anterioridad una cultural societal propia, cumplen con las condiciones mínimas para proporcionar a sus miembros el necesario marco para desarrollarse autónomamente y, por ende, se les debe reconocer el derecho a mantener o emprender su propia construcción nacional y gozar de alguna forma de autogobierno. ''De hecho, su cultura societal les proporciona un contexto más satisfactorio del que habrían tenido en caso de que se les hubiera exigido integrarse en la sociedad principal, ya que es la cultura con las que esas minorías se identifican y están más familiarizadas'' (Kymlicka, 2003, p. 81).

Los inmigrantes legales, continúa Parekh, constituyen el otro extremo. No son minorías nacionales sino étnicas, no están territorialmente concentradas ni poseen una institucionalidad completa, su cultura ha sido desarraigada de su contexto original, y no puede reproducirse como tal en otro medio. Además, el hecho de haber emigrado en busca de mejores expectativas también supone que los inspira un genuino deseo de integrarse a la nueva sociedad. Por estas razones los inmigrantes no estarían habilitados para ejercitar (y debiesen dejar de demandar) el derecho al autogobierno y a su autonomía cultural, aunque sí pueden exigir la mantención de algunas de sus prácticas asociadas a su identidad etnocultural que se traducirían en diversas facultades y exenciones que Kymlicka (2003) llama derechos de acomodo.

En opinión del autor angloindio la cuestión clave es que no existe razón de peso para hacer tal distinción. Muy por el contrario, esa clasificación no hace más que reflejar una larga tendencia histórica liberal de delinear, por un lado, un claro contraste entre los grupos étnicos y las naciones privilegiando a estas últimas; y, por otro, establecer una clara diferencia entre inmigrantes y ciudadanos (Parekh, 2006, p. 103). Apoyándose en la misma distinción trazada (entre minorías nacionales y étnicas), otros han criticado la visión rígida que despliega Kymlicka al ocuparse solamente de los casos antagónicos omitiendo las situaciones intermedias como sería el caso de grupos oprimidos que, sin pertenecer a aquellas minorías en las que se concentra Kymlicka, sí requerirían que se les reconocieran algunos de los derechos de acomodo (Carens, 2000; Young, 1997). Me parece que sería el caso, sin duda, de las minorías sexuales y las mujeres7. En fin, no menos importante es que el autor en comento olvida que las minorías se comportan, en la realidad, de modo complejo lo que dificulta su encasillamiento. Pensemos, por ejemplo, en los mapuche que son al mismo tiempo una minoría nacional, étnica y social dependiendo, entre otros factores relevantes, de la ubicación geográfica donde se encuentran.

Detengámonos ahora en la respuesta del autor norteamericano a este primer conjunto de ataques (Kymlicka, 2003). Kymlicka parte por reconocer que existen muchos casos de grupos etnoculturales que no encajan con exactitud en las categorías especificadas (verbigracia, los gitanos, los afroamericanos en EE. UU., o los colonos rusos en los países del Báltico) y que su teoría dice poco acerca de estos. Esta limitación, con todo, no es arbitraria por varias razones. En primer lugar, concentrarse en el caso de los inmigrantes y de las minorías nacionales se justifica porque ''constituyen los tipos de pluralismo etnocultural más comunes en las democracias occidentales'' (Kymlicka, 2003, p. 83).

En segundo lugar, nuestro filósofo plantea que gran parte de estos casos intermedios pueden ser explicados y abordados como ilegítimas desviaciones del paradigma de la justicia propio de la teoría liberal. En tercer lugar, plantea que su teoría puede servir indirectamente para identificar soluciones para los casos de penumbra y avizora que podría ser útil, para abordarlos adecuadamente, que alguien intentara reconducirlos dentro del modelo propio de los inmigrantes o el de las minorías nacionales.

Por último, su aproximación tiene una ventaja práctica que no debe ser menospreciada: ''[u]na de las objeciones más comunes a la concesión de derechos a las minorías es que eso nos llevaría a deslizarnos por una ''pendiente resbaladiza'' en virtud de la cual, cada vez más y más grupos empezarían a exigir cada vez más derechos, lo que acabaría en una eventual desintegración de la sociedad'' (Kymlicka, 2003, p. 86). Precisamente esa creencia ha entorpecido enormemente avances en los debates sobre los derechos de las minorías nacionales y étnicas por lo que es indispensable ''mostrar que los grupos etnoculturales no constituyen un continuum fluido (...) sino que existen más bien diferencias profundas y relativamente estables entre los distintos tipos de grupos etnoculturales. Al contrario de lo que opina Young (...) es importante insistir en que esos grupos presentan diferencias de tipo, y no solo de grado'' (Kymlicka, 2003, p.87)8.

Tomando en consideración cada una de las tres respuestas que ha desarrollado Kymlicka al primer grupo de críticas, me parece que estas pierden bastante fuerza. Para empezar, constituye un presupuesto explícito del proyecto multiculturalista liberal colmar las lagunas que se han producido en las democracias occidentales entre las políticas efectivas impulsadas en favor de las minorías nacionales y étnicas, y la teoría política liberal (Kymlicka, 2003, p. 76). Luego, la primera de las objeciones tan solo nos advierte, desde una perspectiva externa, que el autor podría haber escogido otro punto de partida. Respecto de las otras dos me parece que Kymlicka tiene razón en sostener que un buen número de las demandas intermedias pueden ser remediadas bajo el paradigma redistributivo y, por último, la dificultad que plantea el criterio de Young para distinguir qué situaciones requerirían o no una política de la diferencia es bastante evidente y actualiza el peligro de la pendiente resbaladiza.

Analizaré, ahora, el segundo grupo de reproches que Parekh desarrolla contra la teoría de Kymlicka, los que sí me parecen mucho más relevantes9. Para comprender mejor estas críticas comenzaré por resumir las tres tesis que, según Parekh, identifican el pensamiento del filósofo canadiense: i) los seres humanos poseen un interés esencial en llevar una vida buena; ii) esta debe ser vivida desde adentro; y iii) debe ser susceptible de ser revisada (Parekh, 2006, p. 105).

De estas tesis, solo me interesa detenerme en la crítica a la última. Parekh argumenta que las creencias varían enormemente en cuanto a su naturaleza, exigencias y cuánto significan para nosotros. Sostener, en abstracto, que todas debiesen ser revisables implica perder de vista sus diferencias cruciales e ignorar la complejidad de los modos a través de los cuales llevamos adelante el camino de nuestra vida. Luego, es bien improbable que la defensa de Kymlicka de los principios liberales básicos pueda convencer a los no liberales pues estos siempre podrán oponerse legítimamente cuando se les pida vivir de acuerdo con ellos. Kymlicka no es capaz de dar buenas razones a grupos no liberales para que respeten esa tesis. No toma en cuenta que los individuos se relacionan con su cultura de diferentes modos estableciendo, erróneamente, la visión liberal como universal.

La cuestión es que si vamos a ser equitativos tanto con las culturas liberales como con las no liberales necesitamos construir un marco teórico capaz de alcanzar una comprensión pluralista de las culturas. En definitiva, si bien se da cuenta del valor de la cultura, no se está valorando del mismo modo la diversidad cultural. Kymlicka demuestra que las personas necesitan una cultura estable, pero no por qué también necesitan acceso a otras culturas. Su principal argumento es que, como ya sabemos, la diversidad cultural aumenta el rango de nuestras opciones para decidir autónomamente, una visión totalmente instrumental de la cultura reñida con muchas concepciones distintas a la liberal (Parekh, 2006).

¿Cómo responde Kymlicka a este segundo grupo de reproches? En principio le parece que tocan un punto genuinamente problemático, pero que mucha gente exagera e identifica erróneamente (Kymlicka, 2003). En primer lugar, la evidencia muestra como falso que la mayoría de los conflictos entre grupos etnoculturales en Occidente versen sobre la legitimidad de los principios liberales, antes bien los grupos disienten en su interpretación y aplicación. En segundo lugar, obviamente hay grupos que realmente impugnan los principios liberales, pero son minúsculos y tienen casi nulo impacto en las políticas multiculturalistas de la vida real. Lo anterior bastaría, en opinión de Kymlicka, para probar que la crítica dramatiza más de la cuenta tornándose en superflua.

Pero imaginemos que, por un momento, los ejemplos de ''laboratorio'' a los que son tan asiduos los filósofos fueran la regla general, o sea, el debate sobre las políticas multiculturalistas girara efectivamente en torno al modo en que se resuelven las demandas de los grupos que rechazan los principios liberales. Incluso en ese escenario, argumenta nuestro autor, Parekh se equivoca pues jamás el multiculturalismo liberal ha rechazado la idea de que las culturas puedan tener un valor intrínseco o constituir un deber sagrado. En consecuencia, ''los individuos son libres de adoptar esa actitud por lo que a sí mismos concierne y pese a que también son libres de tratar de persuadir a otros para que lo hagan, no permite al grupo restringir las libertades civiles básicas de sus miembros en nombre del ''sagrado'' carácter de una particular tradición o práctica cultural [prohibición de las restricciones internas]'' (Kymlicka, 2003, p. 90).

Queda todavía, con todo, la hipótesis más extrema: supongamos que un grupo no liberal pretende imponer restricciones internas a sus miembros, algo que el multiculturalismo liberal jamás aceptaría. Kymlicka arguye que sus críticos le reprochan que en estos casos impondría de forma etnocéntrica sus valores liberales a otros grupos. Sin embargo, nuevamente la crítica exagera pues ''los liberales no pueden presuponer simplemente que tienen derecho a imponer normas liberales a los grupos no liberales (...) cualquier solución duradera exigirá diálogo'' (Kymlicka, 2003, p. 91). Lamentablemente, el filósofo canadiense no se preocupa de desarrollar en qué condiciones podría darse ese diálogo.

 

2. Más allá del multiculturalismo: Articulando una concepción integradora

A estas alturas se podría deducir que la concepción que habremos de adoptar es el multiculturalismo de Parekh, pero esta es una conclusión apresurada. Si bien la perspectiva cultural defendida por el filósofo angloindio –y descrita más arriba– parece muy atractiva ya que logra evidenciar los errores de la tradición monista10 en la que se inscribiría, sin ir más lejos, el propio Kymlicka (Appiah, 2005), adolece de vaguedades, ambigüedades y fuertes tensiones internas que nos colocan, al final de cuentas, al borde del abismo de una nueva clase de monismo que terminaría por esencializar, ya no la noción de naturaleza humana, sino la idea de las prácticas culturales. Detengámonos en este punto con más cuidado. Para Parekh al ser las culturas imperfectas, limitadas, internamente plurales, y permeables a influencias externas, la promoción del diálogo entre ellas es algo mutuamente beneficioso y ese intercambio dialógico sería posible debido a que cada cultura acepta a las otras como participantes iguales en el plano discursivo. El problema es que no queda para nada claro cómo Parekh pasa de los presupuestos metaéticos pluralistas en los que se funda su planteamiento a sus tesis normativas de promoción del diálogo intercultural.

Me detendré en un ejemplo para intentar sustentar mis aprehensiones: la distinción entre valores públicos operantes y valores universales (Parekh, 2006). Parekh entiende por valores públicos operantes aquellos que una sociedad aprecia como parte de su identidad colectiva y que regulan las relaciones entre sus miembros. Constituyen la estructura moral de la vida pública dándole coherencia y estabilidad encarnados concretamente en la Constitución, en Tratados Internacionales, en sus instituciones legales y políticas, y en las normas y prácticas que gobiernan las relaciones entre sus miembros. Estos valores cuentan con la gran ventaja de ser parte de la realidad social y ser fácilmente inteligibles para sus miembros por lo que constituyen, obviamente, el punto de partida de cualquier debate aunque al chocar entre sí la disputa se extiende a ellos mismos.

Los valores o principios universales, por su parte, juegan también un papel relevante en el debate público siendo utilizados, probablemente, para desafiar o descartar uno o más valores públicos relevantes. Invocar valores universales posee ventajas y desventajas: estos trascienden al marco restringido de los valores públicos operativos, liberan la imaginación moral de los prejuicios locales, tienen un potencial radical y conectan la contienda política de una sociedad con otros de otra parte; pero también son vagos y abstractos y carecen de claridad interpretativa.

Si bien la distinción entre ambos tipos de valores puede, conceptualmente, manifestarse como clara, Parekh es en extremo ambiguo para pronunciarse respecto del modo en que se relacionan unos y otros. A veces pareciera que si bien es legítimo apelar a principios universales, es más efectivo cuando se traducen y avanzan junto con el lenguaje moral local. En otras oportunidades parece defender que existirían ciertos valores universales esenciales para el florecimiento humano definiendo el contenido mínimo de cualquier forma de vida buena y podría apoyarse, entonces, que merecen lealtad universal.

Con todo, en otras oportunidades sostiene que un modo de vida auto-contenido logra su propia y distintiva forma del bien, que importa a sus miembros y a los valores públicos operantes de esa cultura, los que merecen igual respeto. En fin, ni siquiera cuando Parekh (2006) analiza detalladamente, como ejemplo paradigmático del diálogo intercultural, el caso del escritor Salman Rushdie y la fatwa en su contra queda más clara su postura más allá de la circunstancia –bien trivial por cierto– de que frente a conflictos culturales, una vez que las partes muestran un mayor entendimiento mutuo, disminuyendo la temperatura del debate, se podrían crear las condiciones necesarias para una disputa racional.

El problema es que esa circunstancia, conceptualmente baladí, de dejar que el debate fluya para que este se haga más amigable no es algo que algunos grupos oprimidos estén dispuestos a esperar, pues su situación de explotación requiere respuestas normativas dramáticamente urgentes. Baste, a modo de ilustración, la inhumana subordinación que sufren las mujeres en muchas culturas lo que se traduce en prácticas aberrantes como son, por ejemplo, la ablación genital, la lapidación, la violación como mecanismo reparatorio, el tráfico sexual, los matrimonios concertados, y el rapto de novias. Okin (1998; 1999) ha criticado, con razón, que las reivindicaciones multiculturales pueden suponer (y de hecho suponen) vulneraciones graves e intolerables a la igualdad entre el hombre y la mujer11.

Lo que debe determinarse es si la apelación a la cultura es una justificación válida para no aplicar un catálogo de derechos básicos y, en términos más abstractos, si existen razones persuasivas para no distribuir con pretensiones de universalidad el valor de la autonomía. Quienes defendamos una posición multiculturalista nos encontraríamos en medio del dilema de considerar como válidas aquellas culturas –desgraciadamente demasiadas desde mi propia cosmovisión– que suponen la discriminación de la mujer o, en cambio, sostener normativamente la igualdad de la mujer. Pero en este último caso, apelaríamos a valores de moralidad crítica universales que no todas las versiones del multiculturalismo podrían justificar. ¿Se puede superar esta paradoja? Creo que sí y la teoría feminista nos puede iluminar bastante el camino.

Si concedemos que una cultura puede justificar la no aplicación de los derechos básicos a un grupo determinado –en el caso que nos ocupa, las mujeres– estaríamos dejándonos atrapar por lo que Benhabib denomina una sociología reduccionista de la cultura que se funda en premisas epistémicas falsas12. En vez de eso, la filósofa nos propone una visión de la cultura articulada sobre la base del constructivismo social que escapa del esencialismo –que es más consistente, por lo demás, con la propia visión multicultural– caracterizada por una visión narrativa de las acciones y de la cultura conforme a la cual debemos distinguir entre el punto de vista del observador social y el del agente social. El observador social es el que impone –de la mano de las élites locales– la unidad y la coherencia sobre las culturas como entidades observadas.

En cambio, el agente social representa la perspectiva de los participantes de la cultura que experimentan sus tradiciones a través de relatos narrativos compartidos, aunque también controvertidos y factibles de ser rebatidos. Desde su interior una cultura nunca aparece como un todo homogéneo (Benhabib, 2002). Pues bien, de esa concepción estática y tosca de la cultura, las tesis multiculturalistas pretenden sacudirse: si una cultura cae en este vicio, estaría siendo inconsistente con la única versión plausible del multiculturalismo, pues encasillaría, petrificaría y esencializaría la cultura a costa de la autonomía de algunos de sus miembros impidiendo que estos revisen y cuestionen su pertenencia a la cultura. La cultura dejaría de ser, como supone Parekh, permeable e influenciable externamente haciendo que todo cuestionamiento sobre el modo en que debemos enfrentar el desafío multicultural sea vano.

Pero, de la mano de Phillips (2007), no solo basta el reconocimiento de esa capacidad de revisión mediante el derecho de salida ya que este traslada todo el peso del conflicto al individuo, dejando en libertad al grupo y al Estado. Además, si la identidad cultural de verdad interesa a los sujetos, será necesario considerar la posibilidad de que estos decidan permanecer en sus grupos desafiando a las élites del mismo o, sencillamente, desechen la posibilidad de renunciar por el fuerte compromiso normativo con su grupo cultural o religioso. Luego, volviendo a Benhabib, la autora propone un modelo de democracia deliberativa como el más adecuado para responder al desafío multicultural. Este debe caracterizarse por dos elementos clave: primero, un marcado énfasis en la esfera pública que es el lugar donde se sitúan las disputas multiculturales y donde también ocurren las transformaciones políticas y morales; y, segundo, una defensa de la apertura de la agenda del debate público difuminando la distinción entre lo público y lo privado, entre lo que es de todos y lo que es solo propio de mi cultura (Benhabib, 2002).

 

3. Conclusión

En las líneas precedentes he analizado y sometido a críticas mutuas los postulados de Kymlicka y Parekh. En una apretada recapitulación podemos señalar que tres son las tesis que caracterizan el pensamiento del filósofo canadiense: a) el contexto cultural es decisivo para que el ejercicio de la autonomía sea auténtico y significativo; b) los Estados están constituidos por diversos grupos étnicos y nacionales por lo que es indispensable crear las condiciones institucionales para que las minorías puedan desarrollar su cultura en condiciones igualitarias; y c) el ejercicio de cada concepción de la vida buena, culturalmente delimitada, supone siempre la posibilidad de que esta se revise. A su turno, tres son también los argumentos que engloban la aproximación del pensador angloindio al tema del pluralismo cultural: a) los seres humanos estamos inevitablemente insertos en una cultura de la que, en todo caso, uno puede distanciarse; b) la diversidad cultural es deseable pues cada cultura es limitada y, por ende, el diálogo intercultural las enriquece recíprocamente; y c) las culturas son internamente plurales aunque con pretensiones de coherencia interna.

El tercer planteamiento de Kymlicka es el genuinamente problemático, algo que él mismo reconoce y que Parekh identifica con exactitud: evidentemente los grupos no liberales jamás aceptarán, por muy marginales que sean, la posibilidad de que sus miembros tengan la capacidad de revisar su pertenencia a la comunidad. Ahora bien, la propuesta alternativa de Parekh tampoco es satisfactoria pues, si bien sus postulados permiten sacudirse de la tradición monista que fustiga al multiculturalismo liberal, nos deja a cambio una apuesta algo crédula, incierta y ambigua de que el diálogo con las culturas cerradas será fructífero. Pero lo que olvida nuestro filósofo multiculturalista es que mientras esperamos que el diálogo haga su trabajo (algo de suyo difícil) muchas personas –las mujeres, por ejemplo– sufrirán feroces vulneraciones de sus derechos más básicos.

La jugada por el diálogo intercultural va en la dirección correcta, pero es indispensable que este surja en el interior de una adecuada concepción de la democracia deliberativa como lo plantean Benhabib y Phillips. Solo admitiendo la disidencia interna nos tomamos en serio una visión no reduccionista de la cultura que sea consistente con los presupuestos multiculturalistas. Lo crucial aquí es que, creo, tanto liberales igualitarios, como multiculturalistas liberales y multiculturalistas a secas deberían estar de acuerdo sobre este punto. La cuestión clave es saber transitar del monismo excluyente de la diversidad, que considera a otras formas de vida inferiores, fruto de la ignorancia y de la barbarie, al pluralismo de valores que considera que existen algunos valores universales pero diversas formas de vida deliberativamente interconectadas. Ese es el trasfondo metaético correcto en el cual deben situarse las discusiones y problemas relacionados con el modo en que debemos reaccionar ante el desafío multicultural.

 

Referencias bibliográficas

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Notas:

* Este artículo es producto del proyecto de investigación N° 11080006 financiado por FONDECYT (Fondo Nacional de Ciencia y Tecnología - Chile), titulado ''Identidad y autonomía en sociedades multiculturales. Bases para una propuesta conciliatoria'', del cual el autor fue el investigador responsable y finalizó el año 2010. Agradezco la valiosa colaboración de la ayudante del proyecto Nicole Selamé, y los tesistas Marcela Rey González y Felipe Pérez Álamos en la preparación de este trabajo, todos Licenciados en Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Valparaíso.

1 Para un análisis general de cada una de esas respuestas puede verse Villavicencio (2010A). Para un examen detallado del liberalismo como una perspectiva que fracasa en su intento véase Villavicencio (2009, 2010B).

2 El hecho de concentrarme en estos autores merece una breve explicación que va más allá de las restricciones obvias asociadas a la extensión de un artículo. Respecto de Kymlicka (2007) no parece haber mucha discusión en que es el pensador más representativo de lo que él mismo ha identificado como multiculturalismo liberal. Sin embargo, tratándose del multiculturalismo a secas, la cuestión es más complicada: a diferencia del liberalismo igualitario y del multiculturalismo liberal, el multiculturalismo difícilmente puede caracterizarse como una tradición homogénea de pensamiento ya que carece de fundadores o textos canónicos (Parekh, 2002). Por esta razón, parece más adecuado hablar de multiculturalismos (De Lucas, 2001; Banting & Kymlicka, 2006), que solo tendrían en común la defensa de una estrategia multiculturalista cuyo fin es sostener como tarea primordial del Estado la promoción de la diversidad cultural mediante una decidida política de la diferencia que supone redefinir los contornos de la justicia más allá del paradigma de la distribución para transitar al paradigma del reconocimiento (Young, 2000). Con todo, he escogido el planteamiento de Parekh porque, precisamente, se ha destacado como uno de los teóricos políticos que más ha contribuido a la sistematización de las tesis multiculturalistas.

3 Sobre la compatibilidad entre el liberalismo político de Rawls y las visiones constitutivas del bien puede verse Villavicencio (2007).

4 No ahondaré aquí en la primera visión –la inserción cultural de los seres humanos– por dos razones: en primer lugar, no constituye ninguna novedad en el debate pues hace ya algún tiempo que el comunitarismo, a propósito de su polémica con el liberalismo, demostró el carácter situado del agente moral; y, en segundo lugar, sobre esta cuestión Kymlicka y Parekh no difieren. En rigor ni siquiera el liberalismo lo hace. Véase sobre este último punto (Villavicencio, 2007).

5 Hay otro grupo de objeciones contra la teoría de los derechos de las minorías desarrollada por el filósofo canadiense, en las que no me detendré, provenientes de las propias huestes liberales. La más incisiva de ellas –por lo corrosiva, no por lo persuasiva– es la de Barry. Véase Barry (2002). He analizado con cierta profundidad esa visión en Villavicencio (2010B).

6 En las propias palabras de Kymlicka: ''los Estados modernos desarrollan y consolidan invariablemente lo que yo llamo una ''cultura societal'' –esto es, un conjunto de instituciones que abarcan tanto la vida pública como la vida privada, provistas de una lengua común que se ha desarrollado históricamente a lo largo del tiempo en un territorio dado y que proporciona a las personas una amplia gama de opciones respecto a cómo encauzar sus vidas–. La aparición de una cultura societal –que requiere la normalización y difusión de una lengua común, así como la creación y la propagación de instituciones educativas, políticas y legales comunes– es un rasgo de modernización, pero es también algo que recibe un apoyo activo por parte del Estado''(Kymlicka, 2003, p. 78).

7 Véase Young (1997). No puedo extenderme más aquí en la teoría de Young, pero me parece de toda justicia apuntar aquí algunos puntos centrales de su teoría. El eje que articula todo el planteamiento de esta autora es un nuevo concepto de opresión: ''(...) la opresión designa las desventajas e injusticias que sufre alguna gente no porque un poder tiránico la coaccione, sino por las prácticas cotidianas de una bien intencionada sociedad liberal (...) La opresión así entendida es estructural y no tanto el resultado de las elecciones o políticas de unas pocas personas'' (Young, 2000, p. 74 - 75). Ahora bien, la opresión no solo afecta a los individuos, sino a los grupos en que éstos se insertan, entendiendo por tal ''un colectivo de personas que se diferencia de al menos otro grupo a través de formas culturales, prácticas y modos de vida [que los constituyen aunque pueden trascender o apartarse de la identidad grupal]'' (Young, 2000, p.77). Existen diversas clases de opresión (explotación, marginación, carencia de poder, imperialismo cultural y violencia). Para los efectos de esta apretada síntesis, baste colocar como ejemplo la explotación de género que Young grafica así: ''No ha sido difícil para las feministas demostrar que la opresión de las mujeres consiste, en parte, en una transferencia, sistemática y no recíproca de poderes de las mujeres a los hombres. La opresión de las mujeres no consiste meramente en una desigualdad de estatus, poder y riqueza resultante de la práctica por la cual los hombres han excluido a las mujeres de las actividades privilegiadas. La libertad, poder, estatus y autorrealización de los hombres es posible precisamente porque las mujeres trabajan para ellos. La explotación de género tiene dos aspectos: la transferencia a los hombres de los frutos del trabajo material y la transferencia a los hombres de las energías sexuales y de crianza'' (Young, 2000, p. 89). Luego, la autora sostiene que las injusticias producto de la explotación no se terminarán por medio de la redistribución de bienes, puesto que mientras no se modifiquen las prácticas institucionalizadas y las relaciones estructurales, los procesos de transferencia volverán a crear una desigual distribución de beneficios con el tiempo. ''Hacer justicia donde hay explotación requiere reorganizar las instituciones y las prácticas de toma de decisiones, modificar la división del trabajo, y tomar medidas similares para el cambio institucional, estructural y cultural'' (Young, 2000, p. 93). En fin, el corolario de la argumentación es que los grupos oprimidos tendrían derecho a demandar aquellos derechos, sustentados en una política de la diferencia, que Kymlicka solo reserva privilegiadamente a las minorías nacionales.

8 Vale la pena apuntar que en su obra más reciente Kymlicka reafirma el criterio defendido en su trabajo La política vernácula. Véase Kymlicka (2007).

9 Kymlicka (2003) también lo reconoce explícitamente.

10 El monismo para Parekh (2006) se caracterizaría por: i) defender la uniformidad de la naturaleza humana; ii) suponer la primacía moral y ontológica de las similitudes en vez de las diferencias; iii) sostener el carácter socialmente trascendente de la naturaleza humana; y iv) afirmar que esa naturaleza humana es la base de la buena vida (Parekh, 2006, p. 17-18).

11 No se me escapa que la tesis de Okin de postular la incompatibilidad entre el multiculturalismo y el feminismo ha sido objeto de numerosas críticas principalmente orientadas a mostrar una visión de cultura muy estática y esencialista. Véase, por ejemplo, Phillips (2007) y Benhabib (2002).

12 Las premisas epistémicas falsas son las siguientes: a) afirmar que las culturas son claramente delineables; b) creer que es posible realizar una descripción no controvertida de la cultura de un grupo humano; y c) considerar que aun cuando las culturas y los grupos no se corresponden con exactitud entre sí, esto no implica problemas relevantes para la política (Benhabib, 2002, p. 4).