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Opinión Jurídica

versão impressa ISSN 1692-2530

Opin. jurid. vol.12 no.23 Medellín jan./jun. 2013

 

ARTÍCULO ORIGINAL

 

El control de la conducta emocional: una visión de responsabilidad penal en contra de la violencia de género*

 

Control of Emotional Behavior: A View of Criminal Responsibility against Gender Violence

 

 

Diana Isabel Molina Rodríguez**; Ángela Martínez Ortega***; Ana Julia Guancha****

 

** Abogada de la Universidad de Nariño, candidata a magíster en Filosofía de la Universidad del Valle. Codirectora del Grupo de Investigación LA MINGA, clasificación B de Colciencias. Docente de Filosofía del Derecho y de Epistemología de la Investigación en las Universidades Cooperativa de Colombia y Mariana de Pasto. Correo electrónico: molinita15@hotmail.com.

*** Estudiante de Derecho de la Universidad Cooperativa de Colombia. Integrante del Semillero: Meleti Nomus adscrito al Grupo de Investigación La Minga. Auxiliar de la Investigación: Violencia de género, legítima defensa del honor y responsabilidad de la conducta emocional en los discursos jurídicos del Distrito Judicial de Pasto''. Correo electrónico: dulciana11@hotmail.com.

**** Estudiante de Derecho de la Universidad Cooperativa de Colombia. Integrante del Semillero: Meleti Nomus adscrito al Grupo de Investigación La Minga. Auxiliar de la Investigación: Violencia de género, legítima defensa del honor y responsabilidad de la conducta emocional en los discursos jurídicos del Distrito Judicial de Pasto''. Correo electrónico: angelina_1990@hotmail.com.

 

Recibido: febrero 17 de 2013

Aceptado: marzo 22 de 2013

 


RESUMEN

En América Latina son diversas las figuras penales que consideran como una condición atenuante de punibilidad los casos en que la lesión o los daños han sido causados por el agresor preso, o víctima incluso, de estados emocionales que modifican su voluntad y perturban su comportamiento habitual. Esta figura se complejiza aún más cuando se trata de casos en que se atenúan los homicidios pasionales cuyas víctimas son, en su gran mayoría, población femenina. Lo anterior abre paso al análisis de la responsabilidad penal respecto de las conductas emocionales, de la delgada línea que se traza entre emoción y enfermedad para evaluar el comportamiento de los inculpados con documentaciones forenses y judiciales que ambientan un panorama de invencibilidad sobre la emoción violenta, así como la discrecionalidad de parte de los administradores de justicia cuando deben calificar los hechos que cometió la víctima contra su agresor como ''provocadores, graves e injustos'' para cumplir con los requisitos que exige el atenuante penal. Esta serie de reflexiones se hacen desde el análisis a tres casos de feminicidio avocados por el Distrito Judicial de Pasto (N), Colombia.

PALABRAS CLAVE

Responsabilidad penal emocional, feminicidio, estado de ira e intenso dolor.


ABSTRACT

In Latin America there are several criminal systems by means of which cases resulting in damages caused by perpetrators affected by or even victims of emotional conditions which modify their habitual behavior have been deemed as punishable events. These systems are even more complex when dealing with crimes of passion in which most victims are women. This opens a window for analyzing criminal responsibility in relation to emotional behaviors, the weak line between emotion and disease for assessing the defendants' behavior based on forensic and judicial documents that clearly prove the violent action, as well as justice managers' discretion when they should qualify the victim's reaction against his/her perpetrator as ''provocative, serious, and unjust'' to be in compliance with requirements demanded by criminal mitigating circumstances. These reflections have been made after analyzing three cases of murdered women, heard by Pasto (N) Judicial District (Colombia).

KEY WORDS

Emotional criminal responsibility; femicide; rage and heartbreak state.


 

 

Introducción

El presente artículo es el resultado de la preocupación por documentar y analizar los casos a los que la doctrina ha clasificado como delitos emocionales, entendiendo que estos han sido provocados por fuerzas subjetivas ajenas a la voluntad racional y que sobrepasan las capacidades normales de autocontrol de los seres humanos. La emoción se presenta en sus narrativas judiciales y forenses como ''una descarga nerviosa súbita'' que altera la coordinación de la conducta de manera eventual y que modifica las normales condiciones en el ejercicio de las acciones, lo cual puede desencadenarlas en delictuales, razón que justifica la figura de atenuación penal que en nuestro país es conocida como el estado de ira e intenso dolor.

Encontramos al respecto que el derecho, tratando de resolver tales encrucijadas, reprocha desde sus aparatos y sus discursos punitivos la acción que en sí misma es dañina, pues esta ha puesto en peligro o ha afectado efectivamente bienes jurídicos tutelados por la Constitución y la ley; pero sobre los contenidos de la emoción que atenúa la punibilidad de la acción, muchas veces ha guardado silencio. La omisión se complejiza aún más cuando se trata de evaluar emociones que se soportan en creencias culturales dispares y que en muchos casos contienen cargas simbólicas prejuiciosas o de sistemática exclusión, como los casos en que se atenúan los homicidios pasionales cuyas víctimas pertenecen, en su gran mayoría, a población femenina.

La hipótesis inicial de nuestra investigación apuntaba a creer que, tras las prácticas judiciales y sus producciones discursivas en torno a la aplicación del atenuante penal por estado de ira e intenso dolor a feminicidios pasionales en el Distrito Judicial de Pasto, subyacen estereotipos culturales y se obvian criterios de responsabilidad penal emocional sobre el agresor a favor de quien aún se aplican argumentaciones que datan de una anquilosada y abolida figura penal llegada al país por influencia italiana durante el Código Penal de 1936 conocida como la legítima defensa del honor conyugal, lo cual sigue dando cuenta de unas instituciones que se resisten a las trasformaciones sociales y culturales en defensa de los derechos de género que reprochen sin temor las formas de agresión y violencia contra la mujer.

Lo anterior desestima nuevas corrientes penales que giran en torno de la responsabilidad sobre la conducta penal emocional, así como de las concepciones cognitivo-evaluativas de las emociones que promueven la revisión sobre los contenidos de las emociones cuando se trate de adelantar juicios de reproche sobre conductas emocionales.

Desde un enfoque cualitativo y con la intención de adelantar una investigación jurídica aplicada a partir de estudios de caso, se emprendió la recolección de información para aproximarnos a estas disyuntivas acudiendo a dos tipos de fuentes: las primeras referidas a la reconstrucción teórica de las categorías de análisis propuestas para abordar el homicidio pasional, la responsabilidad de la conducta emocional y la evolución histórica del atenuante de ira e intenso dolor en el derecho colombiano; las segundas, de tipo primario, constituidas por expedientes y sentencias ejecutoriadas de feminicidio en el Distrito Judicial de Pasto -Nariño- que contienen los parámetros bajo los cuales se invoca la aplicabilidad del atenuante de culpabilidad así como los criterios utilizados por los jueces, fiscales y operadores judiciales para solicitarlo, reconocerlo o negarlo.

El anterior ejercicio investigativo fue organizado en cuatro categorías de análisis sobre las cuales versa la discusión que toca nuestros marcos teóricos y nuestros intereses investigativos: el primero, respecto de la visión antropológica del agresor emocional; esto porque los operadores de justicia en el Distrito de Pasto difieren sobre la condición en que se encuentra el agresor a quien se le efectuará el reproche penal: ¿Se trata de un enfermo desde una concepción esquizoide o es más bien una enfermedad que refleja un malestar cultural? ¿La pasión súbita emocional ataca las esferas humanas volitivas, y media en ellas la fuerza moral o se trata de asuntos instintivos del hombre salvaje? Por esta razón el primer capítulo analiza la relación enfermedad-emoción a la luz de algunas posiciones dicotómicas modernas como: salvaje-civilizado, cuerpo-alma, las cuales le asisten al derecho, y extrae de los expedientes judiciales una serie de discursos que evidencian tales tensiones teóricas, así como especiales ambigüedades de tipo antropológico.

La segunda categoría de análisis versa en torno a la concepción del operador de justicia sobre la vencibilidad y la obligatoriedad de las creencias que desencadenan estados emocionales en el agresor. Estas reflexiones, estudiadas acudiendo a autores que defienden las nuevas teorías cognitivistas de las emociones, revelan que las creencias de tipo cultural (estereotipos) o eventual (suponer infidelidad erradamente por ejemplo) no se imponen a un sujeto que pasivamente no tiene otra opción más que aceptarlas como verdad, sino que, por el contrario, son emociones voluntarias. En este contexto analizamos expedientes judiciales que de nuevo evidencian ambigüedades sobre la posición del operador de justicia a este tema y encontramos muchos argumentos que justamente se acogen a la pérdida de la voluntad del agresor que se encuentra en estado de invencibilidad emocional por razones culturales o eventuales.

De acuerdo con lo anterior, nuestra tercera categoría de análisis contempla la responsabilidad de un agresor que establece juicios y supone realidades personalísimas a partir de creencias fácilmente vencibles. En este orden de ideas y entendiendo que los estados de ira se provocan por el agresor, entonces destacamos en nuestro análisis, revisando igualmente expedientes judiciales, que esas irresponsables provocaciones subyacentes en estereotipos culturales son fácilmente obviadas por los operadores de justicia quienes no contemplan el estudio de la responsabilidad penal emocional sobre el agresor pasional. Por eso y finalmente el cuarto acápite de este avance de investigación reflexiona la aplicación de una concepción cognitivo-evaluativa de las emociones al momento de analizar homicidios pasionales.

 

I. El agresor que padece o que provoca una emoción

El delito emocional en Colombia no alcanza a exonerar de toda responsabilidad penal al agresor, sino que recibe un trato especial, pues atenúa considerablemente su pena entendiendo que no puede reprochársele al actor la acción cometida igual que en casos de total imputabilidad intelectiva y volitiva. Se trata de una acción que carece de móviles originarios en las esferas humanas civilizadas o poscontractuales, una acción que encontró sus móviles en una de las partes ontológicamente opuesta a la racional del hombre, llámese esta salvaje o carnal.

Para abordar este fenómeno, el derecho, aún creyente y seguidor de corrientes antropológicas que defienden la partición óntica, y del dualismo ontológico cartesiano que entiende al hombre compuesto por dos entidades fundamentalmente opuestas: una temporal y otra atemporal, alma-cuerpo, razón-extensión, da explicación a este fenómeno considerando que una de esas dos esferas del hombre (la salvaje) ha tomado posesión en la escena de la acción delictiva y ha provocado que se cometa la agresión o el daño sobre la víctima. Lo anterior

(...) aparece como un recordatorio de que el proceso de la civilización o la domesticación del alma no consiguen apagar los rescoldos de incivilidad. La emoción es así colocada fuera de la cultura, naturalizada, como si no fuera una criatura cuidadosamente levantada con inclinaciones de género. El crimen de emoción amorosa puede pretenderse como un Mr. Hyde que, como lo dijo la periodista, todos nosotros albergamos en espera de su oportunidad (Jimeno, 2009, p. 229).

Se trata de una emoción que ubica al agresor en un estado de ira o intenso dolor, lo cual perturba sus normales condiciones psíquicas. Muchos forenses y peritos que cumplen la función de documentar el cuadro psicológico del agresor lo presentan casi en un estado esquizoide, portador, muy a su pesar, de un padecimiento con el cual debe cargar, en últimas, lo presentan como si se tratara de un enfermo, lo cual aleja al debate jurídico del esencial quit sobre una responsabilidad de sus conductas emocionales, que radican más bien en pasadas concepciones culturales de posesión, poder y honor.

De ese modo

... enfermedad y emoción quedan enlazadas (...) para aminorar o incluso excluir abiertamente la culpabilidad. En similar propuesta estuvieron de acuerdo algunos psiquiatras forenses. La inclusión de una nueva categoría denominada ''locura transitoria'' acentúa aún más la conexión entre emoción y enfermedad, lo mismo que la ambigüedad que ya se advertía en los anteriores códigos (Jimeno, 2009, p. 219).

Estas erróneas concepciones de enfermedad, justificadas hoy en día por muchos peritos al servicio de la justicia, ocultan una tolerancia institucional a los homicidios pasionales causados sobre una población diferencialmente vulnerable por razones de fuerza física y de sometimiento cultural, histórico y social; se trata de homicidios tras de los cuales se ocultan diversas violencias de género: estereotipos, presiones sociales, maltrato y lesiones, coacción a la correspondencia sentimental, entre otras, todas ellas como expresiones de una especie de violencia doméstica, íntima y silenciosa originada en sistemas represivos en el interior de instituciones como la familia. Justamente este trabajo encontró, en su búsqueda de expedientes judiciales, casos en los que el discurso jurídico se presta para ser una herramienta de sistemática violencia y apología al homicidio pasional, ejercitando un derecho claramente masculino desde el cual peritos, jueces y defensas siguen mostrado una anquilosada creencia de justificación del fenómeno debido, además, a ''las injustas provocaciones'' que la víctima propicia por desobedecer la normativa propia de su condición cultural como mujer, desentrañando en el supuesto agresor enfermo, una emoción sobre la cual este no tiene ningún tipo de responsabilidad.

En una de las providencias en mención, apelada ante el Tribunal Superior de Nariño, por ejemplo, se consideró abiertamente que los ''actos de injuria daño y ofensa grave e injustificada (de la víctima) DEXY MARGOT, la noche de los hechos'' cuando: ''rechazó a BACCA GETIAL, diciéndole que era un poco hombre, que tenía mejores pretendientes y finalmente escupiéndole la cara'', lo cual además nunca llegó a probarse, constituían: ''frases y actitudes que dado el estado emocional del acusado subyugado por el sentimiento de amor que le profesaba, como inexorablemente graves e injustificadas'', lo cual: ''obviamente humilló en su íntimo ser al agresor en su ego, creando en palabras del médico psiquiatra una herida narcisista (Tribunal Superior de Pasto, 2009).

Las reflexiones anteriores justificarían para los peritos psicológicos y psiquiatras, para el ente acusador, el defensor del acusado y el juez de primera instancia en este caso, la acción violenta que le causó la muerte a la víctima con un solo machetazo letal.

¿Es posible que una sola de estas esferas que para el derecho componen al hombre, sea ontológicamente opuesta a la otra, que no tengan ninguna conexión psíquica y que los estados emocionales de los agresores en los crímenes pasionales no puedan ser mediados por una correcta conducta emocional? ¿Pueden existir emociones inapropiadas y debe existir igualmente responsabilidad penal sobre ellas adicional a los criterios de responsabilidad penal sobre la acción en sí misma?

Este interrogante, en términos de autores como González Lagier (proponentes de postulados sobre las emociones y la responsabilidad jurídica), puede contestarse desde teorías mecanicistas y cognitivistas de las emociones y de la responsabilidad jurídica, que puede analizarse en las posiciones que se ventilaron en los casos de estudio, las cuales, por el contrario, defienden la conducta emocional del agresor como merecedora de responsabilidad penal.

Uno de los escollos conceptuales que se enfrenta cuando se trata de tocar el tema sobre responsabilidad jurídica de las emociones, es el de creer que el derecho no puede reprochar las esferas emocionales de los hombres, porque estaría frente a funciones que no le corresponden sino a la moral y, de este modo, abordaría una peligrosa posición correctiva de subjetividades individuales que limitarían las libertades mínimas de sus miembros. Por eso no se trata de rescatar dispositivos morales que les prohíban o les reprochen a los hombres sus personalísimos estados emocionales; se propone demostrar, por el contrario, cómo hay responsabilidad cuando los hombres, por prejuicios culturales claramente vencibles, asumen una actitud emocional lesiva y afectan a una población diferencialmente vulnerable por sus especiales condiciones físicas y socioculturales. Si las emociones no se manifiestan a través de actos externos ni producen ofensas ni lesiones no son objeto de responsabilidad jurídica claramente entendida y menos, aún, objeto de reproche jurídico o judicial. Sin embargo, si las mismas emociones están desencadenando acciones reprochables penalmente, es menester analizar cómo un desconocimiento de la responsabilidad sobre conductas emocionales de parte de los aparatos de justicia termina en un sistemático descuido a la violencia de género defendida por discursos jurídicos que se sustentan en el descontrol emocional. No es muy igualitario el derecho al invocar la inclusión de lo emocional en los discursos jurídicos solo para disculpar o comprender la agresión violenta y el daño del agresor y no para adoptar medidas correctivas cuando se trata de móviles y provocaciones de la emoción reprochables como la xenofobia o el machismo.

Como se observa en las anteriores reflexiones, solo los forenses de las ciencias psicológicas, psiquiátricas o médicas pueden documentar un estado emocional que ubica a los agresores de feminicidio en un lugar simbólico al que los reproches jurídicos no llegan, pues no se estaría frente a asuntos intelectivos ni volitivos de hombres que gocen de la bien conocida autonomía iusnaturalista racionalista moderna, y el derecho, cuando siente haber sobrepasado la delgada línea de la autonomía liberal, presume el caso como impropio a su jurisdicción. Así que si la emoción violenta, la ira, el intenso dolor son enfermedad y no voluntad, no se podría hablar de vocación correctiva sino solo de necesidad terapéutica, lo cual deja pendiente una importante discusión jurídica sobre la responsabilidad penal del agresor que goza de voluntad para provocar sus emociones, basado en creencias culturales y fácticas casi siempre vencibles y que está plenamente posibilitado para escoger entre la paz y la barbarie.

 

II. El control de las emociones por medio de la revisión de las creencias que las provocan

Para abordar la responsabilidad de un agresor por ser objeto y no víctima de emociones inapropiadas es necesario evidenciar que a) Los hombres tienen cierto grado de control sobre sus emociones, y b) las emociones pueden ser objeto de afectaciones y reglamentaciones culturales e históricas, de acuerdo con las creencias que las desencadenan.

En este sentido puede hablarse de que un primer paso al control de las emociones está en la revisión objetiva y crítica de las creencias, las cuales deberían tender a ser justificadas cuando van a desatar una emoción que va a exteriorizarse en un acto de lesión o de daño. De acuerdo con Daniel González (2009), las creencias pueden clasificarse en implícitas o inconscientes y explícitas y conscientes; estas últimas, a su vez, pueden ser dubitativas o asertivas, y entre estas pueden encontrarse creencias voluntarias o involuntarias.

El autor considera que las creencias implícitas o inconscientes son ese tipo de creencias las cuales no requieren haber sido consideradas para estructurarse en una verdad para el sujeto, porque, además, van de la mano con una especie de cotidianidad, de acciones humanas estereotipadas que las constituyen en verdades de las que se hace innecesario someter a dudas críticas o metódicas sobre ellas. El autor propone el ejemplo del hombre que cree en que sus piernas son lo suficientemente capaces de sobrellevar su peso mientras camina y que no pone a consideración tal creencia cada vez que desee caminar. Las creencias que soportan hábitos, acciones que no son reprochables ni por el derecho ni por la moral sobrellevan una permanencia histórica que los hombres aceptan y acatan; algunas de estas creencias afloran siempre que se necesite saber de ellas; se trata de creencias preconscientes, pero habrá algunas que no se reconozcan aun cuando se las interrogue; se trata de las creencias subconscientes (González, 2009).

Por el contrario, existen creencias explícitas o conscientes que son justamente aquellas consideradas por los hombres para exteriorizarlas a través de acciones; son creencias que atraviesan la facultad de juicio kantiana, se someten a verificación, a evaluación de verdad y desencadenan bien sea en conjeturas o en meras sospechas, lo cual sería creencias dubitativas, o también en afirmaciones certeras, y en tal caso nos encontraríamos frente a creencias asertivas.

 

Muchos autores, sobre responsabilidad penal emocional, han considerado que las creencias obligatorias, las creencias que no podemos dejar de creer, son relativamente poco frecuentes y que por el contrario ''en la mayoría de los casos, no sentimos una confianza tan abrumadora, inmediata y total en la verdad de una idea que no tengamos más remedio que creerla'' (González, 2009, p. 131), de modo que las creencias no serían del todo obligatorias, impuestas al sujeto que no tiene más opción sino aceptarlas como verdad; la gran mayoría de las creencias son, entonces, y por el contrario, de carácter voluntario.

En Colombia, durante un lapso considerable de tiempo se pensó legítimo el feminicidio para garantizarle al varón la salvaguarda de una especie de honor de origen medieval, otorgador este de estatus, reconocimiento y existencia social1. Lo anterior y con la concesión de los operadores de justicia colombianos del subrogado penal que exoneraba de responsabilidad el feminicidio en defensa del honor, aun cuando no existiera ni siquiera flagrancia como requisito, se constituyó en una práctica de poder que reprodujo de manera eficiente la creencia sobre la bondad moral de la pena capital en cabeza del hombre del hogar, sea este el esposo, padre o hermano, para custodiar la sexualidad sobre las mujeres que se encontraran bajo su guarda2.

Hoy, después de medio siglo de luchas y discusiones por erradicar esta anquilosada creencia patriarcal3, la legítima defensa del honor se sigue considerando una creencia cultural invencible en el entendido que aún los operadores de justicia creen en ella cuando analizan a un agresor que invoca ira y dolor, figura que no está concebida por el legislador de 1978 para los casos de celotipia, machismo y posesión.

Esto también es evidente si observamos la laxitud del administrador de justicia para constituir en ofensa grave e injusta la provocación de la víctima que no cumplió a cabalidad con alguno de los estereotipos de género4 a los que sigue estando atada en sociedades como la colombiana.

Citamos un ejemplo que puede dar cuenta de estas afirmaciones, en voz de un operador de justicia:

(...) no podemos perder de vista que efectivamente existió un lapso de tiempo no poco significativo que la señora Santacruz Ipiales desapareció de la vista de su marido, acompañada del tío de este, sin que aflorara ninguna justificación aparente, inmediata o justa, para el esposo que se ve obligado a emprender su búsqueda, recorriendo varios lugares de la localidad (...) e incluso a preguntar a quienes encontraba a su paso, sobre ella, con resultados negativos e incluso siendo objeto de burla por alguno de los interrogados. Si los propios deudos de la víctima resaltan el buen comportamiento personal y familiar del agresor, no podemos menos que inferir el hecho psicológico de pensar ''una afrenta a la condición sentimental de amar'' como desencadenante del homicidio pues todo señala que en la mente del hombre que amaba a su compañera se gestó la idea de ''una posible traición'', de ahí la reacción brutal de cegar la vida de un ser a quien siempre había querido, respetado; la mujer con la que habría engendrado una vida y, con la que había proyectado su futuro. Es por ello que la Fiscalía reconoce como probada la circunstancia de la ira, modificadora de la responsabilidad, la que retomará para efectos de la acusación (Juzgado Tercero Penal del Circuito de Pasto, 2011).

 

III. Responsabilidad penal en el control de la conducta emocional

Ahora bien, muchos actores en el proceso penal suponen que el sujeto enfermo no puede mediar en la voluntad para esclarecer que algo sea evidente y qué no, así que no necesariamente exigen la flagrancia de actos de injuria grave y ofensa injustificada; solo requieren que el agresor construya emociones a partir de realidades no evidentes, y no establecen responsabilidad en el agresor cuando este no ejerce un juicio sobre las creencias que le están haciendo suponer realidades personalísimas.

En el caso de la muerte a manos de su compañero permanente DUVÁN FERNANDO ACHICANOY, la occisa MAGALI SANTACRUZ cometió el agravio injusto de perderse de su compañero por un lapso de tiempo a partir de una confusión que el mismo agresor propició:

... (saliendo de una fiesta a la cual habían sido invitados donde) la pareja departió alegremente hasta aproximadamente las 2:30 de la madrugada, cuando deciden abandonar el lugar acompañados de dos tíos de los procesados (...) faltando una cuadra para llegar al sitio, Duvan y Erick Achicanoy se devuelven a comprar aguardiente mientras Magaly y el tío continúan la marcha hacia la residencia, pero como esta ve pasar a su esposo, llama al tío para salir en su búsqueda, la que resultó infructuosa (...) finalmente regresan a la fiesta preguntando por Duván sin recibir información. Al cabo de 15 minutos Duván regresa a la fiesta, habla con su esposa, discute, ella trata de calmarlo pero el procesado saca un cuchillo y la ataca, mientras la dueña de la vivienda trata de ayudar a la víctima, el agresor sale huyendo del lugar, sin embargo la indefensa mujer falleció en el trayecto al centro asistencial (Juzgado Tercero Penal del Circuito de Pasto, 2011).

A este respecto y mostrando la falacia argumentativa con la cual el fiscal aprobaría el preacuerdo y el allanamiento a cargos del acusado, reconociéndole el atenuante de la ira y el intenso dolor, manifestó la jueza de conocimiento:

No es posible por tanto permitir como un acto de provocación grave e injusta de la víctima, el hecho de que la infortunada mujer haya decidido buscar a su esposo para regresar a su hogar cuando este la abandona con el pretexto de provisionarse de más licor y menos cuando se trataba de una buena mujer, responsable, seria, dedicada al cuidado de su hija, su hogar y su esposo, conforme lo declara su padre, su hermano y lo reconoce el mismo procesado (Juzgado Tercero Penal del Circuito de Pasto, 2011).

Como puede verse, para algunas narrativas jurídicas sobrevivientes en nuestros sistemas judiciales, los injustos cometidos por las víctimas a su par no necesariamente alcanzan a constituirse en agravios reales para cumplir con los requerimientos del atenuante punitivo, sino en falsas creencias vencibles que se han suscitado sobre la víctima. Muchos operadores de justicia y defensores judiciales reconocen la existencia de esa creencia infundada como suficiente para establecer el injusto que provoca la lesión contra la víctima, sin llegar a analizar la responsabilidad del agresor en construir una creencia evidente e insuperable; esto, bajo la excusa de que se trata de un agresor enfermo, que padece de disfuncionalidades psíquicas como los celos y que no se encuentra en la capacidad de distinguir entre sus propias creencias.

Este panorama nos haría suponer entonces que los homicidios sistemáticos dan cuenta de sociedades enfermas y esquizoides sin entrar a considerar que puede tratarse más bien de malestares de una cultura compuesta aún por hombres que defienden sus propias inseguridades y su honor a través de una defensa agresiva y violenta sobre sus compañeras, como una manera de asegurar los lazos afectivos de que necesitan para construir su personalidad5, sumado a las excusas discursivas de las instituciones como los aparatos de justicia que aún toleran y comprenden la agresión pasional acatando tácitamente que en estos casos casi siempre existe un grado de culpabilidad de parte de la víctima. A este respecto manifiesta la misma jueza que conoció del caso: ''no puede seguirse tolerando lo que erróneamente se ha denominado ''cultura machista'' y que no es otra cosa que la violencia masculina ejercida sobre las mujeres que, eventualmente, ha sido justificada por el Estado'' (Juzgado Tercero Penal del Circuito de Pasto, 2011).

Es así que en la provocación de estados de ira, entendida esta como una emoción, debe existir responsabilidad del agresor, más aún si sus creencias irresponsablemente infundadas tienen origen en pasados estereotipos de dominación masculina, a través de la violencia que promueven y que se maximizan inspirados en concepciones morales reprochables en sí mismas.

Aquí entonces, vuelve a tomar relevancia la discusión jurídica sobre la responsabilidad de la conducta emocional, pues si bien la acción dañosa en sí misma ha sido objeto de tasación penal en observancia a las condiciones en que fue causada y a los contenidos sobre la misma, no es así con la emoción que compone la conducta punible emocional en su totalidad. Y omitir un análisis punitivo a la clase de emoción que acompaña la acción delictiva es suponer de antemano, citando el ejemplo de González (2009), que merece igual reproche la emoción de una madre que asesina al victimario de su hijo que la del que lo hace contra un homosexual por la alteración que le producen sus inclinaciones xenofóbicas. El autor, basado en este ejemplo, insistirá en la urgencia de emprender una evaluación sobre la razonabilidad que justifica los desbordes emocionales de los agresores penales y reclamará la exigencia de que los jueces analicen si ''el estímulo que provoca la ira no es abyecto o despreciable''6 (González, p. 143).

En esta reflexión encuadrarán los progresivos rechazos de parte de las administraciones de justicia hoy en día, a los impulsos pasionales de posesión sobre la mujer como los celos o las agresivas reacciones frente a actitudes de rechazo o de desprecio a sus agresores, siendo emociones históricamente condenadas por la sociedad civil en la que administran justicia. A este respecto se ha dicho:

El individualismo de los derechos, presente en el movimiento feminista entre los años sesenta y ochenta, permitió ver las relaciones conyugales y amorosas como relaciones entre individuos con derechos. Pero en el contrato amoroso la sexualidad femenina es aún parte de un intercambio dominado por el hombre celoso de su honor, quien se asegura el control por medio de mecanismos de inspección y vigilancia denigrantes para la dignidad y derechos femeninos. Los celos actúan como un significante que convierte las cuestiones amorosas en asuntos de poder. La igualdad de derechos deja entonces paso a otro mundo simbólico, el del proveedor económico que le abre paso al empleo de la violencia (Zanotta Machado & Magalháes Bossi, citado en Jimeno, 2009, p. 207).

 

IV. Aplicación de una concepción cognitivo-evaluativa de las emociones al momento de analizar homicidios pasionales

Considerar que el fundamento para que una pena sea determinada en función de las circunstancias emocionales que provoquen una pérdida del control de la acción al agresor responde a una concepción mecanicista de las emociones. La concepción mecanicista, una vez evalúa las emociones, le dice al delincuente que no importa cuál fue la emoción que tuvo y qué lo llevó a cometer el acto delictivo, lo que importa fundamentalmente es su intensidad7. Esta concepción sobre la intensidad de las emociones como suficiente condición para considerarlas atenuantes de punibilidad sigue sosteniéndose en las prácticas judiciales como en el caso al tenor:

La Fiscalía cimentó la causal de menor punibilidad en la evidente ira del agente al momento de cometer la conducta, situación socavada en el acervo probatorio únicamente con la valoración psicológica practicada al imputado por el psiquiatra forense, la cual por ahora se entiende debidamente autorizada por el examinado quien encontró que el señor Libardo Rosero Eraso, el día de los hechos, no presentó alteración mental alguna que le impidiera darse de su cuenta y autodeterminarse, pero actuó en estado de ansiedad e ira intensa, concepto al que llegó partiendo de la sola versión del examinado, quien afirmó al perito, que la occisa le dijo que él no era hombre que le servía, que tenía otro y lo increpó para que la matara (Juzgado Segundo Penal del Circuito de Pasto, 2008).

La muerte de la cónyuge en el caso citado se produjo por una injustificada emoción después de que el agresor propiciara, en el interior de su casa habitación, una discusión que no tuvo ningún origen específico. La decisión de la Fiscalía aprobando el preacuerdo que reconoce el atenuante de ira e intenso dolor cumple con los postulados básicos que soporta una concepción mecanicista de las emociones: a) Las emociones atenúan la pena porque disminuyen el control del agente sobre su conducta y, de esta manera, también su culpabilidad, b) las emociones, por tanto, proporcionan excusas para la acción realizada bajo su influjo, c) lo relevante no es el contenido de la emoción sino su intensidad (González, 2009, p. 146). Conforme se observa, esta concepción no responde al problema de si las emociones que desataron la acción pudieran ser injustificadas y, tal como se ha analizado anteriormente, basadas en falsas creencias superables sobre la víctima, así como reforzadas en cuestionables actitudes culturales de hombría y machismo, todas estas reprochables conforme se ha analizado.

Lo anterior implica propender porque las emociones soportadas en creencias, que desencadenen conductas punibles admitan un juicio de valor sobre sus contenidos; citando textualmente a Nussbaum ''el fundamento de atenuación de la pena no es solamente que la emoción de la persona es comprensible sino que la emoción misma, aunque no el acto elegido bajo su influencia, es apropiada'' (Nussbaum, 2006, p.55). Este análisis valorativo del contenido mismo de las emociones es conocido como la concepción cognitivo-evaluativa de las emociones, la cual supone postulados como: a) las emociones encarnan juicios de valor que pueden ser apropiados o no desde el punto de vista moral y la pena se modifica en función de la corrección o no de tal juicio de valor; b) lo relevante no es la intensidad de la emoción, sino su contenido: c) las emociones moralmente apropiadas proporcionan justificaciones parciales de la conducta (la conducta no queda completamente justificada porque, aunque la emoción sea razonable, el proceder de la persona no lo es, dado que debería haber actuado de otra manera) (González, 2009, p. 147).

En síntesis, para esta concepción no solo somos responsables de nuestros actos, sino también de nuestras emociones. Las emociones se vinculan de esta manera con una noción de responsabilidad penal, de evaluación jurídica, de análisis razonable de parte de la Administración de Justicia sobre su razonable procedencia.

 

Conclusiones

Puede concluirse de este trabajo que la conducta emocional debe guardar distinción con la enfermedad cuando se trata de evaluar el comportamiento del agresor pasional que reclama aplicación de atenuante o de exonerante de responsabilidad; los criterios de las administraciones de justicia en Colombia y en América Latina deben entrar a analizar la honorabilidad, el contenido mismo de las emociones que desataron la agresión. Si se supera el concepto pericial y cientificista del agresor enfermo, puede el juez entrar a dirimir en justicia la responsabilidad de una conducta emocional inapropiada, basada en creencias superables y vencibles que responden más a una actitud apresurada e irresponsable del agresor, así como a una cultura, igualmente reprochable, que está siempre a la espera de escuchar y justificar las injustas provocaciones que debió cometer la víctima para merecer la agresión.

Igualmente, la evaluación de las conductas graves e injustas que debiera cometer la víctima como un requisito del tipo para que el agresor sea merecedor de atenuantes punitivos deben estar evaluadas desde una posición crítica sobre las creencias que provocan conductas emocionales violentas, pues no puede considerarse como suficiente que la agresión evidente de la víctima sea una verdad invencible únicamente para el agresor. El juez deberá ser igualmente razonable al evaluar si actos de las víctimas constituyen realmente conductas graves e injustificadas desde una actitud que supere los estereotipos culturales de género.

Finalmente, las prácticas jurídicas y sus producciones discursivas están llamadas a promover nuevas visiones sobre los roles y las conductas emocionales que datan de un pasado histórico de sistemáticas formas de agresión y de violencia contra la mujer, como una forma de provocar transformaciones sociales y culturales en defensa de los derechos de género.

 


Notas:

* Este trabajo hace parte del proyecto de investigación: ''Violencia de género, legítima defensa del honor y responsabilidad de la conducta emocional en los discursos jurídicos del Distrito Judicial de Pasto'' avalado por el Comité de Investigaciones del Programa de Derecho de la Universidad Cooperativa de Colombia e inscrito en la línea de Investigación Derecho y Multiculturalidad de Grupo de Investigación LA MINGA. Programa de Derecho, Universidad Cooperativa de Colombia – Pasto.

1 Tratándose de un honor cargado de significaciones simbólicas llegadas a América Latina por la influencia hispana, floreciente en España durante los siglos XIV y XV, cuyo valor y guarda era vital para la identidad y el reconocimiento de cada individuo que lo portaba y que lo depositaba en su cónyuge e hijos. Pitt-Rivers (1968, p. 22) advierte a este respecto que el honor en las sociedades tradicionales, ''es el valor de una persona a sus propios ojos, pero también a ojos de su sociedad''.

2 Ahora bien, en los códigos penales colombianos, la figura de la legítima defensa del honor floreció durante la expedición del Código de 1943 inspirado, según Antonio José Cancino (1982), en las influencias del fascismo italiano, pues no existe el tipo penal que a continuación se transcribe en el Código de 1837 ni en el de 1890:

''Artículo 382. El que dé muerte o cause lesiones en la persona del cónyuge, de la hija o de la hermana, que haya llevado una vida honesta, y a quienes sorprenda en ilegítimo acceso carnal, o al hombre con quien se verifique tal acto, se impondrán las respectivas sanciones de que tratan los dos capítulos anteriores, disminuidas hasta en las dos terceras partes, o imponerse el perdón judicial, y aún excusarse de responsabilidad.

La anterior sanción se aplicará al que llevado por intenso dolor a causa de tal ofensa, comete el homicidio o las lesiones en las personas mencionadas, aunque no las haya sorprendido en el acto carnal''.

3 Puede leerse algunos debates en torno a la expedición del artículo 382 de 1943 como por ejemplo la posición de CARLOS LOZANO Y LOZANO: ''Dar derecho al marido de matar a la mujer, al padre de matar a la hija, al hermano de matar a la hermana, y no aceptar para las mujeres que proceden en iguales condiciones movidas por el mismo impulso excusante alguna, es rendir un homenaje brutal al predominio abusivo que el varón ejerce sobre todas las actividades sociales, como dueño de hacer las leyes. Ese sistema existió en el derecho romano primitivo, donde la familia, fundada no sobre los lazos de afecto y de la sangre sino del simple poder, sobre la potestad, autorizaba al páter familias, para dar muerte a los esclavos, a los hijos y a la esposa. En el caso concreto del adulterio, habiendo la ley conminando la pena de muerte para este delito, se entendía que la aplicación de esa pena correspondía al marido. El sistema es, por lo menos, lógico y coherente, dentro de su rigidez brutal.

Pero entre las sociedades modernas, que apenas reprimen el adulterio con penas leves, que han establecido el divorcio, que han emancipado a la mujer, que tienden a admitirla en todas las más altas funciones de la vida social, que le aseguran su autonomía e independencia, el sistema resulta verdaderamente injustificable. Cuando se ve el caso de maridos que no cumplen deber alguno en el hogar, que se entregan a todos los vicios y a las concupiscencias, cuyo estado ordinario e vida es el adulterio, y aún el concubinato fuera del hogar, y que pretenden después ejercer y ejercen esta especie de magistratura doméstica que la ley les otorga, la mente se asombra al contemplar a qué extremos conduce el sentimentalismo y el prejuicio aplicados al debate de materia que requiere la serenidad objetiva'' (Cancino, 1982, p. 25).

Y más adelante, para la expedición del Código Penal de 1978 se encuentran entre sus consideraciones: ''... al suprimir el artículo 382, no solamente se va a borrar del anteproyecto del Nuevo Código Penal una vergüenza para la legislación colombiana al consagrar el derecho de muerte sobre el cónyuge, sino que se va a resolver un contrasentido, cuando se afirma que en Colombia no hay honor conyugal'' (Cancino, 1982, p. 25).

4 Conforme lo manifiesta Isabel Cristina Jaramillo: La adopción de esta distinción que como todas no es dada sino construida, fue producto de consideraciones tanto teóricas como políticas. Teóricamente, su introducción respondió a la constatación de que el tratamiento que un individuo recibe socialmente, depende de la percepción que socialmente se tiene de él y esta percepción responde a lo que se espera de él según su sexo (Jaramillo, 2004, p. 30).

5 Michael Kaufman (1995) considera que existen serias contradicciones entre el poder y el dolor que sienten los hombres desde su estatus de masculinidad. Construyendo un análisis desde el patriarcado como sistema de poder de los hombres sobre las mujeres pero igualmente de poder sobre otros hombres muestra cómo se genera un ''trabajo de género'' como proceso individual para adquirir tal condición. Retomando una visión crítica de los aportes freudianos para comprender las relaciones entre individuo y sociedad, evidencia la construcción de?la?personalidad?masculina como una interiorización conflictiva?de modelos hegemónicos, en?torno a poderes y privilegios que varían en función de la clase, raza, etnia o edad y que llevan implícito el dolor de ver reprimidas emociones, necesidades y posibilidades humanas fundamentales.

6 Ya al respecto se había dicho: a la turbación del ánimo se agrega la nobleza de los motivos (...). Esta idea es antiquísima en el derecho. FRINACCIO decía que en la hipótesis de la provocación, lo que excusa no es la cólera sino la causa justa de la cólera, y que no toda cólera excusa (Cancino, 1982, p 27).

7 Las concepciones mecanicistas de la responsabilidad, fácilmente pueden encontrarse en sistemas de regulación de fenómenos de inimputabilidad como el biológico en el que, según Nódier Agudelo (2007B, p. 34) simplemente se aluda a la causa por la cual el sujeto es inimputable, sin que se entre a decir por qué razón esa causa o fenómeno enunciado constituye inimputabilidad. Por ejemplo se alude a la demencia o al trastorno mental transitorio como fenómenos que constituyen inimputabilidad, pero no se dice por qué esa demencia o enajenación o trastorno mental, hacen al sujeto inimputable.

El sistema de inimputabilidad biológico ha tratado de transformarse con el tiempo en un sistema mixto que alude tanto a las causas como a los efectos en la afectación a los dos pilares de la inimputabilidad: comprensión y voluntad, lo cual encajaría con la aplicación de teorías cognitivistas de la responsabilidad penal.

Este es un tema que igualmente lo tratan Álvaro Pérez y Brenda Pérez (2006) en su Curso de criminología, editado por el Externado de Colombia.


 

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