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Opinión Jurídica

Print version ISSN 1692-2530

Opin. jurid. vol.14 no.28 Medellín July/Dec. 2015

 

ARTÍCULOS

 

La construcción teórica de los acuerdos ejecutivos en el derecho estadounidense. El aporte de la Corte Suprema*

The theoretical construction of the executive agreements in United States law. The contribution of the Supreme Court

 

 

Miguel Agustín Torres**

 

** Doctor en Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Becario Postdoctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina [CONICET]. Centro de Investigaciones y Transferencia de Catamarca (CITCA), CONICET–UNCA, Prado 366, K4700AAP. San Fernando del Valle de Catamarca, Catamarca, (Argentina). Correo electrónico: agutorresk@gmail.com

 

Recibido: febrero de 2015
Evaluado: abril de 2015
Aprobado: agosto de 2015

 


RESUMEN

La celebración de acuerdos ejecutivos constituye una práctica fuertemente arraigada en la política internacional de los Estados Unidos. En el desarrollo teórico sobre el tema, la jurisprudencia de la Corte Suprema de ese país ha desempeñado un papel significativo al contribuir al esclarecimiento de algunos aspectos complejos de esta clase de convenios. Precisamente, este aporte se propone, como objetivo, examinar algunas instancias relevantes en la evolución de la jurisprudencia del alto tribunal referente a los acuerdos en forma simplificada. El recorrido por el tema permite advertir que la construcción teórica de los acuerdos ejecutivos en el escenario normativo estadounidense constituye un proceso dinámico expuesto a una frecuente renovación de sus criterios centrales.

PALABRAS CLAVE: acuerdos ejecutivos, derecho estadounidense, construcción teórica, jurisprudencia, Corte Suprema de Estados Unidos.


ABSTRACT

The signing of executive agreements constitutes a strongly rooted practice in the United States international policy. In the development on the subject, the jurisprudence of this country's Supreme Court has played a significant role by making contributions to the clarification of several complex aspects of this type of covenants. Precisely, this contribution intends, as an objective, to examine several relevant instances in the evolution of the jurisprudence of the high court regarding the agreements in a simplified manner. The walkthrough around the subject allows observing that the theoretical construction of the executive agreements in the United States regulatory scenario constitutes a dynamic process that is exposed to a constant renewal of its main criteria.

KEY WORDS: executive agreements, United States law, theoretical construction, jurisprudence, United States Supreme Court.


 

 

Introducción

De modo similar a lo acontecido en la inserción internacional de muchos países, la conclusión de acuerdos ejecutivos constituye un rasgo frecuente en el accionar externo de los Estados Unidos. Esta clase de convenios, que se caracterizan por que su proceso de celebración prescinde de la intervención del órgano legislativo, registra profundos antecedentes en la historia institucional estadounidense. En este sentido, señala Rezek que la práctica de los acuerdos ejecutivos se inicia en el gobierno de George Washington y, al cabo de dos siglos, termina decantando en una "impresionante dimensión cuantitativa" (Rezek, 2004, p. 123).

Sin embargo, y también de manera semejante a lo exhibido por otros ordenamientos nacionales, en Estados Unidos esta tendencia se desplegó y se consolidó a pesar de la ausencia de disposiciones constitucionales que expresa e indiscutiblemente le confirieran esa atribución al presidente1. Precisamente por este motivo, la Corte Suprema fue convocada en varias ocasiones, a lo largo de diferentes pasajes de la historia estadounidense, para examinar la viabilidad constitucional de esta modalidad de acuerdos de trámite sucinto. Ciertamente, al igual que en otras cuestiones debatidas en el ambiente jurídico estadounidense, el alto tribunal de ese país terminó desempeñando un valioso papel en la fundamentación teórica de los acuerdos ejecutivos.

En efecto, en referencia a este tipo de acuerdos fue acumulándose, a través de los años, una jurisprudencia que puede caracterizarse, entre otros, por los siguientes rasgos: i) Se concentra, principalmente, en la clase de acuerdos ejecutivos considerados polémicos, esto es los denominados sole executive agreements2, es decir, los acuerdos internacionales concluidos por el presidente, exclusivamente, sin ningún tipo de participación o intervención por parte del órgano legislativo; ii) Se halla motivada por la preocupación de explicar los efectos domésticos de los acuerdos ejecutivos, con mayor precisión la virtualidad de estos instrumentos internacionales para prevalecer sobre las leyes de los Estados que conforman la Unión, es decir sobre las normas estaduales, o excluir la aplicación de las mismas. En consecuencia, la jurisprudencia trata de determinar cuándo resulta válida la denominada preemption, como consecuencia doméstica de la conclusión de esta modalidad de acuerdos; iii) Se ha generado en torno a esta jurisprudencia lo que un sector de la doctrina estadounidense cataloga como "doctrina de arrastre" (creep doctrine), la cual comprende la posibilidad de que fallos anteriores clásicos sean reinterpretados para fundamentar la conformación de nuevas posiciones. En opinión de Denning y Ramsey (2004), la "doctrina de arrastre" sirve para explicar la tendencia, presente en el ordenamiento positivo estadounidense, según la cual principios completamente nuevos del derecho se justifican sobre la base de casos anteriores, sin tener en cuenta hechos importantes o limitando redacciones o expresiones que fueron importantes, cuando no decisivas, en tales precedentes.

Con el propósito de caracterizar el aporte efectuado por la Corte Suprema de Estados Unidos a la construcción teórica de los acuerdos ejecutivos en el ámbito jurídico de ese país, este trabajo se propone, como objetivo, examinar algunas instancias relevantes en la evolución de la jurisprudencia del alto tribunal referente a los acuerdos en forma simplificada. El estudio responde al diseño descriptivo y presenta una naturaleza documental. A los efectos de describir la evolución que exhibió el criterio de la Corte Suprema sobre el tema se analizan destacados fallos que, si bien no agotan la distintos casos que nutren la rica jurisprudencia sobre el asunto, revisten relevancia para la comprensión del tópico abordado porque ilustran sobre las variaciones que experimentó la opinión del tribunal en la materia. Justamente, la estructura de esta contribución se ordena en torno al tratamiento de tales fallos, concluyendo con una serie de comentarios finales.

 

I. El criterio del "único órgano en la política exterior"

Un paso fundamental lo aportó el alto tribunal en dos casos análogos: los fallos "United States contra Belmont" (Corte Suprema de Estados Unidos, 1937) y "United States contra Pink" (Corte Suprema de Estados Unidos, 1942), al reconocer la validez de los acuerdos ejecutivos y pronunciarse sobre el estatus jerárquico de los mismos frente a las leyes locales de cada Estado, es decir, con respecto a la normativa provincial o estadual. En estos casos, uno de los elementos fácticos que atravesó el núcleo de la controversia lo constituyó el "acuerdo Litvinov", que, además de su crédito en el campo del conocimiento jurídico, posee un significado aparte desde la perspectiva de la historia global, en particular en lo atinente a las relaciones entre Washington y Moscú.

Al finalizar la etapa imperial en Rusia, con la abdicación del Zar en febrero de 1917, la presidencia estadounidense reconoció el 5 de julio de ese año al gobierno provisional como sucesor del imperio ruso. También en el año 1917, pero unos meses después, en octubre, la Revolución bolchevique habría de derrocar a la Administración nacional provisoria. Empero, esta vez, la Casa Blanca no reconocería inmediatamente a la gestión bolchevique de origen revolucionario como gobierno de iure, sino que habría de tomarse su tiempo para hacerlo. Entre otras medidas, adoptadas en el marco de la implementación del modelo marxista leninista, la conducción revolucionaria, a través de leyes, decretos y otros actos jurídicos, procedió a nacionalizar las corporaciones de origen ruso con sus respectivas propiedades, donde fuera que se situaran. Muchas de estas empresas habían desarrollado negocios y depositado sus fondos en el extranjero, especialmente en las ciudades de New York y Londres.

El giro institucional en el modo de vinculación entre la Administración estadounidense y la gestión socialista rusa aconteció el 16 de noviembre de 1933, cuando el presidente Roosevelt reconoció oficialmente al gobierno de la Unión de Repúblicas Socialista Soviéticas mediante un intercambio de notas diplomáticas efectuadas con Maxim Litvinov, que configuraron precisamente el conocido acuerdo identificado con su nombre. En el marco de este convenio se asignaron a los Estados Unidos todos los importes adeudados a la Unión Soviética por parte de los ciudadanos americanos. Aquella serie de estatizaciones de 1918, dispuestas por la Administración soviética, alcanzaron a los activos de la corporación rusa "Petrogrado Metal Works" que había depositado fondos, con anterioridad al estallido de la revolución, en el banco neoyorquino "August Belmont & Co" (White, 2001). Teniendo en cuenta la asignación procedente del "acuerdo Litvinov", el Gobierno de los Estados Unidos demandó a Belmont para recuperar el dinero depositado por Petrogrado.

Al dirimir la cuestión, la Corte Suprema efectuó valiosas contribuciones en torno al reconocimiento y valor legal de los tratados ejecutivos. Así, el máximo tribunal sostuvo que la política de un Estado que conformaba la Unión no podía prevalecer sobre un pacto internacional (Corte Suprema de Estados Unidos, 1937), y si bien reconoció que la supremacía de los tratados sobre las leyes y políticas estatales es establecida por el texto expreso del párrafo 2 del artículo VI de la Constitución, consideró que la misma norma resulta aplicable en el caso de todos los pactos y acuerdos internacionales, por el hecho de que el poder absoluto sobre los asuntos internacionales reside en el Gobierno nacional y no es, ni puede ser, objeto de ninguna reducción o interferencia por parte de los diversos Estados provinciales (Corte Suprema de Estados Unidos)

Para ello la Corte partió del reconocimiento de que la conducción de las relaciones exteriores recae en el Gobierno nacional. De esta manera, entendió que mientras el poder gubernamental en los asuntos internos se distribuye entre el Gobierno nacional y los diversos Estados que componen la Unión, la potestad gubernamental sobre los asuntos externos no se reparte, ya que reside exclusivamente en la Administración nacional (Corte Suprema de Estados Unidos, 1937). En perspectiva histórica, "Belmont" adquiere su relevancia en la cuestión al constituir la primera oportunidad en la cual la Corte se pronunció sobre el alcance de la potestad presidencial para concertar acuerdos ejecutivos como medio de actuación unilateral en el campo de la política exterior (Tikriti, 2011).

Por su parte, el caso "Pink" guarda estrecha proximidad con el precedente "Belmont", tanto en lo empírico como en lo conceptual. Así, supone una plataforma fáctica similar con respecto a aquellas circunstancias que nutrieron los hechos del fallo "Belmont". Del mismo modo, la decisión a la cual arribó la Corte en "Pink" se inscribió en la misma línea exhibida en la solución adoptada en "Belmont". En efecto, la trama de los hechos en "Pink" deriva de las implicancias y efectos domésticos del "acuerdo Litvinov". La empresa rusa "The First Russian Insurance Co", conformada bajo la vigencia del imperio ruso, había abierto una sucursal en New York en el año 1907 y depositado, de conformidad con las leyes de ese Estado, sus activos para garantizar la cancelación de los créditos resultantes de operaciones de esa sucursal. En virtud de la asignación dispuesta en el "acuerdo Litvinov", el gobierno de los Estados Unidos, en "Pink", demandó parar recuperar aquellos activos.

El pronunciamiento de la Corte Suprema, confirmando el criterio sustentado en "Belmont", ratificó la ponderación legal de los acuerdos ejecutivos, que había expuesto en la sentencia con la cual resolvió la controversia planteada en dicho caso. De esta manera, la Corte en "Pink" si bien considera que un tratado es una "ley de la tierra" en los términos de la cláusula de supremacía, prevista en al artículo VI, apartado 2 de la Constitución, resalta que los pactos y convenios internacionales como el "acuerdo Litvinov" tienen una "dignidad" similar a la que ostentan los tratados (Corte Suprema de Estados Unidos, 1942). Precisamente, la magistratura superior se remite al fallo "Belmont" al señalar que, en tal oportunidad, se calificó al "acuerdo Litvinov" como un pacto internacional que no requería la participación del Senado (Corte Suprema de Estados Unidos).

En cuanto a la jerarquía de los acuerdos ejecutivos en colisión con una ley de un Estado que integra la Unión, el alto tribunal americano afirmó que la ley provincial debía ceder cuando menoscababa o resultaba inconsistente con la política o las disposiciones de un tratado, de un pacto o de un acuerdo internacional (Corte Suprema de Estados Unidos, 1942). Esta caracterización de los acuerdos ejecutivos se enmarcó en una definición del rol del Ejecutivo nacional dentro de la conducción de la política externa del país, al expresar que el Presidente es el único órgano del gobierno federal en el campo de las relaciones internacionales (Corte Suprema de Estados Unidos), en la comprensión de que la efectividad en el manejo de los delicados problemas de los vínculos exteriores no requiere menos (Corte Suprema de Estados Unidos).

Entiende Nelson (2009) que la decisión recaída en "Pink" le reconoció al Presidente una mayor autoridad para concluir acuerdos ejecutivos que aquella que surgía de la solución del caso "Belmont". Mediante una interpretación restringida puede apreciarse en "Belmont" que la potestad del Presidente para obligar al Estado a través de acuerdos ejecutivos estaba basada en sus expresos poderes constitucionales. Por lo tanto, el caso "Pink" derrumbó cualquier expectativa de interpretar restrictivamente la solución "Belmont", al autorizar al Presidente para vincular jurídicamente al Estado en el plano internacional, en tanto único órgano en el campo de las relaciones exteriores con atribución para concluir acuerdos que excedieran sus expresos poderes constitucionales (Nelson). En opinión de la autora citada, esta autorización abrió, en cierto sentido, la puerta para que el Presidente pudiera celebrar, a su criterio, cualquier acuerdo sin el consentimiento del Congreso (Nelson).

 

II. La incorporación del esquema de "Jackson"

En "Dames & Moore contra Regan" (Corte Suprema de EE. UU., 1981), el alto tribunal estadounidense abordó los acuerdos ejecutivos con un criterio diferente al predominante hasta entonces, y que se había elaborado a partir de los precedentes "Belmont" y "Pink". La magistratura superior acudió a argumentos diferentes para determinar el valor legal de esta clase de acuerdos y delimitar la potestad del Presidente para concluirlos.

Los hechos de este caso se remontan a la denominada "crisis de los rehenes" acaecida en Irán en el cierre de la década del setenta. Este suceso, además de presentar una considerable repercusión global durante aquellos años, terminó ocasionando un elevado costo político para la administración gobernante de Estados Unidos. El episodio se originó el 4 de noviembre de 1979 cuando un grupo de manifestantes iraníes, partidarios del gobierno del Ayatollah Ruhollah Musavi Jomeini que reclamaban la extradición del último Sha de Persia, Mohamed Reza Pahlevi, en ese momento refugiado en los Estados Unidos, invadieron y ocuparon por la fuerza la embajada de ese país en Teherán y sometieron, en condición de rehenes, al personal diplomático y al administrativo de la representación americana.

En respuesta, el Presidente estadounidense Jimmy Carter emitió un decreto mediante el cual ordenó bloquear los activos iraníes (dinero, bienes) que se hallaren en el ámbito de la jurisdicción de los Estados Unidos. En consonancia con ello, el Departamento del Tesoro dispuso que todo proceso judicial, sentencia, gravamen o ejecución fueran nulos y carecieran de efectos con respecto a cualquier propiedad sobre la cual existiera, a partir de noviembre de 1979, un interés del Gobierno de Irán. Por su parte, el 19 de diciembre de aquel año, "Dames & Moore", una compañía estadounidense de ingeniería civil, presentó una demanda en la Corte del distrito de California en contra de la Organización de Energía Atómica de Irán y una serie de bancos iraníes, en reclamo del pago de una deuda de 3,5 millones de dólares derivada de una relación contractual (Colucci, 1982). El tribunal de distrito dictó una orden de embargo sobre la propiedad de los demandados para asegurar la ejecución de una eventual sentencia de pago en contra de los accionados.

Con el auxilio de la mediación de Argelia, el 19 de enero de 1981, en el último día de su gestión, el presidente Carter celebró un acuerdo ejecutivo con el Gobierno de Irán, en virtud del cual fueron liberados los rehenes. Por este convenio, además, las partes suscriptoras estipularon que todos los litigios entre el gobierno de cada país y los nacionales del otro, debían culminar inmediatamente. En cambio, los reclamos por daños y perjuicios debían ser sometidos a un arbitraje vinculante. Ese mismo día, el Presidente Carter emitió, vía decreto, una serie de órdenes dirigidas a implementar internamente los términos del acuerdo suscrito. A través de las mismas: i) se requería a los bancos que poseían activos iraníes que los transfirieran al Banco de la Reserva Federal de New York; y ii) se disponía que quedara sin efecto toda acción judicial, en el ámbito del acuerdo, que se hallare sustanciándose por cualquier tribunal de los Estados Unidos.

El 24 de febrero de 1981, el presidente Reagan confirmó el accionar de su predecesor en la Casa Blanca, al ordenar, también mediante decreto, que se suspendieran todas las reclamaciones que tramitaran en los tribunales estadounidenses y que pudieran hacerse valer a través del sistema de arbitraje derivado del acuerdo mencionado. Empero, también a comienzos de aquel año, el tribunal de distrito hizo lugar a la acción de "Dames & Moore"; pero unos meses después, decidió suspender la ejecución de sentencia teniendo en cuenta las órdenes del Presidente en el marco del citado acuerdo ejecutivo concluido con el Gobierno de Irán. En esas condiciones, la cuestión llegó a conocimiento de la Corte Suprema.

La decisión recaída en "Dames & Moore" importó el establecimiento de un nuevo estándar para interpretar la potestad presidencial para concluir acuerdos ejecutivos. En efecto, en este fallo, la Corte Suprema abandonó el amplio criterio sentado en los precedentes "Belmont" y "Pink", según el cual el Ejecutivo era considerado como el único órgano en el campo de la política exterior, para sustentarse en la taxonomía tripartita, propuesta por el juez Jackson, que condensa "la doctrina de la flexibilidad de las competencias presidenciales" (Sola, 2008, p. 137). Esta clasificación triple remite al fallo "Youngstown Sheet & Tube Co. contra Sawyer" (Corte Suprema de Estados Unidos, 1952), en el cual la Corte efectuó su aporte para la dilucidación de los problemas originados en la determinación de los límites de las respectivas competencias de los Poderes Legislativos y Ejecutivo. En "Youngstown" se categorizan, mediante una tríada de variantes, las alternativas de actuación unilateral del Presidente en su articulación dentro del sistema constitucional americano, y se establecen las condiciones de validez de cada una de ellas. A saber:

i) El primer supuesto contemplado en la clasificación es aquel en el cual el accionar del Presidente dispone a su favor de una autorización expresa o tácita del Congreso. Cualquier acción del Presidente en ese contexto supondría una sumatoria de las atribuciones reconocidas por la Constitución y de la habilitación otorgada por el Congreso (Corte Suprema de Estados Unidos, 1952). Mientras el ámbito de actuación sea el correspondiente a la competencia del gobierno federal, entonces el desempeño del Ejecutivo en ese escenario de autoridad reforzada resulta indiscutiblemente válido.

ii) La segunda situación descrita comprende los supuestos de inacción, indiferencia o aquiescencia del Congreso, en aquellas áreas en las cuales existe una concurrencia o imprecisa asignación de competencias entre el presidente y el Congreso. Constituye la categoría de mayor imprecisión y, por lo tanto, la más riesgosa en términos jurídicos e institucionales (Corte Suprema de Estados Unidos, 1952). Con la caracterización de esta segunda alternativa de su tipología, Jackson pretendía identificar el punto neurálgico en la separación de poderes entre el Legislativo y el Ejecutivo.

iii) La tercera posibilidad prevista en el diseño triangular de Jackson, al implicar un accionar presidencial contrario a la voluntad del Congreso, describe un panorama de tensiones entre las atribuciones constitucionales del Ejecutivo y El Legislativo (Corte Suprema de Estados Unidos, 1952). Por lo tanto, en esas condiciones el margen de maniobra institucional válido para el Presidente se halla considerablemente reducido.

Precisamente, las dos controversias centrales de la cuestión en "Dames & Moore" fueron resueltas por el máximo tribunal acudiendo al esquema de Jackson. De esta manera, en lo referente a la potestad del Presidente para anular los gravámenes que recaían sobre los activos iraníes y disponer la trasferencia los mismos a Irán, la Corte entendió que, en tal supuesto, el accionar presidencial encuadraba en la primera categoría de la clasificación formulada en "Youngstown", ya que podía considerarse que la "Ley de Poderes Económicos de Emergencia Internacional"3 de 1977 autorizaba el acto institucional del mandatario (Corte Suprema de EE. UU., 1981).

A su vez, en lo concerniente a la autoridad del Presidente para dejar sin efecto los reclamos legales de estadounidenses en contra de Irán, la Corte interpretó que el proceder del Ejecutivo se subsumía en la segunda caracterización del diseño de Jackson, que describe la "zona de penumbra" en la cual concurren las competencias del Ejecutivo y el Legislativo (Tikriti, 2011). Para ello, la Corte interpretó que el Presidente disponía de una autoridad implícita para detener las reclamaciones, la cual derivaba de una potestad general que, en tal sentido, la "Ley de Rehenes"4 de 1868 y la citada "Ley de Poderes Económicos de Emergencia Internacional" le habían concedido, y que resultaba demostrada por la "Ley de Arreglo de Reclamos Internacionales"5 de 1949 (Mohebi, 1999). Asimismo, reconoció el alto tribunal que tal práctica disponía a su favor de un historial de aquiescencia por parte del Congreso (Corte Suprema de EE. UU., 1981).

El reemplazo de la concepción amplia del Presidente como el "único órgano" en el ámbito la política exterior, establecida en "Belmont" y confirmada en "Pink", por la taxonomía de Jackson, puede sugerir, en un principio, que se adoptaba un criterio más restrictivo para esclarecer el alcance de la potestad del Ejecutivo para concluir acuerdos en forma simplificada. Sin embargo, el modo en que este criterio fue interpretado le suministró al mismo cierta amplitud que lo convirtió en una posición flexible, con un considerable margen de imprecisión, apreciable al momento de analizar la "zona de penumbra" contemplada en la segunda descripción del sistema de Jackson.

La imprecisión y la flexibilidad se advierten al considerar la caracterización que el fallo efectúa de la aprobación del acto presidencial. Como pudo notarse, en la inteligencia plasmada en la sentencia, ante un accionar del Presidente, susceptible de ser encuadrado en la "zona de penumbra", la inacción del Congreso o la presencia de un dispositivo legal en el área pero que no resulte específico para la cuestión pueden ser interpretados como una aprobación parlamentaria para el tipo de medida en cuestión del Ejecutivo. Es en este punto donde puede identificarse el riesgo institucional implicado en este razonamiento, ya que al calificar a la inacción o "relativa acción" del Congreso como una aprobación para una medida presidencial, un tribunal podría emplear tal criterio para situar al acto de la autoridad ejecutiva, al concebirse como aprobado parlamentariamente, en el perímetro de la primera categoría del diseño "jacksoniano", en donde el obrar presidencial de que se tratara resultaría incuestionable (Nelson, 2009).

 

III. Una concepción amplia de la autoridad presidencial

La potestad presidencial para concluir acuerdos ejecutivos recogió una interpretación amplia en el fallo "American Insurance Association vs. Garamendi" (Corte Suprema de EE. UU., 2003), que se apartó en forma considerable de los parámetros delineados en "Belmont", "Pink" y "Dames & Moore". Habiendo transcurrido más de dos décadas desde aquellos precedentes, la Corte extendió el alcance permisible de los tratados ejecutivos, introduciendo un criterio que implicó un sensible cuestionamiento a la previsión constitucional concerniente al reparto del poder para celebrar tratados internacionales.

El caso "Garamendi" describe un escenario de colisión entre la legislación provincial y las facultades presidenciales en materia de política exterior. La plataforma fáctica de este caso se remonta a la Segunda Guerra Mundial y reconoce como punto de origen la confiscación que el régimen nazi había efectuado de las pólizas de seguros, emitidas a judíos antes y durante dicho conflicto bélico global. Con la finalización de la guerra la situación no mejoró, ya que los intentos por cobrar estas pólizas resultaban a menudo frustrados por las compañías de seguros europeas que se re husaban a pagar, argumentando la inexistencia de dichas pólizas (Adler, 2003) o, en su caso, que las mismas habían caducado o que los beneficios ya habían sido pagados.

Pero, además, los sobrevivientes no habían podido hacer valer sus derechos en la justicia alemana, como tampoco en la estadounidense, debido a que el "acuerdo de Londres sobre moratoria de deuda" impedía los reclamos de la época del Holocausto (Nelson, 2009). Tal situación se inscribía en el contexto de la Guerra Fría, cuyas cuestiones prevalentes contribuyeron, también, a relativizar la importancia del tema (Saunders, 2004). Después de la disolución del orden bipolar y el derrumbe del muro de Berlín con la consecuente reunificación alemana, el citado "acuerdo de Londres" dejó de aplicarse y, por lo tanto, proliferaron en los tribunales de EE. UU. los reclamos en contra de las compañías de seguros que operaban en la época de la Alemania nazi (Nelson).

Con motivo de ello, el presidente Clinton concertó un acuerdo ejecutivo con la Administración alemana, por el cual el país europeo asumió el compromiso de arbitrar los medios legales para conformar un fondo destinado a compensar a todos aquellos que sufrieron por esta situación, que involucraba a conocidas compañías europeas de seguro y a la Administración alemana durante el período nazi. De esta manera, la instauración del fondo estaba proyectada para constituirse en el foro exclusivo que pudiera suministrar respuestas a todos los reclamos.

A pesar de la vigencia del mencionado acuerdo ejecutivo, el Estado de California sancionó la "Ley de Seguro Asistencial para las Víctimas del Holocausto"6 que implementaba un régimen orientado a ayudar a las víctimas del holocausto, o a sus herederos, a los efectos de que pudieran percibir sus créditos resultantes de los respectivos seguros. Con tal finalidad, esta norma exigía a las compañías de seguro que operaran en California que revelaran los detalles de las pólizas de seguro emitidas a personas en Europa, que hubieran estado en vigor entre 1920 y 1945 (Denning & Ramsey, 2004). Frente a esa situación, la Asociación Americana de Seguros y algunas compañías de seguros estadounidenses y europeas accionaron judicialmente en contra del Comisionado de Seguros de California e impugnaron la constitucionalidad de la citada ley californiana (Nelson, 2009). Al dirimir la controversia sobre la validez constitucional de la ley invocada Corte Suprema se pronunciaría una vez más sobre el alcance de la potestad del Presidente para concluir tratados en forma simplificada.

El alto tribunal consideró que la ley californiana carecía de validez debido a que resultaba incompatible con los objetivos de política exterior nacional, implícitamente contenidos en el mentado acuerdo ejecutivo, concertado con Alemania. Señalando que asistía, en la especie, un claro conflicto, la Corte entendió que el dispositivo legal del Estado de California interfería con la facultad presidencial para conducir la política internacional del país y que, por lo tanto, debía descartarse la posibilidad de su observancia (Corte Suprema de EE. UU., 2003). Empero, la resolución del episodio de colisión, así planteado, entre la norma provincial y la atribución del Ejecutivo nacional, presentaba una complejidad adicional en tanto que el acuerdo para la conformación del "Fondo Alemán" no establecía una cláusula que, expresamente, habilitara la exclusión de la legislación provincial (Tikriti, 2011). Ante esta situación, la opinión mayoritaria del tribunal estimó que, en los supuestos en los cuales la ley provincial tuviera un efecto más que incidental sobre la política exterior nacional, debería determinarse si el Estado provincial actuó dentro de alguna área de su competencia tradicional (Corte Suprema de EE. UU., 2003).

De este modo, el tribunal sostuvo que si en algún punto el ejercicio del poder de un Estado provincial afectaba las relaciones exteriores del país, aquel debía ceder frente a la política del Gobierno nacional, puesto que correspondía a la autoridad ejecutiva decidir en ese ámbito (Corte Suprema de EE. UU., 2003). Pero, además, la confrontación, en la cuestión bajo análisis, no se limitaba al aspecto normativo, ya que la desinteligencia abarcaba también los fundamentos, de naturaleza política, que subyacían al conflicto legal. Ciertamente, la norma que pretendía aplicar el Estado californiano revelaba una orientación que se apartaba de los lineamientos de política exterior definidos por el Presidente en esta materia. A este asunto la Corte lo caracterizó acudiendo a las metáforas de la "mano de hierro" y los "guantes de seda", para describir las diferentes políticas que, respectivamente, procuraron observar, en la cuestión, el Gobierno de California y la Administración Nacional (Corte Suprema de EE. UU., 2003). Con ello, la máxima magistratura, reconoció, como argumenta Crase (2004), que las negociaciones desplegadas a través de acuerdos ejecutivos ilustraban una consistente política exterior presidencial que se hallaba en evidente tensión con la ley provincial referida.

Recurriendo a jurisprudencia clásica en la materia, el tribunal señaló que el artículo II de la Carta Política le había conferido al Presidente una amplia cuota de responsabilidad en la conducción de las relaciones exteriores, añadiendo que, en dicho campo, el primer mandatario poseía un grado de independiente autoridad para actuar (Corte Suprema de EE. UU., 2003). Asimismo, destacó que la facultad presidencial para conducir la política exterior comprendía, específicamente, la potestad para concluir acuerdos ejecutivos con otros Estados, sin requerir para ello de la ratificación del cuerpo legislativo (Corte Suprema de EE. UU.). Efectuando una revisión de los precedentes "Belmont", "Pink" y "Dames & Moore", la Corte resaltó que la celebración de acuerdos ejecutivos para resolver los reclamos de los ciudadanos estadounidenses con gobiernos extranjeros constituía, especialmente, una práctica tradicional, y aseveraba, además, que tales acuerdos válidos eran aptos para prevalecer sobre la ley provincial en la misma forma en que los tratados podían predominar sobre estas últimas (Corte Suprema de EE. UU.).

Mediante este razonamiento con el cual se equiparó a los acuerdos ejecutivos con los tratados propiamente dichos, al asignarles la misma virtualidad que a estos últimos para excluir la aplicación de la ley provincial, sumada a la caracterización de los acuerdos en forma simplificada como una práctica histórica, incluida en la dirección presidencial de la política exterior, sin definir los supuestos en los cuales dichos convenios podían tener carácter preferente con respecto a la legislación provincial, la Corte, en "Garamendi", interpretó, con un criterio sumamente amplio, el poder para concluir este tipo de acuerdos que extendió las fronteras derivadas de las posiciones sentadas en "Belmont", "Pink" y "Dames & Moore". Teniendo en cuenta que el tribunal se remitió a la política federal que subyacía al acuerdo de conformación del "Fondo Alemán", puede sostenerse que, en cierta medida, la Corte se acercó al fundamento inspirado en la caracterización del Presidente como el único órgano en el campo de la política exterior", pero desde una versión considerablemente potenciada.

 

IV. La necesidad de precisar los límites del poder presidencial

La concepción amplia con la cual se interpretó en "Garamendi" la potestad presidencial para concluir acuerdos ejecutivos es abandonada por la Corte Suprema en su decisión sobre el caso "Medellín contra Texas" (Corte Suprema de EE. UU., 2008).

Este precedente se originó en los delitos de secuestro, violación y homicidio de dos mujeres adolescentes, ocurridos en la ciudad de Houston en junio de 1993, por los cuales el ciudadano mexicano José Ernesto Medellín fue condenado a la pena de muerte en el Estado de Texas, en octubre de 1994 (Arrocha, 2009). En el momento de su arresto, las fuerzas policiales no le informaron a Medellín que disponía del derecho de comunicar su estado al consulado mexicano, de conformidad con lo previsto por el artículo 36, apartado 1b), de la Convención de Viena sobre Relaciones Consulares de 19637.

Durante su detención, a Medellín solamente se lo instruyó sobre los derechos comprendidos en la conocida "fórmula Miranda". Las autoridades mexicanas recién pudieron tomar conocimiento del caso en el año 1997. La situación de José Medellín se sumaba, por entonces, a los otros cincuenta y un episodios respecto a los cuales los efectivos policiales y los funcionarios judiciales estadounidenses incurrieron en incumplimiento de la citada Convención de Viena. Precisamente, por tal motivo, el Estado de México llevó la cuestión a conocimiento de la Corte Internacional de Justicia, en lo que configuró la "causa relativa a Avena y otros nacionales mexicanos [México contra Estados Unidos de América] (Corte Internacional de Justicia, 2004). El tribunal internacional resolvió, en marzo de 2004, que Estados Unidos había inobservado las obligaciones asumidas a través de la mencionada Convención de Viena en los supuestos acreditados y, por lo tanto, le ordenó otorgar, mediante los medios que escogiera, la revisión y reconsideración de las condenas y sentencias referentes a esos casos (Corte Internacional de Justicia).

En ese contexto, a los efectos de dar cumplimiento a lo ordenado en la decisión del caso "Avena", el presidente estadounidense George W. Bush suscribió, en febrero de 2005 un memorándum, dirigido al Fiscal General, titulado "Cumplimiento de la Decisión del Tribunal Internacional de Justicia en Avena", por el cual pretendía que los tribunales estatales otorgaran las revisiones y reconsideraciones ordenadas en el mentado caso "Avena" (Ku & Yoo, 2012). Con ese complejo fáctico como escenario y con el objetivo de discernir el alcance de tal memorándum y sus efectos legales sobre la Administración de Justicia como uno de los puntos centrales, es decir, si tenía fuerza vinculante con respecto a los tribunales estatales, la Corte Suprema interpretó la potestad del Presidente para concluir acuerdos ejecutivos.

Si bien en este caso, tal cual puede advertirse, los hechos relativos a la cuestión litigiosa no involucraron un acuerdo ejecutivo, la Corte Suprema revisó su jurisprudencia previa referente a esta clase de convenios, al examinar la validez constitucional de las acciones del presidente Bush vinculadas a este asunto. La posición adoptada en este juicio por parte del máximo tribunal americano supuso un distanciamiento del criterio prevaleciente en sus fallos anteriores, ya que implicó una reducción del alcance con el cual se había concebido hasta entonces la potestad presidencial para celebrar acuerdos ejecutivos (Nelson, 2009). Esta revisión, operada en "Medellín", de la doctrina judicial prevaleciente en la materia abarcó tanto la calificación del Presidente como único órgano de la política exterior, como la aplicación efectuada, hasta entonces, de la taxonomía de "Youngstown" para interpretar los acuerdos ejecutivos.

La Corte acudió a la tipología de Jackson a los efectos de determinar si le asistía al Presidente la autoridad para implementar unilateralmente la decisión fijada en el caso "Avena" (Marks, 2009). Remitiéndose también a dicho esquema tripartito, el Ejecutivo nacional argumentó que la medida presidencial se situaba dentro de la primera caracterización de Jackson (Corte Suprema de EE. UU., 2008). Empero, la Corte entendió que el acto del primer mandatario no podía encuadrarse dentro del peldaño más elevado de la fórmula de Jackson, en tanto que dicho obrar no disponía a su favor de una expresa o implícita autorización del Congreso (Hallerman, 2009).

Así también, la Administración republicana, en directa alusión a la segunda descripción del diseño "jacksoniano", esgrimió que el accionar presidencial gozaba de validez al inscribirse en un contexto de aquiescencia con respecto al Congreso (Corte Suprema de EE. UU., 2008). El alto tribunal desechó tal fundamentación en la comprensión de que ninguna de las fuentes invocadas por el Ejecutivo servía para demostrar que el Congreso había consentido el proceder presidencial, explicando que, bajo el marco tripartito de "Youngstown", la invocación de la aquiescencia se tornaba pertinente cuando el accionar del primer mandatario se enrolaba en la segunda variante de la tipología de Jackson, es decir, cuando obraba en un escenario caracterizado por la ausencia tanto de un reconocimiento como de una negación de su autoridad por parte del órgano legislativo (Corte Suprema de EE. UU.). En consecuencia, la Corte interpretó que el acto del Ejecutivo debía ser localizado en la tercera categoría, al hallarse, en tal supuesto, el poder presidencial en su punto inferior, debido a que el memorando resultaba incompatible con la voluntad expresa o implícita del órgano legislativo (Summers, 2010).

Como se acaba de exponer, en "Medellín", la Corte restringió el alcance del poder presidencial para concertar acuerdos en forma simplificada. A partir del examen de las respectivas soluciones adoptadas en "Belmont", "Pink", y "Dames & Moore", el tribunal superior limitó la posición emergente de tales fallos que le habían reconocido al Ejecutivo una vasta autoridad para obligar al Estado a través de acuerdos ejecutivos. De este modo, la Corte calificó esta potestad del Presidente para concluir esta clase de convenios, utilizada en aquellos casos para resolver reclamos que presentaban un componente internacional, como una autoridad estrecha y estrictamente limitada (Corte Suprema de EE. UU., 2008). El análisis desarrollado en "Medellín" se despojó de aquella idea, contenida en las soluciones de "Belmont", "Pink" y "Dames & Moore", de que la autoridad presidencial para concluir acuerdos ejecutivos derivaba de su condición de único órgano en el campo de la política exterior.

A su vez, mediante su análisis del esquema tripartito de "Youngstown", la Corte interpretó restrictivamente la inclusión de una acción presidencial en la segunda categoría de Jackson. De esta manera, para admitir la validez de una medida presidencial cuando el Presidente careciera de aprobación del Congreso pero dispusiera de cierta independencia constitucional, tal acción tendría que inscribirse en una sistemática e ininterrumpida práctica del Ejecutivo, reconocida por el Congreso y que nunca hubiera resultado cuestionada con anterioridad. Ello generaría la presunción de que tal medida se habría adoptado de conformidad con ese consentimiento (Corte Suprema de EE. UU., 2008).

Con ello, el alto tribunal fijó otro estándar para "la zona de penumbra". En la formulación de Jackson, se concebía a esta área de imprecisiones como un parámetro de escasa rigidez, cuya delimitación dependía en gran medida de "los imperativos de eventos e imponderables contemporáneos" (Nelson, 2009). Precisamente, en el fallo "Dames & Moore", la Corte interpretó la "zona de penumbra" a partir de un estándar flexible. En consecuencia, la acción del Presidente se ponderaba como válida, pues se interpretaba como una aprobación el silencio del Congreso y la disponibilidad de legislación en el área correspondiente.

La caracterización de la "zona de penumbra" en "Medellín" revela, así, una mayor deferencia hacia el legislador al momento de subsumir la actuación presidencial en aquella "zona" (Tikriti, 2011). En efecto, en la inteligencia cristalizada en la decisión de la Corte, ante la ausencia de una expresa atribución constitucional, el Presidente podría celebrar acuerdos ejecutivos válidos cuando hubiera recibido justificación institucional para proceder de ese modo, con base en una delegación expresa del Congreso, o mediante el asentimiento del mismo, en el marco de una continuada tradición de conformidad en tal sentido. De acuerdo con este razonamiento, los acuerdos ejecutivos concluidos en la concurrencia de algunos de estos tres contextos dispondrían de virtualidad para excluir la aplicación de la ley provincial, apartándose, en consecuencia, del criterio fijado en "Garamendi" en virtud del cual la política exterior del Presidente podía, por sí sola, excluir la aplicación de la norma doméstica de un Estado integrante de la Unión (Nelson, 2009).

Pero ese asentimiento parlamentario no supone, en "Medellín", un proceso de simple configuración. Justamente, es en este punto concerniente a la caracterización de la "zona de penumbra" donde puede identificarse otro de los aportes relevantes del fallo. A partir de "Medellín" la aquiescencia del órgano legislativo es concebida en forma restringida (Nelson, 2009). Así, en "Dames & Moore", la idea de la inacción del Congreso, o de la presencia de legislación en un área relacionada, resultaba suficiente para configurar la aquiescencia que permitía el accionar presidencial. En cambio, en la posición fijada en "Medellín", el acto del Presidente debe encuadrar, como se mencionó, en una práctica ejecutiva sistemática, ininterrumpida, largamente conocida por el órgano legislativo y que nunca hubiera resultado cuestionada (Corte Suprema de EE. UU., 2008).

 

V. Conclusiones

Tal cual pudo advertirse, la jurisprudencia de la Corte Suprema en la materia, se focalizó, principalmente, en la dimensión de la potestad presidencial para celebrar acuerdos ejecutivos y en el estatus jerárquico de tales convenios frente a episodios de colisión con la normativa provincial. Con respecto a estos dos aspectos, según pudo verse, la posición del tribunal fue exhibiendo modificaciones en diferentes momentos. Así, durante varias décadas, prevaleció una interpretación que adoptaba como criterio evaluador la ponderación del rol del Presidente en tanto conductor de la política, lo cual implicaba otorgarle márgenes flexibles a las atribuciones constitucionales del Presidente concernientes al campo de las relaciones internacionales, especialmente su facultad para obligar al Estado a través de tratados ejecutivos. Luego se transitó hasta la incorporación del esquema de Jackson, una fórmula, también de factura jurisprudencial, pergeñada para determinar, en todo el espectro de actuación estatal y no meramente en la faceta externa del mismo, el alcance de las potestades presidenciales y, por ende, la compatibilidad constitucional del accionar presidencial.

En ese curso evolutivo, se arriba con "Medellín" a un nivel de elucidación sobre el tema que permite distinguir tres supuestos en los cuales el Presidente puede concluir acuerdos en forma simplificada sin resentir el reparto de competencias constitucionales. Además, los tratados ejecutivos, concertados en las condiciones contempladas por cada uno de esos supuestos, poseen una jerarquía suficiente para desplazar a las leyes provinciales. Mientras una de las alternativas se circunscribe a la órbita de facultades exclusivas del Ejecutivo, las otras dos posibilidades involucran, en diversa medida, al órgano legislativo. La primera variante está dada por los acuerdos ejecutivos que el Presidente concluye en el ámbito de sus atribuciones constitucionales. Suele considerarse que este criterio presenta su coherencia dentro del funcionamiento institucional, ya que se interpreta que el primer mandatario requiere de la potestad para concluir esta clase de convenios a los efectos de implementar las atribuciones expresamente conferidas por el artículo II de la Carta Política americana, pues si careciera de esa autoridad el Presidente se encontraría sumamente condicionado al depender del Órgano Legislativo para ejercer sus funciones constitucionales. Sin embargo, a pesar de la racionalidad que esta posición ostenta, no puede soslayarse que este razonamiento también implica una interpretación extensa de la figura presidencial y de las prerrogativas en ella implicadas, ya que se aparta de la literalidad del texto constitucional el cual no le asigna al primer mandatario, en forma expresa e incuestionable, la facultad de concertar este tipo de tratados internacionales.

La segunda modalidad se configura cuando el Presidente concluye acuerdos ejecutivos en virtud de una autoridad delegada por el Congreso. En este supuesto, que supone una aplicación de la primera categoría del esquema de Jackson, también se halla resguardada la vigencia del principio de la división de poderes, ya que el proceder presidencial se encuentra institucionalmente robustecido, porque, en tal situación, a las propias atribuciones constitucionalmente conferidas al máximo mandatario se adicionan aquellas que el Congreso le ha delegado. La tercera alternativa es aquella en la cual la celebración de tratados ejecutivos se inscribe en el contexto de una "histórica aquiescencia" del Congreso y que remite a la "zona de penumbra" del diseño de Jackson. Indudablemente, este supuesto es el más impreciso (Nelson, 2009) y, por lo tanto, el más proclive al debate, por las dificultades para definir lo que debe entenderse por "histórica aquiescencia" y, para identificar, en cada caso concreto, la concurrencia de una tendencia de tradicional asentimiento por parte del Congreso.

En consecuencia, desde un temprano reconocimiento, operado en la década del treinta del siglo pasado, de la potestad presidencial para concluir acuerdos ejecutivos, el interés de la cuestión se centraría, a partir de entonces, en la demarcación de los límites de dicha autoridad. Precisamente, "Medellín" refleja el esfuerzo de la Corte por esclarecer lo que entraña, quizá, el aspecto más complejo en tal cometido, como es, precisamente, la caracterización de la "zona de penumbra" aplicada a la celebración de esta clase de convenios, es decir, la delimitación del poder para tratados ejecutivos cuando el Presidente carece de atribuciones constitucionales, ya sea propias o delegadas, y solo le asiste la alternativa de que su acto pueda encuadrarse dentro de una "histórica aquiescencia" del Congreso.

Por lo expuesto puede afirmarse que el criterio de la Corte Suprema, y con el mismo también el estado del conocimiento sobre los acuerdos ejecutivos en el escenario normativo estadounidense, fue describiendo un trayecto caracterizado por instancias de revisiones y consiguientes reformulaciones. En efecto, los variados rumbos que registró la cuestión en los pronunciamientos del alto tribunal norteamericano demuestran que las perspectivas y razonamientos en torno a este tema se caracterizan por su dinamismo y su fluidez, al hallarse expuestas a un proceso de renovación eventual. La descripción de tal panorama permite conjeturar que la cimentación teórica de los acuerdos ejecutivos en el ambiente jurídico estadounidense configura un proceso que todavía continúa abierto a la recepción de nuevos contenidos.

 


NOTAS:

* El presente trabajo es el resultado de una de las líneas de indagación desarrolladas en el marco de mi investigación doctoral en la Universidad de Buenos Aires, titulada "Los acuerdos ejecutivos en el sistema jurídico argentino a comienzos del siglo XXI. Una investigación a partir de la consideración de los acuerdos en forma simplificada celebrados por el Estado argentino en el ámbito sudamericano entre los años 2000–2010", concluida en el año 2015.

1 La Constitución de los Estados Unidos en su artículo II sección 2(2) prescribe que compete al Presidente celebrar tratados "con el consejo y consentimiento del Senado", expresado mediante el voto afirmativo de los dos tercios de los senadores presentes. De esta manera, el Presidente puede ratificar un tratado solo si dispone, precisamente, del consejo y consentimiento del Senado (Aust, 2003) manifestada en los términos previstos en la norma constitucional. Como puede apreciarse, el texto constitucional adoptó una fórmula rígida, estableciendo la necesaria intervención del órgano legislativo en el proceso de conclusión de tratados. Sin embargo, tal situación condujo al Poder Ejecutivo, desde los tempranos pasos del naciente Estado americano, a interpretar restrictivamente el término "tratado" (treaty) contenido en el texto constitucional, entendiendo que no todos los compromisos internacionales ostentaban aquella cualidad (Rezek, 2004). Por lo tanto, como derivado lógico, fue posicionándose el razonamiento en virtud del cual la celebración de los instrumentos jurídicos internacionales que no fueran tratados no precisaba de la aquiescencia parlamentaria. El tratado, fue concebido, así, como una especie más dentro de los compromisos internacionales; inteligencia a la cual se aferró el gobierno para concluir acuerdos ejecutivos (D'Araujo Gabsch, 2010) y, en consecuencia, abstraerse del requerimiento de la conformidad legislativa. Esta interpretación restrictiva del término tratado surgió fundamentalmente a partir de la lectura del artículo I Sección 10ma de la Constitución que dispone que ningún Estado de la Unión puede concluir o formar parte de un "acuerdo" o "pacto" con otro Estado de la Unión o con una potencia extranjera, sin el consentimiento del Congreso. Combinando aquel examen de la escritura de este último precepto con un análisis sobre la redacción del artículo II sección 2da del texto constitucional se configuró un criterio que se sustentaba en dos argumentos: i) Que el empleo de los vocablos "acuerdo" o "pacto" insinuaba que los redactores de la Constitución tuvieron conocimiento, en su momento, de que había otros instrumentos internacionales que diferían de los tratados; ii) Que la conclusión de estos instrumentos internacionales por parte del Ejecutivo nacional no requería del "consejo y consentimiento del Senado", atento de que precisamente no constituyen tratados (McDougal & Lans, 1945).

2 La práctica estadounidense en la materia registra también los denominados acuerdos ejecutivos parlamentarios (congressional–executive agreements or statutory agreements), esto es los acuerdos ejecutivos basados en una ley del Congreso. Supone, ello, una convergencia de los poderes constitucionales del presidente y del órgano legislativo.

3 Denominación en idioma original: International Emergency Economic Powers Act.

4 Denominación en idioma original: Hostage Act.

5 Denominación en idioma original: International Claims Settlement Act.

6 Denominación en idioma original: Holocaust Victims Insurance Relief Act (HVIRA).

7 La Convención ingresó en vigor el 19 de marzo de 1967.


 

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