INTRODUCCIÓN
Los crímenes de honor son el fruto de la justicia ejercida por los hombres en nombre de la tradición, que cuentan con la aprobación social, y tienen un enorme impacto en las vidas de miles de mujeres en todo el mundo. En las comunidades para las que el honor constituye el valor primordial, su conservación depende de la conducta y comportamiento de sus miembros femeninos; lo anterior establece una costumbre patriarcal.
En este sentido, Radhika Coomaraswamy (2005), la Relatora Especial sobre la violencia contra la mujer en los años 1994- 2003, señaló que los crímenes de honor constituyen la manifestación más evidente del control sobre la sexualidad de la mujer. En efecto, el poder ejercido por los hombres influye en todos los aspectos de la vida de las mujeres, dejándolas sin ningún margen de libertad. Si el hombre no es capaz de controlar el comportamiento y la sexualidad de la mujer, está expuesto a perder el honor y traer la vergüenza.
En esta dimensión, la reputación del hombre y de toda la familia depende de la buena conducta de la esposa, madre o hija. A la mujer se le asigna el poder de controlar el honor masculino, y al mismo tiempo, la misma sociedad patriarcal demuestra las debilidades de las mujeres y la superioridad masculina. Lo anterior constituye una paradoja, ya que la virtud primordial, que para los hombres es el honor, depende de la mujer, a la que de facto se priva de sus derechos y libertades fundamentales.
De esta forma, los crímenes de honor son prácticas culturales perjudiciales1 en el ejercicio de los derechos humanos, no reconocidas como delitos por algunas le gislaciones internas. El motivo de lo señalado se encuentra tanto en el amparo que les otorga el concepto del honor, como en el apego a la cultura y a la costumbre2.
En este sentido, el objetivo del artículo es analizar los crímenes de honor como prácticas culturales perjudiciales y demostrar la necesidad de establecer una definición amplia y universal a nivel internacional, con el fin de clasificar estos delitos como tales. Lo anterior, a la luz de la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Contra la Mujer (Cedaw), el único instrumento jurídico internacional de carácter universal que alude a las prácticas cultu rales, pero que resulta ser insuficiente a la hora de erradicar dichos delitos3. Por ello, es necesario definir los crímenes de honor e incluirlos en un instrumento internacional vinculante, con el fin de influir en el cambio de la legislación interna de los Estados en los que se llevan a cabo, configurándolos como delitos, al ser prácticas perjudiciales que no merecen justificación.
1. CONCEPTUALIZANDO LOS CRÍMENES DE HONOR
Human Rights Watch (2001) define los crímenes de honor como “actos de violencia, por lo general los homicidios, cometidos por miembros masculinos de la familia contra las mujeres de la misma, percibiendo que han manchado el honor de la familia” (s/n). En efecto, dichos delitos constituyen una manifestación de las prácticas culturales y de la violencia basada en el honor, ejercida en ciertas sociedades que dejan a las mujeres en la posición de subordinación frente a los hombres, quienes actúan demostrando su dominio sobre ellas. Aunque se conocen casos de hombres víctimas de los crímenes de honor, estos delitos en la mayoría de los casos afectan a las mujeres4. Sin perjuicio de lo anterior, es complejo delimitar el número exacto de dichos delitos que tienen lugar en varios países. Sin embargo, la Organización de Naciones Unidas -ONU- (2010) estima que aproximadamente cinco mil mujeres y niñas mueren cada año a manos de sus esposos, padres o hermanos en el nombre del honor.
Así las cosas, los crímenes de honor se enmarcan en un contexto cultural en el que las mujeres son vistas como propiedad del hombre y donde el honor constituye el valor primordial, naturalizando las violaciones de los derechos fundamentales de las mujeres. En esta dimensión, el Informe de la Relatora Especial sobre la violencia contra la mujer, sus causas y consecuencias (UN Commission on Human Rights, 2002), indica los países en los que tuvieron lugar las prácticas de crímenes de honor: Egipto, Jordania, Líbano, Marruecos, Pakistán, Siria, Turquía, Yemen, entre otros países mediterráneos y del Golfo Pérsico, además de los cometidos en el seno de las comunidades musulmanas, específicamente en los países occidentales como Francia, Alemania, Reino Unido.
Dicho contexto cultural es sustancial para entender la problemática de los crímenes de honor, ya que el intento de amparar ciertas prácticas por la cultura está ligado a la defensa cultural. Sin embargo, en mi opinión, la cultura es susceptible de ir mutando a lo largo del tiempo o en cada momento histórico, pero muchas veces, la misma sirve de fundamento para resistirse a ciertos cambios y amparar prácticas violentas que afectan los derechos fundamentales. En efecto, frente a la exigencia social y global que reprocha dichos hábitos, la cultura se enmarca como instrumento para mantener indemne este tipo de prácticas. En sentido similar, Siddiqui (2005) señala que la defensa cultural “refuerza el poder patriarcal” (p. 265). De esta forma, el argumento cultural sirve como excusa a dichas atrocidades, lo que en consecuencia deja impunes a los agresores5.
Aunque no existe una definición universal de crímenes de honor, Welchman y Hossain (2005) señalan que dichas atrocidades se encuentran justificadas en el orden social que exige la preservación del honor. Esto se expresa en el control, sobre todo de la conducta sexual de la mujer, que el hombre o la familia ejercen sobre ella. En consecuencia, existen varias manifestaciones de crímenes de honor, tales como los asesinatos por honor, la mutilación genital femenina (MGF), la inducción al suicidio, los ataques con ácido, los crímenes relacionados con la dote6, el confinamiento, los asaltos y la interferencia en la elección del marido7 (Welchman y Hossain, 2005). Para estos efectos, entenderé por los crímenes de honor, brutales actos de violencia contra las mujeres, los que engloban una amplia gama de prácticas ejercidas por los pa rientes masculinos sobre las mujeres con el fin de limpiar la deshonra.
Complementando lo anterior, en la doctrina se pueden encontrar extensas críticas del concepto de los crímenes de honor, ya que el término honor utilizado para recalcar este delito, implica que la mujer “trae el crimen en sí misma” (Elakkary et al., 2014, p. 77). La organización ONU Mujeres (s / f) impulsa el uso de la palabra “honor” entre comillas, con el fin de acentuar la ausencia de honor en este tipo de delitos.
Según Radhika Coomaraswamy (UN Commission on Human Rights, 1999), “el honor se define en términos de roles sexuales y familiares asignados a la mujer, dictados por la tradicional ideología familiar” (párr. 18), y señala como ejemplo de las prácticas que manchan el honor familiar, la violación, el adulterio, las relaciones pre-matrimoniales -incluyendo o no las relaciones sexuales-, o el mantenimiento de una relación amorosa con la persona no aceptada por la familia. En consecuencia, a las mujeres que actúan de forma no tradicional y no aceptable por la comunidad se les culpa de traer vergüenza y deshonra a la familia.
En sentido similar, los motivos de dichos crímenes pueden ser distintos e incluyen, aparte de los señalados, buscar divorcio, rechazar un matrimonio forzado o enamorarse del hombre que no está aceptado por la familia de la víctima (The Advocates for Human Rights, 2008). En algunas comunidades donde esto sucede, el simple hecho de hablar o comunicarse con un hombre sin presencia de terceras personas, fumar tabaco o recibir una canción de amor dedicada por la radio puede provocar dichas atrocidades8.
De esta forma, se trata del fenómeno que deriva del patriarcado, un sistema social que promueve la idea de la superioridad y dominio del hombre en la sociedad (Postigo, 2001). El patriarcado determina el papel que desempeñan los dos sexos en la comunidad y deja a la mujer en una situación inferior. Este trato diferencial está causado por el hecho de que la sociedad ve a las mujeres no como seres humanos, sino como seres sexuales (Kambarami, 2006). Siguiendo a Pateman (1995), “la construcción [patriarcal] de la diferencia entre los sexos es una diferencia entre libertad y sujeción” (p. 16). Por su parte, el honor se mantiene a través de sumisión y dominación sobre la mujer, situación en la cual los crímenes de honor constituyen un mecanismo que utilizan los hombres para mantener el dominio patriarcal. La autoridad que ostentan sobre el cuerpo, la apariencia, los gestos… de sus madres, hijas, hermanas o esposas está estrechamente relacionada con la aceptación y el consentimiento de la sociedad y la familia. Por ello, considero que utilizar el motivo de honor en dimensión cultural y no patriarcal, puede tener consecuencias atentatorias para las mujeres, sobre todo en el ámbito de protección de sus derechos fundamentales9.
Así las cosas, los castigos10 disfrazados de los crímenes de honor surgen como consecuencia de la violación de las normas comunitarias y la posterior decisión colectiva en cuanto a la responsabilidad (Sen, 2005). Estos delitos se caracterizan por ser crímenes comunitarios, ya que es la sociedad quien juzga y decide sobre el destino de sus miembros11.
En sentido similar, Manjoo (UN Human Rights Council, 2012) indica que los crímenes de honor no son un fenómeno nuevo, ya que son una manifestación de una de las formas de violencia contra las mujeres. Desde esta perspectiva, la violencia constituye un trato arbitrario y discriminatorio, e impide a las mujeres el ejército de algunos derechos fundamentales12. Así, como señala la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, sus raíces están arraigadas en “las relaciones de poder históricamente desiguales entre mujeres y hombres” (Convención Belem do Pará, 1995, p. 2), que establecen un instrumento de control en las manos de hombres en el contexto familiar, comunitario y estatal. En efecto, lo que distingue los crímenes de honor de las habituales formas de violencia es el objetivo que recae en la preservación del honor familiar, justificado e impulsado por la presión de la sociedad. Como indica Chesler (2009), en el caso del maltrato habitual, los perpetradores sufren ostracismo social y son rechazados y aislados por la comunidad. Por su parte, los autores de los crímenes de honor gozan de respeto en la sociedad, y se les suele llamar “víctimas del destino”, lo que los distingue de los auténticos criminales (Onal, 2008).
En esta dimensión, Sen (2005) apunta a la necesidad de abordar una clara definición de los crímenes de honor como una brecha que debe ser llenada. La variedad de manifestaciones de los actos violentos que constituyen prácticas culturales y la imprecisión en cuanto a la delimitación de cuáles de ellos se cometen en el nombre del honor generan confusión a la hora de tratar dichos delitos. Por ello, es posible afirmar que la amplitud de la definición de los crímenes de honor no permite considerar varias manifestaciones de ellos, lo que implica que estos se vean como las ordinarias formas de violencia contra la mujer, olvidando el factor primordial que conllevan estas atrocidades: limpiar el honor.
2. LA CULTURA DE DISCRIMINACIÓN: LOS CRÍMENES DE HONOR COMO PRÁCTICAS CULTURALES PERJUDICIALES
En términos sociológicos, el concepto de cultura se refiere al “conjunto de valores, costumbres, creencias y prácticas que constituyen la forma de vida de un grupo específico” (Eagleton, 2001, p. 58); así la cultura es el fruto de la historia que refleja dicho modo de vivir (Gbotokuma 1992). De esta forma, las prácticas culturales representan los valores y costumbres de cada sociedad que están fuertemente arraigados y cultivados por las mismas comunidades, generación tras generación (Maluleke, 2012). Siguiendo a Thompson (2002), “las formas simbólicas transmitidas del pasado constituyen costumbres, creencias y prácticas cotidianas (…) que desempeñan un papel fundamental y ac tivo en la vida de la gente” (p. 68).
A este respecto, todas las culturas poseen prácticas culturales específicas. En este sentido, Thompson entiende por tales:
[U]n sistema de apropiación simbólica, como el conjunto de comportamientos, acciones, de gestos, de enunciados, de expresiones y de conversaciones portadoras de un sentido, en virtud de los cuales los individuos se comunican entre sí y comparten espacios, experiencias, representaciones y creencias (Thompson, 1993, citado por Cornejo y Bellon, 2001, p. 68).
A pesar de que diversos hábitos fomentan ciertos valores y desvelan prejuicios, otros suelen ser utilizados con el fin de justificar la violencia contra las mujeres (Naciones Unidas, 2011).
En la misma línea, el estudio a fondo sobre todas las formas de violencia contra las mujeres del Secretario General de las Naciones Unidas (2006) indica las normas culturales que son su resultado, y refiere, como ejemplos, los crímenes cometidos en el nombre del honor. Además, añade la existencia de Estados y grupos sociales que sugieren justificaciones culturales con el fin de restringir los derechos humanos de las mujeres, alegando la defensa de la tradición cultural.
Como advierte Gbotokuma (1992), el hecho de habituarse a ciertas prácticas culturales, sobre todo las rigurosas, perjudica tanto el bienestar físico, mental y emocional, como la integridad de las mujeres. Varias de ellas adoptan formas de dominación que realizan los hombres sobre las mujeres. Complementando lo anterior, Thompson (1993) explica que una práctica ejercida durante un largo período de tiempo suele convertirse en hábito no discutible ni objetable, por el hecho de ser naturalizada. Un claro ejemplo de estas son los crímenes de honor- antiguas costumbres provenientes de los tiempos anteriores al islam, que tienen sus raíces en el Código de Hammurabi, datado en el año 1752 a. C., y denominado el primer cuerpo legal histórico (se consignan en él algunos derechos de las mujeres, la dote, el matrimonio y el divorcio). Reseñado de los usos, hábitos y tradiciones de la civilización antigua, justifica los abusos a las mujeres, a quienes percibe como un objeto cuya virginidad pertenece a la familia, y permite matarlas si han cometido el adulterio (Griswold, 2001).
De esta forma, dichas leyes dieron paso a lo que hoy conocemos como crímenes de honor, que son el fruto de la violación de los denominados “códigos de honor” -normas de carácter consuetudinario construidas con base en la necesidad de resguardar el honor, que sirven para establecer el significado social de género- (Sen, 2005). El cumplimiento de los códigos de conducta en algunas sociedades está velado por los tribunales comunitarios que funcionan como gobiernos autónomos13 y que se rigen por las reglas no escritas que suelen estar en conflicto con los ordenamientos jurídicos oficiales de los Estados14. Como consecuencia, es frecuente que este conjunto de normas sea más respetado por los miembros de la sociedad que las leyes ordinarias (Nadeem, 2002).
En este sentido, los códigos de honor re presentan un modo de vida y una visión del mundo que se transforman en las acciones que los miembros de la comunidad ejercen con el fin de mantener los valores primordiales que son el honor y la venganza (Perlmutter, 2011). El sistema de valores, como explica Pitt-Rivers (1966), está relacionado entre sí y no se aplica a todos los miembros de la sociedad por igual, sino que difiere entre los grupos definidos por sexo y ocupación, entre otros. La autora señala que el honor se traduce en la forma de actuar de los individuos, y, dependiendo de la pertenencia al uno u otro sexo, implica diferentes modos de conducta: una mujer viola el honor con la adulteración de su pureza sexual, lo que no sucede cuando lo hace un hombre (Pitt-Rivers, 1966). Así, el mantenimiento del valor primordial que se efectúa con seguir los códigos de honor protege el nombre de la familia que está estrechamente ligado al honor (Jafri, 2008).
A mi juicio, lo señalado conduce a una contradicción que se produce en estas sociedades, dado que el valor esencial, que es el honor, depende de la mujer que es tratada como un ser inferior.
De esta forma, diversas prácticas culturales generan resultados negativos, impidiéndoles a las mujeres el goce de sus derechos y libertades, y reflejan la discriminación que sufren en la sociedad. Aunque ningún convenio internacional de carácter universal alude a los crímenes cometidos en el nombre de honor, estos implican violaciones de varios derechos humanos garantizados en los instrumentos internacionales vigentes. Por su parte, la Declaración Universal de los Derechos Humanos sostiene en su artículo 1 que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos” (DUDH, 1948) lo que, al realizar dichas atrocidades, comprende la infracción del derecho a la libertad y a la igualdad. De la misma manera, se ve afectado el ejercicio del derecho a la vida y a la seguridad de la persona (asesinatos por honor)15, el derecho a no discriminación (crímenes vinculados a la dote)16, la prohibición de la tortura u otros tratos crueles, inhumanos o degradantes (ataques con ácido)17, el derecho a casarse y fundar una familia, (matrimonios forzados)18…. En la misma línea, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (UN Office of the High Commissioner for Human Rights, 1995b) indica que la práctica de mutilación genital femenina, además de los derechos mencionados, viola la Convención sobre los Derechos del Niño, y afecta el “disfrute del más alto nivel posible de salud y de servicios para el tratamiento de las enfermedades y la rehabilitación de la salud” (CDN, 1989, art. 24 párr. 1)19. Por su parte, la práctica de los matrimonios infantiles forzados implica la temprana edad para contraer nupcias, constituyendo una violación de los derechos de las mujeres (UN Commission on Human Rights, 1994) y los derechos del niño.
Según Coomaraswamy (UN Commission on Human Rights, 2002), “(L)os crímenes de honor establecen una de las muchas prácticas que constituyen una forma de violencia doméstica, pero no se han sometido al cómputo nacional e internacional, ya que se consideran prácticas culturales que merecen tolerancia y respeto” (p. 3). La confusión que muy a menudo se lleva de tratar los crímenes cometidos en el nombre del honor como parte de unas determinadas culturas, muchas veces, no permite verlos como casos de violación de los derechos humanos, y es esta la razón por la que no se cuestionan y siguen persistiendo. De esta forma, es frecuente utilizar el concepto de cultura con el fin de defender el sometimiento e inferioridad de las mujeres, manteniendo las relaciones patriarcales entre las mujeres y los hombres (Grieff, 2010).
Así, Raday (2007) observa que las costumbres arraigadas en las culturas que se rigen a través de las normas patriarcales se contradicen, respecto al tratamiento de la mujer, con la doctrina contemporánea de los derechos humanos. Complementando lo anterior, Gill señala que estas prácticas, por ser culturales, encuentran amparo en los sistemas legales internos de los países en los que suceden (Gill, 2009). En este sentido, se puede observar que en los Estados en los que las costumbres y tradiciones están fuertemente arraigadas, las leyes nacionales protegen el honor y lo anteponen a la vida humana. Uno de los ejemplos es el artículo 340 del Código Penal jordano que no prevé ninguna sanción a los asesinos de las mujeres adúlteras (Husseini, 2012)20: “El que descubre a su esposa o a uno de sus parientes de sexo femenino cometiendo adulterio con otro, y mata, hiere o lesiona uno o los dos, está exento de toda pena” (Código Penal jordano, 1960)21. En efecto, como apuntan Devers y Bacon (2010), los sistemas legales reflejan la percepción social de los crímenes de honor, justificando a los actores de dichos delitos.
En sentido similar, Coomaraswamy (2001) señala que los crímenes de honor y otras prácticas perjudiciales para la mujer suelen ser justificadas por el respeto al multiculturalismo22 y el relativismo cultural.
Este concepto, que sirve de marco para interpretar las prácticas perjudiciales, responde a la idea de que una cultura se puede entender solamente en su propio significado; por lo tanto, las normas de otras culturas no le son aplicables (Mitchell, 1979). En dichos términos, el relativismo cultural le confiere a cada cultura la libertad de practicar y desarrollar los valores morales que se estimen relevantes. La presión social para conservarlos y responder al sistema impone el ejercicio de este tipo de costumbres.
Siguiendo a Rachels (2003), los relativistas culturales mantienen que en diferentes sociedades existen distintos códigos morales que tienen el mismo estatus entre ellos y determinan la apropiación de las acciones de las sociedades en las que rigen, careciendo de una norma objetiva para juzgarlos; por lo tanto, cualquier práctica cultural se merece tolerancia y consideración. A raíz de lo señalado, es posible verificar una tensión entre “la necesidad de la tolerancia y el respeto de todas las culturas” (Ross, 2008, p. 461) y el deber de respetar los derechos humanos. El relativismo cultural, muy a menudo, rechaza algunos derechos humanos o su interpretación, alegando la incompaculturas no occidentales (Brems, 1997).
En esta dimensión, los relativistas impugnan la noción occidental de los derechos humanos como derechos universales para todas las personas, argumentando que las normas que provienen del Occidente, no necesariamente reflejan otras culturas (Durojaye, 2013). Con ello, mantienen que una práctica entendida como una violación a los derechos humanos para una cultura, puede ser aceptada por la otra (Donelly, 1993). Por otra parte, los críticos de esta concepción apuntan que esta limita los derechos de las mujeres y lleva a la aceptación de cualquier comportamiento cruel e inhumano (Terry, 2007), lo que produce una clara tensión entre el relativismo cultural y la universalización de los derechos humanos23. Es importante tener en cuenta la diversidad cultural en la sociedad global, lo que, sin duda, dificulta el alcance de un acuerdo universal respecto al tema esencial para todos los seres humanos que es la protección de los derechos humanos. Sin embargo, no hay que olvidar los acontecimientos históricos del todo el mundo que han llevado a las cruciales movilizaciones en la defensa de los derechos humanos.
Por su parte, la idea de la universalidad de los derechos humanos, según Peces- Barba (1994), alude a la titularidad de estos, correspondiente a todos los seres humanos, a su validez en todos los momentos históricos y para todas las sociedades24. En efecto, dicha percepción recibe varias críticas, ya que se suele alegar que la construcción de los derechos humanos es un producto influenciado por las culturas más potentes que reflejan sus valores, no necesariamente son compartidos por otras (An-Na’im, 1992), y cuya base son dos declaraciones esenciales: la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano25, y la Declaración de Independencia de los Estados Unidos26; ambos textos contribuyeron en la proclamación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (Brown, 1999). La última representa “un ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse” (DUDH, 1948, p. 1).
Como señala Manwoo (1985), existen diferentes percepciones acerca de los derechos humanos, lo que se debe a la existencia de distintas sociedades o civilizaciones. Por lo mismo, ese concepto propio de derechos humanos que ofrece el Occidente es muy a menudo incompatible con las prácticas ejercidas en las culturas no occidentales y las perjudica (Afshari, 2001).
No obstante, Ramcharan (1998) alega el desconcierto en considerar la Declaración Universal de los Derechos Humanos como fruto de la cultura occidental atendiendo a la composición de la Comisión de Derechos Humanos, encargada de redactar el texto, cuyos miembros provenían, en la mayoría, de los continentes africano, asiático y latinoamericano, y de Europa del Este. Asimismo, la Declaración fue adoptada sin ningún voto en contra. En la misma línea, Donnelly (2007) indica la aceptación, por parte de prácticamente todos los Estados, del dominio de la Declaración, siendo los derechos enunciados en ella fortalecidos en varios pactos internacionales posteriores, ratificados por la mayoría de los Estados.
Sobre la base de las ideas expuestas, la universalidad de los derechos humanos requiere su validez en todas partes (Hunt, 2009). El carácter consensualista del ordenamiento jurídico internacional exige la aplicación universal de las normas que son creadas por los mismos Estados, mediante el consentimiento de cada uno de ellos y el consenso de la comunidad internacional, alcanzado en el proceso de la elaboración de las mismas (Juste, Castillo y Bou, 2011). Desde esta perspectiva, el debate sobre el relativismo cultural y la universalización de los derechos huma nos, sometido al cómputo internacional durante la Conferencia Mundial de Derechos Humanos de Viena, concluyó la universalidad de los derechos humanos y, al mismo tiempo, la importancia de la particularidad y diversidad cultural, pero siempre atendiendo “el deber, sean cuales fueren sus sistemas políticos, económicos y culturales, de promover y proteger todos los derechos humanos y las libertades fundamentales” (UN General Assembly, 1993, párr. 5).
3. MARCO JURÍDICO INTERNACIONAL: LA DEBILIDAD DEL SISTEMA
Pese a que el ordenamiento jurídico internacional ha reconocido la grave situación de desigualdad en la que se encuentran las mujeres en todo el mundo, la Convención sobre la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer27 es el único tratado internacional de carácter universal que invoca a los Estados a la erradicación de las prácticas culturales perjudiciales (Mountis, 1996). No obstante lo anterior, la Convención no las especifica ni tampo co alude directamente al delito del crimen de honor.
En esta dimensión, el instrumento en comento, en su artículo 5 (a), ofrece la garantía de “adoptar todas las medidas adecuadas, incluso de carácter legislativo, para modificar o derogar leyes, reglamentos, usos y prácticas que constituyan discriminación contra la mujer” (Cedaw, 1979), y establece, en el artículo 2 (f), la obligación vinculante para los Estados parte. Estas disposiciones instauran, según Raday, un refuerzo al artículo 5 (a) que impone a los Estados
(M)odificar los patrones socioculturales de conducta de hombres y mujeres, con miras a alcanzar la eliminación de los prejuicios y las prácticas consuetudinarias y de cualquier otra índole que estén basados en la idea de la inferioridad o superioridad de cualquiera de los sexos o en funciones estereotipadas de hombres y mujeres (Raday, 2007, p. 74).
Esta disposición requiere de los Estados parte desarrollar sus normativas internas y políticas públicas exentas de estereotipos de género (Holmaat, 2004). En definitiva, está claramente establecido que para cumplir con las disposiciones de la misma, es el deber de los Estados identificar y combatir, tanto los patrones culturales perjudiciales, como los estereotipos, en todos los ámbitos a los que alude la Convención (Sepper, 2008).
No obstante lo anterior, la Cedaw no señala el tipo de medidas que los Estados deben aplicar para erradicar este tipo de prácticas, dejando en la gestión de los mismos las decisiones en cuanto a las soluciones al respecto (Burrows, 1985). Desde esta perspectiva, Sepper (2008) indica la dificultad que encuentran los Estados parte de la Convención a la hora de definir la función del artículo 5 (a), debido a la amplitud de las disposiciones que este ofrece. La autora subraya el rol que cumple dicho artículo como herramienta interpretativa, y advierte el deber de analizarlo en el contexto de la finalidad del tratado que es eliminar la discriminación y garantizar la igualdad de las mujeres.
En la misma línea, Holtmaat (2004) señala que algunos autores no perciben este artículo como una norma aislada, sino más bien como una disposición complementaria al artículo 1128 de la Convención. En efecto, siguiendo a Sepper (2008), “los primeros treinta años del funcionamiento de la Cedaw no han sido suficientes para garantizar el cambio de la prácticas culturales nocivas y las creencias sobre el género que siguen profundamente arraigadas” (p. 638).
En este sentido, la carencia de una definición amplia y universal de los crímenes de honor en un instrumento vinculante impide la determinación de las prácticas que violan los derechos humanos y que constituyen crímenes de honor. Por su parte, a la hora de delimitar el alcance de la definición de estos actos nocivos, no hay que olvidarse del factor de honor que, como he señalado antes, los diferencia de las habituales formas de violencia. Siguiendo a Austin:
[L]a percepción del honor es amplia, y sobre todo, extremadamente subjetiva, lo que hace difícil categorizarlo. La idea del ‘honor’ está vinculada a la existente tensión entre el relativismo cultural y la aplicación universal de los derechos humanos. Por otra parte, el concepto es tan subjetivo y sujeto a diferentes interpretaciones que deja a las mujeres en una situación desprotegida dentro de sus familias y comunidades (Council of Europe, 2009).
Desde esta perspectiva, considero que el honor, en su significado, está dotado de subjetividad, puesto que el entender del concepto y su afectación están condicionados por la cultura. Para poder objetivizar el alcance del fundamento de los crímenes de honor que es la afectación del honor, es imprescindible reconocerlos y definir el honor en un texto legal internacional.
Es posible afirmar que, a falta de una definición universal, la configuración de las prácticas culturales perjudiciales se efectúa por la doctrina (Kirti, Kumar, y Yadav, 2011), los distintos Comités de las Naciones Unidas o los mismos Estados parte de la Cedaw. Teniendo en cuenta la diversidad cultural de la comunidad internacional y la libertad que ofrece la Cedaw a los Estados parte a la hora de determinar las medidas para erradicar las prácticas culturales perjudiciales, existe la incertidumbre de si todos los Estados van a reconocer dichas atrocidades como tales. En la misma línea, Nyamu (2000) advierte que esta indeterminación puede servir de pretexto para los Estados en cuanto a la responsabilidad que tienen para eliminar las desigualdades.
Así las cosas, el Comité Cedaw ha tratado la cuestión de los crímenes de honor en varias recomendaciones. Este órgano convencional (UN Committee on the Elimination of Discrimination Against Women, 1992) se refirió específicamente a los crímenes de honor, a los cuales incluye como parte “de las actitudes tradicionales que les asignan a las mujeres funciones estereotipadas causando actos violentos” (párr. 11) y subraya al mismo tiempo la necesidad de la “eliminación por la legislación de la defensa del honor como el motivo justificante para agredir a las mujeres” (párr. 24 r). Por su parte, el Comité en comento (UN Committee on the Elimination of Discrimination Against Women, 1990) expresó su preocupación acerca de graves consecuencias para la salud de las mujeres y niñas que tiene la práctica de la MGF. Lo dicho fue reiterado en un documento elaborado de manera conjunta con el Comité de los Derechos del Niño. Además, en la recomendación y la observación general en comento, adoptadas por los Comités, se recalcó que:
[L]a prevención y eliminación eficaz de las prácticas nocivas requiere la creación de una estrategia holística bien definida, basada en los derechos y localmente pertinente que incluya medidas jurídicas y de política general de apoyo, así como medidas sociales que se combinen con un compromiso político acorde y la correspondiente rendición de cuentas a todos los niveles (UN Committee on the Elimination of Discrimination Against Women and UN Committee on the Rights of the Child, 2014).
No obstante lo anterior, la persistencia de este tipo de prácticas, generación tras generación, ha sido subrayada por varios organismos internacionales. La Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (1995), en su folleto informativo n.° 23, se refirió a las prácticas culturales tradicionales que perjudican a las mujeres y violan la normativa internacional en materia de derechos humanos, señalando que “tales prácticas persisten porque no se cuestionan y son moralmente aceptables por los que las ejercen” (p. 1). En la misma línea, se han adoptado resoluciones relativas al tema de las prácticas culturales perjudiciales. La Asamblea General de Naciones Unidas apuntó a la cuestión de la gravedad de los crímenes de honor en varias resoluciones que, sin duda, ofrecen a los Estados una clara invitación a realizar el cambio legislativo, aboliendo este tipo de atrocidades. La Asamblea General (2001), en la Resolución 55/66, relativa a la eliminación de los delitos de honor cometidos contra la mujer, instó a los Estados a recurrir a las medidas de diferente índole, incluidas medidas educacionales, legislativas y sociales, con el fin de eliminar los delitos cometidos en el nombre de honor29.
No obstante lo anterior, como señala Ruda (2010), refiriéndose a la obligatoriedad de estos instrumentos, las resoluciones de la Asamblea General “no son ley, no son obligatorios para los Estados Miembros” (p. 213). Aun así, y a pesar de que existe un desarrollo internacional en materia de la lucha contra las prácticas culturales perjudiciales (siendo la Cedaw el único cuerpo normativo vinculante), ningún instrumento propone pautas de calificación de ciertas prácticas como tales, lo que dificulta su erradicación.
Por su parte, en el ámbito europeo, tanto los órganos de la Unión Europea, como el Consejo de Europa han tomado medidas para combatir los crímenes de honor. De esta forma, el Parlamento Europeo en varias ocasiones se ha mostrado preocupado por el creciente problema de la violencia contra las mujeres, incluyendo el tema de la violencia basada en el honor. Así, tratándose de la bárbara práctica de MGF, la Eurocámara solicitó que los Estados reconocieran la MGF como un delito, sancionando a sus autores independientemente de donde este se co metiera (Parlamento Europeo, 2001). Lo dicho fue reiterado en otra resolución del Parlamento (Parlamento Europeo, 2008), urgiendo a la Comisión Europea y a los Estados miembros a elaborar un plan de acción para prohibir esta cruel práctica cultural en Europa. En la misma línea, el Parlamento solicitó a la Comisión Europea el apoyo a los Estados miembros en la prevención de todas las formas de violencia contra la mujeres, especialmente la MGF (European Parliament, 2015) y exigió a los Estados reconocer la violencia de gé nero, incluyendo la MGF, como formas de persecución (European Parliament, 2016).
En idéntico sentido, el Consejo de Europa ha tomado varias iniciativas en la lucha contra la violencia de género30. No obstante, el documento más relevante sobre la cuestión analizada que estableció los mecanismos y normas comunes para los Estados parte, con el fin de prevenir y combatir este tipo de violencia, es el Convenio sobre prevención y lucha contra la violencia contra las mujeres y violencia doméstica (2011). El instrumento reconoce la violencia basada en el honor como una de las formas de violencia contra las mujeres, recalcando que:
[…] Las partes adoptarán las medidas legislativas o de otro tipo necesarias para garantizar que, en los procedimientos penales abiertos por la comisión de uno de los actos de violencia incluidos en el ámbito de aplicación del presente Convenio, no se considere a la cultura, la costumbre, la religión, la tradición o el supuesto “honor” como justificación de dichos actos (art. 42).
Completando lo anterior, el Convenio se hace cargo de una cuestión esencial de los crímenes de honor, estableciendo que el hecho de que un adulto induzca a un menor a cometer este tipo de delitos, “no disminuye la responsabilidad penal de dicha persona en relación con los actos cometidos” (art. 42 párr. 2).
Así, el Convenio del Consejo de Europa constituye un notorio paso en la larga y difícil batalla contra la violencia de género, incluyendo la violencia basada en el honor. Sin embargo, el carácter regional del instrumento reduce significamente su impacto a un grupo de Estados. No obstante, lo anterior debe servir de ejemplo a la comunidad internacional en la promo ción de igualdad y erradicación de todas las formas de violencia contra las mujeres.
CONCLUSIONES
No cabe duda de que los crímenes de honor son el fruto de la justicia ejercida por la sociedad en nombre de la tradición, que tienen un enorme impacto en la vida de millones de mujeres en todo el mundo. El hecho de prevalecer en algunas comunidades las leyes consuetudinarias, donde la costumbre y tradición constituyen un modo de vida, genera una falta de conciencia acerca de la gravedad de estos actos, bajo el convencimiento de que su razón es única y verdadera. En el ámbito internacional, nos encontramos ante la existente debilidad de los instrumentos internacionales relativos a la erradicación de los crímenes de honor, lo que se debe a la existente tensión entre el relativismo cultural y la universalidad de los derechos humanos, además de la falta de una definición amplia de los crímenes de honor que abarcaría un abanico de prácticas culturales perjudiciales que contribuyen en la tipificación de estos en las legisla ciones internas.
Desde esta perspectiva, la falta de precisión que nos ofrece la Cedaw respecto a las disposiciones relativas a las prácticas tradicionales produce dificultades para entender cuáles son las prácticas culturales que generan una afectación a los derechos fundamentales de las mujeres, y deja varias prácticas fuera del alcance del Convenio, teniendo en cuenta que estos atroces actos admiten distintas formas.
Frente a este panorama, es imprescindible definir los crímenes de honor en un instrumento internacional vinculante y reconocerlos como prácticas culturales perjudiciales, con el fin de abarcar todas sus manifestaciones para poder identificar dichos delitos. A este respecto, como bien señala Mountis (1996), los Estados adoptan la legislación internacional relativa a la protección de los derechos humanos, como un modelo a seguir en el ámbito interno. Por ello, es urgente dicha aclaración, lo que permitiría a los Estados ajustar sus legislaciones internas a la normativa internacional, puesto que en varios sistemas jurídicos de los Estados en los que dichas atrocidades tienen lugar, los crímenes de honor no son reconocidos como tales. En la misma línea, Begikhani (2005) señala el caso de Iraq, donde la cuestión de la preservación del honor de la familia por parte de la mujer se ve reflejada en el Código Penal.
A mi juicio, la legislación internacional puede influir, sin suponer una afectación a la soberanía del Estado, a dirigir la normativa interna de los Estados en ciertas materias, como la erradicación de las prácticas que están amparadas por la legislación y son atentatorias contra los derechos humanos. En este sentido, Byrnes y Freeman (2012) indican el ejemplo de Kenia -uno de los países en los que la Cedaw ha estimulado un cambio legislativo en materia de la eliminación de la discriminación contra las mujeres-. En efecto, fruto de los alarmantes informes del Comité Cedaw, relativos a la situación de la normativa kenyana carente de disposiciones referentes a la prohibición de discriminación basada en género, el país africano adoptó una nueva Constitución, incluyendo, entre otros, la definición de la discriminación contra la mujer.
Con ello, sin pretender abordar la eficacia del derecho internacional, creo que en relación con el tema, los tratados podrían contribuir a que los Estados introdujeran los menores o mayores cambios en sus legislaciones internas.