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Opinión Jurídica

versão impressa ISSN 1692-2530versão On-line ISSN 2248-4078

Opin. jurid. vol.19 no.spe40 Medellín dez. 2020  Epub 27-Set-2021

https://doi.org/10.22395/ojum.v19n40a1 

Editorial

Inventar un pensamiento a la “altura del hombre”

Dominique Rousseau* 

Traducción:

Daiane Moura-de-Aguiar1 

* Emeritus Professor in Public Law, Université Paris 1 Panthéon-Sorbonne, France. Guest editor.


Que la ley no sea la misma en tiempos normales y en tiempos extraordinarios, cualquiera puede entenderlo. Que se transfieran algunas facultades al poder ejecutivo debido a que en periodos de crisis es preciso actuar con celeridad, también se entiende. Que a las libertades se les impongan algunas limitaciones que serían inadmisibles en tiempos normales, también podría llegar a entenderse. Sin embargo, a no ser que se direccione hacia un estado de seguridad, la legislación de un régimen de emergencia debe estar sujeta al respeto de la ley. Cuantos más poderes se concentren en las manos del Ejecutivo, más urgente se hace velar por el respeto a los derechos y libertades que constituyen, incluso en situaciones de crisis, el Estado de derecho; además, es cuando más activas deben permanecer las instituciones de control: obligatoriamente el Parlamento, desde luego la Justicia y por supuesto la prensa.

El estado de emergencia no puede ser un estado carente de derecho en el que se ejerza exclusivamente la violencia pura del gobernante. Proteger el cuerpo social no es únicamente un asunto de salud, es también un asunto jurídico, pues lo que lo hace un cuerpo social es la adhesión de los individuos a un mismo patrimonio de derechos y libertades. Olvidar estos derechos o vulnerarlos es reducir el cuerpo social a una simple yuxtaposición de individuos: “no hay sociedad, solo individuos”, como dijo Margaret Thatcher (1987, p. 30). Esto trae como consecuencia el inicio del ciclo neoliberal.

El bienestar del cuerpo social exige que, al terminar el estado de emergencia, se deroguen todas las medidas que atentan contra los derechos y libertades garanti

zados por la constitución. “Y quizás también, como luego de cada gran conmoción existencial, reconstruir el cuerpo social sobre la base de los derechos humanos” (Rousseau, 2020).

¿La legitimación de la economía de mercado? ¡Culpa de los derechos humanos! ¿La disolución de la familia? ¡Culpa de los derechos humanos! ¿La dificultad de los funcionarios electos para gobernar? ¡Culpa de los derechos humanos! ¿El ascenso del populismo? ¡Culpa de los derechos humanos!

Este discurso antiderechos humanos se ha convertido en el discurso dominante y tiene aceptación tanto en la derecha como en la izquierda. Desde hace un tiempo y en todos los continentes (en países como Hungría, Polonia o Brasil), ha influenciado a algunos gobiernos que, en nombre de la salvaguarda de la democracia, han vulnerado la libertad de prensa, la independencia de la justicia, el derecho de asociación, las libertades universitarias, el respeto a la vida privada y la libre disposición del cuerpo y de las relaciones sexuales. Asimismo, en Francia, este discurso recibe el respaldo de algunos intelectuales que han olvidado que en el preámbulo de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) está escrito que “la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de los males públicos y de la corrupción de los gobiernos”.

Lejos de ser negativos para la democracia, los derechos humanos son, en efecto, la clave de acceso a ella. En primer lugar, porque son los instrumentos mediante los cuales las personas se convierten en ciudadanos. Los derechos humanos sacan a los individuos de sus determinaciones sociales, geográficas, culturales y, por ende, de las desigualdades para definirlos como ciudadanos iguales en derechos. Por lo tanto, poner en tela de juicio los derechos humanos es desear establecer un retroceso político que le quita o le hace olvidar al individuo su condición de ciudadano y lo pone nuevamente en una situación de dependencia y sumisión ante el líder político que piensa por él. En segundo lugar, porque los derechos humanos establecen el espacio de las relaciones entre las personas. Esto podría causar sorpresa, pues por doquier se afirma que los derechos humanos santifican al individuo y destruyen toda posibilidad de bien común.

No obstante, otra lectura es posible. Una que no concibe los derechos humanos como libertades individuales, sino como “libertades de relación”, de acuerdo con la expresión de Claude Lefort (1980, 1987). Cuando el artículo 6 de la Declaración de 1789 reconoce a los ciudadanos el derecho a contribuir en la elaboración de la ley, los invita a relacionarse los unos con los otros para definir la voluntad general; cuando el artículo 11 proclama la libre comunicación de pensamientos y opiniones, invita al individuo a encerrarse menos en sí mismo y a abrirse más a los otros, a relacionarse con las otras personas. Los derechos del hombre no cimentaron la creación de un espacio privado en el que encerrarían y se encerraría cada individuo, sino la creación de un espacio público en el cual, gracias a que pueden circular libremente, el cuerpo y las ideas de cada persona se confrontan siempre con los cuerpos y las ideas de los otros.

De todos estos derechos, el principio olvidado y sin embargo inscrito en el artículo primero de la Declaración de 1789 es el de la utilidad pública -y no la de los intereses privados o de patrimonios como hoy en día- para establecer las distinciones sociales. El principio de la libertad de prensa, la vigía de la democracia. Frente a la satanización de los medios de comunicación impulsada por Trump, Orban o Bolsonaro, es preciso reafirmar que la libertad de prensa no es una libertad como las otras o una entre muchas: es la libertad que da rostro “a la libertad a secas”, como lo escribió Camus (2012) en 1939. El periodista es quien hace circular hechos, acontecimientos, declaraciones e imágenes; es quien hace pública la información sobre las diferentes condiciones de vida de los franceses, sobre las nuevas formas de cooperación en los suburbios, sobre la situación de las mujeres en Siria es quien invita a pensar cuando polemiza acerca de un libro, una película, una exposición o una opinión científica, moral o política. En resumen, el periodista hace visible lo que los poderosos desearían a veces mantener oculto de la vista del público, fomenta la deliberación sobre la cosa pública y pone a los ciudadanos en condiciones de ejercer control sobre sus gobernantes más allá de los momentos electorales.

En este sentido, la libertad de información es el derecho constitucional más valioso, ya que es a la vez la base y la garantía de todos los otros derechos. El ciudadano no tiene libertad de elegir su voto, su opinión, sus creencias, su profesión, sus lugares de vacaciones o sus inversiones financieras si no cuenta con una información libre, verdadera condición que posibilita el ejercicio efectivo de la ciudadanía. Así pues, el destinatario final de la libertad de prensa no es el periodista, es el público.

Sin lugar a duda, la influencia del dinero, la condescendencia, las pequeñas adaptaciones de la verdad o la preferencia por el escándalo también caracterizan a “cierta” prensa. Esta es una razón de más para recalcar la importancia de la independencia de la prensa, la cual, contrario a lo que se insinúa con frecuencia, no es un principio corporativista que se utiliza para proteger los intereses de los periodistas, sino un principio que le garantiza a los lectores que quienes tienen por oficio informarlos lo hacen a salvo de cualquier presión de intereses privados o públicos. Razón de más para decir que no basta con tomar una pluma para ser periodista ni con levantar el teléfono para ser un gran reportero. ¡Ser periodista es un arte!

La prensa es el ojo que le permite a los ciudadanos ver y reclamarle a los funcionarios. Restarle poder al ojo es dejar ciegos a los ciudadanos y permitir que la democracia se transforme en una democracia. autoritaria, ¡como dicen Orban o Putin o.!

Otro principio es el de la hospitalidad, el cual es un derecho fundamental y no debe ponerse en tela de juicio en estos tiempos de crisis múltiples. En el manual de historia de Jules Isaac (1964), los estudiantes de las décadas de los cincuenta y los sesenta aprendieron que

desde los tiempos más remotos de la prehistoria se han producido por todo el mundo numerosas migraciones humanas. Es fácil suponer qué las causaron: cuando los hombres eran cazadores, pescadores y agricultores, se desplazaban en búsqueda de buenos terrenos de caza y pesca, así como de tierras más fértiles. Las migraciones continuaron durante las épocas históricas y continúan produciéndose en nuestros días con los mismos efectos: mezclas de poblaciones muy diferentes e intercambios entre civilizaciones. (p. 43)

En sintonía con esto, el Pacto Mundial para una Migración Segura, Ordenada y Regular (2018) señala que

la migración ha formado parte de la experiencia humana desde los albores de la historia, y, que en la era de la globalización, son factores de prosperidad, innovación y desarrollo sostenible, así como de vínculos entre las sociedades de una misma región y de una región con otra.

Esta continuidad histórica destruye por completo la «tesis» del gran reemplazo o del gran asalvajamiento de nuestras sociedades a causa de las migraciones actuales. Sus partidarios lo reconocen expresamente, pues afirman que no habría una verdadera ruptura sin una reforma a la constitución y sin la terminación de unos cuantos trata dos internacionales. En efecto, esto se debe a que el derecho actual, constitucional e internacional, establece que, en todas partes, todo ser humano tiene derecho al reconocimiento de su personalidad jurídica; derecho a la libertad de consciencia, de expresión y de asociación; derecho a la vida familiar y derecho a la libre circulación. El derecho actual también establece que todos los seres humanos, sin excepción, tienen derecho a unas condiciones de trabajo justas y adecuadas que le permitan tener una existencia decente, derecho a la seguridad social, derecho a un nivel de vida digno, a la educación, a la salud y el derecho a una reparación efectiva en caso de violación de alguno de estos derechos. Adicionalmente, los niños tienen el derecho a la protección que exige su condición de menores de edad.

Todos estos derechos se derivan del principio de hospitalidad universal del que hablaba Kant (1958), el cual beneficia a todos los seres humanos y, por ende, a todos los migrantes. Compartir el hogar con el otro es un valor que viene desde tiempos inmemoriales, por ejemplo, en la Odisea (2009, canto IX, p. 195) puede leerse: “¡Zeus es el hospitalario que conduce a los huéspedes y quiere que se los respete!”. Este valor se olvida cuando el debate político se fundamenta en la idea de una “crisis migratoria” que habría que controlar, pues no hay una crisis migratoria, sino una crisis climática que obliga a hombres y mujeres a buscar la vida en otras tierras, una crisis económica que los obliga a reubicar sus empresas y una crisis política que los obliga a huir de las dictaduras y de las guerras.

Las migraciones continuarán: los hombres y las mujeres seguirán cruzando las fronteras como lo han hecho hasta ahora, y el derecho debe proveerles los medios para que puedan convertirse en miembros plenos de las sociedades en las que se radiquen y destacar sus contribuciones positivas a la convivencia. Dicho derecho debe ser transnacional, pues es en nombre del principio de la soberanía nacional que los Estados vulneran los derechos de los migrantes en beneficio de sus nacionales. Montaigne (2010) escribió que “cada hombre lleva en sí la forma cabal de la humana condición” (p. 196).

Ahora, el principio de los bienes comunes de los pueblos. La época actual busca nuevas palabras para describirse. Por ejemplo, el principio de la cooperación leal entre los pueblos en lugar de principio de soberanía, o principio de lo común para expresar que el asunto climático, la fiscalidad de los gigantes tecnológicos, la gestión del flujo migratorio y la lucha contra la corrupción son asuntos globales, comunes a los pueblos y que, por lo tanto, solo pueden abordarse mediante instituciones y políticas posnacionales.

Las palabras no son solo signos, también son significados. Articulan una representación de cosas que tienen sentido, encierran una historia que produce imágenes en cada persona y expresan más en nosotros de lo que expresamos con ellas. Por lo tanto, esforzarse por nombrar bien las cosas es una exigencia democrática.

El buen Juan Pablo II tenía razón: “¡no tengamos miedo!”. Un poco provocador este papa después de todo, pues, siendo objetivos, hay miles de razones para tener miedo: miedo a perder el empleo, miedo a tener que trabajar más tiempo y ganar menos, miedo a consumir alimentos adulterados, miedo a estrecharle la mano al vecino, miedo a caer en la indigencia o volverse loco, miedo a ir al hospital y salir de allí enfermo, miedo a las guerras, miedo a la Tierra que expulsa cenizas en un lugar y sube el nivel de los océanos en otro, miedo a los virus... Este pensamiento del miedo es peligroso porque crea una atmósfera de sumisión, sometimiento y resignación; lleva a cerrar las puertas y ventanas, a atrincherarse en casa en lugar de construir barricadas en las calles. Es un pensamiento anticuado. En el fondo de este pensamiento del miedo que venera la nostalgia del tiempo pasado, no hay más que miedo a la democracia.

La fuerza de este pensamiento del miedo radica en que “dice la verdad” y en que cualquiera puede sentirse identificado con él. Es “verdad” que todo se está derrumbando, que la familia se está desintegrando, que la escuela es un lugar de competencia, que el Estado está debilitado y que los medios de comunicación son deplorables. Sin embargo, esta “verdad” es solo una parte del camino que nos conduce hacia la comprensión del mundo contemporáneo, pero es solo una pequeña parte, pues decir que ya nada es como antes no es decir gran cosa. El pensamiento, que no consiste en llorar por el pasado ni reír felizmente por el presente, entra en ese preciso momento para distinguir, reconocer e identificar las prácticas y comportamientos que dan forma a la sociedad y ponerlos en las ideas y palabras que le permitirán tomar conciencia de ella. Cuando Voltaire, Diderot, Rousseau o Condorcet pensaron su sociedad, no observaron el pasado que protege los lazos feudales, sino que inventaron las palabras (contrato social, ciudadano, república) que le permitirían a la sociedad salir de su organización antigua y construir otra forma de convivencia.

El individuo democrático de hoy en día no es ni un fracaso ni una tragedia, sino el gozo mismo de existir, de obrar y de continuar la vida humana, la cual es, como cantaba Brassens, nuestro único lujo aquí abajo. Así pues, en todas partes, en las escuelas, en los barrios, en los pueblos y en los lugares de trabajo, el individuo democrático crea, imagina, sueña, interviene y establece una nueva manera de hacer sociedad: sistemas locales de intercambio, redes de ayudas escolares, acogida de extranjeros, puestas en común de costumbres, etc. Todas estas fuerzas para el futuro ya están ahí, a menudo luminosas, pero a la espera de que los intelectuales que se atreven a pensar las saquen a la luz. Así que, como decía Juan Pablo II, no tengamos miedo, ni siquiera de Dios, pues ¡no hay certeza de que él exista!

Durante su discurso de aceptación del Premio Nobel de literatura de 1957, Albert Camus declaró: “ninguna obra se ha basado en el odio y el desprecio”. Estas palabras, como muchas otras del autor de El hombre rebelde, tienen una particular relevancia en nuestros días, época en la que el odio y el desprecio se han apoderado de las calles, los muros, las mentes y los cuerpos. La conflictividad es la característica de toda sociedad, y por extensión es la esencia de la labor de los juristas. El derecho de familia con los conflictos provocados por las separaciones, los decesos y los nacimientos; el derecho laboral con los conflictos entre jefes y empleados, pero también entre grandes y pequeños empresarios, entre empleados del sector público y empleados del sector privado; el derecho comercial con los conflictos entre distribuidores y agricultores, entre consumidores y grandes superficies; el derecho constitucional con los conflictos entre la Asamblea Nacional y el Senado, entre el Parlamento y los jueces, entre el presidente de la República y el primer ministro...

Así pues, la cuestión política no es la conflictividad, si no el modo mediante el cual una sociedad asume esta conflictividad que es inherente a ella. El modo autoritario es impedir la expresión de los conflictos acallando a quienes los muestran. El modo democrático es propiciar un espacio para la expresión de los conflictos. El primero se fundamenta en la idea de que una de las partes del conflicto ostenta la verdad, mientras que la otra está equivocada y es enemiga de la verdad, por lo cual, en el mejor de los casos, debe reeducarse o, en el peor de los escenarios, suprimirse. El modo democrático implica reconocer que hay algo de razón en las posiciones de cada parte en conflicto, que son adversarios, pero no enemigos y que, por lo tanto, pueden encontrar respuestas políticas razonables. “A la altura del hombre”, como decía Camus, ya que la conflictividad no es solamente inherente a las sociedades, sino que también es constitutiva de cada persona. Existe una expresión para referirse a esta conflictividad existencial: caso de conciencia, es decir, aquella situación en la que una persona se encuentra indecisa entre dos o más “verdades” posibles, en la que está en conflicto consigo mismo y debe llegar a acuerdos prácticos para vivir.

El odio y el desprecio no le allanan el camino a los «acuerdos prácticos» pero sí al malestar social generalizado y, al final del camino, al populismo. Como se dice en el habla popular: “lo mejor es enemigo de lo bueno”. A esto, el humorista Pierre Dac (1972) agregó: “lo peor es amigo de los excesos”.

Inventar e imaginar el mundo de la pospandemia es aventurarse a la poesía de un pensamiento a la “altura del hombre”, sin odio ni violencia. ¿Utopía? ¿Y qué importa? ¿Eso sería un defecto?

REFERENCES

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