INTRODUCCIÓN
El presente trabajo se inscribe en el marco de mi tesis de doctorado presentada en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales y Políticas de la Universidad Nacional del Nordeste (Argentina) y realizada gracias a una beca del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet).
En un artículo publicado hace unos años, Juan C. Rúas (2018) ha planteado la posibilidad de rescatar el populismo de Ernesto Laclau para hacer uso de él en el derecho penal. La tesis de Rúas sostiene que los efectos deletéreos del populismo penal se encuentran conectados al hecho de que lo que se ha identificado como populismo penal responde a un tipo de populismo: el populismo de derecha. En consecuencia, las críticas efectuadas al populismo penal serían válidas solo respecto al populismo de derecha y, por tanto, no alcanzarían a los esquemas populistas progresistas o cercanos a posiciones políticas de izquierda. Rúas (2018) afirma, además, que parte de las ventajas sociales, que han logrado los populismos progresistas, podrían replicarse en el derecho penal, por ejemplo, a través de una aplicación más igualitaria de la ley. La tesis de Rúas es interesante, pero, según entiendo, equivocada.
En este trabajo recordaré lo que se entiende por populismo penal y argumentaré por qué el populismo penal sea de derecha, sea de izquierda, no es aconsejable (infra III). Para ello, me referiré, en primer lugar, a la “doctrina Chavela Vargas” de la interpretación (Rosler, 2019, p. 127) (infra I), ya que, según entiendo, transparenta un modo de ejercicio de la actividad judicial -al tiempo de operar con el derecho-: el “interpretativismo” (Rosler, 2017, pp. 62-102; 2018, pp. 20-34; 2019, cap. IV). El interpretativismo y su cara más visible, la “doctrina Chavela Vargas”, se imbrica con determinadas características del populismo penal. Atento a que el populismo penal es una forma de populismo, me referiré a la tesis de Laclau (infra II) a los fines de recordar los presupuestos teóricos del populismo, no solo por tratarse de un referente teórico en este campo, sino porque es el autor a partir del cual Rúas justifica su defensa de un populismo penal progresista. El análisis de la teoría de Laclau permitirá dar cuenta de los efectos del populismo en materia penal y, a diferencia de lo que sostiene Rúas, demostrar que tales efectos son propios de los populismos de derecha y, también, de izquierda1. Con ello quedará claro que la esperanza de Rúas en un populismo pro gresista (supuestamente inmune a los efectos que el populismo penal tradicional ha proyectado sobre el derecho penal) es una esperanza infundada.
Finalmente, demostraré que, en los últimos tiempos, en Argentina, el populismo penal ha comenzado a adoptar la forma de un populismo judicial (infra IV), cuya principal vía de expresión es lo que Andrés Rosler ha denominado “doctrina Chavela Vargas”.
1. INTERPRETATIVISMO Y DOCTRINA “CHAVELA VARGAS”
En los últimos tiempos se ha comenzado a producir en Argentina un fenómeno que ha sido estudiado por Andrés Rosler: el “interpretativismo” (2017, pp. 62-102; 2018, pp. 20-34; 2019, cap. 4) . Es una práctica del derecho que defiende las siguientes tesis: (i) el derecho debe ser interpretado siempre, dado su carácter indeterminado; (ii) esa interpretación encierra siempre una valoración moral; y (iii) el juez -a cargo de la tarea de interpretación- es un coautor del derecho, como si se tratara de un escritor encargado de escribir un capítulo de una novela en cadena. Como puede observarse, el interpretativismo -así definido- tiene como blanco la teoría del derecho de Ronald Dworkin (2008 [1986]).
Sin embargo, como interpretativista también puede ser considerada la tesis de la ponderación de Robert Alexy (2010 [1978], p. 293 y ss.; 2012 [2010]) y la concepción que el penalista alemán Michael Pawlik (2019 [2017], cap. IV) tiene sobre la tarea de “aplicar reglas”. Pawlik (2019) sostiene el “carácter creativo de la interpretación jurídica” (p. 68), dado el carácter indeterminado de las reglas penales (pp. 71-73), lo que hace que “en el caso concreto no se puede distinguir entre repetición y creación ex novo, pues es inmanente a toda aplicación de una regla la posibilidad de una modificación -más o menos sutil- de su significado” (p. 70). Para Pawlik (2019), “el Derecho penal constituye la quintaesencia de los criterios de atribución actualizados en un momento determinado por las instancias que configuran la opinión, en especial por los tribunales” (p. 74), pero también por “la comunidad de expertos profesionales del Derecho penal en su conjunto” (p. 75).
El interpretativismo sostiene que determinar qué dice el derecho no está escindido, en ningún caso, de una “interpretación” judicial -que es una valoración moral encubierta que adecúa el derecho vigente a la teoría general del derecho x- que, no casualmente, coincide con las preferencias morales del juez o con los intereses de quienes se movilizaron al respecto. El interpretativismo tiene lugar, entonces, en los casos en que un juez reformula un lenguaje legal claro y decide la aplicación (o no) de una figura penal con independencia del contenido de las reglas legales vigentes licuando el razonamiento jurídico en el razonamiento moral. Este razonamiento olvida que el derecho es un sistema institucional complejo, creado por una fuente convencional, que pretende tener autoridad y que, por tanto, brinda razones para la acción cuya consideración y observancia no está sujeta a otras razones (Raz, 2013 [2009]; Rosler, 2019). Esto quiere decir que el derecho ofrece tanto “razones de primer orden” para la acción (el hecho de que el derecho determine que debe realizarse x es una razón determinante para realizar x) como “razones de segundo orden”, esto es, razones que excluyen que se evalúe considerar otras razones al tiempo de realizar la acción dispuesta por el derecho (Raz, 2013). Por el contrario, si esas razones se supeditan a consideraciones morales o se sujetan a determinados valores, entonces el derecho ha dejado de tener autoridad y, por tanto, no tiene mayor sentido (Rosler, 2019).
Cuando quienes sostienen la tesis interpretativista son los jueces, el resultado es un populismo judicial cuyo recurso principal es la doctrina “Chavela Vargas de la interpretación”. Rosler ha acuñado esta expresión recordando lo que, en una ocasión, declarara la cantante Chavela Vargas al tiempo de ser interrogada por qué decía ser mexicana cuando, en verdad, había nacido en Costa Rica. Chavela Vargas, ante ello, respondió: “Los mexicanos nacemos donde se nos da la rechingada gana” (Rosler, 2019, p. 127).
De otro modo, si el derecho pretende tener autoridad y si esa autoridad está determinada por el hecho de que las reglas legales constituyen razones para la acción que, por tanto, no pueden quedar supeditadas a otras razones valorativas o morales, entonces los jueces deben simplemente aplicar esas reglas y solo en los casos en que su contenido no sea claro, interpretarlas.
2. EL POPULISMO DE LACLAU
Ernesto Laclau (2015 [2005]) defiende la tesis de que la lógica populista de construcción política es la lógica de la política y que, por tanto, defenestrar o menospreciar al populismo es, en el fondo, defenestrar o menospreciar a la política para beneficio de un esquema tecnocrático de administración de los asuntos públicos. Sostiene que la clave de la política es la construcción de un pueblo, que no viene dado a partir de una categoría sociológica o por un referente empírico, sino como categoría política que se crea con el discurso, esto es, performativamente. Así, la nota de vacuidad con la que se ha criticado históricamente al populismo es la característica que hace posible la construcción política: “¿no es esta lógica de la simplificación y de la imprecisión, la condición misma de la acción política?” (Laclau, 2015, p. 33).
El “pueblo” se determina a partir de “un campo antagónico” que es “el inverso negativo de [su] identidad popular que no existiría sin esa referencia negativa” (Laclau, 2015, p. 175): “toda frontera política adquiere su sentido a partir del modo como identifica lo que está más allá de la frontera” (Laclau, 2015, p. 234). Esto quiere decir que “la construcción de un pueblo es la condición sine qua non del funcionamiento democrático. Sin la producción de vacuidad no hay pueblo, no hay populismo, pero tampoco hay democracia” (Laclau, 2015, p. 213). Las demandas “democráticas”2 que traducen demandas insatisfechas por parte del poder deben poder articularse con otras demandas “democráticas” insatisfechas, se transforman así en demandas “populares”. Para ello, es imprescindible que se articule una “cadena equivalencial” que las incluya y contemple, y cuya única característica distintiva sea que “todas ellas permanecen insatisfechas” (Laclau, 2015, p. 125) y “se unen por relaciones equivalenciales (metonímicas) de contigüidad” (Laclau, 2015, p. 281). Esta cadena no licúa la heterogeneidad de tales demandas (“el particularismo” de cada una de ellas “no puede ser eliminado porque es el fundamento mismo de la relación equivalencial” (Laclau, 2015, p. 191) y posibilita la articulación de las diversas representaciones y necesidades y, con ello, la aparición de una “subjetividad popular”. Sin embargo, esa cadena equivalencial no solo opera de “abajo hacia arriba”, sino también a la inversa, comportándose ese lazo “como su fundamento” (Laclau, 2015, p. 122). Esto quiere decir que “la cadena equivalencial juega necesariamente un doble rol: hace posible el surgimiento del particularismo de las demandas, pero, al mismo tiempo, las subordina a sí misma como una superficie de inscripción necesaria” (Laclau, 2015, p. 156). Para Laclau (2015),
la democracia solo puede funcionar en la existencia de un sujeto democrático, cuya emergencia depende de la articulación vertical entre demandas equivalenciales. Un conjunto de demandas equivalenciales articuladas por un significante vacío es lo que constituye un “pueblo”. Por lo tanto, la posibilidad misma de la democracia depende de la constitución de un “pueblo” democrático. (p. 215)
El trazado de una “frontera política” entre un “nosotros” (“el pueblo”) y el afuera, los “otros” (“la oligarquía”), es, en consecuencia, fundamental para que sea posible individualizar al pueblo3 y que este pueda, en el marco de un antagonismo irreductible que sería propio de la lucha política y de una inestabilidad permanente, intentar establecer una hegemonía, esto es, “[la] operación por la que una particularidad asume una significación universal inconmensurable consigo misma” o “inalcanzable” (Laclau, 2015, pp. 95 y 143). Esta “identidad hegemónica” que permite que la cosmovisión del pueblo se transforme en la cosmovisión de la sociedad, opera a través de “significantes vacíos” que explican cómo la lógica populista puede articularse tanto por “derecha” como por “izquierda”, pero siempre se requiere “la frontera política: si esta última desaparece, el ´pueblo´ como actor histórico se desintegra” (Laclau, 2015, p. 117). La categoría de “significantes vacíos” permite “operar como un punto de identificación para todos los eslabones de la cadena [equivalencial]” (Laclau, 2015, p. 205) y hace posible “constitu[ir] esa totalidad” (Laclau, 2015, p. 204). En la representación hay un doble juego: de “abajo hacia arriba” y “de arriba hacia abajo”: “la función homogeneizante del significante vacío constituye la cadena y, al mismo tiempo, la representa” (Laclau, 2015, p. 205).
La categoría de los “significantes vacíos” se diferencia de la categoría de los “significantes flotantes”, aunque “[e]n la práctica […] la distancia entre ambos no es tan grande” (Laclau, 2015, p. 167), a partir “de la indecibilidad esencial entre ´lo vacío´ y lo ´flotante´” (Laclau, 2015, p. 192).
La primera tiene que ver con la construcción de una identidad popular una vez que la presencia de una frontera estable se da por sentada; la segunda intenta aprehender conceptualmente la lógica de los desplazamientos de esa frontera [...] Una situación en la cual sólo la categoría de significante vacío fuera relevante, con exclusión total del momento flotante, sería una situación en la cual habría una frontera completamente inmóvil, algo difícil de imaginar. Inversamente [...] un flotamiento puro sin ninguna fijación parcial, es también impensable. (Laclau, 2015, pp. 167-168)
Ambos significantes, por lo demás, “deben ser concebidos como dimensiones parciales [...] en cualquier proceso de construcción hegemónica del ´pueblo´” (Laclau, 2015, p. 168). Laclau (2015) sostiene que
la identidad popular se vuelve cada vez más plena desde un punto de vista extensivo, [al] representa[r] una cadena siempre mayor de demandas; pero se vuelve intensivamente más pobre, porque debe despojarse de contenidos particulares a fin de abarcar demandas sociales que son totalmente heterogéneas entre sí. Esto es: una identidad popular funciona como un significante vacío. (p. 125)
En consecuencia, “[l]a emergencia del pueblo” supone (i) “relaciones equivalenciales representadas hegemónicamente a través de significantes vacíos”; (ii) “desplazamientos de las fronteras internas a través de la producción de significantes flotantes”; (iii) “y una heterogeneidad constitutiva que hace imposibles las recuperaciones dialécticas y otorga su verdadera centralidad a la articulación política” (Laclau, 2015, p. 197). A su vez, como toda identidad popular tiene una estructura interna que es esencialmente representativa (Laclau, 2015, p. 204), es fundamental la existencia de un lazo libidinal/ afectivo con el líder, lo que permite cementar esa subjetividad popular, ya que “cuanto más extendido es el lazo equivalencial, más vacío será el significante que unifica la cadena” (Laclau, 2015, p. 129).
La construcción de una nueva hegemonía en la aplicación y también en la creación del derecho penal exige que este último sea apropiado o monopolizado por un sector social (“el pueblo”) en detrimento de quienes verían afectadas sus garantías: “la oligarquía”, “los otros”. En materia penal, ¿quiénes serían “los otros”?: “los delincuentes”, los acusados de haber cometido delitos y, sobre todo, los condenados. En consecuencia, si, como plantea Laclau (2015), “la construcción del pueblo implica también la construcción de la frontera que el pueblo presupone” (p. 193), el problema aparece a partir de quienes quedan de “aquel lado” de la frontera. Si bien es cierto que estos últimos no están sujetos a una identidad fija, ya que “[l]as fronteras son inestables y están en un proceso de desplazamiento constante [y] por eso [se habla] de ´significantes flotantes´” (Laclau, 2015, p. 193), el problema es la idea misma de frontera, esto es, el hecho de que siempre algunos estarán allende ella. Esto quiere decir que, como recuerda Salinas (2012), el populismo de Laclau hace posible que el líder, que es quien articula las demandas del “pueblo”, lesione los derechos de quienes están más allá de la frontera política, esto es, de aquellos que son el “otro antagónico”. Por otro lado, como el populismo supone una idea de ruptura, “populismo e instituciones son antinómicos”, y dado que no existen derechos fuera del marco institucional o del derecho positivo, “la lógica populista de Laclau” (Salinas, 2012, p. 192) presenta “tensiones conceptuales irresolubles con la defensa de [los] derechos” (Salinas, 2012, p. 194). Finalmente, el modelo de Laclau -y también de Mouffe (2018)- se referencia en la idea de un conflicto permanente, lo que genera una lucha constante por la hegemonía de unos sobre otros y que, ante la supuesta ausencia de valores “objetivos”, permite legitimar cualquier decisión política (Linares, 2017, cap. 1).
El populismo, de derecha y de izquierda, se erige a partir de la ruptura entre un “nosotros” y un “ellos”. En el caso del derecho penal, “los delincuentes” (“los otros”) se transforman en los “enemigos” de la sociedad. Su identidad variará según la versión ideológica del populismo (el marginado social, el joven suburbano, el banquero, el empresario, el militar, el policía), pero el resultado es el mismo: las garantías constitucionales de esos “otros” quedan fuera de la “frontera”, dejan de tener vigencia porque su relativización o eliminación es para “nosotros” una reivindicación social. Además, los reclamos por la no-penalización de (algunos de) “nosotros” pueden derivar en una militancia a favor de una impunidad injustificada cuando las reglas legales vigentes estipulan lo contrario. El resultado es un fenómeno de partidización del derecho penal. No hay instancias imparciales de aplicación de las leyes y, de ese modo, tampoco comunidad: solo existe un “nosotros” contra un “ellos”.
3. EL POPULISMO PENAL
El populismo penal es un modelo de gobierno y gestión de la penalidad que abjura del conocimiento de los expertos o de las élites penales, apela al “sentido común” y a una política de eslóganes, a ciertas emociones del público (ira, indignación, miedo) y que centra su atención en la víctima, o en una imagen idealizada de víctima, para enfrentar el problema del delito y de la inseguridad. El populismo penal irrumpe, en Occidente, a mediados de la década de 1970 (Garland, 2014 [2001]; Pratt, 2006 [2002]; 2007; Sozzo, 2007) con la crisis del “welfarismo penal” (Garland, 2018a [1985]) y del Estado de bienestar, una vez que el ciclo económico de los denominados “treinta años gloriosos” (1945-1975) mostraba sus límites4. Las críticas de los sectores progresistas y de izquierda, que pueden verse condensadas en los estudios de la “criminología crítica” (véase Baratta, 2004 [1982]; Zaffaroni, 2013 [1989]) y en películas como La Naranja Mecánica (Kubrick, 1971) y Atrapado sin salida (Forman, 1975), hacían hincapié en la arbitrariedad y selectividad del welfarismo penal. En tanto, las objeciones de los sectores conservadores, que terminarían por imponerse con la llegada al poder de Margaret Thatcher en Gran Bretaña en 1979 y de Ronald Reagan en Estados Unidos en 1981, llamaban la atención sobre los costos económicos de un modelo que, además, no evidenciaba una disminución de los índices de criminalidad.
El populismo penal surge en este contexto, y si bien se vuelve dominante desde la década de 1980, el modelo y la expresión “populismo penal” se consolidan en los años 90. Fue a mediados de esta última década cuando Anthony Bottoms (1995) hizo alusión al “populismo punitivo” (punitive populism) para describir la tendencia en algunos políticos de usar, con fines electorales, las ansiedades o los sentimientos punitivos de la población, es decir, el recurso al placebo de “la mano dura” a cambio de la obtención de votos en las elecciones (Pratt, 2007)5.
Albert W. Dzur (2012, cap. 2) ha considerado que el populismo penal obedece a (i) la pérdida de confianza de la sociedad en las instituciones estatales; (ii) la inclusión del mecanismo electoral (referéndums, votaciones) en la elaboración de las políticas penales; (iii) la concepción de que el castigo penal debe ser necesariamente severo e incapacitante, que permita abandonar el ideal de la rehabilitación por un esquema “duro contra el crimen” y aislar a las personas “peligrosas”; y (iv) la retórica emotiva que penetró en el ámbito penal y que se ve alentada por la influencia de los medios masivos de comunicación.
Con el populismo penal se difumina la influencia de las causas estructurales que inciden en los índices de criminalidad o de conflictividad social (Díez Ripollés, 2006; Pitch, 2009 [2006]) para dejar paso a un esquema que David Garland (2014; 2018b) consideró propio de “la modernidad tardía”, un esquema en el que la lógica neoliberal y la lógica neoconservadora suplantan los marcos conceptuales del Estado de bienestar. Se borra “lo social” y, con ello, “[e]l pasado”, las “causas sociales del presente” (Pitch, 2009, p. 35). Tiene lugar un desplazamiento del énfasis en la posibilidad de reforma de los detenidos o de las causas de la criminalidad -las notas distintivas del welfarismo penal- hacia “la disminución de [los] riesgos de victimización” (Pitch, 2009, p. 120). Las víctimas recobran protagonismo. Sus intereses ya no se entienden subsumibles dentro del interés general, es decir, junto con los derechos y garantías de los acusados como miembros de una comunidad compartida, sino en el marco de un juego de “suma cero” donde los derechos y garantías de los últimos pasan a ser vistos como nuevas ofensas para las víctimas (Garland, 2014; Simon, 2011 [2007]).
En la sociedad de las últimas décadas del Siglo XX y de las primeras del Siglo XXI, las personas se piensan desde el lugar de víctimas potenciales de un delito (Simon, 2011). El delito constituye no solo el constructo que organiza la justicia penal o el sistema carcelario, sino que su influencia se extiende hacia otras áreas de la vida social (el diseño urbano y arquitectónico de las ciudades, el lugar de trabajo, la familia, la escuela) (Simon, 2011). En ese esquema, en el que el delito se transforma en la figura paradigmática para pensar el gobierno de la sociedad civil, la víctima, en una versión idealizada que solo exige castigo y venganza, se constituye en la protagonista por excelencia, en el sujeto modélico que justifica y racionaliza las distintas medidas de exclusión contra el infractor.
En la sociedad contemporánea “la noción de víctima asume relieve al punto de sustituir a la de ´oprimido´” (Pitch, 2009, p. 11) y deviene en “un sujeto político idealizado, el sujeto modelo, cuyas circunstancias y experiencias se han convertido en sinónimo del bien común” (Simon, 2011, p. 153).
[L]a connotación de [uno] mismo como “víctima” deviene una modalidad privilegiada de toma de la palabra: complementariamente a la crisis de los grandes sindicatos y de los partidos de masas, los conflictos se vuelven moleculares y particularizados y recurren al lenguaje de la victimización para legitimarse. (Pitch, 2009, p. 10)
Se rinde un “altar” a las víctimas (véase Silva Sánchez, 2011; Sozzo, 2007), se promueve la identidad personal como tal (Simon, 2011, p. 380). Se asiste a “la victimización como forma de vida” (Molina, 2018).
En síntesis, y como no hay mundo fuera del lenguaje, la categoría de “víctima” real o potencial, en el discurso, sintetiza y fundamenta una concepción específica en materia de políticas públicas, que ilumina las representaciones sociales de igual modo a la función que desempeñaba el pequeño agricultor, el obrero o el industrial en otros tiempos (Simon, 2011).
Se produce, así, una dinámica que conduce al “empleo del código penal como fuente de capital social” (Simon, 2011, p. 141) con la creación de nuevos delitos y agravantes en virtud de la condición de las víctimas y con el aumento de las escalas penales para las figuras ya existentes (Pratt, 2007; Silva Sánchez, 2011; Simon, 2011; Zaffaroni, 2012)6, lo que “produce unos efectos devastadores en la estructura de racionalidad del Derecho penal” (Díez Ripollés, 2006, p. 594) y una mutación sobre las representaciones del Código Penal que, de charta magna del delincuente, pasa a convertirse en la “Magna charta de la víctima” (Corcoy Bidasolo, 2006, p. 413).
La situación de recelo, desconfianza e inseguridad general, consustancial al individuo moderno y a la demanda de seguridad -y cuya primera descripción puede verse en Hobbes (2003 [1651], caps. XIII, XIV y XVII) (Castel, 2015 [2003]; Kessler, 2015 [2009])- se potencia a partir de algunas características presentes en las sociedades posmodernas (Beck, 2015 [2007]; Castel, 2015; Dzur, 2012; Pitch, 2009; Pratt, 2007; Silva Sánchez, 2011; Zaffaroni, Alagia y Slokar, 2002, pp. 351-352), las que fueron descriptas como “sociedad[es] del riesgo” (Beck, 2015) o “sociedad[es] de la prevención” (Pitch, 2009). Estas sociedades experimentan el “dramático ocaso de la seguridad ontológica”7 (Beck, 2015, p. 74), en las que se han erosionado los grandes programas de seguridad social (Castel, 2015) y en las que las relaciones sociales se organizan y estructuran desde el lugar de víctima potencial de infortunios (de delitos y enfermedades) que deben ser prevenidos, controlados, regulados, acotados y de los que, en principio, nadie está exento (Pitch, 2009). Es “una cultura prevalecientemente dominada por la inseguridad” (Pitch, 2009, p. 23), con “miedo al futuro” (Ferrajoli, 2011, p. 70) y en la que “se [desarrolla] una demanda drogada de seguridad” (Ferrajoli, 2018 [2016], p. 216). Las mayores libertades de la posmodernidad se entrecruzan, paradójicamente, con un aumento de los temores e inseguridades y con una permanente desconfianza hacia el prójimo, lo que multiplica una demanda de seguridad que nunca podrá ser satisfecha (Carvajal Sánchez, 2007; Castel, 2015; Frankenberg, 2014 [2010]; Pitch, 2009):
[L]as sociedades modernas están construidas sobre el terreno fértil de la inseguridad porque son sociedades de individuos que no encuentran, ni en ellos mismos ni en su medio inmediato, la capacidad de asegurar su protección […] [S]e han dedicado a la promoción del individuo [fomentando así] también su vulnerabilidad. (Castel, 2015, p. 13)
En la sociedad tardomoderna, donde se ha desarrollado el modelo populista penal, se ha puesto en crisis la idea de autoridad y certeza. En consecuencia, se ha producido una marcada politización de la esfera pública, “dado que la disolución de las marcas de la certeza quita al juego político todo tipo de terreno apriorístico sobre el que asentarse, pero, por eso mismo, crean la posibilidad política de redefinir constantemente ese terreno” (Laclau, 2015, p. 276). Cuatro décadas de populismo penal permiten reflexionar sobre sus efectos. Estos argumentos son poderosos para criticar la teoría de “la democracia populista o agonista” (Laclau, 2015; Mouffe, 2018).
El populismo penal suele apelar a un lenguaje bélico de confrontación, coherente con el modelo de “guerra contra el delito”, que deriva en la segregación o eliminación física de quien aparece como delincuente (Sozzo, 2007)8. La apelación a lo que el pueblo (presuntamente) quiere dota de una aparente legitimación democrática a las nuevas demandas y permite reemplazar las consideraciones de los técnicos, quienes no comprenderían ni entenderían “la realidad” (Pratt, 2007). Sin embargo, las reformas, lejos de representar a la totalidad de la población, reflejan las aspiraciones de las organizaciones que tienen poder de lobby y pueden presionar a las autoridades para lograr sus demandas (Dzur, 2012; Pratt, 2007; Re, 2008 [2006]). Hace unos años, Fabián Balcarce (2009), refiriéndose a la Argentina, había dicho que en este contexto de “pandemia penal” (p. 54) dentro de “una sociedad ultracriminalizada [el] juego de poder transita por saber quién, en la coyuntura, tiene mayor capacidad de presión para encarcelar al prójimo” (p. 55).
Las políticas en materia de seguridad ya no se evalúan por su idoneidad o eficacia, sino “por su grado de adecuación a la gravedad del daño para el cual prometen ser una respuesta” (Simon, 2011, p. 367) con eslóganes de un “Estado espectáculo” (Zaffaroni, 2005, p. 194), impulsado por “[e]l punitivismo demagógico y populachero de los medios dominantes” (Zaffaroni, 2020, p. 4). Se produce un cisma en la relación entre la función operativa del derecho penal y su función simbólica (Beade, 2017, cap. 7; Ferrajoli, 2010; Sánchez García de Paz, 2006; Silva Sánchez, 2012, p. 482; Zaffaroni, 2005, pp. 179-214).
La dinámica populista penal ha desembocado en Estados Unidos en un encarcelamiento masivo de la población y, en general, ha aumentado en Occidente las tasas de detenidos. Junto al modelo adversarial de juicio que apela a la retórica del combate y del antagonismo, esto genera “un proceso de alienación que no satisface la sensación de la víctima de que se ha hecho justicia ni genera que los condenados rindan cuentas de un modo que les permita corregir las cosas” (Dzur, 2012, p. 37).
Es cierto que el fenómeno de “encarcelamiento masivo”, con excepción del caso de Estados Unidos (véase Garland, 2014; Re, 2008; Simon, 2011, Wacquant, 2015), no se encuentra presente en las democracias actuales de Occidente. Sin embargo, también es verdad, ha tenido lugar un descenso del umbral de las conductas toleradas socialmente, sometidas ahora al sistema penal (el fenómeno de “la guerra contra las drogas”, el modelo de “tolerancia cero”, la intersección de la ley penal con la ley migratoria9).
No obstante, podría argumentarse que esta interpretación del fenómeno del populismo penal abarca solo lo que Dzur (2012, cap. 2) ha denominado el “thin populism” (populismo delgado) y no al “thick populism” (populismo denso) o, como planteaba Rúas (2018), al populismo penal reaccionario y no a los populismos que han logrado la ampliación de derechos. Si así fuera, el populismo penal progresista constituiría un recurso valioso contra “la selectividad estructural del sistema penal” (Zaffaroni, Alagia y Slokar, 2002; Zaffaroni, 2010 [2006]).
En el caso de Argentina, durante el período 1996-2018, la tasa de detenidos aumentó un 200 %. De un porcentaje, en 1996, de 71 detenidos cada 100 mil habitantes, se alcanza según datos al 31/12/2018 un índice de 213 personas privadas de su libertad cada 100 mil habitantes (cifra que asciende a 232 encarcelados si se incluye a quienes se encuentran detenidos en comisarías). Por su parte, América Latina es una de las regiones que experimenta elevados índices de encarcelamiento, incluso luego del ciclo de los gobiernos populistas progresistas en las dos primeras décadas del Siglo XXI (Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, 2018). Así, el ejemplo de Argentina desmiente la interpretación de Rúas. La administración del Presidente Menem (1989- 1999), reconocida por su prédica populista de derecha, concluyó su gestión hace más de veinte años con una tasa de 94 detenidos cada 100 mil habitantes. En tanto, el ciclo kirchnerista de gobierno (2003-2015), con las administraciones de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner, identificadas retóricamente con un populismo de izquierda, elevó los índices de encarcelamiento de 137 a 169 personas cada 100 mil habitantes (y salvo el bienio 2006-2007, el índice de detenidos aumentó sostenidamente en esos años). Las consideraciones de Rúas (2018) son acertadas respecto a los efectos de las políticas penales de los populismos de derecha, como el caso de la administración del Presidente Macri (2015-2019), en la que se elevó considerablemente la población penitenciara de 169 a 213 detenidos cada 100 mil habitantes. Sin embargo, Rúas silencia el hecho de que consecuencias similares se produjeron en gobiernos populistas de izquierda: la tasa de detenidos en Argentina ha aumentado en un 200 % en el período 1996-201810 con un ascenso anual sostenido, excepto en el bienio 2006-2007, y con “saltos” que, incluso, superan la variación de 110 a 123 presos cada 100 mil habitantes producida durante la grave crisis económica, social, política e institucional de 2001-2002.
En síntesis, el populismo penal supone (i) concebir los intereses de las víctimas como opuestos e irreconciliables con los derechos y garantías de los acusados y condenados11; (ii) la apelación de los dirigentes políticos al “sentido común” y a ciertas emociones de la población como recurso para enfrentar y (en teoría) solucionar los problemas de la inseguridad. Esto último, supone, (iii) ampliar la brecha, ante la inadecuación de las medidas y los resultados producidos entre el valor simbólico y la vigencia efectiva del derecho penal; y (iv) abjurar del conocimiento científico o técnico en materia de criminología, sociología, derecho, psiquiatría y psicología y, con ello, prescindir de la autoridad de las élites penales en el gobierno y gestión de la penalidad.
4. LA APLICACIÓN DE LA “DOCTRINA CHAVELA VARGAS DE LA INTERPRETACIÓN”: UNA NUEVA MANIFESTACIÓN DEL POPULISMO PENAL
El análisis de la teoría populista de la democracia de Laclau y del populismo penal permite dar cuenta de la conexión del interpretativismo -y su cara más visible, la “doctrina Chavela Vargas”- con ciertos rasgos propios de la democracia populista y del populismo penal. Así como para el populismo la realidad se construye performativamente, para la “doctrina Chavela Vargas” el derecho se construye por un acto de voluntad del juez (su “rechingada gana”). Ambos prescinden de cualquier referente previo como límite a la voluntad. En tanto, así como el populismo penal moraliza la discusión sobre el derecho penal al recostarse en “la víctima” como sujeto modélico y al apelar a ciertas emociones del público y desconfiar del lenguaje técnico del derecho, la “doctrina Chavela Vargas” tiene lugar en un tiempo de moralización de la esfera pública, de la idea de que el derecho debe reflejar ciertas valoraciones morales y de que su contenido solo puede determinarse a partir de una interpretación-valoración creativa.
Seguidamente recordaré tres casos relativamente recientes, resueltos por tribunales argentinos, que se explican a partir de la “doctrina Chavela Vargas”. El primero de ellos -un caso que ha sido estudiado particularmente por Rosler (2018; 2019, cap. 4)- es el caso “Batalla” de la Corte Suprema de Justicia de la Nación (CSJN, 2018), que convalidó -con la excepción del Juez Rosenkrantz- la aplicación de una ley penal más gravosa (Ley 27362, 201712). Los jueces Rosatti y Highton de Nolasco, modificando el criterio que expresaran en “Muiña” (CSJN, 2017), convalidaron la aplicación de la Ley 27362 (2017) que denegaba el beneficio del denominado “2x1” consagrado en una ley anterior, la Ley 24390 (1994), a condenados por delitos de lesa humanidad. Para ello, apelaron a “[l]a ilegalidad propia e inherente” de los delitos de lesa humanidad (consid. 15, voto Jueces Rosatti y Highton de Nolasco) y a la circunstancia de que las movilizaciones y discusiones posteriores al fallo “Muiña” constituían una prueba irrefutable de que el contenido de la ley que acordaba el cómputo del “2x1” en materia de prisión preventiva, no era claro (consid. 8, voto Jueces Rosatti y Highton de Nolasco), pese a que esta última ley no establecía excepciones a los delitos contempla dos por ella13. Sobre lo primero, no se entiende muy bien qué es “la ilegalidad propia e inherente”, ya que tal expresión parece hacer alusión a la existencia de un concepto ontológico o natural de delito previo al correspondiente acto de sanción por parte de la autoridad, lo que implicaría una regresión hacia una suerte de iusnaturalismo penal con los graves peligros que ello trae aparejado: que la ley pierda autoridad y que los jueces puedan condenar o aplicar sanciones más allá de las leyes vigentes. A su vez, la referencia a la amplia discusión sobre el fallo “Muiña” tampoco es determinante, dado que la discusión o el desacuerdo sobre el contenido del derecho suponen una discusión o un desacuerdo sobre el significado del contenido del lenguaje legal y no sobre la valoración moral que el mismo nos genera14. Si la ley no establecía distinciones respecto a los delitos por ella alcanzados, es decir, si abarcaba a todos los delitos, es complejo sostener que es razonable emprender una discusión jurídica y no moral sobre el contenido de la expresión todos.
El segundo ejemplo es la sentencia que en la causa “N. M. E.” (Sentencia N° 88/19, 2019) dictara la Sala Penal del Superior Tribunal de Justicia del Chaco, por la que se convalidó la aplicación retroactiva de la Ley 27206 (2015), que amplía los términos de la prescripción de la acción penal en los casos de delitos contra la integridad sexual y de trata de personas cometidos contra menores de edad (en el juicio se discutían hechos acaecidos entre los años 1998 y 2001 que, conforme a la legislación por entonces vigente, estaban prescriptos). Sin embargo, y pese a que el art. 18 de la Constitución nacional de 1853-60 reza que “[n]ingún habitante de la Nación podrá ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso”, lo que prohíbe no solo penar al acusado por un delito no vigente al tiempo del hecho por el cual se lo juzga, sino también, y como bien lo ha indicado la propia CSJN (1887), “las leyes de efecto retroactivo, en cuanto se agrave por ellas la pena, ó [sic] se empeoren las condiciones del acusado”. Una ley que hace posible juzgar un hecho que conforme una ley anterior se encontraba prescripto, lógicamente, “empeora las condiciones del acusado” porque puede terminar en su condena y aunque no termine en condena, por el solo hecho de poder ser acusado y juzgado15. Sin embargo, para resolver como lo hizo, el STJ Chaco apeló a tres argumentos. El primero se vincula a la tutela judicial efectiva y al interés superior del niño (OEA, 1969, arts. 8.1 y 25; ONU Asamblea General, 1989, arts. 3 y 19.1)16, lo que, en todo caso, permitiría justificar la nueva ley hacia el futuro. El segundo argumento hizo alusión a que la ley cuya aplicación se discutía, en realidad ya se encontraba vigente al momento de los hechos porque su contenido estaba implícito en los tratados internacionales de derechos humanos con jerarquía constitucional desde 199417. Este argumento, además de contradecir al anterior, que reconocía que se había producido una “modificación legislativa”, es un caso paradigmático de la “doctrina Chavela Vargas”: el STJ ha hecho lo que se le dio “la rechingada gana” al prescindir del derecho vigente que reconoce como garantía constitucional el principio de legalidad penal y de irretroactividad de una ley penal más gravosa (Constitución argentina, 1853- 1860, art. 18). Finalmente, el tercer argumento, que por si fuera poco contradice los dos anteriores, directamente hace mención del carácter particularmente odioso de los abusos sexuales contra menores18 y no constituye sino una burda manifestación de un republicanismo penal clásico aggiornado a los nuevos tiempos, por el que se reconocen o niegan las garantías en función de la moralidad de los acusados y de lo que se merecen (Rosler, 2017, pp. 81-91; 2018, pp. 22-29).
La defensa también cuestionó que la condena dictada incurría en una confusión, ya que el delito de abuso sexual gravemente ultrajante recién se incorporó a la legislación argentina en mayo de 1999 por lo que no estaba vigente en 199819. Sin embargo, el tribunal, a través de la “doctrina Chavela Vargas”, confirmó la sentencia haciendo referencia al contenido de la figura de abuso sexual gravemente ultrajante pese a que ello no estaba en discusión.
El tercer caso es la Sentencia 69965 (2016) de la Sala VI del Tribunal de Casación Penal de la Provincia de Buenos Aires. La acusada dio muerte a su esposo -quien ejercía reiterada violencia de género contra ella- mientras el hombre se encontraba acostado en la cama matrimonial y de espaldas a la mujer20. El tribunal entendió que, atento a la violencia de género que la acusada sufría, el homicidio debía ser entendido desde “una perspectiva de género” y, por ello, ser considerado un acto de legítima defensa (Código Penal, 1921, art. 34, incs. 6 y 7). Para ello, apeló, en primer lugar, a la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, que impone a los Estados parte asegurar la igualdad de género y terminar con la discriminación irrazonable prevista en las leyes, como sería el caso del Código Penal (1921), esto es, en una época en que las mujeres no votaban y no tenían reconocidos sus derechos políticos21. Ergo, la “agresión ilegítima” (Cód. Penal, 1921, art. 34, inc. 6 a,) estaría pensada para una agresión de un hombre contra un hombre. Ahora bien, si esto es así, el tribunal está reconociendo que está operando con una ley que tiene un contenido discriminatorio irrazonable determinado, por lo que debería haber declarado su inconstitucionalidad pero no reformularla22, porque los jueces carecen de esta competencia. En segundo término, el tribunal aludió a la presunta responsabilidad del Estado argentino como razón para confirmar la sentencia, aunque se omite el hecho de que los tratados no reemplazan al Código Penal. En todo caso, el tratado exigiría la modificación del Código Penal por parte de los poderes políticos, lo que, de no hacerse, podría generar responsabilidad al Estado argentino. En tercer lugar, se consideró que “no debe entenderse a la violencia de género doméstica como compuesta por hechos aislados sino como una agresión continua, incesante” (Sentencia 69965, 2016). Sin embargo, este argumento contradice los dos anteriores porque considera que en el caso existía una “agresión ilegítima”, en los términos del art. 34 inc. 6 a (Código Penal, 1921) y, por tanto, no había que reformular ninguna norma. No obstante, tal consideración es problemática ya que implica que, hasta tanto el hombre sea detenido, este comete una agresión ilegítima (violencia de género), por lo que se otorga un “cheque en blanco” para emprender contra él actos que serían un medio de defensa contra una agresión (Código Penal, 1921, art. 34, inc. 6 b).
Como se ve, buena parte del fallo del tribunal se sostiene en la “doctrina Chavela Vargas”. Sin embargo, no hacía falta apelar a ella para confirmar la absolución de la acusada. El tribunal podría haber afirmado que la acción de esta última no era punible conforme al segundo supuesto del art. 34 inc. 2 (Código Penal, 1921): “No son punibles [...] 2° El que obrare violentado por [...] amenazas de sufrir un mal grave e inminente”. O, incluso, entender que al no estar el acusado aún dormido y tener muy cerca de él un arma, era razonable considerar que se trató de una defensa justificada contra una agresión que estaba por reanudarse y que, por tanto, podía ser impedida en los términos del art. 34 inc. 6 b del Código Penal (1921)23. De otro modo, no discuto la absolución dispuesta, sino el hecho de considerar que como la violencia de género es permanente, de allí se desprendería el derecho de matar, v. gr., a quien se encuentra dormido. El tribunal incurre en una argumentación que, entiendo, habilitaría estos casos.
Los casos de la CSJN y el STJ Chaco se recuestan en la indignación social, en la valoración moral del juez-intérprete, en el sentido de justicia del juez o de un grupo de personas pero no24 en el contenido del derecho vigente. En tanto, el Tribunal de Casación de la provincia de Buenos Aires pudo haber apelado al derecho vigente (Código Penal, 1921, art. 34, inc. 6 a y b), pero decidió incurrir en consideraciones morales25 que tienen el problema de afirmar que todo aquél que ha ejercido violencia de género puede ser muerto hasta tanto sea detenido.
La incursión de los tribunales en un populismo judicial a través del empleo de la “doctrina Chavela Vargas” es muy problemática por varias razones. En primer lugar, porque en una sociedad democrática el derecho es creado por los órganos políticos del Estado, esto es, por aquellos poderes que representan al pueblo y no por los jueces. En una sociedad democrática gobierna el pueblo y no los jueces, quienes, por ello, deben aplicar el derecho creado por los representantes de aquél. En segundo lugar, porque, como plantea Waldron (2005 [1999]), las sociedades contemporáneas son sociedades plurales y heterogéneas que se caracterizan por el “hecho del desacuerdo”, esto es, por estar moralmente en desacuerdo sobre casi todo. En función de ello y para que la convivencia pacífica sea posible, se acude al derecho, que se impone a los diferentes puntos de vista morales en disputa hasta tanto el tema vuelva a ser discutido y reciba (o no) otra respuesta legal. Esto quiere decir que ante los desacuerdos morales que existen en nuestras sociedades, la ley, con su texto lingüístico “canónico” que no puede ser obviado, permite legitimar la vigencia jurídica del punto de vista moral que logra imponerse a través de la regla de la mayoría hasta tanto decida someterse a discusión y votación nuevamente la cuestión (Waldron, 2005, caps. 1 y 4). Como recuerda Rosler (2016), “es precisamente porque existen los desacuerdos que son necesarias las leyes” (p. 119), como “una instancia que tome partido por una de las opiniones en juego y dicha opinión debe prevalecer hasta tanto la autoridad vuelva a pronunciarse al respecto” (p. 183). Ergo, “es por razones morales que nos sometemos a la autoridad de al menos cierta clase de derecho, lo que se suele denominar como el Estado de derecho democrático” (Rosler, 2019, p. 185).
Por el contrario, el populismo judicial genera una amplia incertidumbre sobre el contenido del derecho vigente y, con ello, de los derechos y deberes reconocidos por él. ¿Cuáles son las razones de este populismo judicial y de su doctrina “Chavela Vargas”? Tal vez, ellas se relacionen con la tradición de anomia en la sociedad argentina (Fucito, 2010; Nino, 1992), pero para poder afirmar esto se requeriría otro trabajo.
CONCLUSIONES
He recordado las características principales del paradigma del populismo penal y he argumentado que lo que generalmente se entiende por populismo penal no solo abarca al populismo de derecha, sino también al populismo penal progresista o de izquierda. Para ello, he analizado la tesis de Laclau -un referente teórico del populismo- y he recordado los niveles de encarcelamiento en Argentina después de más de dos décadas de gobiernos populistas de derecha y de izquierda. En ese marco, he establecido una conexión en el campo del derecho penal entre el “interpretativismo” (y su cara más visible, la “doctrina Chavela Vargas”) y el populismo penal. En esa línea, he citado tres sentencias de altos tribunales penales que constituyen ejemplos de un nuevo populismo penal -un populismo penal judicial-, cuyo principal recurso ha sido lo que Rosler (2019) ha denominado “doctrina Chavela Vargas de la interpretación”.