SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.14 número2Políticas públicas locales para atender la violencia de género en Cuba: entre desafíos y la realidad social de las mujeres víctimasAproximación a la esfera pública contemporánea: habilitaciones desde la producción cultural índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • En proceso de indezaciónCitado por Google
  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO
  • En proceso de indezaciónSimilares en Google

Compartir


Encuentros

versión impresa ISSN 1692-5858

Encuentros vol.14 no.2 Barranquilla jul./dic. 2016

https://doi.org/10.15665/re.v14i2.797 

Resultado de Investigación

Modernidad, progreso y violencia: algunas claves para un concepto jurídico de revolución

Modernity, progress and violence: some keys for a juridical concept of revolution

Modernidade, progresso e violência: some chave para um conceito legal de revolução

Luis Alberto Pérez Llody1 

1Doctor en Ciencias Jurídicas Profesor Auxiliar de Historia del Estado y el Derecho Vicedecano Facultad de Derecho, Universidad de Oriente Ave. Patricio Lumumba, s/n, Altos de Quintero, Santiago de Cuba CUBA. llody@uo.edu.cu


RESUMEN

Las revoluciones constituyen un fenómeno central en la caracterización de la historia moderna. Sus consecuencias se evidencian desde fines del siglo XVIII para las Trece Colonias y Francia, hasta los ejemplos aportados por el XX. Tal apreciación ha sido sometida a estudios de diversa índole; sin embargo, no todos han explicado de forma ordenada la relación que se implica en sus decursos con la ciencia del Derecho. Este artículo de revisión tiene como objetivo sistematizar e integrar teóricamente los contenidos inherentes a la revolución como forma trascendente de resistencia política, mediante la valoración de sus elementos justificantes y constitutivos, la dimensión de sus alcances para las ciencias política y jurídica, y su implicación con el factor de la evolución histórica. .

Palabras clave: modernidad; progreso; violencia; revolución

ABSTRACT

The revolutions are a central phenomenon in the characterization of modern history. Its consequences are evident since the late eighteenth century to the Thirteen Colonies and France, to the examples provided by the XX. Such an assessment has been subjected to studies of various kinds; however, they not all neatly explained the relationship is implied in its courses with the science of law. This review article aims to systematize and theoretically integrate inherent in the revolution content as transcendent form of political resistance, by assessing their supporting elements and constitutive dimension of its scope for political and legal sciences, and his involvement with the factor of historical evolution.

Keywords: modernity; progress; violence; revolution

RESUMO

As revoluroes sao um fenomeno central na caracterizarao da história moderna. Suas conseqüencias sao evidentes desde o final do século XVIII ao Treze Colonias e da Franra, com os exemplos fornecidos pelo XX. Tal avaliarao foi submetido a estudos de vários tipos; no entanto, eles não tudo bem explicado a relação envolvida em seus decursos com a ciência do direito. Este artigo de revisão tem como objectivo sistematizar e integrar teoricamente inerente ao conteúdo revolução como forma transcendente da resistência política, avaliando os seus elementos de apoio e dimensão constitutiva da sua margem de ciências políticas e jurídicas, e seu envolvimento com o fator de evolução histórica.

Palavras chave: modernidade; progresso; a violencia; a revolução

1. Introducción

En la gradual juridificación de los elementos conceptuales de la revolución se hace imprescindible acudir a la impronta del siglo XIX como resultado de la acumulación histórica. Ello es posible sostenerlo porque la articulación cognoscitiva del fenómeno revolucionario se involucra con los paradigmas intelectuales de la modernidad, entre los cuales se identifica la idea del progreso. En el mundo occidental, revolución y progreso alcanzan notoriedad en la evolución de las sociedades, siendo lo político el punto principal de enlace.

En ese sentido, entender la revolución como una forma trascendente de resistencia política conduce al objeto de estudio de las páginas siguientes. Etimológicamente suele emplearse como términos para referirse a la revolución, v.gr. cambio violento (Diccionario de la Lengua Española, 2001); y de forma más intencional, "derrocamiento por la fuerza de un orden gubernamental o social, en favor de un nuevo sistema" (Del Vecchio, 1935: 60).

De este criterio se derivan contenidos que como se irá viendo, se involucran como una respuesta extrema a una crisis civilizatoria determinada por la falta de cauces legales de otra índole. En su justificación se halla el sacrificio como premisa, y sus resultados siempre promoverán efectos en el orden político y jurídico del Estado; esto es, en la reconformación del Derecho y el poder que, aunque categorialmente distintas, constituyen unidades siempre relacionadas.

Ahora bien, la idea del progreso, en su connotación ideológica (subjetiva), es por esencia contradictoria. La intención de relativizar este fenómeno obedece al pluralismo con que normalmente se manifiestan las comunidades políticas; lo que equivale a reconocer que ningún resultado será lo suficientemente homogéneo como para ofrecer una conclusión dominante: lo que es progreso para unas, no necesariamente lo es para otras. El problema obliga a prefijar una conducta restringida desde lo conceptual al establecimiento de un nexo esencialmente político con la revolución. Esto último constituye un presupuesto fundamental, y es, al propio tiempo, el adelanto de la postura teórica que discurre por los análisis subsecuentes.

Su origen, también cuestionado, se ubica en el umbral latino y cristiano, de donde parte la concepción de la revolución como proceso catalizador de una realidad deseada por medio de la acción (Pachón Soto, 2010). En su estudio clásico, Condorcet (1921) inicia su cuadro histórico sobre el progreso con las agrupaciones humanas; la primera gran escisión se habría producido en el mundo griego en un proceso que duró hasta la división de las ciencias. En sentido similar, varios autores (Javary, 1851; Delvaille, 1910; Edelstein, 1967; Hegel, 1975; Guthrie, 1975; Nisbet, 1991; Finley, 2002; Zhmud, 2006) ubican el inicio de sus respectivas exposiciones en la Antigüedad y en los primeros cristianos, aunque Koselleck (2012) ha sostenido especial reserva al plantear el elemento parcial del desarrollo en esta etapa. Por su parte, Bury (1971) impugnó toda posibilidad de que en el mundo antiguo se verificaran condiciones favorables para la comprensión de este fenómeno, obstáculo que en su criterio fue superado a partir del siglo XVI con la sistematización de Bodino (1945), que se ubica dentro del grupo de autores clásicos que abordan el tema del progreso y que con significativa importancia influyeron en el desarrollo intelectual del Renacimiento.

Es preciso entender que en este periodo, al progreso le fue otorgado un carácter natural de acuerdo al normal desarrollo que experimenta el conocimiento y, como consecuencia, también las artes y las ciencias. Este fue un signo esencialmente griego que más tarde se vio consagrado por el atributo cristiano de los padres de la Iglesia hasta el apuntalamiento de San AGUSTÍN, cuyo pensamiento progresista es equivalente al crecimiento espiritual del hombre como cuestión inmanente a su naturaleza (Nisbet, 1991). De forma no menos interesante, Antonio Caso (2009) prefiere ubicar los cimientos más firmes de la idea del progreso en la Edad Media y, dentro de ello, con un vínculo fundamental con los valores y la cultura, a partir de lo cual se argumentan sus contenidos estéticos, morales, intelectuales y religiosos. Este criterio toma como base la experiencia de los siglos XII y XIII, lapso en el que se producen suficientes motivos para fundar y creer en los méritos de una nueva forma de hacer en la ciencia y en la cultura, en sentido más general.

Ante esta dicotomía de posiciones sobre el origen de la idea del progreso, debe indicarse que de acuerdo a los fines del presente estudio, conviene identificar su complejidad más estricta en los resortes de la vida política como un fruto genuino del hombre moderno, implicado en ofrecer respuestas adecuadas a sus crecientes necesidades de toda índole y asociado siempre al rigor de las ciencias duras en auge. Tal apreciación se debe al cambio de paradigma que se opera en una época donde el desarrollo aparentemente ilimitado de estas ciencias provocó la conformación de una mentalidad de avance positivo ya no sólo técnico sino también en el orden social, con incidencia en la nueva consecución metodológica de las ciencias sociales (Comte, 1943), y en sentido más general, en la concepción de la evolución en el tiempo como manifestación de la ley natural.

Como cabe reconocer, fueron estas ideas resultado de un camino en el que ya antes Descartes (1984) había marcado una impronta y en el cual el progreso es definido como un fenómeno orientado a "algo superior, algo distinto a una intensificación de la posibilidad de goces y satisfacciones materiales. Su esencia consiste en perfeccionar el espíritu humano en el sentido de lo justo" (Stammler, 1974, pp.446-447). Gracias a sus circunstancias, el fenómeno aparece ya notablemente secularizado, un carácter que expone la preeminencia de los valores positivos por encima del rasgo sobrenatural; punto de ruptura que distinguirá, en lo adelante, la proyección de un futuro mejor como base conceptual del progreso (Koselleck, 2007).

Pese a esta aureola triunfalista, en Voltaire se halla un hálito de desconfianza (Bermudo, 1986) que se imbrica con el fenómeno colonizador llevado a cabo desde el propio "descubrimiento de América". Precisamente 1492 significó, en tal dirección, el año donde se fija el origen del contenido negativo de la Modernidad, argumentado en una violencia capaz de desmitificar la conformación eurocéntrica del nuevo periodo histórico. Tal advertencia, liderada por Dussel (1992), atiza un debate sobre la comprensión del falaz trazado histórico del progreso europeo. Sin embargo, el escenario intelectual de la época no concebía lo que ahora el autor contemporáneo. De acuerdo a aquella primera perspectiva, toda etapa anterior, inaugurado el tracto moderno, es asumida como una forma de crisis superada, como un freno al desarrollo, término este último que con frecuencia es utilizado como sinónimo de evolución y progreso.

En definitiva, los nuevos espacios de la época moderna cuestionarán, en primer lugar, la raíz teológica en la comprensión de un asunto que hasta el siglo XVIII habría sido sistematizado por Herder (1959). En estas circunstancias -advierte Weber (1997)- la cultura profana que genera la tensión entre religión y conocimiento intelectual conduce al desencantamiento del mundo. Ello obedece al nuevo escenario en que la ciencia empírica contradice los valores éticos fundados en Dios, lo cual es un claro anuncio de la evolución de las sociedades modernas (Weber, 1997). Significativamente, a juicio de Habermas (1989), se trata de una nueva conciencia del tiempo en donde la esfera del saber ha quedado separada de la esfera de la fe de acuerdo al reconocimiento de lo subjetivo como una de las esencias del mundo moderno.

Para Blumenberg (2007, P.347), es cuestión de "prehistoria teológica" referir el fenómeno de la secularización; esto es, colocar en tela de juicio la autenticidad de la nueva época, entendido en forma de relación con el pasado que de acuerdo a este criterio, no resulta compatible epistemológicamente. En tal perspectiva ocurre un desprendimiento; no se podría explicar de otra manera el proceso consciente mediante el cual el hombre transforma el mundo en el contexto de una realidad totalmente nueva, y mucho menos reconocer la secularización como fenómeno moderno cuando en realidad se trata de un "dogma" y un "apasionamiento". Encuéntrese aquí el núcleo de la teología política trascendida (Blumenberg, 2008).

Es esta una respuesta a los presupuestos con que Schmitt (2009) y Lowith (2007), desde antes, justificaron la moderna teoría del Estado a partir de conceptos teológicos secularizados. En estos últimos considera Schmitt que se encuentra la principal herramienta hermenéutica con qué explicar la Modernidad desde la teología política. De acuerdo al criterio de LÖWITH, en la sucesión de catorce siglos en la formación del pensamiento no puede obviarse la influencia ejercida por el principio de la providencia como resultado de la originalidad cristiana; siendo en última instancia el único carácter novedoso que ostenta la Modernidad el haber manipulado su lenguaje (Lowith, 2007). Bossuet (1913) y Laín Entralgo (1962) refuerzan esta postura.

La gran contradicción teórica no se funda, como a priori pudiera sugerirse, en la formal aceptación o no de la cuestión cristiana en el orden conceptual del progreso, sino en su profundidad y alcance. A tales efectos es posible identificar un discurso ideal, racional, comunicativo, comprometido, solidario y esperanzador que se imbrica con el pasado como punto de referencia, comparativo y necesario. Esto último es a su vez un elemento que argumenta un sentido óntico (histórico y sociológico) proveniente del acervo antiguo y cristiano. Sin embargo, deberá ser observada aquí la secularización de la escatología cristiana en un rango únicamente metodológico capaz de expresar una continuidad en la forma (pretensión de unidad, de orden), pero no así en la sustancia (centro en Dios que ofrece sentido a las demás realidades). De esta única manera, la esperanza en el progreso puede verse como una manifestación material, viable, y no mística e inalcanzable, plexos teóricos e ideológicos variables que ni el pensamiento ilustrado ni postmoderno han agotado, y que parece adecuado definir como pautas conceptuales por la utilidad que reportan en relación a la resistencia política. De todas formas, aún no es el momento adecuado para establecer criterios definitivos en este sentido, dado que a la cuestión de la revolución corresponde un análisis posterior.

Para continuar, es preciso que se atienda al parámetro de comparación temporal. Esto podrá ser denominado como lógica de los antecedentes; es decir, sólo es posible verificar el progreso si son tenidos en cuenta los espacios precedentes a partir de los cuales la descripción científica puede demostrar si realmente existe un escenario progresivo, o no. En la ciencia, por ejemplo, es consecuente medirlo por las líneas de desarrollo que marcan los fenómenos científicos. Esta es una forma tradicional que, sin embargo, no es absoluta.

Desde lo político, que es el medio por el cual se concreta la relación con la revolución, hay dos formas en que se sustentan los usos de la idea del progreso: 1. a priori (en el discurso) y 2. a posteriori (en la verificación histórica). El primero es una cuestión propia de la ciencia política donde se evidencia por lo general una carga especulativa en el orden axiológico, ideológico y material; esto es, la forma en que se presentan los proyectos revolucionarios, no siempre ciertos y realizables. El segundo es empírico, corresponde al campo de la comprobación y se concreta con ejemplos históricos de revoluciones efectivamente logradas. La manera en que ambas instancias sellan el pretendido vínculo político es mediante la justificación y la realidad.

De acuerdo al uso estratégico del lenguaje, aquí se propicia un consenso que en torno al discurso deberá tener como base la aceptación de la verdad como regla general, y no la mentira como presunción decisiva (Habermas, 1983). En política, todo discurso tenderá por esencia a dotar de legitimidad a la acción. Ello determina que no es la fuerza sino el contenido ideológico subyacente sobre el progreso lo que sustenta su uso a priori. No es concebible el poder sin su esencia legitimadora; y en el caso del concebido por la violencia, este punto es aún más interesante, ya que precisa en grado más elevado de la generación de esta cualidad basada en el progreso ya no sólo como discurso sino también como realidad. De ahí que el nexo se afirme cada vez en lo político más que en cualquier otro sentido.

Después que Turgot (1808-1811) describiera que el avance de las experiencias revolucionarias del siglo XVIII se debió fundamentalmente a la conquista de la libertad en claro vínculo con la felicidad y el crecimiento material de las sociedades, Skocpol (1984) reconoce que tales procesos emergieron a partir de crisis específicamente políticas, y en un franco desafío a los soportes estructurales del antiguo régimen que se vieron desarrollados en contextos internacionales hostiles al estatismo. En Inglaterra, autores como Burke (1984), emergieron con una significativa sistematización de los contenidos de la resistencia política y el progreso como elementos que esencialmente la Ilustración y la Revolución Francesa habrían consagrado en la historia más reciente; a lo que se unió la obra de Godwin (1945), indicada no sin suspicacia al estudio de las vías del mejoramiento progresivo de la sociedad política. En este último, el alcance de la justicia política se constituye como la principal causa de mejoramiento social, lo cual es equivalente a la forma axiológica de progreso bajo el esquema del contrato social. A partir de tales experiencias, Proudhon (1973) considera que las sociedades del siglo XIX estarían listas para propiciar saltos y sacudidas y por tanto, alterar el proceso pacífico de desarrollo. Breve tiempo después, OWEN (1845) cristaliza una concepción progresista aliada al socialismo, epicentro de las más agudas críticas sobre su carácter utópico de acuerdo a la doctrina marxista, que le verán unido al movimiento que en Francia representa Saint-Simon (Engels, 1946).

De esta manera, conformarían Francia e Inglaterra los dos polos de mayor trascendencia en la cosmovisión sobre el progreso moderno en Europa, ya que en Alemania estas ideas serán mejor desarrolladas, en un primer momento, sólo por Hegel (1975) y Kant (1989), en el primero como parte de la naturaleza del pensamiento pero con un claro sentido antagonista, sin opciones de desarrollo; y en el segundo por medio de un aparato teórico sobre la moral. En ninguno de los casos, la idea del progreso forma parte esencial de su obra filosófica, a diferencia de cómo se evidencia en Marx.

En el decimonónico, es Spencer (1953) el gran sintetizador, y quien encarne la defensa de lo que describió como "ley del progreso" en los marcos del liberalismo, de forma muy centrada en el individuo. En franco desafío al autoritarismo de Estado, define a ultranza el criterio de que su burocracia, construida sobre la base de la agresión, ha sido siempre resistente al progreso de manera específica por medio de la actuación del legislador. Pese a ello, sus tesis son optimistas (Spencer, 1895).

Los trágicos acontecimientos precipitados en el mundo desde la segunda década del siglo XX, sin embargo, afectaron este credo, lo que hasta hoy evidencia una idea vulnerada "por la falta de amor, la intimidación y la guerra" (Arendt, 1970, pp.32-33). Subyacente en todo esto, el cuestionamiento sobre el nexo político entre el progreso y la revolución, responsable en buena medida de los pasos de avance y retroceso de la humanidad. Con todo esto, la perspectiva sociológica permite entender que el fenómeno de la revolución es capaz de presuponer de forma excepcional una evolución anormal. En ello se evidencian dos elementos distintivos: 1. la violencia revolucionaria, y 2. la idea de la evolución social como afirmación del progreso.

Hasta aquí, la idea del progreso condensa, en lo conceptual, los criterios de adelantar, perfeccionar, avanzar, trascender. Una vez que sean vistos los contenidos de la revolución, podrá determinarse una plena identificación, desde lo proyectivo, entre estas cualidades. Ello prefija una relación política entre ambas definiciones sin la cual no sería posible justificar la violencia revolucionaria. No siendo absolutos, tales parámetros provocan también juicios negativos, y es la razón predominante en un grupo importante autores que, aunque minoritario, otorgan un carácter falaz al dogma del progreso (Nisbet, 1991).

De cualquier manera, la ubicación de un concepto de naturaleza tan compleja, de una esencia eminentemente histórica, pasa por reconocer una variada exposición de elementos ciertos y objetivos que, en ningún caso, podrían ser desechados. En la política, podríamos definir que se orienta a renovar las normas y las instituciones como resultado de la necesidad de ofrecer una alternativa superior a lo tradicional, siempre en busca de un bien colectivo y en cuyo desarrollo convergen circunstancias propicias, individuos dispuestos, ciencia y sociedad. De acuerdo a la lógica de los antecedentes -a partir de la cual se concreta la reflexión comparativa del progreso-, el impulso hacia adelante equivalente en su forma a la actualización de la idea del porvenir, ha contribuido históricamente a entender la evolución social como un elemento necesario de la justificación, proyectiva y conceptual, de la revolución.

El concepto de revolución en la teoría política y jurídica moderna

Las diferentes expresiones revolucionarias precisan ser tratadas también como elementos de las ciencias política y jurídica. No son éstas, sin embargo, las áreas del saber a las que, en forma exclusiva, pertenecen. Como ocurre con la resistencia política, de la cual la revolución es una manifestación, su carácter es de provecho multidisciplinario. En consecuencia, se ha producido una diversidad de enfoques teóricos e ideológicos que contradictoriamente han determinado la inexistencia de una teoría jurídica de la revolución (Schmill, 2007), y de un concepto unívoco (Cattaneo, 1968).

La idea que se pretende aquí jerarquizar se orienta en una cosmovisión social con trascendencia ius- política; por tanto restringida de la revolución. Ello permite agrupar -y limitar- sus más sobresalientes criterios conformadores de acuerdo a las dinámicas y a los conflictos del poder en el contexto moderno. Atender a sus cualidades en los órdenes psicológico, económico, científico- tecnológico, cultural y de Derecho Internacional, no será objetivo más que colateral en nuestra valoración, cuando así sea necesario.

Por otra parte, es preciso destacar que la cuestión revolucionaria en el contexto moderno se encuentra asociada a la consagración del pactum societatis, cuyo contenido encarna el derecho de resistencia a la opresión en su forma clásica. Es así que la teoría del contrato, previa a los procesos revolucionarios desencadenados en Norteamérica y Francia a finales del siglo XVIII, se encuentra muy relacionada a la teoría moderna de la revolución, fenómeno que, a juicio de Sorokin (1925), implica una transformación en los principales aspectos de la vida en sociedad y son precisamente estos elementos de tipo social los que con mayor incidencia se ven afectados. Semejante razonamiento hace Moore (2007) cuando afirma que los procesos revolucionarios se fundan en la dinámica relación entre las reglas sociales y su violación como componentes fundamentales del agravio moral y del sentimiento de la injusticia. Justo también en este punto es recordar el criterio de Gurr (1974), quien pondera la justificación psicocultural de la violencia como práctica social, generalmente devenida en guerras internas. Ya desde un enfoque más ajustado al fondo del conflicto político, Tilly (1973) hace radicar el origen de estos procesos en las aspiraciones antagónicas al control del Estado, lo cual se evidencia a través de las variables del descontento de grupos organizados y también establecidos dentro de las estructuras de poder. Estos criterios interpretativos se destacan por ser coherentes con las lógicas que define el presente estudio, y porque en ellos están contenidos los elementos descriptivos de la acción colectiva y de movilización cuyo eje central, más racionalmente explicitado, es la cuestión sociopolítica.

Para ilustrar esta percepción puede evocarse la interacción que se da entre las estructuras y grupos socioeconómicos influyentes (campesinos, obreros, burgueses) en espacios circunstancial e históricamente favorables (Inglaterra, Francia, Alemania, Asia y Rusia). Tales sostenes revolucionarios de la Modernidad, desde el siglo XVII, a juicio de Berman (1983), fundan una visión universal aunque asimétrica del Derecho, los valores y las creencias, ritmos de ejecución, perdurabilidad y legitimación. Pero además, habrá que tener en cuenta otro aspecto indispensable, y es que la experiencia histórica de la revolución encarna necesariamente un fin positivo identificado en el progreso. Esta idea, cuya certeza no siempre es posible verificar de manera expedita, se halla unida al factor de la violencia revolucionaria como el que más consenso ofrece entre los distintos enfoques teóricos que abordan el tema. Por lo menos desde el planteamiento en los autores clásicos de la Antigüedad y los que se han ido incorporando hasta el siglo XX, así se ha manifestado como tendencia. Generalmente derivados de posturas políticas y sociológico- jurídicas, estos enfoques parten de reconocer el carácter ético de la violencia como elemento intrínseco, necesario, y como un recurso radical de la política indicado a la conquista de la libertad mediante el sacrificio. En esto se entiende no una violencia ilimitada o cruel, sino apegada a los mismos parámetros morales del fin último de la revolución.

En el estudio de la violencia revolucionaria, han debido ser tomados en consideración varios aspectos relevantes en torno a su justificación, lo que equivale a una interpretación restringida de la violencia en su integral connotación (Suñé Domènech, 2009). El primero de ellos, indicado en el signo ético-político de la praxis, que tiende por su propia esencia a diferenciar sus formas del resto, que pueden ser concebidas como habituales, y en donde el empleo de la fuerza es significado de lo arbitrario. Tal reflexión, por otra parte, precisa del carácter público y un razonado fundamento de por qué se considera una opción política, racional y éticamente correcta, más allá de la implicación del sufrimiento humano. En todo ello deben quedar fundados los criterios de ultima ratio, el del cambio trascendente implícito en lo proyectivo, y el de los usos -responsables y proporcionales- por parte de sus ejecutores.

En esta lógica se llega a un posicionamiento: el ideal revolucionario, que precisa ética y legítimamente de la violencia para el alcance de sus fines, simboliza la aspiración de un futuro sin ella, lo cual no es, de ninguna manera, un argumento contradictorio, sino la confirmación de su carácter indicado al bien. Tal precisión implica una relación entre la política, la guerra y el Derecho que se manifiesta hacia el interior de la sociedad.

En definitiva, todo esto es indicativo de la utilización de un método, vgr. fuera del natural estado (Diccionario de la Lengua Española, 2001) que, como resulta adecuado comprender, no podría validarse jurídicamente en condiciones normales del Estado de Derecho. Este es un importante eslabón en los estudios producidos hasta la primera mitad del siglo XX en el sentido de jerarquizar la revolución como fenómeno creador de Derecho.

No hace demasiado tiempo, Ledrut (1974) proclamó que el pensamiento revolucionario evidencia el fin de toda cosmovisión metafísica sobre el mundo. En ello asumía elementos que parecen adecuados: la revolución como proceso de ruptura, con capacidad creadora, como relación histórica, como transición, como nuevo mundo, como progreso. Aquí puede haber mucho de sintomático, según los ciclos históricos que han servido para representar en la Modernidad los ejemplos más elocuentes, desde las revoluciones norteamericana, francesa, la americana anticolonial y la rusa. Tal interpretación es posible verificarla, según Toynbee (1956), en la perspectiva de una historia retrospectiva que con base en la singularidad y en la repetición, ofrece claves posibles para creer que los periodos revolucionarios, y por tanto también el fenómeno de la guerra y la paz, no son más que continuaciones de cursos y experiencias pretéritas. O dicho de otro modo, la posibilidad de entender el fenómeno revolucionario como un proceso que en lo general, no es original, por cuanto nunca deja de tener un antecedente en el cual se inspira su reproducción.

En este orden de ideas, es comprensible que toda acción violenta emprendida bajo un ordenamiento jurídico que lo niegue o ignore, será considerada contraria a Derecho, significando un quebrantamiento del orden formal establecido. Independiente a los valores antagónicos que rijan una sociedad, si una acción de esta naturaleza fracasa se convertirá en punible de acuerdo a las tipologías del delito político, aunque en el plano moral se encontrara justificada. Es ésta la dimensión que observan Zippelius (1985) y Kelsen (1986) como un significado jurídico penal; en cambio, si la acción triunfa, adquiere una relevancia jurídico- política.

En estas circunstancias, cuando todos los medios estipulados para el cambio han sido agotados (resistencias institucional, sociopolítica y legal), la resistencia política adquiere forma trascendente mediante el corpus de la revolución, capaz de fundar un conflicto que coloca inmediatamente en peligro el valor vinculatorio del Derecho vigente del cual reniega; su orden se desconoce y la seguridad jurídica se vulnera asumiendo el ideal de que no existe ninguna violación del Derecho, sino una acción de creación en sí misma. Ante la revolución, como reconoce Campbell Black (1897) en el siglo XIX, la ley es impotente; pero ello será sólo posible comprenderlo si es capaz de triunfar. Esto representa un doble presupuesto de alcance eminentemente jurídico: la revolución como negación (ordenamiento que se desconoce) y como auto reconocimiento (el nuevo orden que se pretende instaurar).

Tras la carencia en muchos casos del derecho de resistencia en los órdenes de tipo parlamentarios surgidos tras la Revolución Francesa, el contenido moral de la revolución se afianzó como forma de justificación de la violencia (Wolzendorff, 1916), llegando a constituir un recurso supremo de acuerdo a legítimas aspiraciones contra regímenes de opresión avalados por normas constitucionales. Esto permite apreciar el criterio de que en su forma evolucionada, la revolución es una manifestación de resistencia política principal en la noción clásica del derecho de resistencia a la opresión como tronco común con el derecho de resistencia (a secas). Visto así, la revolución constituye una extralimitación de los marcos del derecho de resistencia que la perspectiva liberal legó en su interpretación dominante. Sin embargo, no es hasta el siglo XX que este criterio logra verificarse.

En ese sentido, no podría comprenderse en su real magnitud la imagen revolucionaria si no se ubica el elemento social y dentro de éste, como reconoce Arendt (1967a), a las multitudes de pobres y marginados que durante el decurso de la historia moderna han protagonizado los más importantes procesos de cambio bajo el imperio de la necesidad. De acuerdo a esta perspectiva, apuntalada por la teoría marxista, libertad y pobreza constituyen fenómenos incompatibles y son, a su vez, cuestiones fundamentales en la comprensión del aspecto socio psicológico de las revoluciones, esto es, de las afectaciones que en la sensibilidad humana colectiva estos procesos provocan, en diverso orden y grado. Pero más que eso, justifica que sea la revolución un fenómeno latente en la mentalidad de los pueblos, en todos los contextos de su desarrollo. Tales manifestaciones obedecen, de conjunto, a una naturaleza causal, descritas por Cossío (1936) como el traspaso de un sistema lógico de antecedentes a otro totalmente nuevo, en donde se integra no sólo el interés sociológico, sino también el Derecho, la política y la ética aplicada.

En la revolución se delimitan tres fases cuyos caracteres es necesario fijar:

1. Hacia dentro, embrionaria, formativa, proselitista y conspirativa, donde se fundan los criterios primarios de valoración, causales, de ideología y de liderazgo, que al interpretar el contenido del ánimo social, son proyectados en forma de aspiraciones de transformación, de avance, de progreso, concretas y posibles. Tal apreciación pasa por distinguir en la cultura política de las masas, según Foran (1997), un rol imprescindible para la consecución de los usos del discurso ideológico y del papel de los actores conducidos por fuerzas sociales, en tanto que éstas podrían, o no, constituir después el factor de sostén.

2. Para la consecución de estos objetivos deberá expresarse un proceso de violencia revolucionaria con carácter prevaleciente -no necesariamente exclusivo-, que funda el criterio de guerra interna. Éste constituye el momento intermedio, exteriorizado y por lo general el más extendido en lo temporal en el espacio nacional. En ello se evidencia una contienda en la cual se entronizan los antagonismos sociales capaces de plantear un momento de crisis, y en donde la ruptura de consensos políticos implica el desarrollo de diferentes formas de lucha por el control del Estado. A esto se denomina situación revolucionaria.

3. Del agotamiento de estas circunstancias dependerá la posible consumación y reconocimiento de la revolución mediante la transferencia del poder político; esto es, que la revolución se corporifica con la toma del poder político en primera instancia de facto - vgr. de hecho (Diccionario de la Lengua Española, 2001)- a lo que sigue la creación de un Derecho nuevo, superior. Tal escenario evidencia la última fase, no ilimitada en el tiempo, la que mayor profundidad hacia la transformación del cuerpo social debe acometer, y en donde se produce la convalidación por medio de la normación jurídico-constitucional. La operacionalización de esta idea adquiere un argumento multidimensional: Axiológico (transformación de valores); Institucional (reformulación de funciones y aparición de nuevos órganos en el sistema estatal); Óntico (variación del decurso sociológico, histórico y político); y Deóntico o Normativo (principios y normas de organización y desarrollo del proceso revolucionario en el poder).

Comprendido esto, es posible puntualizar que la forma trascendente de resistencia política se verifica por medio de la modificación sui géneris de los fundamentos jurídicos del Estado en orden de un alcance sociopolítico totalizante, nunca parcial. Es ésta una conclusión que primariamente obliga a negar cualquier otra opción de clasificación, evitando distraer el objeto central de estudio, y en su lugar definir la idea de la revolución sociopolítica, que constituye la más ajustada a nuestro propósito.

En este sentido, acogerse a "la naturaleza justa de la revolución" (Lojendio, 1941, P.178) implica entender en sus consecuencias una ruptura necesaria de la dialéctica y el equilibrio de la política y el Derecho; una cuestión que antes debió tomar cuerpo a través de la manifiesta oposición al orden vigente por una parte suficiente de ciudadanos, que la ejecuta en virtud de superarlo. Sobre estas bases de legitimación, es que Balladore (1965) justifica a principios del siglo XX el carácter originario en el proceso creador del Derecho que supone la revolución, cuando el orden institucional del Estado no alcanza a coordinar con suficiencia sus elementos componentes. Sin embargo, en criterio de este autor, y a partir de la crítica a Kelsen, el fenómeno revolucionario se lleva a cabo en el ámbito del Derecho preexistente y, por tanto, no es su propósito cambiarlo en su totalidad, sino modificarlo (Balladore, 1964); de manera que la revolución no constituye una ruptura sino una continuación del fundamento originario jurídico del Estado. Ello posibilita comprender una lógica reformista y por tanto incompleta, en lugar del carácter total transformador que debe en estos contenidos, prevalecer.

Tal como la conciben (Lévy-Bruhl, 1938; Gurvitch, 1945; Sánchez Viamonte, 1946; Burdeau, 1968; Dunn, 1972; Bobbio, 1995; Pasquino, 2002) la revolución es la sustitución de una idea de Derecho por otra, de acuerdo al principio director de la voluntad y de la actividad social capaz de quebrar un orden e interrumpir la normalidad jurídica, lógica en la que intervienen factores de todo tipo; además del político, el socioeconómico, el psicológico, etc. Pero de forma predominante, más allá de la necesaria atención a estos criterios, será la revolución como un "concepto exquisitamente jurídico" (Carnelutti, 1951, p. 97) de acuerdo a la razón unilateral que promueve hacia su interior dos rasgos que le son inherentes: la constitución y la extinción de formas jurídicas diferentes (principio y fin del proceso). En ello, de manera intrínseca, interviene el fundamento sobre la legitimidad del poder, que la revolución siempre cuestiona.

Entretanto, las ideas de Carlos Fayt llaman la atención al exponer que es la revolución "una instancia suprema en salvaguarda del Derecho" (Fayt, 1998, P. 119), cuando en realidad, es todo lo contrario. La revolución es distinguida como una forma trascendente de resistencia política porque en su esencia está contenido el fin subversivo y transgresor del orden iuspolítico del Estado. No se resiste en revolución para conservar sino para trascender. El alcance del cambio que ello supone es de una magnitud tal que el uso abstracto del Derecho no es suficiente razón para evaluar un contenido conceptual que, como considera Arendt (1967a), se concreta en la modernidad, al calor de los procesos que convirtieron a los súbditos en gobernantes, lo que comprende el primer paso de la total transformación del orden estatal.

Es posible que al asumir el componente sociopolítico como central en la construcción semántica de la revolución, queden incorporados con suficiencia el resto de los elementos de cambio que han de ser producidos en la sociedad. Es decir, la revolución no está indicada a sustituir sólo a un gobierno, o a producir cambios parcelados de acuerdo a fines incompletos; en ella se involucra de forma ineludible el factor normativo como instancia imperativa de la transformación social conexa a la idea de lo político. Por tanto, son éstas dominantes y absorbentes.

Con todo esto es viable, mediante el dimensionamiento de las categorías generales de la resistencia política, valorar la esencia sociopolítica de las revoluciones, dado que es éste el elemento que discurre con preponderancia por todas sus fases. Este punto es propicio para sostener un nivel mayor de argumentación en orden conceptual:

A. Vía: es la canalización de la acción revolucionaria. Su carácter excepcional, al implicar generalmente el uso de la violencia revolucionaria, necesaria, intencional e instrumental (medio), como forma trascendente de resistencia política orientada al cambio sociopolítico total (fin o propósito), representa siempre una conducta proscrita por el orden que pretende derrocarse, lo cual es expresión de un procedimiento desautorizado, ilegal; esto es, no hay Derecho vigente que la ampare. La violencia, de este modo, ha sido siempre entendida como subversión-transgresión por la perspectiva liberal. Esto último es vital para connotar objetivos que se orientan a la transformación radical, con lo social, también de lo político y económico en la sociedad. Ello está determinado por la complejidad coyuntural de la cual la opción revolucionaria emerge como consecuencia: este tipo de violencia como respuesta a la violencia ilimitada y arbitraria, en el plano justificante y estricto de lo político, presupuesto de necesidad histórica en que las fuerzas sociales participan de forma latente pero sin estar autorizadas por el campo normativo del Derecho.

Es desde esta perspectiva la revolución un fenómeno a-jurídico en su vía.

B. Legitimidad: visto que su origen se identifica en los consensos de la comunidad política con trascendencia a la validez jurídica, la revolución estará siempre determinada por un precedente negativo y por la cualidad moral de ciudadanos afectados por una situación de crisis insuperable como factor justificante. De manera que la legitimidad de la revolución viene dada por el sentido axiológico, y no estrictamente por la norma.

Siendo así, el análisis sobre la vía de la revolución se complementa mediante la afirmación de su legitimidad moral; y es la diferenciación más sustancial que se produce en relación al derecho de resistencia.

Tal aseveración es posible comprenderla si se toma en consideración que el elemento moral, en estas condiciones, se halla relacionado con la legitimidad por razón de criterios intrínsecos de la dignidad humana, como apreciación consciente y expresión de lo justo; un constructo que subjetivo y abstracto, se manifiesta equidistante de la norma aunque no le sea completamente ajena, determinando consensos y favoreciendo acciones políticas orientadas al bien y generalmente argumentadas por medio de precedencias (fácticas, históricas e ideológicas) con valor suficiente, justificante y legitimante.

C. Liderazgo: constituye la objetiva superioridad en la conducción del proceso revolucionario que es posible verificar por medio del papel de la personalidad humana, también en el de organizaciones, por lo general desde su etapa formativa y más concretamente en el contexto de la situación revolucionaria. Por tanto su rol está en la consecución de parámetros discursivos dominantes, suficientes, motivantes, legitimados sobre la base del consenso para la habilitación de las fuerzas sociales capaces de constituir el vehículo de la revolución. Esta relación es condicional, esto es, que no es posible concebir la revolución sin liderazgo revolucionario.

D. Connotación territorial: el rasgo nacional es manifestación de amplia escala en la concepción de la revolución como fenómeno. Un criterio parcial en lo geopolítico no se corresponderá con el objeto de una revolución, cuestión esta que equivale a un fundamento adicional en la garantía de legitimidad. Esta idea asume en el componente geográfico una cualidad que por su trascendencia, ofrece a su vez el carácter de titularidad a la colectividad capaz de encarnar con justicia la representación nacional de los fines del progreso.

E. Normatividad: por otra parte, el planteamiento del nuevo sistema ordenador y normativo al que se ha hecho referencia con anterioridad obedecerá a dinámicas que ocurren hacia el interior del objeto de la revolución, pues su fin transformador involucra inmediatamente a la Constitución. Revolución y Constitución, tal como reconoce Carpizo (1970), son elementos mutuamente dependientes, de acuerdo al principio del ser y el deber ser. Ello abarca, a su vez, los valores de certeza, validez y unidad del ordenamiento jurídico como aval imprescindible del Estado de Derecho (Esmein, 1951), que en el caso de la revolución se manifiestan post facto y como parte de un proceso dialéctico y conjuntivo de antagonismos de la actividad humana, entre el antiguo y el nuevo orden, que deberán ser superados.

F. Factor tiempo: es preciso reconocer por otra parte que ninguno de los rasgos anteriores podrá ser verificado sino por medio de lo temporal, no ilimitado. El factor tiempo, por tanto, se relaciona en este proceso con una principal importancia, y es posible verificarlo por medio de dos instancias de lo jurídico. La primera de ellas emerge en un primer momento generalmente considerado inmediato de acuerdo a la experiencia histórica mediante una ambigüedad en el orden jurídico conducente a una anomia aparente que en lugar de producir un vacío legal absoluto, lleva a entender una situación a partir de la cual el hecho y el Derecho perviven como nexo entre violencia y ley (Agamben, 2007). Ante un caso excepcional, de acuerdo al criterio de Schmitt (2009), y este lo es, el Estado suspende el Derecho por virtud del derecho a la propia conservación. En tal lógica, el carácter legitimante y originario del poder constituyente y la soberanía no son categorías que sufran agresión alguna; subsisten en un patrón jurídico que como paradigma no desaparece, y ni siquiera en circunstancias extraordinarias de esta magnitud llega a ser sustituido. De manera que, pese a la fractura que implica el nuevo orden revolucionario en relación con el Derecho derrocado, sólo es posible comprender su completamiento por medio del factor temporal, pues no es posible que la conquista del poder político sea suficiente para anunciar el éxito del orden jurídico consecuente. Esto puede ser identificado, también, como espacio de provisionalidad.

De forma paralela, la segunda instancia de lo jurídico en lo temporal constituye una manifestación de los espacios de reconocimiento. En tal convergencia, el Estado no renuncia a sus compromisos hacia el interior de sus fronteras, y tampoco en el escenario de sus relaciones internacionales, necesario este último como clave de legitimación exterior. Es decir, una revolución, para ser verificada como tal, deberá contar con un espacio de tiempo que tras la conquista del poder del político, alcance la capacidad efectiva de demostrar los principios que de acuerdo a la idea del progreso, informan la ejecución de un proyecto pre constituido, positivo y radicalmente transformador. Esta es una idea que, sin embargo, es asentada en la situación revolucionaria que le antecede, y en donde el elemento normativo puede verse orientado a demostrar las capacidades materiales del éxito, e indicarse al mismo tiempo como opina Schmill (2007), al reconocimiento internacional de la beligerancia, idea de suma importancia en todo proceso revolucionario. Después del triunfo, la cualidad constitucional se volverá decisiva; será en la nueva Constitución donde se aporte la cuestión de validez jurídica de los actos revolucionarios y de investidura del nuevo poder político en el orden de superar la lógica precitada de los antagonismos de la actividad humana, hacia dentro, mientras que hacia fuera, el reconocimiento de la comunidad internacional ofrecerá la suficiencia en ese ámbito.

Por último en lo temporal, también es verificable el conflicto entre las diferentes concepciones ideológicas y normativas. Éstas, sin embargo, acaban en el momento en que una nueva Constitución alcanza a brindar unidad y coherencia a un solo orden, que termina por imponerse individualizando el sentido de validez hacia el futuro, y poniendo fin al conjunto de actos revolucionarios precedentes, esto es, el fin de la provisionalidad. La revolución, que hasta este momento ha sido una manifestación de resistencia política en su forma trascendente, deja de serlo, y se institucionaliza como Estado de Derecho.

Ahora bien, existe otro elemento que es fundamental en la cualificación de las revoluciones y su relación con otras formas similares de transformación violenta hacia el interior de las sociedades: el golpe de Estado como acción ilegal, y los elementos doctrinales de facto que de ello se derivan (Constantineau, 1945). De acuerdo al interés de este estudio, conviene distinguir algunos de los rasgos más importantes de esto último, por cuanto, por excepcionalidad, pudiera significar el origen de una revolución, llegando a convertirse en un fenómeno recurrente durante la primera mitad del siglo XX en América Latina en forma de soporte ideológico justificativo. Aún sin llegar a definirlo, desde la cosmovisión aristotélica se aprecia una intención de distinguir el golpe de Estado como "la expulsión del poder por individuos que se colocan en él, por ellos mismos" (ARISTÓTELES, 1969, 221).

La evolución teórica que sigue a este momento permite la identificación de sus rasgos y consecuencias, sobre todo en sus relaciones con el Derecho. En ese camino, desde el espacio hugonote francés se afirmó la doctrina de legitimación del tirano usurpador o de origen sobre la base del consentimiento popular (Bèze, 1579); y autores como (Altusio, 1990; Bodino, 1945; Maquiavelo, 1972) y más tarde Locke (1969), ofrecieron con énfasis para esta noción la conjugación de lo político con lo jurídico, lo que, en criterio de Arendt (1967b), se consagra con la "revolución gloriosa". En la historia moderna, su connotación se funda con la experiencia bonapartista a través de una concepción que se orienta, al menos en lo aparente, a la conservación de la legalidad (Malaparte, 1954).

En todo esto, entender el valor del proceso revolucionario ligado a la cuestión de la legitimidad y a la idea del progreso, permite, en este punto, deslindar su esencia de cualquier otro intento que implique un cambio, como expresión de tránsito o simple movimiento. En este criterio, se entenderían como tipos simples de movimientos, a las revueltas, rebeliones, golpes de Estado, motines, cuartelazos, disturbios internos y otros de índole similar. De acuerdo a esta concepción, no será revolución cualquier proceso violento que surgido de la sociedad, sea capaz de producir una rebelión contra el gobierno y como consecuencia, logre sustituirlo por otro, juicio que se corresponde con las perspectivas de (Joaquín V. González, 1885; Orgaz, 1946; Linares Quintana, 1956; Burdeau, 1968; Marcuse, 1969; Tena Ramírez, 2009).

Lo cierto es que, entre los mecanismos con que históricamente se ha manifestado el medio hacia la toma del poder político, se hallan el golpe de Estado y la situación revolucionaria de liberación nacional como dos de los más frecuentes; siendo el primero de estos, en condiciones óptimas de organización conspirativa, el de mayor celeridad y generalmente, el menos violento, y cuyo origen ha estado siempre representado en grupos minoritarios involucrados en estructuras del poder político que aseguran en la fuerza el instrumento del éxito de su proyecto conspirativo. Hay, sin embargo, coincidencias no menos importantes de estos contenidos con el de la revolución. Ambos fenómenos se manifiestan en el plano de la ilegalidad, de la violación del orden constituido de Derecho, pero proclive a ser deslindables a corto plazo en razón de sus proyectos. También en ambos casos es análogo hallar la consecución de mecanismos de legitimación legal que, aunque diferentes (la revolución en su proyecto de cambio total, el golpe de Estado en el mismo ordenamiento), son tendentes a resolver la inminente fractura jurídica que el hecho triunfante en sí mismo provoca.

Si bien la experiencia histórica indica que la generalidad de las acciones de esta índole ha sido orientada desde perspectivas individualistas, es elocuente la conclusión que habita hacia el interior de la definición ofrecida por Díaz Doin (1956). Su utilidad está dada en que, por excepcionalidad, y de acuerdo a los principios que informan los elementos conceptuales de la revolución, cuando estos estén presentes en el proyecto de una acción golpista, entonces podría transformar su naturaleza de hecho y migrar a la del proceso revolucionario. Lo anterior sería únicamente posible si en ello está presente la intención expresa de ejecutar una transformación radical en lo político-institucional, y por tanto también en lo social, en lo económico y en lo jurídico, que suponga una ruptura con el orden derrocado.

Como se manifiesta en la revolución, el gobierno instaurado por medio de un golpe de Estado lo será de facto, por cuanto su obra se debe a una violación tangible del orden constitucional. Es decir, un gobierno no sustentado en el Derecho está fuera de él, o en su contra (Gemma, 1925). La diferencia está dada en que éste se consuma en el solo hecho de conquistar el poder, e incluso pudiera no alcanzar trascendencia si por acciones de diversa índole (uso del derecho de resistencia, por ejemplo), es restaurado el estado anterior.

No menos interesante resulta la posibilidad de que el golpe de Estado pudiera hallar un intento de justificación precisamente en los contenidos del derecho de resistencia, e inmediatamente después subordinarse al curso de legalidad vigente en el Derecho público, sin precisar cambiarlo. Estos supuestos no evitarán que se prejuzgue su ilegal origen; en tal caso, el gobierno de facto estaría obligado a validarse retroactivamente para poder producir el efecto de legalidad.

Ahora bien, contraria a esta idea y de acuerdo a la temporalidad, si a futuro se logra verificar un proyecto revolucionario generado desde el nuevo gobierno, ello supondrá no sólo la exoneración de la ilegalidad que por sí mismo creó mediante la transformación parcial del ordenamiento jurídico anterior, sino que ésta deberá asumir los valores de la ruptura total que antes han sido analizados. Esta situación asume la acreditación de un nuevo escenario que desde lo iuspolítico, se constituye en fuente como expresión de validez, lo cual deberá estar acompañado de la anuencia de la mayoría de los ciudadanos, representación de voluntad de la que en un principio, carece todo golpe de Estado.

2. Conclusiones

La construcción conceptual del progreso responde a procesos históricos diversos, con énfasis en la apertura de la Modernidad como elemento temporal idóneo capaz de ponderar su fundamento de lo auténtico y despojarse de la secularización de la escatología cristiana.

Al mismo tiempo, sus usos obedecieron primero al lenguaje científico, y luego fue incorporado al sociopolítico y, como tal, ha sido utilizado en los argumentos con que la humanidad ha experimentado su proceso de desarrollo hasta hoy, indicado siempre a una proyección optimista y sobre todo posible del futuro que, aunque variable en el plano ideológico, ha permanecido íntimamente vinculado a las revoluciones.

A partir de la reunión de los más valiosos elementos hasta ahora examinados, podría entenderse por revolución aquel proceso capaz de negar-fracturar (por tanto violar) el orden jurídico vigente del Estado por vía de usos radicales de resistencia política (violencia), en su lugar instaurar uno nuevo, y con fines siempre orientados al progreso transformar totalmente la experiencia sociopolítica y, por derivación, la económica de una nación: todos los ámbitos de la actividad humana (sistemas de ideas, valores, instituciones y sectores de la vida práctica). Lo anterior deberá en todo caso estar precedido por los fundamentos de un proyecto de cambio, justificado y legítimo sobre la base del consenso y la participación, cuyos valores armonicen la necesidad de una transferencia del poder político con un interés de tipo nacional. En ello no sólo se asumen los contenidos técnicos de la violencia precedente, del liderazgo, la convocatoria y la organización, sino del ideal de transformación absoluta que la revolución asume como acontecimiento en sí misma. Se está, en dirección a la demostración de estas ideas, en el camino de definir a la revolución como un fenómeno sociopolítico y jurídico en tanto su capacidad de triunfar.

Referencias:

Agamben, Giorgio. (2007). Estado de excepción, 3ra. Ed., trad. Flavia Costa e Ivana Costa. Buenos Aires, Argentina: Adriana Hidalgo Editora. [ Links ]

Altusio, Juan. (1990). La política metódicamente concebida e ilustrada con ejemplos sagrados y profanos, trad., int. y notas Primitivo Mariño. Madrid, España: Centro de Estudios Constitucionales. [ Links ]

Arendt, Hannah. (1967a). Sobre la revolución, trad. Pedro Bravo. Madrid, España: Editorial Revista de Occidente, S.A. [ Links ]

Arendt, Hannah. (1967b). Revolución y necesidad histórica. Revista de Occidente, 2da. Época, (48), 301-323. [ Links ]

Arendt, Hannah (1965). Diritto Costituzionale, Ottava Ed. Milano, Italia: Dott. A. Giuffré, Editore. [ Links ]

Berman, Harold J. (1983). Law and Revolution, Vol. I. Cambridge, U.S.: Harvard University Press. [ Links ]

Bermudo, José Manuel. (1986). "VOLTAIRE: la desesperanza histórica" [Estudio introductorio], en Voltaire, El siglo de Luis XIV, Vol. I, 2da. Ed., trad. rev. Francisco Villalba Cerezo. Barcelona, España: Editorial Orbis, S.A. [ Links ]

Bèze, Théodore de. (1579). Du droit des magistrats sur leurs subjets : traitté très nécessaire en ce temps, pour advertir de leur devoir, tant les magistrats que les subjets: publié par ceux de Magdebourg l'an MDL, maintenant reveu , augmenté de plusieurs raisons , exemples. [ Links ]

Blumenberg, Hans. (2007). El progreso descubierto como destino. En Beriain, Josetxo y Aguiluz, Maya (Eds.), Las contradicciones culturales de la modernidad, Barcelona, España: Anthropos Editorial. [ Links ]

Armand de RIEDMATTEN. Paris,Francia: Libraire Guillaumin et Cíe. [ Links ]

Bobbio, Norberto. (1955). Teoría General del Derecho, trad. Eduardo Rozo Acuña. Madrid, España: Ed. Debate. [ Links ]

Bodin, Jean. (1945). Method for the easy comprehension of history, transl. Beatrice Reynolds. New York, U.S.: Columbia University Press. [ Links ]

Bossuet, Charles-B. (1913). Discurso sobre la historia universal, trad. D. L. de Castro Y Valle. Paris, Francia: Casa Editorial Garnier Hermanos. [ Links ]

Burdeau, Georges. (1968). Traité de Science Politique, T. III, 10ma. Ed. Paris, Francia: R. Pichon et R. Durand-Auzias. [ Links ]

Burke, Edmund. (1984). Textos Políticos, Trad. Vicente Herrero. México, D.F., México: Fondo de Cultura Económica. [ Links ]

Bury, John B. (1971). La idea del progreso, trad. Elías Díaz y Julio Rodríguez Aramberri, Madrid, España: Alianza Editorial, S.A. [ Links ]

Bury, John B. (1970). Sobre la violencia, trad. Miguel González. México, D.F., México: Editorial Joaquín Mortiz, S.A. [ Links ]

Bury, John B. (2008). La legitimación de la Edad Moderna, trad. Pedro Madrigal. Valencia, España: PreTextos. [ Links ]

Blunstchli, M. (1871). El Derecho Internacional codificado, trad. José Díaz Covarrubias. México: Imprenta de José BATIZA. [ Links ]

Aristóteles. (1969). La política, 11na ed., trad. de Patricio DE AZCÁRATE. Madrid, España: Espasa-Calpe, S.A. [ Links ]

Campbell Black, Henry. (1897). Handbook of American Constitutional Law, Second ed. U.S.: West Publishing Co. [ Links ]

Carnelutti, Francesco. (1951). Teoria Generale del Diritto, 3ª. Ed., emendata e ampliata. Roma, Italia [ Links ]

Caso, Antonio. (2009). La idea del progreso en la Edad Media. Revista de la Facultad de Derecho de México, Tomo LIX, (Número Especial 70 años). [ Links ]

Cattaneo, Mario A. (1968). El concepto de revolución en la ciencia del Derecho. Buenos Aires, Argentina: Ediciones Depalma. [ Links ]

Comte, Augusto. (1943). Metodología de las ciencias sociales. En Comte. Selección de textos, Est. introductorio René Hubert, trad. y notas Demetrio NÁÑEZ. Buenos Aires, Argentina: Editorial Sudamericana. [ Links ]

Comte, Augusto. (1977). Plan de trabajos científicos necesarios para reorganizar la sociedad. En Augusto Comte. Primeros ensayos, trad. Francisco Giner de los Ríos. México, D.F., México: Fondo de Cultura Económica . [ Links ]

Condorcet, Nicolás de. (1921). Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, T. I, trad. Domingo BARNÉS. Madrid, España: Tipográfica Renovación. [ Links ]

Constantineau, Albert. (1945). Tratado de la doctrina de facto en relación a los funcionarios y entidades públicas basada en la jurisprudencia de Inglaterra, Estados Unidos y Canadá, con comentarios sobre los recursos legales extraordinarios referentes a la prueba del título, el cargo y la existencia corporativa de una entidad, T. I, trad. Enrique Gil y Luis M. Baudizzone. Buenos Aires, Argentina: Editorial La Palma, S.A. [ Links ]

Cossío, Carlos. (1936). El concepto puro de revolución. Barcelona, España: BOSCH, Casa Editorial. [ Links ]

DEL Vecchio, Giorgio. (1935). Crisis del Derecho y crisis del Estado, trad. Mariano Castaño. Madrid, España: Librería General de Victoriano Suárez. [ Links ]

Delvaille, Jule. (1910). Essai sur L´Histoire de L´idée de Progrès jusqu´a la fin du XVIII siécle. Paris, Francia: Librairies Felix Alcan et Guillaumin Réunies. [ Links ]

Descartes, René. (1984). Discurso del método, 7ma. Ed., trad., est. prel. y notas Risieri Frondizi. Madrid, España: Alianza Editorial, S.A. [ Links ]

Díaz Doin, Guillermo. (1956). ¿Revolución o golpe de Estado?: Cómo reformar la Constitución. Buenos Aires, Argentina: Ed. Amanecer. [ Links ]

Diccionario de la Lengua Española. (2001). 22ª ed., Vol. II, Real Academia Española. Madrid, España: Espasa Calpe, S.A. [ Links ]

Dunn, John. (1972). Modern revolutions: an introduction to the analysis of a political phenomenon. New York, U.S.: Cambridge University Press. [ Links ]

Dussel, Enrique. (1992). 1492: El encubrimiento del otro (hacia elorigen del mito de la modernidad). Conferencias de Frankfurt, octubre de 1992. Madrid, España: Editorial Nueva Utopía. [ Links ]

Edelstein, Ludwig. (1967). The idea of progress in classical antiquity. Baltimore, U.S.: John Hopkins Press. [ Links ]

Engels, Federico. (1946). Del Socialismo utópico al Socialismo científico. Moscú, URSS: Ediciones en Lenguas Extranjeras. [ Links ]

Esmein, Paul. (1951). La place du Droit dans la vie sociale. En Scelle, Georges, et. al., Introduction a l´étude du Droit T. I. Paris, Francia: Éditions ROUSSEAU et Cie. [ Links ]

Fayt, Carlos S. (1998). Derecho Político, T. II, 10ma. Ed. Buenos Aires, Argentina: Ediciones Depalma . [ Links ]

Finley, M.I. (2002). The world of Odysseus, Second Ed. New York, U.S.: New York Review Book. [ Links ]

Foran, John. (1997). Discourses and social forces: the role of culture and cultural studies in understanding revolutions. In FORAN, John (ed.), Theorizing revolutions, Routledge, New York, U.S. [ Links ]

Gemma, Scipione. (1925). "Les gouvernements de fait", Recueil des cours Part III, 1924, Collected courses Académie de Droit International, Tome 4. Paris, Francia: Libraire Hachette. [ Links ]

Godwin, William. (1945). Investigaciones acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y la dicha generales. Buenos Aires, Argentina: Editorial AMERICALLE. [ Links ]

González Rubio, Ignacio. (1952). La revolución como fuente de Derecho. México, D.F., México: Librería de Manuel PORRÚA, S.A [ Links ]

Gurr, Ted Robert. (1973). The Revolution. Social-Change Nexus: Some old Theories and New Hypotheses. Comparative Politics, Vol. 5, Ph.D. Program in Political Science of the City University of New York, 359-392.Recuperado 15 Octubre, 2013, de http://www.millersville.edu/-schaffer/courses/s2003/soc656/readings/gurr-revn-socl-change.pdfLinks ]

Gurvitch, Georges. (1945). Sociología del derecho, trad. Ángela Romera Vera. Argentina: Editorial Rosario. [ Links ]

Guthrie, William K. Chambers. (1975). The Greek philosophers: from Thales to Aristotle. New York, U.S.: Harper & Row. [ Links ]

Habermas, Jürgen. (1983). Conciencia moral y acción comunicativa. Barcelona, España: Editorial Península. [ Links ]

Hegel, Georg W. F. (1975). Introducción a la historia de la filosofía, 8va. Ed., trad. Eloy Terron. Buenos Aires, Argentina: Aguilar, S.A. [ Links ]

Herrfahrdt, Heinrich. (1932). Revolución y ciencia del Derecho, trad. Antonio Polo. Madrid, España: Editorial Revista de Derecho Privado. [ Links ]

Javary, M. A. (1851). De l´Idée du progres. Paris, Francia: Librairie Philosophique de Ladrange. [ Links ]

Johnson, Chalmers. (1982).Revolutionary Change, 2d. Ed. Stanford U.S., :Stanford University Press. [ Links ]

Kant, Immanuel. (1986). Teoría y práctica, Trad. M. Francisco Pérez López, Roberto Rodríguez Aramayo y Juan Miguel PALACIOS. Madrid, España: Editorial Tecnos, S.A. [ Links ]

Kant, Immanuel. (1989). La metafísica de las costumbres, trad. y notas Adela CORTINA ORTS y Jesús Conill Sancho. Madrid, España: Editorial Tecnos, S.A. [ Links ]

Koselleck, Reinhart. ¿Existe una aceleración de la historia? En Josetxo Beriain Razquin y Maya Aguiluz Ibargüen (coords.), Las contradicciones culturales de la modernidad . Barcelona, España: Anthropos. [ Links ]

Laín Entralgo, Pedro. (1962). La espera y la esperanza. Historia y teoría del esperar humano, 3ra. Ed. Madrid, España: Revista de Occidente . [ Links ]

Ledrut, Raymond. (1974). El pensamiento revolucionario y el fin de la metafísica. En Sociología y revolución (Coloquio de Cabris), trad. Carlos Castro. México, D.F., México: Editorial Grijalbo, S.A. [ Links ]

Lévy-Bruhl, Henri. (1938). Le Concept juridique de révolution. En Introduction à l'étude du droit comparé: recueil d'études en l'honneur d'Edouard LAMBERT, Vol. 2, Sect. II. Paris, Francia: Sirey-LGDJ. [ Links ]

Lévy-Bruhl, Henri. (1964). Sociología del Derecho, trad. Myriam de Winizky. Buenos Aires, Argentina: EUDEBA. [ Links ]

Linares Quintana, Segundo V. (1956). Tratado de la Ciencia del Derecho Constitucional argentino y comparado, Parte Especial, Tomo VI Forma de Gobierno, Hecho y derecho de la revolución. Buenos Aires, Argentina: Editorial Alfa. [ Links ]

Locke, John. (1969). Ensayo sobre el gobierno civil, trad. Armando Lázaro Ros. Madrid, España: Aguilar. [ Links ]

Lojendio, Ignacio María de. (1941). El derecho de revolución. Madrid, España: Editorial Revista de Derecho Privado . [ Links ]

Lowith, Karl. (1973). El sentido de la historia. Implicaciones teológicas de la Filosofía de la Historia, trad. Justo Fernández Bujan. Madrid, España: Aguilar , S.A. [ Links ]

Lowith, Karl. (2007). Historia del mundo y salvación. Los presupuestos teológicos de la Filosofía de la Historia, trad. Norberto ESPINOSA. Buenos Aires, Argentina: Katz Editores. [ Links ]

Malaparte, Curcio. (1954). Técnicas del Golpe de Estado, trad. Augusto Scarpitti. México, D.F., México: Editorial FREN, S.A. [ Links ]

Maquiavelo, Nicolás. (1972). El príncipe, 2da edición. La Habana, Cuba: Editorial Pueblo y Educación. [ Links ]

Marcuse, Herbert. (1969). Ética de la revolución, trad. Aurelio Álvarez. Remón. Madrid, España: Taurus, S.A. [ Links ]

Martínez Meucci, Miguel Ángel. (2007). La violencia como elemento integral del concepto de revolución. Revista Politeia, Vol. 30, 187-222. [ Links ]

Marx, Carlos y Engels, Federico. (s.a.). Manifiesto del Partido Comunista. Moscú, URSS: Editorial Progreso. [ Links ]

Moore, Barrington Jr., (1976). Los orígenes sociales de la dictadura y de la democracia: el señor y el campesino en la formación del mundo moderno, 2da. Ed., trad. Jaime Costa y Gabrielle Woith. Barcelona, España: Península. [ Links ]

Moore, Barrington Jr., (2007). La injusticia: Bases sociales de la obediencia y la rebelión, trad. Sara SEFCHOVICH. México, D.F., México: Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM. [ Links ]

Nisbet, Robert. (1991). Historia de La idea del progreso , 2da. Ed., trad. Enrique Hegewicz. Barcelona, España: Editorial Gedisa, S.A. [ Links ]

Orgaz, Raúl A. (1946). Sociología (Teoría del grupo regulado). Córdoba, España: Imprenta de la Universidad de Córdoba. [ Links ]

Owen, Robert. (1845). The book of the new moral world: containing the rational system of society, founded on demonstrable facts, developing the constitution and laws of human nature and of society. New York, U.S.: G. Vale. [ Links ]

Pachón Soto, Damián. (2010). Redifinición de la categoría de progreso. Hacia una forma-vida-orgánica. Ciencia Política, No. 9, Universidad Nacional de Colombia. [ Links ]

Pasquino, Gianfranco. (2002). Revolución. En Bobbio, Norberto (dir.), Diccionario de Política, V. II, 13ra. Ed., trad. Raúl CRISAFIO, et. al. México, D.F., México: Siglo Veintiuno Editores, S.A. de C.V. [ Links ]

Proudhon, Pierre Joseph. (1973). La idea de la revolución en el siglo XIX, trad. Pedro SEGUÍ. México, D.F., México: Editorial Grijalbo, S.A. [ Links ]

Sánchez Viamonte, Carlos. (1946). Revolución y doctrina de facto. Buenos Aires, Argentina: Editorial Claridad. [ Links ]

Schmill, Ulises. (2007). El concepto jurídico de la revolución. DOXA, Cuadernos de Filosofía del Derecho, (30), 335-354. [ Links ]

Schmitt, Carl. (2009). Teología Política, trad. Francisco Javier Conde y Jorge Navarro Pérez. Madrid, España: Editorial Trotta, S.A. [ Links ]

Skocpol, Theda. (1984). Los Estados y las Revoluciones Sociales; un análisis comparativo de Francia, Rusia y China, trad. Juan José Utrilla. México, D.F., México: Fondo de Cultura Económica . [ Links ]

Sorokin, Pitirim Aleksandrovich. (1925). The Sociology of revolution. Lippincott sociological series, Philadelphia, U.S.: J. B. Lippincott Co. [ Links ]

Spencer, Herbert. (1895). El progreso. Su ley y su causa. trad. Miguel de UNAMUNO. Madrid, España: La España Moderna. [ Links ]

Spencer, Herbert. (1953). El hombre contra el Estado, trad. Luis Rodríguez Aranda. Buenos Aires, Argentina: Aguilar. [ Links ]

Stammler, Rudolf. (1974). Tratado de Filosofía del Derecho, trad. W. Roces. México, D.F., México: Editora Nacional. [ Links ]

Suñé Domènech, Rosa Maria. (2009). Los fundamentos éticos de la violencia revolucionaria. Una perspectiva sobre la violencia, Tesis Doctoral, Institut Universitari de Cultura, Departament d´Humanitats, Universitat Pompeu Fabra. [ Links ]

Tena Ramírez, Felipe. (2009). Derecho Constitucional Mexicano, 40ª ed. México, D.F., México: Editorial Porrúa, S.A. de C.V. [ Links ]

Tilly, Charles. (1973). Does modernization breed revolution? Comparative Politics, Vol. 5, Ph.D. Program in Political Science of the City University of New York, 436. Recuperado 15 Octubre, 2013, de http://www.jstor.org/stable/421272Links ]

Tilly, Charles. (1995). Las revoluciones europeas 1492-1992, trad. Juan Fuci. Barcelona, España: Crítica (Grijalbo Mondadori, S.A.). [ Links ]

Toynbee, Arnold. (1956). Singularidad y repetición en la historia. DIANOIA. Anuario de Filosofía, (2), 222-232. [ Links ]

Turgot, Anne-Robert-Jacques [baron de l'Aulne]. (1808-1811). Second Discours Sur les progrès successifs de l'Esprit humain, prononcé le 11 décembre 1750. En Oeuvres de Mr. Turgot, Ministre d'Etat, précédées et accompagnées de mémoires et de notes sur sa vie, son administration et ses ouvrages, Volume 2. Paris, Francia. [ Links ]

Weber, Max. (1997). Sociología de la religión. Madrid, España: Editorial Istmo. [ Links ]

Wolzendorff, Kurt. (1916). Staatsrecht und Naturrecht in der Lehre vom Widerstandrecht des Volkes gegen rechtswidrige Ausübung der Staatsgewalt (El Derecho político y el Derecho natural en la doctrina del derecho de resistencia del pueblo contra el ejercicio ilegítimo del poder político). Breslau, Alemania: Scientia Verlag Aalen. [ Links ]

Zhmud, Leonid. (2006). The origin of the History of Science in Classical Antiquity, transl. Alexander Chernoglazov. Berlin, Alemania: Walter de Gruyter GmbH & Co. KG. [ Links ]

Zippelius, Reinhold. (1985). General del Estado, trad. Héctor Fix-Fierro. México, D.F., México: Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM. [ Links ]

Cómo citar este artículo: Pérez Llody, Luis Alberto (2016). Modernidad, progreso y violencia: algunas claves para un concepto jurídico de revolución. Revista Encuentros, Universidad Autónoma del Caribe. Vol. 14-02 pp.121-139. DOI: http://dx.doi.org/10.15665/re.v14i2.797

Recibido: 12 de Marzo de 2016; Aprobado: 05 de Mayo de 2016

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons