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Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales, Niñez y Juventud

versão impressa ISSN 1692-715Xversão On-line ISSN 2027-7679

Rev.latinoam.cienc.soc.niñez juv v.8 n.1 Manizales jan./jun. 2010

 

 

Primera Sección: Teoría y metateoría

 

 

Psicoanálisis y política. Patologización de la infancia pobre en Argentina*

 

Piscanálise e política. Patologizaçao da infância em situaçao de pobreza na Argentina

 

Psychoanalysis and politics. Pathologization of the poor childhood in Argentina

 

 

Eduardo de la Vega

Investigador en el Consejo de Investigaciones de la Universidad Nacional de Rosario. Doctor en Psicología. Correo electrónico: edelavega@arnet.com.ar

 

 

 

Primera versión recibida octubre 9 de 2009; versión final aceptada marzo 26 de 2010 (Eds.)


Resumen:

En este artículo analizo los abordajes con los que desde distintos ámbitos se pretende intervenir en problemáticas de la infancia pobre.

En Argentina, entre las narrativas más destacadas sobresale el psicoanálisis, que luego de su consagración en la clínica no deja de mostrar una vocación por las masas sufrientes y excluidas.

No obstante, las intervenciones psicoanalíticas (en la villa, en la escuela) parecen psicologizar —frecuentemente— el conflicto social. La eficacia política del psicoanálisis ha sido puesta en duda también por el nuevo pragmatismo filosófico que descree de su utilidad pública.

Cierra el análisis un debate teórico sobre este cuestionamiento amplio que enfrenta a los teóricos de la Deconstrucción y al filósofo Richard Rorty, para retomar finalmente las reflexiones de Lacan sobre psicoanálisis y política.

Palabras clave: Psicoanálisis, política, infancia, pobreza, patologización, Deconstrucción, Pragmatismo.


Resumo:

Neste argio se analisam as abordagens com os quais, desde diferentes contextos, pretende-se intervir nas problemáticas da infância em situaçao de pobreza. Na Argentina a psicanálise emerge como uma das narrativas mais destacadas, e após da sua consagraçao no campo da clínica, não deixa de assinalar uma vocaçao pelas masas que sofrem e são excluidas.

Porém, as intervençoes psicanalíticas (na favela, na escola) parecem “psicologizar”, com frequencia o conflito social. A eficácia política da psicanálise tem sido questionada também pelo novo pragmatismo filosófico que não acredita em sua utilidade política.

Fecha este análise um debate teórico sobre o questionamento amplo que confronta aos teóricos da deconstruçao e ao filósofo Richard Rorty, para retomar finalmente, as reflexoes de Lacan sobre piscanálise e política.

Palavras chave: Psicanálise, política, infância, pobreza, patologizaçao, Deconstruçao, Pragmatismo.


Abstract:

In this article I analyze different approaches that, from diverse fields are aimed to take action in connection with poor childhood.

In Argentina, among the most outstanding narratives, psychoanalysis is the one that stands out from the rest; after its success in clinical practice, it continues showing vocation towards the long- suffering and excluded childhood.

However, psychoanalytic interventions (in the slums, at school, etc.) frequently seem to psychologyze the conflict and the social drama. The political efficiency of psychoanalysis has been also questioned by the new philosophical pragmatism which distrusts the public utility of psychoanalysis.

The analysis is closed by a theoretical debate about this huge controversial issue that brings deconstruction theoreticians and the American philosopher, Richard Rorty, face to face, in order to finally retake Lacan’s reflections on psychoanalysis and politics.

Key words: Psychoanalysis, politics, childhood, poverty, pathologization, Deconstruction, Pragmatism.


 

1. Introducción

 

De la mano de nuevos relatos una promisoria ilusión interpela y seduce a la vida política. La utopía libertaria y multicultural brilla sobre las ruinas del imaginario moderno, mientras renueva las promesas del viejo paradigma transformador.

El nuevo sueño igualitario deviene en un escenario complejo y problemático, cuya urgencia representa un requerimiento de la democracia actual. Tal demanda parece corresponder a las exigencias de los tiempos que corren, donde un mundo exílico, migrante y globalizado, contrasta con las anteriores pretensiones de identidades totalizantes, clasificaciones cerradas y geografías ajustadas a la nacionalidad.

Las nuevas exigencias imponen el reconocimiento de las identidades postcoloniales (negro, chicano, mujer, homosexual, discapacitado, etc.), que surgieron de las luchas comunitarias y reivindicaron la utopía multicultural.

No obstante, el paisaje resulta mucho más complejo y extraño cuando entra en escena —más allá de los anhelos comunitarios de las comunidades subalternas— la lógica excéntrica y errática de la economía global.

En la era de los flujos globalizados y del capital supranacional, la nueva racionalidad económica descree del disciplinamiento del deseo, de los flujos estáticos y de los mercados homogéneos. Su implacable estrategia se olvida de la norma y promueve lo diverso, rechaza las inmovilizaciones espaciales mientras estimula el nomadismo y la dispersión.

La economía globalizada transforma cualquier producción cultural (arte, deporte, literatura, etc.) en mercancía, incluso aquellas que surgen de las experiencias comunitarias o subalternas, como la novela antillana, la poesía afroamericana, el rap gangsta o el básquetbol de la NBA.1

Brian Massumi (2002, p. 224) describe con precisión la nueva dialéctica económica y sus efectos paradójicos de travestismo y confusión:

    Cuando más variado, o incluso errático, mejor. La normalidad empieza a perder su fuerza. Las regularidades se empiezan a aflojar. Este aflojamiento de la normalidad es parte de la dinámica del capitalismo. No se trata de una simple liberación. Es la propia forma de poder del capitalismo. Ya no es el poder disciplinario institucional el que lo define todo, sino el poder del capitalismo de producir variedad a partir de la saturación de los mercados. Consigue variedad y producirás un buen mercado. Las más extrañas tendencias afectivas son aceptadas, siempre y cuando se pague por ellas. El capitalismo comienza intensificando o diversificando el afecto pero sólo para extraer plusvalor. Secuestra el afecto para intensificar su potencial de ganancia. Literalmente, valoriza el afecto. La lógica capitalista de producción de plusvalor comienza a apropiarse del campo relacional, que es también el dominio de la ecología política, el campo ético de resistencia a la identidad y a las vías predecibles. Esto es muy problemático y confuso, porque parece que se está dando un cierto tipo de convergencia entre la dinámica del poder capitalista y la dinámica de la resistencia (Massumi, 2002, p. 33).

Aquella racionalidad adquiere connotaciones extremas cuando se analizan los ámbitos periféricos (también globalizados). Allí, tras la caída de los experimentos neoliberales, el relato multicultural colorea los discursos oficiales mientras el drama social, la pobreza extrema y la desigualdad obscurecen el paisaje inclusivo e inquietan al espíritu integrador.

En aquel escenario globalizado, los poderes ya no ubican sus trincheras de combate en los aparatos reales sino que operan a nivel del lenguaje. ¿Cuáles son sus mecanismos? Transcribir los viejos códigos, utilizando para ello las nuevas designaciones y manteniendo prácticamente intacto el referente: el negro, el deficiente, el inmigrante, es llamado ahora diverso, especial, y es tolerado o condenado a nuevas formas coloniales (las cuales no excluyen su posible eliminación).

El mecanismo opera con astucia y da prueba de una novedosa racionalidad. Se trata de depurar los discursos, cortocircuitarlos, bastardearlos, descontextualizarlos para articularlos con significaciones ajenas a ellos y decir otra cosa distinta de la que ellos dicen, pero con su apariencia.

Dicha mecánica no parece nueva; sí es nueva esa ruptura masiva entre las palabras y las cosas, entre el significante y el significado; ese desamarre entre el discurso y el referente, que libera la deriva del lenguaje a una remisión infinita.

Esa vocación extrema, en los tiempos que corren, por el uso de los signos desvinculados de sus referentes habituales deja lugar —como propone Baudrillard (1978)— al simulacro, a la seducción de los signos, que ya no representan nada, sólo parodian, simulan, producen lo real.

En el nuevo escenario, los enfrentamientos parecen haber perdido su virulencia, su solidez; los adversarios se intercambian y las causas se transmutan; la parodia, el cinismo, ocupan el centro de la escena mientras las apariencias triunfan, al mismo tiempo que producen la realidad.

No sorprende, en dicho contexto, que el psicoanalista o el filósofo sean las figuras convocadas para el nuevo ordenamiento. En los talleres de la Deconstrucción, un diván colectivo será ofrecido para hablar de los fracasos y confesar los sufrimientos, mientras nada cambia en el horizonte de la política, más allá de las formas de su enunciación.

 

2. Un psicoanalista en la villa

En ocasiones, los territorios devastados, pobres y miserables constituyen un promisorio ámbito de misión. Las intervenciones, en aquellos contextos, incorporan una serie de recursos que los especialistas de la conducta prometen, junto a la calma y la felicidad.

En el centro de la escena, es frecuente encontrar al médico ofreciendo su ayuda especializada, adjudicando nombres al sufrimiento e indicando medicamentos al dolor. La psiquiatrización de la infancia pobre acompañó al renovado emplazamiento de las instituciones (escuelas, centros de salud, etc.) que balizan —con sus odas multiculturales y su lírica de la diversidad— la nueva geografía social.

Desde la escuela, las promesas de inclusión del ‘otro’ diferentes (hay que nombrarlo: negro, indígena, inmigrante...) fueron formuladas junto al aumento sin precedentes de la pobreza extrema y la exclusión. El discurso multicultural adoptado por la actual escuela democrática inventó, justificó y promovió —con mucho entusiasmo— un extraño territorio, de límites confusos y localización imprecisa. Dicho territorio atraviesa y segmenta —en toda su extensión— el ámbito educativo, delimitando nuevos espacios diferenciales (escuelas rurales, periféricas, complementarias, especiales, etc.) destinados a la infancia pobre (De la Vega, 2008).

En el límite de aquella segmentación, los renovados estigmas psiquiátricos y neurológicos (ADD, Trastornos Generalizados del Desarrollo, etc.) junto a los medicamentos que modifican la conducta de los niños y niñas cada vez más pequeños (la ritalina es su mayor paradigma) trazan los contornos más duros de la nueva selección social.

Otros discursos, de mayor elaboración y con genealogías también ilustres, son utilizados para identificar las filiaciones ilegítimas, trazar las procedencias innobles, pacificar la furia de los cuerpos. Los trastornos de la subjetividad han sido invocados para transformar en déficit aquello que es alteridad radical, pura diferencia, que surge de un Eros afirmativo y resiste el caos y la destitución.

El psicoanálisis participa también de aquella cruzada. Los laberintos de la villa —donde el deseo corre siempre detrás de la necesidad— no hacen retroceder ni constituyen un obstáculo para los retoños postmodernos de Freud y Lacan.

En octubre de 2003, luego de la caída del neoliberalismo, el drama social había mostrado sus contornos más extremos en la Argentina. Los índices de pobreza e indigencia revelaban una profunda y extensa fractura social mientras la situación de la infancia era aun más trágica. Según cifras de Unicef, durante el primer semestre del 2004 el 62,7 % de los individuos menores de 18 años eran pobres y el 28,2 % indigentes (Unicef, 2006).

Una novedosa ponencia presentada en la reunión Lacanoamericana de Psicoanálisis (Álvarez, 2003), aporta una muestra paradigmática de aquel misionariado. Su autora, una psicoanalista de cierto prestigio, comenzaba su disertación con una cita de Lacan, para situar el tema que proponía desarrollar: “La ignorancia de la necesidad no puede participar de la función del analista”, fue la sentencia que abrió el ritual para comenzar a decir aquella verdad (a medias, por supuesto) que la psicoanalista revelaría sobre la villa, el sufrimiento y la muerte.

Enseguida, de acuerdo siempre con la liturgia, surgía la consabida apelación al discurso y una nueva cita del Maestro: “La necesidad es inseparable del hablar, ya que la necesidad es necesidad de discurso”, para situar mejor el hambre y la desnutrición infantil que se generalizaba y hacía estragos en aquellos contextos.

Una larga letanía sobre el ser de lenguaje, la falta y el goce, seguía a aquellas primeras invocaciones para concluir que “la necesidad es el fundamento del discurso”, aunque también “el discurso debe necesariamente articular la necesidad”.

A partir de allí surge la pregunta sobre qué puede hacer un psicoanalista en la villa donde los niños y niñas se mueren de hambre mientras sus madres y padres se quedan sin lenguaje y no pueden anticipar la tragedia.

Para ensayar una respuesta aparece la referencia clínica, en este caso, una intervención realizada en un barrio marginal de Rosario, en el ámbito de un Centro de Salud.

En aquellos contextos de pobreza extrema, la indagación psicoanalítica descubre cierta resignación de los sujetos adultos ante el sufrimiento de sus hijas e hijos, que parece expresarse por la vía de la ignorancia: “(...) las mamás de estos chicos no se daban cuenta que los chicos estaban desnutridos, incluso no se daban cuenta hasta sus últimas consecuencias. Porque a veces se morían sin que hubiera habido ninguna alarma, ninguna consulta, nada.” (Álvarez, 2003, p. 5)

A continuación, y de acuerdo siempre con las reglas, correspondía invocar a la ética del psicoanálisis, la cual aportaría la respuesta que guía al oficiante en aquellos contextos devastados: “Que la falta se inscriba en el discurso” (Álvarez, 2003, p. 4).

Un interrogante parece imponerse frente a la lógica misma de esta argumentación: ¿cuál es la falta que deberá promoverse si todo en la villa es carencia, miseria, ausencia? La falta de trabajo, vivienda, alimentos, escuelas, médicos, etc., impregna todo el paisaje, que sólo muestra dolor y desolación.

Sin embargo, aquello no constituye obstáculo para un psicoanálisis ético que se interesa por la multitud, y que irá a interpretar como “falta de la falta” esa supuesta ignorancia de la necesidad (de alimentarse), esa aparente falta de registro de las madres, sobre la situación de sus hijas e hijos.

Sorprende, en quienes brillan por su inmensa capacidad de bucear en las aguas profundas del discurso, aquella atribución de ‘ignorancia’, de no ‘darse cuenta’, de ‘desconocimiento’. Sorprende también el dogmatismo con que se inscriben aquellos efectos del drama y la tragedia, en el consabido registro de la falta, especie de comodín para todo uso que patologiza —sin duda— el desgarramiento social.

¿Qué es lo que autoriza a hablar de ignorancia de la necesidad? No hay fundamento alguno, ni psicoanalítico, ni filosófico, ni sociológico, que permita codificar como ‘desconocimiento’ el vínculo de discurso que estos sujetos mantienen, antes que nada, con las instituciones asistenciales.

Mucho menos, para interpretar una realidad histórica y políticamente situada, utilizando para ello la misma fórmula que propone Lacan como algoritmo del discurso de dominio. Constituye una absurda paradoja colocar en una misma posición de enunciación a los desposeídos de todo —incluso de la posibilidad de hablar—, y quienes deben ser ubicados en un lugar de amo.

Pero más allá de esto, ¿cuál es el sentido de interrogar el estatus psicológico (o psicoanalítico) de aquella falta de saber o de discurso, sin articular su dimensión política? Se trate de forclusión, negación o denegación de la realidad, ¿qué utilidad tiene —si no se sitúan esas coordenadas centrales— preguntarse sobre las defensas que pone en funcionamiento el sujeto cuando cae y se hunde en el abismo de la exclusión?

¿No sería más útil reconocer, como propone Sygmunt Bauman, que estos sujetos se han quedado sin lenguaje debido a su condición de excluidos, al hecho de haber sido arrojados a un espacio donde —de acuerdo con Giorgio Agamben— su bios (la vida de un sujeto socialmente reconocido) ha sido reducido a zoë (vida puramente animal) donde las manifestaciones esencialmente humanas han sido recortadas o anuladas? (Bauman, 2004, p. 103).

O tal vez sería más prudente comenzar interrogando al relato postcolonial. Sin dudas, ha sido un mérito del postcolonialismo indagar las posibilidades de enunciación de los sujetos excluidos. Los teóricos postcoloniales advirtieron sobre el hecho de que en las relaciones de dominación existe una supresión discursiva de los sujetos colonizados o subalternos, lo cual constituye una encrucijada para cualquier situación de subalternidad2.

¿Cómo es posible enfrentar la relación colonial sin utilizar las armas de los colonizadores, es decir, sus relatos, sus palabras, sus ficciones —científicas, literarias, ideológicas, etc.— que justificaron el gesto colonizador?

La célebre pregunta de Gayatry Spivak (1995, p. xxvi) sobre la posibilidad de hablar de los sujetos subalternos interroga los mecanismos de aquella supresión: “Cuando el subalterno ‘habla’ para ser escuchado e introducirse en una estructura de resistencia responsable (en el sentido de responder y ser respondido), él o ella está en camino de convertirse en un intelectual orgánico”.

Cuando el sujeto subalterno puede hablar —es decir, hablar de una manera que realmente importa— ya no es un subalterno. No existe, de acuerdo a Spivak, una identidad o una consciencia subalterna por fuera de las estructuras discursivas dominantes. Dejar la subalternidad implica entrar en contacto con dichas estructuras.

Parece interesante retomar el análisis de Spivak —y contrastarlo con el relato de nuestra psicoanalista— sobre el suicidio de Bhuvaneswari Bhaduri, en la India colonial.

Involucrada en la lucha por la independencia de su país, Bhaduri había sido incapaz de cometer un asesinato político que le había sido asignado, por lo cual se ahorcó en Calcuta, en 1923.

El suicidio de la joven india puede ser reinscrito —sugiere Spivak— como un acto subversivo, en la medida en que Bhaduri esperó la menstruación antes de quitarse la vida, simbolismo que desafía al sati, el ritual de autoinmolación de las viudas en las hogueras funerarias, prescripto por la tradición patriarcal hindú.

El suicidio de Bhaduri articula, de este modo, el cuerpo como texto de una contranarrativa —aunque vana en este caso3— que parece ser la única forma de la mujer india de entrar en la historia, en el discurso.

No pretendo, luego de revisar el texto de Spivak, inscribir el drama de los niños y niñas desnutridos de la villa —y de sus madres— en el registro de una escritura que se articularía al nivel del cuerpo, como en la experiencia de Bhaduri.

Sólo me interesa señalar, como nos recuerda Hauke Brunkhorst (Bauman, 2004, p. 103), aquella condición de la exclusión:

(Para) los que quedan fuera del sistema funcional, sea en la India, en Brasil o en África o incluso, como sucede en la actualidad, en muchos barrios de Nueva York o de París, cualquier otro sitio pronto resultará inaccesible. Ya no se oirá su voz, con frecuencia se quedan literalmente sin habla.

La falta de lenguaje debe ser analizada allí, como lo hacen también Bauman, Rorty o Spivak, en el interior de un contexto interpretativo que no excluya ni la historia ni la política.

No se trata de un problema clínico sino político. Ignorar esto parece psicologizar el vínculo social, lo cual oculta —a menudo tras la pregnancia de discursos consagrados— la imposibilidad de las instituciones para desenvolverse en ámbitos de miseria y desolación.

 

3. La razón clínica

Muchas veces la impotencia se transforma en la desafiliación absoluta o en la destitución, como describen Silvia Duschatzky y Cristina Corea en Chicos en Banda (2004).

Otras veces, representa el terreno fértil —como acabamos de ver— para ensayar ciertas experiencias y promover, en un nuevo ámbito de misión, las reveladoras bondades del diván.

Una novedosa intervención, habitada por un espíritu similar que la anterior, muestra aquella insistencia en la clínica junto a la mistificación del lazo social (Stefan, 2008).

La intervención se realiza en una escuela que recibe “niños desafiliados y desamarrados del vínculo con el otro”, que “atraviesan situaciones de alta vulnerabilidad” y que se encuentran privados, por momentos, “de ocupar el lugar de niños”.

Se trata de “niños en situación de calle”, violentos, que no aprenden ni juegan, ni registran el sufrimiento. Las operaciones de subjetivación en estos chicos y chicas parecen estar comprometidas y su identidad es puesta en cuestión (“fallas en el proceso de estructuración del yo”).

La intervención, coordinada por psicólogas y maestras integradoras, se articuló a partir de un trabajo clínico con los niños y niñas, en el ámbito de un taller de juegos.

El texto, cuya autora es una de las psicólogas que participó de la intervención, introduce el análisis de cierta dimensión alienante de la escuela y sus arquitecturas panópticas: “es en las intervenciones y prácticas institucionales donde la pregnancia de los mandatos superyoicos se vuelve más explícita. Mandatos superyoicos que impiden, por su carácter mismo de satisfacción pulsional, la emergencia del sujeto” (Stefan, 2008, p. 29).

No obstante, esta referencia se articula como una abstracción universal o generalización que resulta de la inevitable invocación a la ética; no las desprende directamente de las fuentes de la investigación (el material clínico).

En cambio, es el discurso de las docentes el que parece fundamentar las descripciones que la autora hace: “Las docentes nos transmiten que ‘son niños que solo pueden trabajar cuerpo a cuerpo, uno a uno’, como si para poder sostenerse necesitaran de la presencia de otro, de un semejante” (Stefan, 2008, p. 3).

Sin embargo, en el renglón siguiente aparece una afirmación que contrasta con aquella simbiosis descripta por las maestras. En la práctica —asegura la psicoanalista— “me encuentro con la paradoja de niños que ocupan el lugar de adultos, niños que delinquen (...)”.

Por otra parte, la presunción de que se trata de “niños que presentan severas dificultades de enseñanza-aprendizaje” (¡?) encuentra justificación en referencias que, muchas de ellas, son normales en los contextos de la intervención, como la demora en la adquisición de la lectoescritura o la abstracción (que contrasta con las ventajas frecuentes de estos niños y niñas en la adquisición de aprendizajes contextuados).

En otros casos, las referencias son ajenas a la dinámica del aprendizaje y muestran —como sobresale en la descripción que hace la maestra de Silvana, una nena de 9 años— el rechazo de la escuela junto a las dificultades de la niña.

    No habla y no se comunica. No se puede establecer si sabe o no sabe, cuáles son sus conocimientos. No reacciona (por ejemplo si alguien le tira la pelota). No molesta. Se duerme en el aula. Hace un muro con lo útiles. Es ordenada. Cuando quiere pedir algo lo dibuja o lo saca. Es un ente. Rodea el banco con los materiales dados por la maestra. Otras veces hace torres. Copia y pinta a la perfección. No tendría que estar en esta escuela. No escribe su nombre. No está socializada. Repite tres veces tercero (Stefan, 2008, p. 25).

No obstante, la nosografía psicoanalítica permite formular allí ciertas hipótesis diagnósticas. Entre ellas: “las perturbaciones del narcisimo”, “el yo sin suficientes contornos” (Ibíd.), el recurrente “caos pulsional” o, con mayor especificación, la atribución de una estructura no ligada (Stefan, 2008, pp. 20-22).

Las imprecisiones en cuanto a los criterios utilizados para seleccionar a los integrantes del taller, como también la falta de referencias sobre el encargo institucional vinculado al funcionamiento del mismo, constituyen los principales puntos ciegos del relato.

Esas referencias textualizan y contextualizan al taller. Su desconocimiento invisibiliza una problemática que ha operado, sin dudas, en la producción de los déficit escolares adjudicados, así como también sobre los efectos de dicha intervención.

Allí aparece nuevamente el peligro de la trascripción psicologista de los problemas sociales, el riesgo de sumar otros fracasos a los ya existentes, de articular nuevos estigmas o discriminantes, más sutiles pero también más difíciles de identificar y desarticular.

Donde “el caos pulsional” que “aplasta”, o la inapropiada “inserción del sujeto en el campo del Otro”, o el juego “no ligado”, compulsivo, caótico, puede operar —si no se introduce a lo social y su eficacia en la producción de los problemas— como un relato que transforma en déficit aquello que es diferencia, alteridad.

Un síntoma de aquél desconocimiento es el silencio de la autora sobre un episodio vinculado —evidentemente— con esa dimensión ausente de lo social/institucional.

Durante las primeras reuniones, cuando las expresiones de enojo, agresión y violencia tensionaban el desarrollo del taller, la maestra integradora que formaba parte del equipo de coordinación decidió, con “gran enojo”, retirarse y no seguir participando de la intervención.

Luego de la partida, los niños y niñas dicen: “es mala, no la queremos, se sienta en la silla y nos mira enojada” (Stefan, 2008, pp. 12-13), y continúan describiendo a sus maestras como brujas, a las que hacen enojar y agreden.

Cómo no vincular aquí esta violencia con el abandono/rechazo del sujeto adulto. Cómo no formular la hipótesis de una violencia reactiva de los niños y niñas ante un discurso de la institución que parece traducir como déficit aquello que se aleja de la figura canónica del alumno o alumna ideal; que condena a los niños y niñas a ser entes, loquitos, malas, atrasados o violentas.

Cómo no relacionar la irrupción de lo pulsional, de lo corporal, de todo eso que bajo referencias psicoanalíticas se describe como goce mortífero, con el rechazo de la escuela que suele sobreimprimir estigmas pedagógicos, psicológicos, culturales, etc. a las carencias sociales extremas que padecen, la mayoría de las veces, estos chicos y chicas.

La productividad del taller —sin dudas— lejos de contradecir, avala mis hipótesis. Dicha productividad está vinculada con la habilitación de un ámbito (el taller) que contrasta con el espacio escolar. Las coordinadoras, rápidamente identificadas por los chicos y chicas en el lugar del “viejo que escuchaba voces que pedían ayuda” (Stefan, 2008, p. 15), se distinguen de las maestras en que, en tanto malas y brujas, son destinatarias de la agresión.

El taller fractura el espacio escolar. Allí, los chicos y chicas son escuchados y pueden escuchar relatos, cuentos, narraciones que reintroducen, junto a sus voces, los contextos, las historias, los sufrimientos, los duelos denegados —en primer lugar— por la obsesión normalizadora de la escuela.

Sería esperable, no obstante, que toda esa productividad constituya una característica de la escuela pretendidamente multicultural, más que la intervención acotada, localizada, de especialistas que instituyen un ámbito especial, un nuevo segmento diferenciado que escinde el ámbito escolar. Los niños y niñas de la calle, pobres, miserables, abandonados, seguirán ignorados por la escuela mientras el especialista se hace cargo de sus duelos, sutura los cuerpos e interpreta el dolor.

La proliferación de ámbitos especiales destinados a la infancia pobre ha ido de la mano de los esfuerzos que han hecho los discursos multiculturales de la escuela para promover, paradójicamente, la inclusión y la diversidad.

El psicoanálisis participa en ocasiones del engaño. El nuevo misionariado, si pretende aportar algo en los ámbitos de quienes más sufren, deberá interrogar su política, abandonar sus rituales y reformular los dogmas que guían su intervención.4

 

4. Psicoanálisis, ironismo y utopía social

El psicoanálisis, como otros relatos emancipadores, suele promover el prestigio del saber universitario, variante moderna —como se sabe— de los relatos de dominio. El Saber brilla en el centro de un discurso que enuncia la Verdad del Amo, cuando éste se disfraza de abogado del esclavo y promueve su liberación.

En dicho discurso, los mejores análisis suelen enroscarse en un estéril devaneo teórico, donde ‘el Otro’, ‘la alteridad’, ‘la falta’, ‘la pérdida de la función simbólica’ son repetidos como eslogan, neutralizados en su capacidad de reformular las categorías del pensamiento y empleados para justificar un discurso vacío que enmascara su inutilidad.

Quizá tenga razón Rorty cuando relativiza la utilidad política del psicoanálisis y afirma que las mejores bondades de la experiencia psicoanalítica deben situarse en su uso privado.

Muchas veces, en los ámbitos de exclusión, las incursiones ilustradas —no sólo las psicoanalíticas— carecen de ‘otros’ reales. En ellas, el Otro —recurrentemente evocado— carece de voz, nombre y territorio. Su rostro desaparece, se oculta, justo cuando su presencia comienza a inquietar.

La utilidad política del psicoanálisis, como también la de otras disciplinas vinculadas al pensamiento francés, ha sido interrogada recientemente desde el ámbito filosófico. En los últimos años, uno de los debates de mayor trascendencia sobre las virtudes políticas de las obras de Lacan, Foucault, Deleuze, Derrida, etc., ha tenido lugar entre los representantes del nuevo pragmatismo norteamericano y los partidarios de la deconstrucción.5

Richard Rorty y Jacques Derrida han estado en el centro de dichos debates. Sus obras, que comparten el rechazo de una concepción fundamentalista de la filosofía, aunque mantienen diferencias importantes entre ellas, han dado lugar a una controversia de gran relevancia sobre la posibilidad de la democracia, y sus implicaciones políticas y filosóficas.

El planteo de Rorty es novedoso cuando afirma que la articulación entre lo privado y lo público, el sujeto y la vida política o, para expresarlo en sus propios términos, entre el deseo del ironista y el deseo de justicia social, no puede realizarse en ninguna teoría, a pesar de la recurrencia de dicha pretensión.

Desde esta perspectiva Rorty niega eficacia política al ironismo (psicoanálisis, deconstrucción, genealogía, etc.) aunque reconoce su utilidad en el ámbito privado —el reino del ironista— donde ubica el deseo de autonomía o creación de sí, en oposición al deseo de comunidad y al dominio público.

El deseo del ironista busca redescribir los relatos que le anteceden, crear un lenguaje novedoso, dar una nueva versión del mundo, reinventarse, encontrar un nuevo sentido allí.

La perspectiva ironista, en tanto le interesa el pasado, no tiene otra forma que la narración; sus fundamentos la alejan de una búsqueda de la Verdad y la llevan a ironizar sobre aquellos léxicos que suponen su revelación (Mouffe, 2005, p. 115).

En este sentido, el teórico ironista se acerca al crítico literario mientras que la teoría ironista no es otra cosa —para Rorty— que “una de las grandes tradiciones literarias de la Europa moderna” (Mouffe, 2005, p. 138).

El pensamiento ironista —donde sobresale, entre muchos otros, Freud, Heidegger, Derrida, Foucault— no persigue la Verdad del Hombre, su esencia, sino la pregunta sobre su historicidad azarosa, contingente; sobre las marcas ciegas que determinan una vida, los encuentros que la preceden, las posibilidades que allí subsisten.

Rorty sitúa el pensamiento ironista en la línea del historicismo y de la filosofía del lenguaje posterior a Hegel y Wittgenstein. Para el historicismo la verdad es algo que se construye más que algo a hallar (Rorty, 1991, p. 25). No existe una esencia humana o de la sociedad; tanto uno como la otra son contingencias históricas, el resultado azaroso del encadenamiento social.

Desde la perspectiva del historicismo, el lenguaje no es un medio de expresión o representación sino un instrumento de creación de formas de vida, de mundos humanos. Los diversos ‘juegos de lenguaje’ (la ciencia, la filosofía, la religión, la ideología, etcétera) crean distintas versiones del mundo, inconmensurables entre sí, situadas históricamente y en continua revisión.

Ahora bien, junto al ironista existe otra forma de historicismo interesado en la justicia y la solidaridad social, más que en la creación de sí o en la autonomía. Marx, Dewey, Habermas, entre los más destacados, se esforzaron por “hacer que nuestras instituciones y nuestras prácticas sean más justas y menos crueles”.

Por otra parte, la tesis de Rorty es que entre ambas formas de historicismo —la que promueve la creación de sí y aquella que busca la justicia social— hay inconmensurabilidad y al mismo tiempo oposición, aún cuando ambas sean igualmente válidas. Una concierne al ámbito privado, al sujeto, a su deseo de autonomía; la otra a la vida pública, social y política, y a los deseos de justicia e igualdad; una no conduce necesariamente a la otra.

El intento de reconciliación de estos dos tipos de lenguaje ha sido una constante en la historia, desde Platón hasta Marx, pasando por la cristiandad y Kant —entre otros—, quienes han intentado enlazar el autointerés, la autorrealización, la salvación personal o la autonomía individual con los ideales de justicia, el amor al semejante, el imperativo categórico o la función del proletariado en la historia.

No sería posible, sin embargo, una sociedad ironista cuya “retórica pública sea ironista”, en tanto no es posible imaginar una cultura que socialice a sus jóvenes haciéndolos dudar continuamente del proceso de socialización del cual son objetos. De allí que, según Rorty, sea inherente a la ironía constituir una cuestión privada.

Tampoco es posible —por los mismos motivos— una teoría que unifique lo privado y lo público, el sujeto y lo político, la autonomía del sujeto con la solidaridad social.

Desde estas posiciones, Rorty hace una crítica parcial tanto a ironistas privados como a utopistas públicos. A los primeros —especialmente a Foucault y Derrida— cuestiona sus pretensiones de llevar la ironía al ámbito de las instituciones y la sociedad. A los utopistas —Dewey, Habermas— critica sus tendencias a concebir la autonomía privada como “irracionalismo” o “esteticismo”. En muchos historicistas —de ambos lados— encuentra ciertas recaídas metafísicas que los separa de un nominalismo radical.

Rorty sueña con una utópica sociedad irónica y liberal, que descrea de la metafísica y donde la libertad sea determinada por un “reconocimiento de la contingencia” (Rorty, 1991, p. 65).

No hace un llamado a las luchas, como lo hace Deleuze siguiendo a Foucault o como lo hacen los postcolonialistas que invocan a Derrida. La utópica democracia igualitaria que sueña Rorty surgirá del consenso comunitario, de la conversación pacífica, de la “discusión libre de dominación”, idea que comparte con Habermas.

La posibilidad de una sociedad más justa no será preanunciada por ninguna teoría. Dicha utopía presenta dificultades para la teoría en la medida en que el intelectual ironista carece de la posibilidad de ofrecer al público la promesa que sí pueden ofrecerle los relatos metafísicos, ya se trate de prometer el paraíso cristiano o comunista.

En cambio, novelas como las de Orwell, Nabokov o Dikens, y cierta narrativa periodística o etnográfica, tienen o han tenido —gracias a su poder redescriptivo— una importancia para la transformación social, que ninguna teoría (sea ésta social o filosófica) podría lograr.

El planteo de Rorty promovió, de manera novedosa, el debate sobre la posibilidad o no de conciliar la autonomía individual con la solidaridad social. También generó una interesante polémica entre los deconstructivistas, quienes acusaron el impacto de las críticas que el filósofo norteamericano dirige a Derrida, especialmente aquellas referidas a la escasa utilidad política de la deconstrucción.

Derrida contestó a Rorty problematizando la distinción público/privado para rechazar —a través de varios argumentos— su interpretación de la deconstrucción. En principio, opone el dominio de lo público, más que a lo privado, a “una experiencia de lo secreto” —tematizada en textos como La tarjeta postal— sobre la cual el primero “no tiene ningún derecho ni poder” (Derrida, 2005, p. 157).

El derecho a decir algo “se dice guardando el secreto”. Éste no es algo que se guarde en la cabeza y se decida no contar, sino es algo vinculado con la experiencia de la singularidad.

No obstante, este dominio de lo secreto y de lo singular está en la base de una apertura hacia lo político. Su radical heterogeneidad no significa despolitización, según Derrida, sino la condición de la politización, “el modo de introducir la pregunta por lo político, por la historia y la genealogía de este concepto, con sus consecuencias concretas” (Derrida, 2005, p. 158).

En este sentido la deconstrucción, cuya naturaleza sería en apariencia neutral, permite una reflexión sobre lo político, incluso una hiperpolitización, en tanto para plantear la cuestión política es necesario separar algo de la política.

Por otra parte, Derrida descree de la existencia, tal como lo plantea Rorty para su utópica sociedad liberal, de un ámbito de persuasión o de discusión libre de la fuerza y la violencia.

La democracia que puede llegar a advenir, sitúa cierta experiencia de la amistad, impensable hoy en Occidente, donde una relación no apropiativa del otro, sin violencia, se recorta como una promesa irreductible “bajo cuya base toda violencia se separa de sí misma y es determinada” (Derrida, 2005, pp. 162-163).

La violencia es de hecho irreductible, y esa irreductibilidad de la violencia está en el origen de los consensos, reglas e instituciones sociales —que constituyen el momento mismo de la política—, las cuales resguardan del caos social.

La deconstrucción permite entender cómo las instituciones que logran estabilizar el caos fundamental y fundador son transitorias, efímeras y susceptibles, por lo tanto, de ser desestabilizadas o cambiadas.

Esta contingencia de lo político abre un interrogante sobre la naturaleza de la decisión que para dejar de ser un reflejo condicionado de las leyes estructurales —como lo concibe, por ejemplo, el marxismo clásico— deberá tomarse sobre un terreno indecidible:

(…) el momento de la decisión, como tal, —afirma Derrida— siempre sigue siendo un momento finito de urgencia y precipitación, puesto que no tiene que ser la consecuencia o el efecto de este momento teórico o histórico, de esta reflexión o esta deliberación, ya que marca siempre la interrupción de la deliberación jurídico-ética o político-cognitiva que lo precede, y que tiene que precederlo.

(...) Una decisión que no pasara a través de la dura prueba de lo indecidible no sería una decisión libre, sería solamente la aplicación y el despliegue programable de un proceso calculable (Corrnell, Rosenfeld & Gray Carlson, p. 1992).

Resultan de interés las participaciones en el debate de Ernesto Laclau y Simon Critchley, quienes desde perspectivas diferentes —el primero con referencias fuertes a Gramsci y Lacan mientras que el segundo retomando a Levinas— permanecen muy cerca de Derrida.

Laclau —en sintonía con su maestro— rechaza las atribuciones despolitizantes de Rorty, afirmando que el tema central de la deconstrucción es la producción político-discursiva de la sociedad, y que su lógica es primordialmente política, en tanto “al mostrar la indecibilidad estructural de áreas cada vez mayores de lo social, también expande el área de operación de los diversos momentos de institución política” (Laclau, 2005, p. 122).

Finalmente, me interesa retomar el interrogante que formula Critchley: ¿cómo es posible ser un ironista liberal de acuerdo con la utopía propuesta por Rorty? ¿ser ironista no tiene implicancia en política? Si el ironista cree con Freud o con Nietzche que la consciencia moral o el amor al prójimo son una impostura, esto, sin dudas, tiene efectos en su performance política.

Esta cuestión remite, como señala Laclau, a la articulación entre la subjetividad y la política —el ironista y el liberal—, la cual admite, más allá del planteo rortiano, una diversidad de posibilidades6.

Entre ellas sobresale la elaboración lacaniana —afín en muchos aspectos a la deconstrucción, aunque se aleje en varios puntos de la misma—, y que parece coincidir (Lacan completa todos los rasgos de ironista) con el planteo rortiano sobre la ironía y la solidaridad.

 

5. El reverso de la política

En El reverso del psicoanálisis, Lacan propone articular aquello que es del orden de la subjetividad con algo que debemos ubicar, sin duda, en el ámbito de la política: esto es, el lazo intersubjetivo constituido a partir de los efectos del lenguaje.

No se trata sólo de articular las cuatro formas de discurso que autoriza la estructura del lenguaje: el discurso del amo, el de la histérica, el universitario y el analítico, sino también de trazar una genealogía de los mismos.

Lacan hace coincidir el acto de hablar y la relación entre el amo y el esclavo, lo cual coloca —desde el principio— al psicoanálisis en el terreno de la política.

Al pronunciar una frase (S1 → S2) el sujeto queda dividido entre ambos significantes y se produce una pérdida de goce (objeto a) al interrumpirse la deriva ad infinitum de la significación (castración). En esa operación, tanto el sujeto dividido que se constituye al hablar como el goce que se pierde, permanecen no revelados. No obstante, se establece allí un fantasma que no es otro que la posibilidad del goce, en este caso, el goce del amo.

La incompletud de lo simbólico —el significante remite siempre a otro significante— determina la imposibilidad de la verdad como también del goce. Dicha imposibilidad está en los fundamentos del sujeto y de la vida colectiva.7

Las formas actuales del lazo social colocan al saber en el centro de la escena. El lugar del amo, ahora inspirado por la filosofía y las ciencias, se encuentra legitimado por el discurso universitario, el cual no articula otra cosa que una variante de aquél.

La nueva ilusión —que domina tanto al mundo capitalista como al socialista— es la de un saber totalizador, que en la vida colectiva se traduce en la ficción política de la satisfacción8. Un goce sigue siendo posible, sea este el reino de Dios, la comunidad liberal o la democracia socialista.

Ahora bien: ¿cómo se produjo este movimiento que condujo al amo a interesarse por el saber? Lacan coloca a la histérica en la posición de fabricar a un hombre —un amo— animado por el deseo de saber.

En el registro histórico ha sido el discurso filosófico quien promovió dicho deseo, cuya vocación por el saber absoluto llevó a Hegel —“el más sublime de los histéricos”— a mostrar su imposibilidad.9

El discurso psicoanalítico constituye el reverso del discurso del amo, en tanto hace surgir la división del sujeto, la imposibilidad del goce y del saber. Lo cual tiene sus efectos en la vida colectiva y —por lo tanto— en el ámbito político:

Es esencial recordar esto en el momento en que, al hablar del reverso del psicoanálisis, se plantea el lugar que tiene el psicoanálisis en lo político. (...)

Sólo es posible entrometerse en lo político si se reconoce que no hay discurso, y no sólo analítico, que no sea del goce, al menos cuando de él se espera el trabajo de la verdad (Lacan, 1992, p. 83).

Con su esquema de los cuatro discursos, Lacan distingue el discurso del dominio —del amo, en cualquiera de sus variantes— del discurso psicoanalítico. Pero también establece la distancia que separa a éste del discurso que enfrenta al amo buscando desarmarlo, derrocarlo, castrarlo: el discurso histérico.

El psicoanálisis permite salir de la lógica del amo y el esclavo —cuya dialéctica siempre renovada describió Hegel y luego Marx a lo largo de la historia— e introduce una nueva forma del lazo social.

Dicha forma es la de una comunidad ironista y muy poco liberal —en el sentido de Rorty. Ironista y escéptica, en cierto sentido, en tanto el psicoanálisis, según Lacan, coloca en el centro de la vida colectiva a la pulsión de muerte, correlato del goce y de la verdad.10

Desde el inicio de su enseñanza, Lacan rehusó ubicarse en el interior de una lógica articulada sobre la oposición felicidad/sufrimiento o la idea de progreso:

¿Qué es esa historia? ¿Debemos exigir de los sujetos que posean tendencias superiores a la verdad? ¿Qué es la tendencia trascendente a la sublimación? Freud la repudia de la manera más formal en Más allá del principio del placer. En ninguna de las manifestaciones concretas e históricas de las funciones humanas ve la menor tendencia al progreso, y esto posee cabalmente su valor en aquel que inventó nuestro método. Todas las formas de la vida son igualmente sorprendentes, milagrosas; no hay tendencia hacia formas superiores (1984, p. 481).

Ahora bien, ¿existe una forma del lazo social que se funda en las premisas psicoanalíticas? Lacan puede hablar de las instituciones que funcionan organizadas por el discurso amo (universidad, religión, etc.) como también de aquellas que se inspiran en el deseo histérico (filosofía, movimientos revolucionarios), pero casi no habla de aquello que surge del discurso psicoanalítico en tanto tal.

Cuando lo hace, es para señalar su posible inexistencia (Lacan, 1992, p. 112) o para denunciar en las instituciones analíticas, incluso lacanianas, un funcionamiento en la vía del discurso amo.

Aquí, Lacan parece coincidir con Rorty y el psicoanálisis se acerca más a una experiencia privada que a una forma de lazo social. Vínculo que irá a ser calificado —retomando la célebre afirmación de Freud sobre educar, gobernar y analizar— como imposible.

No obstante, parece alejarse de Rorty y Derrida —aunque tal vez no sea así— cuando rehúsa la vía libertaria. La única liberación posible, para Lacan, es la que aporta el psicoanálisis, que sólo libera al sujeto del efecto mortífero producido por su captura en el lenguaje.

 

6. Entre el dolor y la felicidad

La inmensa trama teórica que impregna la atmósfera intelectual de nuestro tiempo no deja de interrogar e interpelar a la política. Sus relatos la transforman, afectan, son afectados, reformulados, utilizados por una voluntad que invoca una novedosa y conflictiva racionalidad.

Los discursos emancipadores que toman allí su lugar prometen una felicidad exílica y multicultural, mientras se inscriben —con idéntico trazo— los nuevos nombres del mal.

Una pregunta inquietante, corrosiva, tal vez imposible, interpela mi análisis: ¿es posible transformar a nuestra sociedad periférica y postmoderna en un ámbito más democrático? ¿podemos soñar allí con un acceso socialmente justo a la existencia? ¿puede esperarse una relación con el otro que excluya la violencia del estigma o la exclusión?

O se trata de una utopía, aquella que nos permite seguir soñando, pensando, sintiendo o viviendo. O tal vez aquella otra que inventa y sueña la política para sustituir y evadirse de la realidad.

Ser optimistas o pesimistas, esa es la cuestión actual.

Suscribirnos al deseo de Nietzche —transmitido a Haidegger, Adorno, Derrida y Foucault— que comprueba la voluntad de poder de Occidente y anuncia su radical irreductibilidad.

O adherir al nihilismo desesperanzado de Baudrillard cuando profetiza que los objetos han perdido su valor de uso como mercancía y funcionan, en tanto pertenecen a un código que organiza la producción y el consumo, para ordenar y designar la categoría social de su poseedor.

En dicho contexto, el valor signo de los objetos (abstracto) oscurece la utilidad (concreta) de su uso o intercambio mientras la apariencia y el simulacro sustituyen a la realidad.

Resulta seductora esta nueva versión del mundo postmoderno según Baudrillard; demasiado similar, en muchas de sus descripciones, al sueño multicultural de la política, que circula como una mercadería sin valor de uso, y parodia o simula la realidad.

¿O es posible aún ser utópicos? ¿Hay algo que autoriza a soñar con una micropolítica, como lo hacen Deleuze o Foucault? ¿Con transformaciones locales de la sociedad que avancen, se multipliquen, transversalicen y generalicen sin ser coaptados, finalmente, por el poder? ¿Existen en dicho ámbito, en una escala que pueda ser visible, los dispositivos analíticos de enunciación? ¿Es posible conmover los imaginarios colectivos, avanzar hacia una pedagogía (y una política) de las diferencias?

Soñar con que un día, cuando la multiplicidad de luchas locales entre en resonancia, aquella micropolítica alcance a la macropolítica y tenga efectos verdaderamente revulsivos.

¿O se trata de otra cosa? ¿Deberíamos olvidar, en todo caso, la pretensión de llevar el proyecto emancipador a las instituciones y limitarlo —como lo hace Rorty— a un uso privado?

No se trataría entonces de renunciar a la emancipación sino de apostar —más que a politizar la ironía— a estrategias de convencimiento, de identificación, que movilicen los sentimientos y los afectos.

En la construcción de una sociedad más igualitaria y justa, tendría su lugar —antes que el psicoanálisis, la genealogía o la deconstrucción— la literatura y otros relatos estratégicos que conmueven los imaginarios colectivos.

En la búsqueda de esta utopía igualitaria la conversación libre de dominación ocuparía un lugar central. Los fundamentos religiosos o filosóficos sobre una realidad suprahistórica serían reemplazados gradualmente por una narración histórica sobre la contingencia de las instituciones y los valores.

La concepción de la verdad como adecuación, dejaría paso a una idea de la verdad como aquello que llega a creerse en el curso de discusiones libres y abiertas. Ese desplazamiento de la epistemología a la política promovería —como quería Dewey— a la imaginación como el mejor “instrumento del bien”.

¿O debemos abandonar, finalmente, no el proyecto emancipador sino el planteo mismo, tal como lo hemos desarrollado, y salir del dilema optimismo/ pesimismo?

Tal vez sea necesario colocar en su lugar la idea de los fines sublimes y el progreso humano, como lo imaginó Freud en Más allá del principio del placer, cuando opuso Eros y Thanatos en la articulación misma de la vida humana.

Sin duda, la mayoría de las perspectivas interrogadas eluden una lógica opositiva radical. Sus diferentes puntos de vista iluminan ciertos aspectos, destacan matices, enfatizan tonalidades y construyen finalmente sus diferencias.

No obstante estarían casi todas dispuestas —seguramente— a aceptar aquella sublime intuición freudiana sobre las posibilidades de la vida, entre la repetición y la creación, entre el dolor y la felicidad.

 


Notas:

* El presente artículo forma parte de un ensayo más extenso (Diversos y colonizados, Sueños multiculturales y posviolencias) aún en elaboración, cuyas fuentes se remontan al seminario del programa de doctorado dictado por el autor en la Facultad de Psicología de la Universidad de Rosario, entre mayo y agosto de 2009.

1 No es mi intención hacer un análisis de la lógica del capital y las formas actuales del malestar. No obstante, retomo los trabajos de Baudrillard (1978) en dichos ámbitos, los cuales han sido utilizados como herramientas conceptuales parciales que aportan a mis análisis e interpretaciones, especialmente, en relación con las características de impostura y simulacro de muchos relatos que originalmente fueron propuestos en ámbitos subalternos.

2 Silenciamiento que es más intenso, por otra parte, cuando se trata de mujeres. Silenciadas, excluidas y olvidadas, las mujeres constituyen el paradigma radical de la subalternidad, que subyace y fundamenta a otras dominaciones (de raza, de clase, de religión, etc.).

3 Vana, en tanto no tenía ninguna posibilidad —de acuerdo a Spivak— de ser escuchada.

4 Debo, para evitar herir susceptibilidades, hacer aquí una aclaración. Resulta necesario señalar una distinción y contradicción, que se hace implícitamente al interior del presente artículo, entre las prácticas psicosociales aludidas (frecuentes en Argentina) vinculadas con el psicoanálisis y los desarrollos teóricos de Lacan (como también de Freud). Por otra parte, dicho análisis no significa desconocer las propuestas psicosociales inspiradas, muchas de ellas, en Enrique Pichón Riviere, pero que muestran —al menos en nuestro ámbito— mejores desarrollos teóricos que intervenciones concretas.

5 En Deconstrucción y pragmatismo (Mouffe, 2005), se reproduce el debate que sostuvieron Derrida y otros deconstructivistas célebres, como Simon Critchley y Ernesto Laclau, con Rorty, en un simposio en el Collège International de Philosophie de Paris, el 29 de mayo de 1993.

6 “Pero la misma palabra utilizada —ironía— parece ligar la experiencia de esa brecha a algún tipo de desapego y falta de compromiso. Ésta es una reducción inaceptable que elude la pluralidad de negociaciones psicológicas de esa brecha —siendo esta negociación uno de los problemas centrales de la política—. (...) una de las tareas tanto de la teoría política como de la práctica política es —más que permanecer fija en la figura del ‘ironista’— explorar la gama completa de estrategias o juegos de lenguaje a través de los cuales la presencia/ausencia de esa brecha es, en todo momento, socialmente negociada” (Laclau, 2005, pp. 131-132).

7 “En efecto, lo que constituye el fondo de la vida es que, en todo lo tocante a las relaciones de los hombres y las mujeres, lo que se llama colectividad es algo que no anda. No anda, y todo el mundo habla de ello, y gran parte de nuestra actividad se nos va en decirlo” (Lacan, 1981, p. 44).

8 “Lo que permite muy bien mostrar el poco alcance que tiene la incidencia de las escuelas es que la idea de que el saber pueda constituir una totalidad es, si puede decirse así, inmanente a lo político en tanto tal. Esto hace mucho que se sabe. La idea imaginaria del todo, tal como el cuerpo la proporciona, como algo que se sostiene en la buena forma de la satisfacción, en lo que, en el límite, constituye una esfera, siempre fue utilizada en política por el partido de los predicadores políticos” (Lacan, 1992, p. 31).

9 “El saber absoluto sería, pura y simplemente, la anulación de este término. Quienquiera que estudie en detalle el texto de la Fenomenología no puede albergar la menor duda” (Lacan, 1992, p. 36).

10 “Ya que la verdad, en esta ocasión, es la que hace surgir aquel significante, la muerte. E incluso, según todas las apariencias, si alguien puede dar un sentido distinto a lo que Hegel anticipó, es precisamente lo que Freud, de todos modos, había descubierto en aquella época, y que calificó como pudo, como instinto de muerte, a saber, el carácter radical de la repetición, esa repetición que insiste y que caracteriza, como ninguna otra cosa, a la realidad psíquica del ser inscrito en el lenguaje. Puede que la verdad no tenga otro rostro. No es para volverse loco” (Lacan, 1992, p. 186).

 


 

Lista de referencias

 

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    Referencia:

    Eduardo de la Vega, “Psicoanálisis y política. Patologización de la infancia pobre en Argentina”, Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales, Niñez y Juventud, Manizales, Doctorado en Ciencias Sociales, Niñez y Juventud del Centro de Estudios Avanzados en Niñez y Juventud de la Universidad de Manizales y el Cinde, vol. 8, núm. 1, (enero-junio), 2010, pp 67-86.

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