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Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales, Niñez y Juventud

Print version ISSN 1692-715X

Rev.latinoam.cienc.soc.niñez juv vol.14 no.1 Manizales Jan./June 2016

https://doi.org/10.11600/1692715x.1413290515 

 

Primera sección: teoría y metateoría

DOI: http://dx.doi.org/10.11600/1692715x.1413290515

 

Los derechos del niño: cuestiones sobre su fundamentación*

 

Some issues related to the foundations of children’s rights

 

Os direitos da criança: questões sobre sua fundamentação

 

Agustín Lozano-Vicente

Psicólogo Ayuntamiento de Avilés, España. Licenciado en Psicología por la Universidad de Oviedo y Licenciado en Filosofía por la Uned. Psicólogo en el Equipo de Intervención Técnica de Apoyo a la Familia de los Servicios Sociales Municipales de Avilés (España). Correo electrónico: agusloza1@gmail.com

 

 

Artículo recibido en abril 13 de 2015; artículo aceptado en mayo 29 de 2015 (Eds.)

 


Resumen (descriptivo):

El presente trabajo intenta contribuir al debate abierto sobre la condición del niño como sujeto de derechos. En primer lugar, presento las principales controversias así como las teorías existentes sobre esta cuestión. Sostengo la tesis de que los derechos del niño descansan en el reconocimiento universal de la individualidad del niño como condición necesaria para ser considerado como persona y así titular de derechos. Sin embargo, la condición de persona sólo se alcanzará plenamente en el seno de una determinada configuración social capaz de dotar de valor a dicha individualidad. Para desarrollar esta idea, expongo lo que constituiría el fundamento material y el fundamento formal que subyace a los derechos del niño. Se finaliza defendiendo un enfoque gradualista en la adquisición de los derechos en un contexto de valores comunitarios.

Palabras clave: derechos del niño, ética, desarrollo de la personalidad, valores morales (Tesauro de Ciencias Sociales de la Unesco).

 


Abstract (descriptive):

This paper aims to contribute to the open debate about the status of the child as a subject of rights. Initially the author presents the main controversies as well as existing theories related to this issue. The author supports the theory that the children’s rights rest on the universal recognition of the individuality of the child as a necessary condition to be considered as a person and as a rights-holder. However, the condition of being considered an individual person will only be fully reached within a certain social configuration that is capable of valuing this individuality. To develop this idea, the author identifies what would constitute both the formal and material foundations that are the basis of children’s rights. The author ends the article by defending a gradual approach in the acquisition of rights within a context of community values.

Key words: children’s rights, ethics, personality development, moral values (Social Sciences Unesco Thesaurus).

 


Resumo (descritivo):

Este trabalho tem como objetivo contribuir ao debate aberto sobre a condição das crianças como sujeitos de direitos. Em primeiro lugar, apresenta-se as principais controvérsias bem como as teorias existentes sobre essa questão. Sustenta-se a tese de que os direitos da criança estão relacionados ao reconhecimento universal da individualidade como condição necessária para que ela seja considerada como pessoa e, portanto, titular de direitos. Contudo, a condição de pessoa somente será alcançada plenamente em uma determinada configuração social, capaz de dotar de valor essa individualidade. Para desenvolver essa ideia, foi exposto o que constituiria o fundamento material e o fundamento formal, que são subjacentes aos direitos da criança. Finaliza-se defendendo uma abordagem gradualista na aquisição dos direitos em um contexto de valores comunitários.

Palavras-chave: direitos da criança, ética, desenvolvimento da personalidade, valores morais (Thesaurus de Ciências Sociais da Unesco).

 


 

1. Introducción

 

Desde el primer Congreso Internacional de Protección a la Infancia celebrado en París en el año 1883, pasando por la Declaración de Ginebra de 1924, la Declaración de los Derechos del Niño de 1959 para culminar en la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño del año 1989, nuestro presente, a diferencia de otras épocas históricas, asiste al «hecho» de la proclamación de los «derechos del niño», tal y como se consolidan a través de estos textos internacionales y que culminan una larga evolución histórica en la manera de entender y relacionarse con la infancia (Dávila & Naya, 2006). En este sentido, la Convención es el gran texto de referencia al reunir en un único documento los derechos civiles, políticos, sociales, económicos y culturales del niño1. Se ha señalado que la Convención dio origen a la consideración del niño como sujeto titular de derechos, a diferencia del enfoque «proteccionista y asistencial» que prevalecía con anterioridad y que consideraba al niño como objeto de derechos y deberes morales que tenían que ser ejercidos por la familia y las instituciones gubernamentales (Galvis, 2009, Fanlo, 2011).

Sin embargo, el factum de los derechos del niño, en cuanto a su fundamentación normativa, esto es, la consideración del niño como persona moral y sujeto titular de derechos, dista mucho de ser una cuestión clara y distinta, constituyendo todo un inventario de dificultades. Las relaciones recíprocas entre los términos «derecho» y «niño» no ha permanecido al margen de la confrontación ideológica, teniendo como escenario, en unas ocasiones, las diversas concepciones que existen sobre la infancia y la adolescencia y, en otras, las diversas formas de entender el fundamento de los derechos. Dicho de otro modo, la misma noción de «derechos del niño», utilizada en ámbitos jurídicos y sociales y sin perjuicio de alguna declaración de principios que gozan de amplio consenso, está atravesada por polémicas y contradicciones cuya relevancia no se puede obviar (Luciani, 2010, Fanlo, 2011, Barna, 2012, Rivas, 2014).

Teniendo esto en cuenta, señalaremos, en primer lugar, las principales controversias y tensiones presentes en torno a los fundamentos de los derechos del niño, para a continuación mostrar cómo estas tensiones y controversias se reflejan y reproducen en las diferentes teorías existentes acerca de la fundamentación jurídica de los derechos del niño.

El presente trabajo participa de este debate abierto sobre la fundamentación de los derechos del niño e intenta contribuir al mismo sosteniendo la tesis de que los derechos del niño descansan en el reconocimiento universal de la individualidad orgánica del niño, como condición necesaria para considerar a éste como persona moral y por lo tanto sujeto de derechos y deberes. Sin embargo, el estado de sujeto personal sólo se alcanzará plenamente en el seno de una determinada configuración social capaz de dotar de valor a la individualidad de la niñez. Con el propósito de desarrollar esta idea, se expone lo que constituiría el fundamento material y el fundamento formal que subyace a los derechos del niño. El fundamento material remite a la constitución y reconocimiento de la individualidad del niño. Como evidencia que avalaría la constitución universal de dicha individualidad se presentan algunas conclusiones que se derivan de los estudios de antropología física, la psicología del desarrollo, así como del vínculo entre las normas jurídicas y las ciencias del desarrollo humano. El fundamento formal de los derechos residiría en la misma realidad social e histórica de las diferentes sociedades y sus normas sociales (éticas, morales, jurídicas), que reconocen y constituyen a esos individuos como personas valiosas y dignas de respeto y derechos (Bueno, 1996).

Se apuntaría brevemente, para finalizar, la necesidad de desbordar el contexto ideológico del individualismo del pensamiento liberal y adoptar un enfoque gradualista en la adquisición y ejercicio de los derechos por parte del niño en un contexto social de valores grupales y comunitarios.

 

2. Cuestiones polémicas en torno al «hecho» de los «derechos del niño»

González (2009) señala los cuatro principales problemas que, después de 25 años de la proclamación de la Convención, persisten en el reconocimiento de los niños como titulares de derecho. El primero tendría que ver con la génesis misma del moderno concepto de derechos humanos, enraizada en la tradición liberal que ve al niño como un incapaz absoluto. En segundo lugar, se señala la ambigüedad y discrecionalidad en la aplicación de principios y derechos a favor de los niños, ejemplificado, como veremos, en el principio del «interés superior del menor». Otra dificultad apuntaría a la efectividad de los derechos reconocidos en la Convención y tendría su causa en la propia teoría normativa, ya que se establecen derechos sin un titular claro de la obligación correlativa. En último término se señala la dificultad para integrar los instrumentos de derecho internacional en los respectivos ordenamientos nacionales.

En el texto de la Convención es posible advertir una de las principales tensiones relacionadas con la fundamentación de los derechos del niño:

    Ahora bien, el problema conceptual fundamental en torno a los derechos del niño proviene de la separación entre el portador de derechos y el agente moral, aquel que está empoderado para actuar en el marco de la institucionalización de los derechos del niño. Pese a que el niño es tratado como el portador de derechos en la Cidn, no es considerado como el agente moral que determina esos derechos (Barna, 2012, p. 13).
Así, bajo el denominador común de los «derechos del niño» es frecuente reconocer dos tendencias (intrínsecamente contradictorias, en especial en su aplicación práctica), a las que corresponden otros tantos modelos de regulación jurídica y social: «Esta tensión permanente entre "protección" y "liberación" caracteriza la especificidad de la individualización del niño o niña en las sociedades individualistas contemporáneas» (Gómez-Mendoza & Alzate- Piedrahíta, 2014, p. 83).

En referencia a los argumentos de las posiciones liberacionistas, se ha señalado que el principio rector de la Convención es el paradigma de los derechos, y no la protección integral, destacando que en el texto de la Convención no se habla de protección integral expresamente, sino de protección especial dirigida a situaciones específicas en las cuales los niños se encuentran en situación de emergencia. El reconocimiento de la igualdad en la titularidad de los derechos representaría el desafío más importante a los sistemas políticos y a los ordenamientos jurídicos ya que no es suficiente la afirmación de que los niños tienen derechos; es preciso que los ejerzan efectivamente y no a través de sus padres o representantes legales, o que los ejerzan sólo en la medida de la evolución de sus facultades (Galvis, 2009). Siguiendo la estela de los movimientos liberacionistas de los años setenta y teniendo en cuenta la influencia de las teorías más recientes elaboradas en el campo de las ciencias sociales, como la teoría del «actor social», se reivindica la idea de que el niño es un ser competente y capaz de incidir sobre su propia realidad social y, al igual que el adulto, portador de derechos autónomos (Contreras & Pérez, 2011, Pavez, 2012, Duarte-Duarte, 2013, Vergara, Peña, Chávez & Vergara, 2015). Los derechos del niño son concebidos entonces como instrumentos eficaces para liberar al niño de coacciones ancladas en las costumbres o las leyes y proponer el reconocimiento de su pleno status como ciudadano y, por tanto, el disfrute, entre otros, de derechos políticos (Agudelo- Ramírez, Murillo-Saá, Echeverry-Restrepo & Patiño-López, 2013, Shabel, 2014, Gutiérrez & Acosta, 2014, Gallego-Henao, 2015).

Sin embargo y en relación con la posición proteccionista, otros autores, entienden que el reconocimiento del niño como titular de algunos derechos de libertad (religiosa, de conciencia, de opinión, participación) ha contribuido a reconsiderar el viejo problema del paternalismo. Desde las posiciones liberales más clásicas, se hacía compatible la afirmación de los derechos humanos, que descansaba en la soberanía individual del hombre adulto y considerado como un ser racional y plenamente autónomo, con la marginación de determinados colectivos, como mujeres, menores e incluso los trabajadores, considerados como incapaces o dependientes (Gutiérrez & Acosta, 2014). En relación con estos colectivos, y en particular con los menores, «el paternalismo liberal no suena, entonces, como un oxímoron» (Fanlo, 2011, p. 123) ya que las intervenciones paternalistas, si estaban dirigidas a hacer efectivos sus intereses o evitar daños que los niños por sí mismos no podrían evitar, se deberían considerar como deberes positivos o como conductas morales que no exigen ninguna justificación ulterior, al contrario de lo que ocurriría si se tratase de sujetos adultos (Block, Smith & Reel, 2014). Pero ahora, a partir de la Convención, el problema consistiría entonces en cómo reconocer la singularidad del menor y garantizar su protección sin violar su autonomía, dignidad y el reconocimiento de sus derechos. La restricción al ejercicio de los derechos debería de ser el mínimo posible y esta limitación debe tener un fundamento lo más objetivo posible en las necesidades básicas del niño y no en la arbitrariedad paterna o institucional. Así por ejemplo y en relación al reconocimiento y ejercicio de los derechos del niño por parte del Estado, González (2008) apunta la existencia de tres posiciones básicas: el libertarismo, el perfeccionismo moral-jurídico y el paternalismo jurídico, considerando la autora que este último es el más acorde «respecto del concepto de niño, las teorías de las necesidades humanas, el fundamento de los derechos humanos y los niños como personas morales» (p. 343). Asumiendo la natural vulnerabilidad del niño y que sus capacidades son distintas a las del adulto, pero a su vez rechazando la imagen del niño como ser incapaz y carente de autonomía, las acciones tutelares y de protección serían necesarias para salvaguardar su integridad, incluso contra sí mismo, y como condición de posibilidad para el desarrollo de su propia y progresiva autonomía y asunción de derechos.

Sirva como ejemplo de estos problemas y tensiones, las discusiones existentes en torno al concepto de «interés superior del menor», considerado como uno de los principios fundamentales de la Convención y eje sobre el que gira la práctica jurídica y las políticas públicas en materia de protección a la infancia (Espíndola, 2015). El concepto de «interés superior del menor» certificaría el paso de la imposición de medidas arbitrarias y discrecionales a favor de los menores en «situación irregular2» a un escenario caracterizado por la «protección integral» del menor dentro de un marco de garantía de derechos. Sin embargo, las críticas han señalado su falta de concreción y su carácter abstracto (López-Contreras, 2015). Esto permitiría la resurrección, o permanencia, del paradigma de la «situación irregular»: «El interés superior del niño es el "Caballo de Troya" de la Convención al permitir cierto grado de discrecionalidad de las autoridades públicas al interpretar y aplicar sus disposiciones normativas» (Freedman, 2005, p. 115).

Concluiríamos así, y antes de mostrar cómo estos problemas se manifiestan también en las teorías jurídicas sobre el fundamento de los derechos del niño, que después de la aprobación de la Convención, en el plano técnico-jurídico y político-social, el problema más urgente que aún tienen que acometer los respectivos Estados es el concerniente a la puesta en práctica de tales derechos así como su cumplimiento efectivo (Durán-Strauch, Guáqueta-Rodríguez & Torres-Quintero, 2011, Mieles & Acosta, 2012, Walecka-Matyja, 2013). Pero desde el punto de vista de la fundamentación teórica de los derechos del niño, perspectiva en la que pretende situarse el presente trabajo, y con un alcance transnacional dado el carácter de la Convención, la prioridad radica en la elaboración de una teoría normativa capaz de legitimar el estatus del niño como persona moral y sujeto titular de derechos y que al mismo tiempo pueda servir como referencia en las decisiones legislativas y en las intervenciones de política social (Galvis, 2009, Luciani, 2010).

 

3. Fundamentación jurídica de los derechos del niño

La revisión crítica de las posturas actuales sobre los derechos del niño ha puesto de relieve las recíprocas contribuciones que ofrecen, por una parte, las teorías del derecho al delicado problema del niño como sujeto de derechos y, por otra, las peculiaridades sobre los derechos del niño respecto de las teorías de los derechos subjetivos en general. En este sentido es paradigmático el reto lanzado por MacCormick (1988) a finales de los años setenta: los derechos del niño ponen a prueba las teorías de los derechos en general; incluso para las teorías libertarias (Block et al., 2014).

Las teorías jurídicas que intervienen en la fundamentación de los derechos del niño pertenecen a la tradición filosófica anglosajona. Si bien reflejan buena parte de los problemas y tensiones que hemos visto en el anterior apartado, constituyen una referencia inexcusable en nuestros días (Cronin, 2011, Fanlo, 2011, Archard, 2014). Las principales teorías que han abordado la cuestión de la fundamentación de los derechos del niño son: la teoría de la voluntad o elección (will o choice theory) y la teoría del interés (benefit o interest theory).

Exponemos a continuación muy brevemente lo más característico de ambas posturas, sin dejar de advertir la existencia de posiciones intermedias.

La «teoría de la voluntad» o «teoría de la elección» establece que los derechos se han de entender como potestades del titular para prescribir obligaciones en otros sujetos. Siendo esto así, la característica distintiva del poseedor de un derecho subjetivo es la voluntad o discreción del titular con relación al contenido del derecho. El poder o la libertad (en sentido jurídico o ético) son las notas definitorias del titular del derecho y presuponen entonces la posesión de cierta capacidad de acción, en el sentido de poder llevar a cabo intencionalmente elecciones morales con consecuencias jurídicamente relevantes. únicamente quienes tengan agencia o autonomía moral, esto es, la capacidad de actuar a la luz de razones morales específicas, pueden ser titulares de derechos. Sobre la base de estas premisas teóricas, se entiende fácilmente que considerar al niño como titular de derechos resulta un asunto controvertido. Así, algunos autores han concluido que el niño, al carecer de autonomía o capacidad propia para actuar como un agente moral, no tendría derechos morales o humanos en absoluto. Esta afirmación tan contundente, y a la vista de sus implicaciones, se ha visto matizada por dos estrategias argumentativas. La primera apela a la «representación» en virtud del cual los derechos adscritos al menor se pueden hacer valer por parte de un sujeto capacitado que actúe en su nombre y por cuenta del representado. La segunda es el argumento de la potencialidad o argumento «evolucionista» respecto de los derechos: se tiene en cuenta el paso de una condición inicial de dependencia e inmadurez a una ulterior caracterizada por la adquisición de racionalidad y responsabilidad; los niños, paulatinamente y según avanza su desarrollo madurativo, adquieren progresivamente los distintos elementos normativos de los que se compone el derecho (Wellman, 1984, Hierro, 1991, González, 2008, Fanlo, 2011, Archard, 2014).

La «teoría del interés o beneficio» afirma que la característica esencial para fundar un derecho consistiría en determinar, de la forma más objetiva posible, la existencia de una necesidad básica o un interés superior a favor del sujeto titular. Esta necesidad o interés reviste tal importancia que conllevaría la imposición de obligaciones morales a otros sujetos o instituciones para su cumplimiento efectivo. Entonces, desde el punto de vista de su fundamentación, la peculiaridad de los derechos del niño residiría en que autorizan a poner en cuestión la preeminencia de la voluntad, del poder o de la capacidad del agente como característica definitoria para ser considerado como titular de derechos subjetivos. De este modo, nos permitirían centrar la atención en el aspecto «objetivo» (en relación con los fines del sistema normativo), esto es, respecto a la satisfacción de un interés o de una necesidad tal que no se pueden dejar a la discrecionalidad del titular. Desde la teoría del interés se supone que los derechos pueden ser lógicamente anteriores a los deberes y que respecto de estos derechos la voluntad del menor sería irrelevante, ya que no se puede hablar de una facultad para renunciar a su cumplimiento, e incluso éste podría ser forzoso. Así, la aceptación de la teoría del interés como justificación de los derechos del niño significa fundamentar excepciones a varios de los paradigmas tradicionales del derecho, por ejemplo, la no-intervención por parte de la autoridad pública en el ámbito privado. En definitiva, la teoría del interés supone una alternativa a la dificultad de la teoría de la voluntad para explicar los derechos que suponen una acción positiva de los poderes públicos y de los particulares para la satisfacción de necesidades básicas del individuo y cuya satisfacción, dada su importancia (educación, asistencia sanitaria…) no se puede hacer depender de un acto voluntario del titular. No es plausible afirmar, como insinúa la teoría de la voluntad o elección, que un derecho subsista sólo cuando exista un poder que pueda ser activado por parte del titular; por el contrario, es frente a un derecho (es decir, un bien o un interés particularmente relevante para el sujeto titular) cuando se debe establecer el deber que lo satisfaga, así como las formas (y, en consecuencia, también los poderes) por medio de las cuales exigir su cumplimiento (Fanlo, 2007, González, 2008, Cronin, 2011, Archard, 2014).

En cualquier caso, hay que puntualizar que las discrepancias que se presentan desde las dos perspectivas teóricas no se traducen en la negación de una protección especial para los menores de edad ni en la obligación por parte de los adultos de atender sus necesidades de modo que puedan desarrollarse adecuadamente. El punto de desacuerdo reside en si la titularidad de derechos es deseable y teóricamente sustentable, o si, por el contrario, la tutela y protección debe tener otros conductos normativos, bien jurídicos o bien morales (Schoeman, 1980, Archard, 2014).

 

4. La condición personal del niño: fundamento material y fundamento formal

La cuestión sobre el alcance de los derechos del niño descansa en la atribución de la categoría de persona a los menores de edad como condición previa y requisito indispensable para que puedan ser considerados como titulares de derechos: «La Convención es un tratado contra una especie de discriminación, la de no considerar a los niños dentro de la categoría de las personas humanas» (Cillero, 2001, p. 58).

Por nuestra parte, vamos a abordar la compleja cuestión de la constitución del sujeto personal, atendiendo a la conexión entre los que serían sus elementos integrantes, esto es, entre la individualidad corpórea y la idea (jurídica, moral) de persona presente en el seno de una determinada configuración social. Al objeto de desarrollar esta idea, no partiremos de una serie de capacidades o principios normativos abstractos (autonomía, dignidad, igualdad), más propios del ámbito jurídico, sino tomando como referencia el fundamento material y el fundamento formal que subyace a los derechos (Bueno, 1996, Alvargonzález, 2009).

El fundamento material de los derechos (pero también de la ética y de la moral) se encuentra en la individualidad corpórea, mientras que el fundamento formal residiría en la misma realidad social que reconoce y constituye a esos individuos como tales personas valiosas y dignas de respeto y derechos. La individualidad orgánica, en tanto que fundamento material, no constituye por sí misma un derecho; será en el momento en el que el grupo social de referencia acuerda mantener como un valor, y por lo tanto un deber, el reconocimiento de esa individualidad, en nuestro caso, el valor de la niñez, cuando ésta puede empezar a mostrarse y aparecer como fundamento formal a través de la codificación de normas éticas, morales y en el propio ordenamiento jurídico, sin perjuicio, como hemos visto, de los problemas, controversias y debates en torno a la fundamentación formal de tales derechos.

Según esto, la individualidad orgánica se constituye como un valor universal, de carácter ético3, cuya clase estaría formada por todos los hombres, no pudiendo existir discriminación por motivos de sexo, religión, raza, lengua o cualesquiera otros, entre ellos, entonces, la edad.

La importancia de la labor de delimitación conceptual de la individualidad del niño se justifica, en parte, por la evolución histórica del concepto de niño y las evidencias científicas sobre su realidad así como por la repercusión que esta delimitación conceptual puede desempeñar en relación con la atribución de derechos al niño (Luciani, 2010, Gómez-Mendoza & Alzate- Piedrahíta, 2014, Lagunas, 2015).

Dicho esto y sin querer ser exhaustivos, queremos mostrar algunos resultados de las ciencias del presente que avalarían la constitución de la niñez como una realidad individualizada con la característica de universalidad distributiva.

En primer lugar, resumimos los estudios de antropología física presentados en la obra de Bermúdez (2009). Desde los primates menos evolucionados hasta el Homo sapiens, se habría producido un aumento en la duración del período infantil, pero los rasgos orgánicos más característicos de la niñez serían exclusivos del género Homo. La duración de la niñez4 se puede justificar desde el punto de vista fisiológico ya que en esta etapa se produce una relativa inactividad del sistema hipotálamo-hipófisisgónadas, que resulta en un claro retraso de la pubertad y de la madurez sexual. Después del nacimiento y durante los primeros dos años de vida, nuestros niveles en sangre de andrógenos y estrógenos son elevados, lo que contribuye a la rápida velocidad del crecimiento corporal, desarrollo neurológico y neuromotor. A partir de los dos años, el nivel de estas hormonas disminuye drásticamente y no volverá a elevarse hasta el comienzo de la adolescencia. En los seres humanos esta baja producción de andrógenos adrenales contribuiría de manera eficaz a intercalar el período de niñez entre la infancia y la fase juvenil.

En segundo lugar, diríamos que la niñez también adquiere caracteres normativos en el ámbito del desarrollo cognitivo. Sin poder extendernos acerca de las diversas teorías y polémicas existentes en el campo de la epistemología genética y la psicología evolutiva transcultural (Chapman, 1988, Duek, 2010, Lenzi, Borzi & Tau, 2010), la conclusión general, y sin duda la más importante, es que el desarrollo cognitivo, partiendo de un punto inicial de referencia, compartido en algunas de sus características5 con otras especies de primates (Gómez, 2007), mantiene el mismo tipo principios y procesos cognitivos aunque las estructuras y estadios puedan diferir en cada contexto sociocultural. Dicho de otro modo, el desarrollo cognitivo no consistiría tanto en un progreso unidireccional y teleológico hacia un estadio final predeterminado y presente en todas las culturas, (crítica habitual, apareciendo entonces el «relativismo cultural» como la única alternativa al «universalismo» en el estudio del desarrollo cognitivo); se trataría más bien de un progreso definido retrospectivamente para cada contexto sociocultural, a partir de unas disposiciones psicobiológicas compartidas y por medio de unos principios y procesos cognitivos comunes (Chapman, 1988). Con todo, las investigaciones resaltan que los niños de la mayor parte de las culturas del mundo alcanzan el estadio de las operaciones concretas definido en la teoría de Piaget, aun mostrando una gran variabilidad cultural en cuanto a la velocidad y orden de adquisición de las diferentes estructuras cognitivas. Las características cognitivas del periodo adolescente, correspondiente a las operaciones formales, ya serían más dependientes del propio desarrollo cultural y educativo de la sociedad de referencia (Carretero, 1982, Chapman, 1988).

En tercer lugar, queríamos referirnos a la estrecha vinculación que existe entre el ordenamiento jurídico y las ciencias del desarrollo humano, en concreto las disciplinas biomédicas. Se ha señalado, no sin razón, el carácter convencional o artificioso que se atribuye a los procesos de determinación de los límites de la individualidad personal (Degano, 2005). Por lo que respecta al ámbito filogenético: ¿cuál es la frontera de lo «humano»? ¿Dónde podemos decir que comienza lo «humano» del género Homo? Y, por lo que respecta al propósito de nuestro trabajo, en la línea ontogenética, ¿dónde está la frontera entre el niño como sujeto de derechos y otras formas individualizadas, tipo «embrión» o «feto», pongamos por caso? En los distintos ordenamientos legales, se ha utilizado tradicionalmente la ficción jurídica del paso de unas horas después del nacimiento con vida y con apariencia humana.

Sin embargo, y pese a su reconocido carácter ficcional, no podemos considerar irrelevantes o arbitrarios estos requisitos jurídicos necesarios para obtener el reconocimiento legal como persona. La razón estriba en que el jurista del siglo XXI tiene que tener muy presentes los resultados de la investigación biomédica para poder interpretar en su justo alcance el contenido de los preceptos jurídicos, ya que esa unión entre ciencia biomédica y ciencia jurídica resulta imprescindible. Así se descubre que hay que discriminar entre conceptos definidos por la ciencia como «embrión» y «feto» o tener presentes conceptos como «independencia corporal» para establecer el estatus legal de persona (Fernández, 2013). El que no exista una disciplina científica que establezca de forma clara y distinta los requisitos necesarios para acceder a la condición de persona moral (y por lo tanto la plena titularidad de derechos), no implica negar el valor pragmático y funcional de estas distinciones, que tienen que contar, inevitablemente, con los resultados que arrojan las ciencias del desarrollo6.

    Reconocemos que en las normas jurídicas las ficciones existen para hacer operativo el Derecho, siendo imprescindible fijar el límite en algún punto que resulte lo menos discriminatorio y lo más igualitario posible. El valor ficcional del discurso jurídico en cuanto a la teoría del sujeto ha sido destacado en su valor constitutivo (Degano, 2005, p. 40).
En definitiva, no tratamos de defender un «reduccionismo» científico o naturalista de los derechos del niño a sus fundamentos biológicos o psicológicos pero sí de incorporar estos fundamentos a una estructura teórica consistente y capaz de asimilar el máximo número de fenómenos y realidades que gravitan en torno a la fundamentación de los derechos del niño.

Así, y retomando la argumentación sobre el fundamento formal de los derechos del niño, señalaríamos que la condición de sujeto personal no se alcanza de forma espontánea o como un proceso de desarrollo interno (psicológico, biológico) sino que se realiza en el seno de una determinada configuración social capaz de otorgar soporte, dignidad y valor a dicha individualidad personal, sin la cual esta individualidad ni siquiera existiría como tal. La persona supone insertar al individuo humano en una sociedad de personas con una serie de derechos y deberes hacia ella. La sociedad de personas parece estar ligada en su génesis histórica a los valores éticos, morales, jurídicos y políticos de lo que llamamos civilización (Alvargonzález, 2009). Por ello, el fundamento formal de la idea de persona se encuentra en primer lugar en las normas morales en las cuales se integran y consolidan aquellas normas éticas (en nuestro caso, el reconocimiento de la individualidad del niño) y, en último lugar, el mismo ordenamiento jurídico que hace posible la coexistencia de diferentes sistemas morales. Es por esto por lo que la constitución del sujeto personal no tiene una respuesta unívoca (jurídica, psicológica, antropológica…) porque tampoco es unívoca la idea de persona en función de las diferentes configuraciones sociales y culturales dadas en la historia. Tomando como referencia los diferentes criterios de clasificación establecidos por el profesor Bueno (1996), existirían diversas ideas de persona en función de diferentes tradiciones histórico-culturales. Sin embargo, no todas ellas pueden situarse en un mismo plano cuando asumimos una perspectiva filosófica crítica. Efectivamente, no puede atribuirse hoy significado filosófico relevante a aquellas ideas de persona incompatibles con los resultados de las ciencias positivas del presente (teoría de la evolución, embriología, psicología del desarrollo, fisiología…). Así mismo, se excluirían aquellas ideas que no contemplen entre sus premisas la autodeterminación ética, moral y jurídica de la persona por presuponer que ésta, por motivos religiosos, mágicos o irracionales, se pudiera encontrar subordinada a algún otro ente o poder ajeno.

Desde esta perspectiva, podemos decir que dado un individuo infante, en condiciones sociales e históricas adecuadas y con un desarrollo ontogenético normalizado, llegará a constituirse como persona. La «constitución» sería a la persona lo que el «nacimiento» es al individuo. Como señalan Csikszentmihalyi y Rathunde (2014, p. 11), la persona no nace sino que se hace (it follows that persons are not born, but are made). La constitución de la persona es un proceso: «Fue un conjunto de personas aquel que consideró persona al individuo recién nacido, todavía sin el «uso de la razón», y gracias al cual su personalización puede considerarse como un proceso abierto» (Bueno, 1996, p. 220). El individuo entonces nunca se constituye como persona aislada sino como persona en una sociedad de personas de las que depende de alguna manera; su autonomía siempre es relativa. La idea de una individualidad absoluta, autónoma y subsistente por sí misma como condición para alcanzar el estatus de persona es una idea metafísica que conduciría a que «el único niño conforme con los derechos universales del niño sería el niño autista. El único que, por desgracia, está solo, cortado de todo discurso, no determinado por nada. El único que es, auténticamente el mismo» (Fernández, 2007, p. 50). El sujeto personal es siempre un sujeto «hetero-determinado» ya que lo específico de la persona depende en gran parte del entorno social, que es exterior a ella, y del conjunto de la sociedad de personas (Massini, 2003, Alvargonzález, 2009). Los grupos (a escala familiar, social, nacional) tienen la obligación ética de sostener y promocionar la autodeterminación personal de sus miembros, y en particular, de los menores de edad, como sujetos en desarrollo hacia su condición personal. La autodeterminación del menor de edad se alcanzaría entonces por su inclusión y participación en grupos sociales de referencia con normas heterónomas establecidas y que los individuos asimilan, acatan, modifican o incumplen según los casos y circunstancias pero que son, en todo caso, la condición necesaria de su autodeterminación personal.

    Lo anterior esboza el vínculo inexorable entre los conceptos de capacidad progresiva y responsabilidad parental […]. Surgen de este modo, nuevas figuras de asistencia, cooperación y vigilancia a partir de una graduación de la capacidad de autodeterminación del niño en consonancia a su autonomía; en aras de significar que mientras mayor sea esta última, menor será la intensidad de participación de un tercero (Montejo- Rivero, 2012, p. 29).
Esta relación y vinculación del fundamento formal de la persona con el sistema social, político y moral, supone e implica que los derechos humanos en general, y del niño en particular, tienen un carácter histórico y cambiante. Los derechos entonces se enuncian, y no podía ser de otro modo, desde las coordenadas o fundamentos ideológicos y doctrinales de los legisladores o pensadores que los declaran y con la artificiosidad y limitaciones que tales coordenadas llevan consigo y en pugna con otras posibles alternativas ideológicas también presentes (Barna, 2012, Rojas-Novoa, 2012).

 

5. Conclusiones

Para la concepción liberal de los derechos, el problema que surge de la relación entre niños y derechos humanos se refiere a la plausibilidad de considerar al niño como sujeto de derechos, ya que éstos se entienden como instrumentos para promover la libertad o la autonomía, con un titular que sería, en consecuencia, un soberano libre para ejercer una parcela de libertad de acción. Si esto es así y si sólo cabe concebir a la persona como sujeto de derechos si existe un poder suficiente para conquistar, recibir, mantener o reivindicar los derechos que constituyen su libertad, es obvio que un infante o un niño, al menos en sus primeros años, se encuentra desamparado e impotente y por lo tanto no reuniría las características necesarias para ser considerado como agente moral.

Pero retirado el presupuesto ideológico del individuo autónomo del pensamiento liberal, y siguiendo la propuesta del profesor Bueno (1999) en orden a la constitución de los procesos de autodeterminación personal, defendemos el principio de grupalidad y de la recíproca determinación entre el sujeto personal y su grupo social de referencia. El grupo social es quien en primera instancia reconoce y otorga valor al niño y en cuyo seno se constituirá como sujeto personal. Dicho de otro modo y recurriendo a los dos conceptos de libertad propuestos por Isaiah Berlín, el fundamento material de la individualidad del niño, cuando así es reconocida por el grupo social, constituiría la base para el fundamento formal tanto de su libertad negativa o libertad-de (de no ser esclavizado, vendido, maltratado…) como de su progresiva autodeterminación y por lo tanto de su libertad positiva o libertadpara (para expresar su opinión, ideas religiosas, participación…) siempre dependiente y conformada de forma polémica en su grupo social. Los dos conceptos de libertad, lejos de estar desconectados, parecen por tanto implicarse mutuamente. La libertad, como libertad positiva, como capacidad, facultad o potencia del hacer personal, reconocida al niño en la Convención, tiene que apoyarse en el poder de otras personas. Por ello, la libertad positiva está también limitada, canalizada o guiada por estas personas.

Esta perspectiva, sostenemos, es la que aparece también en la Convención, pues los derechos de libertad reconocidos a favor los niños, al hacer referencia a sujetos en edad evolutiva, se justifican en la necesidad de equilibrar la exigencia de tutelar algunas manifestaciones de autodeterminación del menor, con la exigencia de evitar que dichas manifestaciones lesionen, o comprometan, su desarrollo psicofísico.

Un concepto general de los derechos del niño formulado en términos de necesidades e intereses del menor, exigiendo de él «según sus posibilidades» y desarrollo madurativo, dentro de un contexto grupal y social en el cual se conforma heterónoma y polémicamente su propia condición como sujeto personal y titular de derechos, permite, a nuestro juicio y sin retórica alguna, hablar de los «derechos del menor». Es decir, que es entonces cuando la individualidad del niño puede reivindicarse y exigirse como un derecho en el sentido más estricto pero siempre en función de normas morales variables (entre diferentes sociedades e incluso dentro de una misma sociedad). Unos valores morales que pueden ser virtualmente universales por propagación, aunque no de una forma armoniosa sino polémica, teniendo en cuenta esta pluralidad moral, que es a su vez legal y en último término, política.

La acepción jurídica del «menor de edad», presente en la Convención en su artículo primero, supone agrupar en una noción única e indistinta a todos aquellos que todavía no han alcanzado la mayoría de edad. Pero teniendo en cuenta el conocimiento actual sobre el desarrollo infantil, se hace necesaria la apertura de la categoría «niño» a la distinción entre primera infancia, niñez y adolescencia para establecer, tanto los derechos y deberes jurídicos que se correspondan, como las especificidades en el diseño de las políticas públicas que garantizan el ejercicio de estos derechos. De hecho, la fundamentación de los derechos del niño da lugar a disputas y problemas bastante diversos según se refiera a un infante o a un adolescente, y ello tanto en el plano ético, moral como jurídico (Hierro, 1991, Galvis, 2009, Laino, 2012).

Por lo demás, consideramos que debería ser inexcusable especificar en los ordenamientos legales y administrativos quiénes son los sujetos o instituciones con responsabilidades morales y jurídicas ante los niños y cuál es el contenido de sus obligaciones, sin perjuicio de delimitar los respectivos ámbitos de responsabilidad. Dicho de otro modo, la responsabilidad y el «deber» de instituciones y adultos ante los niños continúa siendo un punto de referencia ineludible.

 


 

Notas

* Este trabajo es fruto de una revisión de tema sobre la fundamentación de los derechos del niño. Para su realización se recurrió a una exploración de la literatura reciente en el tema tratado. área de conocimiento: Otras Humanidades. Subárea: Filosofía. Quisiera agradecer al profesor de la Universidad de Oviedo, David Alvargonzález, las correcciones y comentarios a la versión inicial del presente trabajo. Así mismo, agradezco las sugerencias de los editores y evaluadores anónimos, que han contribuido a mejorar el resultado final.

1 En el contexto de los asuntos tratados en el presente trabajo, la diferencia de género no resulta pertinente. La mención explícita del femenino se realiza sólo cuando la oposición de sexos es relevante en el contexto referido, manteniéndose el uso genérico del masculino en su condición de término no marcado y, sobre todo, adoptando nosotros el compromiso con la idea de persona, que incluye a ambos géneros gramaticales. Por otra parte, a lo largo del trabajo, se utilizan de forma indistinta los términos «niño» y «menor» en función de los asuntos abordados y procurando ser fieles a la terminología empleada por los autores citados. Sin embargo, para nosotros, el término «menor» tiene una connotación exclusivamente jurídica, como «menor de edad» según el ordenamiento legal vigente, mientras que fuera de ese ámbito sería más apropiado utilizar el término «niño», por permanecer más próximo a las ciencias del desarrollo y humanas así como al lenguaje coloquial.

2 La relación jurídica entre el Estado y los niños, tradicionalmente, estuvo regida por el «paradigma de la situación irregular». Bajo dicho paradigma, los niños en situaciones de vulnerabilidad o que habían cometido alguna infracción eran considerados «objetos» carentes de autonomía personal y el Estado podía intervenir de forma discrecional en su actuación protectora y rehabilitadora. Se producía así una identificación entre protección y sanción, sobre la base de una pretendida finalidad benefactora o reeducativa. La Convención habría contribuido a poner término a este paradigma estableciendo criterios garantistas en la intervención estatal, impidiéndose de este modo la discrecionalidad en la acción de la autoridad pública y limitándose al máximo los supuestos en el que los niños puedan verse privados del ejercicio de su libertad.

3 Desde el sistema de coordenadas filosófico que tomamos como referencia (Bueno, 1996), y aunque por razón de espacio no podemos extendernos sobre esta cuestión, se hace necesario diferenciar los ámbitos de la ética, la moral y el derecho. Partimos de la consideración de la «ética», como una característica definitoria y constitutiva de la conducta de todo sujeto. La conducta ética se mantiene en un ámbito antropológico, es decir, que el predicado ético afecta a todos los individuos humanos. Cabría definir la ética como el conjunto de normas destinadas a reconocer y preservar la individualidad corpórea de los sujetos humanos en su integridad física y psicológica. La ética es así «universal» pues cada individuo es su referencia. En cambio, las normas morales (según la etimología del término mores, las «costumbres» de los distintos grupos, de cada pueblo o cultura) se predican de los individuos sólo en cuanto aparecen enclasados en diversos grupos humanos, como por ejemplo, la familia. Las normas morales no son universales, porque los grupos humanos son distintos, dados a escala histórico-cultural y muchas veces en conflicto mutuo. Dicho esto, entendemos que las normas éticas en ocasiones son compatibles entre sí, pero otras veces no ocurre así y por ejemplo, la norma ética «no matarás» se encuentra comprometida en situaciones límite de defensa personal. Las normas éticas y morales en ocasiones son compatibles, pero en otros casos no, como cuando un individuo se sacrifica de forma altruista en beneficio de su grupo social. Se puede decir entonces que las normas jurídicas, en numerosos casos, tienen como objetivo canalizar y resolver (en la medida de lo posible) los conflictos entre normas éticas y morales.

4 En la obra citada de Bermúdez (2009) se establece la siguiente división de las etapas del desarrollo infantil: infancia, niñez, fase juvenil y adolescencia. La niñez sigue a la infancia, una vez que el infante es destetado, y finaliza en torno a los 7 u 8 años, en la que comienza la fase juvenil. Entre los 12 y los 18 años tiene lugar la adolescencia, que sería la última etapa de nuestro desarrollo antes de llegar al período de adulto.

5 Los bebés gorilas, enfrentados a pruebas de permanencia del objeto, seguían exactamente los mismos pasos que los niños humanos […]. Se han hecho estudios similares con otras especies de monos y simios […] y en todos se confirma que la secuencia de desarrollo de permanencia del objeto es exactamente igual para todos los primates. (Gómez, 2007, p. 99)

6 El concepto de menor de edad, es necesariamente jurídico […]. Se basa en un dato cronológico-biológico, como es la edad de una persona, y aunque sólo tienen sentido en el ámbito jurídico, su influencia se vierte a diversos aspectos de la persona […]. La mayoría y minoría de edad surgen como una consecuencia de que el ordenamiento jurídico tome en cuenta el desarrollo humano. (Espíndola, 2015, p. 45)

 


 

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    Referencia para citar este artículo: Lozano-Vicente, A. (2016). Los derechos del niño: cuestiones sobre su fundamentación. Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales, Niñez y Juventud, 14 (1), pp. 67-79.

 

 

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