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Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales, Niñez y Juventud

versão impressa ISSN 1692-715X

Rev.latinoam.cienc.soc.niñez juv vol.14 no.2 Manizales jul./dez. 2016

https://doi.org/10.11600/1692715x.14203210415 

Primera sección: teoría y metateoría

 

DOI: http://dx.doi.org/10.11600/1692715x.14203210415

 

La ciudadanía juvenil: Un enfoque basado en las experiencias vitales de los jóvenes*

 

Youth citizenship: An approach based on the life experiences of young people

 

A cidadania juvenil: Um enfoque com base nas experiências vitais dos jovens

 

 

Jorge Benedicto

Profesor Universidad Nacional de Educación a Distancia, España. Doctor en Sociología y catedrático de Sociología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (España). Correo electrónico: jbenedicto@poli.uned.es

 

 

 

Artículo recibido en abril 21 de 2015; artículo aceptado en julio 9 de 2015 (Eds.)

 


Resumen (analítico):

La reciente popularidad del concepto de ciudadanía juvenil tiene el indudable riesgo de que estemos ante una nueva categoría llena de retórica pero falta de contenido. Por ello resulta necesario reflexionar, como se hace en este artículo, sobre lo que significa ser joven y ciudadano al mismo tiempo en las sociedades contemporáneas, los obstáculos a superar y las posibilidades de lograrlo. Con este propósito, en el texto se desarrolla un nuevo enfoque sobre la construcción de la ciudadanía juvenil en el que se vincula estrechamente el desarrollo de los jóvenes como personas autónomas con el ejercicio activo y participativo de su condición ciudadana. En el apartado final se proponen algunas líneas de trabajo para desarrollar la ciudadanía juvenil, transformando las políticas públicas de juventud en políticas de ciudadanía.

Palabras clave: Ciudadanía, jóvenes, participación juvenil, política pública (Tesauro de Ciencias Sociales de la Unesco).

 


Abstract:

The recent popularity of the concept of youth citizenship concept has the risk of transforming into a new category that is full of rhetoric but lacks content. It is therefore necessary to consider what is discussed in this article - what being a young person and a citizen at the same time in contemporary societies means, the obstacles that need to be overcome and the possibility of achieving youth citizenship. For this purpose, this text offers a new approach to the construction of youth citizenship that links the development of young people as autonomous persons with the active and participatory experiences of their condition as citizens. The author concludes by discussing some ideas to promote youth citizenship, transforming youth policies into citizenship policies.

Key words: Citizenship, young people, youth participation, public policy (Unesco Social Sciences Thesaurus).

 


Resumo (analítico):

A crescente popularidade do conceito de cidadania juvenil nos coloca no risco de ter que fazer frente a uma nova categoria cheia de retórica, mas ainda com alguma falta de conteúdo. Nesse sentido, tal e como apresenta este artigo, torna-se necessário fazer uma reflexão ainda mais ampla e profunda sobre o que significa ser jovem e, ao mesmo tempo, cidadão nas sociedades contemporâneas, os obstáculos a serem superados e as possibilidades de sucesso. Com esse propósito, o texto desenvolve um novo enfoque sobre a construção da cidadania juvenil a qual está vinculada ao desenvolvimento dos jovens como pessoas autônomas no exercício ativo e participativo da sua condição cidadã. Na seção final, serão propostas algumas linhas de trabalho futuras para o desenvolvimento da cidadania juvenil, transformando as políticas públicas de juventude em políticas de cidadania.

Palavras-chave: Cidadania, jovens, participação dos jovens, políticas públicas (Tesauro de Ciências Sociais da Unesco).

 


 

1. Introducción

 

En los últimos años asistimos a una proliferación de iniciativas institucionales en el campo de la juventud que se refieren a la ciudadanía juvenil como su principal objetivo a promover. Sin duda, una referencia imprescindible en este campo es el Estatuto de ciudadanía juvenil aprobado en 2013 en Colombia con rango de Ley Estatutaria que comienza afirmando que su objeto es "establecer el marco institucional para garantizar a todos los y las jóvenes el ejercicio pleno de la ciudadanía juvenil…". Pero existen mucho otros ejemplos, tanto en Latinoamérica como en Europa. Por solo citar algunos, el Programa Iberoamericano de Juventud aprobado en la XXIV Cumbre Iberoamericana (2014) incluye entre sus objetivos "generar espacios de participación, formación y desarrollo de iniciativas que fortalezcan la ciudadanía juvenil en Iberoamérica"; el Plan Nacional de Juventudes 2011-2015 de Uruguay se plantea articular "una estrategia común en pos de la construcción de ciudadanía juvenil"1. También muchos especialistas coinciden al referirse a la idea de la ciudadanía como objetivo central del trabajo en juventud (Cañas, 2003, Comas, 2007, Guidikova, 2002). En suma, parece haber un progresivo consenso de que el logro de una ciudadanía plena por parte de los jóvenes debería ser el propósito central de las políticas de juventud y el horizonte evaluativo para medir su efectividad2.

Un riesgo siempre latente cuando se trabaja con un concepto como el de ciudadanía juvenil es que estemos ante una nueva categoría cargada de retórica tecnocrática -como en la década de los 90 lo fue la de ciudadanía activa-, que finalmente no tenga una repercusión real en el trabajo de los diferentes actores presentes en este campo y en la vida de los propios jóvenes. Para hacer frente a este problema el primer paso es contar con una definición precisa del concepto en cuestión. En este caso se entenderá la ciudadanía juvenil como un proceso de conquista de espacios de autonomía (personal y colectiva) e implicación participativa de los jóvenes que dejarían así de ser mero objeto pasivo de la actuación pública para convertirse en sujetos protagonistas de unas políticas activas de promoción de su condición ciudadana. El siguiente paso será esbozar una perspectiva analítica sobre la construcción de la autonomía de los jóvenes que sitúe el desarrollo de la ciudadanía juvenil en el centro de todo el planteamiento. Este es, precisamente, el propósito de este texto y para ello en el próximo apartado se analizará el modelo de ciudadano hegemónico y los problemas de integración que plantea a los jóvenes. En el tercer y cuarto apartados se analizarán los rasgos de la condición ciudadana juvenil y el papel de las prácticas como herramienta de formación de la experiencia ciudadana. En el apartado final, se proponen algunas líneas de trabajo para avanzar en el citado propósito de construir una ciudadanía juvenil. En último término, lo que se proponen estas páginas es discutir sobre un dilema reiteradamente planteado en las sociedades democráticas: si es posible ser joven y ciudadano al mismo tiempo3.

 

2. El modelo hegemónico de ciudadano: Limitaciones y exclusiones

La ciudadanía, aunque a veces se nos olvide, es una institución en constante proceso de redefinición, con objeto de poder dar respuesta a los cambios que se producen en las sociedades democráticas. Esta perspectiva sustantiva -alejada del formalismo jurídico- (García & Lukes, 1999) es un buen punto de partida para desentrañar los rasgos fundamentales del modelo de ciudadano hoy predominante. Un modelo de ciudadano abstracto pero que se sostiene sobre los grandes procesos sociales, económicos y políticos que estructuran las democracias capitalistas y que definen los diferentes caminos a recorrer por los individuos para llegar a ser reconocidos social e institucionalmente como ciudadanos. Cuatro son los rasgos fundamentales que definen la imagen ideal del ciudadano.

En primer lugar, un ciudadano es una persona integrada en la sociedad a través de su participación en el sistema económico, sobre todo en el mercado de trabajo. Tanto en la tradición liberal clásica como en la socialdemócrata, el trabajo se concibe como el eje alrededor del cual gira la condición de miembro de la sociedad. La contribución del individuo -típicamente hombres- viene definida por su participación en el sistema de producción económica y constituye la base a partir de la cual se deriva su derecho a recibir prestaciones sociales, seguridad social, pensiones, etcétera. Aunque, la mayoría de los textos constitucionales hablan del trabajo como un derecho del ciudadano, realmente en nuestras sociedades funciona y se promueve como un deber imprescindible para la sociedad cívica (Turner, 2001)

Vincular la integración cívica con la independencia económica proporcionada por el trabajo plantea problemas de difícil solución. Por una parte, excluye a todos los sectores sociales dependientes económicamente de aquellos que trabajan regularmente, tal y como ocurre con los jóvenes que estudian y aún dependen de sus padres4. Una situación que, además se ha agravado en las últimas décadas a causa del retraso en las tasas de emancipación juvenil y las mayores dificultades para incorporarse al mercado laboral (Organización Internacional del Trabajo, 2013, European Foundation for the Improvement of Living and Working Conditions-Eurofound-, 2014). Por otra parte, la precarización de las condiciones del mercado de trabajo en la actualidad ha empujado a importantes sectores -entre los que los jóvenes tienen también una presencia importante- hacia las posiciones periféricas del sistema económico, en forma de desempleo de larga duración o continuas entradas y salidas del mercado de trabajo. El dramático debilitamiento de la posición económica de estos sectores y sus reducidas expectativas de mejora se traducen en un deterioro de su posición social y, por ende, de su condición ciudadana (Côté, 2014).

En segundo lugar, un ciudadano es una persona a la que el Estado le reconoce una serie de derechos como expresión de su pertenencia a la colectividad. Esta pertenencia se articula básicamente alrededor de la idea de nacionalidad y a partir de aquí se derivan derechos civiles, políticos y sociales. Estos derechos se formulan desde una perspectiva universalista e inclusiva, aunque en la práctica privilegian a los sectores que ocupan las posiciones centrales en la sociedad, desconociendo las diferencias derivadas de las relaciones de poder existentes en la sociedad. La ciudadanía se identifica con un estatus otorgado por el Estado en el que queda fuera tanto la dimensión de la agencia de los individuos como la capacidad de éstos de reivindicar y conquistar nuevos derechos.

La imagen del ciudadano como individuo autónomo portador de derechos, muy apreciada por el liberalismo, lleva inscrita una visión jerárquica de las relaciones que vinculan a los ciudadanos con el Estado, en tanto que es éste el que decide no sólo quien pertenece y quien no, sino que también determina el contenido formal de los derechos (Peña, 2000). La ciudadanía se concibe casi exclusivamente desde la perspectiva del status derivado de la nacionalidad y de la integración social, con las consecuencias que de ello se derivan para importantes sectores sociales situados en la periferia.

En tercer lugar, un ciudadano es una persona que cumple una serie de deberes colectivos, definidos, formalizados y regulados estatalmente, de ahí que vengan a reforzar la dimensión vertical de relación Estadociudadanos. Básicamente en las sociedades actuales los deberes colectivos se resumen en el pago de impuestos y el cumplimiento de las leyes establecidas5. Pero junto a estos deberes colectivos, definidos jurídicamente, también pueden incluirse otro tipo de deberes con menor carga de formalización, ligados a determinadas responsabilidades privadas y públicas. En el terreno privado, el cuidado y sostenimiento de la familia, tanto en relación a los hijos como a las personas mayores, y en el terreno público el deber de trabajar e, incluso de forma más difusa, el deber de votar en las elecciones, constituyen obligaciones que los individuos deben cumplir de alguna forma, si quieren ser reconocidos como miembros de la comunidad.

En cuarto lugar, un ciudadano es una persona que mantiene vínculos con la esfera pública, pudiendo llegar a participar de alguna forma en los asuntos colectivos. Esta última característica es, sin duda, la más difícil de definir por cuanto en las democracias actuales predomina una actitud de repliegue hacia la esfera de la vida privada y de desconfianza respecto a todo lo que tenga que ver con lo público. No obstante, este desinterés y alejamiento de la esfera pública no es obstáculo para reconocer que en el modelo de ciudadano predominante, e impulsado institucionalmente, se maneja una concepción de competencia cívica entendida como reserva de influencia, aunque periódicamente se actualiza de forma ritual de muy diversas formas: desde las encuestas de opinión pasando por la implicación en asociaciones de la sociedad civil hasta la participación en los comicios electorales. En vez de hablar de un ciudadano activo, habría que hablar más bien de un ciudadano solo potencialmente activo, que teóricamente puede implicarse si algo afecta a sus intereses, pero que tiende a mantenerse pasivo sin por ello renegar de su competencia cívica6.

Estas cuatro características nos dibujan un tipo de ciudadano abstracto, donde predominan las pertenencias formales sobre la inserción en la dinámica de los procesos sociopolíticos y que descansa sobre una concepción de la integración social a través del trabajo y de la independencia económica. Smith, Lister, Middleton & Cox (2005) lo han definido como el ‘ciudadano independiente respetable económicamente’7, siendo dos las características fundamentales: la idea de respetabilidad y la de independencia económica que, en ambos casos, van inseparablemente unidas al status de persona adulta.

El modelo de ciudadanía que se acaba de describir, asienta su eficacia sobre los grandes procesos estructurales e ideológicos de nuestras sociedades capitalistas y más concretamente en la dialéctica de la inclusión-exclusión, definida sobre "la base de los valores que nos pertenecen a ‘nosotros’ (los incluidos) como opuestos a los de ‘ellos’ (los excluidos)" (Machado, 200, p. 231). El problema en la actualidad, sin embargo, es que esta definición tradicional y descontextualizada de quien está fuera y quién está dentro se muestra cada vez más inadecuada para captar la profunda dinámica transformadora que recorre nuestra vida social, al tiempo que disminuye su carácter inclusivo y refuerza el carácter excluyente.

Muchos son los cambios que afectan profundamente a la ciudadanía y a los que apenas se da respuesta desde la concepción antes analizada. El aumento exponencial de la complejidad y diversidad social multiplica las pertenencias e identidades haciendo más difíciles las pretensiones universalistas e inclusivas de las sociedades democráticas (Sassen, 2003). La insatisfacción de los ciudadanos con el funcionamiento del sistema político plantea de manera muy directa la preocupación por la calidad de la vida democrática y por el papel que se les concede a los ciudadanos en la misma. La creciente individualización que caracteriza a las sociedades globales trae consigo un nuevo tipo actor político que demanda mayor protagonismo y más capacidad de intervención, sacando a la luz las limitaciones de las democracias realmente existentes (Norris, 1999).

Se podrían mencionar muchos otros procesos de cambio a los que no se responde desde una concepción, como la que estamos analizando, que reduce y limita la ciudadanía a la condición de estatus formal, otorgado por el Estado a aquellos individuos que reúnen una serie de características. Esta imagen formalista y legal sólo entiende a los individuos como sujetos que establecen relaciones contractuales en busca de la maximización de sus intereses, sin tener en cuenta su capacidad para actuar de manera mancomunada en pos de objetivos de naturaleza colectiva (Benedicto & Morán, 2002, Mouffe, 1999, Stewart, 1995). Las consecuencias también son evidentes, más aún tras la deriva neoliberal de las últimas décadas. Por solo aludir a las más significativas, podemos hablar del predominio de un discurso individualista que oculta las diferencias socioestructurales y culturales entre unos miembros y otros, provocando subordinación, cuando no exclusión, de los más desfavorecidos (Young, 199); la subjetivización de los problemas sociales que desplazan la reflexión y la acción hacia las motivaciones y actitudes de los individuos marginados en vez de centrarse en los problemas estructurales que les impiden el ejercicio de su ciudadanía (Procacci, 1999); la hegemonía de una concepción pasiva de la ciudadanía que "ha tendido a institucionalizar una concepción del ciudadano social como ‘rights-claimer’ (Roche, 1992) que termina anulando su subjetividad política y convierte al Estado en el verdadero -cuando no únicoprotagonista de la vida colectiva.

La raíz intelectual de la mayor parte de estos problemas radica en la visión parcial e incompleta de lo que significa ser ciudadano. Nos hemos preocupado mucho del status de ciudadano, del catalogo de derechos y deberes que define a alguien como miembro de la comunidad, pero en cambio apenas se presta atención a la dimensión de las prácticas, por medio de las cuales se actualiza y hace realidad el estatus. La ciudadanía no debe olvidarse es estatus y práctica, es decir derechos formales y obligaciones, por una parte y participación, por otra. Una relación dialéctica que, puede sintetizarse a través de la noción de agencia y permite reconocer a los miembros de la comunidad (en nuestro caso los jóvenes) como agentes activos que construyen sus identidades cívicas, pero dentro del marco de determinaciones creado por las desigualdades sociales, económicas y culturales (Lister, 1997, Siim, 2000).

 

3. Repensando la idea del déficit cívico de los jóvenes

Ante este panorama la pregunta a responder es ¿cómo encajan los jóvenes en este modelo en el que se aúnan ideales a perseguir y realidad sociopolítica? La respuesta no puede dejar mucho lugar a dudas: encajan en general mal en este planteamiento. En un modelo basado en la integración social, entendida como la identificación del estatus de ciudadano con aquellas personas que aportan algo a la sociedad -básicamente a través del trabajo- y asumen responsabilidades tanto privadas como públicas (son padres, trabajadores y ciudadanos), las personas jóvenes difícilmente pueden considerarse miembros plenos de la comunidad, en tanto carecen de los atributos requeridos. Los jóvenes no pasarían de ser ciudadanos incompletos, como decía Aristóteles, o ciudadanos del mañana a los que hay que enseñar o preparar adecuadamente para el acceso a la vida adulta. Con este presupuesto de partida no debe extrañar que la mayor parte de la acción de los poderes públicos en este terreno esté guiada por la idea del déficit cívico que es necesario compensar (Smith, Lister, Middleton & Cox, 2005). Los jóvenes no serían, precisamente por ser tales, suficientemente buenos ciudadanos (tal y como quedaría demostrado por su apatía, su falta de compromiso o los problemas que generan con sus formas de comportamiento)8. El objetivo de las políticas de juventud debería ser, en consecuencia, definir estrategias para compensar ese déficit, preparándolos para el acceso definitivo a la ciudadanía con su incorporación a la vida adulta

La identificación de la noción de ciudadano con la de persona adulta y, por extensión, con una persona autónoma, independiente y con capacidad de asumir responsabilidades explica el predominio en la reflexión sobre la juventud y las políticas a ella dirigidas de una posición que se puede denominar ‘instrumental’ (Reguillo, 2004). Si el objetivo es lograr que el joven adquiera los atributos propios de la persona adulta, el trabajo y, por extensión, la educación que posibilita la inserción laboral, se convierten en los goznes alrededor de los cuales gira el acceso a la condición de ciudadano (Morán & Benedicto, 2003). Educación-trabajo-ciudadanía se concibe así como una trilogía estable y homogénea. La solución a los problemas juveniles, de acuerdo con esta perspectiva, pasaría por vincular de manera instrumental estas tres dimensiones, eliminando los obstáculos que impiden su armónica conjunción, de acuerdo con las singularidades del contexto nacional y/o social del que se trate9.

No puede haber duda de la importancia que la educación y el trabajo tienen para las condiciones de vida de los jóvenes y para su proceso de transición. Ni tampoco que ambos temas constituyen apartados imprescindibles dentro de la agenda de las políticas de juventud, sea cual sea su orientación. Cosa bien distinta, sin embargo, es que las acciones de los poderes públicos partan de la premisa de que los jóvenes se hacen ciudadanos casi exclusivamente a través de la educación y el trabajo, olvidando, por ejemplo, que lo laboral ha dejado de ser para muchos de ellos el pilar alrededor del cual se organiza el resto de facetas de sus vidas (Helve & Evans, 2013), que algunos otros alargan sus estudios como estrategia de acumulación de capital cultural o que bastantes fracasan en la transición escuela-trabajo.

La juventud desde esta perspectiva se piensa como una etapa de espera y subordinación hasta que finalice la transición a la vida adulta y se alcancen los atributos y responsabilidades que la definen. Y mientras se cierra el paréntesis de la etapa juvenil, la sociedad adulta no renuncia a preparar a los jóvenes para el acceso a esa nueva condición. A través de las distintas políticas públicas y de los mecanismos institucionales de socialización, se les enseña a cumplir unas determinadas normas y deberes, a asumir unas obligaciones, se les insta a colaborar con otros para mostrar su interés en las cuestiones de orden colectivo, aunque sin reconocerles la condición de miembro. En resumidas cuentas, se les forma en una concepción disciplinaria de la ciudadanía, basada en el aprendizaje formal de los valores oficiales -tal y como son interpretados por las instituciones- con el propósito de que más adelante se integren funcionalmente en el mundo social y político, cuando cumplan con los requisitos necesarios (Delanty, 2003).

Esta forma de pensar en la juventud y la consiguiente acción pública que se deriva de ella, preocupada fundamentalmente en ayudar a los jóvenes a ser adultos, no satisface las necesidades de un colectivo cuyo verdadero déficit cívico no radica en la falta de determinados conocimientos o valores sino en los obstáculos que dificultan la adquisición de los recursos y capacidades necesarios para ejercer los derechos que tienen reconocidos formalmente y llevar así a la práctica su condición de actores sociales y políticos. Dificultades que, además se agrandan ante determinadas condiciones socioestructurales (precariedad laboral, fracaso escolar, restricciones para el acceso a la vivienda) que impiden la conversión de los jóvenes en sujetos autónomos y por ende en ciudadanos. Ya no se trata de pensar en las condiciones para que lleguen a ser adultos, sino por el contrario de poner en marcha medidas dirigidas a crear un entorno social y económico que permita a los jóvenes disponer de unas condiciones de vida favorables para desarrollar sus competencias cívicas, ejercer sus derechos y actuar en la esfera pública de una manera activa.

 

4. Las claves de la condición ciudadana juvenil: autonomía y capacidad de agencia

Para que esta nueva perspectiva que aquí se esboza tenga eficacia resulta imprescindible tener en cuenta las profundas transformaciones que ha experimentado durante las últimas décadas la condición juvenil, en prácticamente todo el mundo desarrollado. En efecto, la impresionante aceleración del ritmo de cambio ha provocado una situación no sólo cuantitativa sino también cualitativamente diferente, modificándose la forma de ser joven en la actualidad (Furlong & Carmel, 1997). De manera un tanto esquemática, podríamos contraponer un modelo tradicional de juventud construido sobre la lógica lineal y evolutiva de la emancipación que proporcionaba una identidad estable y reconocida socialmente con una nueva forma de ser joven en la que la experimentación y la incertidumbre convierten a los jóvenes en ‘viajeros sin mapa’ (Bontempi, 2003), en permanente búsqueda de espacios de autonomía e implicación, a través de los cuales construyen un nuevo tipo de subjetividad política. La transformación es de tal calibre que no podemos seguir utilizando esquemas interpretativos y analíticos de otras épocas si queremos tener un conocimiento cabal de cómo se desarrolla esta fase del recorrido vital de los individuos.

La juventud actual está encerrada en una situación ciertamente contradictoria, en tanto en cuanto las oportunidades de las que disfruta se han ampliado de una manera exponencial respecto a etapas anteriores pero al mismo tiempo también se han disparado los riesgos a los que tiene que hacer frente (Melucci, 2001). Por una parte, una proporción considerable de jóvenes goza de una formación comparativamente mucho más elevada que la de generaciones previas con las posibilidades vitales que ello abre10. Pero, el propio incremento de las oportunidades genera grandes dosis de riesgo. La pluralización de las opciones vitales y la perdida de poder socializador de las instituciones tradicionales (familia, escuela, iglesia…) trae como consecuencia no querida el incremento de las posibilidades de equivocarse a la hora escoger el camino a seguir y desembocar en una situación sin salida. Hoy el peligro para muchos jóvenes es no encontrar el camino adecuado para alcanzar una transición acorde con sus expectativas y mantenerse en una especie de eterna juventud sin asumir responsabilidades, a cambio lógicamente de no reclamar su integración en la sociedad. (Morán & Benedicto, 200). De cómo se resuelva esta ecuación dependerá, en gran medida, el éxito o fracaso, tanto personal como colectivo

Pero para resolverla hay que tener en cuenta algunas consideraciones importantes sobre la dinámica de la juventud actual. En primer lugar, más allá de los datos que nos hablan sobre las cambiantes trayectorias de los procesos de transición, lo más relevante es la transformación de la experiencia social de la juventud (Du Boys- Reymond, 2009). El alargamiento del periodo juvenil junto a los nuevos valores asociados al mismo hacen que ser joven se convierta en una experiencia bastante diferente a la de hace unas décadas en las que el paso desde la infancia a la adolescencia-juventud y desde allí a la vida adulta estaba socialmente estandarizada. La juventud ya no es un mero periodo transitorio, sino que se ha convertido en una fase específica -aunque imprecisa- del recorrido vital, en una condición social basada en la experiencia y en la acción. Paralelamente, el estatus de adulto en las sociedades contemporáneas ha perdido definición. Lo que antaño eran los rasgos unívocos de la edad adulta que servían de orientación a las transiciones, en la actualidad se alejan cada vez más de la experiencia juvenil, apareciendo ante sus ojos de una manera desdibujada. La consecuencia es el predominio de una identidad que busca su referente en las propias experiencias del mundo juvenil y no en lo que hacen los adultos (Bontempi, 2003, Urteaga, 2011).

Y si hubiera que seleccionar una característica distintiva de esta identidad juvenil, esta sería, según múltiples investigaciones, la relevancia de la incertidumbre. En palabras de Bendit y Miranda (2015, p. 14), "un factor común entre los jóvenes que crecen hoy tanto en Europa como en Latinoamérica es el incremento de la incertidumbre sobre su vida cotidiana así como sobre sus perspectivas de futuro personal y profesional". Si individualmente la vida del joven siempre ha estado marcada por una relativa inquietud y desconcierto sobre lo que puede deparar el futuro, colectivamente la dinámica de la juventud se movía en un escenario de bastante seguridad, construido sobre una serie de transiciones preestablecidas de acuerdo a las pautas de desigualdad predominantes y sobre unas instituciones de socialización que ofrecían marcos estables para comprender estos procesos. Frente a este escenario de seguridad, en estos momentos nos enfrentamos a otro escenario repleto de transiciones fragmentarias, con recorridos inconexos en el que las seguridades de antaño dejan paso a situaciones inciertas, desconocidas y eventuales. Esto obliga a los individuos a tomar decisiones casi constantemente, con los riesgos de fracaso personal que ello comporta, especialmente entre aquellos que están en una situación de mayor desventaja cuyas posibilidades de elección realmente son muy limitadas (Benedicto, 2014).

En este entorno complejo y difícil es en el que se tiene que hacer posible que los jóvenes lleguen a ser personas autónomas con capacidad de actuar significativamente tanto individual como colectivamente. La ciudadanía juvenil, en suma, sólo es posible entenderla si se parte del nuevo contexto de incertidumbre e individualización en el que los jóvenes llevan a cabo sus trayectorias vitales,

La búsqueda de la autonomía siempre ha sido, por lo menos desde la invención moderna de la juventud, un objetivo fundamental del proceso de transición. Tradicionalmente, la autonomía se alcanzaba a través de la emancipación, superando las dependencias económicas y familiares, lo que suponía adquirir los roles estables de adulto y ciudadano. Sin embargo, el desdibujamiento de los puntos de llegada y partida y de la forma de articulación de los recorridos hacia la vida adulta han provocado, entre otros efectos, que la emancipación deje de ser la clave alrededor de la que gira todo y pierda esa condición de requisito necesario para alcanzar la autonomía vital.

En la sociedad actual, emancipación y autonomía no siempre son sinónimas. En ocasiones, nos encontramos con procesos de emancipación llevados a cabo de forma apresurada y en condiciones sociales bastante precarias que en vez de producir individuos independientes y libres dan como resultado situaciones de mayor dependencia. En el extremo opuesto, nos podemos encontrar con jóvenes que experimentan nuevas trayectorias, las cuales no pasan por la búsqueda prioritaria de la independencia económica o por la formación de un nuevo núcleo de relaciones familiares. Entre uno y otro extremo nos encontramos con una proliferación de recorridos biográficos individualizados que proporcionan a los jóvenes los recursos y competencias necesarias para convertirse en sujetos autónomos, capaces de gestionar sus proyectos futuros y asumir responsabilidades colectivas. Y todo ello se desarrolla en medio de un gran número de situaciones de semi-dependencia. La autonomía empieza así a hacerse realidad en el propio desarrollo biográfico juvenil, y no en la vida adulta conseguida a través de la emancipación (Morán & Benedicto, 200).

Esta búsqueda de la autonomía en sus propios contextos de vida11 no constituye básicamente una aventura individual, la realizan en estrecha relación con los amigos, los grupos de pares y en muchas ocasiones con las propias familias, pero también tiene una dimensión colectiva fundamental que se expresa en la inserción en la comunidad a través de su propia capacidad de convertirse en actores utilizando diferentes herramientas y repertorios de acción, pudiendo llegar a convertirse en agentes de transformación social. La participación constituye un elemento fundamental para el fomento y desarrollo de la autonomía juvenil, en tanto en cuanto empodera a los jovenes, proporcionándoles visibilidad social y reforzando su capacidad de protagonismo cívico en los procesos de cambio social (Morán & Benedicto, 200). Ahora bien ello no debe hacer olvidar la influencia persistente de las estructuras de desigualdad en las que la acción se desenvuelve. Los determinantes estructurales (clase, género, etnia, entre otros) restringen las opciones de elección e influyen decisivamente en el desigual reparto de los recursos y competencias necesarios para estar presente en la esfera pública. El hecho de que ahora sean menos visibles o que su efecto sea menos homogéneo no implica ni muchos menos que las desigualdades no sigan determinando en gran medida las posibilidades vitales de unos jóvenes y otros (Furlong & Cartmel, 1997).

Autonomía y capacidad de agencia constituyen, pues, los dos componentes imprescindibles para que los jóvenes hagan realidad su condición ciudadana, dos componentes que se refuerzan mutuamente y que señalan las prioridades que deben guiar la acción pública en la materia. Que los jóvenes sean capaces de gestionar sus propios proyectos vitales, de asumir responsabilidades personales y colectivas, de insertarse activamente en las comunidades a las que pertenecen y de participar en la arena pública, son objetivos irrenunciables para cualquier política de juventud que sitúe el logro y ejercicio de la ciudadanía en el eje de su planteamiento

 

5. La construcción de la experiencia cívica de los jóvenes

En las páginas precedentes se ha insistido en varias ocasiones sobre la importancia de no perder de vista la doble cara de la ciudadanía: estatus y práctica, atribución de derechos y ejercicio de los mismos. Ambos planos están unidos por una relación de necesidad, en la que el ser ciudadano precede habitualmente al actuar como un ciudadano (Lister, 1997). Ahora bien, en el caso de los jóvenes, la importancia relativa de un plano y otro varía significativamente, hasta el punto de que la dimensión del actuar cobra mayor importancia que la del ser, invirtiendo la relación que les vincula12. En el actuar se hace posible el ser. A través de las prácticas, y del consiguiente aprendizaje asociado a las mismas, se supera la situación de carencia de recursos que impide a los jovenes ser ciudadanos. Y es que los jóvenes no se convierten necesariamente en ciudadanos al llegar a la mayoría de edad, ni tampoco al alcanzar la independencia económica que suele proporcionar la inserción en el mercado de trabajo. Se hacen ciudadanos de una manera fluida y contingente, en muchas ocasiones de forma episódica, a través de las experiencias cotidianas de presencia y protagonismo en los diferentes espacios de la esfera pública.

El contexto socio-ideológico de la sociedad actual no es nada propicio para que los jóvenes puedan ir construyendo una experiencia cívica que les permita convertirse en actores protagonistas de su futuro y del de sus comunidades. La experiencia cotidiana con la que se enfrentan en sus entornos más inmediatos es el predominio de una cultura de la desafección y la apatía que relega lo colectivo a una posición moral secundaria frente a lo privado, lo individual. De esta manera la implicación colectiva se convierte en una decisión que depende más de rasgos psicológicos que de consideraciones ideológicas. Por otra parte, los jóvenes se acostumbran al desinterés y despreocupación de los adultos hacia sus intereses y necesidades, incluso cuando utilizan su voz reivindicativa para tratar de plantear posiciones propias (O’Toole, Marsh & Jones, 2003). El contrapunto a las dificultades para ser escuchados es la presión para conformarse a una noción adulta de ciudadanía ideal, que no reconoce a los jóvenes como sujetos de ciudadanía, y que trata de controlarlos haciendo que sus comportamientos sean lo mas previsibles posible

Para superar el conformismo y el desinterés que parecen atenazar a las nuevas generaciones, desde las instituciones se proponen habitualmente diferentes soluciones formales, como puede ser la inclusión dentro de los currícula escolares de programas obligatorios de educación para la ciudadanía13, que en la mayor parte de los casos terminan privilegiando una visión ‘normativizada’. Se olvida que los aprendizajes de la ciudadanía tienen en la mayoría de las ocasiones un carácter informal, y que consisten básicamente en la adquisición por parte de los sujetos, en sus contextos de experiencia y actividad, de una serie de capacidades (lenguajes, discursos, narrativas, símbolos, etcétera) que les permiten entender e interpretar el mundo en el que viven, su posición dentro del mismo y las relaciones con los otros. Pero eso sí, siempre en una perspectiva dinámica, porque contrariamente a lo que los modelos de la buena ciudadanía propugnan, estas capacidades se transforman y redefinen en función de los contextos sociales y culturales en los que los individuos desarrollan sus prácticas así como de la relación que se establece con las instituciones.

La pregunta inmediata que surge es dónde aprenden los jóvenes estas capacidades cívicas. La respuesta también rápida es que aprenden a ser ciudadanos allí donde experimentan su vida como sujetos autónomos, donde se juntan con sus coetáneos, donde llevan a cabo sus prácticas sociales. En otras palabras, los jóvenes construyen la experiencia cívica en los espacios de su vida cotidiana (Delanty, 2003, Yates, 2014), que no es lo mismo que la vida privada, ya que en la cotidianeidad se rompe la barrera entre lo público y lo privado. Estos espacios en ocasiones tienen un origen institucional, como pueden ser las escuelas, en otros casos son el fruto de las relaciones que establecen entre si los actores, como es el uso de la calle como lugar de reivindicación, y, en fin, en otros, tienen un carácter virtual como son los creados a través de las nuevas tecnologías y formas de comunicación (redes sociales, comunidades virtuales, etc.). Pero en todos los casos, y sea cual sea el espacio del que se trate, lo importante es el proceso de reapropiación del mismo, cómo los jóvenes le dotan de significado a través de las prácticas que allí desarrollan14.

En último término, la experiencia cívica cobra forma a través de esas acciones que los jóvenes llevan a cabo en los distintos lugares sociales que habitan (físicos o virtuales), las cuales son posibles gracias a esas capacidades aprendidas pero que también generan nuevas capacidades públicas. Se es ciudadano, se aprende a serlo haciendo cosas en la arena pública, implicándose en cuestiones de orden colectivo que afectan, de una u otra forma a la organización de la vida en común, aunque no sean formalmente designadas como políticas. De esta manera, se puede afirmar que estas prácticas tienen un carácter político y que ser ciudadano es, también, convertirse en un sujeto político (Benedicto & Morán, 2002).

Los contextos sociales, económicos y culturales en que los diferentes jóvenes viven condicionan enormemente estos procesos de aprendizaje cívico, especialmente si se trata de contextos desfavorecidos. La sensación que hoy tienen muchos jóvenes de ser ciudadanos de segunda clase suele acentuarse entre los jóvenes desventajados, que experimentan de manera mucho mas directa la tendencia excluyente del ideal adulto de ciudadanía y las barreras socioculturales existentes para alcanzar la autonomía y desarrollar la capacidad de agencia. A pesar de estas dificultades, la investigación empírica ha mostrado que la implicación colectiva proporciona a los jóvenes participativos recursos instrumentales, expresivos e identitarios que les permiten en ocasiones superar los obstáculos antes mencionados y construir a través de su acción una experiencia de ejercicio de la ciudadanía y de autonomía personal y colectiva (Benedicto & Morán, 2014, Black, Walsh & Taylor, 2011).

 

6. Jóvenes y ciudadanos. Algunas líneas de trabajo para las políticas de juventud y ciudadanía

Al inicio de este texto se planteaba la disyuntiva sobre si era posible ser joven y ciudadano al mismo tiempo. Pues bien, si la argumentación realizada en las paginas precedentes ha sido lo suficientemente clara y explícita, el lector debería tener la certeza de que ambas categorías no sólo pueden coexistir en el tiempo, sino que deben llegar a implicarse mutuamente. Para conseguir que la ciudadanía juvenil sea algo mas que una posibilidad retórica, su construcción pasa necesariamente por vincular estrechamente el desarrollo de los jóvenes como personas autónomas, capaces de orientar y gestionar su propio recorrido biográfico con el ejercicio de su condición ciudadana desde una dimensión activa y participativa. Y es que, cuando los jóvenes se hacen ciudadanos, a través del ejercicio activo de su pertenencia a la comunidad, están conquistando nuevos espacios de autonomía y viceversa.

Para que este nuevo enfoque consiga resultados prácticos debe integrar en su planteamiento la dinámica social de la juventud y las características de la condición juvenil que se han explicado anteriormente. De tal forma que si se quiere romper el círculo vicioso que parece condenar al fracaso en términos prácticos a muchas iniciativas en esta materia, se deben construir pensando en los contextos de vida juvenil, definidos no sólo en términos objetivos, sino también subjetiva y relacionalmente (Machado, 200).

Varias son las posibles líneas de trabajo para plasmar en la práctica este enfoque que ancla las políticas de juventud en el seno de las políticas de ciudadanía. La primera línea de trabajo se mueve en el terreno de las grandes orientaciones estratégicas y consiste en que la acción de los poderes públicos se dirija básicamente a crear oportunidades para que los jóvenes puedan acceder a nuevos espacios de autonomía donde poder decidir la orientación y el ritmo a seguir en sus proyectos de futuro y desarrollar su capacidad de acción participativa. En vez de diseñar modelos o estrategias de desarrollo de la juventud que se proponen a los destinatarios -cuando no se imponen- como las apropiadas para sus necesidades, deben ser los propios jóvenes los que decidan en cada caso la estrategia que consideran más favorable, en función de sus proyectos de futuro y de las características de los contextos en que viven (Cañas, 2003). Pero crear oportunidades supone también remover los obstáculos y superar las contradicciones que impiden alcanzar los objetivos antes mencionados, aunque sin perder de vista la necesidad de que predomine el componente proactivo frente al meramente reactivo que sólo trata de solucionar o prevenir problemas existentes.

La segunda línea de trabajo a desarrollar es la creación de ámbitos de implicación juvenil que favorezcan su presencia en la esfera pública y el desarrollo de su capacidad de agentes de transformación social. Para que esta línea de trabajo tenga éxito y sea eficaz entre un público que se mueve mayoritariamente en una cultura de la desconfianza y desafección institucional se deben tener en cuenta algunos requisitos. Por ejemplo, que la acción pública se despoje del habitual paternalismo educativo de la participación que imagina las experiencias participativas concretas como oportunidades para educar a los jóvenes, lo que inevitablemente les desplaza hacia una condición subordinada que explicaría el poco interés que a veces muestran. Hay que recordar que el verdadero aprendizaje de la participación se consigue participando y para ello es preciso asumir la lógica de la implicación cívica juvenil (Balardini, 2005, Benedicto & López-Blasco, 200, Funes, 2006), dejando abiertas las puertas a la posibilidad de la experimentación y la innovación. Otra cuestión importante a tener en cuenta es que los ámbitos de implicación tienen que tener una vinculación real y simbólica con la cotidianeidad juvenil, por cuanto los jóvenes se involucran en mayor medida cuando experimentan la participación como parte de sus vidas cotidianas.

En estrecha relación con la anterior, otra línea de trabajo fundamental para plasmar el enfoque de ciudadanía juvenil es el desarrollo de una ‘política de la presencia’ en la esfera pública que dote de visibilidad positiva a los jóvenes, convirtiéndolos en público competente, poseedor de una voz eficaz, comprometido con la marcha de los asuntos colectivos. En este sentido, las autoridades deberían llevar adelante una decidida apuesta por romper los estrechos límites que confinan la acción en este campo dentro de los denominados ‘problemas juveniles’ y restringen la presencia de los jóvenes -si es que existe- a una serie de cuestiones aparentemente relacionadas con sus intereses más inmediatos (ocio y diversión, deporte, seguridad y violencia, prevención de riesgos, etc.). Por el contrario, se trataría de que estén presentes en los diferentes espacios de debate democrático, aportando su voz en todas las cuestiones de una política pública diseñada desde una perspectiva generacional15.

Estas líneas de trabajo que a modo de sugerencia se han enunciado deberían favorecer y facilitar entre los distintos sectores juveniles la construcción de identidades ciudadanas, en las que el joven aparezca como un actor competente y comprometido, que establece, desde su propia condición juvenil, lazos de vinculación con la comunidad sobre bases dinámicas y participativas. La definición de los contenidos de estas identidades ciudadanas tiene que estar en estrecha relación con sus contextos de vida y con su propia experiencia de ejercicio de la ciudadanía, la cual no depende de criterios formales sino que, como ya se ha explicado antes, tiene un carácter fluido, contingente y en cierta forma negociado.

 


 

Notas

* Este artículo de reflexión se basa en las investigaciones realizadas por el autor en el marco de un amplio programa investigador sobre juventud y ciudadanía que viene realizando desde el año 2000 junto a la profesora María Luz Morán de la Universidad Complutense de Madrid. Estas investigaciones han sido financiadas, entre otros organismos, por la Comisión Interministerial de Ciencia y Tecnología (PB9-0005), por la Comunidad de Madrid (06/0010/2003), por el Ministerio de Educación y Ciencia (SEJ2007-63241/SOCI), por el Injuve (contratos 1/03 y 11/3/13) y la Diputación de Barcelona (2010/0010553). Cabe aclarar, que el texto que a continuación se presenta tiene su origen en un documento más amplio realizado para la Diputación de Barcelona (España) en 2011 con el título "Construyendo la ciudadanía juvenil. Marco teórico para las políticas de juventud y ciudadanía". área de conocimiento: Sociología. Sub-área: Temas especiales

1 Acuerdos de la XXIV Cumbre Iberoamericana de Veracruz. Recuperado de: segib.org/cumbre/xxiv-cumbre-iberoamericanaveracruz- 2014/. Plan Nacional de Juventudes 2011-2015. Uruguay, p. 22. Recuperado de: http://www.inju.gub.uy/ innovaportal/file/12339/1/plan_nacional_de_juventudes.pdf

2 Un buen ejemplo práctico de medidas y proyectos dirigidos a convertir a los jóvenes en ciudadanos activos que luchan contra la exclusión y fomentan el desarrollo humano puede encontrarse en el Informe sobre Desarrollo Humano Honduras 2009 que tiene el significativo título: "De la exclusión social a la ciudadanía juvenil" [Recuperado de: http://www.hn.undp.org/content/dam/ honduras/docs/publicaciones/HN_PNUD2009_IDH.pdf]

3 En este artículo se analizarán las tendencias globales que definen la condición juvenil tanto en Europa como en Latinoamérica y, en general, en el mundo desarrollado. Estas características generales, corroboradas por abundante evidencia empírica, actúan como modelos de referencia en la construcción social de la juventud. Esto no implica, sin embargo, desconocer las diferencias que separan unos contextos regionales o nacionales de otros y aún más las diferencias que dentro de cada contexto se producen por la acción de las desigualdades de clase, género, etnia, etc.

4 Como certeramente definieron hace ya tiempo Jones y Wallace (1992) esta forma de entender la ciudadanía provoca que muchos jóvenes sólo puedan ser considerados ‘ciudadanos por delegación’, es decir, su condición de miembro de la sociedad sólo adquiere sentido por la vinculación que mantienen con el padre de familia, proveedor de ingresos y origen de los derechos sociales.

5 Hasta hace unos años, el servicio militar obligatorio era para los varones de muchos países democráticos el otro gran deber colectivo que llevaba aparejada la condición ciudadana y además el que mejor expresaba el componente cívico de pertenencia

6 Almond y Verba (1970) en su seminal investigación sobre la cultura cívica ya apuntaban esta idea de la reserva de influencia. Para los autores estadounidenses el ciudadano no está continuamente presente en la esfera pública ni controlando la acción de los gobernantes pero tiene la posibilidad de hacerlo si cree que hay necesidad

7 En esta investigación se demuestra que el modelo de la ‘independencia económica respetable’ domina las visiones sobre la ciudadanía que tienen los jóvenes estudiados, a pesar de que en la mayoría de los casos los excluye como ciudadanos, precisamente por ser jóvenes.

Osler y Starkey (2003) sostienen que la educación para la ciudadanía en las escuelas inglesas está basada en este modelo de déficit, que define a los jóvenes como ‘less good citizens’ en tanto que ignoran sus derechos y deberes, así como la base política del Estado, explicando de esta forma su apatía política.

9 Los programas de capacitación profesional, los de fomento de la empleabilidad juvenil o los contratos de aprendizaje son algunas medidas que se repiten en muchos planes de juventud europeos y latinoamericanos que tienen su razón de ser dentro de esta concepción instrumental de superación de la situación de déficit juvenil.

10 Según la Cepal (2014), el porcentaje de jóvenes latinoamericanos entre 15 y 19 años que concluyeron la educación primaria ha pasado del 60,5% en 1990 al 94% en 2012. Y lo que aún es más significativo el porcentaje entre 20 y 24 años que ha acabado la secundaria se ha duplicado, pasando del 25,% al 59%.

11 Un buen ejemplo al respecto lo constituyen la utilización de las nuevas tecnologías, (redes sociales, comunidades virtuales…) las cuales permiten a jóvenes y adolescentes ensayar e inventar nuevos espacios de autonomía no sometidos a la voluntad adulta. En estos espacios proyectan sus aspiraciones, establecen relaciones, tratan de sortear la precariedad y en ocasiones, se convierten en actores políticos. Todo ello manteniendo la tupida red de dependencias en las que se mueve su vida cotidiana.

12 La perspectiva dinámica que aquí se utiliza se asemeja en gran medida a la propuesta de "ciudadanía vivida" realizada por Hall y Williamson (1999) o la de "ciudadanía común" de Cefaï (2003).

13 Aunque exista una enorme diversidad de planteamientos, de acuerdo con lo establecido por la Unesco y otras organizaciones, el objetivo de estos programas sería implementar procesos de enseñanza dirigidos a capacitar a las personas para ser ciudadanos críticos e informados, para participar y para asumir derechos y responsabilidades en la comunidad. Sin embargo, este objetivo en muchas ocasiones se limita a trasmitir contenidos formales e institucionales sin lograr implicar a los propios estudiantes ni en el diseño ni el desarrollo de los programas. Como bien señalan Osler y Starkey (2003) no puede dejar de sorprender que los jóvenes habitualmente no sean invitados a participar en la definición de los programas de educación cívica, cuando en otras áreas de la política pública se considera casi un axioma consultar a los usuarios antes de poner en marcha cualquier disposición.

14 Hart (2009) sintetizando los resultados de una interesante investigación llevada a cabo en Nottingham concluía que quienes habían participado en la misma experimentaban la ciudadanía en la cotidianeidad de sus vidas, mostrando ser capaces de decidir sus formas de pertenencia y participación.

15 Rodríguez, (2011) lo expresa muy claramente cuando contrapone el enfoque basado en la construcción de espacios específicos para la juventud con el enfoque generacional. Mientras el primer enfoque en muchas ocasiones ha favorecido el aislamiento social de las personas jóvenes, la perspectiva generacional haría que las políticas públicas fueran definidas con el propósito de que acompañen a las personas a lo largo de todo el ciclo vital.

 


 

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    Referencia para citar este artículo: Benedicto, J. (2016). La ciudadanía juvenil: Un enfoque basado en las experiencias vitales de los jóvenes. Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales, Niñez y Juventud, 14 (2), pp. 925-93.


 

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