1. Introducción
La violencia comunitaria es la que se experimenta en condición de víctima o testigo en lugares cercanos al hogar, la escuela y las colonias circundantes. Incluye tanto actos delictivos como conductas violentas no tipificadas como delitos (Scarpa, 2003). De acuerdo con Echeburúa (2004), las víctimas de la violencia comunitaria pueden clasificarse en directas, indirectas y contextuales. Las víctimas directas son quienes han vivido las consecuencias físicas y psicosociales de la violencia; las indirectas son los familiares o personas cercanas a las víctimas; mientras que las víctimas contextuales son testigos de la violencia y pueden ser afectados psicológicamente sin pérdidas o amenazas directas a ellos o a sus familiares.
El estado de Tamaulipas presenta altos niveles de homicidio, robo y extorsión; es el segundo a nivel nacional en secuestro (Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y Justicia Penal A. C., 2013) y el primero en personas desaparecidas (Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, 2016) y migración interna debida a la inseguridad (Instituto Nacional de Estadística y Geografía [Inegi], 2014). Con base en el índice delictivo del Centro de Investigación para el Desarrollo A. C. (2016), es considerado un estado con un nivel severo, y dos de sus ciudades se encuentran entre las más peligrosas del mundo (Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y Justicia Penal A. C., 2015). Según la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción de Seguridad Pública (Envipe), en el año 2014 el 86.9% de la población de Tamaulipas consideró que vivir en su estado era inseguro como resultado del crimen. Esta cifra es mayor que el promedio nacional y se ha mantenido estable desde el 2011 (Inegi, 2015).
Los delitos o actos violentos no tipificados como delitos realizados por grupos del crimen organizado suelen ser considerados como expresiones de violencia comunitaria. Sin embargo, dichas manifestaciones también pueden representar “una tensión política expresada en el nivel comunitario” (Cummings, Goeke-Morey, Schermerhorn, Merrilees, & Cairns, 2009, p. 18), ya que la violencia del crimen organizado se ejerce contra otros grupos criminales, contra fuerzas del Estado o contra la ciudadanía, a fin de obtener ganancias políticas, económicas o sociales.
Cabe señalar que, aunque la violencia derivada del crimen organizado está incluida en la categoría de violencia colectiva (Organización Mundial de la Salud [OMS], 2002) debido a que es ejercida por grupos o colectivos, es válido también considerarla como una expresión de violencia comunitaria, ya que los lugares en donde se desarrolla y los actos que la constituyen suceden en la comunidad y afectan directamente a quienes forman parte de ella. Este tipo de violencia se expresa a través de balaceras, desapariciones o control de los territorios mediante el miedo, lo cual implica el uso de tácticas como la exposición de cuerpos mutilados, el uso de mantas con mensajes a la ciudadanía o a otras agrupaciones, las explosiones de autos o establecimientos, entre otras. Las comunidades se ven afectadas al encontrar límites a los desplazamientos y riesgos en las actividades cotidianas, así como ante la fragmentación del tejido social (Aguilar- Forero & Muñoz, 2015) y el favorecimiento de la pérdida de los capitales económico, social y cultural de las familias (Hernández & Grineski, 2012).
En la literatura se ha reportado el impacto de la exposición a la violencia comunitaria en la salud mental, ello en diversos grupos de edad. En niños y niñas se ha encontrado ruptura de reglas, conductas agresivas, problemas sociales y síntomas somáticos (Leiner et al., 2012). En menores de 10 años se incrementa al doble la probabilidad de desarrollar síntomas relacionados con el trastorno de estrés postraumático y, a mayor exposición a la violencia comunitaria, también son mayores las posibilidades de desarrollar estos síntomas (Furtado, Gonçalves, de Oliveira, & Quintes, 2013).
En adolescentes se ha encontrado relación con síntomas de ansiedad, depresión y estrés postraumático (Rosario, Salzinger, Feldman, & Ng-Mak, 2008), así como conductas agresivas, uso de substancias, conductas sexuales de riesgo, bajo rendimiento escolar y deserción (Aisenberg & Herrenkohl, 2008; Voisin, Patel, Sung, Takahashi, & Gaylord-Harden, 2016). Las conductas agresivas y delictivas pueden aumentar en forma continua (Gaylord-Harden, So, Bai, Henry, & Tolan, 2017), lo que se ha relacionado con creencias que justifican la violencia como forma de protección y una disminución de la autoeficacia para el control de la agresión (McMahon, Felix, Halpert, & Petropoulos, 2009). Además, se hna encontrado diferencias en la sintomatología de acuerdo con la relación que mantiene el adolescente con la víctima: mayor nivel de depresión cuando es un familiar y mayor nivel de ansiedad cuando es un amigo o conocido (Lambert, Boyd, Cammack, & Ialongo, 2012). De acuerdo con Gaylord-Harden, Cunningham y Zelencik (2011), la exposición a la violencia comunitaria puede generar en los individuos adolescentes cambios fisiológicos y aumento de la hipervigilancia para reconocer y responder a situaciones amenazantes, por lo que se ha encontrado que existe una relación lineal con los niveles de ansiedad. En el caso de la depresión, se han observado relaciones curvilíneas donde los niveles aumentan en un primer momento y posteriormente disminuyen, debido a un proceso de desensibilización a la violencia. En víctimas directas se observa una mayor presencia de síntomas depresivos (Chen, Corvo, Lee, & Hahm, 2017), mientras que en las mujeres se reportan mayores niveles de síntomas internalizantes en comparación con los varones (Chen, 2010).
En los jóvenes se ha reportado que la alta exposición a violencia comunitaria se relaciona con depresión, conducta agresiva, ira, trastorno de estrés postraumático y problemas interpersonales (Scarpa, 2003), estrés y ansiedad delincuencial (Gutiérrez & Portillo, 2014). Específicamente en jóvenes de nivel universitario, se ha encontrado relación con mayores riesgos en la conducta sexual y en el uso de sustancias psicoactivas como el alcohol, el tabaco o la marihuana (Brady, 2006). Un estudio realizado en México ha reportado asociaciones con síntomas de internalización como somatización, fobias, ansiedad, sensibilidad interpersonal y conductas obsesivo compulsivas, ello en jóvenes estudiantes de universidad que han sido víctimas directas e indirectas de la violencia comunitaria (Gurrola- Peña et al., 2014).
Según el Banco Mundial, América Latina es una de las regiones más violentas del mundo, con un promedio anual de 6.2 asesinatos por cada 100 000 habitantes (Martínez, 2015), en donde existen grupos estigmatizados más expuestos a la violencia comunitaria, como es el caso de los afrodescendientes, indígenas, mujeres o discapacitados. En Estados Unidos la situación no es muy diferente, ya que los sujetos jóvenes afroestadounidenses de edades entre los 15 y 19 años tienen un riesgo 21 veces mayor que los sujetos jóvenes blancos de ser baleados fatalmente por policías (ProPública, como se citó en Valenzuela, 2015).
Los sucesos que se viven como parte de la violencia comunitaria representan estresores cotidianos relacionados con síntomas como tristeza, depresión y ansiedad, pero, además, la violencia sistemática y creciente lleva a la fragmentación del tejido social que limita la recuperación y dificulta el afrontamiento individual, familiar y colectivo (Pacichana, Osorio, Bonilla, Fandiño, & Gutiérrez, 2016).
El impacto de la violencia comunitaria en la salud mental puede reducirse a través del proceso de resiliencia. Este concepto ha tenido una evolución teórica, pues en un primer momento se enfocaba a los factores individuales protectores asociados a las capacidades resilientes para afrontar la adversidad, y posteriormente ha incorporado los factores de protección ambientales. Por ello se han construido diversos tipos de definiciones sobre el concepto: las que incluyen el componente de adaptabilidad, las que incluyen el concepto de capacidad o habilidad, las que abordan la conjunción de factores internos y externos, y las que consideran la resiliencia como un conjunto de procesos sociales e intrapsíquicos que facilitan la adaptación en un medio adverso (García-Vesga & Domínguez-de la Ossa, 2013).
En el presente estudio consideramos la resiliencia como “un proceso dinámico de transacciones entre múltiples niveles del ambiente de la persona a través del tiempo, que influye [en] su capacidad de adaptarse exitosamente y funcionar a pesar de la experiencia de estrés crónico y adversidad” (Aisenberg & Herrenkohl, 2008, p. 303). El proceso resiliente puede generar tres escenarios de respuesta: una mejor evolución a la esperada; el mantenimiento de la adaptación positiva a pesar de experiencias estresantes; y una buena recuperación después de un trauma (Monroy & Palacios, 2011). Sin embargo, lo que se considera como adaptación positiva estará determinado por el contexto cultural al que pertenece la persona y los factores protectores disponibles en su sistema social.
La resiliencia puede manifestarse a través de un resultado individual, pero su origen es un proceso relacional o colectivo. Dicho proceso está abierto al cambio, pues la persona puede ser resiliente en un punto de tiempo y no en otro, además de que puede mostrar una adaptación en ciertos dominios o indicadores, pero no en otros (O’Donnell, Schwab-Stone, & Muyeed, 2002). La resiliencia no implica invulnerabilidad, pues la competencia conductual puede coexistir con la presencia de malestar psicológico (Howard, 1996).
Ante la exposición crónica a la violencia comunitaria, la resiliencia puede favorecerse por recursos personales como las estrategias de afrontamiento (Rosario et al., 2008) o la espiritualidad (Jones, 2007), fortalezas familiares en términos de funcionamiento (Luthar & Goldstein, 2004), el contar con redes de apoyo en la escuela y la comunidad (O’Donnell et al., 2002) y la promoción de valores comunitarios como el respeto o el personalismo (Clauss-Ehlers & Lopez, 2002).
Sin embargo, las estrategias de afrontamiento, el apoyo social y el funcionamiento familiar tienen un nivel limitado de protección cuando existe una alta exposición a violencia comunitaria (Luthar & Goldstein, 2004; Rosario et al., 2008).
De acuerdo con el modelo de Grych y Hamby (2015), los recursos (redes de apoyo y factores ambientales) y las fortalezas (regulatorias, interpersonales y para la construcción del sentido) de una persona - las cuales varían a través del desarrollo-, moderan el impacto de la violencia en la salud psicológica, en términos de bienestar, afecto, competencias o sintomatología. Asimismo, la exposición a niveles manejables de estrés promueve el desarrollo de habilidades de afrontamiento que le permiten al sujeto lidiar con eventos negativos en el futuro.
El objetivo del presente estudio es conocer el nivel de victimización directa e indirecta en la comunidad por parte de las personas jóvenes universitarias y la presencia de una sintomatología psicológica, así como analizar si la resiliencia tiene un efecto moderador en la aparición de problemas de salud mental ante la victimización comunitaria.
2. Método
Realizamos un estudio observacional, transversal y analítico, con estudiantes de una universidad pública de Ciudad Victoria, ubicada en la región central de Tamaulipas. Ciudad Victoria cuenta con una población de 321 953 personas, de las cuales 59 635 tienen nivel profesional (Inegi, s. f.)
El marco muestral comprendió estudiantes de universidad que cursaban al momento del estudio del primero al noveno semestre, en las Facultades de Derecho, Ingeniería, Enfermería, Administración y Ciencias de la Educación. Empleamos un muestreo no probabilístico, por cuotas, estableciendo una cuota de 100 participantes por cada facultad, a fin de contar con la participación de estudiantes de todas las carreras. De los 509 participantes que respondieron, suprimimos nueve (1.8%) que no contestaron la batería completa, quedando un total de 500 participantes.
Empleamos un cuestionario para solicitar información sociodemográfica (sexo, edad, estado civil, escolaridad, promedio, turno, estatus laboral, lugar de nacimiento y residencia, estructura familiar y actividades extracurriculares). Para medir la variable antecedente, utilizamos la Escala de Victimización de Ruiz (2007), la cual mide si la persona ha sufrido un delito (victimización directa) o si lo ha sufrido su pareja, familiares o personas cercanas (victimización indirecta). Los delitos que identificamos en esta variable son: robo en vivienda, tentativa de robo en vivienda, robo de carro, robo de moto o bicicleta, vandalismo en el carro, robos con violencia e intimidación, robos sin violencia, agresión sexual, agresión o amenazas físicas, secuestro, extorsión económica, persecución por sujetos desconocidos, llamadas obscenas de sujetos desconocidos, muerte violenta de una persona cercana, robo de objetos del carro, desaparición y homicidio.
Dicha escala es dicotómica, con opciones de respuesta “sí” y “no”, y presenta dos dimensiones: victimización directa, que cuenta con 15 ítems y se puntúa de 0 a 15; y victimización indirecta, que cuenta con 17 ítems y se puntúa de 0 a 17. Realizamos una validación de contenido mediante el juicio de personas expertas para la inclusión de tres ítems que abordaran formas específicas en que se manifiesta la victimización comunitaria en un contexto local, con alta presencia del crimen organizado: “balaceado”, “detención en falsos retenes” y “agresiones por parte del ejército”. La escala tuvo niveles aceptables de consistencia interna para victimización directa (α=.787) e indirecta (α=.888).
Para la medición de la variable moderadora, utilizamos la Escala de Resiliencia Mexicana Resi-M (Palomar & Gómez, 2010), la cual cuenta con 43 reactivos de cuatro opciones de respuesta (“totalmente en desacuerdo” a “totalmente de acuerdo”), que evalúan tanto fortalezas personales (fortaleza y confianza en sí mismo, competencia social y estructura) como recursos (apoyo familiar y apoyo social). La escala presenta cinco factores: fortaleza y confianza en sí mismo (19 reactivos), competencia social (ocho reactivos), apoyo familiar (seis reactivos), apoyo social (cinco reactivos) y estructura (cinco reactivos). La escala obtuvo altos niveles de consistencia interna en la escala total (α=.973), y en los factores de fortaleza y confianza en sí mismo (α=.968), competencia social (α=.926), apoyo familiar (α=.785), apoyo social (α=.947) y estructura (α=.872).
Para medir la variable de resultado empleamos la escala Symptom Checklist-90 R (Derogatis, 1994), adaptada para población mexicana por Cruz, López, Blas, González y Chávez (2005). La escala cuenta con 90 reactivos que indagan si la persona ha vivido una serie de problemas o molestias en las últimas semanas, presentando cinco opciones de respuesta: “nada en absoluto”, “un poco”, “moderadamente”, “bastante”, “mucho o extremadamente”. La escala total tuvo una alta consistencia interna (α=.979) y sus nueve factores también obtuvieron niveles aceptables: somatización (α=.876), obsesivo-compulsivo (α=.865), sensibilidad interpersonal (α=.844), depresión (α=.904), ansiedad (α=.877), miedohostilidad (α=.609), ansiedad fóbica (α=.822), ideación paranoide (α=.795) y psicoticismo (α=.871).
La aplicación de los instrumentos la realizamos en forma grupal y contamos con dos a tres aplicadores por grupo. Los individuos participantes requirieron aproximadamente 45 minutos para completar los instrumentos, ya que estos fueron parte de una batería utilizada en el desarrollo del proyecto “Indicadores de ajuste psicosocial en jóvenes víctimas de violencia comunitaria”, que constó de diez instrumentos. La Escala de Victimización de Ruiz (2007) fue la primera en aplicarse, el Symptom Checklist-90 R (Derogatis, 1994) fue el séptimo en aplicarse y la Escala de Resiliencia Mexicana Resi-M (Palomar & Gómez, 2010) fue la última en aplicarse.
Tras concluirse las aplicaciones, contamos con el apoyo de tres tesistas de licenciatura para la captura de los datos en una base previamente construida para tal fin. Una vez capturados los cuestionarios, procedimos a realizar análisis estadísticos descriptivos de las variables de estudio y sociodemográficas. Empleamos la prueba Ji cuadrado para probar la existencia de diferencias por sexo en la victimización directa e indirecta. Utilizamos la prueba T para muestras independientes, para verificar la existencia de diferencias significativas por sexo en las variables de resiliencia y sintomatología psicológica, así como la prueba de correlación de Pearson para analizar las relaciones entre las variables de estudio. Finalmente, llevamos a cabo un análisis de moderación para analizar si la resiliencia influye en la relación entre la victimización y la sintomatología psicológica. En todos los análisis adoptamos un nivel de significación del 5%. El análisis lo hicimos por medio del programa SPSSTM versión 22.
El proyecto fue aprobado por el Programa para el Desarrollo Profesional Docente para el Tipo Superior, y lo llevamos a cabo de acuerdo con los postulados para la investigación presentes en el Código Ético del Psicólogo (Sociedad Mexicana de Psicología, 2010). El estudio lo consideramos de “riesgo mínimo” de acuerdo con la Ley General de Salud. Para la realización del estudio solicitamos la autorización de las autoridades de cada facultad y, antes de la aplicación de los instrumentos, informamos los objetivos y características del estudio a los individuos participantes. Entregamos un consentimiento informado, donde establecimos que la participación era voluntaria y eran libres de retirarse en cualquier momento del estudio, sin que ello afectara su situación académica, además de que los datos serían manejados de forma confidencial y anónima.
3. Resultados
Participaron 500 estudiantes de una universidad pública, de los cuales el 51.4% son mujeres y el 48.6% son hombres. La edad promedio fue de 20.03 años al momento de las pruebas, con un rango de 17 a 26. En términos de estado civil, la mayoría eran solteros (89.2%) y en menor medida estaban casados (4.8%) o en unión libre (4.8%). Participaron alumnos y alumnas de los semestres primero a noveno, aunque la mayoría pertenecía a los semestres 1 (11.9%), 2 (39.6%), 4 (15.8%), 5 (10.3%) y 6 (11.9%). Presentaron una media de rendimiento académico de 8.79, con un rango de 6 a 10. La mayoría pertenecía al turno matutino (82%) y el 24.5% trabajaba. Las ocupaciones principales del padre eran: ser empleado (59.1%) o campesino (16.5%); mientras que las ocupaciones principales de la madre fueron: ser ama de casa (51.8%) o empleada (38.2%).
La mayoría de los sujetos participantes vivía con su madre (84%) y el 33.5% reportó que su padre no vivía con ellos. Cabe mencionar que el 50.5% de las personas participantes realizaba una actividad deportiva y solo el 16% llevaba a cabo una actividad artística o cultural.
Encontramos niveles bajos de victimización directa (M=2.19, D.E.=2.68) en la muestra. Las principales formas de victimización directa correspondieron a delitos comunes, tales como las llamadas obscenas (24.4%), el robo en vivienda (16.8%) o el robo de objetos del carro (16.8%). También se mencionaron otras formas de victimización específicas del contexto local, debido al conflicto donde participan tanto organizaciones delictivas como fuerzas armadas. Los individuos participantes señalaron como formas principales la persecución por desconocidos (26.6%) y la extorsión económica (17.2%), seguidas de la muerte violenta de personas cercanas (12.6%), la detención en falsos retenes (10%), la agresión por parte del ejército (8%), así como el ser “balaceado” (3.2%) o secuestrado (1.8%).
Se reportaron niveles más altos de victimización indirecta (M=5.26, D.E.= 4.89) en comparación con la directa. Las principales formas de victimización indirecta (hacia parejas, familiares o conocidos) también correspondieron a delitos comunes, como el robo a vivienda (45.6%), el robo de objetos del carro (36.6%), la tentativa de robo (33.8%) o las llamadas obscenas (30.8%). Las principales formas de victimización indirecta específicas del contexto fueron: extorsión económica (41.6%), persecución por desconocidos (32%), muerte violenta de persona cercana (28.6%), desaparición (23.6%), secuestro (22.6%), balaceado (21.6%), detención en falsos retenes (19.2%), agresión por parte del ejército (18.6%) u homicidio (15.6%).
Respecto al sexo, encontramos diferencias estadísticamente significativas especialmente en victimización directa, en términos de robo de moto o bicicleta, vandalismo en carro, agresión o amenazas físicas, detención en falsos retenes y agresión por parte del ejército. Tales formas de victimización directa se presentaron con mayor frecuencia en varones. En relación con la victimización indirecta, solo encontramos diferencias en la extorsión económica a familiares, parejas o conocidos; pero fue reportada con mayor frecuencia por mujeres (tabla 1).
En la muestra se reportaron altos niveles de resiliencia total (M= 144.52, D.E.= 25.23), así como en los factores de fortaleza y confianza en sí mismo, competencia social, apoyo familiar, apoyo social y estructura (tabla 2). Analizamos las diferencias por sexo en la resiliencia total y en los diversos factores de resiliencia, pero no encontramos diferencias estadísticamente significativas.
Hallamos niveles leves de sintomatología psicológica total (M= 139.81, D.E.= 53.90), así como niveles leves en cada uno de los factores. Se presentaron diferencias significativas por sexo en sintomatología psicológica total, somatización, síntomas obsesivos-compulsivos, sensibilidad interpersonal, depresión, ansiedad, miedo-hostilidad y ansiedad fóbica. En todas las sub-escalas fue mayor el nivel de sintomatología reportado por mujeres (Tabla 3).
Analizamos la relación entre las variables de victimización y resiliencia mediante pruebas de correlación de Pearson. Encontramos correlaciones positivas leves entre la victimización indirecta con resiliencia total (.101, p=.028, bilateral), el apoyo social (.124, p=.006, bilateral), el apoyo familiar (.102, p=.024, bilateral), así como con la fortaleza y confianza en sí mismo (.099, p=.029, bilateral). La victimización directa obtuvo correlaciones positivas leves con la fortaleza y confianza en sí mismo (.100, p=.028, bilateral) y la competencia social (.096, p=.034, bilateral).
Observamos correlaciones positivas leves a moderadas, entre la victimización directa e indirecta con todas las subescalas de sintomatología psicológica. Las correlaciones entre victimización directa fueron más altas en todas las sub-escalas de sintomatología psicológica, en comparación con la victimización indirecta. La victimización directa tuvo correlaciones positivas más altas con las sub-escalas de miedo-hostilidad, ansiedad y obsesivo-compulsivo; mientras que la victimización indirecta presentó correlaciones positivas más altas con las subescalas de obsesivo-compulsivo, ansiedad fóbica y sensibilidad interpersonal (tabla 4).
Obtuvimos una correlación negativa moderada entre la resiliencia total y la sintomatología psicológica total (-.312, p=.000, bilateral). Encontramos correlaciones negativas leves a moderadas, entre todos los factores de la escala de resiliencia, con todas las sub-escalas del instrumento de sintomatología psicológica. Sin embargo, identificamos correlaciones negativas más altas con los factores de fortaleza y confianza en sí mismo, competencia social y estructura (tabla 5).
Nota. SCL-90= Symptom Checklist-90 R; 1= Fortaleza y confianza en sí mismo; 2= Competencia social; 3= Apoyo familiar; 4= Apoyo social; 5= Estructura; 6= Resiliencia Total. *p<.05. **p<.01.
Posteriormente realizamos un análisis de regresión múltiple para determinar si la resiliencia total modera la relación entre la victimización total y la sintomatología psicológica total, una vez que verificamos que no existiera multicolinearidad entre las variables, así como que el residual estuviera normalmente distribuido y no se correlacionara con las variables predictoras.
Encontramos una interacción estadísticamente significativa, F (3, 424)=17.12, p<.001, R2 =.19, lo cual indica que el modelo predice el 19% de la varianza en la sintomatología psicológica (tabla 6). De acuerdo con Cohen (1977), este es un tamaño del efecto mediano. El análisis muestra que cuando el nivel de resiliencia es bajo; existe una relación positiva estadísticamente significativa entre la victimización y la sintomatología psicológica, b=3.91, 95% IC [2.51-5.30], t=5.49, p<.001. Cuando el nivel de resiliencia se encuentra en la media, también existe una relación positiva estadísticamente significativa entre la victimización y la sintomatología psicológica, b=2.27, 95% IC [1.42-3.12], t=5.27, p<.001. Sin embargo, cuando el nivel de resiliencia es alto, no existe una relación estadísticamente significativa entre la victimización y la sintomatología, b=0.64, 95% IC [-0.49-1.78], t=1.11, p=.268 (figura 1).
4. Discusión
Precariedad, incertidumbre y desencanto son aspectos sociales compartidos por una gran cantidad de jóvenes de México (Reguillo, 2010), y esas condiciones son el escenario de la violencia comunitaria que viven de manera cotidiana. En el estudio encontramos que las personas jóvenes universitarias del estado de Tamaulipas reportan niveles más altos de victimización indirecta que de victimización directa en el contexto comunitario. Podemos diferenciar los tipos de violencia sufrida en delitos que se presentan en la comunidad y en actos violentos relacionados con los conflictos entre grupos del crimen organizado. Esto concuerda con lo mencionado por Cummings et al. (2009), en el sentido de que la violencia comunitaria también es una manifestación de la tensión política entre grupos, que en este caso pertenecen al crimen organizado y emplean la violencia como estrategia de control político, económico y social.
Entre los delitos principalmente reportados se encuentran el robo a vivienda, el robo de objetos del carro, la extorsión económica, el secuestro o la desaparición forzada, estos tres últimos más característicos de la actividad del crimen organizado en la localidad. Entre los actos violentos relacionados con el conflicto entre grupos delictivos se encuentra la persecución por parte de desconocidos, la muerte violenta de personas cercanas, el ser balaceado, la detención en falsos retenes e incluso se reportan agresiones por parte del ejército. Esto significa que los individuos jóvenes, así como sus personas cercanas, viven en riesgo de convertirse en víctimas colaterales de estos enfrentamientos, pues como lo menciona Cruz (2011), la violencia se sustenta en una cultura que mantiene las formas tradicionales y estereotipadas de ser hombre o mujer, una cultura del homicidio, del uso de armas de fuego, del consumo de drogas, una cultura del silencio y la complicidad, de la impunidad y la ilegalidad, exacerbada por el narcotráfico y la política federal de intervención policiaco-militar. En ese sentido, existe un riesgo compartido de violencia para todos los habitantes de la comunidad.
Los hombres reportaron mayores niveles de victimización directa en términos de vandalismo al auto, agresión o amenazas físicas, detención en falsos retenes y agresión por parte del ejército. Posiblemente esto pueda deberse a que los hombres hayan restringido en menor medida su movilidad en el espacio público ante la inseguridad, y esto los coloque en un mayor nivel de riesgo ante la violencia comunitaria, como lo sugieren Gómez-San Luis y Almanza- Avendaño (2016) en un estudio previo donde los jóvenes varones universitarios reportaron haber sido víctimas de intento de reclusión por parte de miembros del crimen organizado y haber recibido agresiones por parte del ejército, en mayor medida que las mujeres. Por otro lado, se ha señalado que el crimen organizado ha incorporado principalmente a hombres jóvenes (Cruz, 2011; Inegi, 2015), razón por la cual pueden ser agredidos o discriminados por grupos criminales o fuerzas federales.
La victimización directa suele relacionarse con una mayor sintomatología. En el presente estudio encontramos una asociación leve a moderada entre la victimización y el nivel de sintomatología psicológica. La victimización directa presentó relaciones más fuertes con la sintomatología, pero tanto la victimización directa como la indirecta se asociaron principalmente con síntomas de ansiedad, obsesivos-compulsivos, miedo-hostilidad y sensibilidad interpersonal, tal como fue reportado previamente por Gurrola-Peña et al. (2014) y por Figueroa y Torres (2016) en jóvenes de universidad. Esto significa que la victimización comunitaria genera principalmente temor por la anticipación de futuros eventos violentos y la preocupación por encontrarse con sujetos que puedan ejercer violencia en la vida cotidiana.
Tal como lo han identificado Gaylord- Harden et al. (2011) en adolescentes, en este estudio hallamos una relación lineal entre la victimización directa e indirecta con distintos tipos de síntomas de ansiedad. En el caso de la depresión, la relación con ambos tipos de victimización fue más baja. En el caso de la victimización indirecta, este nivel de asociación puede deberse al grado de cercanía con la víctima (Lambert et al., 2012). Por otro lado, la baja correlación entre la victimización directa y la depresión puede deberse a la presencia de un proceso de desensibilización de la violencia, en donde han disminuido los niveles de depresión a través del tiempo (Gaylord-Harden et al., 2011).
Aunque encontramos niveles similares de victimización en diversos tipos de victimización directa e indirecta, así como en el nivel de resiliencia entre hombres y mujeres, las mujeres reportaron niveles más altos de síntomas obsesivos-compulsivos, somatización, sensibilidad interpersonal, miedo-hostilidad, ansiedad-fóbica, ansiedad y depresión, tal como se ha encontrado en estudios previos (Chen, 2010). Este hallazgo puede vincularse a la presencia de diferencias socialmente construidas de género y a la existencia de estresores diferentes para hombres y para mujeres según sus roles de género, que favorecen la emergencia de formas distintas de expresar el malestar psicológico y de afrontar las consecuencias psicosociales de la violencia comunitaria.
Estudios previos han señalado la importancia de los recursos en términos de apoyo social y familiar (O’Donnell et al., 2002) y las fortalezas individuales de tipo regulatorio o interpersonal (Grych & Hamby, 2015) para reducir el impacto de la violencia comunitaria. No obstante, en el presente estudio encontramos relaciones negativas más altas entre las fortalezas personales (confianza en sí mismo, competencia social y estructura) y la sintomatología psicológica, en comparación con los recursos brindados por las redes de apoyo familiar y social. Una explicación plausible al respecto es que los individuos jóvenes en etapa universitaria son más autónomos e independientes; algunos de ellos ya no viven con sus padres y, por ende, han aprendido a enfrentar la violencia y el riesgo de manera individual. Aunado a ello, vale recordar que la muestra estuvo conformada en su mayoría por estudiantes de los primeros semestres, quienes quizá aún no han desarrollado vínculos y redes de apoyo en la comunidad universitaria, las cuales se fortalecen en semestres más avanzados.
Asimismo, hallamos que la resiliencia puede moderar la relación entre la victimización directa e indirecta con la presencia de sintomatología psicológica, y que niveles altos de resiliencia limitan esta relación, tal como lo han señalado autores previos (Grych & Hamby, 2015; Luthar & Goldstein, 2004; O’Donnell et al., 2002).
Como limitaciones del estudio podemos señalar que empleamos un muestreo no probabilístico debido a las restricciones de acceso a otras universidades; además, no consideramos instituciones privadas. Los hallazgos requieren considerarse para un espacio determinado, ya que las manifestaciones de la violencia comunitaria varían entre las regiones del estado de Tamaulipas, en función del grado de control ejercido por los grupos del crimen organizado y de la intensidad del conflicto. Asimismo, los hallazgos también cuentan con una limitación temporal, dado que la dinámica de la violencia comunitaria en contextos con alta presencia del crimen organizado implica la alternancia de periodos críticos y de estabilidad, por lo que la respuesta de los participantes estará influenciada por el grado de violencia presente en la comunidad en determinado punto de tiempo, así como del momento en que se vivió el evento traumático, es decir, qué tan reciente es, cuál es su duración y cuál la intensidad del mismo. Esto es relevante porque en algunos casos el trauma puede superarse en unos meses, pero en ocasiones puede cronificarse y afectar seriamente la salud mental (Larizgoitia et al., 2011).
Se requiere llevar a cabo estudios que incluyan a sujetos jóvenes no-universitarios, debido a que se encuentran en mayor riesgo de ser víctimas del crimen organizado, así como de ser incorporados a este tipo de actividades ante los procesos de marginación y precarización del empleo que afectan a las personas jóvenes. Sin embargo, esto requiere tomar medidas adicionales para la protección de la integridad tanto de los individuos participantes como de los investigadores e investigadoras, especialmente en contextos con alto grado de censura en los medios de comunicación y en la comunidad respecto a las actividades del crimen organizado.
En futuros estudios se requiere analizar si la resiliencia también puede moderar la aparición de síntomas externalizantes e incorporar otras fortalezas personales asociadas a la resiliencia, tales como la evaluación o sentido otorgado a los sucesos violentos, los valores comunitarios, la espiritualidad, las estrategias de afrontamiento específicas ante la violencia del crimen organizado, así como la identidad social. A la vez, es importante conducir estudios longitudinales que analicen la relación entre la victimización y el proceso resiliente a través del tiempo y que verifiquen si en el transcurso de determinado periodo ocurren procesos de desensibilización.
5. Conclusiones
Los hallazgos del estudio muestran que los individuos jóvenes universitarios pertenecientes al estado de Tamaulipas son víctimas directas e indirectas de delitos como robo a vivienda, extorsión, secuestro, homicidio o desaparición forzada; pero, además, viven actos violentos como parte de los conflictos entre grupos del crimen organizado y el combate con las fuerzas federales, entre los que se encuentran la persecución por parte de desconocidos, la muerte de familiares cercanos, las balaceras o la detención en falsos retenes.
Además encontramos diferencias por sexo en términos de victimización directa, siendo mayor en hombres; así como en sintomatología, siendo mayor en mujeres. Tanto la victimización directa como la indirecta se asocian con sintomatología psicológica, especialmente con ansiedad, síntomas obsesivo-compulsivos, sensibilidad interpersonal y miedo-hostilidad. El análisis de regresión múltiple mostró que la resiliencia modera la relación entre victimización y sintomatología psicológica, pues mientras más alto sea el nivel de resiliencia, más se reduce esta relación. Ya que encontramos relaciones negativas más altas entre las fortalezas personales y la sintomatología psicológica, en comparación con los recursos de apoyo familiar y social, proponemos el desarrollo de intervenciones de promoción de resiliencia que fomenten la aparición de redes sociales de apoyo, pero todo que generen recursos personales de tipo regulatorio y de competencia social.
Recomendamos que en estudios posteriores se tomen en cuenta los síntomas externalizantes y se incorporen otros recursos y fortalezas propios del proceso resiliente, pero también que se realicen estudios longitudinales para analizar los cambios a través del tiempo en la relación entre victimización y resiliencia, así como que se identifique si se generan procesos de desensibilización ante la violencia en el decurso de determinado periodo.