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Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales, Niñez y Juventud

Print version ISSN 1692-715XOn-line version ISSN 2027-7679

Rev.latinoam.cienc.soc.niñez juv vol.19 no.2 Manizales May/Aug. 2021  Epub Sep 22, 2021

https://doi.org/10.11600/rlcsnj.19.2.4537 

Estudios e Investigaciones

Educación superior chilena y violencia de género: demandas desde los feminismos universitarios*

Chilean higher education and gender-based violence: demands from expressions of feminism in universities

Educação superior chileno e violência de gênero: demandas do feminismo universitário

Mag. Consuelo Dinamarca-Noack1 

Ph.D. Macarena Trujillo-Cristoffanini2 

1 Universidad de Chile, Santiago, Chile. Socióloga, Universidad de Playa Ancha y Magíster en Estudios de Género y Cultura, mención Ciencias Sociales, Universidad de Chile. 0000-0001-7206-7085. H5: 0. Correo electrónico: consuelodinamarcanoack@gmail.com

2 Universidad de Playa Ancha, Valparaíso, Chile. Socióloga, Universidad de Concepción. Magíster en Igualdad de Género: Agentes y Políticas, Universidad Complutense de Madrid. Doctora en Sociología, Universidad de Barcelona. Académica de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Playa Ancha. 0000-0003-2773-2570. H5: 7. Correo electrónico: macarena.trujillo@upla.cl


Resumen (analítico)

Se presenta una investigación sobre el ciclo de movilizaciones feministas universitarias de 2018, en la cual jóvenes estudiantes chilenas denunciaron violencia y acoso en instituciones de educación superior. Se visibiliza que la violencia contra las mujeres ha sido normalizada e invisibilizada, pues se encuentra arraigada en una cultura sexista. Así, se propone un objetivo doble: por un lado, identificar cuáles manifestaciones de la violencia de género fueron las principales catalizadoras de dichas movilizaciones; y, por otro, determinar cómo tales violencias se expresan en los contextos universitarios desde la voz de sus protagonistas. Este movimiento introdujo críticas profundas a la concepción de educación superior y acabó por revelarla como un campo de continua disputa política articulada con la genealogía del movimiento estudiantil chileno y con el resurgimiento de feminismos jóvenes en Latinoamérica.

Palabras clave: Activismos feministas; estudios de género; mujeres jóvenes; feminismos; violencia de género; universidad. Tesauro de Género, Red de Centros de Documentación y Biblioteca de Mujeres, 2019

Abstract (analytical)

This research focuses on the 2018 cycle of feminist mobilizations at univiersities in which young female Chilean students denounced violence and harassment in higher education institutions, highlighting that violence against women has been normalized and made invisible as it is rooted in the dominant sexist culture. A double objective was proposed for the study: identify which manifestations of gender-based violence were the main catalyst for these mobilizations; and determine how this violence is expressed in university contexts based on the voices of the protagonists of the mobilizations. This movement involved strong criticism to the conception of higher education, revealing it as a field of continuous political dispute that is articulated with the genealogy of the Chilean student movement and the resurgence of expressions of feminism by young people in Latin America.

Keywords: Feminist activism; gender studies; young women; feminisms; gender violence; university

Resumo (analítico)

É apresentada uma investigação sobre o ciclo 2018 de mobilizações feministas universitárias, em que jovens estudantes chilenas denunciaram violência e assédio em instituições de ensino superior; tornar visível que a violência contra a mulher foi normalizada e invisibilizada, por tanto, está enraizada em uma cultura sexista. Assim se propõe um duplo objetivo: por um lado, identificar quais as manifestações de violência de gênero foram os principais catalisadores dessas mobilizações; e, de outro, determinar como tal violência se expressa em contextos universitários a partir da voz de suas protagonistas. Este movimento introduz críticas profundas à concepção de ensino superior e acabou revelando-a como um campo de contínua disputa política articulada com a genealogia do movimento estudantil chileno e com o ressurgimento de jovens feminismos na América Latina.

Palavras-chave: Ativismos feministas; estudos de gênero; mulheres jovens; feminismos; violência de gênero; faculdade

Introducción

En un contexto mundial donde los activismos y las acciones colectivas de diferente índole participan del acontecer político y social, los movimientos feministas han logrado un protagonismo clave (Araujo, 2002; Castillo, 2018; De Fina & Figueroa, 2019; Follegati, 2018; Lamadrid & Armijo, 2015; Miranda & Roque, 2019). En Chile, sin ir más lejos, en el primer semestre de 2018 se desarrolló una de las irrupciones feministas más significativas de la historia local reciente. El «Mayo feminista chileno» -como lo denominaron los medios de comunicación-constituyó un punto de inflexión dentro de la contingencia nacional: motivadas por la visibilización de las diferentes expresiones de la violencia de género, miles de mujeres estudiantes universitarias hicieron público su reclamo contra la violencia y la opresión. Así, desde los campus universitarios, emergió una necesidad de reorganización que, enseguida, desembocó en un proceso de movilización estudiantil que, por primera vez en la historia de Chile, trazó un horizonte feminista.1

Los efectos de este ciclo de movilizaciones impactaron el quehacer institucional universitario: en Chile, la necesidad de hacer del género una política pública transversal se venía gestando incipientemente desde los años noventa (Araujo, 2002; Ríos et al., 2011); sin embargo, es la interpelación impulsada por los feminismos jóvenes universitarios del 2018 la que termina conminando a las universidades a concebir las problemáticas de género como asuntos urgentes.

En esta línea, diversos actores y actoras han contribuido a la producción de investigaciones sobre el sexismo en la educación y sus implicancias. En el ámbito internacional, Guzmán (2005), Fernández (2016) y Tapia (2015) señalan la importancia de reconocer la violencia contra las mujeres en contextos universitarios y, a la vez, denuncian que el vínculo entre estereotipos y mitos de género es la base de la normalización y reproducción de las asimetrías de género. Así mismo, se han analizado las acciones colectivas impulsadas por las jóvenes universitarias como muestras del resurgimiento de un feminismo joven, autónomo y militante que se inscribe en una genealogía de movimientos de emancipación latinoamericanos. Más aún, se ha destacado cómo este feminismo ostenta una amplia capacidad crítica para develar las diversas manifestaciones de la violencia de género en todas las esferas sociales (De Fina & Figueroa, 2019; Larrondo & Ponce, 2019; Miranda & Roque, 2019; Reyes-Householder & Roque, 2019). En el caso de Chile, se ha analizado la implementación de protocolos de acoso sexual en universidades como una de las principales manifestaciones jurídicas de reconocimiento a las víctimas (Fernández-Cruz, 2020). De igual manera, se ha rastreado la violencia de género en el contexto singular de las universidades privadas que operan en un mercado desregulado (Sandoval & Peña, 2019). Y, por añadidura, se han discutido las tensiones suscitadas por la emergencia de dicha violencia desde la perspectiva que impone la socialización masculina a los hombres jóvenes universitarios chilenos (Castro, 2020).

Sobre estas bases, el presente estudio se desarrolla de acuerdo con una pregunta guía: según evidencia la experiencia de las jóvenes que protagonizaron estas movilizaciones, ¿cuáles son las dimensiones donde la violencia de género se produce y reproduce en los contextos universitarios? Para cumplir este objetivo, se realizaron entrevistas en profundidad a voceras estudiantiles de dos universidades públicas chilenas con sedes en las ciudades de Santiago y Valparaíso.

Educación, movilización social y feminismo en el Chile contemporáneo: un vínculo político

Durante las dos últimas décadas, el sistema educativo chileno se ha convertido en uno de los principales escenarios de disputa política. La denominada «revolución pingüina» de 2006 y los posteriores movimientos universitarios y secundarios de 2011 constituyeron piezas claves para develar las consecuencias de la privatización del modelo educativo y el encarecimiento de su calidad, incluso en la dimensión pública (Figueroa-Grennet, 2018; Lafferte & Silva, 2014).2 Dicho proceso -que tuvo como protagonistas a niñas, niños y adolescentes pertenecientes al sistema educacional secundario y terciario- inauguró un extenso debate sobre el papel de la educación: tras la dictadura cívico-militar (1973-1990) y la consecuente implementación de un sistema económico neoliberal que propició la privatización y el lucro en todos los ámbitos de la sociedad. ¿El sistema educativo estaba en condiciones de cumplir sus promesas de ascenso social? O, en un sistema crudamente economicista, ¿aún era plausible enunciar el discurso de la meritocracia?

En Chile, junto con el movimiento estudiantil, la década de los dos mil estuvo marcada por manifestaciones provenientes de diferentes movimientos sociales (Castillo et al., 2018; Figueroa-Grennet, 2018; Lafferte & Silva, 2014; Lamadrid & Armijo, 2015). Entre muchas otras, las movilizaciones ecologistas y ambientalistas, así como las demandas territoriales y reivindicaciones de los pueblos originarios -de manera preminente, el mapuche-, contribuyeron a horadar el establishment político tradicional y sus instituciones.

Las y los protagonistas en este ciclo de movilizaciones son principalmente jóvenes que desconfían de los mecanismos tradicionales de participación política (procesos electorales y partidos políticos; Sandoval, 2020; Uribe-Zapata, 2019). Así, tales actoras y actores plantean fuertes críticas a cómo las élites gobernantes han perpetuado el modelo económico neoliberal. Por lo mismo, esta generación desarrolla nuevas formas de participación caracterizadas por la heterogeneidad de estrategias, orgánicas y tácticas (Uribe Zapata, 2019). Este modus operandi respondería a la constitución de nuevas subjetividades que, al desplegarse, renuevan los espacios de formación política y transforman los repertorios de acción colectiva (Araujo, 2002; Sandoval, 2020; Tilly & Wood, 2010). Consecuentemente, todo esto se trasunta en la proliferación de múltiples organizaciones comunitarias, estudiantiles, sociales y territoriales que ya no cesan de intervenir en el espacio público (Instituto Nacional de la Juventud, 2017).

Hoy día, estudiar las juventudes latinoamericanas cobra particular relevancia al momento de abordar procesos significativos de cambio social: son las y los jóvenes quienes plantean demandas y necesidades colectivas o individuales que se transmiten por canales paralelos a los tradicionales (Duarte, 2000; Uribe-Zapata, 2019). Para Figueroa-Grenett (2018), durante las últimas dos décadas en Chile, las nuevas formas de subjetividad política construidas por niñas, niños y adolescentes problematizan las expectativas del Estado y el mundo adulto, situándose en una coyuntura de «invención de ciudadanía de acto» (pp. 11-12). Subvirtiendo la mirada adultocéntrica, el accionar político de estas niñas, niños y adolescentes revela que la ciudadanía es un proceso de construcción dinámica que, por ende, puede ser cuestionado desde la legítima protesta.

En este contexto regional, el resurgimiento del movimiento feminista tiene un papel elemental en los procesos de movilización social (De Fina & Figueroa, 2019; Lamadrid & Armijo, 2015). En Chile dicha reactivación de los feminismos estuvo, en gran medida, dada por dos factores: por un lado, por el componente de renovación juvenil; y, por otro, por la centralidad que el estudiantado le otorgó al género en la redacción de petitorios que comenzaban con la demanda de una educación no sexista. Ahora bien, la incorporación de esta demanda no estuvo exenta de polémicas, ya que las problemáticas asociadas a la desigualdad entre géneros no habían sido materia de reflexión previa, al menos en la dimensión educativa. De ahí que, en lo inmediato, se produjera una distancia entre las incipientes demandas estudiantiles y los horizontes políticos feministas anteriormente forjados (Castillo, 2018; Follegati, 2018).

Este desfase es uno de los obstáculos que ha torpedeado el desarrollo del feminismo en las organizaciones políticas tradicionales y en los procesos de transformación social. Aquí, el léxico es decidor: el llamado problema de segundo orden se plantea cuando los partidos políticos y las organizaciones sociales consideran que las demandas feministas son menos urgentes y que, por ende, la desigualdad entre géneros será superada con el advenimiento de proyectos de transformación ligados a una categoría de primer orden, la clase (Kirkwood, 2010).

Pese a la desestimación parcial de la vertiente feminista en la organización estudiantil, el escenario nacional e internacional fue testigo del resurgimiento de un feminismo militante de base y autónomo (De Fina & Figueroa, 2019; Reyes-Householder & Roque, 2019). Este feminismo terminó instalándose en el espacio público a través de campañas, intervenciones o movilizaciones tales como «Cuidado, el machismo mata» (de la Red Chilena Contra la Violencia hacia las Mujeres), El Pildorazo, #NiUnaMenos y las marchas por el derecho al aborto libre, seguro y gratuito, realizadas -desde 2013- cada 25 de julio (Ortiz, 2017).

De esta manera, el desarrollo de la premisa de que las estructuras desiguales de género operan y se reproducen también en el sistema educativo amplió el horizonte político e incorporó la demanda de una educación no sexista a los petitorios estudiantiles. Lejos de ser una mera consigna, el reclamo de una educación no sexista abarca la crítica y la superación de toda relación de poder sexo-genérico dentro de las instituciones educativas (Lillo, 2016). Así, en 2014 se desarrolló el I Congreso Nacional por una Educación No Sexista (Rodríguez, 2014). Allí, como eje principal se instaló la desigualdad de género en la educación más allá de la sola dimensión curricular. Estos cambios ya palpables obedecen a variables eminentemente generacionales dada la renovación de subjetividades y diversificación de instancias de formación política que sitúan como protagonistas a las y los jóvenes (Figueroa-Grenett, 2018); piénsese, por ejemplo, en la incipiente articulación de colectivos y secretarías de género y sexualidad en los espacios educativos (Follegati, 2018).

En suma, entre 2014 y 2018, se genera un ciclo de maduración en torno al debate sobre el rol del feminismo dentro de la organización política estudiantil. En este ciclo, el 2018 fue clave: las movilizaciones que surgieron desde los campus universitarios se traslaparon con una gran cantidad de denuncias por acoso dentro de las universidades; el invierno de ese año, 22 universidades estuvieron en toma y 17 en paro;3 es decir, el 70% 3 de instituciones pertenecientes al Consejo de Rectores de Universidades Chilenas.

Violencia de género y educación superior en Latinoamérica

Los marcos de análisis feministas atingentes a la violencia de género han situado su origen en el modo en que las culturas construyen el sistema sexo-género sobre el que se organizan y, por defecto, producen jerarquías y valorizaciones desiguales (Millet, 2018; Vélez & Serrano, 2018). Dentro de culturas caracterizadas por la dominación masculina y la subordinación femenina, el género es un rasgo mínimo distintivo que determina una posición social definida (Bosch & Ferrer, 2014; Lizama-Lefno & Hurtado, 2019; Vélez & Serrano, 2018); y, tales posiciones asimétricas se naturalizan a partir de procesos de socialización diferenciada (Millet, 2018; Rebollo, 2010). De esta manera, hombres y mujeres aprenden e incorporan patrones culturales que conforman identidades masculinas asociadas simbólicamente a la autoridad, la productividad económica y el ejercicio de la violencia y, a su vez, replican una definición de feminidad asociada a la subordinación y la debilidad (De Piero & Narvaja, 2018; Palestro, 2018).

La vinculación entre el sistema de dominación generizado y la violencia contra las mujeres es destacada por diferentes organismos internacionales. Así, por ejemplo, el estudio a fondo sobre todas las formas de violencia contra la mujer, publicado por Organización de Naciones Unidas (ONU, 2006), señala:

La ubicuidad de la violencia contra la mujer (…) indica que sus raíces se encuentran en el patriarcado -la dominación sistémica de las mujeres por los hombres-. Las numerosas formas y manifestaciones de la violencia y las diferentes experiencias de violencia sufridas por las mujeres apuntan a la intersección entre la subordinación basada en el género y otras formas de subordinación experimentadas por las mujeres en contextos específicos. (p. 32)

El informe destaca que el carácter estructural de esta violencia impide concebir sus manifestaciones como actos individuales, pues está anclada simbólicamente en la cultura (Millet, 2018; Rebollo, 2010; Vélez & Serrano, 2018).

Con todo, las universidades como los diversos espacios educativos no han estado exentos de las repercusiones del desigual sistema de género (Cerva, 2009; Lillo, 2016; Lizama- Lefno & Hurtado, 2019). En este sentido, es muy relevante el papel de las movilizaciones estudiantiles cuyo horizonte ha sido disminuir las brechas de desigualdad y erradicar las prácticas violentas contra las mujeres, en especial aquellas visibles en Latinoamérica (Cerva, 2020; Larrondo & Ponce, 2019; Ramírez & Trujillo, 2019). En esta línea, problematizar la violencia sexista en la educación superior es central en el contexto de los recientes activismos de los feminismos jóvenes.

Con respecto a la relación entre el movimiento feminista y la juventud universitaria, Vázquez-Laba y Rugna (2017) señalan que en Argentina existe una genealogía de integración de las reivindicaciones del movimiento feminista y la acción colectiva hacia los espacios universitarios. Las autoras destacan cómo dicha integración ha permitido visibilizar la violencia de género como una problemática susceptible de ser tratada dentro de los espacios académicos y, así mismo, documentan cómo esta preocupación ha redundado en la creación de protocolos de acoso sexual para la educación superior.

A su vez, en Colombia, Rodríguez-Peñaranda (2019) da cuenta del papel de las organizaciones colectivas de estudiantes universitarias y señala su emergencia como una forma de resistencia estudiantil feminista que -a través de diversas acciones- enfrenta las múltiples violencias que vivencian las mujeres, incluido el acoso. Aun así, Acevedo Tarazona et al. (2019) plantean que en las movilizaciones universitarias colombianas de las últimas décadas se sigue visualizando cómo estereotipos de género y poder patriarcal se ciernen sobre las estudiantes.

Por su parte, en México, se recalca la importante presencia de las mujeres jóvenes y universitarias en las acciones de demandas feministas (Cerva, 2020). Igualmente, se subraya el papel que juegan los propios espacios universitarios en la formación feminista de las jóvenes, ya que en ellos existen enclaves desde donde se estimula el pensamiento crítico y el establecimiento de redes de cooperación entre mujeres (Mingo, 2020). De la misma forma, Cerva (2020) destaca la relación entre el activismo feminista de las estudiantes y las transformaciones experimentadas por el sistema de educación superior. De manera específica, también enfatiza que las organizaciones colectivas de mujeres feministas universitarias presentan características organizacionales que difieren de las instancias de política estudiantil tradicionales. En este mismo ámbito, destacan nuevas formas de denuncia. Por un lado, proliferan los tendederos, espacios donde las jóvenes, de forma anónima, exponen fotografías o nombres de agresores y despliegan petitorios desoídos (Álvarez, 2020). Y, por otro lado, aumentan los escraches, denuncias públicas que persiguen acabar con la impunidad de los agresores y sus redes de protección (González, 2019).

En Chile, desde hace décadas, los feminismos han señalado la relevancia de analizar cómo el sistema educativo reproduce dinámicas patriarcales. Sin embargo, a partir del resurgimiento del feminismo joven militante, la violencia contra las mujeres se posiciona como un eje articulador para la recomposición de los movimientos estudiantiles. Si bien las demandas feministas no nacen con el «Mayo feminista» de 2018, estas movilizaciones propiciaron la amplia diseminación pública de los petitorios y la implementación de estrategias formalizadas para la prevención y erradicación del sexismo al interior del sistema universitario.

Metodología

Para analizar cuáles son las dimensiones donde la violencia de género se produce y reproduce en los contextos universitarios desde la experiencia de las jóvenes que protagonizaron las movilizaciones feministas que culminaron en mayo de 2018, se implementó una metodología cualitativa de tipo descriptivo que «sirve para analizar cómo es y se manifiesta un fenómeno y sus componentes» (Cubo, Puatti & Lacon, 2012, como son citados en De Piero & Narvaja, 2018, p. 6).

La selección de las participantes se llevó a cabo en las facultades de ciencias sociales de dos instituciones públicas de educación superior chilenas por medio de la estrategia de bola de nieve. El primer criterio de inclusión fue que las participantes hubiesen formado parte del grupo de estudiantes movilizadas. Dado que las formas organizativas del movimiento en cuestión propiciaron la representación del mismo a través de estudiantes que cumplían la función de voceras, como segundo criterio se sumó la condición de que las participantes también hubiesen sido designadas en esta función. Así, se buscó lograr que la calidad del relato estuviese estrechamente vinculada al movimiento. De esta manera, la muestra quedó constituida por seis informantes claves: mujeres jóvenes de entre 19 y 24 años que, además, declararon no ser militantes de partidos políticos, pero sí de colectivos feministas (téngase presente que el requisito de la no militancia partidaria fue condición excluyente para participar de las movilizaciones señaladas). Con el fin de salvaguardar el anonimato de las entrevistadas, se decidió citar los discursos de las voceras a partir de sus respectivas universidades: universidad A (Santiago) y universidad B (Valparaíso).

La técnica de investigación empleada fue la de entrevistas en profundidad. Estas se realizaron entre mayo y julio de 2018. Desde una pauta elaborada con preguntas abiertas, se llevaron a cabo seis entrevistas cuya duración promedio fue de una hora y media. Fueron realizadas en las dependencias tomadas de cada universidad y fueron grabadas y transcritas con el consentimiento informado de las participantes.

La estrategia analítica del estudio comprendió tres etapas: primero, la información transcrita fue codificada mediante el uso del software Atlas.ti (versión 8.0); luego, desde el abanico de códigos obtenidos, se levantaron categorías analíticas que obedecieron a dimensiones tanto establecidas a priori como emergentes; y, por último, desde tales categorías se construyó el análisis de contenidos.

De acuerdo con la perspectiva de sus protagonistas, este análisis permitió observar diferentes expresiones de violencia de género que, en sí mismas, constituyen un modo de definición y explicación de cómo el sexismo se torna evidente y problemático para las mujeres jóvenes que habitan las universidades.

Resultados

Las movilizaciones feministas universitarias de 2018 se caracterizaron por responder a un ambiente de indignación frente a las manifestaciones recurrentes de violencia contra las mujeres acaecidas en las diversas casas de estudio. Así, las estudiantes iniciaron un proceso de organización que denunciaba la violencia de género y la impunidad. Mediante la conformación de asambleas masivas de mujeres y círculos testimoniales, generaron un clima de confianza y apoyo que les permitió compartir las múltiples dinámicas patriarcales que aún les afectan. Así, espacios caracterizados por la posibilidad de catarsis permitieron que casos percibidos individualmente como aislados, comenzaran a concebirse como manifestaciones sistemáticas de una cultura sexista.

Durante la asamblea, había muchas compañeras que decían no sentirse seguras en el espacio universitario… Muchísimos testimonios de abuso y acoso, así como un montón de acontecimientos que, sumados, generaban un ambiente de indignación e inseguridad, y eso fue un detonante importante (…) el sentimiento de que no estás sola en esta indignación, de que esto no está pasando solo acá, sino que está pasando en todo el mundo…, y de que podemos organizarnos porque somos muchas. (Vocera universidad A)

Cabe destacar que este tipo de dinámicas tiene un valor histórico en las trayectorias de los feminismos, pues ellos propician la urgencia de trascender desde la percepción de afectación/discriminación individual hacia el reconocimiento colectivo de las desigualdades. La organización surge de la identificación recíproca de quienes han sido despojadas de sus derechos (Kirkwood, 2010). En el caso estudiado, la dinámica colectiva propició que el tabú de la violencia deviniera consigna de las movilizaciones feministas (Ramírez & Trujillo, 2019). Todavía más, las experiencias de las participantes evidenciaron tres formas de violencia de género soterradas, pero recurrentes: cultura sexista, acoso sexual y violencia epistémica.

Cultura sexista: la desvalorización de las mujeres

Durante las entrevistas se oyen múltiples relatos de discriminación y desigualdad fundados en la cultura sexista. Por medio de la reproducción de estereotipos, se promueve el continuo de la supremacía masculina y la desvalorización social de lo femenino. La violencia sexista tiene un alcance profundo y generalizado: dado su enraizamiento simbólico y su consolidación en los imaginarios sociales constituye uno de los tipos de violencia más difíciles de combatir (Fernández, 2016; Vélez & Serrano, 2018).

Esa violencia transversal hacia las mujeres, de sentirse no escuchadas, que no podías opinar. Muchas compañeras y funcionarias en la toma decían que era primera vez que hablaban en una asamblea, porque en la otra ni cagando hablaban; cero posibilidades, mucha invisibilización, mucho menosprecio. (Vocera universidad B)

La negación de la palabra y el acceso a ella ha conformado una de las reivindicaciones históricas dentro de los movimientos feministas. Pese al avance en materia de reconocimiento de derechos ciudadanos, el silenciamiento de las voces femeninas aún es una escena repetida cotidianamente (Palestro, 2018; Ríos et al., 2011). En este sentido, la participación de las mujeres en los contextos universitarios esta signada por una imposibilidad de enunciación que devela las asimetrías en las relaciones de poder: «que tomen la palabra por ti, el mansplaining es brutal; tener que estar en ese ambiente es súper desgastante y también influye en tu proceso de formación» (Vocera universidad A).

Este fenómeno no solo se manifiesta en las aulas, sino que deviene en un lógica recurrente en espacios de organización política estudiantil o, incluso, de ocio. De esta manera, es posible ubicar este tipo de experiencias como síntomas de la reproducción del sistema de creencias misóginas que genera la subvaloración transversal de las mujeres (Segato, 2016; Vélez & Serrano, 2018). Por lo mismo, en las entrevistas emergieron ejemplos de comentarios de académicos que, en el aula, normalizan e institucionalizan la cultura sexista:

Tenemos un profe que, para revisar cierta idea en clases, nos decía: «esto es lo mismo que pasa cuando las mujeres les toman la tarjeta de crédito al marido y se la gastan toda». Frases que son derechamente misóginas y teníamos que escucharlas. (Vocera universidad A)

Por un lado, la organización de las sociedades en función de las diferencias sexuales ha relegado a las mujeres a una posición circunscrita a los cuidados y la reproducción de la vida. Aunque elemental para todas las culturas, la traducción social de estas funciones supone la subordinación de lo femenino al ámbito doméstico/privado. La institucionalización de la familia de cuño patriarcal perpetúa este prejuicio y dota de poder al padre-hombre que, simbólicamente, detenta la razón y la facultad económica. A la inversa, la madre-mujer queda confinada a una posición de perpetua dependencia conyugal (Millet, 2018). Así, los dichos sexistas son comunes en las aulas, al punto de que numerosos académicos -hombres- recurren a ellos como recursos retóricos de transposición didáctica. La reiteración de tales calificaciones contribuye a naturalizar expectativas/prejuicios sociales diferenciados para hombres y mujeres.

Por otro lado, dentro de los relatos de las entrevistadas es posible vislumbrar la construcción del cuerpo de las mujeres como un ente cosificable y sexualizable por los hombres: «un académico le dice a una compañera que, si ella hubiese estado en el proceso de colonización, la hubieran utilizado de concubina» (Vocera universidad B). En esta línea, Vélez y Serrano (2018) destacan que utilizar el estereotipo de la mujer como objeto sexual invisibiliza su capacidad de independencia y autonomía. La materialización de estos estereotipos en la experiencia de las estudiantes consuma la operación simbólica distintiva de la cultura sexista: la naturalización de las jerarquías generizadas que inscribe a las mujeres, de manera irrevocable, en una posición de inferioridad.

Acoso sexual: violencia soterrada

El acoso sexual continúa siendo una realidad ampliamente naturalizada en muchas esferas de interacción social y, por lo tanto, escasamente visibilizada. Una de sus principales características es su multidireccionalidad (Bosch & Ferrer, 2014). En el marco de las relaciones universitarias, este carácter multidireccional implica que «pued[an] darse (…) relaciones jerarquizadas, como también entre pares, tanto en dependencias de la universidad como fuera de ellas, independiente de la circunstancia u ocasión en la que estas conductas se realizan» (Ministerio de Educación [Mineduc], 2018, p. 13).

Los discursos emanados de las voces de las participantes ubican la implementación de protocolos de acoso sexual como una de sus demandas centrales. Considerando el escaso número de universidades que contaban con este tipo de instrumentos en el momento de las movilizaciones (Muñoz-García et al., 2018), las mujeres movilizadas dejaron entrever cómo este vacío institucional permitía que el acoso sexual quedara relegando a la dimensión individual y privada.

De lo anterior, se desprenden dos ejes problemáticos. El primero tiene relación con la inexistencia de protocolos para enfrentar el acoso:

había muchas compañeras que habían tenido problemas de acoso con sus ex, por ejemplo, y resulta que ellas no venían a clases para no verlos en realidad. O tener que habitar el espacio con tu compañero que ebria te sacó fotos en pelota [desnuda] y las publicó. (Vocera universidad B)

Esta carencia de normativas es una forma de complicidad tácita que contribuye a naturalizar los mecanismos de subordinación y opresión hacia el género femenino (Fernández- Cruz, 2020; Lizama-Lefno & Hurtado, 2019).

El segundo eje problemático tiene que ver con los efectos que el acoso sexual genera en el rendimiento académico de las víctimas. Las estudiantes que lo han vivido tienden a percibir el ambiente universitario como hostil y muchas veces se ven forzadas a evadir las interacciones con los sujetos acosadores, teniendo que cambiarse de curso o, incluso, abandonar la carrera (Universidad de Chile, 2019). De esta manera, la inexistencia de protocolos que sancionen el acoso, promovió una sensación de frustración generalizada ante el desinterés, complicidad u omisión de las casas de estudio a la hora de poner coto a este tipo de violencia; por esto mismo, a menudo las jóvenes universitarias se mostraban reacias a iniciar procesos formales de denuncia (Ramírez & Trujillo, 2019).

Violencia epistémica y androcentrismo en el conocimiento

Un tercer foco de denuncia apuntado por el movimiento feminista universitario fue la violencia epistémica y el androcentrismo que subyacen a los currículos formal y oculto. Tal como establecen Contreras y Trujillo (2014), «a nivel nacional (…) la equidad de género en la educación es todavía una deuda pendiente; que, si bien se expresa en algunos objetivos del Mineduc, hasta ahora no se ha explicitado en los contenidos curriculares» (p. 38).

Efectivamente, por su carácter androcéntrico, el conocimiento hegemónico no solo invisibiliza a las mujeres, sino que también amplifica la diferenciación jerarquizada de actividades y habilidades reservadas a hombres y mujeres.

Este fenómeno queda en evidencia al observar las bibliografías de los cursos de los diversos programas de estudio universitarios: «nos dimos cuenta de que en todas las disciplinas siempre existen "los padres de…" pero en pocas oportunidades eran mujeres las fundadoras de paradigmas o pensamientos relevantes» (Vocera universidad B). Por esto, la mayor parte del conocimiento transmitido en la educación superior está escrito por hombres, casi siempre blancos, heterosexuales y, en su mayoría, avecindados en el norte global: los saberes impartidos son en general fruto de masculinidades hegemónicas situadas en la cúspide de las múltiples relaciones de poder sobre las que se funda la cultura occidental moderna (Segato, 2016). De ahí que las entrevistadas identifiquen una sistemática masculinización de los saberes que impacta en sus regímenes de formación profesional:

Un profesor siempre que se refería a los autores hombres; era solo a su parte académica, a su pensamiento y, cuando se refería a mujeres, que fueron algo así como dos en todo el semestre, hacía referencia a las parejas de las autoras, a la vida sexual y personal de estas mujeres, y con mis compañeras encontramos muy violenta esta situación. (Vocera universidad A)

La preeminencia de autores por sobre autoras es un elemento transversal: las bibliografías normalizan la tesis falaz de que el conocimiento es exclusivamente masculino (Lillo, 2016). Peor aún, si el conocimiento se define como masculino, las esporádicas irrupciones de intelectuales mujeres son explicadas como epifenómenos de las relaciones que ellas traman con hombres a los que, por añadidura, se les reconoce como sus figuras tutelares: amantes, esposos, maestros o padres.

Estos prejuicios androcéntricos informan las prácticas pedagógicas y, contra ellos, las propias estudiantes han comenzado a alzar la voz:

[Al citado profesor] le escribimos una carta donde dijimos que su actitud nos violentaba, porque nosotras el día de mañana, si somos académicas, no queremos que hablen de nuestra vida personal, queremos que hablen de nuestro trabajo…; y, ¿por qué más encima [hablaste solo] de las mujeres y de los hombres nunca dijiste nada? (Vocera universidad A)

Este tipo de violencia sexista motivó a que las estudiantes universitarias demandaran una revisión exhaustiva de las mallas curriculares de sus programas de estudio con el fin de diagnosticar sesgos e incorporar a autoras excluidas de las bibliografías mínimas. A través de estas acciones, se buscó otorgar visibilidad al trabajo académico ejercido por mujeres y disolver la carga generizada que inviste los contenidos disciplinares en la educación superior.

Discusión

Sustentado en la experiencia de las entrevistadas, el proceso investigativo evidenció la existencia prevalente de tres dimensiones donde la violencia de género se expresa con claridad en el ámbito universitario: la cultura sexista que figura lo femenino como un elemento residual, el acoso sexual que se ejerce en la impunidad y la violencia epistémica que sustenta la constitución androcéntrica de las áreas de conocimiento. Dichas dimensiones se encarnan y reproducen en las múltiples relaciones que tienen lugar en las instituciones de educación superior. En el marco de los activismos jóvenes feministas, el proceso de reconocimiento de la violencia de género constituye un fenómeno de gran riqueza: por una parte, permite documentar el desarrollo de feminismos inscritos en Latinoamérica; y, por otro, alienta la reflexión crítica sobre un orden cultural basado en la desigualdad de género.

Investigaciones locales dan cuenta del papel que tuvo este ciclo de movilizaciones feministas a la hora de develar y exigir espacios educativos libres de violencia. En 2017, por ejemplo, de un total de 60 universidades, solo 7 contaban con protocolos de acoso sexual (Muñoz-García et al., 2018). Después de mayo de 2018, la cifra de casas de estudio con protocolos se multiplicó. Fernández-Cruz (2020) sitúa la implementación de tales herramientas jurídicas como un modo de enfrentar la cultura de la impunidad asentada en las universidades y como un mecanismo para resguardar los derechos de las víctimas. Así mismo, Sandoval y Peña (2019), atentos a la situación de las universidades chilenas privadas, concluyen que, más allá del régimen de propiedad de las instituciones, la violencia de género prevalece en la mayoría de los planteles. En la última década, en buena parte de Latinoamérica esta tendencia a instaurar protocolos contra la violencia de género se ha visto impulsada por los movimientos feministas estudiantiles (así ocurre en Argentina, Colombia y México; Álvarez, 2020; Rodríguez-Peñaranda, 2019; Vázquez-Laba & Rugna, 2017).

Particularmente en Chile algunas universidades han realizado diagnósticos internos que han relevado la diversidad de formas en que se materializa el acoso sexual (Universidad de Chile, 2019). Otras han identificado las brechas existentes en el trabajo académico y en la segregación horizontal de las carreras (Universidad de Valparaíso, 2018). En tanto, investigaciones internacionales develan la interrelación entre estereotipos y mitos asociados a la violencia de género. Reconocer y desmontar estereotipos y mitos son operaciones fundamentales para prevenir el acoso sexual (Guzmán, 2005), sobre todo en el marco universitario (Fernández, 2016), ya que el estudiantado tiende a no reconocer la violencia que conllevan conductas naturalizadas al interior de los campus (Tapia, 2015).

El «Mayo feminista chileno» ha sido ubicado como un acontecimiento articulado con el resurgimiento del feminismo militante durante la última década, tanto en Chile como en Latinoamérica (De Fina & Figueroa, 2019; Larrondo & Ponce, 2019; Miranda & Roque, 2019; Reyes-Householder & Roque, 2019). En este marco regional, se destaca el componente juvenil de la denominada tercera ola feminista chilena, que se traslapa con las movilizaciones estudiantiles, con las reivindicaciones que descreen de la política partidista y, por supuesto, con las transformaciones en los campos de acción política del feminismo global.

Por último, se presentan similitudes entre lo pesquisado en las facultades de ciencias sociales aquí estudiadas y lo analizado por Miranda y Roque (2019), cuya investigación se realizó en torno a la articulación política del movimiento feminista universitario en la Pontificia Universidad Católica de Chile, con sede en Santiago. Aunque distanciados de la gesta feminista de 2018, los resultados de Castro (2020) también son coincidentes con los propuestos en este estudio. Con un enfoque mixto, Castro determinó cómo el sexismo y la violencia sexual permean los procesos de sociabilización masculina, en particular la de los jóvenes universitarios chilenos.

Conclusiones

Según los resultados proporcionados por este estudio, en primer lugar, es posible sentenciar que, como parte de una cultura sexista que promueve jerarquías asimétricas que escinden lo masculino de lo femenino, la violencia de género se reproduce continuamente tanto en el aula como en instancias de organización estudiantil y de ocio. En segundo lugar -dicen los resultados-, el acoso sexual es un fenómeno complejo de enfrentar, ya que en él se imbrican relaciones de poder sustentadas en las diferencias del sistema sexo-género y en la carencia de marcos jurídicos que permitan denunciarlo y condenarlo. Por lo mismo, los hallazgos aquí presentados permiten comprender que los protocolos son instrumentos útiles a la hora de canalizar las denuncias de las víctimas. Sin embargo, los diferentes relatos de las voceras recuerdan que la promulgación de normativas debe ir aparejada de una discusión profunda sobre la manera en que el sexismo informa la cultura. Y, en tercer lugar -concluye este estudio-, la violencia epistémica es síntoma de un orden cultural androcéntrico que sostiene paradigmas disciplinares que borran el trabajo de las mujeres de la historia de las ciencias. Consecuentemente, esta operación de obliteración determina las expectativas y el rendimiento académico de las estudiantes en función de su género.

De acuerdo con el movimiento feminista joven universitario, es evidente que el reconocimiento de este tipo de violencia y de sus manifestaciones es clave para lograr contrarrestarla. De ahí que sea necesario que las instituciones asuman las diversas problemáticas derivadas de la cultura patriarcal. Un esfuerzo de esta naturaleza supone asumir que situaciones asumidas como cotidianas deban ser reevaluadas como síntomas de una violencia estructural. Solo a través del reconocimiento de la violencia es posible repensar las lógicas administrativas, docentes, disciplinarias y pedagógicas que movilizan el funcionamiento de las universidades. Con ello también se conseguirá establecer mecanismos que permitan prevenir, detener y sancionar actos de acoso y abuso sexual que, hoy día, suelen concebirse como conductas que suponen responsabilidades privadas e individuales. Para que el legado de las movilizaciones de mayo de 2018 perdure, la totalidad de las actoras y actores universitarios deben promover y fiscalizar el debido cumplimiento de las demandas enunciadas por las jóvenes feministas y, finalmente, rubricadas en petitorios derivados del trabajo colectivo.

Para finalizar, conviene señalar que, como todo proceso de investigación, el presente estudio posee limitaciones. En este caso, no se debe perder de vista que el trabajo de campo que sustenta esta exposición se enfocó en las experiencias de jóvenes universitarias chilenas en el contexto de las movilizaciones feministas de 2018. Esta decisión obedece al convencimiento de las autoras de que es imperioso «aprehender a mirar y conocer las juventudes, en tanto portadoras de diferencias y singularidades que construyen su pluralidad y diversidad en distintos espacios sociales» (Duarte, 2000, p. 71).

En este sentido, el componente de juventud en las movilizaciones feministas permitió dar cuenta de un doble proceso: por un lado, se hizo evidente la potencia renovadora de las nuevas subjetividades políticas que acompañan los recientes hitos de transformación social chilenos y latinoamericanos; y, por otro lado, se hizo palpable que, lejos de ser un mero enclave de formación profesional, la universidad es un lugar donde las y los jóvenes desarrollan sus sentidos críticos, establecen formas alternativas de sociabilidad comunitaria, reinventan los modos de organización política y, por último, proyectan nuevas formas de convivencia que desbordan los muros de los campus y alcanzan a la sociedad en su conjunto (Cerva, 2020).

En suma, este trabajo es un primer paso que pone en evidencia la urgencia de ampliar la mirada e integrar en futuros proyectos las voces de las diversas mujeres que convergen en los espacios universitarios: académicas y funcionarias, muchas de ellas subcontratadas. Más aún, también este mismo trabajo permite vislumbrar la necesidad de investigar las realidades de otras casas de estudio y, con ello, ampliar el diseño muestral y explorar una mayor diversidad de discursos. En todo caso, las limitaciones enunciadas y los compromisos asumidos hablan de una práctica académica que ya no escamotea las lecciones éticas que enseñan los testimonios del indeleble «Mayo feminista chileno».

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* Este artículo deriva de la investigación Tomas universitarias de mujeres 2018: una mirada a las movilizaciones en dos facultades de Santiago y Valparaíso. Realizada entre el 5 de mayo de 2018 y el 31 de mayo del 2019. Financiada por la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo de Chile, a través del Proyecto Fondecyt de Iniciación 11170484, liderado, en calidad de investigadora responsable, por Macarena Trujillo-Cristoffanini. Área: estudios de género, feminismos, violencia de género, educación superior. Subárea: activismos feministas jóvenes, violencia de género y universidad, movimiento feminista universitario.

1En Chile, el movimiento estudiantil ha sido uno de los elencos políticos más activos durante las últimas dos 1 décadas; no obstante, hasta 2018, los contenidos de sus demandas nunca habían estado vinculados explícita y prioritariamente a problemáticas de género.

2En la genealogía del movimiento estudiantil chileno contemporáneo existen dos grandes hitos. En el 2006, la 2 revolución pingüina, alzamiento del estudiantado secundario que exigió la derogación de las leyes de educación promulgadas en dictadura (1973-1990) y perpetuadas en democracia (1990-2006); el epíteto «pingüino» alude al uniforme del estudiantado donde el colorido de las prendas, azul oscuro y blanco, asemeja el plumaje de los mentados mamíferos australes. Luego, en 2011, las y los estudiantes del sistema universitario sumaron fuerzas con las comunidades escolares para reclamar de manera amplia el cese al lucro en la educación (Figueroa-Grennet, 2018).

3Nota léxica: las «tomas» corresponden a un modo de protesta colectiva donde quienes se manifiestan ocupan 3 las inmediaciones e infraestructuras significativas o asociadas a sus reclamos (Tilly & Wood, 2010). En este caso, las tomas impiden el funcionamiento regular de la universidad. Por su parte, los «paros» (apócope de paralización de actividades administrativas, docentes, estudiantiles e investigativas) también son consignados como una forma recurrente de protesta en los repertorios de acción colectiva locales (Sandoval, 2020; Tilly & Wood, 2010).

Para citar este artículo: Dinamarca-Noack, C., & Trujillo-Cristoffanini, M. (2021). Educación superior chilena y violencia de género: demandas desde los feminismos universitarios. Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales, Niñez y Juventud, 19(2), 1-22. https://dx.doi.org/10.11600/rlcsnj.19.2.4537

Recibido: 14 de Septiembre de 2020; Aprobado: 09 de Diciembre de 2020

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