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Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales, Niñez y Juventud

versão impressa ISSN 1692-715Xversão On-line ISSN 2027-7679

Rev.latinoam.cienc.soc.niñez juv vol.21 no.2 Manizales maio/ago. 2023  Epub 31-Out-2023

https://doi.org/10.11600/rlcsnj.21.2.901 

Estudios e Investigaciones

El lugar propio y la autonomía en jóvenes de barrios populares*

Own place and autonomy among young people in poor neighbourhoods

O lugar próprio e a autonomia em jovens de bairros populares

Ph. D. Marina Medan1 

1 Universidad Nacional de San Martín, Argentina. Conicet, Laboratorio de Investigaciones en Ciencias Humanas, Universidad Nacional de San Martín y Centro de Estudios en Desigualdades Sujetos e Instituciones. Buenos Aires, Argentina. Doctora en Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires. 0000-0002-7621-5572. H5: 11. Correo electrónico: marinamedan@conicet.gov.ar


Resumen (analítico)

Este artículo describe y analiza, desde una perspectiva etnográfica, las tramas de relaciones sociales que resultan significativas para jóvenes que habitan en barrios populares del Gran Buenos Aires (Argentina) y que participan de programas sociales. Estas tramas configuran el lugar -como posición social-, desde el cual construyen autonomía y dan cuenta de las condiciones de posibilidad de sus experiencias cotidianas. A partir de testimonios de jóvenes obtenidos mediante técnicas cualitativas entre 2016 y 2018, enfoco en la dimensión ética de las prácticas juveniles y en el modo en el que el género las marca. La autoridad parental, el peso de las miradas condenatorias y las formas de cuidado son analizados en relación a los usos de tiempos y espacios. Finalmente, señalo implicancias de los hallazgos para las políticas sociales.

Palabras clave: Joven desfavorecido; vida cotidiana; política gubernamental; ética; Argentina; autonomía. Tesauro de Ciencias Sociales de la Unesco

Abstract (analytical)

Using an ethnographic perspective, this article describes and analyses significant social relationships among young people who live in poor neighbourhoods in Greater Buenos Aires (Argentina) and participate in social programs. These relationships configure the place -as a social position- from which they build autonomy. These relationships also represent possibilities in their daily experiences. Through qualitative techniques applied between 2016 and 2018 and based on the testimonies of young people, the author focuses on the ethical dimension of youth practices and how gender marks them. Parental authority, the relevance of stigmatizing visions and forms of care among young people are analysed. The author links the analysis with specific uses of time and space. Finally, implications of the analysis for public policies are discussed.

Keywords: Disadvantaged youth; everyday life; government policy; ethics; Argentina; autonomy

Resumo (analítico)

Este artigo descreve e analisa, a partir de uma perspectiva etnográfica, as tramas de relações sociais que são significativas para jovens que moram em bairros populares da Grande Buenos Aires (Argentina) e que participam de programas sociais. Essas tramas configuram o lugar -como posição social -, a partir do qual constroem autonomia e dão conta das condições de possibilidade de suas vivências cotidianas. A partir dos depoimentos de jovens, obtidos por meio de técnicas qualitativas entre 2016 e 2018, ponho em foco a dimensão ética das práticas juvenis e a forma como o gênero as marca. A autoridade parental, o peso dos olhares condenatórios e as formas de cuidado são analisados em relação aos usos do tempo e do espaço. Por fim, aponto implicações dos achados para as políticas sociais.

Palavras-chave: Jovens carentes; vida cotidiana; política do governo; ética; Argentina; autonomia

Introducción

Este artículo describe y analiza las tramas de relaciones sociales que resultan significativas para jóvenes que habitan en barrios populares del Gran Buenos Aires, Argentina. Estas tramas configuran el lugar -en tanto posición social-, desde el cual construyen su autonomía y dan cuenta de las condiciones de posibilidad de unas experiencias cotidianas que desafían las interpretaciones institucionales de políticas sociales de inclusión juvenil.

El campo de estudios de juventud y el de las políticas sociales para jóvenes ha estado marcado a nivel global desde su construcción como problema social y académico hace ya casi cien años, por la preocupación sobre la adecuada transición a la adultez (Bendit & Miranda, 2017). Ya en la década de los treinta del siglo pasado, estudios sociales preocupados por la gestión de la marginalidad y el delito juvenil sostuvieron la necesidad de realizar intervenciones sociales en barrios empobrecidos para mejorar las condiciones de hábitat y las dinámicas de socialización de adolescentes y jóvenes; y, de tal manera, abordar deficiencias materiales, normativas y morales que atentaban contra procesos de integración social a la vida adulta (Anitúa, 2010; Thrasher, 1933).

Las intervenciones territoriales de políticas sociales en barrios populares destinadas a jóvenes han recobrado centralidad desde los años noventa tanto en Argentina como en otros países del continente de la mano de diversos procesos. Por un lado, de aquellos de descentralización y desconcentración de la gestión política y de la revitalización de las apelaciones a la comunidad (Andrenacci, 2002; de Marinis, 2011; Haney, 2010; Shaw & Travers, 2007). Por otro, de la incorporación del discurso de derechos a las preocupaciones sobre la protección de la infancia y adolescencia (Llobet, 2019). En el marco de estos procesos, y tal como estudios antecedentes han señalado para Argentina, en los objetivos de los programas sociales se destacan inquietudes sobre los efectos que ciertas condiciones (materiales, relacionales y morales) presentes en los territorios empobrecidos en los que residen los y las jóvenes pueden tener sobre la inclusión social, la autonomización y la transición a la adultez (Gaitán, 2021; Isacovich, 2016; Llobet & Minujin, 2011; Mancini, 2015; Medan, 2019; Müller et al., 2012).

En 2016, durante nuestro trabajo de campo en Buenos Aires, uno de los coordinadores del programa social que estudiábamos nos sintetizó así los objetivos de la intervención: «Se trata de que los jóvenes aprendan a pararse en otro lugar». ¿De qué nos habla esta metáfora sobre el lugar1? Tal como han marcado otros estudios (Llobet, 2013; Mancini, 12015; Nebra, 2020), el lugar como categoría nativa alude a la posición social de los y las jóvenes que, según los agentes estatales, está signada por múltiples vulnerabilidades (materiales, morales, relacionales) que no les permiten construir un proyecto de vida autónomo (Medan, 2012). Desde la perspectiva de los agentes estatales, ciertos elementos de las formas de socialización en los barrios populares (como el uso de la violencia en las relaciones interpersonales, ciertos modos de crianza y relaciones familiares, el desapego a los ideales del esfuerzo, la perseverancia como vehículo de ascenso social y el compromiso con formas ilegales de obtención de recursos materiales o simbólicos) constituyen aspectos de un lugar: un entorno que produce influencias y a partir del cual se gestan identificaciones, el cual es poco propicio para desarrollar transiciones adecuadas a la adultez y a procesos de autonomía. Autonomía que, como categoría nativa de los programas, supone la capacidad de distanciarse -física o socialmente- de esos entornos, a partir del cultivo y fortalecimiento de otros valores, prácticas y relaciones, como los que destacan los programas: la proyección personal hacia el largo plazo, el uso de la palabra para la solución de conflictos, la provisión legal de recursos materiales y simbólicos, la inserción en el ámbito educativo y laboral y la finalización de relaciones con «malas juntas».2

Por su parte, en las ciencias sociales, autonomía y juventud son nociones conectadas. Así como la proyección del porvenir es una regularidad de la condición juvenil, también lo es el proceso de autonomización (Chaves, 2021). Autonomía denota un principio normativo; alude a lo que se debe ser y a la capacidad de decidir por uno mismo. En el debate político y de gobierno, es una noción que se vincula a la falsa antinomia entre dependencia e independencia que vertebra debates de políticas públicas centradas en las condicionalidades (Fraser & Gordon, 1994). En ese sentido, dentro de las lógicas de gobierno actuales enfocadas en la responsabilización individual, la autonomía no es tan solo una capacidad deseable sino, más bien, una exigencia (Besley, 2010). Desde las perspectivas que intentan superar las limitaciones del debate estructuraagencia, ni la autonomía, ni la independencia, pueden ser entendidas como capacidades individuales ni disociadas de la vida en sociedad y con otros: la heteronormatividad de lo social y las relaciones de dependencia con otros habilitan y, a la vez, limitan la construcción de las propias reglas (Arancibia et al., 2021; Bečević & Dahlstedt, 2021; Evans, 2007; Fraser, 2020; Haney & Dillon, 2005). En suma, si la capacidad de desarrollar autonomía es relativa a las posibilidades del entorno social que no puede ser sino heteronormativo, este proceso solo puede pensarse en clave colectiva (Mühlbacher & Sutterlüty, 2019).

Ahora bien, tal como he referenciado, las interpretaciones de los programas sobre las características de los entornos sociales y las posiciones sociales en los que viven los y las jóvenes han sido estudiadas previamente. Sin embargo, menos atención se ha prestado a cómo los y las jóvenes caracterizan ese lugar y cómo explican el modo en que tal configuración afecta sus experiencias, así como la capacidad de tomar decisiones de manera autónoma. Este trabajo busca destacar la perspectiva de los y las jóvenes y, al hacerlo, se inscribe en un proyecto más amplio de visibilización de las experiencias de jóvenes en primera persona, para dar cuenta de las valoraciones, moralidades y usos que hacen de diversos recursos y relaciones, el modo en que se traman en sus biografías y colaboran con procesos de individuación, distinción y jerarquización social en sus entornos (Cozzi, 2019; Chaves et al., 2017; Di Leo, 2019; García & Paulín, 2016). Así, en este trabajo me pregunto: ¿cuáles y cómo son los vínculos e influencias que tienen con las personas con las que se rodean en los barrios en los que residen?, ¿cuáles eligen o evaden y por qué?, ¿con qué modalidades de las prácticas y criterios para la acción habituales en el barrio se sienten a gusto, cuáles les incomodan o sofocan sus deseos de hacer cosas? Las respuestas a estas preguntas pueden contribuir con la comprensión sobre los procesos de autonomización, sus límites y posibilidades.

En Argentina, una fructífera producción antropológica y sociológica ha estudiado la condición juvenil con perspectivas complejas que integran dimensiones estructurales y de agencia. Entre ellas, una da cuenta de la preocupación académica y política sobre las transiciones, desde una perspectiva crítica que cuestiona la linealidad de la propuesta tradicional, y que destaca las marcas de género y la relevancia del arraigo en las trayectorias juveniles (Arancibia et al., 2021); por otro lado, me interesa vincular este trabajo con la invitación a pensar la multidimensionalidad de los procesos de desigualdad en la juventud, atendiendo a los procesos individuales, estructurales e interaccionales (Chaves, 2021).

Dada esta construcción del problema y los antecedentes disponibles para la identificación y descripción de las tramas de relaciones significativas que destacan los y las jóvenes que participan de este estudio, asumo el interés de Veena Das (2012, 2015) en estudiar la vida cotidiana, las situaciones ni excepcionales, ni necesariamente dramáticas. Lo cotidiano no es un conjunto de meras rutinas y mucho menos una serie de comportamientos automáticos; al contrario, la vida cotidiana está plena de decisiones y de gestos e, incluso, es un espacio de lucha por lo nuevo.

La experiencia social (Dubet, 2007) de los y las jóvenes se recuperará a través de las narraciones que hacen de las mismas. Esta reconstrucción busca evidenciar cómo las conductas sociales suponen lidiar con lógicas heterogéneas de acción que provienen de condicionamientos preexistentes y desde allí -y con ellas- se percibe y se actúa en el mundo, con racionalidades y sensibilidades, habilitando una agencia que intrínsecamente es restringida (Evans, 2007). Finalmente, en su carácter relacional, la determinación de la experiencia es interseccional (Crenshaw, 2012). La trama de relaciones no puede advertirse con nitidez sin considerar cómo la edad y el género funcionan como ordenadores burocráticos y reguladores de relaciones de poder, con prescripciones y mandatos específicos (Bourdieu, 1990, Connell, 2003; Mintz, 2008). Las experiencias etarizadas y generizadas tienen relación estrecha con la subjetivación y las identificaciones, tanto respecto de las afinidades como de las diferenciaciones (Hall, 2003).

A partir de este enfoque teórico, y alrededor de las preguntas sobre el lugar de los y las jóvenes y sobre cómo la experiencia social delinea las posibilidades de la autonomía, destaco la dimensión ética de sus prácticas: los valores y criterios que sostienen lo que hacen. Veena Das (2015) refiere a ordinary ethics para enfocar en la dimensión de la vida cotidiana por la cual nos convertimos en sujetos morales y orientamos acciones a diario: pequeños gestos que ponemos en juego para hacer posible la vida con los otros. Este carácter ético no se vincula con algo trascendental ni con una forma totalizadora de la experiencia; no se define a priori. En cada caso se evalúa y se postula que algo es situacionalmente malo o bueno. Por ello, la ética ordinaria tiene mucho más que ver con el hacer de las cosas que con un estado de las cosas, y se vincula con lo que corresponde hacer según las reglas del propio entorno.

Para comprender el lugar desde el cual experimentan la vida cotidiana los y las jóvenes de sectores populares conversamos, entre 2016 y 2018, con varones y mujeres que participan en un programa de inclusión social en un barrio del Gran Buenos Aires. Buscamos identificar y describir algunas de las regulaciones de este entorno social, ponderar sus efectos en su vida cotidiana, tanto como generadoras de tensiones y angustias, como de soportes para la configuración de identificaciones (Castel, 2010; Hall, 2003).

Método

El trabajo de campo3 de donde emergen los datos surge de una investigación desarrollada en Buenos Aires (Argentina), entre 2016 y 2018. Esta procuró construir conocimiento sobre los procesos de regulación social de jóvenes que habitan en territorios empobrecidos, considerando los modos en que las diferentes intervenciones del Estado (sociales, represivas y otras) se traman e interaccionan con redes de sociabilidad cercana (familiares, pares y alrededor de otras fuentes de influencia y recursos materiales y simbólicos). La orientación de la indagación buscó considerar especialmente las perspectivas de los y las jóvenes, para aportar a comprensiones que deshomogeneicen y desesencialicen tanto a las prácticas estatales como a la comunidad en la que viven y en la que se implementan los programas sociales. La investigación supuso un estudio de caso instrumental y múltiple (Stake, 1998), sostenido con técnicas cualitativas a partir de la adopción de la etnografía como enfoque, por ser ideal para centrarse en la perspectiva de los actores, legitimar sus afirmaciones y dar lugar a sus explicaciones y su comprensión del mundo (Achilli, 2005; Guber, 2011).

Los relatos que recupero en este artículo son de jóvenes, varones y mujeres, que participan del programa estatal de inclusión social juvenil Envión,4 que constituyó uno de los casos abordados en la investigación. Este programa se implementa en un centro juvenil municipal en un barrio que aquí llamaré Villa Lapacho.5 El acceso al trabajo de campo 5 en este centro juvenil fue posible por la existencia de relaciones de colaboración previas (vinculadas con acciones de extensión universitaria y otros proyectos de investigación) entre la universidad en la cual me desempeño y el área de políticas de protección y promoción de derechos de niños y adolescentes del gobierno local.

Dados los objetivos de la investigación general, el centro juvenil (como espacio habitual de circulación de jóvenes del Villa Lapacho) fue considerado un punto estratégico para poder vincularnos con quienes son interpelados por políticas de inclusión social juvenil y acceder a sus percepciones sobre las formas de relacionamiento con su entorno. Así, como parte de un trabajo que incluyó finalidades investigativas, pero también de transferencia de conocimientos y capacidades a las políticas locales, realizamos diversos proyectos en el centro juvenil; todos los cuales fueron acrecentando lazos de confianza entre nosotras, la coordinación del centro y también con los y las jóvenes participantes.

Durante 2016 realizamos un taller de género en el que participaron una docena de jóvenes mujeres, en una veintena de encuentros semanales. En 2017 conducimos un curso semanal de promotores juveniles en derechos, certificado por la Universidad de San Martín, en el que participó un grupo mixto de ocho jóvenes. En 2018 coordinamos cinco grupos focales de los que participaron tres varones y cinco mujeres, orientado al tratamiento de diversos temas. Los asuntos abordados en los diversos espacios (problematización de las desigualdades de género, promoción de los derechos de los jóvenes, reflexión y debate sobre las experiencias y biografías juveniles) fueron consensuados entre el equipo de investigadoras de la universidad y la coordinación del centro. En todas las actividades explicitamos a los y las jóvenes nuestro carácter de investigadoras de la universidad en asuntos vinculados a la experiencia juvenil y a las políticas públicas para jóvenes. Así, mientras desarrollábamos los talleres estábamos construyendo datos tanto a partir de observación participante, como de las conversaciones que se daban en estos espacios. En este artículo retomamos especialmente los testimonios que se produjeron en los grupos focales realizados en 2018.

Elegimos realizar grupos focales porque queríamos registrar actitudes, emociones, creencias opiniones, experiencias, evaluaciones, reacciones, consensos y disensos sobre la vida cotidiana de los y las jóvenes y las tramas de relaciones en las que se insertan y con las que interactúan, y a la vez procurábamos encontrar la pluralidad de perspectivas que pueden surgir en la interacción en la conversación, sobre todo para advertir temáticas y posiciones que no estaban explícitas con anterioridad a la discusión (Marradi et al., 2007).

Para contextualizar los datos es preciso describir que el barrio Villa Lapacho está en un municipio ubicado en el primer cordón del área metropolitana de Buenos Aires. Es el cuarto distrito más densamente poblado del Gran Buenos Aires (7544.62 hab./km²), el décimo en magnitud poblacional y el primero en porcentaje de territorio ocupado por villas. Hasta los años noventa concentraba una parte importante de las industrias del área metropolitana; pero el cierre de la mayoría de ellas marcó un aumento de la desocupación y la informalización de la economía. A partir de 2005, la reactivación económica permitió la reversión de algunos de estos procesos y la reincoporación de muchos adultos cabeza de familia, de Villa Lapacho y otros barrios, al mercado de trabajo formal, aunque en posiciones de baja calificación (Llobet, 2020). A su fragilidad económica se suma una conflictividad penal juvenil alta que, en parte, se traduce en elevadas tasas de encarcelamiento juvenil (Medan et al., 2019).

Villa Lapacho tiene nueve manzanas y está compuesto mayoritariamente de viviendas precarias. En 2012, políticas de urbanización lo dotaron de calles con iluminación y provisión de energía eléctrica y agua corriente. En el barrio no hay organizaciones políticas, solo sociales o estatales: cuatro iglesias evangélicas, una escuela primaria, el centro de salud y el centro juvenil. Tampoco hay bandas criminales, aunque la estigmatización persiste por haberlas alojado hace años. En la actualidad, el delito toma la forma de refugio de autopartes robadas y pequeñas puestos de expendio de droga. Según la información que los y las jóvenes proveyeron, la policía no entra al barrio por una diversidad de razones; solo llega hasta sus fronteras donde es capaz de hostigarlos.

Los y las jóvenes cuyos relatos se recuperan en este artículo representan al grupo más participativo del centro juvenil. Es posible inferir que sus niveles educativos, de ingresos en el hogar y de estabilidad en la composición familiar sean de los más altos dentro de la totalidad de los jóvenes que participan del centro. Es de esperar que para la media de los y las jóvenes del barrio los constreñimientos cotidianos sean mayores, y menores también los márgenes de libertad y de decisión propia. No obstante, tal como reconstruye Llobet (2020) para el mismo espacio, la gran mayoría de los y las jóvenes que participan en el centro juvenil de Villa Lapacho no han sido trabajadores tempranos, sino que han entrado y salido del mercado laboral a partir de la finalización o interrupción de la escolarización media. Sus incursiones laborales buscan tanto solventar ingresos económicos como configurar los primeros pasos de una carrera laboral. La población que asiste al centro juvenil no se caracteriza por tener prácticas delictivas, y en los casos en los que sí sucede, solo en una pequeña proporción han entrado en los circuitos de la justicia penal juvenil. Casi la totalidad habita en viviendas familiares y, en similar proporción, se trata de hogares monoparentales o con presencia de madre y padre.

Los y las jóvenes que participaron de los grupos focales analizados fueron invitados a la actividad por el coordinador del centro, tal como habitualmente sucedía. En efecto, al iniciarse una nueva actividad (ya fuera un taller de formación en derechos humanos, de peluquería o de artes), el coordinador invitaba especialmente a ciertos jóvenes a que se sumaran a dichas actividades por considerar que podrían estar interesados en la propuesta en particular. Más allá de dicha invitación personalizada, el espacio en cuestión estaba abierto a cualquier participante, y los y las jóvenes podían sumarse o dejar la actividad en cualquier momento sin ninguna penalidad.

En este sentido, la inclusión de los y las jóvenes en las dinámicas que propusimos, por ejemplo, en los grupos focales, constituyó un proceso de participación invitada (Cornwall, 2002); como tal, está condicionada por relaciones de poder que deben ser tenidas en cuenta, en este caso, entre el coordinador que incita a la participación y los y las jóvenes que responden a ella. Si bien ellos y ellas pueden decidir si asisten o no a los espacios a los que son convocados, lo cierto es que parte de la incorporación a los programas sociales requiere de ellos y ellas que participen activamente de ciertos espacios institucionales; además, tal como señalo más adelante, opera el efecto de la reciprocidad entre jóvenes y coordinador.

No obstante esta consideración sobre la producción de los datos, y lo genuino o no de la voluntad de los y las jóvenes en participar en los grupos focales u otros espacios, ellos y ellas negocian implícitamente el carácter de su participación (sobre todo en espacios en los que se espera que se expresen verbalmente sobre sus experiencias y trayectorias): pueden estar en la actividad en cuestión, pero en silencio, evitando la interpelación institucional, como parte de repertorios de resistencia que pueden tomar lugar en estos contextos (MacLure et al., 2010).

Los datos fueron codificados y analizados con apoyo del software ATLAS.ti (versión 8), siguiendo el análisis de contenido cualitativo de redes de sentido, centrado en la ubicación relativa de ciertos componentes del texto, resaltando su entramado en redes léxicas ideológicamente significativas. A su vez, el análisis va más allá de sus elementos manifiestos, al considerar el contenido latente y el contexto en el que se inscribe determinado texto (Andréu, 2002).

Resultados

Enfocar en la experiencia cotidiana de jóvenes de sectores populares supuso que, al atravesar cualquiera de los temas, habláramos del barrio. Este es el espacio central de su experiencia: allí viven, de allí son sus amigos y amigas, allí consiguen sus primeros trabajos, allí van a la escuela, pasan su tiempo libre, consiguen diversos recursos, así como también ahí es el contacto con instituciones y diversas organizaciones (Arancibia et al., 2021; Di Leo & Camarotti, 2017; Hernández et al., 2015).

De las conversaciones con los y las jóvenes se destacaron algunas tramas de relaciones que marcan sus experiencias cotidianas y que hablan de ese lugar (simbólico, social, relacional y físico) que habitan. En este trabajo se destaca, en primer lugar, una trama marcada por la tensión generacional relativa a la autoridad familiar. En segundo lugar, me detengo en lo que englobo como las miradas de los otros; se trata de literales miradas e influencias que constituyen tanto escollos en su experiencia cotidiana como soportes o fuentes de estímulo a partir de las cuales encontrar y reforzar posiciones e identificaciones.

Relaciones intergeneracionales: disputas sobre la autoridad y género

Cuando hablamos con los y las jóvenes de la vida cotidiana y de las decisiones que toman por sí mismos, se destacaron figuras familiares (usualmente las madres) y la tensión que se produce cuando quieren salir de la casa. El mundo propio -fuera del dominio familiar- está afuera de la casa: es la calle, es la casa de amigos o parientes, es el centro juvenil, los lugares donde se hacen los bailes y aquellos donde se juega a la pelota. El acceso a ese mundo propio está en efervescente negociación con las familias. Es una negociación que acarrea la lucha por la autonomía (en el sentido de poder decidir por sí mismos) en una tensión de poder intergeneracional, atravesada también por el cuidado que ellos y ellas entienden que sus padres quieren dispensarles.

Mujer. -Para mí es como algo dividido, porque por ahí que tu mamá te cuide para la madre está bien, pero para nosotros que somos jóvenes es como que…, es muy sobreprotectora; es como que es muy pesada y por ahí no nos damos cuenta de que nos quieren hacer un bien.

Mujer. -Cuando salís. Pero igual, yo la entiendo, porque yo creo que también cuando sea grande y tenga mis hijos me voy a preocupar así. Pero no le hago caso; se lo tendría que hacer.

Los chicos y las chicas quieren salir, pero a las madres les preocupa lo que les pueda pasar. «Los peligros de la calle», dice uno de los chicos. «Claro, la droga, todo eso», «Que no andés mucho por la calle, que te pueden confundir», dicen otros varones. «Las amistades…», acota una chica. «La junta. Hay gente que hace algo malo y otra gente que no hace nada, pero en la noche, para la policía somos todos iguales», amplía un chico.

Ellos y ellas señalan que para los varones el problema es el hostigamiento de la policía, aunque no estén haciendo nada ilegal, mientras que para las mujeres el que puedan ser abusadas o atacadas sexualmente. Así, las preocupaciones de sus madres y padres son legitimadas y comprendidas como formas de cuidado. No obstante, se generan tensiones. Para cuidarlos de esas potenciales situaciones, los padres y las madres les pegan o los encierran. Las chicas describieron: «A mí me encerraron en el baño». «Sí, lo peor es que te encierren», «O te amenazaban, y vos tenías miedo porque eras chiquito, ahora es como que ya te enfrentás, como que te da igual». «Te podían amenazar con que te podían sacar el celular», «O que no ibas a estar con tus amigos o cosas así», afirmaron.

Ante esas situaciones, una de las chicas expresó que lloraba y gritaba para que le sacaron el castigo. «Yo me escapaba», rememoró uno de los varones. «Con las lágrimas o golpeando algo, hasta que la otra persona se canse y te diga "Bueno"…» Las chicas también recordaron situaciones: «Yo le decía a mi mamá que era mala y que no la quería». Otra acotó: «Mi papá me llamaba cuando me iba de casa y yo le contaba. Porque yo me peleaba mucho con mi mamá. Igual, esa vez que me fui; me fui porque me peleé como nunca».

Las soluciones que los y las jóvenes dan a estas tensiones familiares tienen que ver con el espacio: acotarlo o ampliarlo es una marca de la propia decisión. En algunas situaciones de inminente confrontación con padres o madres, la decisión puede implicar no reaccionar ante el enojo, reto o castigo, y esperar que el tiempo pase y los acontecimientos se decanten por sí solos. «Si te vas a poner a discutir, no tiene sentido, porque vos sabés que igual no vas a hacerles caso», explicó uno de los chicos y otros acordaron que muchas veces evitaban las peleas. «Yo me voy», dijo uno de los varones. «Sí, mejor no contestar, porque, si no, me voy a las piñas», clarificó una de las chicas. Al volver a la casa, habitualmente, la situación ya está tranquila.

A veces, la relación con los padres y las madres se cuida, evitando escalar el conflicto. También la decisión puede implicar no contarles ciertas cosas para protegerlos de mayores preocupaciones.

A su vez, la condición de género marca diferencialmente la relación con los padres y las madres y sus efectos en la vida cotidiana. Chicas y varones asumen que sobre ellas hay más control y restricciones; además, que lo sufren, en parte por estar expuestas a lo que consideran mayores peligros, pero también el sentimiento surge en comparación con los menores controles que hay sobre los varones: no tanto porque para ellos haya menos riesgos, sino porque obedecen menos los límites. Además, ellas se sienten sofocadas por la carga de responsabilidades del trabajo doméstico. Aunque se resisten, muchas veces no pueden evitarla y ello condiciona su libertad, frente a mayores permisos y tiempo libre que gozan los varones. Eso incrementa la tensión con los padres y las madres, pero no con sus pares varones. Una de las chicas argumentó:

Yo estaba muy en contra de eso de cuidar a tus hermanos. No me gustaba a mí. Yo decía: "Para qué tengo a mi mamá que cuida a mis hermanos, por qué me mandaban a mí". Por ahí yo quería salir y no, ella me dejaba a cuidar a mis hermanos. Y yo me reenojaba, porque encima mi hermanito me seguía a mí. ¡Yo me encerré en el baño!

Este intercambio sucedió en uno de los grupos focales cuando discutíamos sobre las posibilidades de decidir cuándo y a dónde salir. Unas semanas más tarde, cuando en el último grupo focal del ciclo poníamos en común la síntesis de las conversaciones, resultó que los hermanos solo aparecían en sus experiencias y percepciones como una «carga». «Una carga negativa» agregó una de las chicas, y explicó:

Por ejemplo, Cami hoy no pudo venir porque tiene que cuidar a sus sobrinitos. ¡No, pará! La madre de los nenes empezó a trabajar, y como la acompañó la hermana, también le dejó los hijos a Cami. Y a mí me parece que está mal eso, por más que sean hijos de tu hermana o tus sobrinos.

La valoración de la situación incluía una sensación de injusticia (propia de relaciones etarias desiguales y mandatos de género) respecto de las decisiones que otros miembros de las familias toman sobre el uso del tiempo propio; decisiones que restringen las posibilidades de los y las jóvenes de hacer lo que les gusta, como, por ejemplo, estar en el centro juvenil.

Las miradas de los otros

La tensión generacional y la sumisión o el desafío -por confrontación o evasión- a la autoridad parental marca las experiencias de los chicos y de las chicas como parte del proceso de ampliación de autonomía. Pero la mirada de los padres o de las madres no es la única con la que tienen que lidiar. En las conversaciones se aludió reiteradamente a las «miradas de los otros»: pares y, sobre todo, vecinos y vecinas más grandes. Estas miradas ponen en escena la influencia de otros en la vida cotidiana, en la toma decisiones más deliberadas y en el fluir de la convivencia social.

Aunque la discriminación proveniente de instituciones de salud, de educación y de la policía fue mencionada, los y las jóvenes destacaron lo pernicioso de las miradas de vecinos y vecinas más grandes que terminan en chismes. Fonseca (2000) recupera la importancia de los chismes en la vida en los barrios populares como un recurso habitual en la red de intercambios simbólicos, especialmente para atentar contra la reputación de otros:

Mujer. -Yo me junto con gente que, por ahí, no hace las cosas bien y las otras personas me ven que estoy con ellos, por ahí no estoy haciendo nada, estamos ahí hablando, qué sé yo, y pasa un vecino y te ve, y ya de chusma6 va y le cuenta a mi mamá [risas]. O sea, eso es lo que tiene de malo el barrio.

Mujer. -Son todos chusmas.

Hombre. -Sí, mal.

Mujer. -Una vez, por culpa de un chusma, me pasó que me peleé con mi papá. Era chica, tenía 16, 17, y empecé a andar con mi primer novio y me vio un vecino y le dijo a mi papá y ahí me peleé.

Mujer. -Pero lo peor es que no le cuentan solamente lo que ven, porque ya empiezan a contar cualquier cosa. «Es la segunda vez que los veo», y por ahí es la primera vez o de casualidad te encontraste con alguien y hablaste y ya van y le cuentan a tu mamá y es como que te hacen mala fama, te inventan un hijo, todo [risas].

Hombre. -Capaz que dicen A y después de A ya dicen B, y de B dicen A, B, C y D y todo así.

Hombre. -Por eso no tiene nada de bueno [el barrio]. No podés andar tranquilo.

Hombre. - Dicen que andás robando, cualquier cosa, y es mentira, o que te drogás.

En relación a los efectos, los chismes molestan a todos, pero son las chicas quienes enfatizan que a veces les producen angustia y les impiden hacer las cosas como querrían: hacer uso del espacio público del barrio, besarse con alguien en la calle, vestirse de cierta manera, compartir un rato con algún amigo o conocido que ha tenido problemas con las drogas o con el delito o estar en una esquina sin hacer nada.

Un efecto significativo de los chismes es que cuando llegan a oídos de madres y padres generan cortocircuitos, y allí nuevamente aumenta la tensión familiar. En general, los y las jóvenes no se ocupan de desmentirlos o aclararlos. Si el comentario se convierte en un problema grave, como en otros conflictos, evaden la situación, encerrándose en sus habitaciones cuando pueden o yéndose de la casa un rato. «Que crean lo que quieran», dice uno de los chicos sobre sus padres, a lo que otra chica acota: «Le decís tu parte y si te quiere creer, bien, si no, ¿qué podés hacer? Nada». «Te cansás de explicar. O a veces les creen más a los demás que a vos mismo», comenta uno de los varones.

Los y las jóvenes no están interesados en transformar la opinión de sus madres y padres porque no se sienten legitimados por ellas y ellos. A partir de sus testimonios toma forma un diálogo familiar que, al menos en ciertos pasajes, está interrumpido.

Las miradas que producen identificaciones

Mientras evitan confrontar o neutralizar ciertos chismes y sus efectos, existen otras miradas y palabras que no se dejan pasar y ante las cuales consideran que deben reaccionar. En los partidos de fútbol, en los bailes o simplemente en cualquier momento una mala mirada puede iniciar una fuerte pelea entre jóvenes, grupos o familias. Ante estas situaciones la reacción es un gesto que busca proteger y defender a otros y construir la propia posición (incluso defender a la propia familia con la que en otras circunstancias se confronta). La situación, que es relacional, determina el tipo de gesto que corresponde hacer. En uno de los talleres con jóvenes en los que hablábamos de las dinámicas de relacionamiento en el barrio, el coordinador del centro juvenil, describió:

A veces surge un conflicto entre dos chicos que están haciendo esquina, que por ahí andan bardeando,7 «Porque te quedaste con una parte de no sé qué» o algún problema entre 7 ellos en la misma esquina o con jóvenes de otra esquina. Comienza la pelea verbal, se amenazan con armas, las sacan y sus respectivas familias -que por ahí no andan en la misma dinámica que ellos- terminan confrontando porque hay que saltar a defenderlos.

Al comentar cómo surgían las peleas en el barrio y este rol de defensa del propio grupo, otro de los jóvenes explicó: «Hay familias que se miran con mala cara todo el año entre ellos, pero si de repente surge un problema y una pelea con otra familia, de repente aparecen todos, como desde abajo de la tierra, ¡como cucarachas!, para defender a los propios». Para él esa reacción es lógica. «Aunque en mi familia no somos muchos, no te dejás pisotear por cualquiera. (Mis familiares) están siempre listos para pararse de manos si nos patotean».

En una línea similar, una de las chicas, Guadalupe, relató una situación que destacó como relativamente habitual: en un baile estaba hablando con un chico y la novia de ese chico la empujó. Ante el primer empujón, ella pensó que era sin querer, pero cuando la volvió a empujar, Guadalupe la encaró y en seguida las amigas de las dos se involucraron. Su amiga encaró a la chica del conflicto diciéndole «Te hacés la mala con Guada, que es chiquita, con otras más grandotas, te achicás».

Lidiar con las «malas juntas»

Cuando hablábamos sobre las relaciones con otras personas del barrio y el modo en que podían influenciar sus acciones, los y las jóvenes se refirieron a las «malas juntas», surgiendo un debate respecto a cómo gestionarlas. Cuando una de las jóvenes señaló la posibilidad de juntarse con «gente que te hace mal», uno de los chicos la increpó y se produjo este intercambio:

Hombre. -¿Pero para qué te vas a juntar con mala gente que te hace mal? Eso tenés que pensarlo vos.

Mujer. -No, pero algunos con la edad que tenemos…

Hombre. -No, pero yo me junto con gente mala y no me hace mal a mí.

Hombre. -Y él no hace mal. Porque si uno hace algo malo, ¿vos por qué lo vas a hacer si vos no querés?

Hombre. -Claro.

Mujer. -A veces lo hacés solamente para…

Hombre. -Porque te dicen un par de cosas malas… No tiene nada que ver. Uno sabe lo que hace.

Las chicas estaban tratando de expresar que, en ocasiones, no es tan simple manejar las relaciones y las influencias de otras personas. Casi como contestando a la propuesta que suelen hacer los programas sociales ante la gestión de las «malas juntas» (Haney, 2010; Mancini, 2015; Medan, 2012; Nebra, 2020), las chicas sostenían que no alcanza con voluntad y racionalidad. Al avanzar el debate, ellos y ellas presentaban otra dimensión relevante en esa gestión: no es fácil distanciarse de personas perjudiciales en el barrio. Mientras advierten que pueden traerles malas influencias, se juntan con aquellas personas porque las ven todos los días.

Ahora bien, aunque la cercanía física es inevitable, los varones sostienen que puede contrarrestarse con distancia social. «Si querés, lo evitás», planteaba uno de los varones. Para las chicas, esa posibilidad es más esquiva. Por un lado, porque rechazar a alguien del barrio «queda mal, no podés no darle bola», pero, por otro lado, porque algunas personas «son falsas, se hacen las amigas, y no te das cuenta». Así, respecto de distanciarse de ciertas influencias, una de las chicas fue categórica: «Es recontraredifícil [sic], porque vos querés, vos querés y no podés. Porque ponele que esa persona comienza a aparecer otra vez y te molesta. Por ahí es tu amigo y le decís "No me quiero juntar más con vos ", pero es difícil.» En ese punto, uno de los varones le insistió:

Hombre. -¿Pero quién te lo dice? Nadie. Te dejás de juntar y listo.

Mujer. -Bueno, pero si te lo cruzás todo el tiempo porque para en tu misma esquina o porque va a tu misma escuela...

Hombre. -Hacés como que no pasa nada.

Mujer. -Empezás no saludándolo más [risas].

Mujer. -Sí, pero no…

Mujer. -Tampoco tan directo.

Mujer. -Claro. No es que si vos estás en la calle y él viene de frente y vos hacés como que no lo ves. Creo que…, por lo menos yo, aunque sea lo saludo. Y por ahí, si me habla, le digo «Ay, estoy apurada», pero no es así de una.

Mientras avanzaban nuestras charlas sobre cómo otras personas pueden influenciar las acciones propias, se reforzaban las posiciones autosuficientes e individualizantes de los varones. La propia decisión, el propio riesgo, la capacidad de resolver y la responsabilidad sobre los aciertos y las fallas estaba a cargo de ellos o de quien accionara. En ocasiones, las mujeres también asumían esta posición, pero de un modo menos radical.

¿Alguna vez alguien los incitó a hacer algo que no querían?

Hombre. -No.

Mujer. -No.

Hombre. -No.

Hombre. -Nadie tiene la culpa de lo que el otro hace. No le podés echar la culpa a otro de que te lleve por mal camino; es tu decisión.

¿Es tu decisión siempre?

Hombre. -Sí, siempre.

Hombre. -Por más que el otro te diga un par de cosas, que vamos (a robar), que por qué no vas…, es tu decisión.

Hombre. -Y si lo que hacés es algo que está bueno y te preguntan, decís «Lo pensé yo solo».

¿Y por qué no se puede reconocer que alguien te dio consejos o que te ayudó?

Hombre. -El orgullo de uno, no sé. Sí, el orgullo de uno.

En uno de los encuentros discutíamos a partir de la historia hipotética de Horacio, un joven que, tras diversos intentos por dejar de robar y encontrar un trabajo legal, volvía a cometer delitos influenciado por sus amigos. Al apreciar la historia y ponderar el entorno de Horacio, los varones se mantuvieron firmes en su posición respecto de la responsabilidad del joven: «Los obstáculos te los ponés vos solo. Si vos querés, hacés las cosas bien». Respecto de la experiencia fallida de Horacio con la inserción laboral, uno de ellos enfatizó: «Si vos tenés ganas de trabajar, te van a llamar; si vos vas a tirar un curriculum con mala onda, no tenés ganas de trabajar. Si yo tengo ganas de trabajar voy a tirar curriculums [sic] a veinte o treinta fábricas y ahí una me llama».

Una de las chicas, en desacuerdo con esa posición, se refirió a los prejuicios que pueden circular en el barrio y que pueden afectar las intenciones de los jóvenes que quieren hacer las cosas «bien»:

Ponele, si vos querés conseguir trabajo en una fábrica en tu barrio, y el que te va a contratar le dice a otro vecino: «Vino este chico y no sé, tiene cara de bueno, qué sé yo, parece que pasa necesidades». Y el vecino le dice: «No lo tomes, porque él es chorro, porque él estuvo en malas cosas». Entonces, el que te va a contratar va a dudar y no te va a aceptar.

Otra de las chicas coincidió y amplió la explicación: «Eso también te hace ir por malos caminos. Por ahí uno está decidido a seguir adelante, como Horacio que decía "Voy al colegio", pero iba dos días y después dejaba quizás porque las maestras lo miraban raro…». En el intercambio de opiniones, las mujeres ponían más énfasis en considerar el impacto de procesos de estigmatización y discriminación social que los varones.

Apoyos recibidos y dispensados

Al conversar sobre miradas o figuras en las que se apoyan a la hora de tomar decisiones y, en general, vivir la vida, nuevamente, el género matiza estas percepciones.

Y ustedes, cuando tienen que tomar decisiones de las cosas que hacen todos los días, ¿en quién se apoyan?

Hombre. -En nadie, en nosotros.

Mujer. -Depende de qué.

Mujer. -Yo con mi mamá.

Mujer. -Que me diga lo que piensa a ver si le parece que está bien o está mal.

Hombre. -Con nadie.

Mientras las chicas nombran a sus mamás, otras mujeres adultas o amigas coetáneas, los varones no piden ayuda y enfatizan que «de sus cosas» no hablan con nadie. La mirada que les importa es la propia, y se rigen por unos criterios que los desmarcan de las influencias externas.

Ahora bien, si antes encontramos que se considera correcto actuar en nombre de otros para brindar protección o apoyo (como en las peleas en los bailes o en el fútbol), hay ciertas circunstancias en la que la intervención debe ser cuidadosamente modulada. Cuando les propusimos imaginar qué harían al advertir que un amigo está teniendo un consumo excesivo de drogas o alcohol, las opiniones también se dividieron:

Mujer. -Le hablás.

Hombre. -Nada, ni me interesa.

Hombre. -Le doy un consejo para que deje de hacer eso.

Hombre. -Le hablás, pero no le podés hablar estando en ese estado; tiene que estar consciente, y capaz que consciente lo entiende y después a la noche ya está en lo mismo, así que ya te cansa.

Avisar del problema del amigo a su madre o a algún familiar que pudiera interceder era una acción posible para algunas de las chicas, pero fue mayormente denegada por ellas y ellos.

Hombre. -No, eso no.

Mujer. -No, porque después cuando esté consciente va a decir «Vos me retraicionaste».

Mujer. -Yo, si le tengo que decir a la madre, le digo, porque si es por su bien se lo digo, obvio.

Hombre. -Pero la otra persona piensa que lo ensuciás más y más, como que te metés. Hombre. - ¿Y quién queda mal? El que lo habló.

Esa distancia en la implicación vincular que puede interpretarse a partir de lo que cuentan, especialmente los varones, cuando se refiere a las relaciones con sus amigos, es valorada como una forma de respeto; no se trata de desatención. Ante ciertas circunstancias, no entrometerse es un gesto ético hacia el otro y de protección hacia uno mismo. Acompañar a un amigo en problemas puede implicar, justamente, evitar el tema ríspido y pasar juntos el rato distrayéndose. Las mujeres, frente a estos casos, coincidieron en que el sentimiento de traición puede aflorar, pero ante ello es preciso buscar estrategias para ayudar al otro sin dañar su honor. Así, las formas de entender el cuidado y la protección hacia otros de parte de los y las jóvenes tiene matices y marcas de género.

En general, en las conversaciones las mujeres se reconocían más afectas a pedir y recibir ayuda de parte de otras mujeres. También, agentes estatales -como los del centro juvenil o de la escuela- pueden ocupar un lugar significativo de referencia al demostrar empatía y comprensión hacia los y las jóvenes. Aunque durante nuestro trabajo de campo los varones se mostraron esquivos a señalar figuras en las cuales apoyarse, se plegaron a las chicas en su valoración positiva sobre el coordinador del centro juvenil. Él representa el caso de esas miradas que están atentas a los humores y pesares juveniles, acompañan y, cuando es preciso, retan «bien». Allí, esa atención sobre sus comportamientos es entendida, no como control, sino como cuidado:

Hombre. -Gus (el coordinador) es repiolita. Podés hablar cualquier cosa.

Mujer. -Te genera confianza.

Hombre. -Nunca te trata mal; siempre está con una sonrisa.

Mujer. -Es verdad, eso te da confianza, que una persona tenga así como… Vos le cuentes algo y tenga una sonrisa; eso te da confianza, porque por ahí hay otros que vos les contás…

Hombre. -Y empiezan a chusmear.

Mujer. - Él ya viene y te contiene y te dice «¿Qué te está pasando?» Ya se da cuenta cuando una persona está mal.

Esas miradas como las que encuentran en el centro juvenil merecen reciprocidad en los gestos: a esas figuras no hay que defraudarlas. Por eso, por ejemplo, hay que participar de las actividades que propone el coordinador o hacer el esfuerzo de rendir un examen en la escuela, si hubo personal docente preocupado por ayudarlos para que puedan cumplir el objetivo.

Discusión

Al retomar las preguntas planteadas en la introducción sobre cómo es ese lugar en el que están posicionados y qué relaciones desde allí se experimentan, los testimonios de los y las jóvenes dan cuenta de su reflexividad y de su agencia. Perseveran en mostrar claridad en sus valores y criterios de acción. Esta afirmación no supone ocluir sus contradicciones o asumir una sistematicidad y coherencia en las prácticas, pero sí busca destacar los posicionamientos juveniles frente a las representaciones institucionales que, en no pocas circunstancias, los colocan como sujetos sin valores o incapaces de seguir normas.

La autoridad parental discutida

Una de las relaciones -entendida como regulación- que se destaca es la familiar, especialmente con los padres y las madres. Así, la familia resulta tanto fuente de identificación y protección, como seno de conflictividades y violencias (Paulin et al., 2018). Tal como han señalado otras colegas respecto de cómo los usos del espacio y el tiempo establecen jerarquías (Hernández et al., 2015), los y las jóvenes discuten la autoridad parental mediante la confrontación y la evasión, produciendo un diálogo entrecortado. Así, la casa familiar de los jóvenes con los que trabajamos no es destacada, necesariamente, como el lugar seguro que caracterizan otros estudios, los cuales la comparan con la inseguridad presente en «la calle» (Savegnago, 2020).

Sin embargo, también encontramos que los y las jóvenes no solo impugnan aspectos de las relaciones familiares dentro del hogar, sino que reconstruyen la relación con sus padres o madres o neutralizan sus pasajes conflictivos. Por un lado, porque las preocupaciones de los padres y las madres sobre los peligros del barrio conllevan restricciones hacia los y las jóvenes que son validadas por estos últimos. En ese sentido, mientras asumen como una forma de violencia el hecho de que los encierren, entienden estos límites como formas de cuidado. Por otro lado, ciertos gestos cotidianos en la tramitación de los conflictos (especialmente no confrontar verbalmente o salir de la escena encerrándose o escapándose) son elegidos cuidadosamente porque, al mismo tiempo que desafían la autoridad, permiten que el paso del tiempo o el distanciamiento físico amaine los malestares. Así, estos conflictos pueden ser leídos como una versión micro de los puntos cotidianos de desestabilización hallados por Di Leo y Camarotti (2017), propios de las relaciones de poder intergeneracionales (Bourdieu, 1990). En cualquier caso, estas gestiones están orientadas por valores y posicionamientos. Son acciones que parecen comunes por su frecuencia pero que poco tienen que ver con lo mecánico (Das, 2015); al contrario, se encaran como formas de mantener o reparar las relaciones con los otros, y manejar esa delicada balanza en la que negocian las libertades disponibles para su momento en el ciclo vital y su lugar en la casa familiar.

El detenimiento sobre la relación entre los y las jóvenes y las familias resulta relevante especialmente en relación a los supuestos que vertebran las políticas públicas. La familia es un actor central en la construcción social de la conflictividad juvenil y en su tratamiento administrativo y judicial. En las políticas sociales y penales la familia es considerada la causa de los problemas adolescentes y sobre ella -especialmente sobre las madres- se concentran directa e indirectamente las intervenciones (Calquín et al., 2022). Asimismo, la familia también es señalada como la responsable de apartar a sus hijos o hijas del delito (Medan et al., 2019, Villalta, 2010). Estas intervenciones asumen un tipo de autoridad familiar que, según los hallazgos aquí presentados, no se verifica en la experiencia situada, etaria y generizada de varones y mujeres jóvenes. La evidencia acerca del conflictivo o evasivo modo en que los y las jóvenes se relacionan habitualmente con sus familias -como una marca de edad y diferencialmente según género-, parece un aspecto eludido en las interpretaciones estatales que gestionan la conflictividad penal juvenil. A partir de los datos resulta necesario sopesar el rol de la autoridad familiar en los procesos de desistimiento del delito y, eventualmente, considerar las características que tienen otras figuras que los y las jóvenes destacan como significativas y referentes.

La vida con otros y el exacto calibre de los tiempos y espacios

Otras relaciones marcan la vida cotidiana de los y las jóvenes. A partir de cómo describen las que mantienen con sus pares se advierte que los comportamientos están regidos por criterios y moralidades que ellos y ellas señalan con claridad.

La amistad y la empatía encuentran expresiones diversas según las circunstancias, y esa variabilidad no es aleatoria. El manejo preciso de las distancias, el calibre exacto de los tiempos (Das, 2012) y sus implicancias son valores que los chicos y las chicas destacan para mantener y reforzar esas relaciones. El modo en que justifican el involucramiento en una pelea en un baile corresponde con lo que otras colegas han encontrado en situaciones de conflictos más agudos (Cozzi, 2019) y tienen sintonía con lo sostenido por Llobet (2020) sobre los vínculos entre las formas de cuidado y violencia. Estas formas de relacionamiento no deberían ser solo leídas en clave de construcción de respeto u honor, o de imposición de poder frente a otro grupo, sino también como formas de solidaridad, compañerismo y empatía. Cuando median estas justificaciones para las acciones, estas situaciones de enfrentamiento entre pares o entre familias en el barrio no se viven, en general, con pesar. Este tipo de prácticas es algo que los programas de inclusión suele tratar de transformar (Medan, 2017). Para los jóvenes estas reacciones son deberes morales propios de las relaciones de afinidad, filiación o amistad. En la calle o en el baile, meterse para responder a la interpelación que no fue dirigida a un mismo, sino a un amigo, amiga o pariente, forma parte de lo que corresponde hacer y lo narran con orgullo. Tal como señala Fonseca (2000, p. 7), ello supone pertenecer a un código de interacción, donde hacer lo que se debe hacer es negociado como «el bien simbólico fundamental del intercambio». A diferencia de otros conflictos (como, por ejemplo, los que mantienen con los padres o las madres) en estos casos sí es preciso reaccionar. Lo es para ganarse el respeto -capital central en los barrios populares- y construir identidad propia o grupal. La resolución es aquí y ahora, y no hay distancia o tiempo que amaine el conflicto.

Al contrario, la implicación en un problema personal, como el consumo problemático de drogas o de alcohol, no se gestiona del mismo modo; los y las jóvenes evitan errores que hieran el honor de sus amigos y amigas, así como el propio.

Así, en relación a los procesos de individuación, el clásico trabajo de Stuart Hall (2003) sostiene que la mirada de los otros resulta clave: se vincula con la diferencia y también con el reconocimiento de los otros hacia uno mismo, y de uno como parte de un colectivo. Como señalé, los «otros» de las miradas son los que ayudan y también los que complican la vida cotidiana. Resulta relevante atender a las «miradas» y darles jerarquía dentro de la identificación de las múltiples regulaciones que inciden en la vida juvenil porque, si bien son reconocidas en las preocupaciones de la política pública, su gestión es simplificada: para las propuestas institucionales se trata de que los chicos y las chicas aprendan a repeler su influencia como parte de sus procesos de transformación subjetiva (Fernández, 2020; Mancini, 2015; Medan, 2017; Nebra, 2020).

Desde mi postura, el panorama es más complejo de cara a la gestión de las miradas de los otros. Ellas, por nimias que parezcan, tienen conexión con fenómenos que pueden trastocar las biografías juveniles de un modo dramático (Di Marco, 2022). En efecto, vale considerar que la mayoría de las muertes de jóvenes varones son por causas externas (riñas, enfrentamientos entre pares, broncas), y que, de estas, una gran parte sucede por conflictos entre sujetos que se conocen.8 Asimismo, muchas situaciones que no tienen desenlaces irreparables, pero que judicializadas pueden provocar la privación de libertad, son motivadas por problemas entre jóvenes que se conocen y que conviven en un mismo barrio (Medan et al., 2019) o que asisten a una misma escuela. En efecto, la literatura ha señalado que las «malas miradas» entre pares son un eje central de los conflictos en las escuelas (di Napoli, 2018). Las «malas juntas» y las miradas estigmatizadoras de vecinos y vecinas son un obstáculo que el barrio presenta para estar «tranquilos» o para hacer las cosas que tienen ganas. Así, el barrio es un soporte estigmatizante (Paulin et al., 2018). Pero tal como destacan los y las jóvenes del estudio, las miradas nocivas no son solo las de los pares, sino las de los adultos, quienes desde una posición de mayor poder en clave etaria juzgan moralmente sus comportamientos.

Para ellos y ellas, la cercanía física con la que se vive en el barrio es el factor determinante en estos malestares. Mientras usar el espacio estratégicamente es una forma para afrontar los problemas (aislarse, escaparse), el espacio nunca parece suficiente; es difícil dar un paso sin que alguien esté mirando. Vale preguntarse si la apelación de los programas a que «aprendan a pararse en otro lugar» -en tanto posición subjetiva que les permita repeler esas miradas- no asume un anonimato que parece inimaginable en el acotado espacio del barrio, que se suma al hacinamiento de los hogares y la falta de distancia con las viviendas contiguas (Fonseca, 2000; Hernández et al., 2015). La transformación subjetiva que esperan los programas sociales tiene condicionantes estructurales que son difíciles de sortear para los y las jóvenes.

A partir de usos específicos del tiempo y del espacio, los y las jóvenes construyen posiciones e identificaciones, revisan formas de autoridad, afianzan redes de solidaridad o independencia y, en última instancia, procesan la edad social conflictivamente (Hernández et al., 2015). Para contribuir a los hallazgos de Di Leo y Camarotti (2017) respecto de los procesos de vulnerabilidad y estabilización, sostengo que de este modo configuran no solo las condiciones de las transiciones posibles de cara al futuro, sino las formas disponibles de ser jóvenes y acceder a lugares de reconocimiento en el presente.

La interpelación de los programas sociales a poder «pararse en otro lugar» se vincula con el espacio y con el futuro, como una temporalidad que debe ser anticipada y diseñada en el «proyecto de vida autónomo» (Medan, 2017). Si bien coincido con Di Leo (2019) en que esos escenarios institucionales suministran soportes, también caracterizan las dinámicas barriales como peligrosas y, así, en parte deslegitiman los marcos de referencia y pertenencia de los y las jóvenes. Los datos analizados muestran que parte de estas dinámicas barriales que los programas quieren transformar no son marcas de lo intempestivo o irracional de los y las jóvenes, sino estrategias para posicionarse y vivir con otros; estrategias que tienen sus normas, justificaciones, moralidades, así como también ambigüedades y lógicas situacionales. Todas ellas constituyen, de forma poco sistemática, otras regulaciones presentes en sus entornos que, mientras pueden traer condicionamientos y constricciones, gestan también éticas propias, proveen recursos, redes de cuidado y autoestima.

Posiciones, autonomía y marcas de género:

implicancias para las políticas

Los hallazgos coinciden con Chaves et al. (2017) en que no solo las políticas construyen sistemas de clasificaciones de sujetos; los y las jóvenes clasifican personas y conductas, las inscriben en lógicas de merecimiento y moralidades adecuadas y marcan así fronteras y formas de distinción con otros. De tal manera, establecen «puntos de sutura» entre las posiciones de los sujetos y la producción de las subjetividades (Hall, 2003). Para realizar estas clasificaciones, los y las jóvenes también crean y recrean estigmas e idealizaciones, sobre ellos y sobre los otros, y la experiencia de género marca distinciones relevantes.

Ante la presencia de relaciones y figuras problemáticas, las chicas se reconocen más vulnerables e inseguras que los varones, tal como también han encontrado otros estudios en relación a las posibilidades de circular de forma segura por el espacio público (Savegnago, 2020). No obstante, en los datos presentados, el posicionamiento de las chicas no redunda en una victimización. Ellas se reconocen más rodeadas de figuras significativas que les dan soporte. A su vez, al inscribir sus constreñimientos personales (como los que provienen de las mayores cargas de trabajo doméstico, abusos o malos tratos vinculados a su condición de mujeres) en tramas sociales y culturales de mayor alcance (Elizalde, 2018), quedan mejor conectadas con demandas de derechos y repertorios discursivos y prácticos para asumir la autonomía en clave colectiva (Mühlbacher & Sutterlüty, 2019).

En contraposición, ellos se muestran intocables: la fortaleza moral los protege frente a otros. A su vez, se ubican a sí mismos y a los otros como los únicos responsables de lo que les pasa. El discurso contemporáneo de gobierno centrado en la responsabilidad individual en la gestión de los riesgos (Besley, 2010), que permea tanto las políticas sociales y punitivas como la vida cotidiana del conjunto de la sociedad (Rose, 1996), aparece más reflejado en el posicionamiento que asumen los varones que en el de las mujeres. En sus testimonios, el lenguaje de tal discurso se hace propio y a partir de él se construyen expectativas sobre sus comportamientos y los del resto. Dados estos hallazgos, y habida cuenta de las duras condiciones de vida de los jóvenes en los barrios populares y de su alta representación en la comisión de delitos callejeros y en las muertes tempranas por causas externas, resulta relevante la pregunta sobre cómo se traman los discursos de gobierno individualizantes con las famosas cargas que la masculinidad hegemónica (Connell, 2003) tiene para los jóvenes. Ello especialmente en relación a los varones de sectores populares, a cuyos contextos cotidianos aún no parece haber llegado la ola de la deconstrucción masculina que les permita construir seguridad mediante el despliegue de otras prácticas y posiciones. Mientras en los últimos años, y de la mano de activismos y novedades normativas, las políticas sociales en Argentina han tomado a las desigualdades de género como un eje a partir del cual restituir derechos a las mujeres jóvenes (Elizalde, 2018), la problematización de los efectos de la masculinidad hegemónica en los programas es comparativamente marginal. En este sentido, y como hipótesis a explorar en futuros trabajos, planteo que la ecuación entre la primacía de discursos de responsabilización individual para forjar autonomía y la falta de problematización de las políticas sociales en torno a las masculinidades juveniles tiene como saldo el que los varones estén ubicados en posiciones de desprotección social e institucional.

Por su parte, en relación a las experiencias de las mujeres jóvenes, el universo significativo alrededor de la idea de autonomía y la responsabilidad individual que vertebra las intervenciones de políticas sociales también debe ser considerado, más aún cuando este se trama con un anhelo creciente de libertades signado por el avance del feminismo (Elizalde & Álvarez, 2021). ¿En qué modalidades las expectativas institucionales -muchas veces movilizadas por objetivos de ampliación de derechos- consideran la trama de relaciones de las chicas, la cual obstaculiza su capacidad de decidir? Por ejemplo, los mayores controles y la abultada carga de trabajo doméstico que se les impone y la dispersión en el espacio público de opiniones moralizantes sobre sus desplazamientos, comportamientos y compañías. Hemos ido abordando aspectos de estas preguntas en trabajos anteriores y encontramos formas institucionales comprensivas de estos constreñimientos de género que, aunque no combaten las desigualdades, al menos procuran formas de protección a las mujeres (Medan, 2016). Sin embargo, quedan pistas para explorar los límites que tienen dichas estrategias orientadas al empoderamiento de las jóvenes (Medan, 2020).

En suma, los hallazgos muestran la existencia de una pluralidad de relaciones sociales que condicionan tanto los modos en los que los y las jóvenes de barrios populares viven su cotidianeidad como la estructura de oportunidades (Bendit & Miranda, 2017) que tienen al alcance para vivir el presente y hacer la transición hacia el futuro adulto. También dan cuenta de la agencia juvenil en la creación o modulación de tales condiciones. En este trabajo se destacan algunas de ellas: el modo en que la edad en cruce con el género marca diferencialmente las experiencias de la autonomía y, en consecuencia, las trayectorias futuras posibles; cómo el espacio barrial constriñe el distanciamiento que los y las jóvenes desearían tener para moverse con libertad; y de qué manera las economías morales del entorno puntúan la relevancia de una temporalidad más en el presente que en el futuro.

Al destacar la perspectiva de los y las jóvenes, es posible captar cómo gestionan las circunstancias adversas, delineando y legitimando formas y criterios propios para manejarse. También, los hallazgos muestran que algunas de las regulaciones del entorno con cuyas moralidades acuerdan, les permiten encontrar posiciones de identificación, de distinción, así como también destacar que saben hacer lo que corresponde hacer. Ambas cuestiones dan cuenta de con qué forjan autonomía y cómo, ese lugar en el que se encuentran, les permite gestarla a través de un uso minucioso -aunque no siempre deliberado, ni exitoso-, de comportamientos éticos (Das, 2012). Comportamientos que tienen incidencia en el presente y probablemente en las trayectorias futuras, desafiando las previsiones de las teorías evolutivas del desarrollo psicosocial de la adolescencia (Millei, 2021). En este punto, los aportes que algunos trabajos críticos de los planteos estructuralistas clásicos traen al campo de estudios de juventudes, al privilegiar la metáfora de la pertenencia por sobre la de la transición de cara al futuro, parecen sugerentes para realzar las experiencias juveniles situadas (Cuervo & Wyn, 2014; Arancibia et al., 2021).

El planteo sobre los procesos de autonomización que puede leerse, no pretende romantizar el modo en que hacen frente a las desigualdades de diversa índole. Al contrario, busca complejizar las interpretaciones que las políticas hacen respecto de ciertas figuras o espacios idealizados (la familia, la casa familiar, los pares, el barrio, la escuela) sobre los que montan las intervenciones y las propuestas hacia los y las jóvenes. La atención que las políticas sociales debieran poner para incluir disonancias culturales que condicionan las experiencias juveniles en sus expectativas institucionales es algo que la literatura ha señalado en relación a diversos ámbitos (Bustamante de la Cruz, 2020; Fernández- Simo et al., 2020). Las preguntas ineludibles son hasta qué punto esa heteronormatividad que aparece en la experiencia cotidiana juvenil es legitimada por la actividad estatal y cuáles son las consecuencias de ello (Di Leo, 2019; Mühlbacher & Sutterlüty, 2019). O cómo ciertas condiciones estructurales, interaccionales e individuales (Chaves, 2021) que impactan en el modo de hacer las cosas, pueden ser transformadas y las responsabilidades estatales en tal proceso. Se trata, al fin de cuentas, de pensar cómo los ideales y expectativas de autonomía y de transición a la adultez se vinculan con las desigualdades sociales.

Agradecimientos

Agradezco los comentarios realizados por Eugenia Cozzi y por integrantes del Programa de estudios en género, infancia y juventud de la Unsam al borrador de este trabajo.

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*Este artículo se deriva del proyecto «La regulación social de las y los jóvenes en condiciones de desigualdad: articulaciones inestables entre políticas de "inclusión" para prevenir el delito juvenil y otras prácticas estatales y formas de sociabilidad cercana» (Pict 2015-0739), financiado por la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica de Argentina y desarrollado entre el 17-03-2017 y el 17-03-2020 en el Cedesi, Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín, dirigido por Marina Medan. Área: ciencias sociales. Subárea: sociología urbana, género.

1El uso sostenido de la bastardilla indica que se trata de un término que estará sujeto a problematizaciones en 1 este artículo; su sentido, tanto a nivel denotativo como connotativo, no es unívoco.

2La «junta» refiere al grupo de pares frecuentado, usualmente, en el barrio. El término suele tener una connotación negativa, que en ocasiones se explicita como la «mala junta», en virtud de que en dicha grupalidad circulan influencias negativas, habitualmente vinculadas con el consumo de alcohol, drogas o la práctica de actividades ilegales.

3El trabajo de campo fue realizado por la autora, en conjunto con Valeria Llobet, Ana Cecilia Gaitán y Florencia Paz Landeira, todas integrantes del programa de Estudios sociales en género, infancia y juventud de la Universidad de San Martín.

4El Envión es un programa estatal de la provincia de Buenos Aires que se implementa en conjunto con los municipios y que existe, con diferentes nombres, desde 2006. Dentro de los dirigidos a la población joven, es el de mayor alcance y asignación presupuestaria del país. Incluye a unos 35 000 beneficiarios y tiene sedes en toda la Provincia. Como otros programas de inclusión juvenil en Argentina, se implementa en barrios populares. Ofrece diariamente talleres recreativos, de formación en oficios, apoyo escolar, una beca de ayuda económica y, en algunos casos, servicio de comedor. Es coordinado por trabajadores sociales o psicólogos y apoyado por talleristas y operadores comunitarios. La admisión al programa supone la firma de un acuerdo por parte del o la joven, en el que se compromete a participar de la oferta institucional y a encarar un «proyecto de vida» (asistir a la escuela, formarse en un oficios, cumplir medidas penales o atender al consumo problemático de drogas).

5Todos los nombres que aparecen han sido cambiados para garantizar el anonimato.

6El «chusma» es el que hace circular chismes, rumores.

7«Hacer esquina» es lo que en otros contextos se nombra como «ranchear». Alude a un punto de reunión de un 7 grupo de jóvenes en alguna esquina del barrio. Esta «esquina», además de alojarlos parte del día mientras simplemente están ahí pasando el tiempo, suele concederles identidad: siempre se reúnen en la misma y el vecindario sabe que ellos «paran» allí. Parte de las actividades que suponen «hacer esquina» es «bardear», que alude a hacer lío, tener comportamientos antisociales, gritar y molestar a los transeúntes que pasan por allí.

8Al respecto puede consultarse el Informe sobre homicidios 2018 de Ciudad Autónoma de Buenos Aires producido por el Consejo de la Magistratura, poder judicial de la Nación. http://www.consejomagistratura.gov.ar/images/investigaciones/2018/caba/caba2018.pdf

Para citar este artículo: Medan, M. (2023). El lugar propio y la autonomía en jóvenes de barrios populares. Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales, Niñez y Juventud, 21(2), 1-32. https://dx.doi.org/10.11600/rlcsnj.21.2.901

Recibido: 03 de Marzo de 2022; Aprobado: 05 de Septiembre de 2022

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