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Revista Ciencias de la Salud

Print version ISSN 1692-7273On-line version ISSN 2145-4507

Rev. Cienc. Salud vol.1 no.2 Bogotá July/Dec. 2003

 

La Quinta Mutis, 50 años atrás

The Country House of Mutis, 50 years ago

Ángela María Pinzón*, basada en la narración oral de Lisel Schmidt**

* Investigadora docente de la Universidad del Rosario
** Escritora alemana, radicada en Colombia.


Mi recuerdo de la Quinta de Mutis se remonta a los años 50. Era un colegio de bachillerato con internado, en una especie de finca con sabor a hogar. Vimos desfilar grupos de muchachos costeños, vallunos, santandereanos, huilenses, etc., atendidos todos por profesores competentes dedicados por completo a ellos.

El colegio tenía en la parte de atrás, donde hoy es el barrio Quinta de Mutis, potreros donde pastaban los caballos de monseñor Rodríguez Plata, profesor de la Facultad del Rosario, quien cabalgaba en las tardes de verano. Existía allí también un lago, y en mitad de él reinaba una Virgen de Piedra, (naturalmente, representaba “la Bordadita”). Esa la heredé yo cuando desecaron dicho lago.

Mi madre tomó el trabajo del economato en el 52. Conforme crecía la necesidad de construir salones y la capilla que hoy existe, “la finca” se fue empequeñeciendo, tal vez con el fin de adquirir dinero para la construcción.

La cocina la hicieron en un cuarto frío, que para la época constituía una novedad. Allí reinó mi madre por espacio de muchos años. Ella, trabajadora infatigable, vivió feliz dirigiendo la gastronomía de profesores y alumnos. Estoy segura de que los muchachos que vivieron esa época, aún recuerdan su paso por el Rosario.

Mi madre tenía un apartamento con sala incluida, donde monseñor Castro Silva tomaba el té tres o cuatro veces por semana; con él hizo una amistad, una profunda amistad.

A él lo recuerdo entrando por el corredor del colegio; llegaba al economato siempre escoltado por la perra doberman que lo seguía con la cabeza agachada.

Era Monseñor un hombre delgado, de ojos penetrantes, frente ancha que adivinaba una clara inteligencia, de una charla deliciosa, culta y muy bogotana. Era un romántico. Aseguraba que en el mundo existían cosas tan elementales, pero que se fijaban en el corazón o en la vida de los seres humanos, como el aroma que lleva al olfato pasar por pinos recién cortados, o por un jardín florecido.

Decía que estas pequeñisimas alegrías nos desconectaban de este mundo tan complejo en el cual nos movemos, que dichas cosas tan pequeñas e insignificantes nos proporcionaban un poquito de paz.

Le manifestaba a mi madre que quería plantar en el colegio unos árboles que perduraran, que vivieran algo del pasado y de futuro, pero que tuvieran algún significado. Mi madre, lectora compulsiva, amante de plantas y hierbas le sugirió a Monseñor que plantaran magnolias.

En los libros de los conventos de los monjes Benedictos, a la letra dice: “El Magnolio: un árbol imponente de hojas fuertes y brillantes que soportan el embate del viento y el verano. Sus flores hermosas de color hueso y de un aroma dulce y delicioso que perfuman más en las mañanas o en las tardes frías”.

Mi madre aseguraba que el olor de las plantas o la cocina es el mago que nos transporta a través de kilómetros y de años vividos. Creo que Monseñor y mamá tenían razón. Leía yo en Italia, en el convento de San Benedicto: “El sentido de olfato es el vínculo primordial con el cerebro, afecta el estado anímico de los sentimientos y emociones”.

Esta es la historia de los magnolios, que, gracias a Dios, aún están en pie.

Creo yo que Monseñor pensó en el futuro de sus estudiantes, para que cuando se sintieran marchitos antes de emprender la jornada, o cuando no fueran capaces de visualizar o soñar, aspiraran el aroma de las magnolias y esperaran el milagro de un poco de paz.

Sin pensar más, Monseñor ordenó plantar sus magnolios, con la ayuda de mamá, asesorada ella, a su vez, por el pionero en la cultura de la jardinería en Colombia, Hoschino, y de sus “secretarios”, como cariñosamente llamaba a un puñado de muchachos que entraron al servicio del colegio. Ellos fueron fieles, sencillos, trabajadores, rectos en todos los actos de su vida. Chepe, Prisciliano Bejarano, Luis León, Emeterios, todos se jubilaron en el Colegio. Luis no sabía leer ni escribir y los alumnos lo alfabetizaron. Estudió y manejó más tarde los aparatos electrónicos de la Facultad de Lenguas del Rosario.

Pasó el tiempo. Vino monseñor Cruz a regir los destinos del Colegio, y construyó la primaria; y mi esposo, por su parte, la cancha de tenis de polvo de ladrillo, que hoy existe. Recuerdo a los hermanos Osorio: el uno, síndico de la Facultad y del Colegio; el otro fue el médico dedicado siempre a socorrer las enfermedades de alumnos y profesores.

Hubo entre ellos un profesor que se distinguió por su dedicación y cariño hacia todos, fue acudiente y la “madre de los internos”, se jubiló y hoy descansa refugiado en la biblioteca de su finquita de Silvania. Su nombre, Jesús María Sánchez.

Después, no sé por qué, se acabó el internado, donde nunca se escuchó ni un escándalo, ni droga, ni nada de eso; sólo las pilatunas inherentes a los muchachos de entonces.

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