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Eidos

Print version ISSN 1692-8857On-line version ISSN 2011-7477

Eidos  no.16 Barranquilla Jan./June 2012

 

Teoría crítica, justicia y metafilosofía
La validación de la filosofía política en
Nancy Fraser y Axel Honneth*

Delfín Ignacio Grueso
Departamento de Filosofía, Universidad del Valle
dgrueso@univalle.edu.co

Fecha de recepción: octubre 7 de 2011
Fecha de aceptación: marzo 17 de 2012


Resumen

¿Puede un filósofo, sin más, tomar el lado de las víctimas, cuando se trata de situaciones de justicia e injusticia? ¿Puede carecer de un punto de vista objetivo acerca de lo que es moralmente bueno o malo? Si el filósofo sostiene que lo que las víctimas demandan, en lugar de redistribución, es reconocimiento, ¿debe proveer una convincente teoría de lo que es el reconocimiento y del modo como él juega un papel en las situaciones de justicia e injusticia? Este artículo contrasta las teorías de Iris Marion Young, Nancy Fraser y Axel Honneth, filósofos que establecen un nexo entre justicia y reconocimiento y que coinciden, además, en inscribirse en la tradición teórico-crítica.
Ellos difieren en explicar cómo el reconocimiento está implicado en los conflictos y las demandas políticas. El artículo trata de proveer una explicación para estas diferencias a partir de diferencias meta-filosóficas sobre la filosofía política como empresa intelectual.

Palabras clave
Justicia, injusticia, reconocimiento, teoría crítica, meta-filosofía, objetividad moral.


Abstract

When talking about justice and injustice, can philosophers, simply, take the victims' side? Even when these philosophers belong to the critical theoretical perspective, can they be excused from providing an objective account of what is morally wrong? If, for instance, they hold that victims are demanding recognition, instead of redistribution, don't they need a social theory about how recognition plays its role in the shaping of justice and injustice?
This article addresses these questions in regard to Iris Marion Young, Nancy Fraser and Axel Honneth. Although they subscribe to the critical theory's tradition, as well as involve recognition when talking about justice, their paths go in different directions when they have to explain how recognition is involved in social conflicts and political demands. The main purpose is to show that their differences have to do, mainly, with two different understandings of political philosophy as an intellectual enterprise.

Keywords
Justice, injustice, recognition, critical theory, meta-philosophy, moral objectivity.


Llama mi atención el modo como tres nuevos filósofos crítico-teóricos (las norteamericanas Iris Marion Young y Nancy Fraser y el alemán Axel Honneth) se insertan en el debate contemporáneo sobre la justicia. Siendo la teoría crítica tan poco dada a incursionar en cuestiones estrictamente normativas, ellos se caracterizan por haber reflexionado largamente sobre esa categoría moral de la política que es la justicia. Se ocupan de la justicia, sí, pero no se caracterizan por aspirar, al modo de Rawls, Ackerman o Nozick, a construir teorías articuladas por principios generales de impecable factura moral. Más bien entretejen su reflexión moral con análisis políticos y sociológicos y tratan, ante todo, de honrar la exigencia programática de la vieja Escuela de Frankfort de filosofar no tanto al servicio de la verdad sino de los procesos de lucha contra la opresión social. Por ello se ocupan de la justicia a partir de una preocupación previa por las condiciones de injusticia.

El momento en que los tres ingresan al debate contemporáneo sobre la justicia, contribuye a forjar otros rasgos comunes. Puesto que lo hacen en la década del noventa, ya superada la primera fase de discusión de la teoría rawlsiana, ya no tienen que lidiar con argumentos propios del primer Rawls o de Ackerman, marcados fuertemente por teorías de decisión racional, ni con modelos sofisticadamente elaborados en clave economicista. Pueden eludir los dilemas entre igualdad y libertad, en el marco exclusivo de la ética liberal, sin tener para ello que refugiarse en el comunitarismo. Ya no tienen que discutir con Rawls (o si acaso con un Rawls más sintonizado con el hecho del pluralismo), sino con una variedad más amplia de posiciones que se expresan en un campo de discusión muy cargado de feminismo, de multiculturalismo y, en general, de eso que Charles Taylor llamó la política del reconocimiento. Es más: si algo claramente los une, es que los tres parecen hacerse eco de una idea expresada por Taylor: que el reconocimiento es una necesidad humana que genera un deber moral; que el debido reconocimiento no es sólo una cortesía sino una obligación moral1.

Sin esa intuición común, no coincidirían en cuestionar la centralidad que las teorías de justicia le dan a la redistribución y, en cambio, proponer darle al reconocimiento una importancia igual o mayor a la de la redistribución. En esto fue pionera Iris Marion Young con su crítica a la hegemonía que ha ejercido, en la reflexión filosófica sobre la justicia, el paradigma redistributivo; paradigma que tiene en la imparcialidad su principio moral supremo. Convencida de que ese paradigma ignora formas específicas de injusticia y subordinación social, propone una política de la diferencia que intenta asegurar la participación e inclusión de los grupos subordinados en las instituciones sociales y políticas. Fraser, aunque no comparte lo que le parece en Young una anulación de la perspectiva redistributiva, a su juicio todavía vál ida dentro del campo normativo de la justicia, enfatiza que muchos problemas de justicia no se resuelven redistribuyendo sino reconociendo. Honneth, por su parte, ha cuestionado lo que llama la hegemonía del paradigma hobbesiano en la teoría social moderna, obstinado en explicar todos los conflictos en términos de lucha por recursos de supervivencia. Es necesario superar ese paradigma para abrir la justicia hacia las exigencias del reconocimiento. Su argumento es claro: de tener todos los conflictos esa única motivación, estaría bien que el problema central de la justicia fuera el de redistribuir correctamente cargas y beneficios; si, en cambio, como él pretende, muchos de ellos se generan a partir de una lesión moral producida por la frustración de expectativas legítimas de reconocimiento, el problema de la justicia debe ser planteado de otra manera. Honneth lleva su reflexión hasta concluir que la redistribución es una forma específica del acto de reconocer.

Lo anterior no significa, sin embargo, que los tres filósofos entiendan el reconocimiento y la justicia de la misma forma. Eso lo pone en evidencia el debate que sostuvieron Young y Fraser a lo largo de los años noventa2 y el que sostuvieron Fraser y Honneth en el año 20033. Los debates dejan claro que los tres discrepan acerca de cuáles son las situaciones (individuales o colectivas) que ameritan reconocimiento, en qué forma éste debe ser otorgado y, sobre todo, qué es exactamente reconocimiento y cómo se hace justicia a través de él. Las diferencias entre Young y Fraser, que en parte se proyectan en el debate con Honneth4, con ser importantes, las dejo aquí de lado para centrarme en las que tienen ambas con Honneth. Me refiero a tres diferencias muy concretas: 1) Mientras Fraser y Young no precisan conceptualizar el reconocimiento en términos de una tradición filosófica largamente acreditada, sino que les basta con lo que el lenguaje político al uso ha venido a denominar reconocimiento, Honeth apela a una teoría filosófica del reconocimiento, la hegeliana, para desarrollar una teoría social del reconocimiento que no encontramos, con ese nivel de desarrollo, en las norteamericanas. 2) Mientras, como orientación general para su filosofar, Fraser y Young (más claramente esta última) se guían por la agitación que producen en la vida pública las víctimas de las injusticias, Honneth prefiere establecer, de una manera objetiva, dónde se está produciendo una injusticia. 3) Mientras Honneth intenta validar sus conclusiones normativas a través de su teoría social, Fraser dejará que sea el juego de la política el que provea la validación final de esas conclusiones.

Me centro en estas tres diferencias porque me interesa llevarlas más allá de las cuestiones substantivas de carácter ético o teórico social. Más en concreto: me interesa mostrar cómo ellas ponen en evidencia una cuestión de carácter metafilosófico, esto es, relativa al entendimiento de la filosofía política como empresa intelectual. Quiero mostrar cómo estas diferencias expresan dos entendimientos metafilosóficos claramente distintos entre pensadores que se suponen unidos por una misma perspectiva filosófica, la crítico-teórica.

Recordemos, para comenzar, que la perspectiva crítico-teórica les impone a quienes se inscriben en ella honrar una obligación de la cual parecen eximidos quienes se ocupan de la justicia desde otras perspectivas filosófico-políticas, especialmente aquellas orientadas a la pura reflexión normativa: la de apelar a las ciencias sociales para entender los procesos de lucha y las formas de opresión y para ponerse más eficazmente del lado de la lucha contra la opresión. Que nuestros tres filósofos acatan esa directriz, lo deja ver el modo como articulan la reflexión moral con el análisis científico-social. Pero lo hacen de modo distinto. Esto ya lo puso en evidencia el debate entre Fraser y Young, que en buena parte fue un debate acerca del alcance de estos análisis. Pero se pone más en evidencia por la crítica de Honneth al modo de proceder de la nueva teoría crítica que, al otro lado del Atlántico, está ocupándose de la justicia. Honneth le exige cumplir ciertos estándares de objetividad, sin los cuales la reflexión filosófica quedaría atrapada en contingencias meramente políticas. No le gusta el modo como en los Estados Unidos se habla del reconocimiento, de espaldas a la tradición filosófica y sin proveerse de una teoría social al respecto, sólida y creíble, sobre la cual asentar sus pretensiones normativas. Y el debate termina mostrando hacia dónde apuntan esas críticas: hacia definir el nivel de cercanía o distancia que debe guardar el filósofo político con los procesos sociales de los que se ocupa, la fuente y estatus de las categorías con las que analiza esos procesos y el modo de validación final de sus conclusiones normativas.

Llevadas las cosas a este nivel, lo que termina por cobrar importancia es la cuestión de si debe haber, o no, una instancia de objetividad que medie entre la decisión del crítico-teórico de ponerse del lado de los procesos de lucha contra la opresión -decisión que los tres comparten- y los procesos mismos. Young y Fraser no han sentido que deba existir esa instancia de objetividad en el nivel exigido por Honneth, ni han intentado estandarizar un método para diagnosticar las injusticias ligadas al reconocimiento. El debate sostenido en 2003, donde Fraser lleva la vocería del modo norteamericano, pone esta cuestión en el centro; allí cobra importancia la cuestión de qué tanta independencia debe guardar la filosofía política frente a los movimientos sociales y a las dinámicas de la vida pública de una determinada sociedad, por un lado, y frente a la teoría social y a las investigaciones sociológicas y politológicas, por el otro.

De nuevo, los que están aquí enfrentados son dos entendimientos distintos de la filosofía política como empresa intelectual: uno en el cual la ontología social, objetivamente conocida a través de una teoría de carácter comprensivo-descriptivo, determina fuertemente la moral aplicada a la política; y otro en el cual es la dinámica política la que va estableciendo las condiciones de posibilidad de la moralidad política, liberándola un poco de las teorías acerca de la realidad. En el primer caso, evidentemente, la filosofía política es subsidiaria de una filosofía general, cuando no de una teoría social epistémicamente acreditada, mientras que en el segundo ella apunta, desde una posición auto-sostenida (free-standing, diría Rawls) a gestar procesos de concertación política moralmente guiados.

Trataré de desarrollar mi argumento presentando primero un par de focos de discrepancia entre Honneth y las filósofas norteamericanas, para luego especificar el contraste en términos de la objetividad y validez de una normatividad política. Cerraré conectando el entendimiento que tiene Fraser de la filosofía política con aquel defendido por John Rawls. Esta última conexión la hago yo, no Fraser.

1. ¿De qué reconocimiento estamos hablando?

Young, Fraser y Honneth coinciden en vincular el reconocimiento con la justicia. Pero el término no aparece en Young5 con la precisión que le otorga Fraser en su dualismo perspectivista, ligando la justicia tanto a la redistribución como al reconocimiento6. Y en Fraser él tampoco alcanza la centralidad que adquiere en Honneth, quien afirma que "incluso las cuestiones de justicia distributiva se entienden mejor en términos de categorías normativas que provengan de una teoría del reconocimiento suficientemente diferenciada" (Fraser & Honneth, 2006, p. 101).

Las diferencias no se reducen a la centralidad que le dan al término: se extienden a lo que los filósofos quieren significar con él. Las dos norteamericanas ignoran deliberadamente aquello dicho por Taylor: que cuando hablamos de reconocimiento, 'a la mente nos viene el nombre de Hegel'. Honneth, en cambio, no puede pensar el reconocimiento sin hablar de Hegel. Pero el Hegel que se le viene a la mente a Honneth no es exactamente ese que mencionó Taylor: el del pasaje del amo y el esclavo de la Fenomenología del Espíritu, que las ya célebres lecciones de Hyppolite y Kojéve erigieron en el texto canónico al respecto. El primer Honneth (el de Las luchas por el reconocimiento...) encuentra mucho más útiles textos del joven Hegel como el Sistema de la ética (hay un segundo momento en Honneth en el cual se reivindica también la Metafísica del derecho).

Las norteamericanas no se remiten a Hegel porque su 'reconocimiento' tiene otra fuente. Como aclara Fraser, él no hace referencia a una idea filosófica7, sino a una representación popular de lo que quieren "no solo (...) los movimientos que pretenden revaluar las identidades injustamente devaluadas -por ejemplo, el feminismo cultural, el nacionalismo cultural negro y la política de identidad gay- sino también tendencias desconstructivas, como la política homosexual, la política 'racial' crítica y el feminismo desconstructivo, que rechazan el esencialismo de la política tradicional de la identidad" (Fraser & Honneth, 2006, pp. 21-22). En cuanto a esa idea filosófica a la que, al hablar de reconocimiento, primero volverían la mirada la mayoría de los académicos de la filosofía, Fraser la encuentra relativamente útil: "arroja algunas luces sobre los efectos psicológicos del racismo, del sexismo, de la colonización y del imperialismo cultural (pero) en términos políticos y teóricos es problemática"(Fraser, 2000, p. 2).

La actitud que Fraser hace explícita, la de acogerse al significado corriente del término 'reconocimiento' -o a la utilización política de su significado corriente- en las luchas sociales, parece más afín con el talante de la teoría crítica. Al fin y al cabo -se dice- la tarea del teórico crítico es esclarecer los fines normativos de las luchas sociales. ¿Por qué no lo hace también Honneth, máxime cuando ha dicho que, para conceptualizar los movimientos emancipatorios, se debe acceder a una "interpretación sociológicamente rica de las reivindicaciones normativas implícitas en los conflictos sociales del presente"? (Fraser & Honneth, 2006, p. 89) ¿Por qué prefiere dar un rodeo por la venerable figura de Hegel?

Lo hace porque intenta proveerse de una sólida teoría explicativa del reconocimiento y porque cree que la intuición básica para esa teoría la provee Hegel. Cree firmemente que, de no contarse con una teoría así, el filósofo puede caer en una exaltación de los 'nuevos movimientos sociales', unificándolos todos bajo el rótulo de una 'política de identidad', para luego concluir, sin mayores pruebas, que el reconocimiento de su identidad es lo que estos movimientos quieren y lo que se les debe dar. En su parecer, quien habla del reconocimiento así, sin el concurso de una teoría, ve sólo los movimientos que quiere ver y escucha de ellos sólo lo que quiere escuchar: que están demandando reconocimiento. Pero no lo puede probar.

De eso, al menos, acusa a Fraser en el debate de 2003. A sus ojos, lo que ella hace es un 'artificio sociológico'. Comienza agrupando, bajo el título de 'política de identidad', de entre la variedad de conflictos sociales actuales, sólo a aquellos que acceden a la esfera pública8; y aun ignora, entre estos últimos, a los que persiguen objetivos de exclusión y opresión social9. Finalmente, eliminando las raíces históricas de los movimientos escogidos, los declara enteramente contemporáneos, post-socialistas. Este 'artificio sociológico' acarrea dos problemas. El primero, obviamente, es que tergiversa la realidad. El segundo es que abre serios interrogantes con relación a la validez de su conclusión normativa: aquella de que hay que darles reconocimiento. Honneth, en cambio, piensa que los objetivos morales se deben justificar indirectamente; que, aun si los movimientos sociales están demandando reconocimiento -cosa que para Honneth está lejos de ser clara-, no es obvio que el reconocimiento sea la respuesta moralmente válida. Si en cambio se tuviera una teoría general del reconocimiento, capaz de orientarnos adecuadamente en el análisis sociológico y en la reflexión normativa, las cosas serían distintas.

Mi tesis es que un intento de renovar las reivindicaciones globales de la teoría crítica en las condiciones presentes se orienta mejor a través del marco categorial de una teoría suficientemente generalizada del reconocimiento, dado que establece un vínculo entre las causas de los movimientos generalizados de injusticia y los objetivos normativos de los movimientos emancipatorios (Fraser & Honneth, 2006, p. 91).

Y allí es donde cobra validez la figura de Hegel: Honneth recurre a él para proveerse esa teoría general del reconocimiento. Pero se apoya en Hegel en cuanto le es útil10 y lo abandona cuando siente que la metafísica hegeliana dilapida el potencial de teoría social que hay en su idea de reconocimiento. A partir de allí, Honneth tendrá que allegarse otros recursos para contar con una teoría social del reconocimiento y presentarla en forma acabada en Las luchas por el reconocimiento (Honneth, 1996; 1997). Allí trata de mostrar que algunos conflictos sociales están motivados por impulsos morales. Por ejemplo que, en lo que toca a ciertos colectivos identitarios (etnias, culturas regionales, religiones, minorías de inmigrantes o minorías nacionales), a menudo sus "motivos de rebelión y de resistencia social se constituyen en un espacio de experiencias morales que brotan de la lesión de expectativas profundas de reconocimiento" (Honneth, 1997, p. 197). En otras palabras, que se ven arrastrados a un conflicto porque se les niega el reconocimiento a varios niveles: el valor de su cultura o de su estilo de vida, la dignidad de su estatus como personas y la inviolabilidad de su integridad física.

Honneth reconoce que "para poder explicar de alguna manera las formas de descontento y sufrimiento sociales, hay que alcanzar una pre-comprensión conceptual de las expectativas normativas que debemos suponer con respecto a los miembros de una sociedad" (Fraser & Honneth, 2006, p. 101). En esto encuentra una pista en los estudios de Barrington Moore y E. P. Thompson sobre algunos conflictos sociales; estudios que se apartan de las clásicas lecturas marxistas de corte utilitarista-hobbesiano (es decir, aquellas que interpretan los conflictos como luchas en torno a recursos de supervivencia). Estos estudios, que ligan las motivaciones de resistencia y protesta a la violación del honor, le permiten a Honneth establecer analogías con conflictos sociales similares.

La comparación con la resistencia social de los grupos colonizados o la historia subterránea de la protesta de las mujeres demostraron que la lucha proletaria por el respeto a las apelaciones al honor no era en absoluto un caso especial, sino sólo un ejemplo particularmente sorprendente de un patrón de experiencia muy extendido: los sujetos perciben los procedimientos institucionales como injusticia social cuando ven que no se respetan aspectos de su personalidad que creen que tienen derecho a que se reconozcan (Honneth, 2006, p. 105).

Honneth va a insistir en que "el interés fundamental por el reconocimiento social siempre está configurado esencialmente por los principios normativos determinados por las estructuras básicas del reconocimiento mutual dentro de una determinada estructura social" y que "debemos orientar la ética política o la moral social de acuerdo con los tres principios del reconocimiento que, en nuestras sociedades, rigen cuáles son las expectativas legítimas que pueden tener los miembros de la sociedad" (Honeth, 2006, p. 137).

La dimensión explicativa de la teoría de Honneth, su 'gramática' de los conflictos sociales, abre el paso a lo normativo porque, según él, quienes sienten violadas sus expectativas de reconocimiento -por ejemplo los grupos que acabo de mencionar-interpretan esa violación como una injusticia que sólo puede ser superada acabando con la humillación y la falta de respeto. La demanda de justicia es, entonces, una demanda de acabar con eso y, aunque esa demanda pueda incluir también la redistribución de recursos es, ante todo, una demanda de reconocimiento.

Con una teoría como esta, que provee una 'terminología independiente' de los movimientos sociales, Honneth cree que se puede emprender una justificación indirecta de los objetivos morales de esos movimientos. Indirecta, porque no depende de lo que ellos dicen. Y esta teoría, además, le permite al crítico-teórico interrogar la realidad más allá de lo que se agita en la esfera pública; puede llegar a las formas de sufrimiento e infelicidad causadas institucionalmente e identificarlas en sí mismas. Puede hacer esto porque puede identificar objetivamente el nexo entre el no-reconocimiento y la injusticia, incluso allí donde él no ha sido identificado y articulado en las demandas de los movimientos sociales (Fraser & Honneth, 2006, p. 94). La versión norteamericana de la teoría crítica de la justicia como reconocimiento, en cambio, no puede ir más allá de lo que dicen los movimientos sociales. En lugar de un serio análisis sociológico, se fía del oído.

2. ¿Escuchar solamente el grito de las víctimas?

Poner mucho cuidado a lo que sienten las víctimas de las injusticias es muy importante para el crítico-teórico que filosofa, no a partir de la noción moral de la justicia, sino de las condiciones concretas de injusticia. Eso es, al menos, lo que piensan las norteamericanas. Y, al parecer, Honneth debería ir en la misma dirección, pues ha dicho que es en las situaciones de injusticia percibida donde está la génesis de buena parte de los conflictos sociales11. ¿Qué otra cosa, además, puede implicar su afirmación de que es una tarea de la teoría crítica "articular de manera adecuada y, al mismo tiempo, justificar moralmente las reivindicaciones normativas de los movimientos sociales"? (Fraser & Honneth, 2006, p. 92). En principio, pues, él no debería tener ninguna objeción a esa decisión de Iris Marion Young de seguir el grito desesperado de los grupos oprimidos12. Tampoco debería criticar a Fraser quien, aunque discrepa de Young en muchos puntos, en éste parece coincidir con ella. Young y Fraser, en efecto, coinciden en que no es tarea del crítico-teórico construirse objetos de investigación al modo clásico de la academia; que su obligación no es tanto mirar objetivamente la realidad, como sugiere la cultura científica moderna, poniendo la teoría al servicio de la verdad, sino, como sugiere la tradición teórico-crítica, poniéndola del lado de la emancipación. ¿Qué razones podría tener Honneth para discrepar de ellas?

Y sin embargo discrepa. La actitud de ellas le parece inadmisible, entre otras cosas, por la complicidad que se podría generar entre la teoría crítica y el actual estado de cosas a nivel político.

El peligro que veo en esa relación es la reducción no buscada del sufrimiento social y del descontento moral a la parte de ellos que ya han hecho visible en la esfera pública las organizaciones que hacen publicidad. Una teoría social crítica que sólo apoye los objetivos normativos que ya han articulado públicamente los movimientos sociales se arriesga a ratificar de manera precipitada el nivel preponderante de conflicto político-moral de una determinada sociedad: sólo se confirman como moralmente relevantes las experiencias de sufrimiento que ya hayan atravesado el umbral de la atención de los medios de comunicación de masas, y somos incapaces de tematizar situaciones socialmente injustas a las que no se haya prestado hasta el momento atención pública (Fraser & Honneth, 2006, p. 93).

En resumen, acogerse a lo que dicen los movimientos sociales es casi regirse por "el filtro de la esfera pública burguesa", que permite a ciertas organizaciones políticas que, de alguna manera, se avienen mejor con ese filtro (Fraser & Honneth, 2006, p. 94), tematizar su sufrimiento y el nivel de injusticia que perciben. En cuanto a quienes no logran ese nivel de visibilidad, las filósofas hacen con ellos lo mismo que ya hace la esfera pública burguesa: los ignoran. Honneth se apoya aquí en Bordieu para insistir en la injusticia de dejar sólo como 'social', y por ende como no políticamente visibles ni relevantes, ciertos problemas sociales (Fraser & Honneth, 2006, p. 96).

En conclusión, según Honneth, si se ha de tomar seriamente esto de afirmar la justicia en el reconocimiento, se debe proceder de otra manera. Se debe evitar aquello que -según él- le ocurre a quienes filosofan sobre esto al otro lado del océano: que por carecer de una teoría de la cual pueda derivarse un método objetivo para que explique el rol del no-reconocimiento en la génesis de las luchas, el modo como una percepción de injusticia en este plano motiva esas luchas sociales, se encuentran en una situación de déficit. Si tuviesen esa teoría, podrían establecer de una manera objetiva quiénes y en qué medida sufren injusticias ligadas al reconocimiento e, incluso, avalar mejor su apoyo, desde la perspectiva crítico-teórica, a los procesos de lucha por el reconocimiento. Como carecen de ella, se limitan a apoyar solamente a los grupos que han logrado articular su voz en la esfera pública. E, indudablemente, la percepción de injusticia, que ya no puede reclamar ningún nivel de legitimidad, tampoco puede legítimamente otorgar ese apoyo.

Llegado a este punto, voy a comparar esa crítica de Honneth con otra hecha (en otro contexto de discusión); y lo hago para hacer ver más claramente aquello que las aproxima metafilosóficamente. En concreto: quiero comparar la crítica de Honneth al modo de proceder de Young y Fraser, con relación a la objetividad en la percepción de la injusticia, que a la postre es un cuestionamiento al respaldo objetivo de sus conclusiones normativas, con una crítica que le hace Habermas a Rawls. El punto de comparación es que mientras la crítica de Honneth al proceder crítico-teórico norteamericano cuestiona indirectamente la validez de sus proposiciones normativas, ésta de Habermas, a través de la noción de 'validez moral', las cuestiona de un modo aun más directo. Diferentes un poco en el modo de hacer su crítica, Habermas y Honneth están en lo esencial del mismo lado: exigiendo cierta objetividad sociológica y, en general, pensando la validez de las proposiciones normativas en términos cuasi- epistémicos. Del otro lado están Young y Fraser quienes, con sus decisiones al respecto, más que un desdén por estos criterios de objetividad, lo que muestran es que entienden de otra manera el asunto de la legitimación del pensar filosófico-político. La suya parece ser una legitimación más bien circular: la política y la filosofía política terminan dándose legitimidad la una a la otra. Es para esto, en fin, que en el acápite que procederé a abrir trae a colación a Habermas y a Rawls (y, también, de la mano de Honneth, a Horkheimer): para mostrar más claramente esas diferencias metafilosóficas.

3. Objetividad sociológica, objetividad moral y aceptación de una teoría

Cuando Honneth critica a las teóricas norteamericanas por el modo como intentan determinar las injusticias ligadas al reconocimiento, está casi repitiendo una crítica que ya hizo con relación a la primera generación de la Escuela de Frankfort, por el modo como ellos quisieron determinar quiénes eran las víctimas del capitalismo. En un temprano texto titulado La idea original de Horkheimer: el déficit sociológico de la teoría crítica, dedicado a cuestionar "la restricción de la materia de la teoría crítica a los grupos o clases", Axel Honneth pone en duda la objetividad con la que Horkheimer intentó establecer cómo los grupos experimentan la opresión de clase. Él, que también había hablado de tomar en cuenta la experiencia de la opresión como criterio de orientación en el trabajo crítico de la teoría, no tenía, según Honneth, una suficiente claridad sobre la "estructura específica de la práctica social caracterizada por la frase "actividad crítica" y por ello no estaba en capacidad de "captar las dimensiones prácticas del conflicto y la lucha como tal" (Honneth, 1993, pp. 16-17).

Traigo a colación esa cuestión porque, a la luz del talante crítico de Honneth, Horkheimer y Fraser parecen carecer de lo mismo: de una teoría social que garantice la objetividad en la lectura de la realidad. Y, por extensión -sobre todo para el caso de Fraser- lo que está en cuestión es la validez de conclusiones normativas que dicen levantarse sobre una lectura de la realidad. La demanda de Habermas a Rawls, en el contexto del debate que sostuvieron en 1995 (Habermas y Rawls, 1998) -ahora paso a ocuparme de ella-, también cuestiona la objetividad de las conclusiones normativas; pero lo hace de una manera un poco distinta. Lo que tienen en común las dos demandas es que jalonan el asunto hacia la cuestión de la legitimación final de las conclusiones ético-políticas. Procedo a sintetizar la crítica de Habermas. Y por ello sintetizo lo pertinente en la posición de Rawls que va a ser cuestionada por Habermas.

Rawls había sostenido que su teoría de la justicia no es ni verdadera ni falsa. Esto obedecía a dos decisiones metafilosóficas claves. Primero, separar su filosofía política, no sólo de la filosofía moral, sino de cualquier filosofía general y de cualquier teoría (científica o filosófica) sobre la naturaleza humana, sobre la historia o sobre la razón; en últimas, hacer de la suya una filosofía política estrictamente política. Segundo, negarse, en consecuencia, a defender en términos de verdad sus conclusiones normativas; evitar darles algún fundamento 'metafísico' o 'trascendente'. Todo lo que él pretendía era demostrar, en razón de su modo de filosofar, que sus conclusiones normativas eran razonables (no racionales, pues esto ya implicaría un compromiso con alguna teoría sobre la razón humana). En lo demás, aplicaría un método de elusión (method of avoidance, que por cierto le aplicó a Habermas al decir que él no discutía con 'metafísicos').

Habermas, quien insiste en mantener vigente una noción de verdad moral, piensa que sin ella Rawls no puede mantener "la pretensión de validez misma de la teoría" (1998, p. 55). No entiende por qué el filósofo norteamericano se contenta con una teoría razonable; por qué no considera "su teoría como susceptible de ser verdadera" y menos aun "en qué sentido pone en juego aquí el predicado de 'razonable' en lugar del de 'verdadero'"(Habermas & Rawls, 1998, p. 59). En síntesis, a Habermas le es difícil asimilar aquello de que una teoría no pueda ser falsa o verdadera. Entiende que eso quiere decir, inicialmente, que en ella las afirmaciones normativas no reproducen un orden de hechos morales independientes de nosotros. Y esto es claro en Rawls, que no quiere comprometerse con posiciones filosóficas de corte realista o escéptico. Acepta que Rawls "introduzca el predicado 'razonable' como contra-concepto práctico a 'verdadero'" (Habermas & Rawls, 1998, p. 59). Pero, puesto que la teoría de la justicia de Rawls tiene un carácter vinculante que resulta de un proceso de reconocimiento intersubjetivo, no de una verdad en sentido epistémico, ¿por qué no usar una noción de verdad en sentido débil; al fin y al cabo "el predicado 'razonable' se relaciona con la satisfacción de una pretensión de validez desempeñada discursivamente". Si se satisface esa pretensión -piensa Habermas-, queda claro que "la objetividad de las convicciones morales (emerge de una) perspectiva compartida del uso de la razón" (Habermas & Rawls, 1998, p. 61). Es decir, es objetiva. ¿Por qué, entonces, Rawls elimina de su expresión 'razonable' las connotaciones epistémicas? Como se ve, lo que Habermas demanda a Rawls es un compromiso mayor con la acepción de objetividad de su teoría moral. Esta es la primera cosa que quería señalar de la crítica de Habermas a Rawls.

La segunda apunta más directamente al asunto de fondo de la validez de las conclusiones morales. Y Habermas introduce para ello una distinción entre aceptación y aceptabilidad. Lo que quiere mostrar es que Rawls juega con dos tipos de validación final para su teoría de la justicia y al final queda preso en una circularidad.

Para entender esto es necesario recordar que Rawls ha querido mostrar que su teoría es consistente con las intuiciones sedimentadas en la cultura política para la cual está filosofando. No está produciendo la teoría de la justicia, sino una teoría que se corresponde con una cultura determinada. Para esto requiere, sin duda, de un tipo de prueba que Habermas llama de 'cercioramiento hermenéutico': que la noción de persona moral, de ciudadano políticamente autónomo, de cooperación equitativa, etc., puntos de partida normativos de la teoría de Rawls, son intuiciones ya ancladas en la cultura. En esto juega un papel importante la noción de equilibrio reflexivo y Habermas no ve allí ningún problema.

El segundo Rawls (el de Liberalismo político), sin embargo, ha pretendido probar la aceptabilidad de su teoría a través de un recurso externo, el del consenso traslapado. Lo que en este caso se quiere probar es que habría motivos socialmente compartidos para aceptar una solución de justicia como la que propone Rawls; probar que las diferentes concepciones de vida buena, aunque discrepen entre ellas y sean incapaces de ponerse de acuerdo, pueden, en cambio, apoyar una misma concepción pública de la justicia. Lo que ahora Rawls quiere hacer es atender a una cuestión práctica: que su teoría entra 'dentro del arte de lo posible', es practicable. Apunta a probar que empíricamente su teoría sería aceptada; que pasaría un test de aceptación. Ya esto le parece problemático a Habermas. Le parece "desconcertante" que Rawls pretenda que "semejante prueba es del mismo tipo que (la otra)" (Habermas & Rawls, 1998, p. 56). Es decir, que Rawls crea que su teoría ya pasó el test de aceptabilidad, que sólo puede establecerse en términos de consistencia y desde adentro de la teoría, sólo por el hecho de que podría ser socialmente aceptada. El consenso traslapado no da para tanto: sólo expresa "la contribución funcional que la teoría de la justicia puede realizar a la institucionalización pacífica de la cooperación social". Se trata de una perspectiva funcionalista que no contribuye en nada a justificar desde adentro la teoría. Habermas concluye:

El consenso traslapado sería entonces solo un síntoma de la utilidad de las teorías, pero ya no de su corrección. Así ya no interesaría desde el punto de vista de la aceptabilidad racional y con ello de la validez, sino desde el de la aceptación, esto es, de si garantiza la estabilidad social. (Rawls) parece más bien querer eliminar la distinción entre su aceptabilidad fundamentada y la aceptación fáctica (Habermas & Rawls, 1998, p. 58).

Reseñada así esta crítica, vuelvo a mi asunto central: cómo Honneth (y un poco también Habermas) entiende el asunto de la validación final de las conclusiones normativas. Ya está claro que las dos norteamericanas no se toman los trabajos propios de Honneth en relación con la construcción de una teoría social, ni apelan a lo que, gracias a la contribución de Hegel, les puede aportar la tradición filosófica. Lo que quiero mostrar en el siguiente acápite es que ellas obran así porque están respaldas en un diferente entendimiento de la filosofía política como empresa intelectual; que aunque ellas coincidan con Honneth en haber subscrito a las exigencias propias de una tradición específica, la teórico-crítica, se inscriben también en un entendimiento distinto sobre cómo validar las conclusiones normativas de su filosofar.

A fin de explicar lo que acabo de decir, me detendré todavía un momento más en Rawls. Lo traeré a colación esta vez para ilustrar un modo de encarar la filosofía política, como empresa intelectual, liberándola un poco de ciertas exigencias que la atan a la verdad y la objetividad, en un sentido más propio de las ciencias, y, ante todo, a la tradición filosófica misma.

4. La validación política de la filosofía política

Rawls ha insistido en aquello de que la filosofía política emerge de los conflictos mismos y debe moderar sus pretensiones de verdad; su asunto no es conocer la verdad sino contribuir a la solución de los problemas de la convivencia social. En esta clase de empresa intelectual, se filosofa para corregir el rumbo de la sociedad política según el entendimiento que ella tiene de sí misma. Esta idea ya la había avanzado suficientemente en Liberalismo político:

En filosofía política, el trabajo de la abstracción se pone en movimiento por la existencia de profundos conflictos políticos [...] Volvemos la atención hacia la filosofía política cuando nuestras concepciones políticas compartidas, como diría Walzer, se derrumban, y también cuando estamos en conflicto con nosotros mismos. La filosofía política no se aparta, como algunos han pensado, de la sociedad y del mundo. Tampoco pretende descubrir la verdad por sus propios y distintivos métodos de razonamiento, aparte de cualquier otra tradición de pensamiento y práctica políticos [...] La filosofía política no puede ejercer coerción sobre nuestras convicciones más de lo que pueden ejercerla los principios de la lógica [...] Es un error pensar en las concepciones abstractas y en los principios generales como los que siempre pasan por encima, atropellando nuestros juicios más particulares [...] el trabajo de abstracción no es gratuito; no se hace abstracción por la abstracción misma. Es más bien una manera de proseguir la discusión pública cuando los acuerdos que se compartían sobre niveles menores de generalidad se han derrumbado. Deberíamos estar preparados a descubrir que, cuanto más profundo sea el conflicto, más alto tendrá que ser el nivel de abstracción al que deberíamos subir para lograr una clara visión de sus raíces (Rawls, 1995, pp. 64-65).

Así, pues, si a la filosofía le toca elevarse sobre la tradición concreta, a través de sofisticadas abstracciones, ella no lo hace buscando la verdad, sino tratando de encontrar orientaciones normativas que, presentadas de nuevo a una sociedad en conflicto, deben servirle para encontrar caminos viables de superación del mismo. Y que quede claro: en la filosofía política "no se hace abstracción por la abstracción misma"; se filosofa para "proseguir la discusión pública cuando los acuerdos que se compartían sobre niveles menores de generalidad se han derrumbado" (Rawls, 1995, p. 65).

En La justicia como equidad, una reescritura, Rawls precisó aun más este entendimiento al estipular que la filosofía política debe ser práctica, orientadora, reconciliadora y transformadora. ¿A qué obliga cada una de estas cualidades? 1) A que la filosofía política se concentre en los conflictos profundos tratando de hallar una base de acuerdo moral o filosófico. Si tal base no puede ser encontrada, la filosofía política debe reducir el papel que juega la divergencia de opiniones filosóficas y morales de tal forma que la cooperación social entre los ciudadanos pueda aún ser posible. 2) A que incida en cómo piensan las personas de sus instituciones políticas y sociales como un todo, como algo diferente a sí mismas, a sus familias o asociaciones; lograr que se sientan parte de un orden político y, por ende, con un estatus político. 3) A que trate de calmar nuestra frustración y rabia contra nuestra sociedad y su historia, mostrándonos el modo en que sus instituciones, cuando se entienden desde un punto de vista filosófico, son racionales y fueron desarrolladas de un modo racional para atender cada presente. La filosofía política, como un ejercicio de razón, especifica los principios para identificar fines racionales y razonables de diferentes clases y mostrar cómo esos fines pueden ser coherentemente organizados dentro de una concepción bien articulada de sociedad justa y razonable. 4) A que la filosofía política sea 'realísticamente utópica', es decir, a que pruebe los límites de la transformación política realmente alcanzable. La idea es clara: "los límites de lo posible no están dados por lo presente, pues podemos cambiar nuestras instituciones" (Rawls, 2001, p. 1-5). Corresponde a la filosofía investigar las posibilidades de mejorar las cosas a partir de las condiciones históricas posibles.

En Lecciones sobre la historia de la filosofía política (2009), Rawls ha precisado todavía mejor este entendimiento. Ha dicho que una filosofía política en perspectiva democrática debe tratar más bien de contribuir a la cultura de la sociedad civil en la que se debaten y se estudian sus ideas básicas y su historia y, "en determinados casos, puede llegar a introducirse también en el debate político público" (2009, p. 30). Esta posibilidad de inserción en el debate político que tienen los filósofos políticos se las da su particular naturaleza. Para comenzar, ellos "no tienen por qué ser expertos en un tema específico, a diferencia de lo que ocurre en el caso de la ciencia". Y esto porque, entre otras cosas, "la filosofía política no tiene acceso especial a verdades fundamentales ni a ideas razonables sobre la justicia y el bien común, ni a otras nociones básicas". Apelando a la figura platónica de la caverna, podríamos decir que, según este entendimiento, el filósofo político no ha salido al mundo verdadero para regresar al mundo de la doxa cargado de verdades. El filósofo no es alguien que tenga un conocimiento objetivo y superior. "Su mérito -en la medida en que tenga alguno- radica en que, por medio del estudio y la reflexión, puede elaborar concepciones más profundas e instructivas de ideas políticas básicas que nos ayuden a clarificar nuestros juicios sobre las instituciones y las políticas de un régimen democrático" (Rawls, 2009, p. 27-28). Claro: para que esa reflexión tenga eco en la sociedad, se requiere ya de una tradición filosófica. Rawls dice que "la filosofía política sólo puede significar la tradición de la filosofía política". Pero no en el sentido de que esté irremediablemente encerrada en las fronteras trazadas por los clásicos. Es una tradición producida por el "trabajo conjunto de unos autores y de unos lectores"13. Y es esa tradición, y no una pretendida cientificidad, la que finalmente le da la objetividad a las conclusiones que el filósofo se atreve a esbozar.

Esto es lo que piensa Rawls -que no es crítico-teórico- sobre la naturaleza y alcance de la filosofía política y sobre el modo de justificar su trabajo normativo. Ahora trataré de mostrar cómo Nancy Fraser -una crítico-teórica, pero ante todo una filósofa norteamericana- comparte mucho de este entendimiento.

Rawls y Fraser discrepan, por supuesto, en muchas cosas. Pero evidencian una similar preocupación por la vida pública, la igualdad y la posibilidad de una justa vida en común. Fraser, además, coincide con Rawls (y con Habermas) en la validación política de las decisiones a través de una discusión plena de todo lo que afecta a todos. Este trámite que deben suplir las reivindicaciones, a veces presentadas como reclamos separatistas que tienden a desgarrar la vida en común, convierte las posteriores decisiones en pautas normativamente vinculantes para "todos los que estén de acuerdo con atenerse a unos términos justos de interacción en condiciones de pluralismo de voces" (Fraser & Honneth, 2006, p. 37). De allí la importancia que crecientemente Fraser le ha venido otorgando a la idea de una 'paridad participativa', porque sólo los participantes mismos pueden decidir lo que es y lo que no es de interés común para ellos.

Con relación al recurso a la objetividad, Fraser va a disentir de quien, como Honneth, pretende que con una teoría social ha asegurado un "punto de referencia empírica creíble para su teoría crítica" (Fraser & Honneth, 2006, p. 151). Para ella constituyen un piso más firme los discursos descentrados de crítica social, con "paradigmas populares de la justicia social que crean la gramática hegemónica de discusión y deliberación" (Fraser & Honneth, 2006, p. 156). Se trata de discursos normativos ampliamente compartidos y difundidos en las democracias y que operan como una gramática moral a la que pueden recurrir los actores sociales. El crítico-teórico, por supuesto, deber evaluar la suficiencia de esos paradigmas. Al fin y al cabo "los paradigmas populares actuales de la justicia no están completamente equivocados ni tampoco son del todo satisfactorios" (Fraser & Honneth, 2006, p. 157). Además -concluye- "lejos de estar inevitablemente envueltos en el dato, en las condiciones modernas, están abiertos a la extensión histórica, la radicalización y la transformación" (Fraser & Honneth, 2006, p. 158).

Ella ha aportado nuevos elementos de esta metafilosofía en su más reciente libro, Scales of Justice (2010). Allí ha insistido en desplazar el discurso sobre la justicia, cuando hace referencia al marco adecuado para establecer sus exigencias, desde el 'enfoque de la ciencia social normal', para llevarlo a otro que llama 'enfoque crítico-democrático'. El primer enfoque ha estado orientado a la comprensión de nuestras circunstancias sociales e históricas y "quienes se apoyan en el enfoque de la ciencia social normal (elaboran sus ideas) como asuntos establecidos por un hecho empírico, que no depende de suposiciones controvertibles" (Fraser, 2010, p. 81).

Por el contrario -piensa Fraser- "lejos de ser reducibles a asuntos establecidos por hechos empíricos, las consideraciones propuestas de las circunstancias de la justicia llevan intrínsecamente su propia carga teórica y de valor, que es la razón por la que resultan controvertidas" (Fraser, 2010, p. 81). Los que creen que estas cosas se pueden tratar de manera científica, yerran en el entendimiento de la naturaleza básicamente política de la justicia. "Quienes querrían determinar (estos asuntos) apelando a la ciencia normal tienden a tratar a los sujetos de la justicia como si fueran objetos. Centrados en descubrir los hechos que indican quién está afectado por qué cosa, interpretan a los seres humanos primariamente como objetos pasivos sometidos a las fuerzas estructurales". Creen que la injusticia es algo que se puede establecer científicamente, observando cómo unos individuos son negativamente afectados por el orden institucional. "Pero la dimensión epistémica no agota la naturaleza de las disputas (sobre la justicia). En la perspectiva crítico-democrática, estas disputas también tienen una dimensión política" (Fraser, 2010, p. 85).

Es por esto que no se pueden plantear los asuntos de la justicia apelando a un método científico social; aquí son más útiles los debates políticos amplios. El enfoque que Fraser llama crítico-democrático, en cambio, combina cierto compromiso epistémico con una dimensión política.

Al reconocer la irreductible dimensión performativa de cualquier determinación del marco, este enfoque entiende los sujetos de justica no solo como objetos causales, sino también como actores sociales y políticos, y, valorando la importancia de la autonomía pública, busca propiciar procedimientos para decidir el 'quién' de la justicia que puedan alegar legitimidad democrática (Fraser, 2010, p. 88).

Concluyo con la convicción de que Nancy Fraser supedita su filosofía a las necesidades de la política, sin ignorar el efecto desestabilizante de lo que (apelando a la distinción introducida por Schmitt) podríamos llamar lo político: el carácter desestabilizador del pluralismo (un desestabilizador permanente de las democracias contemporáneas, según lo entendió también Rawls). Frente a ese fenómeno, de lo que se trata, finalmente, es de la posibilidad moral de la vida en común. Cuando Fraser propone asegurar a todos una voz en la construcción de la vida en común, se acerca mucho más a la idea de Habermas de asegurar la plena participación de todos en los procesos de actualización del derecho y de remoción de las injusticias. Es esa participación la que finalmente le dará la objetividad a las conclusiones normativas de los filósofos. El otro camino, el seguido por Honneth, aquel que descansaría sobre una teoría social de raigambre científica, ese carácter de naturaleza científica, es para ella ajeno a la naturaleza política de la filosofía política. Como se ve, son dos posturas claramente diferenciables dentro del mismo esfuerzo crítico-teórico por incursionar en los debates contemporáneos sobre la justicia. Animados ambos por el mismo espíritu de la vieja Escuela de Frankfort, siguen caminos distintos que se explican por su diferenciado entendimiento de la filosofía política.


* Artículo escrito en el marco del proyecto investigativo "Identidades colectivas y Reconocimiento", financiado por la Vice-rectoría de Investigaciones, Universidad del Valle (Convocatoria Interna 2006, CI536).

1 Concretamente, que el reconocimiento debido "es una necesidad humana" y que "el falso reconocimiento puede infligir una herida dolorosa que cause a sus víctimas un mutilador autoodio" (Taylor, 1997, pp. 294 y 197).

2 Cinco textos dan cuenta del debate. En primer lugar, el libro de Young Justice and the Politics of Difference (1990), al que Fraser reacciona con dos textos: "Cultura, economía política y diferencia. Sobre el libro de Iris Marion Young: Justicia y la política de la diferencia" (ponencia presentada en Eastern Division Meeting of the American Philosophical Association en 1992 y luego recogida en Justice Interruptus: critical reflections on the postsocialist condition (1997a) y, 'Recognition or Redistribution? A Critical Reading of Iris Young's Justice and the Politics of Difference', (1995, pp. 166-180); Las diferencias se afinan más con los dos textos que se cruzan las dos filósofas en el compendio Theorizing Multiculturalism, editado por Cynthia Willett (1998): el de Young, "Unruly Categories: A critique of Nancy Fraser's dual systems theory" (1998) (con el que responde a "¿De la redistribución al reconocimiento?...") y el de Fraser, "A rejoinder to Iris Marion Young" (1998).
La temprana muerte de Young puso fin a ese fructífero debate sobre la integración de la teoría crítica y la filosofía moral en relación con la cuestión de cómo responder en justicia a las demandas de los grupos subordinados. En otro ensayo, "Redistribución-Reconocimiento en Nancy Fraser: la superación del dilema", he tratado de mostrar que, en el curso ulterior de sus reflexiones, Fraser se ha venido acercando a ciertas posturas de Young frente a las cuales tomó, inicialmente, una distancia considerable (Cf. Fraser, 1997b).

3 Este debate está consignado en ¿Redistribución o reconocimiento? (Fraser &Honneth, 2006).

4 Lo que, en principio, enfrenta a Fraser con Honneth es lo mismo que ya la había enfrentado con Young: su no aceptación de la tendencia a subordinar los aspectos redistributivos de la justicia, propios de la economía política, a la idea de reconocimiento. En su reacción frente a Young, esta actitud tomó primero la forma de una crítica a cierto excesivo culturalismo que elevaba las diferencias a entidades dignas de ser respetadas y conservadas. Pero, más en general, lo central es que no acepta que, lo que está en el fondo de cada conflicto en demanda de justicia, sea siempre un asunto de reconocimiento. El desarrollo de la teoría de Honneth renueva en Fraser esta reacción, porque él termina por sostener una noción de reconocimiento que hace de él "un concepto diferenciado, que engloba tanto el 'reconocimiento de derechos' y la 'apreciación cultural' como las peticiones de 'amor', y trata de subsumir en él la problemática de la redistribución" (Fraser & Honneth, 2006, p. 15). Ahora resulta que hacer justicia no sólo sería un asunto de conservar las diferencias. Ahora también es asunto de garantizar la realización humana. Contra todo eso, Fraser sostendrá que el tema de la redistribución no ha perdido la centralidad en la justicia social que le ha concedido la tradición filosófico-política.

5 En Young el término casi no aparece, excepto para referirse al reconocimiento de lo que piden los grupos subordinados: "que (sus) necesidades e intereses sean reconocidos en las deliberaciones democráticas que tienen lugar en el ámbito público" (Young, 2000, pp. 310-311); para eludir ese ideal de lo cívico público que "en la práctica tiende a excluir o silenciar a algunos grupos" (p. 308).

6 Entre las injusticias ligadas al reconocimiento, Fraser identifica las siguientes: estar sujetos a patrones de interpretación y comunicación asociados a otra cultura y volverse extraños y hostiles a los propios; ser sometidos a cierta invisibilidad a través de prácticas representativas, interpretativas y comunicativas de la propia cultura; ser calumniados o menospreciados habitualmente en las representaciones culturales públicas estereotipadas o en las interpretaciones cotidianas (Cf. Fraser, 1997a, p. 10).

7 La idea filosófica que tiene Fraser en mente es una -dice- que "proviene de la filosofía hegeliana y, en concreto, de la fenomenología de la conciencia. En esta tradición, el reconocimiento designa una relación recíproca entre sujetos, en la que cada uno ve al otro como su igual y también separado de sí. Se estima que esta relación es constitutiva de la subjetividad: uno se convierte en sujeto individual sólo en virtud de reconocer a otro sujeto y ser reconocido por él. Por tanto, el 'reconocimiento' implica la tesis hegeliana, considerada a menudo opuesta al individualismo liberal, de que las relaciones sociales son anteriores a los individuos y la intersubjetividad es anterior a la subjetividad" (Frase & Honneth, 2006, p. 20).

8 Honneth acusa a Fraser de prestar atención a los nuevos movimientos sociales (de las mujeres, de minorías étnicas y sexuales); los usa para identificar eso que ella llama el escenario del conflicto post-socialista. Si esa simplificación es difícil de creer que sea cierta para Norteamérica, es menos cierta para Europa. En suma, Fraser hace "una generalización de la experiencia norteamericana, porque en países como Francia, Gran Bretaña y Alemania, las luchas sociales del tipo de 'política de identidad' sólo han desempeñado un papel subsidiario" (Fraser & Honneth, 2006, p. 95).

9 Honneth no entiende por qué Fraser no clasifica entre los movimientos de identidad a los racistas blancos y negros, a los fundamentalistas religiosos, a los neonazis, etc. (Fraser & Honneth, 2006, pp. 97-98).

10 La idea seminal, aquella de que el reconocimiento por parte de sus congéneres es absolutamente central en la vida de los seres humanos, viene, como ya sabemos, de Hegel, quien es, según Honneth, el pionero, el que introdujo una nueva concepción del conflicto social; una para la cual "el conflicto entre los individuos puede ser entendido como un momento ético en un movimiento que toma lugar en una vida social colectiva". Pero Hegel, dice Honneth, no es realmente un teórico social y subsume esta prodigiosa idea dentro de su metafísica. Si queremos contar con una teoría del reconocimiento, válido en términos de su capacidad explicativa de los fenómenos sociales, debemos comenzar por construirla. Y un pensador clave para esa empresa es el pragmatista norteamericano George H. Mead, para quien la psicología social debe clarificar el mecanismo por el cual una conciencia del significado de las acciones sociales puede emerger en la interacción humana. Es con una agenda de construcción teórica similar a esa como puede llegarse a afirmar, convincentemente, que el cuidado y, en general, el amor nos hace individuos, el derecho nos hace personas y la solidaridad nos provee una forma de estima social que nos permite relacionarnos positivamente con otros y desarrollar frente a ellos nuestras habilidades y destrezas concretas.

11 Dice Honneth: "Los motivos de rebelión y de resistencia social se constituyen en un espacio de experiencias morales que brotan de la lesión de expectativas profundas de reconocimiento" (Honneth, 1997, p. 197).

12 En concreto: "Las reflexiones normativas surgen de oír un grito de sufrimiento o angustia, o de sentirse angustiada una misma. El filósofo o la filósofa están siempre socialmente situados y si la sociedad está dividida por la opresión, ellos la reforzarán o lucharán contra la misma. [...] La teoría crítica es un modo de discurso que resalta las posibilidades normativas no realizadas pero latentes en una cierta realidad social dada. [...] Normas e ideales surgen del anhelo que es expresión de libertad: no tiene por qué ser así, podría ser de otro modo" (Young, 2000).

13 Rawls es claro en determinar la naturaleza de esta tradición. No se trata, ni mucho menos, de una tradición tranquila o de un cruce de argumentos entre personas que, más o menos, tienen una cierta base común, al modo de un seminario académico. Hay una permanente tensión entre los valores morales y la manipulación que se apoya en los intereses. A propósito de esto Rawls trae a colación la cita de un autor (Harold Lasswell) que dice que "la política es el estudio de quién obtiene qué cosas y de cómo las obtiene" y contempla por un momento la perspectiva del 'cínico', que llamaría ingenuo a quien cree que la política es otra cosa (por ejemplo, acerca de ideales y principios morales). Pero el cínico está equivocado. No se trata de que la política no manipule los ideales y los grandes valores morales. Se trata de que estos ideales y estos valores son parte de la política; que cuentan en ella y por ello los políticos no pueden prescindir de ellos y las personas los toman en cuenta para evaluar las opciones políticas. Aunque engañadas a menudo por los políticos, "las personas no son tan estúpidas como para no discernir cuándo determinados grupos y líderes invocan esas normas de forma puramente manipuladora y partidista y cuándo no". Si funciona la manipulación de esas invocaciones, es "porque hay también personas y grupos que sí invocan sincera y fidedignamente esos mismos principios" (Rawls, 2009, pp. 34-35).


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