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Eidos

Print version ISSN 1692-8857

Eidos  no.17 Barranquilla July/Dec. 2012

 

La concepción institucional de los
derechos humanos revisada*

Julio Montero
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
Universidad de Buenos Aires
jmnormandia@gmail.com

Fecha de recepción: mayo 10 de 2012.
Fecha de aceptación: junio 14 de 2012.


Resumen

En este artículo discuto dos tesis que Thomas Pogge deriva de su concepción institucional de los derechos humanos: la tesis de la culpa y la tesis de la violación global. La tesis de la culpa asevera que los ciudadanos que contribuyen a sostener un régimen institucional que viola derechos humanos sin realizar compensaciones en beneficio de las víctimas, se convierten ellos mismos en violadores de derechos humanos. Por su parte, la tesis de la violación global asevera que al imponer regulaciones injustas que tienden a generar pobreza extrema, el régimen internacional actual viola los derechos humanos de los pobres del mundo. Mi intención seráprobar que ambas tesis son insostenibles ya que se basan en presupuestos errados en materia de responsabilidad. Esto no nos conducirá, sin embargo, a abandonar la concepción institucional de los derechos humanos. Por el contrario, una vez depurada de sus problemas, se trata de una concepción que puede ayudarnos a pensar adecuadamente sobre la responsabilidad por los derechos humanos en un mundo globalizado.

Palabras Clave:Derechos humanos, violaciones, complicidad, responsabilidad, régimen internacional.


Abtract

In this paper, I discuss two theses that Thomas Pogge derives from his ins-titutional conception of human rights: the thesis of guilt and the thesis of global violation. The thesis of guilt states that citizens who contribute to support an institutional regime that violates human rights without awarding the victims any compensation become themselves human rights violators. The thesis of global violation, on the other hand, states that, by imposing unfair regulations that tend to generate extreme poverty, the current international regime violates the human rights of the world's poor. My intention is to prove that both theses are untenable because both of them are based on wrong assumptions concerning responsibility. This will not lead us, however, to leave the institutional conception of human rights. On the contrary, once debugged of its problems, it can be considered a conception that can help us to think properly about responsibility for human rights in a globalized world.

Keywords:Human rights, violations, complicity, responsibility, international regime.


Introducción

En varias conferencias académicas, libros, y artículos publicados durante más de una década, Thomas Pogge ha defendido con admirable rigor argumentativo una concepción particular de los derechos humanos que se conoce como la concepción institucional. Esta concepción contribuyó a renovar el debate sobre temas de filosofía política y mostró la inmensa potencialidad que la disciplina tiene para hacer frente a problemas acuciantes del mundo globalizado como la pobreza extrema. Probablemente por esta razón, la concepción institucional consiguió la adhesión de muchos filósofos sinceramente preocupados por la suerte de sus contemporáneos. Pogge presenta la concepción institucional por contraste con otra concepción que denomina "interaccio-nal". De acuerdo con la concepción interaccional, decir que una persona tiene un derecho humano a X implica que los restantes agentes tienen una obligación de abstenerse de privar a esa persona de X (Pogge, 2000, p. 47; 2002, p. 64). Por ejemplo, decir que una persona tiene un derecho humano a la vida significa que otros deben abstenerse de matarla. En cambio, de acuerdo con la concepción institucional, decir que una persona tiene un derecho humano a X implica que todo régimen institucional debe ordenarse de modo tal que esa persona tenga acceso seguro a X. Naturalmente, para que se cumpla esta condición no es necesario que su acceso a X sea absolutamente seguro, sino que basta con que esté protegido contra ciertas amenazas estándar (Pogge, 2000, p. 53). Por ejemplo, decir que alguien tiene un derecho humano a la vida significa que debe estar razonablemente protegido de morir prematuramente por causas previsibles como ataques por parte de terceros, enfermedades curables a costos moderados, desnutrición, carencia de agua potable, infecciones, etc. Concretamente, bajo la concepción institucional, un régimen institucional viola derechos humanos si se cumplen tres condiciones:

    a)El régimen es de naturaleza coercitiva.

    b)El régimen es tal, que algunas de las personas que viven bajo su influencia carecen de acceso seguro al objeto o la sustancia de sus derechos humanos de un modo previsible.

    c)Existe algún ordenamiento alternativo plausible de las instituciones que componen el régimen bajo el cual las personas tendrían acceso razonablemente seguro al objeto de sus derechos humanos (Pogge, 2000, pp. 51-53; 2002, p. 65).

La concepción institucional resulta sumamente atractiva por varias razones. En primer lugar, acomoda mejor que las concepciones de naturaleza interaccional muchas de nuestras intuiciones corrientes en materia de derechos humanos. Por ejemplo, probablemente dudaríamos en decir que un hombre que mata a otro tras una riña es un violador de derechos humanos. De hecho, hasta ahora ningún organismo internacional ni ninguna organización de derechos humanos se ha ocupado de cosas así. Pero nuestra visión de las cosas podría ser distinta si el asesino fuera un agente de policía que mata a un disidente político siguiendo órdenes del gobierno. Como el propio Pogge se encarga de señalar, para que un episodio califique como violación de derechos humanos debe involucrar alguna falta de naturaleza oficial, ya se trate de una acción, como la de matar, torturar o intimidar, o de una omisión como la de no proporcionar la debida protección (Pogge, 2000, pp. 47-48; 2002, pp. 59-61).

En segundo lugar, la concepción institucional parece dar cuenta mejor que las concepciones interaccionales del carácter distintivo del concepto de derechos humanos. Por lo general, las concepciones interaccionales tienen problemas para distinguir los derechos humanos de otros derechos, a punto tal que tienden a comprender los derechos humanos como si se tratara de alguna clase especial de derechos naturales (Beitz, 2009, pp. 49 ss.). Pero es de suponer que los derechos humanos hacen alguna contribución distintiva a nuestra vida moral. La concepción institucional permite explicar cuál es esa contribución: los derechos humanos se refieren, no al modo en que deben ser tratadas las personas en general, sino al modo en que deben ordenarse las principales instituciones políticas para tratar a las personas con el respeto que merecen. Esta manera de comprender el rol de los derechos humanos parece, por cierto, completamente consistente con la práctica de los derechos humanos consolidada durante los últimos cincuenta años (Beitz, 2009, pp. 128-133; Higgins, 2006, pp. 95 ss; Nickel, 2007, p. 10).

En tercer lugar, la concepción institucional proporciona un cuadro más atractivo de los deberes relativos a los derechos humanos que otras concepciones. La concepción de los derechos humanos imperante a nivel del derecho internacional centra la responsabilidad por los derechos humanos en los gobiernos, en su capacidad doméstica (Meckled-García y Cali, 2006, p. 15). La concepción institucional amplía este panorama de dos maneras. Por un lado, internacionaliza la responsabilidad por los derechos humanos, distribuyendo obligaciones a diversos actores en el plano global. Esto parece consistente con la idea contenida en varios documentos internacionales de que la plena realización de los derechos humanos requiere de la cooperación internacional. Por el otro lado, la concepción institucional reconduce con éxito la responsabilidad por los derechos humanos a las personas de carne y hueso, al atribuirnos a todos una obligación de no contribuir a sostener instituciones que violen derechos humanos (Pogge, 2000, p. 63; 2002, p. 64; 2005, p. 3). Después de todo, somos nosotros los que mediante nuestras decisiones podemos contribuir a que el mundo cambie.

Si bien la concepción institucional parece superior a sus principales rivales, Pogge deriva de ella dos tesis particularmente polémicas. La primera tesis dice que las personas que contribuyen a sostener un régimen institucional que viola derechos humanos sin realizar compensaciones a favor de las víctimas se convierten en violadoras de derechos humanos (Pogge, 2005). Podemos referirnos a esta tesis como la tesis de la culpa. La segunda tesis dice que al contribuir a sostener el actual régimen institucional global, los países ricos violan los derechos humanos de los pobres del mundo (Pogge, 2005; 2007). Podemos referirnos a esta tesis como la tesis de la violación global. Estas tesis han generado gran convulsión en el mundo intelectual, atrayendo la atención de cientos de jóvenes académicos deseosos de promover con sus escritos una cruzada global contra la pobreza. Si bien no puedo ocultar mi simpatía por una causa tan noble, en este artículo argumento que ambas tesis son insostenibles ya que se basan en presupuestos errados en materia de responsabilidad. Esto no nos conducirá, no obstante, a exonerar de responsabilidad por los derechos humanos a los ciudadanos o al régimen internacional ni a abandonar la concepción institucional, sino, más bien, a comprender mejor qué responsabilidades recaen sobre estos agentes desde la perspectiva de esta misma concepción.

Contribución, responsabilidad y violación

Consideremos la tesis de la culpa. De acuerdo con esta tesis, cuando apoyamos un régimen institucional que viola derechos humanos nos convertimos en violadores de derechos humanos. Como vimos, en la concepción institucional las personas tenemos una obligación de abstenernos de sostener o contribuir a sostener un régimen institucional que viole derechos humanos. Incumplimos este deber cuando acatamos los requerimientos de un régimen, así sea pagando impuestos o cooperando con este de alguna otra manera. Es importante aclarar que Pogge no se limita a atribuir a las personas alguna responsabilidad por las violaciones de derechos humanos perpetradas por sus instituciones a imponerles una obligación de trabajar para reformarlas, sino que da un paso más. De acuerdo con él, cuando no honramos el deber de no cooperar con instituciones que violan derechos humanos nos convertimos nosotros mismos en violadores. En sus propias palabras:

El derecho humano a no ser torturado es violado por los torturadores, así como por muchos de los que cooperan en imponer instituciones sociales bajo las que las personas previsiblemente padecerán tortura. Esta categoría incluye en primera instancia a los políticos y burócratas que permiten o incluso ordenan torturar. Pero también incluye a los ciudadanos comunes que realizan una contribución no compensada con la imposición de instituciones sociales que previsiblemente darán lugar a un déficit evitable de derechos humanos (Pogge, 2005, p. 3).

Para ilustrar su tesis, Pogge recurre al caso de los ciudadanos alemanes que vivieron durante el régimen Nazi. Dice al respecto:

Por ejemplo, mediante su apoyo no compensando al terriblemente injusto régimen Nazi, muchos alemanes facilitaron violaciones de derechos humanos a las que este previsiblemente condujo: participaron en un crimen colectivo y así violaron los derechos humanos de las víctimas, incluso si nunca mataron, torturaron o dañaron directamente de ninguna otra forma a ninguna persona (Pogge, 2005, p. 3).

Desde esta perspectiva, los ciudadanos de los Estados Unidos violarían los derechos humanos de las personas que sus tropas abusan ahora mismo en Irak, Afganistán o Guantánamo así como los ciudadanos chinos violarían los derechos humanos de las víctimas que su brutal régimen persigue, tortura o asesina. Según Pogge, para evitar esta acusación deberían o bien dejar de cooperar con sus gobiernos, o bien emprender acciones de compensación en beneficio de las víctimas, proveyéndolas de asistencia directa al estilo de Oskar Schindler o trabajando para conseguir reformas institucionales (Pogge, 2005, pp. 3-4).

No se puede negar que la tesis de la culpa es de una gran originalidad. En particular, esta tesis podría revertir la actitud de muchas personas que se comportan como si las violaciones de derechos humanos perpetradas por sus gobiernos representaran un asunto que no las involucra en absoluto. Aunque a algunas personas podría no importarles que se las acuse de violar derechos humanos, es probable que muchos ciudadanos decentes de las democracias constitucionales occidentales se estremecieran de espanto al descubrir que no son mucho mejores que Stalin, Pol-Pot o Augusto Pinochet. Esto bien podría motivar cambios de comportamiento progresivos que con el tiempo podrían acabar por transformar la realidad.

Pero, por más buenas consecuencias que la tesis de la culpa pueda generar, es, por desgracia, conceptualmente insostenible. Un problema evidente con esta tesis es que muchas veces el deber de abstenerse de colaborar con regímenes que violan derechos humanos sin realizar contribuciones en beneficio de las víctimas es imposible de cumplir a costos razonables. La emigración requiere de una cantidad considerable de recursos y puede generar padecimientos indecibles. Por su parte, dejar de cumplir con los requerimientos de regímenes criminales o trabajar por las víctimas podría suponer penas de cárcel, persecuciones, tortura o muerte. Naturalmente, valoraríamos que una persona asumiera semejantes riesgos por el bienestar de sus congéneres. Lo valoraríamos tanto que diríamos que se trata de un héroe o una heroína. Pero no podemos pretender que todo el mundo se comporte así. Convertir en violadores de derechos humanos a los ciudadanos de regímenes criminales es olvidar que ellos mismos son víctimas de sus propios gobiernos, de la tragedia que una época desencadena sobre ellos. Otro problema se relaciona con la vaguedad del deber de realizar compensaciones en beneficio de las víctimas. ¿Cuánto debemos hacer por ellas para dejar de violar sus derechos? ¿Debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance? ¿Debemos, en cambio, ayudarlas cuando podamos hacerlo sin riesgos para nosotros mismos o sin convertirnos en mártires o héroes? ¿Basta con votar correctamente y destinar esporádicamente dosis moderadas de tiempo o recursos para promover el respeto de los derechos humanos? ¿Con base en qué variable se determina el monto de asistencia que debemos brindar? ¿Con base en nuestro nivel de contribución con el régimen criminal? ¿Con base en nuestras influencias o recursos? ¿Con base en la gravedad de las violaciones? ¿Cómo debemos distribuir la ayuda cuando participamos a la vez de varios regímenes que violan derechos humanos? ¿Debemos concentrarnos en el más próximo causalmente? ¿En el que tenemos más posibilidades de transformar? ¿En el que produce las violaciones más graves? Por supuesto, muchos deberes requieren que apliquemos el juicio moral con honestidad. Pero cuando un deber es tan vago como este, parece directamente incapaz de guiar el comportamiento.

Sin embargo, el problema principal con la tesis de la culpa consiste en que parece ignorar que tener responsabilidad por un estado de cosas no es lo mismo que ser responsable de ese estado de cosas. Consideremos un ejemplo. Supongamos que Asesino se propone matar a Víctima disparándole durante la noche con un arma que compró en la tienda de Vendedor. Si bien Vendedor desconocía los planes de Asesino, le vende el arma a pesar de que Asesino luce alterado y su permiso para adquirir armas estácaducado. Antes de que Asesino dispare contra Víctima se produce una ruidosa discusión seguida de una pelea. Aunque Vecino, el vecino de Víctima, escucha gritos, amenazas y disparos no da aviso a la policía ni se toma ninguna otra molestia para corroborar que Víctima se encuentre bien. Simplemente sigue durmiendo. A la mañana siguiente, se descubre a Víctima muerto en su apartamento con un disparo en el corazón. Es claro que todos los agentes involucrados tienen alguna responsabilidad por la muerte de Víctima. De hecho, todos ellos incumplieron algún estándar de comportamiento y obraron de modo incorrecto. Más alládel remordimiento que Vendedor y Vecino deberían experimentar o de los reproches que podríamos dirigirles, no sería irrazonable que un juez les impusiera compensaciones o condenas por comportarse de modo negligente. Sin embargo, también es claro que solamente Asesino es responsable del asesinato de Víctima. Solamente a él podría imponérsele una pena por homicidio. Si un juez condenara a Vendedor o Vecino por ese mismo cargo, o los pusiera al mismo nivel que a Asesino, diríamos que ha cometido una injusticia. Por cierto, ese juez habría negado un axioma básico de la moralidad: el axioma de acuerdo con el cual las atribuciones de responsabilidad deben guardar relación con el comportamiento de los agentes o con el contenido de sus acciones (Kutz, 2000, p. 115, 153).

La tesis de la culpa no se refiere, claro está, a agentes que actúan de manera desagregada, como en el caso que acabamos de discutir, sino a agentes que cooperan mutuamente con cierto conocimiento de los estados de cosas que sus actividades podrían generar o contribuir a generar. Pero esto no cambia mucho las cosas. Es cierto que cuando actuamos en conjunto con otros o cooperamos para conseguir una meta podemos adquirir responsabilidad por estados de cosas que no generamos directamente mediante nuestras propias acciones. Por ejemplo, si participo de un partido político que promueve medidas homofóbicas, otros podrán pedirme cuentas por esto, aunque yo mismo jamás haya discriminado a nadie ni comparta plenamente las ideas del partido en esta materia (Feinberg, 1970, p. 248; Sepinwall, 2011; Kutz, 2000, pp. 146 ss.). La posibilidad de actuar concertadamente con otros amplía nuestra capacidad de hacer cosas en el mundo y el precio que pagamos por esto es una expansión del espectro de nuestra responsabilidad personal. Pero participar de un grupo que viola derechos humanos no es una condición suficiente para que nos convirtamos en violadores de derechos humanos. Consideremos el caso de un grupo terrorista que realiza atentados contra la población. Cerebro, el líder de la banda, planea los ataques; Proveedor consigue el material para armar las bombas; Donante aporta regularmente modestas sumas de dinero para contribuir a financiar las actividades del grupo, ignorando quiénes serán las próximas víctimas o cuál seráel escenario del próximo atentado. Es evidente que todos los agentes mencionados tienen alguna responsabilidad por los crímenes perpetrados. Pero parece igualmente evidente que no todos son asesinos ni tienen la misma responsabilidad por los asesinatos. Por el contrario, Proveedor o Donante probablemente no serían culpables de asesinato sino solamente de actividades ilegales, complicidad o facilitación. Este mismo razonamiento debería aplicarse a las violaciones de derechos humanos. Volvamos a considerar las violaciones de derechos humanos perpetradas por el régimen Nazi. Seguramente muchos agentes, incluyendo a ciudadanos comunes, tienen alguna responsabilidad por los crímenes aunque no hayan dañado ni matado a nadie con sus propias manos. Pero esto no es lo mismo que ser un violador de derechos humanos. Decir que los ciudadanos que pagaron sus impuestos al Tercer Reich son violadores de derechos humanos sería como decir que Vecino asesinó a Víctima o que Donante extermina a blancos inocentes.

Hay tres potenciales objeciones contra mi argumento que debo considerar. La primera objeción dice que este argumento solamente sirve para liberar de la acusación de violar derechos humanos a los ciudadanos de un régimen autoritario, pero no a los ciudadanos de regímenes democráticos. Esto se debe a que, como enseña cualquier manual de teoría política, en un régimen democrático la autoridad es el pueblo. Por consiguiente, deberíamos considerar a las instituciones del Estado como agentes sin voluntad propia: una especie de autómatas que se limitan a hacer lo que otros les ordenan. Desde esta perspectiva, los ciudadanos de un régimen democrático podrían compararse con un grupo de perversos que participan de un extraño juego en el que cada participante tiene acceso a un interruptor conectado a una gran computadora. Si más de la mitad de los jugadores oprime el botón, la computadora recibirála orden de torturar a un grupo de víctimas suministrándoles intensas descargas eléctricas. En un caso así bien podría pensarse que, aunque la decisión de cada jugador no es una condición suficiente para que las víctimas sufran la descarga, cada uno de los participantes es un torturador en la medida en que conocía las reglas del juego y podía prever sus consecuencias (Ashford, 2007, p. 225; Montero, 2009).

Esta objeción tropieza al menos con dos graves dificultades. Primero, las instituciones de gobierno de una sociedad democrática no son autómatas. Por el contrario, están compuestas por actores que disponen de relativa discreción para tomar decisiones y que normalmente cuentan con recursos para incidir sobre la opinión pública. Estos actores cargan con la obligación de observar los derechos humanos de la población aunque ciertas violaciones pudieran complacer a una mayoría. De hecho, el respeto de los derechos humanos es por lo general un mandato constitucional además de un requisito indispensable para que la comunidad internacional le reconozca a un pueblo el derecho de gobernarse soberanamente. Segundo, aun si aceptáramos acríticamente el modelo de las instituciones democráticas como autómatas que siguen ciegamente las directivas de la ciudadanía, no podríamos decir que cada uno de los ciudadanos es un violador de derechos humanos. No solamente porque algunos podrían no haber apoyado las medidas, sino esencialmente porque el responsable de violar derechos humanos sería un agente grupal: la comunidad política. Dado que se trata de un grupo jerárquicamente ordenado, los agentes individuales tendrán distinto grado de responsabilidad por las violaciones dependiendo de variables tales como su influencia, su autoridad política o su rol en la red de instituciones de gobierno. Mientras que los altos mandos tendrán máxima responsabilidad por las violaciones, los ciudadanos solamente serán responsables de complicidad, facilitación o colaboración (Pas-ternak, 2011; Erskine, 2001; Sepinewall, 2011). Consideremos, por ejemplo, la invasión de Irak llevada a cabo por los Estados Unidos en abierta contravención del derecho internacional. Si bien diríamos que los ciudadanos de los Estados Unidos tienen diversos grados de responsabilidad por esta invasión y sus nefastas consecuencias, no diríamos que cada ciudadano invadió Irak, sino más bien que Irak fue invadido por un agente colectivo que designamos con el nombre de Estados Unidos de América.

La segunda objeción que puede plantearse dice que no hay ninguna diferencia relevante entre acusar a alguien de violar derechos humanos o contribuir a que se violen derechos humanos.1 Por ejemplo, no habría ninguna diferencia relevante entre decir que alguien torturó a un disidente político o decir que contribuyó a que se lo torture. Las dos actividades son aberrantes, deben cesar de inmediato, merecen castigo, y pueden generar una obligación de compensar a las víctimas. En respuesta a este planteo, debemos señalar que, a pesar de nuestra primera impresión, no es lo mismo torturar a alguien que contribuir a que se lo torture. Por ejemplo, mientras un torturador recibiría una pena de cárcel considerable, un cómplice o un facilitador podría recibir una pena menor o hasta ser absuelto. Del mismo modo, la condena social que padece un torturador suele ser drástica. Cuando un torturador entra al restaurant en el que cenamos, es probable que nos vayamos a comer a otra parte. Esta no es siempre la reacción adecuada ante un cómplice o un facilitador. No es, probablemente, la actitud que debemos asumir ante un soldado raso que muerto de miedo reparaba los equipos entre sesiones o conducía los vehículos en que se trasladaba a las víctimas. Finalmente, cuando cierto estado de cosas sumamente grave se sigue directamente de nuestras acciones, normalmente tenemos un deber de interrumpir esas acciones de manera inmediata sin importar el costo que esto pueda tener. Por ejemplo, si descubro que mi nuevo horno de microondas produce una radiación que mataráa mis vecinos, tendré una obligación de dejar de usarlo ya mismo por más inconvenientes que esto acarree. Esto sería distinto en un caso de contribución, en especial si la contribución es marginal. Por ejemplo, si descubro que cuando las emisiones que se desprenden del escape de mi automóvil se combinan con las emisiones producidas en todo el globo por millones de maquinarias, causan un daño considerable a la atmósfera que puede impactar negativamente sobre los intereses de muchas personas, tendré una razón para moderar mi uso del automóvil o para involucrarme en actividades de toma de conciencia global. Pero probablemente nadie diría que no puedo conducir esa mañana para llevar a mi hijo al colegio (Kutz, 2002, p. 153).

La tercera objeción que quiero considerar sostiene que la noción de violación de derechos humanos es puramente estipula-tiva.2 Por consiguiente, podríamos redefinirla de modo tal que todos los agentes que contribuyen causalmente a dañar los intereses básicos de las personas sean catalogados como violadores de derechos humanos con distintos grados de culpa, según la naturaleza de su contribución. Desde esta perspectiva, todos los ciudadanos de los Estados Unidos violarían los derechos humanos de los prisioneros que sus agentes de inteligencia torturan o retienen ilegalmente ahora mismo en Guantánamo, aunque la responsabilidad del Presidente por las violaciones sería mucho mayor que la de un inmigrante indocumentado sin derecho a voto. Esta maniobra no solamente respetaría el axioma que establece que las atribuciones de responsabilidad deben guardar relación con las acciones de los agentes sino que, al mostrarnos crudamente las consecuencias mediatas de algunas de nuestras acciones, podría tender a disminuir la tasa de violaciones de derechos humanos. Pero consideradas las cosas con cuidado, no ganaríamos gran cosa con esta maniobra. Decir de todos los miembros de una sociedad que son violadores de derechos humanos probablemente produciráuna trivialización del concepto. La gente ya no preguntarási alguien es un violador sino cuál es exactamente su contribución: los que contribuyan poco serán inmediatamente excusados. Al mismo tiempo, generalmente pensamos que entre criminales como Hitler o Stalin, y ciudadanos comunes que contribuyen con regímenes criminales pagando sus impuestos no hay una mera diferencia de grado, sino una diferencia radical. Es precisamente esa diferencia la que queremos capturar mediante la noción de violador de derechos humanos. Y es precisamente porque usamos la noción de esta manera, que acusar a alguien de violar derechos humanos es una acusación de peso.

Violaciones de derechos humanos a través de las fronteras

Consideremos ahora la tesis de la violación global. Esa tesis dice que el régimen internacional actual viola los derechos humanos de los pobres del mundo. Mediante un impresionante análisis de datos, relaciones y estadísticas, Pogge prueba que el régimen internacional actual contribuye activamente a generar pobreza al imponer instituciones, reglas y regulaciones injustas (Pogge, 2000; 2002; 2005; 2007).3 Como ejemplo podemos mencionar los sucesivos acuerdos de comercio internacional adoptados durante las pasadas décadas en varias rondas de negociación. Estos acuerdos forzaron a los países no industrializados a abrir sus mercados a productos provenientes de las economías desarrolladas, permitiendo, al mismo tiempo, que los países industrializados protegieran a sus productores agropecuarios mediante subsidios, tarifas y barreras arancelarias (Pogge, 2007, pp. 34-35). Como era de prever, esta política comercial causó la bancarrota de millones de pequeños granjeros en el mundo pobre así como una monumental transferencia de recursos hacia los países más ricos, socavando todavía más la capacidad de algunos de los gobiernos pobres de atender los derechos humanos de su población (Guariglia, 2010 pp. 106-122). O podemos considerar el actual régimen de patentes farmacéuticas que, al establecer el pago de un canon al laboratorio que descubrió la fórmula, incrementa los precios de drogas, antibióticos y vacunas volviéndolos inaccesibles para millones de pobres globales (Pogge, 2007, p. 37). Es con base en evidencia como esta que muchos autores cosmopolitas concluyen que el régimen internacional viola los derechos humanos de los pobres del mundo.

Pero esta conclusión nuevamente depende de presupuestos apresurados en materia de responsabilidad. Pues, como vimos, el mero hecho de que un agente contribuya causalmente, incluso mediante la realización de una acción injusta o incorrecta, a producir un déficit de derechos humanos, no basta para decir que ese agente ha violado derechos humanos. Supongamos que Deudor se niega a pagar una deuda importante que mantiene con Acreedor aun sabiendo que Acreedor cuenta con ese dinero para someter a Hijo, el hijo de Acreedor, a un tratamiento médico que Hijo necesita para evitar una muerte prematura. Dado que Deudor no cancela su deuda, Hijo no recibe el tratamiento, como consecuencia de lo cual muere al cabo de unos días, como advertían los médicos. Aunque nadie negaría que Deudor obró de manera reprochable sería sumamente problemático acusarlo de violar el derecho a la vida de Hijo, en especial si Acreedor podía resolver la situación consiguiendo otro trabajo, recurriendo a la ayuda de amigos, pidiendo un crédito, vendiendo parte de su negocio, o de alguna otra manera. Como varios autores señalan, la asignación de responsabilidades no depende de meras relaciones causales sino de vínculos normativos generados por una distribución previa de responsabilidades (Ripstein, 2004). Lo que vuelve a Acreedor responsable por la muerte de Hijo es que sobre él pesaba la obligación de conseguir los recursos para proporcionarle asistencia médica incluso cuando otros se negaran a pagarle sus deudas.

Del mismo modo, el que una acción incorrecta nos permita acusar al agente que la realiza de violar derechos humanos, dependeráde cómo se distribuya la responsabilidad por estos derechos (Montero, 2009). De acuerdo con Pogge, la responsabilidad recae por igual sobre todo régimen institucional coercitivo, incluyendo al régimen global. En sus palabras:

Los derechos humanos de una persona no solamente implican demandas morales sobre el orden institucional de su propia sociedad, las cuales son demandas sobre sus propios conciudadanos, sino también demandas morales análogas sobre el orden institucional global, que son demandas contra todos los seres humanos (Pogge, 2000, p. 55).

Esta asignación de responsabilidades se deriva, en su opinión, del artículo 28 de la Declaración Universal. Este artículo estipula que "Todo el mundo tiene derecho a un orden social e internacional en el cual los derechos y libertades establecidos en esta Declaración puedan ser plenamente realizados". Partiendo de este artículo, Pogge sostiene que, al igual que los regímenes domésticos, el régimen internacional debería reordenarse de modo que todos los habitantes del planeta gozaran de acceso razonablemente seguro al objeto de sus derechos humanos (Pogge, 2000, p.52; 2005, p. 4).

Si esta asignación de responsabilidades resultara correcta, la tesis de la violación global podría mantenerse. Como sostiene Pogge, los gobiernos ineptos o corruptos de los países pobres y el régimen internacional serían comparables a dos tribus que contaminan las aguas de un río, envenenando a las personas que viven cauce abajo (Pogge, 2005, pp. 14-15). Pero esta concepción de la responsabilidad por los derechos humanos enfrenta tres problemas. El primer problema se refiere a la naturaleza coercitiva del régimen internacional. De acuerdo con Pogge, los derechos humanos no imponen demandas sobre cualquier régimen institucional, sino exclusivamente sobre regímenes e instituciones de carácter coercitivo (Pogge, 2002, p. 64). Si bien la participación de los países pobres en el actual régimen internacional no es completamente libre por los costos derivados de la marginación, muchos países como Irán, China, Corea del Norte, Venezuela, Argentina han infringido repetidamente sus reglas sin padecer las dramáticas consecuencias que los cosmopolitas vaticinan. Del mismo modo, la coerción que el régimen internacional ejerce no puede compararse con la que ejerce un Estado. Un Estado puede regular todos los aspectos de la vida de las personas, invadir su privacidad, incidir de modo determinante sobre sus perspectivas de vida, restringir su acceso a bienes primarios como libertades, derechos y oportunidades, impedirles la emigración, someterlas a tortura, persecución, trabajo esclavo, etc. No puede decirse lo mismo del régimen internacional, un régimen que no cuenta con un aparato represivo, que no tiene autoridad sobre las personas, que solo puede incidir sobre la distribución de bienes primarios por vías indirectas y que parece simplemente destinado a facilitar la cooperación entre Estados soberanos. Si los derechos humanos se aplican a un régimen institucional en la medida en que se trata de un régimen coercitivo, es evidente que no pueden imponer las mismas responsabilidades al régimen internacional que a los Estados.

El segundo problema se relaciona con las capacidades del régimen internacional. Según Pogge, los derechos humanos constituyen demandas de acceso razonablemente seguro a ciertos bienes o Estados (Pogge, 2000, p.63). En términos prácticos esto implica que no basta con que el régimen institucional se abstenga de privar a las personas de acceso al objeto de sus derechos humanos, sino que debe adoptar todas las medidas a su alcance para que ese acceso esté razonablemente garantizado. Esta demanda no puede dirigirse al régimen internacional. Pues solamente un agente que dispone de la autoridad política para asignar deberes y obligaciones de manera autoritativa puede cumplir una demanda así. Sin derecho penal, sin mecanismos para recaudar recursos, sin una administración de justicia, sin fuerzas de seguridad, sin capacidad para regular la economía, crear agencias educativas, sanitarias y culturales, o para regular el sistema de propiedad, la provisión de acceso seguro resulta completamente impensable. Es cierto que con el advenimiento de la globalización el régimen institucional internacional ha experimentado un desarrollo sin precedentes, caracterizado por el surgimiento de una densa red de tratados, acuerdos e instituciones como la Organización de Naciones Unidas, la Organización Mundial del Comercio, la Organización Mundial de la Salud, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, así como un sistema relativamente sofisticado de propiedad intelectual. Sin embargo, resulta evidente hasta para el observador más optimista que, a pesar de todo este desarrollo, el régimen internacional actual no cuenta con poderes ni remotamente comparables a los de un Estado (Christiano, 1995; Freeman, 2006, p. 450; Meckled-García, 2007). Por consiguiente, en ausencia de un Estado global, los derechos humanos, comprendidos como reclamos de acceso seguro, solamente pueden aplicarse a las sociedades domésticas.

Es importante rebatir en este aspecto la fantasía que Pogge parece haber instalado de que la implementación de algunas pocas medidas modestas de carácter global convertiría el mundo en un paraíso de los derechos humanos. Si bien algunas de esas medidas podrían aliviar la situación de algunos pobres globales, no bastarían para que la población mundial gozara de acceso seguro al objeto de sus derechos humanos. Imaginemos, por ejemplo, que el régimen de comercio internacional se rediseñara de modo tal que permitiera a los países pobres vender sus productos primarios en los mercados de los países ricos sin restricciones. Aunque esto mejorara temporalmente la situación de los más pobres, el nuevo equilibrio podría verse alterado por caídas en los precios de las exportaciones agrarias, cambios en las preferencias de los mercados, o innovaciones tecnológicas. O imaginemos que el Banco Mundial recibiera la directiva de ofrecer préstamos baratos a los gobiernos de los países pobres para promover procesos de industrialización. Esta medida podría tener consecuencias inmediatas positivas. Pero, en el mediano plazo, podría repercutir negativamente sobre otras economías al desencadenar un derrumbe de los precios de los productos industriales o disparar un sideral incremento de los precios de las materias primas. Tampoco una redistribución de divisas realizada por medio de un impuesto internacional como el Impuesto Global a los Recursos propuesto por Pogge, bastaría para asegurar que todo el mundo disponga de acceso seguro a los objetos de sus derechos humanos (Pogge, 2002, pp. 196-215). Pues una inyección de recursos en una economía pobre no solamente puede generar inflación, disminuyendo el poder adquisitivo de los más pobres, sino que, al promover la importación de bienes extranjeros, también puede impactar negativamente sobre la producción local, los niveles de empleo y procesos de industrialización en marcha (Meckeld-García, 2007).

El tercer problema con la distribución de responsabilidades propuesta por Pogge es que no resulta para nada evidente que, mediante la adopción de la Declaración Universal o del derecho internacional vigente, la comunidad internacional tome a su cargo los derechos humanos o asuma obligaciones por estos derechos comparables a las obligaciones de los Estados. Por el contrario, hay un amplio consenso respecto a que, desde la perspectiva del derecho internacional, la responsabilidad por la realización de los derechos humanos recae principalmente sobre los Estados en su capacidad doméstica (Beitz, 2009, p. 109; Nickel, 2007, p. 7; Meckled-García y Cali, 2006, pp. 11-23; Cassese, 2005, p. 375).4 Al suscribir los diversos instrumentos de derechos humanos, los Estados se comprometen recíprocamente a cumplir con esas responsabilidades, aceptando la autoridad de la comunidad internacional para la aplicación de posibles sanciones en caso de incumplimiento. Los compromisos asumidos por la comunidad internacional, como el de velar por que los Estados respeten los derechos humanos de su población, o el de cooperar para generar un orden internacional más amigable para la plena realización de los derechos humanos, son generalmente interpretados como responsabilidades derivadas, complementarias o de respaldo (Nickel, 2007, pp.38-39; Beitz, 2009, pp. 106 ss.).

Como consecuencia del planteo anterior, deberíamos concluir que, contrariamente a lo que piensan los autores cosmopolitas, la responsabilidad del régimen internacional por los derechos humanos no es comparable con la responsabilidad de los regímenes domésticos. No se trata de dos tribus que envenenan conjuntamente un río. Es evidente que el ordenamiento del régimen internacional incide sobre la capacidad de los Estados de satisfacer los derechos humanos de su población. Pero, aunque el régimen internacional debilite las economías de los países en desarrollo, sus gobiernos deberían administrar los recursos disponibles prio-rizando la satisfacción de los derechos humanos. Para esto pueden reducir sus gastos militares, políticos, diplomáticos o de infraestructura, subir los impuestos, acudir a préstamos o solicitar asistencia internacional. Eso es precisamente lo que los derechos humanos requieren. Como argumenta Amartya Sen (1999) en un cuidadoso estudio sobre el tema, las hambrunas y la pobreza extrema no se deben tanto a la escasez de recursos como a las políticas públicas adoptadas por parte de los gobiernos domésticos en materia de natalidad, libre circulación de la información, alfabetización o igualdad de género. De hecho, el propio Pogge (2005) reconoce que "la mayor parte de la pobreza extrema se evitaría a pesar de la injusticia del orden global actual si los gobiernos y las elites de los países pobres estuvieran genuinamente comprometidos con el 'buen gobierno' y la erradicación de la pobreza" (p.15). Por más que el régimen internacional genere condiciones adversas para la plena realización de los derechos humanos, es el comportamiento de los Estados lo que determina que las personas se vean privadas de acceso seguro al objeto de sus derechos.

Por supuesto, no pretendo sostener que el régimen internacional actual no tiene ninguna responsabilidad por la pobreza global. Se trata de un régimen injusto, probablemente un régimen de explotación, que contribuye a la generación de miseria y que debería ser inmediatamente reformado. Esa reforma no solamente debería orientarse a brindar condiciones de intercambio idénticas a todas las partes sino también, como proponen varios autores entendidos en el tema, a mejorar la situación comparativa de las economías menos prósperas (Guariglia, 2010, p.119). Puesto que la comunidad internacional ha asumido un compromiso de cooperar con los Estados para conseguir la plena realización de los derechos humanos, la obligación de implementar estas reformas es una obligación de derechos humanos. Pero el incumplimiento de esa obligación no puede ponerse a la par de una violación. No pretendo decir tampoco que el régimen internacional no viola los derechos humanos de los pobres del mundo jamás. En particular, podríamos acusar al régimen global de violar los derechos humanos de los pobres cuando sus regulaciones destruyeran completamente la capacidad de un Estado de atender los derechos humanos de su población, o cuando el régimen internacional se negara a brindar asistencia a gobiernos que realmente no cuentan con los recursos necesarios para cumplir con sus obligaciones de derechos humanos. Simplemente espero haber mostrado que la tesis de la violación global es insostenible como tesis general.

Conclusión: la concepción institucional de los derechos humanos revisada

Para concluir quisiera señalar que los problemas que detectamos no deben conducirnos a descartar la concepción institucional de los derechos humanos. Por el contrario, una vez depurada, la concepción institucional resulta una perspectiva interesante que puede ayudarnos a pensar sobre la responsabilidad por los derechos humanos en la era global. De acuerdo con la concepción institucional revisada, los derechos humanos no se corresponden con deberes de una sola clase impuestos a un solo agente, sino que generan un variado abanico de obligaciones de amplio espectro. Las obligaciones orientadas a brindar a las personas acceso seguro al objeto de sus derechos humanos recaen sobre los Estados en su capacidad doméstica, al menos mientras dispongan de los recursos y la capacidad política para afrontarlas. Esto es lo moralmente esperable en un mundo en el que cada comunidad política reclama soberanía exclusiva sobre su territorio. Y no solamente por razones prácticas, sino también por razones normativas. Puesto que las personas cooperan en la producción de bienes primarios al interior de sus propias comunidades políticas, no es descabellado pensar que son estas comunidades las que deben atender sus derechos humanos. Pero esta no es toda la historia. Como hemos visto, los ciudadanos tienen diversas obligaciones relacionadas con el récord de derechos humanos de su sociedad: obligaciones de votar a gobiernos que promuevan los derechos humanos, obligaciones de mantenerse razonablemente informados sobre las cosas que sus instituciones hacen, obligaciones de mostrar solidaridad con las víctimas de violaciones, obligaciones de pagar sus impuestos, obligaciones de ejercer presión para que sus gobiernos dejen de violar derechos. Por su parte, el régimen internacional debe monitorear que los Estados cumplan con sus compromisos y cooperar con estos, promoviendo un orden internacional que facilite la satisfacción de los derechos humanos. Es en este sentido que los derechos humanos son de naturaleza cosmopolita. El hecho de que el incumplimiento de estas obligaciones por parte de los ciudadanos comunes o del régimen internacional no constituya una violación de derechos humanos, no significa que estas obligaciones no existan o que no sean parte del sistema normativo de los derechos humanos. Podrátal vez pensarse que la concepción institucional revisada es escandalosamente conservadora, apenas una ampliación de la concepción estatista contenida en el derecho internacional. Pero la acusación de conservadurismo no debe preocuparnos. Lo realmente importante es conseguir que los derechos humanos se respeten en todas partes sin recurrir a tesis que no podemos sostener. En este sentido, si se cumplieran las obligaciones que impone, la concepción institucional revisada conduciría a un mundo de plena realización de los derechos humanos.


Notas

* Este artículo se desarrolló en el marco de los proyectos PICT 1414-2008, PIP 112-200801-03191 y Ubacyt F427 correspondientes a la Agencia para la Promoción de la Ciencia y la Tecnología, el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, y la Universidad de Buenos Aires, todas instituciones de Argentina. Una versión preliminar del trabajo fue discutida en el Congreso Internacional de Filosofía Política sobre el tema "Justicia Global", realizado en Barranquilla, Colombia, los días 6 y 7 de octubre de 2011. Quiero agradecer especialmente a los asistentes al Congreso y a su organizador, Pedro Pablo Serna, por sus valiosos comentarios.

1 Esta objeción fue inicialmente formulada por Eduardo Rivera López en conversaciones privadas.

2 Esta objeción procede de Miraim Ronzoni y Laura Valentini, a quienes agradezco sus comentarios.

3 Estoy convencido de que gran parte de [la tasa anual de muertes por pobreza] y del problema más amplio que ésta instancia podrían evitarse con modificaciones menores del orden global actual, las cuales en el peor de los casos acarrearían reducciones leves en el ingreso de los ricos. Dichas reformas han sido bloqueadas por los gobiernos de los países ricos, los cuales promueven despiadadamente sus propios intereses y los de sus corporaciones y ciudadanos, al diseñar e imponer un orden institucional global que, de manera continua y evitable, produce vastos excesos de pobreza extrema y muertes prematuras por pobreza" (Pogge, 2005, p. 5).

4 Para una interesante versión alternativa, véase el artículo de Cristina Lafont en este mismo volumen.


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