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Eidos

Print version ISSN 1692-8857

Eidos  no.22 Barranquilla Jan./June 2015

https://doi.org/10.14482/eidos.22.5703 

DOI:http://dx.doi.org/10.14482/eidos.22.5703

Integración de la libertad: perspectiva ontològica de la libertad a partir de el ser y la nada de sartre*

Wilfer A. Yepes Muñoz
waymes4@hotmail.com
Universidad Pontificia Bolivariana, Medellín, Colombia.
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Fecha de recepción: Septiembre 30 de 2013
Fecha de aceptación: Mayo 10 de 2014


Resumen

Este artículo pretende ahondar el sentido ontológico de la libertad en El ser y la nada de Jean-Paul Sartre. Para ello recurre a la intencionalidad del para-sí como deseo de integración en el ser, es decir, recuperando y conservando la tensión entre la libertad como conciencia de nada y el ser. Aunque la pasión inútil del para-sí se nos presenta como una derrota de la libertad, es preciso recuperar el carácter ontológico de sus acciones.

PALABRAS CLAVE: libertad, existencia, conciencia, ser, integración, angustia.


Abstract

This article aims to explore more in depth the ontological sense of freedom in Being and Nothingness by Jean-Paul Sartre. The intentionality in the for-oneself is thus used as a desire to integrate into being, i.e. recovering and keeping the tension between freedom and consciousness of Nothingness and Being. Although the useless passion in the 'for-oneself is presented as a defeat to the freedom, it is necessary to recover the ontological character of its actions.

KEYWORDS: freedom, existence, consciousness, being, integration, anguish.

* Este artículo tiene como referencia la investigación de Maestría en Filosofía, titulada Ontología de la ausencia: una perspectiva desde El ser y la nada de Jean-Paul Sartre. Esta propuesta construye una interpretación de la libertad como ausencia, profundizando, a su vez, en la concepción sartreana de la libertad como intención profunda de integración.


Integración de la libertad: perspectiva ontològica de la libertad a partir de el ser y la nada de sartre

En el trasfondo de la pregunta por la libertad resuena el ser como presupuesto fundamental. La libertad como elemento definitorio de la existencia humana, particularmente en el exis-tencialismo de Jean- Paul Sartre, constituye el punto de referencia, la aventura de integración a ese ser que instiga la conciencia, de tal modo que la conciencia no se reduce, en nuestra propuesta, a conciencia de algo, a intencionalidad dirigida, expuesta, orientada exclusivamente al mundo de la vida, a lo pre-dado, esto es, como conciencia de ser, del fenómeno del en-sí —categoría medular de la propuesta sartreana—, sino a una conciencia de nada, que es equiparable a la concepción de la libertad en horizonte de El ser y la nada (1943). Sin embargo, esa conciencia de nada se justifica como tentativa ontológica de integración de la libertad. En nuestra interpretación equivale a una ontología de integración, porque la libertad aparece del lado de la nada, la nada encaminada, la nada dirigida al ser. El ser que instiga a la nada en su propio fondo no es más que un deseo equiparado a una intención profunda de integración. La intención profunda de la libertad es el ser. La integración no estriba, por tanto, en una seguridad de la libertad con ella misma.

El para-sí sartriano está inscrito en la modernidad, una modernidad del cogito que existe primero para ser y para pensar lo que no es; un cogito que ya no está ensimismado, construyendo el sentido de las cosas, sino un cogito escindido. Ese cogito escindido es para nosotros el para-sí. Y tiene que escindirse para que surja la posibilidad de la integración. De hecho, en El hombre y las cosas (1968) Sartre ahonda en lo que él mismo denomina una libertad cartesiana, partiendo del análisis que realiza en torno a Descartes, precisamente porque su obra marca un hito que se extiende por todo el pensamiento moderno. Todo lo que pensemos, incluso sobre la libertad del cogito —que en Sartre queda escindido—,tiene en él una fuente. Sartre lo hace unas décadas después de haber publicado El ser y la nada.

En nuestra lectura de esta obra de 1943, la construcción teórica de una libertad absoluta encierra una ontología de la ausencia que se configura en los esfuerzos humanos como una impotencia, un dolor existencial y un deseo superior a ese dolor: el deseo de integrar un mero boceto de humanidad con el ser. La libertad constituye el agujero que sitúa el hacer en un plano ontológico. Hace algo de con lo ya sido. Pero no se cierra a la condición permanente de objeto. Recordemos que no es un algo, sino el correlato. La libertad huye siempre de esas obras, las tira por la borda. La libertad prefiere intentar de nuevo, porque haciendo algo de algo es un alguien, una nada, un agujero por donde su ser se escapa en plena construcción.

Con todo lo anterior podemos inferir que no estamos totalmente escindidos, pese a la absurdidad, la pasión inútil, la integración de la libertad sin meta definitiva, porque esta es una ontología en movimiento mientras la realidad humana pueda devenir sus propias posibilidades. Esta será la hipótesis de este artículo. Nuestro para-sí —ese boceto de ser— se desprende de una nada como deseo de ser, de integrar y de colmar un ser siempre distante que nos mira como extraños y nos huye en todo momento. Por este motivo, una integración —la conciencia de necesidad— de esta índole no puede eliminar la ausencia, el deseo inextinguible de ser.

Podemos afirmar con respecto a Sartre que todo hombre es un hombre por hacer, una historia comenzada, una libertad tensada y una nada que sustenta esa tensión. La nada palpita siempre en nuestra búsqueda del ser. Cuando más nos sentimos cerca de este, nos aleja su ser-agujero: toda obra es un paso y una puerta. Pero no terminamos de abrir y cerrar puertas sucesivas y, al parecer, interminables. Esto explica por qué la ausencia del para-sí subyace a la nada y al ser: es el intermedio, la conciencia de nada y la conciencia de ser, conciencia de negación y conciencia de necesidad. Esta dialéctica pretende una síntesis definitiva, nunca lograda.

La integración derivada de la intención profunda de la libertad como conciencia de nada hace emerger el concepto de integración que, ligado al obrar, nos enfrenta a una ética de este proyecto de existencia. Integración y ética son conceptos que están imbricados en el devenir de la libertad. En este sentido, es preciso preguntar: ¿Por qué la libertad como intención profunda de integración puede equipararse a una ética de la existencia? Para responder a esta pregunta dividimos esta reflexión en tres momentos: uno que llamaremos Posibilidad de integración de la libertad en el obrar, en el cual vislumbraremos la relación entre esa integración de la libertad con una ontología del obrar. El segundo numeral desembocará en una Moralización del proyecto de existencia. En este punto consideramos necesario comprender el obrar humano como una búsqueda insaciable que se moraliza en la medida en que el ser aparece siempre como telón de fondo y deseo insustituible de continuar. Finalmente, tendremos como tercer numeral El ser como estructuración de la ausencia, es decir, como una tensión entre el ser y la nada.

Posibilidad de integración de la libertad en el obrar

El obrar ontológico del para-sí no puede traicionar su tensión originaria, su ser en medio. Esta es una ontología de la autenticidad, ligando nuestra autenticidad a la libertad1y no a la muerte como en Heidegger (2007): "La muerte es la posibilidad de la absoluta imposibilidad del 'ser ahí'. Así se desemboza la muerte como la posibilidad más peculiar, irreferente e irrebasable" (p. 274). La libertad es conciencia del deseo que proyecta, pero simultáneamente se hace conciencia de posibilidad, esto es, de la imposibilidad de integrar completamente lo que hace con un es definitivo.

Esta es una ontología del obrar humano, una tensión cargada de libertad, pero no es una tensión para la tensión. Se trata de una tensión para la integración. Nuestra nada apunta incansablemente al ser; cada obra, cada decisión, cada pensamiento constituye una tentativa de integración. Por ello, estamos de acuerdo con Roubiczek (1968) cuando afirma que "Sartre trata de escapar de esta nada sin límites; quiere salvar la dignidad del hombre y asegurar su responsabilidad" (p. 121). Esa integración sería la obra misma de la libertad que trata de integrarla y de integrarse a su necesidad de ser.

El hombre trata siempre de buscar el camino de regreso a casa: conciencia es siempre conciencia de regreso, de un tratar el regreso, aunque a veces se convierte también en una conciencia de fingimiento. Sartre (2008) prefiere llamar a este acontecimiento de la búsqueda mala fe:

En la mala fe, no hay mentira cínica ni sabia preparación de conceptos engañosos. El acto primero de mala fe es para rehuir lo que no se puede rehuir, para rehuir lo que se es. El proyecto mismo de huida revela a la mala fe una íntima disgregación en el seno del ser; y esta disgregación es lo que ella quiere ser. (p.124)

La libertad trata de integrarse, de conquistar la cima, de saberse dueña de sí misma y de entrar en la morada definitiva. La onto-logía de la ausencia es nostalgia del ser de Parménides (Givone, 2001, p. 228). De hecho, en Parménides ese ser se traduce en una búsqueda del hombre que instiga el ser, que domina sus caballos tratando de no asentarse definitivamente en las tiendas de paso de un mundo hostil que deviene y donde termina reconociéndose como extraño. Nos sentimos los extranjeros del ser que somos: nuestra libertad no es suficiente, porque no está en su patria.

El existente nunca está donde tiene que estar. Es siempre un aventurero, un navegante, un errante, un viajero, un hombre. Y un hombre, en nuestra lectura de El ser y la nada, es aquel que ha salido de la isla de la razón kantiana, es un hombre moderno que ha destruido y ha visto desmoronarse sus ideales personales y los de su patria común, la humanidad. Ha decidido que la isla es tan solo parte del hombre y tiene que arrojarse a la incertidumbre de sus posibilidades, a la angustia de saber que debe construir y viajar, siempre a distancia. Al respecto Marie-Eve Morin (2009) plantea:

Para Sartre, así, en El ser y la nada, la angustia será un modo fundamental por medio del cual se aprehende realidad humana. ... Por lo tanto, "la angustia aparece en un momento en que yo mismo me retiro de ese mundo donde yo había estado involucrado" (Sartre, 1993, p. 78); es la inmediata aprehensión de las puras posibilidades indeterminadas de la conciencia aislada del mundo y de mi "esencia", o de mi "haber sido". (p. 40)

La libertad surge para distinguirse del en-sí. Es por medio de la angustia como nos acercamos a la conciencia reflexiva, que se distancia del mundo en forma de nihilización o distinción, para luego aprehenderse como conciencia aislada del mundo y de la esencia. Estamos de acuerdo con Marie-Eve Morin cuando concibe esa aprehensión como un distinguirse del mundo e igualmente como un aplazamiento de la esencia.

Interpretamos la angustia sartriana como un segundo arrojamiento que nos lega nuestra propia insatisfacción y la imperiosa decisión de afrontar esa doble naturaleza: la naturaleza paradójica, la naturaleza de ser y de no-ser; ser lo que hacemos y no terminar, y no-ser en la libertad buscando siempre el punto final. Sin embargo, el ser del hombre son los dolorosos y angustiantes puntos suspensivos de su libertad. Entre la libertad y la angustia hay una correspondencia ineludible, según Sartre (2008):

La angustia es, pues, la captación reflexiva de la libertad por ella misma; en este sentido es mediación, pues, aunque conciencia inmediata de sí, surge de la negación de los llamados del mundo; aparece desde que me desprendo del mundo en que me había comprometido, para aprehenderme a mí mismo como conciencia dotada de una comprensión preontológica de su esencia y un sentido prejudicativo de sus posibles. (p. 87)

¿Por qué deseamos tanto, incluso cuando saciamos nuestras añoranzas? En el fondo, porque deseamos la integración, es decir, un ser con nosotros, para nosotros, un ser suficiente. Tal vez deseamos una razón suficiente o una identidad equiparable a la síntesis de nuestras obras y nuestra libertad. El hombre trata siempre de alcanzar ese ser. No obstante, tiene que devenir y no ser nunca él mismo. Además, en el intento de adueñarse, el hombre se desposee, se destotaliza. Buscar el ser implica volver a la nada, a la posibilidad. El ser será siempre un eterno posible en nuestro deseo consciente, en nuestra necesidad de estar allí donde se integran los contrarios, los necesarios contrarios, los contrarios que intervienen en nuestra libertad, que podríamos definir como nuestra mayor paradoja.

Recordemos que en esta lectura de El ser y la nada la libertad absoluta no admite una libertad distinta a ella. Ya en planteamientos posteriores, por ejemplo, en La libertad cartesiana, afirma Sartre (1968): "La libertad es una, pero se manifiesta de diversas maneras según las circunstancias" (p. 232). La libertad se integra al ser, se impulsa en el ser; siendo un suelo, se hace para elevar algo de alguien, porque el suelo sin la tentativa de lo que lo sostiene no es nada. Ella es la nada, la mínima nada, la nada humana, libertad absoluta y nada relativa, en minúscula. En la interpretación que adoptamos respecto a Sartre, la nada, el hombre, la libertad coexisten en una estrecha y necesaria correspondencia; esta trinidad de la ontología sartriana se traduce a: la nada humana es un ser insuficiente, que no se basta a sí mismo, incluso como nada. Pero ese ser insuficiente puede guardar una relación estrecha con la moral.

En lo referente a este análisis de la libertad surgen varios interrogantes: ¿cuál es el alcance de esta reflexión sartriana de la libertad y qué distingue a esta libertad como necesidad de ser de aquella que no puede generar distancia entre pensamiento y verdad, como la libertad cartesiana? ¿Puede equipararse la libertad a una libertad cartesiana? En El hombre y las cosas Sartre retoma el concepto de libertad, analizando la libertad cartesiana, que es interesante como punto de comparación con la concepción que dilucidó en su obra de 1943. Tengamos en cuenta algunos puntos de comparación con Descartes. Sartre (1968) encuentra a su paso dos planteamientos de la libertad; en el primero de ellos plantea:

La libertad es una, pero se manifiesta de diversas maneras según las circunstancias. A todos los filósofos que se constituyen en defensores de ella es lícito hacerles una pregunta preliminar: ¿a propósito de qué situación privilegiada ha hecho usted la experiencia de su libertad? En efecto, una cosa es sentir que se es libre en el plano de la acción, de la empresa social o política, de la creación en las artes, y otra cosa sentirlo en el acto de comprender y de descubrir. (p. 232)

Este postulado pone de relieve algunas de las ideas que el mismo Sartre elabora en El ser y la nada. El primero tiene la libertad como una situación, aquello de lo que se tiene experiencia en una situación específica. No la considera como algo que se encuentra más allá de ella. La libertad se concretiza en la acción, es "pragmática". No se trata de una libertad abstracta, sino, más bien, de una libertad "reflejo". A pesar de la pregunta que hace "a esos que si hubiesen sido metafísicos, que la tomaron por un extremo en el momento en que se manifiesta mediante la aparición de algo nuevo" (Sartre, 1968, p. 232), encuentra un problema: la claridad estriba en una especie de puesta en escena de la libertad, pero no existe de fondo la libertad como fundamento del obrar, incluso como fundamento de la existencia humana. La primera afirmación de este párrafo es muy cercana a los planteamientos de El ser y la nada, aunque con una particularidad: en Sartre la relación en-sí-para-sí nos revela la responsabilidad de la libertad consigo misma, en esa aparición de algo nuevo que caracteriza a una visión no metafísica de la libertad.

La situación no hace aparecer algo nuevo: en la situación la libertad está tensando la nada y el ser, es una metafísica desprendida de la misma intención profunda de integración. Las acciones en la libertad no pueden ser tomadas como novedad si vamos al fondo del problema: en esas situaciones particulares, la libertad no se hace libre. La libertad no tiene que llenarse de novedades. La libertad en situación está caminando hacia el ser, y en toda situación, en esa intencionalidad está siendo exigida por ella misma. En cada situación, la libertad es puesta a prueba. Pero en esa misma página puntualiza las relaciones que subyacen a la libertad cartesiana:

Descartes, que es ante todo un metafísico, toma las cosas por el otro extremo: su experiencia principal no es la de la libertad creadora "ex nihilo", sino ante todo la del pensamiento autónomo que descubre por sus propias fuerzas relaciones inteligibles entre esencias ya existentes. Por eso es por lo que nosotros, los franceses, que vivimos desde hace tres siglos a expensas de la libertad cartesiana, entendemos implícitamente por "libre albedrío" el ejercicio de un pensamiento independiente más bien que la producción de un acto creador, y finalmente nuestros filósofos asimilan, como Alain, la libertad con el acto de juzgar. (Sartre, 1968, p. 232)

Una primera dificultad con la que se encuentra Sartre: la libertad no es equiparada a la nada que ella misma posibilita en su obrar. El pensamiento cartesiano tiene como fundamento el ego cogito. En ese pensar que construye su propio método, la libertad para crear ex nihilo le corresponde a Dios. En el pensamiento resuena el ser, está anegado. La libertad no aparece, por tanto, del lado de la nada, sino del lado del ser. Así, en esta visión metafísica, la libertad se convierte en un atributo del pensamiento, en pensamiento autónomo que descubre por sus propiasfuerzas relaciones inteligibles entre esencias ya existentes. Es un adjetivo, pensamiento libre, pensamiento autónomo que está frente a la esencia, que es esencia, fundamento.

El segundo punto de este primer acercamiento a esa libertad cartesiana es más histórico que teórico: Descartes ha influido en la idea que los franceses tienen acerca de la libertad. Sartre tuvo que entrar en discusión con ese hito. La libertad se traduce a libre albedrío, esto es, la autonomía del ejercicio del pensar y no a un acto creador. Aquí encontramos la dificultad que Sartre resolvió previamente en El ser y la nada: "No se encuentra, no se devela la nada a la manera en que se puede encontrar, develar un ser. La nada, es siempre un en-otra-parte" (p. 135).

La libertad no se desprende del pensamiento como un adjetivo que califica al sustantivo. En Descartes, la libertad es adjetivo y nos permite comprender el alcance teórico del cogito: es autónomo, duda, crea su método. La libertad cartesiana no es equiparable a la nada, sino al ser. Ella misma es su fundamento: el fundamento de la certeza, de las ideas claras y distintas. El pensamiento está frente al orden de las esencias, no tiene la libertad de adherirse: es un ser dirigido al ser. No se encuentra, por tanto, la diferencia entre el cogito y las cogitaciones. Para Sartre es fundamental esa diferencia. Y sin la libertad, confundimos pensamiento con verdad.

En la indiferenciación desaparece el hombre, porque falta la libertad. El pensamiento en Descartes no capta esa diferencia, que es necesaria para Sartre. La primera parte de El ser y la nada es fundamental para ahondar en esa diferencia en Las estructuras del para-sí: el en-sí y el para-sí no son equiparables el uno al otro. La existencia humana no puede ser equiparada a un en-sí, sino a un para-sí que es nada, que desea el en-sí del que difiere y que no alcanza aún en ese deseo de integración, de equiparación entre el ser pleno y la nada exigida. Sartre (1968) concluye en cuanto a esa herencia cartesiana:

Por lo tanto, el hombre es el ser por el que la verdad aparece en el mundo: su tarea consiste en comprometerse totalmente para que el orden natural de las cosas que existen se convierta en un orden de las verdades. (p. 234)

En este sentido, el pensamiento no crea de la nada, no es la nada. Para Descartes, el hombre es ser y ese pensamiento autónomo, ese libre albedrío, es decir, la integración, la indistinción lograda del pensamiento con la verdad.

Posteriormente aparece en Sartre (1968) la necesidad de reafirmar una libertad metafísica, que difiere del pensamiento de Descartes: "Esta libertad completa, precisamente porque no admite grados, es visible que pertenece igualmente a todo hombre. O más bien —pues la libertad no es una cualidad entre otras— es visible que todo hombre es libertad" (p. 235). La libertad, esa nada diferenciada, esa ausencia que dista del ser pleno, permite encontrar al hombre: "Ser libre no es poder hacer lo que se quiere, sino querer lo que se puede" (Sartre, 1968, p. 236). El pensamiento autónomo puede hacer porque nace libre. Pero esa libertad equiparada a la nada y que instiga el ser hace lo que puede: se diferencia del en-sí para crearse a sí misma. Este sería entonces el alcance de la libertad en Sartre: la libertad creadora "ex nihilo", porque ella misma es la nada que debe crearse sobre su propia nulidad. La nulidad de la nada es lo que le permite a la libertad no ser confundida con el en-sí, macizo, pleno, anegado de ser. No obstante, esas acciones creadoras permiten vislumbrar en la existencia un proyecto de ser.

Moralización del proyecto de existencia

¿Qué relación guarda la moral con la integración de la libertad? ¿Actuamos siendo o actuamos para ser? ¿Se integra nuestro ser en el hacer? ¿Qué posibilidades agitamos en el proyecto de dilucidación del ser? ¿Este es un proyecto moral o el boceto de humanidad implica la moralización del ser en construcción? ¿Ontología, moral y antropología están imbricadas en El ser y la nada? Tratemos de caminar en medio de estos interrogantes.

Para que exista la tensión entre la conciencia de nada de la libertad y la integración tiene que efectuarse una reducción de la nada heideggeriana, como lo explica López (2003) al comparar el pensamiento de Sartre con la propuesta de Merleau-Ponty:

Sartre antropologiza la nada heideggeriana, mientras que Merleau-Ponty antropologiza y mundaniza el ser. A diferencia de Heidegger, la nada de Sartre no es un simple correlato de la trascendencia, sino que es su estructura original. (p. 85)

La antropologización de la nada nos descubre la tensión ser-hacer, ligada a las categorías clásicas de esencia y existencia. Antropologizar esa nada exige pasar de la filosofía de la existencia de Heidegger a un existencialismo radical, que ordena la nada en el tiempo y en la aventura de un ser olvidado, mientras la filosofía de la existencia continúa empecinada en la nada como una patencia de la angustia: "La angustia puede emerger en las situaciones más inocuas... En la oscuridad no hay, en un modo pronunciado, 'nada' que ver, aunque lo cierto es que el mundo es aún y más impertinentemente 'ahí'" (Heidegger, 2007, p. 209).

En contraposición a Heidegger, Sartre (2008) piensa que "el hombre toma conciencia de su libertad en la angustia, o, si se prefiere, la angustia es el modo de ser de la libertad como conciencia de ser, y en la angustia la libertad está en su ser cuestionándose a sí misma" (p. 73). En la oposición nada como patencia de la angustia y nada como acontecimiento de la existencia radica la distancia entre Sartre y Heidegger. Ella despliega las demás diferencias. El ser y la nada no tiene problema en afirmar la nada como acontecimiento de la existencia humana, desfigurando el Dasein heideggeriano.

El ser es para el hombre la exigencia de su vida, su falta más elemental, su deseo angustiado y su reflexión sobre las elecciones, las posibilidades y la libertad. Todo existencialismo es una novelación de la nada o de las nadas; nos entrega un hombre de carne y hueso, un boceto de hombre, encomendando en él la obra de arte de sus elecciones. Ahora bien, ¿qué relación guarda la moral con la ontología de la ausencia? Hablamos de un boceto de hombre. La nada es solo un bosquejo de "algo", la idea que se tiene en la distancia del en-sí que obramos patentizando nuestra negación personal. Cuando en esta lectura de la propuesta de Sartre esgrimimos el concepto "boceto", estamos destronando la existencia y reordenando el ser en el hacer. La existencia precede sin ser superior, como lo explica Sartre (2008) cuando hace una crítica al "Adán esencial" de Leibniz: "Para nosotros, al contrario, Adán no se define por una esencia, pues la esencia es, para la realidad humana, posterior a la existencia" (p. 597). Claro está, el en-sí es la obra terminada, la obra provocadora. No somos totalmente nada. Esta situación es aun más precaria. Somos una nada a medias. Todo boceto implica un suelo, el suelo de negaciones, el suelo de la nada a medias, de la nada que reside en el conocimiento, en la intención de cosas y la nada de nuestra intención profunda.

Existe una relación de causa y efecto entre la intención de cosas y nuestra intención profunda. Ambas intenciones constituyen dos negaciones emparentadas de raíz. La ausencia de ser hace más visible la segunda que la primera. Ya no apelamos a una fenomenología de corte gnoseológico. Hemos tomado la conciencia como una relación que revela una falta. La falta de algo, nuestro mundo, y el suelo de nuestra libertad. Es una fenomenología de la libertad y de los valores (Sartre, 2008, p. 841). La conciencia valora el objeto al cosificarlo y propone en segunda instancia otro valor: no somos cosas. Somos la nada, nihilización de la cosa, diferenciación de oposición. Toda conciencia que está siempre del otro lado se orienta en el mundo como ausencia; se orienta porque no es.

La conciencia se despliega en el mundo a partir de la diferencia ontológica. Por su parte, Sartre (2008) recurre a esta diferencia con una prueba ontológico-fenomenológica: "La conciencia es conciencia de algo: esto significa que la trascendencia es estructura constitutiva de la conciencia; es decir, que la conciencia nace conducida sobre un ser que no es ella misma. Es lo que llamamos la prueba ontológica" (p. 31). Y la prueba ontológica equivale a elucidación de la diferencia ontológica, porque aleja el en-sí, la plenitud, del para-sí, la conciencia.

Para nosotros es fundamental saber que no somos parte del paisaje. Lo que hacemos con la intención de cosas es develar nuestra intención profunda: el deseo de integración de mi nada con mi ser.

Pero esta integración es impedida por dos opuestos que realmente se contraponen. Obramos el en-sí agitando nuestras banderas de conquista y tocamos después el rostro dolido del absurdo. La intención de cosas se transforma en proyecto de existencia y, por tanto, en una moralización de la ausencia. Lo hace precisamente porque nuestros valores gnoseológicos se elevan desde la nada hacia la posibilidad. Desestimamos nuestro suelo como justificación, porque es un suelo que debe ser cultivado. Apenas hemos comenzado nuestro viaje debemos sembrar, recoger, sembrar de nuevo y recoger de nuevo. De esta forma, ya no podemos moralizar la libertad, sino la intención profunda que impulsa nuestra experiencia de humanidad: nos hacemos humanos en nuestro hacer.

En el fondo, la existencia es quien moraliza la esencia al exigir la integración para-sí misma, con los otros y para los otros. Su hacerse mismo constituye la prueba ontológica de moralización del proyecto. Aun más, su hacerse es personal e intransferible. No puede renunciar a la libertad como suelo y al río de ese ser que refulge en su deseo y en sus acciones:

"La libertad es, precisamente, el ser que se hace falta de ser. Pero como el deseo, según hemos establecido, es idéntico a la falta de ser, la libertad sólo podría surgir como ser que se hace deseo de ser, es decir, como proyecto para-sí de ser en-sí-para-sí" (Sartre, 2008, p. 766).

La intención profunda moraliza en lo profundo y no en la superficie. Está justificada por la intencionalidad misma. De hecho, en nuestra perspectiva, esa intencionalidad fenomenológica es una intencionalidad moral escrita en el corazón del hombre: la existencia que navega en la nada, movida por su libertad, tensada en un abismo ontológico y en pos de una integración posible. Esa integración es la esencia: primero existo, luego soy. Ex-isto como un quién, alguien sin algo, alguien para algo, y luego, algo para alguien.

El primer quien lleva implícito ese algo del en-sí; el segundo se niega como ese en-sí; el tercero se libera del en-sí objetivo, sustraído de un en-sí que podríamos llamar esencia posible. Luego, en el cuarto residiría la integración. Pero no es un proceso definitivo. Significa comenzar siempre, negar siempre y aventurarse al acrecentamiento incansable de un suelo que aprehende de sus errores y sus triunfos parciales. Es un logro parcial, una integración mínima, una sabiduría que no puede elevarse a lo absoluto. Nuestra moral niega las acciones que ahogan la libertad como un olvido del ser. Sacarnos de ese olvido significa acrecentar sin terminar, integrar y destruir, e incluso paradojizar toda síntesis que nos paralice. El hombre no olvida nunca su miseria.

La nada actúa para acrecentar su posibilidad de integración y piensa que está bien seguir buscando. En el hombre el ser es la base y la construcción. Lo que corresponde ahora es tratar de integrarlas. Es claro que para nosotros la integración no es integración de identidad, sino de contradicción. La existencia se contrapone a la esencia en tanto goza y sufre a la vez de la contradicción. Tal vez no logra esa esencia en la que coinciden el ser con la justificación. Toda ella está justificada e injustificada a la vez. Quizás la encontremos como una decisión de la ausencia, pero no podemos cerrar su río. El hombre tiene que fluir mientras viva. No puede vivir únicamente de la esencia. Tiene que vivir integrando sus aspiraciones incumplidas con sus logros medianos. En este sentido estamos de acuerdo con Sartre (2008) cuando afirma que "el hombre es una pasión inútil" (p. 708). La integración no excluye el sinsabor de necesitar más y más para ser. Pero es también una impotencia radical:

Ser hombre es tender a Ser Dios; o, si se prefiere, el hombre es fundamentalmente deseo de ser Dios. Pero, se dirá, si es así, si el hombre en su surgimiento mismo es conducido hacia Dios como hacia su límite, si no puede elegir ser sino Dios, ¿qué pasa con la libertad? Porque la libertad no es nada más que una elección que se crea sus propias posibilidades, mientras que aquí, al parecer, ese proyecto inicial de ser Dios que "define" al hombre está estrechamente vinculado a una "naturaleza" o una "esencia" humana. Responderemos a ello, precisamente, que si el sentido del deseo es, en última instancia, el proyecto de ser Dios, el deseo nunca es constituido, sino que al contrario, representa siempre una invención particular de sus fines. (Sartre, 2008, p. 764)

El hombre quiere una integración total. No convenimos, empero, con la vanidad de una esencia buscada como síntesis definitiva. En este caso, la moralización constituye un salto al vacío. ¿Puede el hombre integrarse totalmente? Este río trata de desembocar en un mar siempre distante como lugar definitivo. Tiene que negar incluso un suelo cultural de creencias tirando sus intenciones y tentando un Ser equiparado a Dios en la onto-teología. Esta es quizás otra de las oposiciones que podemos destacar entre Sartre y Heidegger. La ontología de Sartre mueve la idea de humanidad para que surja Dios, un Dios con el ser, un dios humano, la síntesis en-sí-para-sí. Arboleda (2009) explica esta crítica de Heidegger a la metafísica:

Heidegger considera que la obra filosófica desde Platón hasta Nietzsche ha sido una ontoteología, o sea, la reducción del ser a ente y de Dios a sumo ente. Se oculta así el ser y aparece el ente. Esta ontoteología sería una concepción racional conceptual de Dios que oculta lo que es verdaderamente Dios. (p. 229)

¿Seguirá Sartre atrapado en las redes de una metafísica reprochada por Heidegger? Esta es una de las deformaciones del Dasein heideggeriano, que ya no pretende un Dios como preocupación humana-personal. La ontología de Heidegger pretende ser fundamental, tomando como punto de partida la historia de la metafísica que se desarrolla en el denunciado olvido del ser (Restrepo, 2012, p. 20): "La historia del Ser comienza, y además necesariamente, con el olvido del Ser" (Heidegger, 1995, p. 271).

Consideramos que el aporte de Sartre está también atrapado en esa identidad Dios-Ser. Ella ha olvidado lo denunciado por Heidegger. En nuestra lectura, Sartre no pretende ni quiere arrancar ese ser equiparado a Dios. En este punto Dios es ese valor religioso de la libertad, la moralidad que necesita y urge a Dios, aunque enmel existente humano ese Dios no deje de ser más que un correlato de la intención profunda. Al respecto, Sergio Givone (2001) explica:

Dios, lo totalmente otro que no deja de sí más que la huella, borra por otro lado su huella en la idea de presencia divina. Traducido al lenguaje sartreano: Dios, figura de la nada, de la libertad y de la trascendencia, absorbe en sí mismo y lo disuelve todo adquiriendo figura. Y entonces debería preguntarse si "el nombre de Dios" no es más que el movimiento de borramiento de la huella en la presencia (vida, existencia, manifestación histórica), y por consiguiente, en otras palabras, si en Dios la nada, la libertad y la trascendencia se afirman y al mismo tiempo se niegan. (p. 237)

Dios sería en Sartre la integración nunca lograda del hombre. Y la pasión inútil podemos interpretarla como la tragedia del para-sí. En esta lectura de El ser y la nada, la existencia continúa suspendida entre la nada-humana —el desfigurado Dasein de Heidegger— y el ser —un En-sí supremo equiparado a Dios—. La ontología fenomenológica de Sartre es precisamente la necesidad de una onto-teología que se olvida del Ser de Heidegger desplegando las aspiraciones de una humanidad que ha visto caer todos sus ídolos, incluyendo la razón. No puede desprenderse nunca de la diferencia ontológica: el hombre es la falta: "La libertad es, precisamente, el ser que se hace carencia de ser" (Sartre, 2008, p. 766).

Con todo lo anterior es preciso preguntarnos: ¿este es un proyecto moral o el boceto de humanidad implica la moralización del ser en construcción? En esta perspectiva, toda obra humana se moraliza, todo es un valor: el otro, la distancia de sí, la distancia de ser y la necesaria distancia que caracteriza una ontología, porque esa ontología está imbuida en el juego de la diferencia ontológica. Consideramos que Sartre (2008) sostiene su ontología en el obrar: "Así, el ser de la realidad humana no es originariamente una sustancia sino una relación vivida" (p. 776). Si bien no estudia esa realidad en terminología ética, el hecho de integrar la existencia a un proyecto ambicioso de recuperación del ser en la tensión ser-nada lo hace apelar a la moral; aquella moral que se impulsa y camina, que recrea y tienta, que llora, sueña, trabaja, descansa y se elige.

Para nosotros, El ser y la nada constituye un proyecto moral de la existencia. No se queda con el conocimiento ni con una ontología fundamental. Quizás los detractores de Sartre se justifiquen más en un suelo filosófico que en la necesidad de subvertir el platonismo, y con él, a Hegel, a Descartes, a Leibniz, a san Agustín, e incluso, la orientación teórica de Heidegger. Su ontología está manchada por la nada humana. Pero esa mancha es necesaria. Es necesaria una moralización del conocimiento y un compromiso que no esté desligado de nuestro ser personal. En nombre del Ser hemos negado un ser. Lo hicimos para magnificarlo y prolongar esa ausencia que integra y se integra sin arrancar su necesidad. Es más, esta biografía del hombre inesencial es también el río de Heráclito, donde las fuerzas se contraponen; un río donde a veces la nostalgia obnubila la mirada, el abandono, la impotencia y la responsabilidad de haber sido arrojados a la existencia. Hemos sido arrojados para buscar el camino de regreso. Nuestra mitad de ser obrados es tan importante como nuestra mitad-suelo. La nada moraliza porque trata de no evadir. La nada es auténtica porque sabe de su responsabilidad con ella y con la humanidad. Carga con el peso del ser como un siempre posible de las intenciones. Construye mundo ensayando a ser, construye mundo para no olvidar que es también el artífice de lo inacabado.

Si no explícitamente, de forma implícita, la ontología de la libertad de Sartre es una ontología moral. Toda obra humana está cargada de significado; toda intención, profunda o de cosas, revela nuestra humana construcción, no sin antes basarla en el ideal de ese Ser que nos integra y nos procura una responsabilidad no solo ontológica, como lo plantea Sartre de forma explícita, sino también una responsabilidad moral con nuestro boceto de humanidad y el boceto de otros.

Esta ontología tiene forma de cadena: con mi ser, con el ser del otro y con el ser de todos. Aunque es un trabajo solitario, envuelve toda la humanidad y no excluye una tentativa moral de construcción ontológica. Lo que sí hace Sartre es anunciar una obra diferente de El ser y la nada, en la que desarrollará más profundamente las implicaciones morales de su filosofía del hombre. En efecto, un existencialismo radical no puede eludir su compromiso moral con la historia de su tiempo. Es también una praxeología, una transvaloración: como la esencia es una elección, se transforma en una elección moral, y en ella la ausencia historializa el olvido y el compromiso con el ser, estructurando la esencia.

Ahora bien, no podemos cerrar este apartado sin reconocer que esta moralización del proyecto de existencia es abordada posteriormente en obras como El existencialismo es un humanismo (1945). Allí retoma Sartre el postulado del hombre como creación de sí mismo:

El hombre es el único que no sólo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere y como él se concibe después de la existencia. El hombre no es otra cosa que lo que él hace. Este es el primer postulado del existencialismo. (Sartre, 1985, p. 31)

En este primer postulado del existencialismo, el hombre que no tiene a Dios se hace en el fundamento de su libertad. Y no por ello la libertad define al hombre a cabalidad: definir es ya atribuirle la categoría de en-sí. La integración aparece en el fondo de ese hacerse, porque la libertad está dirigida al ser, exigida por el ser: la diferencia entre el en-sí y el para-sí pone de relieve la necesidad primera de diferenciación que dará lugar al proyecto mismo de integración. El ser que hace, se hace de la nada: ese ser es constante apertura, ser obrado. No podemos entonces desligar el ser de esa moral sin Dios. Es interesante lo que anota Uribe (2005) sobre lo que queda de la negación de la existencia de Dios: "Hacia el final de su vida, en las conversaciones que mantuvo con Simone de Beauvoir, Sartre reconocería que en el dominio moral había conservado una sola cosa de la existencia de Dios: 'el bien y el mal como absolutos'" (p. 115).

Primer punto que retomará Sartre en El existencialismo es un humanismo: la moral sin Dios. Sin Dios, sin esa tranquilidad del ser anegado, el hombre está obligado a "hacerse" sin excusas. Si comparamos este planteamiento con el cartesiano, el ser del hombre es una participación del ser de Dios: "Y el 'sí' del hombre no es diferente del 'sí' de Dios" (Sartre, 1968, p. 235). La participación de ese ser sustenta el ser mismo del cogito, ese ser que no se distingue de la verdad y que niega, por tanto, la libertad como fundamento mismo. Sin Dios, esta moral tiene como fundamento la libertad, pero una libertad del lado de la nada, "haciéndose" para "ser". Este "hacerse" sin Dios, esta moral sin Dios, constituye el primer aporte del existencialismo ateo, según Sartre (1985): "El hombre es ante todo un proyecto que se vive subjetivamente" (p. 32). Y este proyecto, esta libertad, lo hace también completamente responsable, tiene que elegir a la humanidad, pese al conflicto primario que se desprende de la mirada y del juicio del prójimo: en esta proximidad, la moral se extiende a todos los hombres: el hombre que se hace, está "haciendo la humanidad", está eligiendo la humanidad.

Otra de sus obras pone en ejecución la apertura sobre la moralización del proyecto de existencia. En su Crítica de la razón dialéctica, obra de 1960, hace una praxeología de la libertad. Tiene que lidiar con el conflicto que es inherente a las relaciones interpersonales, con esa lucha intersubjetiva que puede desencadenar la anulación completa de las libertades. Aunque no ahondaremos en los presupuestos específicos que hace Sartre sobre la moralización del proyecto de existencia en esta obra, consideramos pertinente anotar que es allí donde hace sus precisiones sobre la moralidad. No podemos eludir un hecho medular en la obra de Sartre: el para-sí no se cierra sobre la diferenciación con el en-sí. Esta misma operación la desplaza al plano de las relaciones interpersonales. Como la libertad se resiste precisamente a esa cosificación de la mirada del otro, es ineludible un análisis más detallado de estas relaciones que pueden confundirse con la asimetría en-sí-para-sí.

Otro texto, no menos importante para este tratamiento, es Cuadernos para una moral, publicado en 1983 por Gallimard como obra póstuma. Sartre redacta allí unas notas que preparaban el trabajo inconcluso de la moral en El ser y la nada. Todo esto indica que el obrar mismo de la libertad y su necesidad de integración tiene para Sartre un componente moral, una moral que no puede quedar tácita y que, por tanto, se vio en la necesidad de profundizar.

El ser como estructuración de la ausencia

En esta lectura de El ser y la nada utilizamos dos términos que reflejan la intencionalidad de la conciencia y su consiguiente negación como en-sí: el primero de ellos es la intención de cosas, que tendrá como telón de fondo la intención profunda. En la intención de cosas, el conocimiento es más necesario de la cuenta. Sin embargo, no estamos de acuerdo con la visión aristotélica de ese conocimiento: "Todos los hombres por naturaleza desean saber" (Metafísica, 25, 980a). Esta visión reclama el conocimiento como un fin en sí mismo. Ya el hombre está justificado en su naturaleza. El ser precede todo conocimiento: su ser establecido y el ser de ese conocimiento como algo necesario. Ahora bien, ¿por qué tomar el ejemplo de Aristóteles y no de visiones más cercanas a Sartre como el cogito cartesiano o el sujeto trascendental de Kant? Porque vamos a derivar no solo el conocimiento, sino también el ser, de la existencia.

Cuando Sartre afirma que en el existencialismo la existencia precede la esencia, demarca la relación en-sí-para-sí, es decir, la intención de cosas. Sartre no puede ir más allá de la intención de cosas en la primera parte de El ser y la nada. Lo valioso es que Sartre antropologiza la nada y, con ella, va develando poco a poco la intención profunda en la que avizoramos la parte más importante de la ausencia. La intención de cosas antropologiza el conocimiento y la nada. Efectivamente, la ausencia radica en la primera intención, la intención de distancia; en la negación del mundo como para-sí reside una ausencia de corte gnoseológico. La ausencia de ser

participa aquí del juego de la diferencia ontológica. Del conocer se desprende nuestro conocimiento propio como negación. Aparece también una segunda ausencia, que es la que configura nuestra necesidad de ese ser. Negar el mundo como para-sí no lleva automáticamente implícita la necesidad de ser. En el conocimiento participa incluso de la diferencia ontológica y en ella el ser todavía no es una necesidad.

El deseo aristotélico quizá se derive del conocimiento como un fin: el conocimiento por el conocimiento mismo, un hombre para el conocimiento, que luego en la Ética a Nicómaco se traduce en eudaimonía. Por naturaleza se tiende al placer y, por otro lado, la felicidad no correspondería a un fin de menor talante, sino al fin de todos los fines: la felicidad es Fin (Ética a Nicómaco, 1102a), mas aun, por una eudaimonía intelectual, cultivada a través de las virtudes dianoéticas, conformando el conocimiento como intención de cosas.

La filosofía de Sartre (1996) no cierra la conciencia en el en-sí: "Así, todo conocimiento del Ser implica una conciencia de uno mismo como ser libre" (p. 121). Esta intención de cosas, para nosotros, pasa a ser en la cuarta parte de El ser y la nada la intención profunda. Sartre pone de relieve esta segunda ausencia cuando hace coincidir la relación de un ser pleno con la conciencia, es decir, la necesidad de ese ser para el hombre. De la negación surge la necesidad de construir una síntesis, un ser para-sí. Aparece entonces una ausencia propia del para-sí equiparada a la tensión ser-nada. El mundo no es nuestro ser, nuestra casa; pero sí la causa de esa necesidad de ser. Deseamos ser. Por la libertad, y no por naturaleza, deseamos ser: "En otros términos, es menester que sea una falta; pero no una falta objeto, una falta padecida, creada por un trascender distinto de ella: es menester que sea su propia falta de..." (Sartre, 2008, p. 147). Ahora, no naturalmente, sino artificiosamente: del conocimiento y la conformación del mundo se desprende nuestra necesidad de ser. No existimos para conocer; conocemos y, en esa medida, existimos para ser.

La ausencia, ese cerrar y ese abrir las posibilidades, ese aprender a reconocer por dónde hay que caminar inaugura la historia del boceto de humanidad. Al principio, este boceto requiere del juego de la diferencia ontológica. Solo nos reconocemos bocetos en relación, como lo explica Abello (2011): "Podemos entonces decir que el ser humano es relación, es decir, para-sí, pero para poderlo hacer tiene vínculos obligados de relación con el en-sí" (p. 86). Nacemos como ser —este ser es posterior—, rodeados de cosas, nacemos para ser, y nacemos al ser por el conocimiento.

La intención de cosas puede configurar un mundo de cosas, un mundo humano que puede parecer nuestra morada. Esto explica por qué muchos para-sí derivan su ser del poder que ejercen sobre ese mundo. Vivir rodeados de cosas, de lujos, de reconocimientos, no es vivir en la dimensión del ser. Negamos ese ser-para-las-cosas, que se puede desviar en olvido del hombre. Sería vivir como si no existiéramos: una cosa entre las cosas, una cosa que piensa, que se ufana. Pero también una cosa que desea más y más. Y el deseo que interpretamos a veces como un deseo de tener no es más que un deseo de ser. La existencia puede convertirse en evasión. Podemos sentirnos plenos; pero esa plenitud no es absoluta en el para-sí. Su intención primera puede cosificarlo.

Cada día corremos el riesgo de identificarnos con las cosas que hacemos. Pero el hacer no es importante porque se derive de una cosa. No es ontológico, porque únicamente el ser de la libertad es un ser para la esencia. Nuestro hacer es un hacer ontológico, porque abre las posibilidades, tratando de no cerrar esa intención de cosas. Sería un llevar la intención de cosas a una intención profunda. En este caso, la diferencia ontológica se convierte en una oportunidad para escribir nuestras tentativas. Es una diferencia que excluye la condición entitativa o esencial del en-sí de la condición existencial del para-sí.

La gran paradoja consiste en vincular la síntesis con la condición entitativa. Mientras existimos, esa condición entitativa debe ser negada: "La realidad humana, por la cual la falta aparece en el mundo, debe ser a su vez una falta" (Sartre, 2008, p. 146). La conciencia sigue empecinada en el juego de la diferencia ontológica. No podrá identificarse con la cosa. Aquí el ser es un desprenderse y un hilar, un escribir la historia del ser del hombre a borrador, un tachar y un volver a hacer. La metáfora del boceto enfatiza en la suma de bocetos prácticos, que sumamos al boceto existencial de la libertad.

Quizás el absurdo sea la palabra correcta para definir nuestras acciones y nuestra humanidad. No somos la obra completa; simplemente, el boceto y las pinceladas de esa obra. No estamos listos para encajar con las obras terminadas de este mundo. Todavía no somos un para ver. El para-sí no deja de existir más que como el que mira, el muro que hay en la posible identidad de la intención de cosas con la intención profunda. En este sentido, el que mira es el ausente, que no está totalmente allá en el paisaje, en cada detalle y en cada cosa. Se resiste también a quedarse en la intención de ser, que configura la ausencia segunda.

El hombre es la tensión para la síntesis, porque no puede totalmente con la síntesis. En este caso, conceptuamos la síntesis como unponer en medio aquellos contrarios: la nada y el ser, la intención de cosas y la intención profunda. El ser del hombre será siempre un contraponer, un buscar la salida, un entrar en el laberinto, un volver a caer, un volver a mirar el cielo, un volver a saber que no se puede y un volver a intentar: "Los dioses condenaron a Sísifo a empujar eternamente una roca hasta lo alto de una montaña, desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso" (Camus, 2010, p. 155). Tratamos de subir una montaña, la montaña de nuestra existencia. Pero sube con nosotros la intención de cosas.

Sin embargo, esa existencia es la tragedia. Cuando sentimos cerca la cúspide, todo ese mundo se desmorona. Pareciera insuficiente todo lo que hacemos. Ese ser de la cima no admite todo ese peso. Ese ser de la intención profunda que apuntala con sus dedos y con su mirada no puede ir tan cargado, aunque necesite esa relación para saber que debe avanzar en pos de su deseo. Luego, el para-sí tiene que volver a caer. La intención profunda deviene intención de cosas. Vuelve a bajar. Toda acción humana es también una intención de péndulo: aramos la tierra, sembramos, cegamos y cosechamos. Con el ser sucede lo mismo. No basta el arar, la siembra y la cosecha. Seguimos empecinados en la diferencia ontológica, en volver a subir a veces por otros caminos. En eso consiste la realidad humana como deseo de integración. La pasión inútil que nos constituye y ese vaivén de la ausencia como un pasar del plano del ser al plano de la nada y viceversa no nos excusan. En el escenario de la vida nuestro hacer también es un deshacer. No por ello las esperanzas de llegar a casa se pierden. La historia del hombre es una historia sin final, una historia de sus esfuerzos, de sus tachones, de sus tentativas; una historia de la libertad que se niega a sí misma para ser: la esencia. En esta medida, es un ser mediado por la ausencia. Por tanto, ese deseo natural de conocer requiere también de una intención profunda: un deseo de ser.

Conclusiones

En esta reflexión construimos un desplazamiento a partir de El ser y la nada de Sartre. Las acciones, el obrar y la moralización del proyecto de existencia se avienen con el deseo de integrar la libertad. Obramos porque proyectamos. La síntesis en-sí-para-sí refleja una intención profunda no solo ontológica, sino también moral. La libertad es absoluta porque es responsable en dos sentidos: el descubrimiento en la relación que establece con su correlato, o lo que llamamos intención de cosas, y la construcción personal de su ser.

El conocimiento es nuestra primera responsabilidad en tanto agitamos los medios que reflejan la intención profunda. Así aparece el segundo momento de esa responsabilidad, más importante, porque en él se revela la ausencia del hombre, el hombre como un mero boceto. También lo es porque la nada de nuestra ontología feno-menológica se concibe a sí misma como una nada humana en la relación mi-ser-proyectado-mi-nada-presente. La responsabilidad se moraliza en el segundo momento, porque ya refleja nuestra pobre humanidad arrojada: el boceto de hombre es la pobre humanidad, la pobre humanidad condenada a su libertad, sin Dios, sin ídolos. Arrojada simplemente, arrojada a sí misma y sin excusas.

Esta responsabilidad existencial y profunda está arraigada en la intención profunda, una intención ontológico-moral. Por su parte, Sartre (2008) vincula la responsabilidad con la libertad:

Todo ocurre, pues, como si estuviera constreñido a ser responsable. Estoy arrojado en el mundo, no en el sentido de quedarme abandonado y pasivo en un universo hostil, como la tabla que flota sobre el agua, sino, al contrario, en el sentido de que me encuentro de pronto solo y sin ayuda, comprometido en un mundo del que soy enteramente responsable, sin poder, haga lo que haga, arrancarme ni un instante de esa responsabilidad, pues soy responsable hasta de mi propio deseo de rehuir de las responsabilidades. (p. 750)

Tanto en la responsabilidad con el mundo como en la responsabilidad con la ejecución del proyecto de existencia personal, la libertad está comprometida. Libertad es igual a libertad comprometida: "La libertad del para-sí está siempre comprometida: no se trata de una libertad que sería poder indeterminado y preexistiría a su elección. No nos captamos jamás sino como elección en vías de hacerse" (Sartre, 2008, p. 651).

Por donde miremos, la existencia consiste en un deber ser, que no se agota en la libertad. Estamos arrojados sin nuestro permiso, pero también estamos exigidos y escindidos. Exigidos a hacernos-en-el-mundo, exigidos a elegir, a dinamizar el corto presupuesto ontológico con que fuimos arrojados. En segundo lugar, estamos escindidos. La libertad absoluta no justifica nuestro ser, porque somos simplemente el fingimiento, la agitación y el devenir.

El ser está en suspenso en nuestra libertad, es la posibilidad de ser engendrado, la posibilidad de ser eludido y traicionado. Este es quizá el aporte de este trabajo. La libertad se intenciona como integración, y aunque no lo logra, su obrar no pierde su carácter ontológico. La libertad está exigida; su deseo está ligado a la posibilidad de ser, una posibilidad que no comprendemos sin la nada. El ser y la nada nos descubre un ser sin fingimientos. No somos el en-sí, no somos la dimensión donde se aúnan y concentran las plenitudes. No estamos allá en el stock de los seres. Somos la aventura de ese ser.

Recordemos que la intención de cosas está emparentada con la intención profunda, que ya no es de cosas, sino de nosotros. En la segunda tensión, el deseo de integración se dinamiza como diferencia ontológica mi-ser (libertad) - mi-ser (mi ser), es decir, en tanto se construye como diferencia ontológica obrada. Mientras existimos, lo hacemos allende el ser, un ser futurizo, posterior: "En este sentido, el Para-sí tiene-de-ser su futuro, porque no puede ser el fundamento de lo que él es, sino ante sí y allende el ser: la naturaleza misma del Para-sí consiste en deber ser «un creux toujours futur»" (Sartre, 2008, p. 194). La nada no se recupera sino en el ser, existe por él, él es su motivo y su objetivo. La libertad está emparentada con él, porque como tensión descarta todo aquello que pueda traicionar su objetivo más importante.

El ser siempre es lo aplazado, lo último, la síntesis, ese Dios o esa idea de Dios que el existencialismo sartriano recoge con el único fin de elevar el proyecto humano a la esfera de la síntesis. Así, lo realmente importante en la filosofía de Sartre no es la pasión inútil del hombre. Lo que aquí nos interesa es comprender por qué el hombre, fingiendo ser, desea cada vez más. Si arrancamos de esta antropología un sentido teológico-cristiano, es porque el hombre se olvida de Dios eligiéndose Dios. Sartre no lo hace, no se interesa en la idea teológica, pero tratamos de comprender una humanidad que, lanzándose al absoluto, termina siendo una pasión inútil: "Pero la idea de Dios es contradictoria, y nos perdemos en vano: el hombre es una pasión inútil" (Sartre, 2008, p. 828). El hombre se hace para ser Dios porque fue arrojado a la existencia y no al paraíso de las síntesis metafísicas. Por ello, el hombre es lo que hay del otro lado del mundo. Entonces sigue caminando a tientas en medio de la noche, solo, comprometido, responsable y ausente: tentando la esencia que, paradójicamente, aplaza cada día. El hombre o el boceto de humanidad jamás puede adueñarse del ser, es el aventurero del ser. Por eso, estamos de acuerdo con Glucksmann (2010) cuando advierte:

Desde el inicio y para siempre, el hombre no vive como un dios. Por otra parte, la libertad es el reto de un «hacer» (poieín) y, por lo tanto, también de un deshacer. Nos debatimos, nos batimos para ser libres y seguir siéndolo, o bien nos tumbamos y nos dimitimos. (p. 237)


Notas

1 Es interesante en este punto traer a colación lo que dice Simone de Beauvoir (2008) en La plenitud de la vida respecto al influjo del pensamiento heideggeriano en Sartre: "Sartre leía a Heidegger desde principios de año en la traducción de Corbin y en el texto alemán. Me habló seriamente de él por primera vez en Sisteron; todavía veo ese banco de piedra en que estábamos sentados. Sartre me explicaba lo que significa la definición del hombre como 'ser de lejanías' y 'cómo el mundo se revela en el horizonte de los instrumentos descompuestos'; pero me costaba comprender qué presencia Heidegger atribuye al porvenir. Sartre, a quien siempre le había importado antes que nada salvar la realidad del mundo, apreciaba en la filosofía de Heidegger una manera de reconciliar lo objetivo y lo subjetivo; no la consideraba muy rigurosa, pero era rica en sugestiones" (p. 370).


Referencias

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