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Eidos

Print version ISSN 1692-8857On-line version ISSN 2011-7477

Eidos  no.27 Barranquilla July/Dec. 2017

 

ARTÍCULOS ORIGINALES

LA POSTECOLOGÍA DE LOS REGÍMENES DE LA VIDA Y LAS CONFIGURACIONES CONTRACTUALES DE LA SOBERANÍA GLOBAL: REFLEXIONES EN TORNO A UNA ECOLOGÍA DECOLONIAL

Miguel Ángel Guerrero Ramos1 

1 Universidad Nacional de Colombia, Colombia. miguelangelg093@gmail.com


RESUMEN

Desde una visión ético-ontológica de la vida, esta posee una entidad propia. Una entidad que no dejaría de ser tal bajo un reconocimiento pleno de la entidad jurídica de todo lo vivo y sus capacidades de agencia, ya que ello implicaría no el flotar jerárquico-simbólico de una significación antropocéntrica sino el flotar discursivo de una significación biocéntrica mucho más amplia e igualitaria (y no necesariamente antihumanista). En esa medida, el objetivo principal de este artículo estriba en relacionar de forma reflexiva y filosófica el vasto y complejo universo de lo natural (la naturaleza) con las particularidades antropocéntricas, jerárquicas y excluyentes de la filosofía contractualista, centrada esta última, para los fines de este texto, en el problema de la legitimidad de la soberanía tanto en el inicio del Estado moderno en la conflictividad humana hobbesiana como en las relaciones geopolíticas de la actualidad.

PALABRAS CLAVE: Ecología decolonial; filosofía contractualista; expulsión; regímenes de la vida; Thomas Hobbes

ABSTRACT

From an ethical and ontological view of life, it is accepted that life has its own entity. An entity that does not cease to be such under a full recognition of the legal entity of all living things and their capabilities of agency, since that would imply not a hierarchical-symbolic float with an anthropocentric significance, but a discursive float with a biocentric significance; much more wide and egalitarian (and not necessarily antihumanist). To that extent, the main objective of this article is to relate in a reflective and philosophical way the vast and complex universe of the natural (nature) to the anthropocentric, hierarchical and exclusive features of the contractualism philosophy. For the purposes of this text, contractualism philosophy will be centered on the problem of the legitimacy of sovereignty at the beginning of the modern state with the Hobbesian human conflict and in today geopolitical relations.

KEYWORDS: Decolonial ecology; contractualist philosophy; expulsion; regimes of life; Thomas Hobbes

INTRODUCCIÓN

EEl amplio universo de lo natural y la vida que él recoge y en él se desliza a través de un número indeterminado de trazos propios de acción, y en un vasto y complejo circuito interrelacional y de intercomunicación, ha estado a lo largo de la historia de la civilización humana y sus metafísicas contractuales exento de dos reconocimientos: en primer lugar, el de su entidad jurídica y, en segundo lugar, el reconocimiento sociocultural pleno y diferenciado de su capacidad de agencia. Una situación que, como se ha mencionado, se hace especialmente visible dentro de las bases de la filosofía contractualista de la modernidad. Ello aun cuando en tiempos bastante recientes se reconozca la entidad jurídica de parques naturales (Tolón y Lastra, 2008) y de algunos animales en vías de extinción. Una juridicidad que, a pesar de ser un gran logro histórico, resulta bastante limitada, puesto que se asienta en una visión de todo lo existente dentro de una matriz antropocéntrico-patriarcal-colonial. No es de extrañar, por tanto, que en su momento autores como Peter Singer (2003) o Leopold (1966) hayan propuesto expandir los límites de la ética de una visión antropocéntrica hacia una visión biocéntrica mucho más amplia. (Alcalá, 2016). En efecto, la agencia del universo natural es negada de múltiples formas con la llegada del imaginario moderno y sus principios de contractualidad. Una de esas formas es la del dominio de la naturaleza mediante el afán de progreso y una supuesta aplicación universal de la técnica, como si la técnica fuera algo exclusivamente humano. Sin embargo, Crelier y Parente (2014) nos recuerdan que tanto los animales humanos como los no humanos pueden ser autores de su entorno en la medida en que ambos fabrican y usan artefactos sumamente variados que van, por ejemplo, de los nidos en las aves hasta los diques para contener el agua en los castores.

De esa forma, bien se puede afirmar que la modernidad, cimentada en la metafísica contractual de las voluntades humanas como una herramienta de legitimación, se halla profundamente interesada en subordinar los distintos regímenes de la vida, más aun si consideramos la modernidad como una serie de matrices y retóricas epistémicas destinadas a jerarquizar y subordinar en el plano de la significación y bajo el imperio de las relaciones de poder. (Mignolo, 2007). Una modernidad que negó la agencia del medio ambiente en la conformación del Estado-nación y que la sigue negando en la actuales dinámicas transnacionales propias de un relacionamiento social y geopolítico que dentro de determinados aspectos del derecho internacional buscan una integración sistémico-económica de asociación regional a gran escala (como bien lo puede ser el denominado Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica, en vigencia desde el 1° de enero de 2006. (Fernández, 2014)).

De esa forma, como objetivo principal de este artículo se considera de gran importancia plantear una relación teórica y filosófica entre el vasto y complejo universo de lo natural y la evolución de la soberanía estatal, centrada esta última en dos factores principales: 1) el inicio del Estado moderno en la conflictividad humana (Hobbes, 1994) y no en el reconocimiento pleno de la importancia de la vida adscrita ella en un complejo circuito interrelacional de seres vivos, y 2) en una soberanía global contemporánea que traza relaciones geopolíticas de una forma tal que la naturaleza no es objeto de derechos (como entidad viva que puede llegar a ser al mismo tiempo una entidad jurídica y agencial), sino de los discursos que hablan de derechos. Se trata, por tanto, de una relación entre un punto de vista ético-ontológico de la vida natural y la filosofía contractualista.

Un tema que desborda lo meramente teórico y filosófico, y que en esa medida es de suma actualidad, más aun si tenemos en cuenta hechos como el que nos menciona Angela Balzano (2015) en torno al hecho de que con los adelantos de la medicina reproductiva contemporánea muchas hembras de animales no humanos serán utilizadas para disminuir el tiempo de reproducción de animales comestibles al mismo tiempo que la fecundación asistida humana es mejorada mediante experimentos en hembras no humanas. Es decir, cuestiones como las de género sin duda desbordan hoy, y lo han hecho siempre, pero de manera invisible para el ojo antropocéntrico, el trazo sociocultural de lo meramente humano. La cuestión de fondo, desde luego, estriba en que los animales humanos y otros regímenes de la vida nos encontramos profundamente interrelacionados. Cabe decir que el inicio de la contractualidad moderna no solo niega ello al centrarse excesivamente en el ser humano, sino que también niega una ontología ética compleja y diferenciada de la vida.

1. EL MEDIO AMBIENTE COMO DIMENSIÓN EXCLUIDA EN LOS ORÍGENES DEL MODERNO CONTRACTUALISMO ESTATAL

Nos dice la socióloga Sassen (2015) que las expulsiones no tienen lugar por casualidad, sino que estas se elaboran socialmente, y los canales mediante los cuales tiene lugar la misma pueden llegar a ser bastante variados; razón por la cual dichos canales pueden valerse del conocimiento elaborado o del lenguaje científico o filosófico o de un determinado tipo de saber, entre otros, para expulsar. Para expulsar aquello indeseado o aquello que se quiere subordinar. Partiendo de allí, una primera idea que cabe plantear es la de la expulsión de los regímenes vivos que se desenvuelven en el universo plural de lo natural, de los dominios propios de la agencia, a causa de la misma filosofía contractualista que determinó al Estado-Nación como una burbuja de relaciones netamente humanas. Sin embargo, cabe recordar, antes de pasar al primer objetivo de este texto, consistente en relacionar el universo de lo natural con el inicio de la contractualidad moderna en la conflic-tividad humana, que nociones como ciudadanía y Estado son conceptos sin una definición única. De dicha forma, bien pueden existir complejas cartografías simbólicas de superposición entre dichos dos conceptos; a raíz de lo cual aquel que es ciudadano en una democracia en cuanto a ciertos derechos y deberes, no lo es, en cierta forma, y en la misma materia de derechos y deberes, en una democracia en la que prima el poder de la oligarquía. (Suárez-Navaz, 2007 y Borón, 2009). Es decir, la realidad es sumamente compleja, y esto hace que los conceptos se difuminen y que estos, a su vez, generen nuevas matrices de realidad.

Es así como la naturaleza es vista como un elemento sagrado que hace parte imprescindible de los Estados pero a la vez esta sufre la más fuerte explotación; entre otras causas, por un armazón epistemológico resultante de una visión antropocéntrica que se difumina y se desliza en forma de múltiples realidades superpuestas, entre ellas, la realidad metafísica de la naturaleza como algo sagrado, y, por otra parte, la naturaleza como "recurso", concepto, este último, que en su misma esencia es profundamente colonial, jerárquico y remite indefectible e invariablemente al concepto metafísico de la apropiación. (Morales, 2016). En este texto se considera como nudo gordiano de dicha relación las ideas mismas de Estado y nación de la modernidad, y, fundamentalmente, su origen en la filosofía contractualita, principalmente de Hobbes (1994). Aunque bien cierto es que, como señala Suárez-Navaz (2007), no es sino después de propiamente instaurados los fundamentos del liberalismo, tras John Locke, que la práctica de la política no será considerada como una práctica común de todos los seres humanos por igual, sino como una práctica del poder cedido al Estado por parte de una serie de voluntades necesitadas de la protección de una autoridad superior, con lo cual el Estado se erige como el actor político por excelencia.

En torno a lo que atañe al Estado y la modernidad y su relación con el factor económico, Boaventura de Sousa Santos (2009) nos dice que a pesar de que el capitalismo confluye en ambos, de cualquier forma son procesos sociales distintos en su propio devenir ontológico y relacional. De modo tal que ni la modernidad ni el Estado deben de presuponer necesariamente y de forma última al capitalismo como su modo propio de producción. Sin embargo, el capitalismo, nos dice De Sousa Santos (2009), se impuso como modo dominante de producción, y puede que aquel desaparezca de hecho mucho después de que desaparezca la misma modernidad. Recordemos, al respecto, junto con Res-trepo Botero (2003), que el neoliberalismo cada vez le gana más terreno al Estado y a sus formas de relación con los ciudadanos. De ahí que exista el peligro de que en un futuro las instituciones modernas, inexistentes ellas o faltas de poder, no puedan proteger ciertas consideraciones éticas actuales en torno a la biogenética, y surjan, luego de implementados los adelantos biotecnológicos, divisiones sociales producidas no solo por la desigualdad de clases sino por las dinámicas transhumanistas, es decir, de mejoras o po-tenciamientos en el ser humano a través del biocapital. (Villarroel, 2015 y Balzano, 2015). La cuestión de fondo estriba en el hecho de que hoy por hoy el Estado, el más importante actor político, ha elevado al mercado como actor preferencial, subordinando a las personas (vistas únicamente como voluntades) y la amplia y diversa gramática natural de la vida.

El Estado, por tanto, en su misma configuración como ente superior de lo político se erige como un actor capaz de postular otros actores por encima de los actores animales humanos y animales no humanos. A ese respecto se insinuaba líneas atrás que el origen mismo del contractualismo moderno que conocemos y que negó la agencia de lo natural reduciéndola a recurso y que negó incluso, de forma implícita, un punto de vista biocéntrico del universo natural privilegia un punto de vista antropocéntrico no como consideración de la persona en sí misma y en todas sus diferencias sino como herramienta ideológica de legitimación contractual, nos remite al filósofo inglés Hobbes (1994). Cabe recordar que para Hobbes (1994) el Estado de naturaleza del ser humano es el de ser el lobo para el hombre, es decir, el ser humano es conflictual por naturaleza, de ahí que se requiera de una entidad superior que ponga a las distintas voluntades en común de acuerdo bajo la base de que el origen mismo de la justicia es la estipulación misma de los pactos. Una entidad que, a su vez, pueda operar de forma coercitiva para hacer cumplir la esencia misma de dichos pactos. En Rousseau (2004) bien sabido es que se presenta un problema semejante, con la diferencia de que para él el ser humano es bueno y la sociedad lo corrompe; aun así, en dicho autor las voluntades al conocer la propiedad (en Hobbes la propiedad en sí viene después del acuerdo entre las voluntades) deciden ceder su libertad universal a un ente superior.

Con otras palabras: la modernidad estatal empezó por la conflic-tividad misma del ser humano, y no en pro de reconocer las relaciones interdependientes de los animales no humanos con el entorno natural y, por ende, con un circuito plural de vida, lo cual hubiese podido llevar a una idea de nación que no contemple al mundo natural como recurso y a los regímenes de la vida como carentes de agencia y destinados a ser subordinados por la misma ideología antropocéntrica que se valió de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, por ejemplo, para, como decíamos con Sassen (2015), expulsar. Expulsar a los organismos vivos del terreno de la agencia y la dignidad.

La principal consecuencia de ello atañe al hecho de que la naturaleza no es vista como circuito plural de vida sino como entorno o medio, lo que implica, de acuerdo con Gerardo Morales Jasso (2016), pensar en términos de poder sobre ella; por ello mismo la categoría de "recursos" no constituye un hecho empírico a priori sino una construcción condicionada por el marco epistémico y las mismas configuraciones de conocimiento que en un marco técnico o filosófico provoca expulsiones agenciales y subordinaciones simbólicas de lo no antropocéntrico. Sin embargo, hay que enfatizar en el hecho de que la estructura ideológica antropocentrica que lleva a una determinación sociohistórica del universo natural como recurso de una modernidad colonial/opresiva fiindamen-tada en el dominio de la naturaleza, no nace propiamente en Hobbes, sino que, más bien, sucede que con él encontramos el inicio de una contractualidad estatal basada en la conflictividad humana, es decir, basada en un pequeño universo de relaciones, basada en una burbuja limitada de vida y confluencias psíquicas y emocionales, basada, en últimas, en una gama muy reducida de fenómenos. Decimos ello en razón de que en el antiguo mundo griego, la política era considerada como una práctica común a todos los seres humanos (se dice, por tanto, que el ser humano era el actor político por excelencia y no el Estado. (Suárez-Navaz, 2007)). Ello quiere decir, desde luego, que los otros seres vivos no podían ser considerados como entes con una determinada entidad jurídica basada ella, a su vez, en una ontología ética de la vida o en una ontología biocéntrica de todo lo existente en la Tierra.

Sin embargo, hay que remarcar el hecho de que para autores como Klenner (1999) el papel principal de Hobbes en la filosofía contractualista consiste en justificar el poder político por medio de poderes seculares y apelando a derechos individuales en lugar de apelar a la religión, como en el caso de los pensadores de la edad media occidental. (Parra, 2014). Dicha justificación secular, cabe decir, se halla fundada sobre las bases epistémicas de un tiempo en el que precisamente para pensar en un modo no religioso se optó por una visión en exceso antropocéntrica de todo lo existente en lugar de optar por una visión biocéntrica. Es decir, unas bases epistémicas que expulsan las agencias y las subordinan. Finalmente, para concluir este apartado, es necesario enfatizar que la idea que se plantea en este artículo no estriba en reducir lo natural a las relaciones contractuales y estatales, sino que, por el contrario, se considera que si las relaciones estatales no utilizaran el antropocentrismo de las voluntades que pactan un poder superior, como herramienta ideológica para legitimar la propiedad burguesa y para subordinar lo no humano, sino el biocentrismo ontológico de que toda forma de vida tiene su propia dignidad, puede que la naturaleza no fuera subordinada como recurso para explotarla inmisericordemente. No obstante, es claro que el mismo circuito plural de la vida, en su complejidad, excede las cuestiones de la soberanía estatal y sus diversas configuraciones.

2. LA SOBERANÍA GLOBAL CONTEMPORÁNEA Y LA EXCLUSIÓN DEL MEDIO AMBIENTE Y LOS REGÍMENES DE LA VIDA

Como se pudo observar en el apartado anterior, la cuestión de la soberanía tuvo desde sus orígenes en la moderna filosofía contractual unos elementos metafísicos y epistémicos fundados en un pensamiento que al querer alejarse de la teo-ontología de la Edad Media optó no por un biocentrismo sino por un antropocentrismo. Schmitt (1995), por ejemplo, señala el momento irracional de Hobbes (1994) al indicar que la decisión soberana precede todo derecho, toda verdad y toda aparente justificación racional del poder político, ya que los derechos naturales, de acuerdo con dicho autor, no pueden tener lugar nunca en el estado de naturaleza sino únicamente bajo la figura misma del poder del leviatán. (Parra, 2014). De esa forma, desde el mismo plano de lo político, y a causa de la visión antropocéntrica de todo lo existente, el universo natural y la cultura adquirieron una entidad dicotómica a tal grado que, nos dice Descola (2011), el mismo término naturaleza adquiere una connotación antropocéntrica dentro de la cosmología occidental, para indicar que ella es lo opuesto a lo humano. Sin embargo, el ser humano confluye en el universo natural en un complejo circuito de vida, y aun cuando lo defina, lo matice, lo subordine o lo transforme, el universo natural posee su propia capacidad de agencia, o por lo menos eso es lo que indicaría una perspectiva ético ontológica fundamentada en una visión biocéntrica de todo lo existente.

La cuestión inicial de la soberanía estatal cimentada en la conflic-tividad humana hobbesiana que deviene en voluntades dispuestas a pactar un poder superior ha evolucionado de tal forma que hoy día no se cuestiona la misma metafísica antropocéntrica adscrita a dicha genealogía, sino que la cuestión fundamental, en torno a la soberanía, se encuentra en los tiempos actuales en la misma configuración del derecho internacional en relación con la esfera de lo geopolítico. De esa forma, para Bavaresco (2003) (como se citó en Gamboa, 2012), el centro neurálgico de la discursividad sobre la soberanía contemporánea radica en cómo garantizar la inserción soberana de todos los Estados en la soberanía global, respetando el derecho interno de cada uno. Es decir, el inicio antropocéntrico de la modernidad estatal descrito en el apartado anterior evolucionó a las relaciones geopolíticas de hoy día. Unas relaciones, en consecuencia, epistémicamente basadas en las voluntades humanas como medios para configurar luchas y estrategias internacionales en las cuales la competitividad económica basada en el dominio de la naturaleza es el principal medio.

El circuito de relaciones naturales está de ese modo tan subordinado dentro de las jerarquías simbólicas de la metafísica antropocéntrica contractual, que no es extraño observar noticias e informes como los de la OMS que destacan que solo el 12 por ciento de la población urbana de la Tierra respira un aire saludable. (Lorenzo, 2016). Es decir, el ser humano tampoco importa en sí mismo en el estado de cosas actual. Como se ha mencionado líneas atrás, es un medio ideológico en su figura de voluntades que pactan, para legitimar un Estado capaz de colocar al mercado como ente preferencial, de forma tal que en la actualidad se daña el entorno natural subordinado y de agencia negada, y como la vida confluye en un complejo circuito de relaciones, ella afecta luego al mismo ser humano (como en el caso del aire afectado). O noticias igualmente catastróficas como la del hecho de que, de acuerdo con la Red Global de la Huella Ecológica (Global Footprint Network, en inglés), para el 8 de agosto de 2016, la humanidad ya había consumido el presupuesto (no los recursos) de la naturaleza para el año completo (Global Footprint Network/T21, lunes 8 de agosto de 2016). Es así como bien se puede afirmar que garantizar el reconocimiento jurídico de la vida y la capacidad de agencia de todos los seres vivos del planeta y sus entornos podría llegar a ser el más duro ataque al régimen económico contemporáneo.

No obstante, la metafísica antropocéntrica de la modernidad estatal contemporánea que hoy se relaciona internacionalmente en un plano geopolítico de fuerzas, alianzas y tensiones, impide que ello sea así, impide que el reconocimiento jurídico pueda extenderse a todo lo viviente, en parte, por la misma visión antropocéntrica del contractualismo original, y en parte, a causa de los mismos intereses económicos que necesitan mantener subordinado al amplio y diverso universo de lo natural para poder explotarlo, para mantener incluso a los animales en condición de esclavitud y agencia negada. (Hribal, 2014). Con otras palabas, todo ello impide que se pueda hablar de un iusnaturalismo del mismo universo natural, fundamentado, como veremos en el apartado siguiente, no en el actual constructivismo con el que las ciencias sociales observan la naturaleza, sino en una ontología ética. Un iusnaturalismo muy semejante a los derechos humanos contemporáneos, los cuales, de acuerdo con Gonzalo Aguilar Cavallo (2016), conforman un constitucionalismo global, entendido este último por las Naciones Unidas como un principio de gobierno mediante el cual todas las personas, instituciones y entidades, públicas y privadas, incluido los propios Estados, están sometidas a unas leyes que se promulgan públicamente (Aguilar, 2016), y dichas leyes principales son, desde luego, los derechos humanos. Sin embargo, autores como Peters (2009) entienden el constitucionalismo global como una agenda política y académica dentro de una esfera jurídica internacional que busca mejorar la efectividad y la justicia del orden jurídico internacional en sí mismo, puesto que dicho autor no puede eludir (y no se le puede culpar por ello) la misma metafísica de conflictividad que da razón de ser a las mismas voluntades que pactan la política. De esa forma, el problema de la soberanía deviene nuevamente en una epistemología que busca valerse de la voluntad humana como una libertad que ha pactado desde un enfoque netamente antropocéntrico, para de esa manera subordinar el universo natural a la categoría de meros recursos explotables. La colonialidad de la naturaleza, de hecho, de acuerdo con Escobar (2011), se manifiesta de diversas formas, siendo las principales las siguientes:

A) clasificación en jerarquías («razón etnológica»), ubicando a los no-modernos, los primitivos y la naturaleza en el fondo de la escala; b) visiones esencializadas de la naturaleza como fuera del dominio humano; c) subordinación del cuerpo y la naturaleza a la mente (tradiciones judeo-cristianas, ciencia mecanicista, falogocentrismo moderno); d) ver a los productos de la tierra como si fueran productos del trabajo únicamente, es decir, subordinar la naturaleza a los mercados impulsados por los seres humanos; e) ubicación de ciertas naturalezas (coloniales/tercer mundo, cuerpos femeninos, colores de piel oscura) afuera del mundo masculino eurocéntrico; f) la subalternización de todas las demás articulaciones de biología e historia a los regímenes modernos, particularmente de aquellos que despliegan una continuidad entre lo natural, lo humano y lo supernatural -es decir, entre el ser, el conocer y el hacer-. (Escobar, 2011, p. 51).

Las formas de colonialidad anteriores se agudizan si tenemos en cuenta que el poder del Estado para privilegiar al mercado como actor preferente (incluso por encima del propio Estado), de acuerdo con su propia potencialidad de soberanía, se ha trasladado al plano geopolítico de la soberanía internacional contemporánea. Tanto es así que autores como Arturo Cruz (como se citó en Moncayo, 2012) afirman que los asuntos de la geopolítica ya no preocupan tanto como los asuntos de la geoconomía. Recordemos, al respecto, que para un autor como Weigert (1943) la geopolítica es la geografía política aplicada a la política de poder nacional y sus estrategias de paz y guerra, mientras que para Henry Holt es la ciencia que a través de otras ciencias sociales estudia la causalidad espacial de los sucesos políticos y sus futuros efectos. (Moncayo, 2012). El hecho de fondo radica en que la geopolítica trasciende lo meramente económico, ya que "lo cierto es que, en un mundo que enfrenta el calentamiento global, crisis alimentarias, nuevas luchas hegemónicas globales y regionales (...), sería prematuro decretar la muerte de la geopolítica". (Moncayo, 2012, p. 219). Sin embargo, sí es cierto que tanto la geopolítica como la cons-titucionalidad global que dan forma hoy por hoy a un derecho internacional se cimientan en los orígenes mismos de la filosofía contractual moderna de autores como Hobbes (1994) y Rousseau (2004).

3. IUSNATURALISMO ONTOLÓGICO DE LOS REGÍMENES DE LA VIDA

Toda trama antropocéntrica o no que defina lo que es la vida y el complejo circuito natural en el cual esta se desenvuelve y se desliza en su propio ser ella plural, tomando al Ser mismo en calidad de una visión ontológica plural, tal cual como hace el filósofo Jean-Luc Nancy (2006) en su obra Ser singular plural, en la cual se planteó refundar al Ser en un aspecto relacional, no es sino un flotar discursivo (es decir, una superficialidad de significación). Sin embargo, cabe decir que en las ciencias sociales contemporáneas parece ser una tendencia cada vez más usual observar la naturaleza y, en general, el amplio universo natural desde una perspectiva constructivista por la cual son las significaciones humanas las que dan forma a la misma singularidad plural de lo natural. En el postestructuralismo antiesencialista de Haraway (1991), por ejemplo, encontramos, de acuerdo con Escobar (2011), la idea de que la naturaleza tiene que ser estudiada en términos de los procesos constitutivos y las relaciones biológicas, sociales, culturales, políticas y discursivas que están involucradas en su producción, así como que debe existir una resistencia a reducir el mundo natural a un único principio general de determinación como la genética, el capital, o el hecho de que la naturaleza sea algo sagrado, o cualquier otra determinación similar.

Al respecto, en este texto se plantea la idea de que un punto de vista ético ontológico que reconozca el universo natural desde una ontología plural y relacional, y no como un Ser unitario y metafísico, no solo escapa a los mismos reduccionismos esencia-listas, al considerar lo plural como algo en sí mismo en extremo complejo que, en sus múltiples facetas biológicas, escapa a su vez a las discursividades humanas, sino que ataca, además, la misma metafísica esencialista de la conflictividad con la que nace la modernidad estatal que subordina los regímenes de la vida para explotarlos. Los regímenes de la vida, por tanto, serían todas aquellas formas de vida que se desenvuelven en el circuito relacional de la vida misma, como el ser humano, los animales no humanos o las plantas. Pero más allá de ello, una visión biocéntrica, en general, sin duda incorporaría los entornos en los cuales dichos regímenes deslizan sus respectivas agencias y sus respectivas culturas. Recordemos, como se vio líneas atrás, de la mano de Crelier y Parente (2014), que los animales poseen en diversos grados sus propios dispositivos y técnicas. Un hecho bastante estudiado en la etología, la ciencia encargada del comportamiento animal en sus entornos naturales, y por la etnozoología (esta última un tanto más antropocéntrica), es decir, la ciencia encargada de las relaciones históricas entre las distintas culturas y sus cosmologías simbólicas y sus conocimientos almacenados y los animales. (Nóbrega y Medeiros, 2015).

Desde cualquiera de aquellas dos disciplinas hoy sabemos, por ejemplo, que se puede hablar de cultura en los animales. Sin ir muy lejos de lo que somos como seres humanos, es decir, primates, encontramos, de acuerdo con varios estudios, que distintos grupos de chimpancés en el mundo utilizan distintos tipos de herramientas para llevar a cabo una misma tarea. Por ejemplo, para romper una nuez, dependiendo del grupo de chimpancés, se prefiere siempre una roca de determinada contextura y peso, y esa clase de rocas siempre será la escogida por los miembros del grupo. (Mosquera, 2014). Se trata de un mecanismo muy similar a la lengua en los seres humanos, puesto que hoy día existe cierta variedad de las mismas.

De acuerdo con un estudio publicado en Nature Communications (Domínguez, 2016), las orcas (cetáceo que es a su vez el mayor de los delfines), posee, al igual que los seres humanos (o nosotros al igual que ellas), la característica de evolucionar no solo por los condicionamientos del medio, sino a través de la cultura. Ello se dedujo al observarse que en Gibraltar viven dos grupos de orcas, uno que lleva cazando atunes durante generaciones sin prestar atención a los seres humanos que faenan en esas aguas y otro que ha aprendido a seguirlos, por conducta aprendida de sus mayores, para comerse solo los peces que atrapan los pescadores. Ello, claro está, desde un punto de vista que considera la cultura como una información que modifica el comportamiento y se puede transmitir de "unos individuos a otros por el aprendizaje (Domínguez, 2016), y no desde el punto de vista antropocéntrico, en el cual, como animales atrapados en las vicisitudes del lenguaje, la cultura humana podría ser definida, de acuerdo con Geertz (1987), como la trama de significados en función de la cual los seres humanos interpretan su existencia y experiencia cotidiana, al mismo tiempo que esta conduce sus acciones.

Cabría preguntarnos hasta qué punto somos simbólicos en cuanto a lo cultural y qué tanto incide lo biológico; es decir, cabría preguntarnos cómo definir adecuadamente al ser humano como ser biosocial e incluso como ser indecidible. No obstante, la mención de la cultura animal se trae a colación para señalar que en el universo plural natural los regímenes de la vida tienen una agencia propia. Sin embargo, dicha agencia es negada por una visión excesivamente antropocéntrica enraizada en la metafísica de la modernidad estatal. Y si bien es cierto que de acuerdo con autores como Benavides (2015) en el contexto global contemporáneo se presenta una pérdida de la centralidad del Estado-Nación como lugar de producción de significado, en cuanto a una crisis en su capacidad de poder homogeneizar la cultura (Mendoza y Barragán, 2005); de cualquier forma el ente privilegiado que elevó como actor político de primer nivel, es decir, el capitalismo, se vale de la subordinación jerárquica de los órdenes naturales no humanos. Por ello mismo, a pesar de la tendencia evolutiva de la órbita constitucional estatal de proteger el medio ambiente y garantizar derechos en cuanto al mismo, mediante la creación, como se mencionó líneas atrás, de parques naturales (el primer parque natural designado como tal fue el de Yellowstone en 1872), lo cierto es que las dinámicas del mercado coaccionan en alto grado dichos avances.

También se encuentra el hecho de que el plano mismo de lo político, fuera de la misma órbita de la juridicidad, es un plano en el que se desenvuelven toda clase de intereses y alianzas, de forma que con el medio ambiente sucede algo muy similar a lo que acontece, de acuerdo con Gallardo (2010), con los derechos humanos, esto es, que no son objeto de derechos sino de los discursos de derechos.

A raíz de ello bien se podría decir que muchas políticas ecológicas contemporáneas, en un sentido general, representan una episteme ecológica, aun en algunas de sus variantes decoloniales, demasiado antropocéntrica en cuanto que se piensa desde un eco-humanismo bastante pronunciado, es decir, bajo la metafísica de una contractualidad estatal creada por el ser humano en pro del mismo ser humano. De ese modo, las políticas están destinadas no a un reconocimiento ético y jurídico de todo lo viviente sino a ayudar a mitigar los mismos daños causados por nuestra especie en el universo natural. Una metafísica que, cabe decir, se sostiene igualmente en el iusnaturalismo que contempla los derechos innatos bajo la confianza de darle un sentido a la misma naturaleza humana en todos sus órdenes de realidad (teológico, ontológico, lógico, ético-político y técnico), mientras que la naturaleza no humana es jerarquizada como algo menor y subordinado. (Orrego, 2015). De forma que bien se puede concluir hasta este punto que la misma concepción conflictual-humana del pacto de voluntades que dio lugar al Estado-Nación imposibilitó que los regímenes de la vida fueran reconocidos como entidades jurídicas y, por tanto, con derechos naturales, dentro del naciente aparato estatal y, en esa misma vía, en las confluencias y deslizamientos de soberanía de la política supranacional contemporánea. Es decir, no existe en cuanto tal un iusnaturalismo de los regímenes de la vida que se derive de un punto de vista no antropocéntrico; sin querer decir con ello que el ser humano, como animal que deambula en el significante, no deba poseer una consideración en cierto grado superior.

CONCLUSIONES

El medio ambiente y, en general, el universo natural plural constituyen una dimensión excluida y subordinada en los orígenes del contractualismo moderno-estatal. Unos orígenes que nos remiten a Hobbes (1994), quien fundamentó el contrato social en la conflictividad humana, lo cual, cabe destacar, posee una lógica contractualista bastante tajante e innegable, independiente del estado de naturaleza en sí mismo del ser humano; sin embargo, eleva como fin del soberano el hecho de evitar esa misma conflictividad, en lugar de fomentar la cooperación y el reconocimiento de la igualdad de todos los regímenes de la vida. Ello deviene en el hecho en que como seres que nos movemos a través de la significación subordinemos mediante una jerarquización simbólica bastante antropocéntrica a aquellos animales, por ejemplo, que no se mueven también por los senderos de la significación (aun cuando puedan construir cultura), y a los entornos, en general, a la categoría de poder y apropiación de recursos. Dicha metafísica antropocéntrica del contractualismo original evolucionó a unas relaciones geopolíticas contemporáneas centradas en alianzas y en el avance de la economía como principal medio de competitividad entre naciones (entre otros factores). Ambos dimensiones (las alianzas y el avance de la economía) combinadas hoy día en la figura de los megatratados regionales de comercio. De esa forma, una preocupación de la política internacional de hoy día consiste, más que velar por los derechos de todos los seres vivos del planeta, en pactar los tratados más importantes que se puedan establecer con diversos bloques de países. De esa forma, se manifiesta la falta de compresión ético-ontológica de un universo natural que confluye y se superpone a las dinámicas humanas en la misma medida en que nosotros nos superponemos a sus dinámicas con nuestras acciones y nuestros discursos.

REFERENCIAS

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Recibido: 15 de Agosto de 2016; Aprobado: 13 de Noviembre de 2016

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