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Eidos

Print version ISSN 1692-8857On-line version ISSN 2011-7477

Eidos  no.32 Barranquilla Jan./June 2020

https://doi.org/10.14482/eidos.32.194.01 

Artículo de investigación

LA CORRUPCIÓN DE LA CONCIENCIA COMO UN NUEVO NIHILISMO: RAÍCES NIETZSCHEANAS SOBRE LA DECADENCIA Y EL ABUSO

The Corruption of Consciousness as a New Nihilism: Nietzschean Roots on the Decadence and Abuse

Fernando J. Vergara Henríquez1 

1Universidad Católica Silva Henríquez (Chile) fvergara@ucsh.cl


Resumen

Este artículo explora el concepto de corrupción siguiendo la categoría nietzscheana de decadencia en los ámbitos religiosos, morales, metafísicos y epistémicos en el horizonte del nihilismo. El campo de interés estuvo centrado en la constante presencia de la decadencia como elemento definitorio de nuestra cultura occidental según el diagnóstico genealógico nietzscheano. Sobre la base del análisis hermenéutico de las obras de Nietzsche, se evidenció que la corrupción no solo rompe la confianza como pilar antropológico y político, sino que quiebra la promesa como fundamento teológico y filosófico, y reemplaza el ethos de convivencia por el pathos de la sospecha. Se concluye que esta cualidad de corruptibilidad del hombre surge en la actualidad como una condición causal en la arquitectónica del abuso y para el crecimiento decisivo de un nuevo tipo de nihilismo: el nihilismo de la consciencia.

Palabras clave: consciencia; nihilismo; Nietzsche; decadencia; abuso.

Abstract

This article explores the concept of corruption following the Nietzschean category of decadence in the religious, moral, metaphysical and epistemic realms in the horizon of nihilism. The focus was the constant presence of decadence as a defining element in our Western culture according to the Nietzschean genealogical diagnosis. Based on the hermeneutic analysis of Nietzsche's works, it is demonstrated that corruption not only breaks down trust as a pillar of anthropology and politics, but it also breaks promise as a theological and philosophical basis and replaces the ethos of cohabitation with the pathos of suspicion. It is concluded that this quality of man's corruptibility arises as a causal condition in the architecture of abuse and for the decisive growth of a new type of nihilism: the nihilism of consciousness.

Keywords: consciousness; nihilism; Nietzsche; decline; abuse

Introducción

En la situación actual de aporías teóricas y crisis prácticas, la corrupción ha conseguido penetrar profundamente en el hombre contemporáneo a través de una metafísica de la decadencia cultural y de una antropología violentista del otro, precipitándolo hacia una resemantización de las categorías con las que estructuraba su pensamiento y creencias; hacia una desafectación de la vida normada por pautas ético-políticas de convivencia; hacia una resimbolización para la construcción de sentido; hacia una retirada lingüística desde lo substancial hasta lo instrumental del habla; hacia una relectura de las tramas culturales y órdenes discursivos junto con un desmantelamiento de toda intervención trascendental en la construcción del destino individual y colectivo

en la era postradicional o desinstitucionalizada de lo religioso caracterizado por el rechazo de las verdades dictadas por las grandes autoridades religiosas, así como por el bricolaje individualizado y [por] la sentimentalización de la fe, las conversiones decididas personalmente, las creencias sin filiación ni participación. Es el momento de las religiones a la carta, por zapeo, de la religiosidad con reservas, de la subjetivación del creer y obrar. (Lipovetsky, 2016, pp. 62-63)

Como una suerte de “yuxtaposición de un proceso desorganizador y de un proceso de reorganización ética que se establecen a partir de normas en sí mismas individualistas” (Lipovetsky, 1994, p. 15) que encierran al sujeto en su propia finitud nostálgico de sistemas metafísicos y utopías (i)realizables en los tiempos de la hiperculturalidad (Han, 2018, pp. 19-23).

¿Cómo es posible pensar un mundo sin el correlato de sentido, de lo absoluto y de la verdad? Pensar la corrupción desde la categoría de decadencia, es pensar la cultura occidental desde la nietzscheana tarea filosófica de evaluación genealógica de la razón, del valor, de la religión, de la ciencia, etc., en otras palabras, desde el nihilismo ontológico, el perspectivismo cognoscitivo y el subjetivismo ético-moral, cuyo único diagnóstico omniabarcante es la condición enferma de la cultura en su origen a causa del imperante vicio de una racionalización y una dominante valoración corrupta a cualquier precio junto con la pérdida del correlato que vincule a la razón con lo absoluto. No es coincidencia que el concepto de corrupción traspase el pensamiento nietzscheano en tanto conector de una trama que revela un constante carácter enfermo y decadente del espíritu del hombre moderno. En este sentido, la cuestión de la decadencia significa comprender qué fenómenos socioculturales se pertenecen entre sí y tienen un huésped común, tales como la disminución de las fuerzas, la enfermedad, la radicalización del resentimiento, la negación de la vida, el gregarismo o rebaño, el pesimismo, la soledad, la compasión, el falso poder, el narcisismo, el ascetismo fisiológicamente debilitado; en otras palabras, la naturalización nihilista de la contradicción. Estos son los mecanismos de la corrupción propios de la estrategia religiosa ascético-valórica y metafísica que desarrollaremos más adelante. Además, pensar la corrupción desde las categorías expuestas no es suponer la presencia del bien o del mal en la humanidad, sino pensar la humanidad sin las valoraciones culturales tradicionales, es pensar la humanidad gobernada por la voluntad de poder. Aunque es posible -siguiendo a Nietzsche- considerar el movimiento nihilista como propio de la decadencia y un motor de la historia, este no explica ni justifica el abuso. Es decir, ¿por qué creer?, ¿para qué sufrir?, ¿qué puedo conocer? y ¿qué es la verdad? son interrogantes que se han respondido desde el desquicio por la muerte de Dios, la enajenación valórica y la decadencia de la racionalidad moderna. Cabe preguntarnos lo siguiente: ¿hasta dónde las valoraciones decadentes han penetrado el mundo de los valores y de las ideas? ¿Estamos experimentando un “desanclaje” de las esferas culturales para la construcción de sentido o una suerte de naturalización de la decadencia expresada en el desarraigo respecto de un mundo como un nuevo patrón de subjetividad: la pérdida del horizonte? Vale decir, ¿hasta qué punto el nihilismo decadente se ha constituido como el destino obligado de nuestra época? ¿Qué ha sucedido que se ha valorizado la nada como si fuera el sentido constitutivo de la vida? ¿Qué ha pasado en la cultura occidental que se ha naturalizado la contradicción como principio antropológico carente de un armonizador que haga coherente la existencia?

La corrupción nihilista de la consciencia no solo rompe la confianza como pilar antropológico y político, sino que quiebra la promesa como fundamento teológico y filosófico, reemplazando el ethos de convivencia por el pathos de la sospecha, sustituyendo el reconocimiento del otro por una radicalización de la individualidad cerrada. Además, es la fractura ética en el devenir de la subjetividad en su alteridad y su constitución dialógica, es la abismante distancia en la construcción colectiva de la identidad y, con ella, de la humanidad libre. Pensar la corrupción nos lleva a pensar el mundo sin mundo, es decir, sin aquello que hace al mundo un mundo para el ser humano. Las valoraciones degenerativas con los que se crearon valores y acuñaron sus nombres, hoy se retrotraen sobre ellos mismos, marcando una distancia que ya no es sinónimo de grandeza o nobleza, sino de bajeza y degeneración; es el pathos de la distancia -propuesto por Nietzsche referido a la distancia entre las clases valorativas de la moral- desde la perspectiva de la decadencia, es el signo inequívoco de la corrupción de la consciencia y del espíritu como asco, rechazo, náusea y vacío a la que se está enfrentando la cultura religiosa occidental de hoy. Junto a la metafísica, el cristianismo o la gran religión de la decadencia había sufrido un proceso de desintegración, iniciado, en mayor escala, durante el siglo XVIII, el mismo siglo en que Nietzsche descubrió los signos inequívocos de la decadencia de la cultura occidental expresados en la creación de las máscaras de un mundo metafísico que niega la verdad de lo real, una edificación ilusoria del mundo cognoscitivo y un encierro en la prisión pulsional de lo dogmático. A los ya conocidos lugares del nihilismo propuestos por Nietzsche, que se pueden sintetizar en: la interpretación cristiana de la moral; el socratismo y el dualismo; la oposición a las pasiones y el pesimismo; el Socialismo, Positivismo, Nacionalismo y Anarquismo; en las ciencias naturales; el Romanticismo; el Historicismo (Nietzsche, 1968, pp. 7-8), habría que agregar la corrupción internalizada en la consciencia del hombre contemporáneo y en la práctica de las instituciones modernas, es un nuevo lugar nihilista, un tópos hermenéutico profundo y oscuro.

¿En qué medida las interpretaciones del mundo son síntomas de un impulso despótico que vulnera los derechos y la dignidad humana? ¿Cuánto se ha profundizado y naturalizado la corrupción como una condición relacional? ¿Es la crítica nietzscheana el contexto para entender los alcances de una suerte de etapa final en la descristianización de la cultura fruto de la corrupción en el abuso pastoral del poder religioso, de consciencia y sexual? ¿La Iglesia occidental ha ingresado a una etapa nihilista absorbida por los valores modernos incapaz de integrarlos sin diluirse en ellos? La respuesta está en la acción de ciertas determinaciones de la corrupción en tanto contenidos intencionales y permanentes de la decadencia y en su disposición (in)consciente en nosotros, a saber, la desacralización religiosa del rito, la valorización contranatural de la moral, la metaforización de la verdad y la fabulización del sentido en la historia. Planteamos -desde la radical autodeterminación soberana del hombre contemporáneo propuesta por Nietzsche- la cuestión de la desvinculación o pérdida de proporcionalidad que se produce entre la racionalidad y la alteridad, entre el valor y las ideas, entre la sensibilidad y la afectividad fruto de la degradación moral, al adquirir una forma disfuncional respecto del modo de valoración degenerativa de la decadencia. Las tradicionales teorías metafísicas -teológicas y filosóficas- han operado en la historia del pensamiento en tanto sistemas globales de recomposición cultural referidos a un único principio de lo real y en cuanto fundamento cosmovisional en el horizonte de la verdad, cuyo objetivo era establecer una correlación entre ser y pensar, y con ello responder a las necesidades ontológicas, antropológicas y epistemológicas de un orden que explique las cualificaciones del ser, fundamente las funciones de la razón y determine los alcances del conocimiento. Por ello, la causa del nihilismo es una causa moral, es decir, expresar el proceso de instauración de los ideales supranaturales de lo verdadero, lo bueno, lo bello y lo veritativo, en donde el concepto de Dios ha desempeñado un papel fundamental en su validación de una plataforma antropológica, hermenéutica, epistémica y ética para un determinado modo de sobrevivencia al conferir al hombre un valor absoluto, así como ha conferido al mundo un carácter de perfección como creación divina, a pesar del mal, y al hacer creíble la posibilidad de un conocimiento de verdades absolutas. Tales teorizaciones producen una profunda dicotomía en el ser fracturado por la «metafísica del verdugo» (Nietzsche, 2001a, p. 69), donde el mundo verdadero no es más que una fábula generada por una manipuladora voluntad de poder sobre los conceptos en clave de absolutización teórica por sistemas externos de conocimiento -metodológicamente irrealizables y empíricamente indemostrables- sobre la realidad.

La historia es el producto de toda actividad humana y sus relaciones, como también la sucesión de los procesos que suponen la convergencia y correlación de las acciones que nutren esos procesos. Todo movimiento histórico, fructífero y poderoso o sea decadente y enfermo, ha contribuido a la radicalización de la contradicción de la vida separada de la existencia o la existencia sin vida: una constricción vital hacia el sinsentido. Es la aparición de un nuevo tipo de nihilismo, el nihilismo de la consciencia escondido estratégicamente tanto en el evento del sentido como en el acontecimiento de la valoración; cuando la corrupción se internaliza en las creencias, valores, ideas y en la verdad, la violencia se disimula detrás de la regla, de la vida normada y de la ilusión del poder.

La Corrupción del Espíritu Religioso o La Desacralización de la Praxis Cristiana

Toda metafísica, religión y moral, como hemos dicho, encarnan para Nietzsche las grandes expresiones de corrupción cultural, desde la tragedia griega hasta el nihilismo europeo (Vergara, 2010). Según Montinari (2003), en la cosmodicea nietzscheana (p. 77) la tragedia ática -con su clarividencia trágica que, al unificar espiritualidad y moral heroica, les reivindica por su carácter dionisíaco sobre la historia, el caos, la vida y la temporalidad para entrar al núcleo esencial de las apariencias- tiene su comienzo con la tendencia al optimismo racionalista de Eurípides, influido por Sócrates, los verdugos de Dionisio y despreciadores de la vida -que, en oposición a la Grecia arcaica y clásica-, despreciaban el valor del instinto y ponían por encima el valor de la razón y la dialéctica, de ahí su decadencia. Además, contrapone la tragedia como una suerte de reconciliación respecto de la consideración idealista del mundo según Platón y su construcción de un mundo verdadero y absoluto en humillación al mundo terrenal y relativo (Nietzsche, 2001a, p. 49) que impone la primacía de lo lógico, de la ciencia como negación radical a la vida y, por tanto, como signo de debilidad. Para la cultura griega, la irrupción del racionalismo corta sus raíces con aquel elemento armonizador del tiempo histórico: el mito, y con él, la tragedia en la cual se encuentra el evento del origen del mundo, el surgir de la forma del caos primitivo en unidad estética comprensible artísticamente. Nietzsche encuentra en Sócrates una predisposición a la “depreciación mórbida de todos los valores superiores y desierto de sentido” (Lipovetsky, 1986, p. 36), pues la moralidad constituye siempre un indicio de inseguridad vital, un trastorno de la salud de los instintos; es un síntoma de descomposición de la cultura griega. Sócrates representa lo contrario de la tragedia, “es el primer genio de la decadencia: opone la idea a la vida, juzga la idea por la vida, presenta la vida como si debiera ser juzgada, justificada, redimida por la idea” (Deleuze, 1994, p. 66). Extrae el carácter pulsional de la vida y le envenena con el sustrato ideal.

La anulación de los instintos y la hegemonía de la razón -superfetación de lo lógico- son los indicios de la decadencia que continúa con el cristianismo -o “prolongación anárquica del judaísmo” (Niemeyer, 2012, p. 48)- con su dramática síntesis teológica del platonismo y helenismo en una moral de señores y el ascetismo con su inalcanzable absolutización de los valores; se perpetúa en la modernidad, y la filosofía kantiana alcanza un grado mayor de decadencia en la sublimación del mundo, ahora pensado como imperativo; y con la muerte de Dios se revela la estructura corrupta y nihilista de la contrainversión de los valores trágicos de la vida (Nietzsche, 2004, p. 241) como el “comienzo del fin de la civilización judeocristiana” (Onfray, 2018, p. 22) y vértice de la guerrilla antimetafísica con la metáfora de la continua caída como condición o

modo y manera corrientes de la existencia actual en continuo resbalar y caer [en la que] toda la historia de la filosofía de esa época [siglo XIX] puede interpretarse como disputa en torno a la racionalidad o irracionalidad de la movilización (Sloterdijk, 2015, pp. 52-53)

en la que el progreso y el retroceso o caída son los modos de la modernidad autónoma y triunfante de la instrumentalización de la consciencia.

Esta contra-versión tiene su punto más alto y elemento común en la diferenciación de la realidad en mundos, que expresa el síntoma inequívoco de la enfermedad que la metafísica ha contagiado a la cultura, produciendo una contradicción insostenible tanto en lo teórico-práctico como en lo estético-artístico, fracturando la experiencia originaria de la realidad. Desde esta perspectiva se entiende por qué Nietzsche critica la interpretación moral del mundo, pues tal interpretación justifica y legitima la diferenciación de dos mundos y los juicios de valor subsiguientes que controlan la vida humana. Aquí, la moral se presenta como aquel fondo primordial para la interpretación de lo existente, es decir, de una metafísica al servicio de la trasposición de mundos y su correlativa racionalización de los valores, operando una hermenéutica del acontecimiento de una voluntad de poder como aquella fuerza movilizadora de la vida que habita en toda manifestación humana: es el todo de la existencia que se expresa en la fuerza de la voluntad y viceversa y, por tanto, hace posible la superación de la existencia con el advenimiento del superhombre tras el acontecimiento de la muerte de Dios, que, a su vez, solo puede plantearse en virtud del conocimiento de la voluntad de poder, y esta solo es viable si hay eterno retorno de lo mismo, pues este establece que todo vuelve de forma helicoidal y experimentable como un acontecimiento positivo, lo que, desde la óptica de la metafísica dualista, parecería un absurdo de la existencia. El eterno retorno de lo mismo, entonces, representa el conjuro nietzscheano que se opone a la concepción metafísica de la temporalidad, a la soteriología escatológica del pensamiento judeocristiano y a la absolutización de toda norma moral como la errática historia del dominio de los prejuicios morales decadentes y nihilistas. Para Nietzsche, el origen de la religión son los sentimientos de temor, angustia e impotencia que el ser humano desarrolla frente a lo inconmensurable e incomprensible. El cristianismo, con su propuesta de valores decadentes de rebaño y contrarios a los impulsos vitales, tales como la humildad, la mansedumbre, la obediencia y el sacrificio, capitalizó este carácter, rechazando los valores dionisíacos de la voluntad de vivir de la Grecia clásica, inventando un mundo alejado del mundo real, haciendo decaer a la cultura en el momento en que se deja dominar por la concepción de un mundo organizado por un orden racio-metafísico incuestionable: un platonismo invertido y popular junto con una filosofía vulgar y una moral del resentimiento para débiles y esclavos.

Lo que intenta Nietzsche es una contrainversión de la antitrágica concertación racionalista de Sócrates-Platón y lo hace desde la constatación del uso del concepto de compasión como instinto de conservación e intensificación de la decadencia (Nietzsche, 2000, pp. 31-32). En el trasfondo del concepto de decadencia está el problema de las relaciones que establece una cultura con su historia. Nietzsche revela el profundo vínculo entre el racionalismo-optimismo de cuño socrático y el historicismo como actitud que considera la historia como una concatenación de causas y efectos, una cadena en la que el presente es un mero eslabón determinado por su posición entre los demás. El error es confundir la causa con el efecto, la solución es romper la estructura metafísica socrático-platónica de negatividad de la vida y la razón (Nietzsche, 2001a, p. 67).

Este instinto depresivo, en tanto «práctica del nihilismo» (Nietzsche, 2000, p. 36), tiene dos objetivos conceptuales definidos e interdependientes: los instintos y la fe. Respecto del primero, obstaculizar al instinto de conservación y elevación del valor de la vida, y se constituye como multiplicador de la miseria de los sentimientos como custodio de todo lo despreciable y persuade a entregarse a la nada, al más allá. Esta crítica se amplía al concepto de Dios, que también expresa un retroceso fisiológico de la voluntad causado por la decadencia: Dios es el Dios de los fisiológicamente retrasados, de los débiles. En el momento en que los débiles rebajan a Dios para sus propios intereses y lo convierten en garante de su propia salvación, la religión y Dios se bautizan en la decadencia. Cuando sucede esto, Dios ya no es por sí solo divinidad omnipresente, omnisciente ni perfecta, pues se transforma -o lo transforman- en un ser dependiente de los sentimientos de los débiles; la lógica, además, exige que luego se concluya que Dios también es débil, contraviniendo la concepción perfectísima de Él:

¡Dios, degenerado a ser la contradicción de la vida, en lugar de ser su transfiguración y su eterno sí! ¡En Dios, declarada la hostilidad a la vida, a la naturaleza, a la voluntad de vida! […] ¡En Dios, divinizada la nada, santificada la voluntad de nada! ... (Nietzsche, 2000, p. 49)

Respecto del segundo, la decadencia afecta a la fe en tanto representación y forma de expresión de la enfermedad del cristianismo, propia de una “teología [como] corrupción de la razón”, (Nietzsche, 2001a, p. 67), ya que invierte los caminos del conocimiento, de los significados de los conceptos para amoldarlos a una desvalorización de los valores humanos y de las verdades posibles. A propósito de lo anterior, esta crítica a la metafísica es también una crítica a la moral, pues ambas se presentan como antinaturales respecto tanto de los instintos de la vida como de la finalidad del conocimiento y el sentido, pues detrás de la moral cristiana también se encuentra el platonismo nihilizante con su moral de los débiles que sustituirá la antigua moral de los señores que supone la afirmación del hombre superior, creador de valores, que decide por sí mismo lo que es bueno y malo. Con la inversión moral, el mundo resulta insoportable, pues el cristianismo invirtió los auténticos valores de los antiguos griegos presocráticos e inventó el mundo ideal, que desvaloriza el mundo terreno, que intentándolo superar, le niega, teniendo como resultado un atentado demencial de autoengrandecimiento del señor frente a los débiles, pero que le conducía a un empequeñecimiento, fruto de que el hombre del rebaño instalará una desnaturalización de la moral como finalidad en sí misma, Este último valor contranatural ha permeado a la religión, en el momento en que ya no le parece tan moral a Dios y prefiere un ideal personal: “La especie más viciosa de hombre es el sacerdote: él enseña la contranaturaleza” (Nietzsche, 2000, p. 123), la corrupción en la religión como consecuencia decadente de una voluntad de poder como valoración moral corrupta. La presencia de la voluntad de poder resulta ser la garantía de que no haya decadencia, y la presencia de la decadencia resulta ser el motor de la transformación cultural:

La vida misma es para mí instinto de crecimiento, de duración, de acumulación de fuerzas, de poder: donde falta la voluntad de poder hay decadencia. Lo que yo asevero es que a todos los valores supremos de la humanidad les falta esa voluntad que son valores de decadencia, valores nihilistas los que, con los nombres más santos, ejercen el dominio. (Nietzsche, 2000, p. 35)

La Corrupción del Espíritu Moral o la Instrumentalización Axio-Teológica de La Consciencia

La originalidad del cuestionamiento nietzscheano sobre la moral radica en que articula una reflexión genealógica sobre las originales pulsiones productivas, con el fin de elucidar las lógicas de dominación de las interpretaciones morales: monoteísmo, alianza, profecías inaugurales, mesianismo, universalización paulina, cristología y conquista política a través de las tácticas ascéticas del valor (Vergara, 2011). Un punto explicativo del desarrollo de esta estrategia de interpretación genealógica -en una clara alusión a las teorías morales propuestas por Aristóteles y Kant, respectivamente- lo encontramos en la distinción histórica y psico-sociobiológica nietzscheana entre moral de señores y moral de esclavos. Estas morales revelan escenarios de existencia equivalentes a condiciones de preservación de un tipo de ser humano: el rebaño corrupto cuyo pastor o gobernante de las almas es el sacerdote asceta que administra los ideales de contranaturaleza como decadencia, es decir, como un rebajamiento de la vida, de sus fuerzas vitales y de todo lo que ensalza la existencia; en resumen, de la aristocracia moral del espíritu en oposición a la moral cristiana del resentimiento: la impotencia que no puede desquitarse se presenta como bondad de corazón, la vileza como humildad, la sujeción a los que se odia como obediencia exigida por Dios, la cobardía como paciencia y la ineptitud para vengarse como perdón, e incluso, amor al prójimo. La miseria se convierte en signo de elección y predilección por parte de Dios como aquella preparación para la prueba de vivir la fe en la esperanza para alcanzar la compensación del Juicio Final que anuncia la venida del Reino de Dios. El ideal ascético es, pues, un arma en la lucha contra el dolor sordo y constante del sinsentido y desesperanza. Sin embargo, también resulta un artificio de la voluntad de poder que, antes de enfrentarse a la nada y aniquilarse, se aferra a esta expresión enferma y decadente de valoración y vinculación con un más allá o un ideal sinónimo de nada.

En este caso, la decadencia de la fe en el Dios cristiano se presenta como decadencia moral de la conciencia de culpa (Nietzsche, 2008, pp. 116-117) y su explotación del sentimiento de culpa mediante una inversión en la dirección del resentimiento. Todo el que sufre busca una causa de su sufrimiento y un agente sobre el cual desahogar su frustración. Vagando sin encontrar las razones que lo aliviarán, recibe por fin de un pastor un indicio acerca de la causa de su dolor: debe buscar en sí mismo alguna culpa para entender su sufrimiento como castigo justificado desde la lógica ascética para una administración retardaría del sufrimiento y la culpa. Este es, precisamente, el significado del ideal ascético: algo le faltaba al hombre, pero su problema central no era el sufrimiento mismo, sino la carencia de sentido de ese sufrir, la ausencia de respuesta y explicación a las preguntas ¿por qué sufro?, ¿qué o cuál es la causa de este sufrimiento?, ¿quién es el responsable de tal sensación de culpabilidad? Aquí el orden moral sempiterno significa que hay una voluntad eterna y absoluta de Dios que dicta y rige las acciones del hombre; por tanto, la valoración de un pueblo consiste en el grado de obediencia a la voluntad de Dios, que se manifiesta en su poder como dominación, castigo o compensación a través del sacerdote como

una especie parasitaria de hombre [que] abusa del nombre de Dios: a un estado de cosas en que el sacerdote es quien determina el valor de las cosas lo llama “el reino de Dios”; a los medios con que se alcanza o se mantiene en pie ese estado los llama “la voluntad de Dios”. (Nietzsche, 2000, p. 60)

Más aún, el sacerdote asceta, buscando aligerar su existencia, se presenta sumiso ante una voluntad ajena, y ello no significa necesariamente obediencia o renuncia al dominio, para lo cual presume un medio eficaz para ejercerlo a través de ciertos mecanismos de corrupción de la consciencia -venganza, resentimiento, mala consciencia e ideal ascético- que se perpetúan hasta nuestros días. El ascetismo es, por ello, sintomático de una enfermedad: la decadencia y, por esto, es además la forma esencial de nihilismo como voluntad de nada e infortunio que dormita en el seno de la cultura, es decir, la autonegación, compasión y sacrificio donde la voluntad se vuelve contra la vida. Su ejercicio y sus métodos dan lugar a una interiorización represiva de instintos y a la mala consciencia. El hombre, al no descargar externamente sus instintos experimenta cómo estos se retrotraen sobre sí mismo y se imbuyen de espíritu de venganza, desencadenando la enfermedad del resentimiento.

Ante esto, Nietzsche sostiene que el sacerdote asceta no logra una cura real, cosa que, por lo demás, probablemente nunca ha pretendido. Todo se reduce a una organización de los enfermos, a la preservación de los más sanos y separación de estos de aquellos incurables. El caso es que ante una enfermedad fisiológica, esta es interpretada como dolor anímico que, a su vez, por una segunda interpretación exige un origen de tal padecer, y, más aún, exige un causante responsable sobre el cual poder desahogar los efectos. El sacerdote modifica la dirección del resentimiento y dice al enfermo: ¡tú mismo eres el culpable! Con esto se salva la vida, sin embargo, no se cura la enfermedad; la medicación ascética no tiende a curar enfermedades, sino a “combatir el desplacer de la depresión, a aliviarlo, a adormecerlo” (Nietzsche, 2008, p. 180). En su manejo de los sentimientos, y en específico de las fuerzas reactivas, el sacerdote asceta oferta acciones -consejos, lecciones, dictámenes- con el fin de inhibir las acciones desajustadas respecto de sus recomendaciones. Destacaremos los medios no culpables o consuelos: la depresión del sentimiento vital, en lo posible la disminución casi total de cualquier deseo, de todo querer, lo que encuentra su supremo estado en la redención o ausencia total de sufrimiento; otro es la actividad maquinal, el trabajo, la regularidad, la obediencia, un modo de vida estable; asimismo, la prescripción de pequeñas alegrías, como la caridad, el amor al prójimo y, finalmente, la actividad gregaria o formación de un rebaño y el cuidado de su voz, ya que “la moralidad es el instinto de rebaño en el individuo” (Nietzsche, 2001b, p. 210). No se trata de una instrumentalización del otro o fragmentación de la existencia, sino del vaciamiento y fagocitación del otro a través de estos mecanismos ascetas de corrupción. ¿No son estos mecanismos utilizados por el ascetismo las actuales estrategias de abuso? Determinar el valor de los valores, es decir, aplicar al valor una causa, es expresión de una moral nihilista de ascetismo decadente fundada en los conceptos de culpa y resentimiento como negación de la vida. La moral que ha dominado Occidente se ha caracterizado por la ruptura con la propia naturaleza humana y la naturaleza como totalidad, lo que ha llevado a un nihilismo decadente junto a una ciencia y filosofía al auxilio de la eliminación de la profunda confusión en la realidad mediante hipótesis y máximas que lo expliquen todo, pero teniendo como resultado “un proceso originado en la repugnancia del intelecto por el caos” (Nietzsche, 1968, p. 324). En suma, Nietzsche, desde una metodología hermenéutico-metafórica, se opone a la imposición de fines y principios dados, universales, absolutos e inmutables que la metafísica imprime en el hombre bajo la promesa extramundana. Con respecto a la corrupción metafísica de la verdad, el conocimiento requiere retrotraer lo extraño a algo conocido. Cuando se logra esto, se logra el conocimiento y, en cuanto tal, es bueno: el conocimiento preserva la identidad de las valoraciones también frente a lo primeramente extraño e incomprendido. Este impulso de conocimiento o esta voluntad de conservación y de poder no declina a causa de una interpretación teórica, sino por decadencia.

La Corrupción de La Metafísica del Conocer o La Metaforicidad de La Verdad

Por lo que respecta a la multiplicidad valorativa de la vida de un perspectivismo hermenéutico o cognoscitivo fundado en el despliegue de las pulsiones y afectos corporales, Nietzsche considera al cuerpo como hilo conductor de la interpretación, lo que implica la cercanía teórico-práctica a la individualidad, abriendo una vía alternativa a la subjetividad trascendental de Kant y a la absoluta de Hegel (Vergara, 2012). Cabe preguntar si nuestra corporeidad e identidad son de naturaleza cognoscitiva o si constituyen un constructo cognoscente. El conocimiento es la suma de las interpretaciones o perspectivas respecto de un objeto que se unifica en la voluntad de poder aferrado al vital devenir de la historia que expresa el flujo de la realidad. Esta reproducción primordial sucede en virtud de la caída no solo de la apariencia, sino también de la realidad primordial (Nietzsche, 2001b, pp. 147-148). Esta última cae, en efecto, porque ella es incognoscible, debido a que el conocimiento no es un dato natural, sino una maraña donde el hombre se ubica en un lugar (p)referencial frente a un ángulo hostil de la incognoscibilidad del mundo y la verdad.

El conocimiento consiste en la imposición de un esquema de simplificación, síntesis y esquematización, en el cual el entendimiento y la memoria, gracias a la lógica, transforman la realidad en una escritura de signos, de manera que una cosa nueva pueda ser expresada mediante signos de cosas ya experimentadas y conocidas: “Me parece que existe la posibilidad de hacer funcionar la ficción en la verdad: de inducir efectos de verdad con discursos de ficción, y hacer de tal suerte que el discurso de verdad suscite, “fabrique” algo que no existe todavía” (Foucault, 1978, p. 162). Ante esto, la reflexión sobre el conocimiento adopta la actitud de sospecha: el desenmascaramiento del conocimiento como un modo de engaño, ilusión u olvido. El conocimiento es acto de vida, no reflejo puro de lo acontecido -o del dato-, pues es imposible conocer sin intervenir el acontecimiento que lo funda y sostiene. Buscar el conocimiento absoluto e incondicionado, más allá de los límites racionales, es querer un conocimiento sin conocimiento. La ilusión resulta ser constitutiva de todo conocimiento humano, no solo del conocimiento incorrecto o de la falsa conciencia, sino como signo de la corrupción de los débiles. Ante la incapacidad de la ciencia, de la metafísica, de las matemáticas y de todo constructo racional para acceder al conocimiento de la cosa en sí por desconocer la variedad y el cambio, atribuyéndole lo valioso a lo trascendente -que busca la esencia o estructura abstracta sostenedora de la realidad, que de suyo es inexplicable e inaplicables en un mundo en constante fluir y transformación, ya que el orden establecido es azaroso y no necesario- y en contrariedad al presente sensible, se devela el papel que cumplen como ilusiones o ficciones en la existencia social, al preguntarse sobre la presunta necesidad de verdad que surge en un hombre carente de los impulsos puros hacia ella: “pregunta qué significa la verdad como concepto, qué fuerzas y qué voluntad cualificadas presupone por derecho este concepto. Nietzsche no critica las falsas pretensiones de la verdad, sino la verdad en sí y como ideal” (Deleuze, 1994, p. 135).

Se considera el conocimiento en tanto mecánica de formación imaginativa y sonora de lo sentido, que cobra el carácter lingüístico-metafórico impuesto por la gran estructura de los conceptos y convertido así en una ficción regulativa. El entendimiento deforma la realidad con sus operaciones falsificadoras en la misma medida en que la crea, a través del lenguaje y el símbolo el saber se funda fuera de sí mismo, en una suerte de no-saber que le nutre. La idea de una suerte de constitución lingüística del pensamiento consciente es desarrollada con la tesis nietzscheana sobre la constitución lingüística no solo del pensamiento, sino de la experiencia sensible, y propone como factor constituyente la semántica del lenguaje en el horizonte teórico de la metaforicidad. Nietzsche desarrolla la hipótesis antikantiana y neokantiana de que el conocimiento no es una consecuencia o resultado de la evolución o perfeccionamiento de la raza humana, sino más bien una invención para alcanzar ingeniosamente un grado de perfección a través de medios racionales que garanticen la vida humana. Es más, el conocimiento queda encerrado dentro de los márgenes de las necesidades vitales, por tanto, resulta intrascendente tanto por su origen como por su efecto, pues sus productos son ilusiones y ficciones útiles más ligadas a los negocios gregarios con un “sistema precario de poder […] de relaciones [que] están por detrás del conocimiento” (Foucault, 2005, pp. 27-29) y no a la búsqueda desinteresada por el saber y la verdad, la que se juega en el conflicto, en la batalla de la creencia dominante ante el problema de la tolerancia e intolerancia respecto de la mentira, y siendo el hombre del conocimiento un hombre colectivo e histórico-dialéctico, obliga a atender solo al conocimiento, cuando solo es una ilusión que ha olvidado que lo es y, por ello, son consideradas verdades.

Nietzsche rechaza la actividad conceptual por el hecho de que estas volatizan las figuras como expresiones metafóricas sobre la realidad. Tanto la esquematización de la realidad -filosófica, metafísica, matemática- como la evaporación conceptual de las primitivas impresiones intuitivas, de las primigenias impresiones instintivas que figurizan la realidad, son consecuentes con la arbitraria materialización del concepto como residuo de la metáfora, muñón de la apariencia que juega a los dados esperando que marque verdad, saber, ser, cosa en sí en su lanzamiento-designación en el paño-realidad. A través del lenguaje, la realidad que la palabra designa recupera el horror o la fascinación original que lo sostiene. El hombre de conocimiento no percibe el fondo de pulsiones que late en la realidad -intereses, conflictos, creencias, valores-, olvidando el origen instintivo de la voluntad de saber, entregándose a la voluntad de dominio de la promesa de todo por saber. Ante esto, se requiere recobrar la fuente vital de las pulsiones que subyacen en la realidad, y así recuperar la sincronía que vincula la vitalidad y la razón propia de la voluntad creadora, donde estas relaciones constituyen a los seres y no al revés, pues hay un ser en relación y no un ser en sí, como tampoco puede haber un conocimiento en sí: “no sabemos nada en absoluto de una cualidad esencial” (Nietzsche, 1990, p. 24) sobre lo real que sostenga a la verdad.

La consideración nietzscheana sobre el conocimiento versa entonces sobre si el lenguaje constituye conocimiento y se reduce a una convención o negocio social en que las designaciones humanas tienen conato adecuado en las cosas sin percibirlas como maquinaciones ilusionistas que le confieran seguridad al ser humano. La verdad solo es un convencionalismo lingüístico, pues la comprensión se juega en el conocimiento y aceptación intersubjetivos de reglas. Por tanto, el instinto de verdad radica en el ámbito moral y la solución se encuentra en el deber, en el ámbito extramoral y se juega en la determinación de si el hombre puede conocer objetivamente y si este conocimiento objetivo puede ser transmitirlo sin tergiversaciones alterar su esencia originaria. Los polos del conocer serían la significación simbólica, consistente en imágenes producidas poéticamente por estímulos externos, y la verdad fijada convencionalmente, polos que encuentran en la metáfora la conexión de subjetividad creadora y sentido.

La conexión conceptual y el orden categorial de la metáfora no son elaborados en argumentos que aspiren a una rigurosidad lógica o sistémica, sino que cobran la forma de presunción estratégica destinada a situarnos en un determinado ángulo en el universo perspectivístico. Por ello, la realidad es el perpetuo juego de metamorfosis de la apariencia. Aquí se expresa una idea sobre una infinitud positiva del proceso interpretativo: “El mundo se ha vuelto, una vez más, “infinito” para nosotros, en la medida en que no podemos soslayar por más tiempo la posibilidad de que él contenga dentro de sí infinitas interpretaciones” (Nietzsche, 2001b, p. 393). Las perspectivas se unifican en la voluntad de poder en virtud de la caída no solo de la apariencia, sino también de la realidad debido a su incognoscibilidad. ¿Qué significa voluntad de poder en un contexto en el que surge la voluntad de interpretación como condición de conocimiento? Que la fuerza motriz de la vida no es otra cosa que voluntad de razón -racionalidad operativa sobre la realidad-, de verdad -ordenamiento de significados hacia un fin-, y esta energía motriz y organicidad cognoscitiva e interpretativa -hermenéutica vivificante de los afectos- se manifiestan en el resistir, insistir y persistir en la vida y, por tanto, en esa reclamación comprensora fundamental que expresa lo más propio de la voluntad de poder: un interpretar como devenir o acontecer marcado por afectos, prejuicios, valoraciones y actitudes hacia la vida y desde la historia, que es el proceso de constitución de los objetos por conocer para nosotros y no en sí, pues según Nietzsche (2001b), los pensamientos “son la sombras de nuestras percepciones sensibles” (p. 246) y la “vida como medio del conocimiento” (p. 306), aunque “el conocimiento quiera ser algo más que un medio” (p. 217). Una verdad en tanto apariencia es una verdad como aparición vital, y es solo en ella desde donde se abren todas las perspectivas de interpretación o se abre la infinitud interpretativa de la vida.

En el marco de estas determinaciones sobre la corrupción o fenómenos decadenciales en lo cognoscitivo y a nivel de consciencia, surge necesariamente la pregunta por el sentido. Todo sentido es voluntad de poder y toda voluntad comporta una dirección, como todas las relaciones de voluntad de poder convergen en el sentido, disolviéndose en ella sin disolver a la voluntad. Al unificar el sentido, se cae este bajo un proceso de desnutrición, una forma de enflaquecimiento de su capacidad de metabolizar las energías vitales de la trascendencia en la tierra bajo el signo de una única interpretación:

El nihilismo hace ahora su aparición […] porque se ha llegado en general a ser desconfiado con respecto a un sentido […]. Una sola interpretación sucumbió; pero, por ello, parece como si no hubiese ningún sentido en la existencia, como si todo fuese en vano. (Nietzsche, 1968, p. 35)

Nietzsche entiende el nihilismo como lógica de la decadencia, entendiendo por lógica la racionalidad interna del proceso histórico, que manifiesta que la interpretación moral de Occidente ha llegado al fin de la falsificación del saber y al monopolio interpretativo y a la crítica a la tradición judeocristiana occidental, teniendo como eje la muerte de Dios, hace perder el centro de gravedad a la cultura cristiana, a saber, la imposición del criterio de verdad por sobre otras culturas, y en esta imposición, la moral abre la puerta al nihilismo en su rechazo a la imposición de valores absolutos, como también la “fe en las categorías de la razón es la causa del nihilismo” (Nietzsche, 1968, p. 13).

La Corrupción del Espíritu de Época o El Mundo Hecho Fábula

El nihilismo resulta una variante errática, pero constante en la historia como una extraña denominación que incluye relativismo e intolerancia, desenfreno y apatía, adhesión y temor, autonomía y responsabilidad, y que se presenta en tres coordenadas: límite, desafío y síntoma, las cuales puntualizan el derrumbe de la potencia conceptual y valórica que la tradición tenía como normativos y explicativos para la existencia; asimismo, supone el descrédito teórico para proponer una finalidad, incorporar un orden, leyes o verdades absolutas y, por tanto, aportar un sentido y, finalmente, la pérdida de validez y objetividad de la moral, pero por sobre todo el “nihilismo no es una causa, sino solo la lógica de la decadencia” (Nietzsche, 1968, p. 28); pero el nihilismo es la lógica interna de la historia occidental.

Como hemos visto, el propio Nietzsche ha establecido la diferencia entre decadencia y nihilismo, y no hay que confundirlos, pues el nihilismo es una consecuencia lógica de la decadencia como fenómeno que pertenece a la normalidad de la vida y de la cultura como etapa previa para su florecimiento, pero que, a la vez, expresa un deterioro. Por lo tanto, no es que la decadencia, el declive, la degeneración sean condenables en sí mismos, sino que hay en ellos una consecuencia necesaria para el crecimiento de la vida. La cultura evoluciona según los ritmos destructivos y potencializadores de la corrupción:

Los tiempos corruptos son tiempos en los que las manzanas caen del árbol: quiero decir, los individuos, los que llevan dentro de sí las semillas del futuro, los autores de la colonización espiritual y de la nueva formación de comunidades, de estados y de sociedades. “Corrupción” es solo una palabra injuriosa para los períodos otoñales de un pueblo. (Nietzsche, 2001b, p. 121)

Tal como lo entiende Nietzsche, el nihilismo es la nadificación de una manera de hacer mundo; cómo se ha escrito y se ha hecho razonable e interpretable, comprensible y comunicable tanto el fondo subyacente de lo real como las relaciones de poder que definen a lo humano. A este respecto, la historia es la manifestación de procesos humanos, de presencias regulares que hablan de ella, a veces constantes, otras veces inadvertidas. En este sentido, el nihilismo es un tránsito propio de nuestra cultura como manifestación del cansancio del espíritu de Occidente de sostener el mundo verdadero, el cual se torna nihilista al descubrir la mentira metafísica y el sinsentido de los valores morales en los que se fundamentaba. De ahí que el nihilismo tenga la mirada del águila en el abismo que ve el desmoronamiento de todas las creencias, corriendo el riesgo de caer con ellas. Como tal, el nihilismo se nos muestra como el efecto del mismo cristianismo y de su práctica en la sociedad; resultado necesario de una forma impuesta de valoración práctica y de una ordenación teóricometafísica elevada a única interpretación del valor de la existencia que, operada por el dualismo platónico, deshonra el devenir y levanta dogmáticamente una estructura metafísico-moral nociva para el desarrollo integral y creativo de la vida.

Con lo anterior, no es difícil suponer que la manera en que se han interpretado hasta ahora los valores de la existencia adquiera la figura del nihilismo, donde los valores considerados como supremos han perdido su crédito y experimentan el agotamiento, desde el cual la muerte de Dios proyecta su conjuro: la ruptura de “la visión armónica entre ontología, ética y epistemología […] una fractura entre el ser y los trascendentales de la filosofía clásica: ya no hay referente último para la verdad y el bien” (Estrada, 2018, p. 43). Significa que el horizonte a partir del cual el hombre moderno ha interpretado su existencia ha sido borrado, originando un nihilismo radicalizado: la retirada del sentido substancial de la moralidad y, por ende, de la objetividad de la valoración de las acciones humanas en la historia. Relacionado con esto, tomemos en cuenta que la muerte de Dios le quita la máscara al nihilismo platonizante, exponiéndolo a la crítica corrosiva de la modernidad. La modernidad se concibe desde su gestación armónica entre el progreso científico y tecnológico del proyecto histórico-político de la emancipación humana, pasando por el desarrollo del conocimiento y por el control de la naturaleza en unión con el mejoramiento de las condiciones políticas, económicas y espirituales del hombre en sintonía utópica, hasta su agónica condición como épica dominante histórico-cultural de corrección de los errores de las épocas precedentes. El hombre pierde la confianza en los criterios con los que había guiado su existencia: la verdad se ha mostrado como el error más profundo y los valores han perdido su estimación, dibujando el horizonte de sentido como un vacío que se instala en la conciencia al quedar solo este mundo terreno, desprestigiado y despreciado por aquella modernidad de la

pérdida de centralidad cosmológica y el nuevo concepto de infinitud derivados del giro copernicano [la que] propone […] una despiadada imagen de lo intolerable que se podría volver el universo y la vida del hombre si acaso se les privara del fundamento causal trascendente que explica tanto su origen como su finalidad. (Portales, 2013, p. 95)

Este vaciamiento del sentido histórico con sus síntomas hace pensar que el nihilismo contemporáneo ha cobrado formas coherentes con las derivas de la modernidad tardía, el espíritu cansado de la cultura occidental ha deslizado al temple de ánimo que antes vivificaba la acción humana y sustentaba la historia. Hoy es la imagen sombría del designio del dolor y desasosiego del propio tiempo. Ese movimiento de retrotracción, de repliegue, en fin, de huida, no es otro que el desdibuje del horizonte por las líneas erráticas de la autonomía moderna y su fractura que se revela en una herida que se obstina en cerrarse, definiendo al nihilismo. Esta concepción se resiste a convertirse en un mero diagnóstico cultural sobre nuestra experiencia histórica de la modernidad y sus derivas, yendo más allá de la crítica del horizonte posmoderno y de la sensibilidad tardomoderna. Lo que esperaba Nietzsche era que resurgieran la vida, el valor y el sentido de la experiencia moderna: extraer del alma moderna sus posibilidades aún no apuradas que no cesan de surgir y perecer, de negarse y afirmarse en la historia. En efecto, la teoría platónica de la realidad popularizada por el cristianismo correspondió a la falta de valor de unos hombres que, incapaces de afrontar el sentido trágico de la vida, imaginaron un mundo y una vida mejor más allá de ella. La interpretación cristiana hace palidecer las fuerzas vitales en cuanto negación valorativa articulada por una moral de la autonegación. Esta cultura es, pues, una cultura enferma producto de un hombre enfermo y, como tal, se manifiesta ahora con toda crudeza en su momento terminal. Dicha metafísica es el resultado de una valoración negativa de la vida que muestra su inconsistencia y carácter decadente cuando al final del proceso de desarrollo de su dinámica interna desemboca en la muerte de Dios, en el nihilismo. No es difícil suponer que la interpretación histórica del valor de la existencia cobre una forma nihilista, es decir, la forma decadencial donde los valores supremos pierden su crédito y aparece la ausencia de la finalidad, de la respuesta al por qué, la meta, el horizonte, el fluir vital del mundo:

los valores supremos, a cuyo servicio consagraba la vida el hombre […], fueron considerados como mandamiento de Dios, como realidades, como verdaderos mundos, como esperanza y vida futuras. Hoy, que conocemos la mezquina procedencia de esos valores, el universo nos parece desvalorizado, falto de sentido. (Nietzsche, 1968, pp. 10-11)

La novedad de la decadencia en este contexto nihilista, según el pensamiento nietzscheano, no se detiene, como hemos visto, en su aplicación a la moralidad cristiana, sino que se extiende al saber y al sentido, pues al concluir el dominio metafísico, caen con ella también las valoraciones que allí encontraban su fuerza y fundamento:

Lo que hay que temer […] sería […] la gran náusea frente al hombre; y también la gran compasión. Suponiendo que un día ambas se maridasen, entraría inmediatamente en el mundo de modo inevitable […], su voluntad de la nada, el nihilismo. (Nietzsche, 2008, pp. 157-158)

Las fuerzas de la decadencia resultan equivalentes a las fuerzas de su negación. Lo que produce es una contranegación que equilibra las fuerzas, pero no resuelve el conflicto:

Las aguas de la religión disminuyen y dejan ver pantanos o ciénagas; las naciones se alejan una de la otra de la manera más hostil y anhelan romperse en pedazos. Las ciencias, perseguidas sin ninguna restricción y en un espíritu del laissez faire, están rompiendo y disolviendo toda creencia firmemente sostenida. Las clases educadas y los Estados están siendo arrastrados por una economía monetaria enormemente despreciable. El mundo nunca ha sido más mundano, nunca más pobre en amor y bondad. Los intelectuales ya no son faros o refugios en medio de esta agitación de la secularización; ellos mismos crecen cada día más inquietos, desconsiderados y sin amor. Todo, incluido el arte contemporáneo y la ciencia, sirve a la barbarie que se avecina. (Nietzsche, 1997, p. 148)

Conclusión

El problema que hemos intentado presentar es el de la preponderancia del poder como instrumento no solo de dominio y control sobre la sociedad y la naturaleza, sino el poder convertido en un fin en sí mismo que le resta valor y sentido a la política, al bien común, a la democracia, etc., ahora insensible respecto a los principios y valores que le cuestionan y, por ello, aísla cualquier otro fin y les convierte en medios para su servicio.

Nietzsche fue consciente de la crisis moderna del cristianismo y que el progreso de la corrupción opera como subrepticio condicionamiento existencial, político y cultural como una suerte de narcotización de la percepción y las valoraciones, de las costumbres y la voluntad:

Yo he descorrido la cortina que tapaba la corrupción del hombre […]. Yo entiendo la corrupción […], en el sentido de décadence: lo que yo asevero es que todos los valores en que la humanidad resume ahora sus más altos deseos son valores de decadencia. (Nietzsche, 2000, p. 34)

Este es el resultado del diagnóstico: una cultura que valora valores decadentes y una religión nihilista del pastor cristiano del poder (Foucault, 2006, pp. 151-159).

En ausencia de la voluntad de poder, se desarrolla la decadencia:

La vida misma es para mí instinto de crecimiento, de duración, de acumulación de fuerzas, de poder […]. Lo que yo asevero es que a todos los valores supremos de la humanidad les falta esa voluntad, −que son valores de decadencia, valores nihilistas los que, con los nombres más santos, ejercen el dominio. (Nietzsche, 2000, p. 35)

Este término ofreció a Nietzsche la oportunidad de sintetizar y unificar una serie de ideas relacionadas -declinación, degeneración, enfermedad, declive, entre otras- que se habían convertido en elementos constitutivos de su genealogía. La decadencia representa una gran debilidad, cansancio, agotamiento, degeneración de la fuerza a tal punto que se hace de la propia debilidad un ideal. Se manifiesta tanto en los individuos como en las sociedades, y sus síntomas se presentan desde los sistemas fisiológicos hasta el arte, la filosofía, la religión y la política.

El desmoronamiento de los valores supremos afecta gravemente a la conservación y aumento vital de la existencia y de la cultura, lo que supone la decadencia ante el despojo de los fundamentos, al sentido con el que el hombre funda, ordena y orienta su existir. La decadencia impide el íntimo funcionamiento de la vida y le sustituye sus nutrientes por traiciones que le vacían y le quitan su esencia: le reprime pronunciar el «“sí” oculto que hay en vosotros [no sea] más poderoso que todos los “no” y “quizás” que os enferman a vosotros y a vuestro tiempo» (Nietzsche, 2001b, p. 397). La corrupción de la consciencia que enferma a la cultura; es el estado en que se halla la humanidad como consecuencia de la colosal inversión realizada por los conservadores y mentirosos de todos los tiempos, degradando la vida, imponiendo una valoración que niega lo propiamente humano, falseando la verdad y distorsionando el verdadero fundamento de la vida: los instintos humanizantes de la vida racional y relacional del sujeto.

En fin, se puede concluir que este nuevo lugar para el nihilismo aloja la metamorfosis de la subjetividad como aquella trampa de la reificación de la diferencia, o peor, una reificación de lo igual que contamina a la subjetividad con una coseidad como mecanismo de valoración del otro, lo que hace entrar a la moral, a la razón y a la religión en una suerte de inutilidad de sus principios absolutos: el oscuro fondo de la metamorfosis de la esencia como relacionalidad utilitaria mecanicista de la estructura de la corrupción que se basa en que las relaciones humanas reciben el carácter de coseidad cargado de una “objetividad fantasmal”, que como afirma Lukács (1970), “imprime su estructura a toda la conciencia del hombre; las propiedades y las facultades [que] aparecen como “cosas” que el hombre “posee” y “exterioriza” […]. No hay, de conformidad con la naturaleza, ninguna forma de relación de los hombres entre sí […], que no se someta […] a esa forma de objetividad” (p. 126). Esta objetividad -con toda su legalidad y apariencia de una definitiva racionalidad- esconde la huella de su esencia corrupta: ser un modo determinante de relación entre seres humanos cuya finalidad no es ya la autoafirmación relativa al otro, sino la autodesintegración instrumental relativa al sí mismo con el otro. Por tanto, el problema no está en el abismo que separa el bien del mal, sino en la correlación entre la corrupción y la cultura.

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Recibido: 17 de Enero de 2019; Aprobado: 10 de Agosto de 2019

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