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Eidos

Print version ISSN 1692-8857On-line version ISSN 2011-7477

Eidos  no.35 Barranquilla Jan./June 2021  Epub Feb 08, 2022

https://doi.org/10.14482/eidos.35.121.68 

Artículos originales

Matar al autor. Relato crítico de un crimen Hermenéutico

To Kill the Author. Critical Story of a Hermeneutical Crime

Juan Francisco Manrique1 

1Corporación Universitaria Minuto de Dios, UNIMINUTO (Bogotá, Colombia) jmanrique@uniminuto.edu


Resumen

La perspectiva hermenéutica tradicional para la lectura de un texto ha sido la de descubrir bajo los pliegues del conglomerado de símbolos las intenciones del autor. Pero en los años 60 del siglo XX tres pensadores franceses: Barthes, Foucault y Derrida, trataron de apostar por una hermenéutica en la que las intenciones del autor se redujeran a una interpretación más, sin superioridad alguna sobre otras posibles. Este texto no solo busca evidenciar la necesidad y ventajas de este proceso de abandono de las intenciones del autor en la hermenéutica de la obra, proceso conocido como "la muerte del autor", sino que intenta mostrar que las vías que toman los autores en cuestión no son equivalentes, sino que, al evaluarlas individualmente, se nota que la postura de Derrida se presenta como la más adecuada para evitar la trivialización de la apuesta, aunque no por ello se halla exenta de nuevos problemas.

Palabras clave: autor; Derrida; Foucault; Barthes; obra; hermenéutica; Gadamer

Abstract

The traditional hermeneutical perspective for reading a text has been to discover the author's intentions under the folds of the symbol cluster. But in the 60s of the twentieth century, three French thinkers: Barthes, Foucault and Derrida tried to bet on a hermeneutic where the author's intentions were reduced to one more interpretation, without any superiority over other possible ones. The present text not only seeks to demonstrate the need and advantages of this process of disregarding the author's intentions in the hermeneutics of the work, a process known as "the author's death", but also attempts to show that the paths taken by the authors in question they are not equivalent, but, when evaluating them individually, it is noted that Derrida's position is presented as the most appropriate to avoid trivializing the bet, although it is not exempt of new problems.

Keywords: autor, Derrida, Foucault; Barthes, work, hermeneutics, Gadamer

Matar al autor. Relato crítico de un crimen hermenéutico

... toda escritura que no miente designa, no los atributos interiores del sujeto, sino su ausencia. (Barthes, 2004, p. 73)

A diferencia de los asesinatos de autores llevados a cabo por la Inquisición, los cuales eran precedidos por la destrucción de sus obras, en el siglo xx se mata al autor para ampliar el rango de interpretación de la obra, es decir, hablamos de un "crimen" que se comete por razones hermenéuticas. Luego de matar al rey en el siglo xviii y a Dios en el xix, parece que ninguna tiranía amenazaba la libertad del hombre moderno, pero el propio Nietzsche dijo alguna vez en La Gaya Ciencia que después de la muerte de Dios había que matar también a sus sombras (Nietzsche, 2001, p. 201). Podría ser el caso que el autor, como creador y regidor de su obra, fuera visto como tirano en este sentido, ya que su existencia no permite que los lectores interpreten las obras como lo deseen o prefieran.

Así, en este texto se pretende exponer las ventajas que trajo la muerte del autor como perspectiva hermenéutica, siempre y cuando el foco de la interpretación se deje en el texto. Ese objetivo se alcanzará siguiendo los siguientes pasos expositivos: primero, se presenta la muerte del autor en términos generales poniendo énfasis en los problemas que soluciona; segundo, se presentan las posturas de Foucault, Barthes y Derrida sobre el tema, y se cierra el texto con un apartado conclusivo.

1. El asesinato hermenéutico del autor y su positividad

El esquema tradicional de interpretación textual supone que una obra se comprende cuando desciframos la intención que su autor tuvo con ella. La explicación de la obra se busca siempre en aquel que la ha producido, bajo el supuesto de que a través de ella -dice Roland Barthes-el autor nos entrega sus confidencias (Barthes, 2002, p. 66). El autor es el emperador de la obra, o mejor, un dios de la misma, en tanto la crea y la gobierna según su pensamiento, talento y libre albedrío. Su obra queda como un imperio bajo su gobierno, l'empire de l'Auteur (Barthes, 1994, p. 492). Cuando tenemos esto claro, nos es más fácil comprender la cercanía entre las palabras "autor" y "autoridad"1, y la razón por la cual la palabra "poeta" viene de la raíz griegapoietés, que significa "creador". Así, se piensa que una obra se comprende cuando se dilucida lo que el autor quiso decir con ella, lo que reduce a la obra a una ventana hacia la mente del autor, y deja a la interpretación de la obra como el desciframiento de sus intenciones. Eso quiere decir que una interpretación que haga abstracción del autor y sus pretensiones solo divaga en el vacío, y puede ser tenida como incorrecta. El esquema tradicional de interpretación se puede resumir en las siguientes proposiciones:

  1. Se da por sentado que un autor tiene una intención con la obra que realiza; creemos que la obra no es producto del azar, sino que responde o traduce las intenciones del autor en ella.

  2. La intención del autor es la que explica la obra en su totalidad, y le da sentido a la disposición de los elementos o símbolos en ella.

  3. Se considera que la correcta interpretación de una obra se encuentra cuando develamos en ella la intención de su autor.

Cuando los creyentes leen la Biblia lo hacen buscando la palabra de Dios; si Dios les hablara de forma directa, seguro que no necesitarían las Escrituras. Lo mismo sucede cuando privilegiamos hablar con un amigo de viva voz que por carta. Bajo esta postura, parece que interpretar un texto es lo mismo que hacer psicoanálisis al autor a través de su obra. Por eso acudimos a otras obras del mismo autor, y a sus biografías, diarios íntimos y testimonios de amigos. Interpretar una obra es realmente conocer al autor que hay tras ella, y de ese modo, consideramos que el autor precede, tanto cualitativa como causalmente, a sus obras, ya que estas solo son efecto de su mente prodigiosa, nuestro verdadero objeto de estudio. Parece tener razón Derrida cuando nota que este esquema presenta una degradación de la escritura, pues la expone como mero receptáculo de la voz (Derrida, 2008, p. 19). Por ello califica defonocéntrico al esquema ('centrado en la voz'). Las consecuencias de este para el tratamiento de textos en general han marcado el devenir de la cuestión en los tiempos modernos. Pero creemos que hay otras consecuencias más graves que se notan en la actual enseñanza de las humanidades.

  • Fetiche de autor: Bajo el esquema fonocéntrico, consideramos que el autor es dueño de su obra, no solo en el sentido de propietario legal, sino que creemos que el autor es quien controla todo lo que sucede en su obra, incluso de lo que la misma ha de suscitar, ya que la obra es la huella material de sus propias intenciones. Presuntamente, solo él puede darnos las claves de la correcta interpretación de la obra, y no faltan intérpretes que mantienen la nostalgia por no poder preguntar a un autor fallecido por sus intenciones. Especialmente en la filosofía es normal especializarse en autores, y declararse seguidor, discípulo, intérprete oficial, exégeta o glosador de un autor en específico, formando, sin saberlo, una especie de culto politeísta de autores, del que el intérprete es el sumo sacerdote. Así, se abandona la reflexión de problemas filosóficos por la exégesis textual de lo que un autor dice.2

  • Fetiche de las obras completas: Bajo este esquema, los exégetas e intérpretes oficiales de un autor consideran que todo lo salido de la pluma de este es relevante para comprender su pensamiento. No solo sus obras publicadas, sino sus papeles sueltos, sus cartas personales, sus diarios íntimos y los testimonios de aquellos que le conocieron en caso de que haya fallecido. Por eso, los editores se esfuerzan en la carrera de acopio de las obras completas, objetivo que pocas veces alcanza a cumplir los requisitos de tal nombre, y se suscita la competencia interminable entre los exégetas para convertirse en los voceros oficiales del autor, lo que implica ciertamente una aproximación a toda la obra del mismo, incluyendo papeles y documentos íntimos cuya pertenencia a la obra es objeto de enconada controversia, y cuyo alcance está a la mano de unos pocos.3

  • Pseudoproblemas de autoría: La muerte del autor nos ha librado de otros problemas adicionales, como minimizar la importancia de obras falsamente atribuidas a autores reputados (como los textos dudosos de Platón o Aristóteles, por ejemplo), o la de textos de los que sencillamente desconocemos el autor, lo que implicaría que su verdadera interpretación es inalcanzable. También la muerte del autor deja en un plano secundario algunos problemas que se consideraban de primer nivel en la crítica literaria como la autoría homérica o shakesperiana, y hace menos importantes los análisis interminables sobre los heterónimos de Pessoa, Kierkegaard y otros escritores, dejando de ser los grandes problemas que han sido y reduciendo tales distracciones a curiosas bagatelas.

Todas estas consecuencias problemáticas parece que hacían necesario matar al autor, en el sentido hermenéutico del término. Hablamos de un "crimen" cometido a finales de los años 60 por tres pensadores de lengua francesa. Aunque el primero en dar el paso hacia el siniestro homicidio fue Roland Barthes, considero que fue Derrida quien mejor supo darle rumbo a la nueva situación hermenéutica, una vez muerto el amo y señor de la obra. Para Derrida (2008), no había otro modo de liberar la escritura y darle el primer lugar (p. 9). Sin embargo, parece que el problema es lo que hacemos luego de esta muerte, y el criterio que usamos para la interpretación de las obras. Así, matar al autor ciertamente no consiste en cometer un homicidio en el mundo empírico, sino en matar la autoridad que el autor ejerce sobre su propia obra, autoridad que nos obliga a tener en cuenta sus intenciones y estados mentales a la hora de interpretarla. Matar al autor implica abandonar la idea de usar la obra como medio para comprender la mente del autor y colocarla a ella misma en el centro de atención para, en palabras de Gadamer (2007): "hacer hablar al tema que el texto le muestra" (p. 465), con independencia de lo que su autor haya querido con ella. De ese modo, la intención del autor se reduce a ser solo una de las interpretaciones de que la obra es capaz, sin prelación o prerrogativas sobre ninguna otra lectura posible4. Una vez finalizada la "tiranía del autor", se esperaba que la obra se abriera a nuevas perspectivas de interpretación, algunas incluso insospechadas. Pero la nueva ruta hermenéutica tenía tantas ventajas como problemas.

Creo que se puede aceptar que la muerte del autor, como perspectiva de lectura o punto de vista hermenéutico, ha suscitado ciertamente algunas situaciones que se pueden considerar de apreciación ambigua: ciertamente nos libró del fetichismo de autor y de los demás problemas mencionados, pero no todo son ventajas, ya que algunos han creído que la muerte del autor implica también la muerte del crítico (Wilson, 2004, p. 341), pues si comprender las intenciones del autor e indagar la interpretación correcta de la obra resultan ser precisamente el trabajo del crítico, una vez muerto el autor, también la interpretación del crítico perderá sustento. Veremos que esto no es así.

2. Algunos momentos en el devenir moderno de la idea de autor

De acuerdo con Foucault, la noción de autor constituye el momento más importante de la individualización en la historia del pensamiento, la ciencia y las artes (Foucault, 2010, p. 10). Se ha consolidado la opinión de que la idea moderna de autoría nace en tiempos renacentistas de la mano de los artistas italianos, y es posteriormente consagrada por la imprenta, en el siglo XVI. En palabras de Barthes (2002), el autor es un personaje moderno porque es un signo del prestigio del individuo (p. 66). El pintor o escultor medieval no necesitaba firmar sus obras, acaso porque se trataba de una profesión poco competida y el público sabía de qué artista se trataba, o simplemente la obra cumplía su función y a nadie importaba quién la había hecho o qué rasgos del genio del autor se mantenían en ella.5

No obstante, el tema podría ser más complejo. La lectura y la escritura como actividades intelectuales están sometidas a la hegemonía de la Sagrada Escritura, cuyo autor era Dios mismo, el único al que verdaderamente se le podía llamar "autor"; los escritores y copistas no podían arrogarse autoría alguna, ni podían dar obra ninguna por concluida. Todo texto no sería sino un fragmento anónimo que presta su servicio de enseñar recubriendo retóricamente a quien lo realiza (Contreras Guala, 2013, p. 107).

El Renacimiento sacó un poco el arte de las iglesias, y la nueva clase burguesa demandó más arte privado,6 lo que llevó ciertamente a que aumentara el número de los artistas, y en un mercado ahora competido, cada artista debía destacarse por la calidad de sus producciones, y empezar a identificarlas bajo un sello propio. Pero en el caso de las obras literarias consideramos que la autoría nace con la imprenta, y se considera que el autor es el propietario de los derechos de la obra7, mientras que el lector solo tiene una forma parcial de derecho sobre el texto. Por ejemplo, puede leer la obra, pero no comercializarla en su totalidad o en parte. El historiador de la cultura escrita Roger Chartier (2009), nos dice al respecto lo siguiente:

La piratería está prohibida por la ley porque el libro es un bien material cuyo comprador se convierte en su legítimo propietario y un discurso del que el autor conserva la propiedad, sin importar la reproducción. La identidad de una composición literaria reside por completo en el sentimiento y el lenguaje; las mismas concepciones vestidas con las mismas palabras, constituyen necesariamente una misma composición, sin importar el formato elegido para su transmisión, su número de ejemplares, el tiempo en que se reproduce, etc. Al tiempo, nadie la puede reproducir sin consentimiento de su autor. (pp. 32-33)

Prohibir la piratería es ciertamente una forma de reconocer los derechos del autor, y por tanto, al autor mismo. Pero Chartier va más lejos y hace notar cómo en el siglo XVI se comparaba la producción de un libro en la imprenta con el modo como Dios crea al ser humano (Chartier, 2009, p. 37), lo que significa que nosotros, por ser creaturas de Dios, reflejamos algo de la maestría, deseos o sentimientos de nuestro Hacedor, igual que un poema refleja las habilidades literarias y los pensamientos de su autor, acaso también sus aficiones, su carácter, su situación en el mundo, etc. Y sin embargo, también la imprenta parece que anuncia anomalías en relación con la autoría, ya que Chartier deja claro que la nueva invención no solo imprimía libros, textos que realmente resultaban la producción minoritaria del negocio, sino que había una producción de material anónimo muy necesario para llevar adelante las labores requeridas por el naciente Estado moderno; hablamos de recibos, certificados, formularios, solicitudes, y toda clase de documentos públicos tan efímeros que en ocasiones no cuentan en nuestra mente en la categoría de textos, y que empezaron a ser familiares en ese momento para la nueva sociedad europea (Chartier, 2009, pp. 2-3).

Para el siglo XIX ya estaba claro que una obra artística o literaria de valía era la expresión máxima del genio de su autor, ya sea de los prodigios de su mente, o de sus tempestuosos sentimientos, como era normal en el romanticismo reinante. Un autor de la época, Edgar Allan Poe, nos lo describe en un pequeño ensayo llamado The Philosophy of Composition8. Poe insiste en que la primera de las consideraciones del autor sobre su obra es la de producir un efecto, dejando en claro que este no puede ser un producto del azar o de la intuición, sino que es absolutamente intencional, y es producido por el autor por medio de diversos mecanismos literarios. Poe cree que es la mera vanidad de los autores, y especialmente de los poetas, la que hace que dejen entender a sus lectores que componen gracias a un sutil frenesí, a una intuición estática o a la capacidad secreta de escuchar a una musa de tiempos arcanos (Poe, 2006, pp. 203-204). Aunque al autor las ideas le lleguen a la mente en desorden, eso no significa que aparezcan así en el texto compuesto, y Poe cree que un analista atento podría descubrir el modus operandi de un autor (p. 204). De ese modo, Poe puede decir lo siguiente:

Mi deseo es demostrar que ningún punto de la composición puede ser atribuido a la casualidad o a la intuición, y que la obra ha marchado, paso a paso, hacia su solución con la precisión y la rigurosa lógica de un problema matemático. (p. 204)

Ciertamente, Poe cree en el absoluto protagonismo del autor en el acontecer de su obra, protagonismo que se disfraza de inconsciente y sentimental, pero que resulta de la más cuidada, metódica e intencionada actividad.

Pensando en el interesante tema de la muerte del autor, en el despuntar del siglo XX el escritor austriaco Hugo von Hofmannsthal se adentró en el tema del autor y la obra, desde los planteamientos que presenta en su famoso relato Una Carta (Ein Briefe, 1901-1902). Se trata de una ficción literaria en la que un noble inglés, Lord Philipp Chandos, escribe al filósofo Francis Bacon el 22 de agosto de 1603 acerca de cómo se ha socavado su capacidad para la escritura, tema fundamental del texto.

Lord Chandos considera el mal que padece como una "parálisis espiritual", que entre los síntomas que manifiesta hay uno que destaca: la no identificación entre él mismo y las obras que ha escrito, al punto de que ya no se atreve a considerarlas de su autoría (Hofmannsthal, 2008, pp. 121-122). Antes le era fácil escribir porque consideraba que todo lo existente se presentaba ante él como una gran unidad continua, sin ninguna tensión o antítesis radical que pudiese fragmentar esa unidad. Ahora, la situación ha cambiado. Lord Chandos se describe como alguien que ha perdido su facultad de pensar o hablar con coherencia de cualquier cosa (Hofmannsthal, 2008, pp. 124-126). Por supuesto que si el estado anterior suponía una concepción de unidad de la naturaleza, el nuevo solo puede ser pensado como fragmentación. En sus palabras "Todo se me fraccionaba y cada parte se dividía a su vez en más partes y nada se dejaba ya sujetar en un concepto" (Hofmannsthal, 2008, p. 128).

Ahora, bajo este nuevo estado del espíritu, Lord Chandos nota que tales fracciones de realidad le son más llamativas que cualquier cosa en el mundo, y puede estar mucho tiempo contemplándolas, encontrando en ellas una belleza extraña, y no solo nunca descrita hasta ahora sino realmente indescriptible. Un manzano atrofiado, una piedra cubierta de musgo, la rueda de un carruaje serpenteando al pasar por una colina son todas realidades capaces de hacerlo experimentar una interesante elevación del espíritu, y hacerle pensar que a su alrededor no hay nada realmente inerte, sino que todo está dotado de animación y vivacidad (Hofmannsthal, 2008, p. 131). Finalmente, Lord Chandos parece adjudicar su estado a una pérdida del sentido del lenguaje y termina por notar que una lengua verdadera que hable de la realidad no está al alcance del ser humano, aunque podamos intuir que existe cuando notamos las limitaciones de las lenguas naturales.

... porque la lengua en que quizá me fuera dado, no solo escribir, sino también pensar, no es latín ni el inglés ni el italiano o el español, sino una lengua de cuyas palabras ni siquiera una sola me es conocida; una lengua en la que las cosas mudas me hablan y en la que quizá un día en la tumba tendré que rendir cuentas a un juez desconocido. (Hofmannsthal, 2008, p. 135)

En su interpretación sobre el sentido del texto de Hofmannstahl, Claudio Magris (2008) sostiene que el discurso de Lord Chandos implica la radiografía un yo escindido, o en proceso de escisión, que representa su situación como un intento final e infructuoso de dominarla (p. 67). Pero a pesar de que parezca que Hofmannsthal anticipa la muerte del autor, realmente reafirma su dominio, pues la crisis del signo se transforma en crisis del sujeto, que ya no es capaz de situarse como amo y señor de lo que se dice sobre el mundo, pues ya no tiene bases con las cuales organizarlo y etiquetarlo (Magris, 2008, p. 92). Hofmannstahl está más cerca de una insuficiencia del lenguaje para expresar la complejidad del mundo, la cual se traduce más exactamente en una insuficiencia del sujeto para comunicar la fuerza vital que le transmiten las cosas, que de una postura al estilo Kandinsky, es decir, una que supone la autosuficiencia y coherencia del signo (y por extensión, de un texto) con independencia del sujeto que escribe (Magris, 2008, p. 97). El autor no muere cuando no puede expresar el mundo, sino cuando el lenguaje expresa mucho más que las intenciones del sujeto que de él se sirve.

3. La muerte del autor y la nueva hermenéutica textual

Se considera que son Derrida y Barthes los principales adalides de la muerte del autor, alrededor de 1967, aunque Foucault tiene también su lugar. Se expondrán los tres autores, y se mostrará por qué la postura de Derrida se presenta como la más adecuada para esta nueva forma de interpretar textos.

Insuficiencia de la postura de Foucault

Si bien todo ello puede considerarse positivo, la muerte del autor tiene un problema insalvable en el que no se ha insistido lo suficiente, el problema se enuncia así: una vez muerto el autor como criterio de interpretación, ¿cuál es la base de la interpretación de la obra? La falta de respuestas ha llevado a algunos incluso a pensar en resucitar al autor, o al menos en convertirlo en un tipo de función conceptual, es el caso de Michel Foucault. Siendo un pensador tan brillante y avanzado en otros temas, hemos de decir que su postura ante la muerte del autor es propia de aquellos que, luego de matar al rey, se dieron cuenta de que no era un simple parásito que vivía del trabajo de su pueblo, sino que cumplía funciones que nadie más llevaba a término. Es como deshacerse de un hombre que es el único que sabe manejar el barco en el que se viaja; hay que intentar resucitarlo o hacer que las funciones que cumplía se lleven a cabo de alguna forma. Consciente de esto, Foucault toma el cadáver del autor y le asigna un puesto en la hermenéutica llamándolo "función-autor". En palabras de Foucault (2010), al autor "le es preciso jugar el papel del muerto en el juego de la escritura" (p. 13).

El tema está consignado en la conferencia ante la Sociedad Francesa de Filosofía llamada ¿Qué es un autor?, dictada por Foucault el 22 de febrero de 1969. Foucault presenta una idea que claramente está en ciernes y que acabará por ser desarrollada en la obra La arqueología del saber de 1970. No obstante, hay que reconocer que Foucault da un paso adelante en esta conferencia que no puede obviarse; ya que al menos no piensa al autor como una persona con deseos, fines o intenciones, sino como un sustantivo con el cual se marca una obra, y con el que se le da sentido; cuestión que, a fin de cuentas, es el criterio último por el cual Foucault no puede renunciar, sino solo parcialmente, al autor.

Foucault, que escribe pocos años después de Barthes y Derrida sobre este tema, conoce la discusión, y sabe que sus colegas críticos literarios y filósofos ya han tomado nota de esa muerte o desaparición del autor, de modo que Foucault lo toma como hecho consumado. Su problema está en que no se han extraído todas las consecuencias del tan eminente "homicidio" y tratará de extraer algunas (Foucault, 2010, p. 13). A Foucault le resulta paradójico que desde siempre fue la escritura la que daba inmortalidad a su autor, mientras ahora es esta la que le mata. Antiguamente, escribir implicaba inmortalizarse, el texto permanecía por generaciones luego de que su autor falleciera, pero ahora la escritura resulta ser un sacrificio que implica incluso la vida de quien escribe, en tanto la escritura no devela, sino que encubre, los rasgos individuales del autor.

Un breve ejemplo original bastará para ilustrar la cuestión. Bajo el antiguo criterio hermenéutico, Homero es el nombre de un anciano ciego de la ciudad de Halicarnaso en Grecia que durante el siglo VIII A. C. cantaba las gestas militares de los héroes que se dieron cita en la guerra de Troya, ocurrida casi cinco siglos antes. Cuando convertimos a Homero en función-autor, ya no pensamos que tras el nombre haya una persona de carne y hueso de tiempos pasados, sino que es un nombre propio que agrupa bajo él a La Ilíada, a La Odisea y a los Himnos. Las similitudes que las tres obras comparten (coherencia, unidad de estilo, constancia en el valor del texto, etc.) es lo que llamamos "Homero". En otras palabras, pasamos de preguntar por un quién a preguntar por un qué (Wilson, 2004, p. 342). Los siguientes son los criterios definidos con claridad por Foucault, quien toma por base un criterio que viene de san Jerónimo:

Constancia: El autor es un nivel de constancia en el valor de un texto. Si de varios libros atribuidos a un autor uno de ellos es inferior a los otros, se descarta como obra del autor en cuestión (Foucault, 2010, p. 26).

Coherencia: El autor es un campo de coherencia conceptual o teórica. Se descarta un libro que esté en contradicción doctrinal con los demás que se le atribuyen al autor (Foucault, 2010, p. 26).

Estilo: El autor es una unidad estilística. Se excluyen las obras que están escritas en un estilo diferente, usando palabras o giros no habituales en los demás textos (Foucault, 2010, pp. 26-27).

Lapso temporal: El autor es un momento histórico definido. Se descartan los textos que citan personas o hechos posteriores al fallecimiento del autor (Foucault, 2010, p. 27).

Si bien Foucault da un paso importante, parece que matar al autor implica también deshacerse de él, y es esto segundo lo que Foucault no hace. Despersonaliza al autor, pero lo mantiene como una función necesaria que le da unidad a la obra, que aporta a su comprensión, y por ende, que sigue siendo importante para la catalogación e interpretación de la misma.9 El propio Foucault (2010) admite que su aporte al respecto es solo un camino de análisis, pero no una vía nueva o un planteamiento fecundo sobre el problema (p. 39). Incluso algunos estudiosos del tema consideran que Foucault solo estudia la redefinición que ha sufrido el concepto de autoría gracias a las nuevas prácticas sociales, culturales e incluso legales, que terminan por definir el estatus de autenticidad, legitimidad o validez de la autoría (Calcagno, 2009, p. 40). Parece que hace falta acudir a Jacques Derrida y Roland Barthes para alcanzar una hermenéutica textual que realmente se deshaga del autor.

Barthes vs. Derrida o los nuevos rumbos interpretativos

Una vez muerto el autor, solo quedan dos focos posibles de interpretación: el lector o el texto,10 y podemos decir que este punto será la clave en los rumbos que tomen las propuestas de Barthes y Derrida.

Barthes contempló la idea de que la obra podría ser el eje central de la hermenéutica, cuestión que aparece en su escrito de 1966, Crítica y Verdad. En sus términos:

…Sea lo que piense o decreten las sociedades, la obra la sobrepasa, los atraviesa a la manera de una forma que vienen a llenar uno tras otro, los sentidos más o menos contingentes, históricos: una obra es "eterna", no porque imponga un sentido único a los hombres diferentes sino porque sugiere sentidos diferentes a un hombre único que habla siempre la misma lengua simbólica a través de tiempos múltiples: la obra propone, el hombre dispone. (Barthes, 2004, p. 53)

La lengua simbólica a la que se refiere Barthes es la lengua o código en la que están escritas las obras literarias, y que no es equivalente a la lengua natural en que fueron vertidas, pero que nace de esta, y son un modo de uso de la misma. Las obras no tienen multiplicidad de sentidos por sí mismas o a causa de la potencia del lector que las interpreta, sino por cuenta de una lengua plural en las que están hechas, que posibilita múltiples sentidos. De acuerdo con Barthes, si las palabras no tuviesen más que un sentido -acaso la aspiración de la primera filosofía analítica- no habría literatura, y esta tiene varios sentidos posibles gracias a que está escrita en una lengua de símbolos (Barthes, 2004, p. 54-55), que no tiene las mismas pretensiones de los símbolos que componen los algoritmos de la notación científica, sino que su polisemia resulta una ventaja y una riqueza. Así, considera que la filología puede fijar el sentido literal de un enunciado, pero nada tiene que ver con los sentidos segundos, de los que se ocuparía la lingüística (Barthes, 2004, p. 55).

Eso quiere decir que más que ser el mero depósito de las intenciones del autor, la obra se muestra con un protagonismo propio que nace de la lógica intrínseca de los símbolos que la componen, y por ello, su sentido va más allá de aquel que el autor haya querido darle. En eso vemos el absurdo de creer que el autor pretenda reclamar derechos hermenéuticos exclusivos sobre su obra. Si bien quiso darle un sentido a los símbolos que usó, desconoce que el sentido de esos signos es múltiple, y que designan mucho más que aquello que quiso decir.

De ese modo, entre más notamos la fuerza de la naturaleza simbólica del lenguaje literario, más notamos que toda obra es mito. Barthes piensa el mito como el relato sin autor por antonomasia. No solo no sabemos quién crea un mito, sino que es claro que, de haber un autor, cuya identidad se pierde en la noche de los tiempos, ha tenido la circunstancia de ser reescrito y reinterpretado muchas veces por sus oyentes, que se han vuelto a su vez coautores sin saberlo cuando han vuelto a contar el relato inicial con sus propias palabras durante generaciones. El mito, de acuerdo con la definición de L. Sebag (citado por Barthes), resulta ser un discurso sin un emisor que asuma el contenido, y por tanto, que reivindique el sentido del mismo, por eso, este acaba deviniendo en enigmático (Barthes, 2004, p. 61, n. 15). Lo que la gran musa de la literatura susurra al escritor es la gran lógica de los símbolos, son las formas que permiten hablar y operar. Y por ello, la obra queda más emparentada al mito (relato sin autor) que a la persona que la escribió (pp. 60-61). Acaso lo que sugiere Barthes es la ingenuidad de la concepción tradicional de la interpretación. Creemos que encontrar al autor en su obra es muy fácil, pero solo cuando reflexionamos en la naturaleza simbólica del lenguaje en el que está escrita, notamos que el autor se pierde en la multitud de sentidos que su creación puede tomar; es como buscar el cadáver de un náufrago en medio del océano, y ciertamente, todo parece indicar que Barthes celebra el hecho de que no logremos encontrarlo:

Generalmente nos inclinamos, a lo menos hoy, a creer que el escritor puede reivindicar el sentido de su obra y definir ese sentido como legal; de allí una interrogación irrazonable dirigida por el crítico al escritor muerto, a su vida, a los rastros de sus intenciones, para que él mismo nos asegure de lo que significa su obra: se quiere a toda costa hacer hablar al muerto o a sus sustitutos, a su época, al género, al léxico, en suma, a todo lo contemporáneo del autor, propietario por metonimia del derecho del escritor proyectado sobre su creación... [Pero] nos negamos entonces a que lo muerto se apodere de lo vivo, liberamos la obra de las sujeciones de la intención, encontramos el temblor mitológico de los sentidos. Borrando la firma del autor, la muerte funda la verdad de la obra, que es enigma. (Barthes, 2004, pp. 61-62)

Así, la obra deja de ser el recipiente que deposita las intenciones y sentimientos de su hacedor y cobra protagonismo propio, vida individual, no subsidiaria de su creador. El sentido de la obra no puede estar en un significado emparentado con la dinámica mental de un autor, pues este no es más que una ausencia o un vacío para nosotros, cuando la misma ha devenido en mito. Lo que nos queda es un encadenamiento de símbolos dispuestos para la generación de nuevos sentidos, no los rasgos del sujeto que los organiza (Barthes, 2004, pp. 73-74). Si esto es cierto, se comprende mejor cuando Barthes sostiene que no puede haber una ciencia del autor, sino solo del discurso (2004, p. 63). Estudiar literatura implica estudiar el lenguaje simbólico de las obras, no la vida y época de quienes las escribieron. Ciertamente, es el punto que se esperaría de un estructuralista, la clave de la obra está en su esquema de construcción, en su arquitectura simbólica, en las estructuras que la gobiernan. Por consiguiente, la literatura resulta patrimonio de la lingüística, en el sentido en que Barthes la entiende, y no de la historia cultural o de la biografía.

Sin embargo, las cosas van a cambiar para 1968 cuando Barthes escriba La muerte del autor, acaso el ensayo icónico en esta discusión. De acuerdo con Barthes, el sentido de la escritura no está en su origen sino en su destino, no está en el autor sino en el lector, el personaje olvidado de la crítica literaria clásica (Barthes, 2002, p. 71). A la manera de la antigua doctrina oriental de la palingenesia, a toda muerte corresponde un nacimiento como parte del orden universal de compensación; Barthes (1994) cree que a partir de la muerte del autor se sigue naturalmente el nacimiento del lector, 'la naissance du lecteur' (p. 495), omitiendo el tema de la lengua simbólica de la obra, del que nos habló en Crítica y Verdad. Así, sobre el lector debe girar toda interpretación, y él se convierte en el criterio último que valida las lecturas posibles de una obra, lo que parece implicar que una obra tiene tantas interpretaciones como lectores competentes haya de la misma. Esto lo posibilita el lenguaje simbólico del texto, que es solo un código que presenta una gama de posibilidades, en la que el lector decide donde situarse.

No obstante, lo anterior es, como mínimo, problemático. Primero, no hay tantas interpretaciones de un texto como lectores, sino que una obra es objeto de un número limitadísimo de lecturas, bajo las cuales cae casi siempre la del lector promedio. Por otro lado, siguiendo este esquema, parece insalvable la crítica relativista que comúnmente se les hace a los defensores de la muerte del autor, según la cual parece que una obra se puede interpretar de cualquier manera, y toda interpretación es válida solo si un lector así lo cree, ya que él mismo es el criterio último de la hermenéutica. Y si sumamos a esta cuestión algunas consideraciones gadamerianas, como aquella según la cual nadie lee de forma neutral o meramente pasiva, sino que sus prejuicios le sirven de herramienta de interpretación (Gadamer, 2007, p. 484),11 parece que la mesa está servida para invitar a cenar al relativismo hermenéutico, el cual, antes que ser el estadio tan anhelado de la libertad total de interpretación, más bien sepulta de una vez por todas cualquier aspiración de las humanidades a ser tomadas en serio en el sentido epistemológico del término. Es decir, la postura de Barthes, ayudada por algunos supuestos hermenéuticos de Gadamer, solo redunda en el relativismo absoluto de la interpretación.

Las dificultades mencionadas en la propuesta anterior parece que nos dejan solo con el texto como criterio de interpretación. No son las intenciones del autor la clave de la interpretación, pero tampoco lo son las del lector, sino, más bien, las condiciones sintácticas, semánticas y hasta pragmáticas del texto las que nos ayudan a construir las lecturas posibles del mismo, cuyo número está limitado exclusivamente por estas condiciones. Un texto puede afectar a un lector de muchas maneras, incluso en su vida íntima y personal, pero estas cuestiones no forman parte de la interpretación, solo son el efecto perlocutivo12 de la obra en el lector, que puede ser importante para la vida de este, y para que recomiende la obra a otros, pero no afecta a la obra misma, la cual se encarna en lo que literalmente dice, y en la semántica socialmente aceptada de la lengua en la que lo dice.13

De cuántas formas se puede leer lo que dice la obra, en eso consiste la interpretación, y ese número será el número de interpretaciones posibles del texto. La obra no dice en ningún caso lo que el autor o el lector quieren que diga, sino lo que la estructura sintáctica, semántica y pragmática de las palabras en el texto permiten interpretar. Los efectos emotivos o vitales en el lector hacen parte de la psicología de este, y si abandonamos la posibilidad de hacer psicoanálisis al autor, sería absurdo que optáramos por hacérselo al lector, por lo menos si con ello buscamos un criterio de interpretación de la obra.

Por su parte, Jacques Derrida ya había llegado a algunas conclusiones semejantes en 1967 en su texto La escritura y la diferencia cuando reflexiona sobre el teatro de Antonin Artaud. Considera que la palabra desborda tanto a quien la emite como a quien la escucha. El emisor no es el dueño de la misma, ni tampoco lo es su receptor, se diría que el emisor toma prestado, o incluso, que roba, un patrimonio de una comunidad de hablantes y lo usa para intentar expresarse, acaso llegando a lograrlo solo de forma parcial. Por eso dice Derrida (1989): "Desde que hablo, las palabras que he encontrado, desde el momento en que son palabras, ya no me pertenecen, son originariamente repetidas" (p. 244). Por esta razón, el emisor no es más que un usuario de las palabras, nunca su creador, lo que hace que el sujeto hablante no sea previo al lenguaje, ni tampoco su lugar de origen, sino que es posterior, quedando en una "irreductible secundariedad" (Derrida, 1989, p. 244). Ese es el concepto de palabra soplada o robada. En resumen, dice Derrida:

La palabra proferida o inscrita, la letra, o la carta, es siempre robada. Siempre robada porque siempre abierta. Nunca es propia de su autor o de su destinatario, y forma parte de su naturaleza que no siga jamás el trayecto que lleva de un sujeto propio a un sujeto propio. Lo cual equivale a reconocer como su historicidad la autonomía del significante que antes de mí dice por sí solo más de lo que creo querer decir, y en relación con el cual mi querer decir, sufriendo en lugar de actuar, se encuentra en falta, se inscribe, diríamos, en pasivo. (p. 245)

Esas palabras no solo constituyen el lenguaje para relacionarse con los otros, sino también consigo mismo: "Me relaciono conmigo mismo en el éter de una palabra que siempre me es soplada y que me sustrae aquello mismo con lo que me pone en relación" (Derrida, 1989, p. 242). Antes que darle la vocería hermenéutica al lector, como terminó por hacer Barthes, Derrida se queda con el texto como un modo de liberar la escritura de la tiranía de su autor, sin someterla a la del lector.14

Pero Derrida va todavía más allá, pues pensó que esta liberación de la escritura implicaba el nacimiento de una ciencia que se dedicase a ella de forma exclusiva. La llamada "gramatología" es la ciencia de la escritura que se ha emancipado del habla gracias a la superación de sus limitaciones teológicas y metafísicas que le habían impedido nacer (Derrida, 2008, p. 9). Tales limitaciones, que han dominado la escritura por más de veinte siglos, se pueden explicar del siguiente modo: la escritura siempre se ha pensado como un simple suplemento del habla. Así, el habla o la voz (phoné) es lo que la escritura traduce, y ciertamente, el sentido de la escritura depende únicamente de la voz (Derrida, 2008, pp. 12-13). La escritura no solo es portavoz de un habla originaria, sino intérprete de la misma, que a su vez se sustrae a interpretación, y ello es así porque no interpretamos a la escritura en sí misma, sino a la voz que contiene y resguarda (Derrida, 2008, p. 13).

Pero este esquema es difícil de asimilar, porque es en esta escritura fonética (o esquema fonocéntrico de la escritura) en que la civilización occidental ha vertido desde siempre toda su poética, ciencia, técnica, economía o metafísica. No obstante, hay algunos ejemplos históricos que nos muestran que el enfoque podría ser otro. El lenguaje algorítmico de las matemáticas es el ejemplo de una escritura que nunca fue el contenedor de un habla. Al tiempo, piensa Derrida que los medios de conservación de la voz, como el fonógrafo, hacen que el lenguaje hablado se preserve sin la presencia del sujeto parlante, dando la sensación de que este es innecesario, al menos parcialmente, para que el lenguaje se exprese (Derrida, 2008, pp. 15-16). Si el habla sin sujeto es posible, también lo es la escritura sin autor.

Así, la esencia de la phoné es recoger el sentido, pues los sonidos de la voz son símbolos de los estados de alma, y la escritura es símbolo de la voz. De ese modo, la voz siempre es lo más cercano al significado, en tanto los pensamientos no pueden expresarse por sí mismos (Derrida, 2008, pp. 17-18). Los medievales creían que los objetos del mundo eran creados a partir de algunas ideas en la mente de Dios, y si es cierto que la voz (phoné) es lo más cercano al pensamiento (logos), se puede hablar indistintamente de que la escritura responde a un modelo fonocéntrico o logocéntrico (Derrida, 2008, p. 18). Así, bajo el esquema fonocéntrico (o logocéntrico), se rebaja la escritura porque es el medio de un medio, el instrumento de un instrumento. La voz es el medio para expresar pensamiento, y la escritura es el medio que expresa la voz (Derrida, 2008, p. 19).

De ese modo, para Derrida hay dos visiones de la escritura: o es el contenedor de la voz de la conciencia de quien escribe, lo que la convierte en sagrada y divina porque se iguala a su origen -pero a la vez se mantiene aprisionada en el esquema fonocéntrico, y por ende, en un segundo lugar-, o es el signo de la muerte de su autor, pues parece que tenía razón Rousseau cuando sostenía que juzgar al genio por sus libros es pintar a un hombre según su cadáver. En esta segunda visión, la escritura es letra muerta, o portadora de la muerte (Derrida, 2008, p. 19). Ciertamente, de la muerte de su autor, que es el emisor de la voz.

En el singular libro que Geoffrey Bennington escribe junto con Derrida sobre la filosofía de este último se recoge buena parte de estas ideas, acaso ya esclarecidas luego de su formulación inicial más de veinte años antes. Bennington no solo refuerza lo dicho por Derrida sobre la independencia de la escritura, en tanto el autor nunca puede estar seguro de la correcta interpretación de su texto por más que trabaje en él; pues, por un lado, el lector puede encontrar ambigüedad donde el autor sentía que todo era claro, y por otro, el lenguaje no atrapa correctamente ni siquiera los componentes fonéticos de la voz: entonación, acento, etc., que son relevantes para captar el sentido con acierto, de modo que la escritura fonética nunca lo es completamente (Bennington y Derrida, 1994, p. 66).

Pero no se trata solo de marcar un abismo entre el autor y el lector, sino realmente de anunciar que el autor ha muerto. Bennington cree que el autor no se salva de morir aunque la obra lleve su firma, la cual es un gesto desesperado del autor para recuperar la propiedad perdida sobre la obra. Pero la firma, que es la forma escrita de un nombre propio, solo señala una ausencia, pues el nombre, en cuanto signo, tiene la propiedad de funcionar en ausencia de aquello que nombra, de despegarse de su portador, y si la ausencia absoluta del portador es su muerte, podemos decir que incluso en vida del autor su nombre ya señala su muerte, es la memoria anticipada de una desaparición (Bennington y Derrida, 1994, p. 163).

Conclusión

Con lo anterior en mente, parece sensato considerar que la obra es el punto de partida de la interpretación y no el autor con sus intenciones ni el lector con sus prejuicios. Es la única manera de evitar que el público erudito se mofe de la muerte del autor como una puerta abierta al relativismo hermenéutico, del mismo modo que se tomó en su momento la muerte del rey o la de Dios como la oportunidad de vivir en la total anarquía: "si Dios ha muerto, todo está permitido", rezaba una consigna de finales del siglo XIX que se atribuye a un personaje de Dostoievski.15

Pensar la obra misma como criterio de la hermenéutica también potencia el carácter filológico del texto, e invita a conocer las estructuras lingüísticas para formarse un criterio de la obra que aspire a cierto grado de objetividad. Sabemos que de un tiempo para acá ya se ha hablado de que la traducción también se debe hacer intralingüísticamente y no solo de una lengua a otra, novedad atribuida a George Steiner (2013) en Después de Babel (pp. 68-69). Es decir, si queremos interpretar un texto de forma aceptable, debemos leerlo con "ojos de traductor y criterios de filólogo", cosa que, esperamos, debería ser en el futuro un requisito mínimo para ser profesional de las letras. El traductor se ve obligado a conocer tanto los significados permitidos de un término en una lengua dada como la validez gramatical de las construcciones semánticas de la misma. Y si Steiner tiene razón, esa actitud de traductor debe tenerla cualquier lector que aspire a realizar una crítica sólida, y no meramente subjetiva o personal, de una obra.

Con este criterio, también salvamos el papel del crítico, ya que su función no se extingue, sino que se modifica. Ya no es un descifrador de intenciones, sino de textos; el crítico deja la psicología del autor por la filología del texto, convirtiendo los símbolos y su estructura en su objeto de estudio.

Esta perspectiva también nos libra de la sobreinterpretación, que tanto desprestigio ha traído a las profesiones humanísticas. Umberto Eco (2013) considera que sobreinterpretar un texto es dar importancia a relaciones de semejanza o analogía irrelevantes dentro del mismo y seguirlas con denuedo, produciendo con ello una interpretación "paranoica", igual que los buscadores de conspiraciones (p. 59)16. Pongamos un ejemplo exagerado: si alguien utilizara un drama de Shakespeare como manual de mecánica automotriz, no estaría con ello mostrando la versatilidad del autor inglés, ni encontrando nuevas posibilidades de interpretación de la obra; quien lo haga, sencillamente ha formulado una interpretación errónea del drama, que nada tiene que ver con el significado de las expresiones que lo componen, ni con los personajes que en él participan. Aceptémoslo, hay interpretaciones erradas, es decir, interpretaciones que un texto sencillamente no es capaz de soportar (lo cual hace que ni siquiera se puedan calificar como interpretaciones suyas) y solo un mayor conocimiento de la gramática y del sentido de los vocablos por parte del intérprete le pueden ayudar a evitar tales desviaciones.

Sirviéndonos de la frase ya citada de Dostoievski, la postura que se infiere se puede expresar así: si el autor ha muerto, no toda interpretación está permitida, ya que nos queda la obra misma y sus condiciones gramaticales, filológicas y lingüísticas.

A pesar de todo, solo se está señalando con el dedo en una dirección, recorrer el camino es otra cosa17. Por eso, vale la pena cerrar con una importante advertencia de Foucault (2010), que podría explicar por qué él mismo titubea a la hora de abandonar al autor:

La teoría de la obra no existe, y quienes ingenuamente se proponen editar obras carecen de tal teoría y su trabajo empírico muy pronto se halla paralizado. De pronto vemos qué abundancia de preguntas se plantea a propósito de la noción de obra. De modo que es insuficiente afirmar: prescindamos del escritor, prescindamos del autor, y vamos a estudiar, en sí misma, la obra. La palabra "obra" y la unidad que designa son probablemente tan problemáticas como la individualidad del autor. (p. 15)

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1 El lingüista Émile Benveniste afirmaba que en latín Auctor (autor) y Auctoritas (autoridad) son palabras etimológicamente relacionadas. El autor es aquel que hace brotar algo, hace surgir, hace existir, es el agente productor de alguna realidad (Benveniste, 1983, pp. 326-327). Parece que toda autoridad mana o depende de una autoría. La autoridad de un padre sobre un hijo puede comprenderse en este sentido, incluso, por extensión, la de Dios sobre sus creaturas. El que hace la obra tiene autoridad sobre ella, precisamente por haberla traído a la existencia. Pero también se cumple a la inversa, pues solo quien tiene autoridad puede ser autor. En Roma, quien tiene autoridad civil podía ser autor de una ley, y con ella realizar un cambio en la vida social de la ciudad. Al tiempo, su autoridad es la que validaba su testimonio en un juicio (Benveniste, 1983, p. 327). Hay que recordar que en la Antigüedad y la Edad Media, los grandes autores (Aristóteles, Plinio, Cicerón, etc.) eran citados como autoridades, es decir, no se les citaba como quien expone una mera opinión filosófica, sino como si la verdad misma brotara de sus páginas (Calcagno, 2009, p. 40).

2Eso sin contar con los problemas que este fetichismo de autor trae para la libertad de pensamiento y la libre discusión de las ideas. Se abandona la idea del sapere aude por la idea de especializarse en autores.

3Podemos pensar en los investigadores que acuden a los grandes archivos de los más eminentes autores para realizar pasantías de estudios. Famosos en el campo de la filosofía, y ambos con sede en Alemania, son el Nietzsche-Archiv de Weimar y el Hegel-Archiv a cargo de la Universidad del Ruhr en Bochum.

4Dado lo anterior, quiero aclarar que la muerte del autor es un asunto que no perjudica al autor ni como persona ni como sujeto de derechos jurídicos y pecuniarios sobre su obra. La muerte del autor es una perspectiva hermenéutica frente a la obra, que busca enriquecer el sentido de la misma, y por ende, sus posibilidades, más allá de lo que autor pretendió con ella.

5Si la obra estaba destinada a ser parte del mobiliario de una iglesia, el autor se contentaba con la alabanza que esta prestaba a Dios, y no le interesaba más que ese reconocimiento, el del público era secundario.

6Una de las obras más conocidas de Renacimiento es "La primavera" de Botticelli, obra destinada para adornar las habitaciones privadas de un noble florentino.

7La primera legislación de derecho de autor parece que nace en 1709 en Inglaterra con el llamado "Estatuto de Ana" (Statute of Anne) (Contreras Guala, 2013, p. 102), lo que significa que la figura moderna del autor con todas sus implicaciones legales nace hasta el siglo XvIII.

8Traducido en ocasiones como "Método de composición".

9Foucault utiliza la interesante expresión "anonimato trascendental" para referirse a esta condición de presencia y ausencia del autor (Foucault, 2010, p. 16), aunque no profundiza en ella.

10El tercer foco de interpretación sería convertir el autor en función conceptual o factor de unidad de la obra. Fue el rumbo de Foucault, pero ya vimos sus problemas.

11Las palabras literales de Gadamer (2007) en ese pasaje son las siguientes: "El intérprete no sabe que en su interpretación se trae consigo a sí mismo, con sus propios conceptos" (p. 484).

12Perlocución es el efecto que tiene el lenguaje en las acciones, pensamiento o creencias de un oyente, de acuerdo con la terminología de John Searle (2007) en su famosa obra Actos de Habla (p. 34).

13En La tarea del traductor, Walter Benjamín nos recuerda que ninguna obra de arte ha sido hecha pensando en el lector, ni mucho menos en facilitarle las cosas en términos hermenéuticos. Si la obra no lo ha sido, la traducción tampoco tiene por qué ordenarse a ello (Benjamin, 2010, pp. 109-110). Hay intérpretes que piensan que Benjamin anticipó las tesis sobre el autor de Roland Barthes (Stopford, 1990, p. 184).

14Otros autores ya habían notado este problema, más o menos por la misma época. Umberto Eco admite que defendió el papel activo del lector en su texto Opera aperta ('Obra abierta') de 1962, pero aclara que lo pensaba como un simple elemento de una dialéctica entre la actividad hermenéutica del lector y una obra que, al final, era la causa eficiente de esa actividad. Por desgracia, los lectores subestimaron la segunda parte, y dejaron todo el peso de la interpretación en el lector, y eso es lo que ha sucedido, según Eco, en las últimas décadas: se ha centrado el peso de la interpre tación en quien interpreta, no en la obra que la suscita (Eco, 2013, p. 33).

15Esta frase no aparece expresada literalmente en la obra Los Hermanos Karamazov de Dostoievski, pero ciertamente se deduce de lo que el personaje Smerdiakov dice: "Tenía el propósito de establecerme en Moscú o en el extranjero. Este era mi sueño, nacido de la idea de que, como usted decía, "todo está autorizado" (es decir, permitido). Usted me enseñó a pensar así. Si Dios no existe, tampoco existe la virtud o, por lo menos, no sirve para nada. He aquí el razonamiento que me hacía" (Dos-toievski, 2002, pp. 608-609). La aclaración del paréntesis en la cita es de mi autoría.

16Eco (2013) piensa que hay tres criterios para considerar que un mero indicio es signo certero de otra cosa: a) que no pueda explicarse de forma más económica; b) que apunte a una única causa o a un número limitado de ellas, y c) que encaje con los demás indicios (p. 60).

17Umberto Eco distingue entre dos autores y dos lectores; autor y lector empíricos, y autor y lector modelos. Los primeros son los que, respectivamente, escriben la obra y la leen concretamente. Los segundos son ideas que nacen de la interpretación de la obra. Considera Eco que la obra es un dispositivo concebido con el fin de producir a su lector ideal o modelo, mientras el lector empírico es aquel que hace conjeturas sobre este lector modelo. Y una vez creado este, se puede deducir el autor modelo, que ciertamente no es el empírico, sino que coincide con la intención del texto. Para Eco, la hermenéutica se basa en desglosar la intención de la obra (intentio operis); que es algo muy distinto a la intención del autor empírico, pues no tiene que ver con lo que el autor quería con su producción, algo que termina por ser inescrutable, sino con lo que el texto mismo permite ver (Eco, 2013, pp. 76-77).

Recibido: 13 de Noviembre de 2019; Aprobado: 18 de Agosto de 2020

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