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Eidos

Print version ISSN 1692-8857On-line version ISSN 2011-7477

Eidos  no.36 Barranquilla July/Dec. 2021  Epub May 14, 2022

https://doi.org/10.14482/eidos.36.323.4 

Artículos originales

DERECHOS HUMANOS Y CAPITALISMO. UNA RELACIÓN ATRAVESADA POR LA IDEOLOGÍA

Human Rights and Capitalism. A Relation Crossed by Ideology

Milany Andrea Gómez Betancur1 
http://orcid.org/0000-0001-9362-3896

Jorge Polo Blanco2 
http://orcid.org/0000-0001-9415-5406

1ORCID ID: orcid.org/0000-0001-9362-3896 Universidad Católica de Oriente (Rionegro, Colombia) mgomez@uco.edu.co

2ORCID ID: orcid.org/0000-0001-9415-5406 Escuela Superior Politécnica del Litoral (Guayaquil, Ecuador) polo@espol.edu.ec


RESUMEN

Este trabajo pretende analizar el papel jugado por la ideología en lo que respecta al despliegue histórico de los derechos humanos, interrogándose sobre si dicho despliegue ha cumplido con una función eminentemente ideológica. La reflexión transcurrirá a través de la visión de dos pensadores que han mantenido una de las discusiones filosóficas contemporáneas más interesantes: Louis Althusser y Michel Foucault. En un primer momento, se esbozará la teoría althusseriana de la ideología, con el fin de sostener que los derechos humanos han operado como un "aparato ideológico", interpelando al individuo desde un contexto inmanentemente capitalista. En un segundo momento, comprobaremos que Michel Foucault fue muy crítico con los planteamientos althusserianos. La noción de sujeto trascendental será crucial en dicha crítica, puesto que en la perspectiva foucaultiana nunca existen sujetos constituidos con anterioridad a las tramas de poder efectivas. En el análisis foucaultiano, la ideología dejará de ocupar un lugar esencial. Las aportaciones de Slavoj Žižek también resultarán, por cierto, determinantes en toda esta discusión. Finalmente, se trazarán algunas reflexiones criticas para pensar la posibilidad emancipadora de los derechos humanos en el mundo contemporáneo.

PALABRAS CLAVE: capitalismo; ideología; derechos humanos; historia; sujeto

ABSTRACT

This paper intends to analyze the role played by ideology in regard to the historical implementation of human rights, questioning whether this implementation has fulfilled an eminently ideological function. The reflection will pass through the vision of two scholars who have held one of the most interesting contemporary philosophical discussions: Louis Althusser and Michel Foucault. At first, the Althusserian theory of ideology will be outlined, in order to defend that human rights have operated as an "ideological apparatus", questioning the individual from an immanently capitalist context. Then, we will verify that Michel Foucault was very critical of the Althusserian approaches. The notion of a transcendental subject will be crucial in such criticism, since in the Foucaultian perspective there are never subjects that are constituted prior to effective dynamics of power. In Foucaultian analysis, ideology will no longer occupy an essential place. The contributions of Slavoj Žižek will also be, by the way, decisive throughout this discussion. Finally, some critical reflections will be drawn to think about the emancipatory possibility of human rights in the contemporary world.

KEYWORDS: capitalism; ideology; human rights; history; subject

I. ¿QUÉ COSA SON LOS DERECHOS HUMANOS?

El concepto "derechos humanos" surge propiamente en 1948, con la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Nació al compás de los terribles acontecimientos acaecidos durante la Segunda Guerra Mundial. El genocidio perpetrado por los nazis y la detonación de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki representaron, sin duda, dos de los crímenes más degradantes e inhumanos acaecidos en la Historia. Asesinatos masivos e industriales; millones de seres humanos reducidos a la condición de material desechable. Como consecuencia de todo esto, las ideas precedentes sobre los derechos del ciudadano cambiaron radicalmente, y en principio se universalizaron con independencia del sexo, la etnia o la religión. Semejante proclamación ha sido reconocida como un avance sin parangón, un verdadero hito en el devenir de las civilizaciones humanas, en la medida que esto implicó reconocer la dignidad intrínseca e inalienable de cualquier criatura humana, y a su vez, la obligación de salvaguardarla de manera jurídica por parte de los Estados. Desde entonces, esos "derechos humanos" se han concebido como un bien supremo que, por naturaleza, le pertenece a cualquier ser humano, dada su dignidad inherente y congénita, siendo no obstante su actualización efectiva contingente y potencial, puesto que el ejercicio de tales derechos solo es posible si son amparados y protegidos por determinadas instituciones políticas. Ahora bien, esta idea se ha entendido normalmente -en la literatura especializada- como una justificación naturalista de los derechos humanos, en tanto esa posesión por parte del individuo viene dada por derecho natural, tal y como lo expusieron algunos filósofos modernos (piénsese en John Locke, por ejemplo).

Sin embargo, siguiendo a Menke y Pollmann (2010), se debería tener en cuenta que la dignidad humana es un "bien quebrantable", lo que implica que deben existir unas garantías formales tanto "positivas" (prestación material de derechos fundamentales) como "negativas" (no sufrir menoscabo de los derechos civiles fundamentales). Es decir, que por medio del amparo legal y de la protección social pueda ser reconocida la humanidad de la población. Lo anterior conlleva una visión más "formal" de los derechos humanos, en la cual el Estado debiera jugar un papel determinante a la hora de la salvaguarda de estos (y, por ende, en la salvaguarda de la dignidad humana). De ahí que, si bien discursivamente los derechos humanos pertenecen "por naturaleza" a toda la humanidad, y esto los hace universales, su garantía efectiva se materializará en y por el Estado, puesto que solamente dentro de este puede emerger la categoría de "ciudadano". Al respecto, Douzinas (2008) planteaba lo siguiente:

La Declaración francesa es especialmente categórica en cuanto a la verdadera fuente de los derechos universales. Persigamos velozmente su estricta lógica. El artículo primero declara que los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. El artículo segundo establece que "La finalidad de todas las asociaciones políticas es la protección de los derechos naturales e imprescriptibles", mientras que el artículo 3° procede a definir tal asociación: "la nación es esencialmente la fuente de toda soberanía". Es aquí precisamente donde nos topamos con la típica acción performativa de la declaración: crea lo que dice simplemente anunciar. Los derechos son declarados a nombre del hombre "Universal", pero es el acto enunciativo el que crea los derechos y los enlaza inmediatamente con un nuevo tipo de asociación: la Nación y su Estado. Es en la Nación y en el Estado donde se deposita toda la soberanía creadora del derecho, designando en el acto una especie singular de hombre, "el ciudadano nacional", como el único beneficiario de los derechos. (p. 23)

Ese Estado "garantista" pretendía estar fundado sobre la base de los "derechos naturales del hombre", es decir, pretendía ser un Estado dentro del cual todos los individuos eran considerados libres e iguales, siendo asimismo capaz de proteger todos los derechos que de allí se "derivan" (como el de la propiedad, asunto este repleto de polémica). La creación del moderno "Estado liberal", tal y como lo describen los contractualistas clásicos, partió de la presunta "participación" del hombre en las decisiones públicas, y a su vez legitimó (bajo una determinada óptica) los derechos que le pertenecían "por naturaleza", en un momento histórico de abrupta transición en el que la economía y la política estaban cambiando de forma veloz y sustancial.

Pues bien, esta idea de hombres y ciudadanos libres, bajo un sistema político que hiciese valer sus derechos, se erigió como el ideal típicamente republicano (que incluso las jóvenes naciones iberoamericanas heredaron). Fue el comienzo de la proclamación de un hombre racional y autodeterminado, que en su papel de "actor constituyente" puede fundar instituciones (o revocarlas) para la protección de su condición humana. Este va a ser el "discurso" de los derechos humanos, que llega con fuerza ideológica hasta nuestros días.

No obstante, más allá de este bienintencionado y filantrópico ideal, lo cierto es que la legitimidad de los derechos quedó consagrada en un momento histórico en el que estos eran de alguna manera "necesarios" (esto es, funcionales). Por ejemplo, en Francia el clero y la aristocracia reivindicaron "libertad" cuando sus tierras intentaron ser grabadas para corregir un ostensible déficit fiscal (en el periodo de Luis XV). Mientras, con el mismo discurso, la gran burguesía francesa exigía "libertad" para comerciar y seguridad frente a sus competidores tanto nacionales como extranjeros. La mediana y la pequeña burguesía exigían igualdad de condiciones con respecto a aquella. Mientras, algunos campesinos y los incipientes asalariados pedían dejar de ser hombres "enfeudados", para disponer libremente de su persona. "Libertad" es una prodigiosa idea-fuerza que puede ser resignificada de mil maneras. Sea como fuere, cuando el modo de producción feudal, por emplear terminología marxiana, se volvió ineficaz (siendo así que todos sus estamentos se mostraban "irritados"), se crearon nuevos horizontes que, consecuentemente, buscaron ser satisfechos con un nuevo ordenamiento jurídico, con un nuevo modelo de Estado y con la transferencia de poder a otras manos. Esas manos fueron, bien es sabido, las de la burguesía. Un clase emergente y poderosa que supo, además, manejar con muchísima eficacia un discurso "liberador".

Ahora bien, esta profunda transformación social tuvo que ponerse en marcha por algo más que dificultades económicas, descontentos sociales y frustración de ambiciones políticas. Tuvo que mediar algún tipo de ideología unificadora que diese cohesión al descontento y a las aspiraciones de unas clases sociales tan diversas; hubo de surgir un vocabulario común de esperanza y protesta; algo, en resumen, parecido a una psicología revolucionaria. Fue precisamente el "discurso" de los derechos humanos el que jugó ese rol. Operó (en un cierto sentido) como la pregnante ideología que impulsó esa gigantesca transformación sociopolítica (la caída del Antiguo Régimen), pero que a su vez coadyuvó al empoderamiento incontestable de esa clase social burguesa. Desde tal perspectiva, el discurso de los derechos humanos contribuyó a consolidar el sistema económico capitalista y las consecuencias sociales que de él se han desprendido, al reivindicar como "derecho natural" la propiedad privada (Gómez Betancur, 2014). Este último punto es de crucial importancia, y constituye, de hecho, la madre de todas las discordias, pues de ese asunto se desprenden buena parte de las polémicas teórico-políticas que en los últimos doscientos años se han dirimido en torno a las relaciones que guardan entre sí "democracia" y "liberalismo" (Polo Blanco, 2018a). ¿Acaso puede la "propiedad" ocupar un lugar preeminente en el conjunto de los "derechos elementales"?

II. LOS DERECHOS HUMANOS COMO DISPOSITIVO IDEOLÓGICO. UN ANÁLISIS DESDE LOUIS ALTHUSSER

Plantear que los derechos humanos son un discurso que legitima las instituciones sociales y económicas de una época determinada lleva implícito dos aspectos: que dichos derechos humanos son un "discurso" y que este es irremediablemente histórico; es decir, que se halla esencialmente determinado o condicionado por unas específicas condiciones contextuales que le otorgan significación y connotación.

Sostengamos en primer lugar que el establecimiento de un cierto discurso, en cualquier sociedad dada, equivale al afianzamiento dentro de la misma de un cuerpo mínimamente consistente de ideas y representaciones envolventes. Ideas religiosas, morales, políticas, pedagógicas, estéticas o filosóficas que se presentan de una forma más o menos articulada y, por ende, constituyen un cuerpo ideológico complejo. Este, he aquí la clave del asunto que nos ocupa, otorga consistencia a las representaciones hegemónicas del mundo y definen, en último término, el papel que los hombres juegan en él en una época específica. Ahora bien, para lograr esto, dichas ideas deben ser dominantes. Es decir, si bien es cierto que en cualquier momento histórico determinado coexisten diferentes concepciones sociales que se hallan en disputa, algunas de ellas estarán por encima de las demás, configurando con mayor eficacia las relaciones de dominación social e incluso fundamentando la relación misma de dominación.

Todo lo anterior significa, entonces, que el contenido de esas ideas dominantes "es funcional respecto de alguna relación de dominación social de un modo no transparente" (Žižek, 2005, p. 15), y precisamente esa es la función primordial de la ideología. Y es que, independientemente del contenido afirmado en el discurso, esto es, independientemente de la posible verdad o falsedad de las ideas o nociones que conforman este, si en él y gracias a él se produce un ocultamiento de un escenario de dominación, entonces nos hallamos ante una operación ideológica.

Se pudiera plantear, en tal caso, que comprender los derechos humanos como un discurso implicaría, en último término, entenderlos como un conjunto de ideas y nociones que, al establecerse y consolidarse como dominantes, se convierten finalmente en un dispositivo eminentemente ideológico. En este sentido, la observación de Harnecker resulta muy pertinente:

Las ideologías pueden contener elementos de conocimiento, pero en ellas predominan los elementos que tienen una función de adaptación a la realidad. Los hombres viven su relación con el mundo dentro de la ideología. Es ella la que transforma su conciencia, sus actitudes y conductas para adecuarlas a sus tareas y condiciones de existencia. (2007, p. 103).

Los derechos humanos, operando como un discurso imperante y transversalmente aceptado, no velarían una realidad existente - no serían algo "falso", por lo tanto-, sino que llevarían a término algo distinto, cumplirían una función determinada: legitimar de cierta manera un entramado de relaciones sociales dominantes.

Desde tal perspectiva, por lo tanto, los derechos humanos aparecerían como un elemento necesario e ineludible a la hora de reproducir dicha dominación; esto no implica, sin embargo, tener que asumir la hipótesis más simplista de que "ocultan" o "velan" la realidad, sumiendo a los hombres en una representación fantasiosa de la vida social, tal y como lo asumía el marxismo. En efecto, pareciera que para Marx y Engels la ideología constituyese una suerte de plataforma ficticia en la cual los hombres se hallasen instalados, atravesados por un gigantesco juego de engañosa prestidigitación social que había sido previamente pergeñada en los laboratorios de la todopoderosa burguesía (Marx y Engels, 1974). Esa interpretación marxista, como bien ha señalado Santiago Castro-Gómez (2015),

establece que la ideología es una representación distorsionada de la realidad, que impide a los explotados «tomar conciencia» del lugar que cada uno ocupa en la división social del trabajo y de las relaciones de poder que atraviesan la sociedad. La ideología es un instrumento en las manos de la clase dominante, que sirve para ocultar y encubrir las relaciones sociales de dominación en las que vive la clase obrera, naturalizando esta situación. Para Marx, la crítica de la ideología es el intento de romper esa «falsa conciencia» y mostrar que lo que allí aparece como «natural» es en realidad algo histórico que puede ser modificado por la lucha proletaria. (p. 78)

Desde tal perspectiva marxiana, los derechos humanos operarían como un discurso falsario y falseador que, al colaborar activamente en la producción de "falsa conciencia", no les permitía a los hombres ver la realidad objetiva y, por ende, obstruiría las vías reales de su emancipación. De ahí que Althusser, a pesar de tomarla como base o punto de partida en sus presupuestos teóricos, trace una crítica de este concepto de "ideología" y entienda la misma, más que como ocultación o mistificación, como "adaptación a la realidad".

Ahora bien, algunos autores han concordado en observar que desde la perspectiva sociológica marxista la visión de la ideología no siempre es tan negativa (Seliger, 1977; Eagleton, 2005). Al contrario, se plantea que dicha ideologización también puede servir a los intereses de las clases dominadas, contribuyendo a la "toma de conciencia" (representación verdadera) de su propia situación, y como guía para su praxis política emancipatoria. Desde ese ángulo, podría hallarse en el pensador alemán una concepción de la ideología como conjunto de ideas que justifican el comportamiento práctico de los hombres (otorgándole significado y dirección), puesto que la propia revolución no sería posible sin el concurso de esas ideas que guían la construcción de un nuevo porvenir. Al respecto, Marx (1982) dirá que "las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas son solo las formas ideológicas en que los hombres adquieren conciencia de este conflicto (de clase) y luchan por resolverlo" (p. 66), lo que implicaría que esas "formas" no son siempre perversamente encubridoras. No obstante, a lo largo de su trayectoria intelectual Marx seguirá argumentado en múltiples ocasiones que dichas estructuras estaban (casi siempre) al servicio de la dominación burguesa.

Volviendo a Althusser, diremos que este quiso basarse en la teoría marxista cuando planteaba que la formación social constituye una totalidad orgánica que comprende tres estructuras articuladas: la estructura objetiva, en la cual los hombres participan en la producción económica y, por ende, quedan determinados por las relaciones de producción; en segundo lugar, aquella estructura que tiene que ver con la vida política, esto es, con el despliegue de los asuntos públicos o colectivos; y una tercera estructura, en la que los hombres habitan una cotidianidad. Estos dos últimos campos (vida política y cotidianidad), según la visión althusseriana, constituyen el lugar de aparición e intervención de la ideología, siendo así que esta cumple con la función de ocultar la determinación -concepto clave- de la esfera política y de la esfera cotidiana por parte de la infraestructura objetiva (económica), al tiempo que vela la estructura social objetivamente conformada sobre la base de la existencia de clases sociales (Althusser, 1965). Como vemos, tampoco en Althusser desaparece por completo esa comprensión de la función ideológica como "veladora" y "ocultadora" (aunque añada, en cualquier caso, que la ideología cumple con otro cometido quizá incluso más primordial: conseguir que los sujetos se "adapten" positivamente a un determinado orden social).

La ideología conlleva una función crucial: generar y afianzar en una sociedad determinada la idea de que el estado de cosas en que se encuentra es "la realidad" y el "orden natural"; que dicho estado de cosas es el mejor de los posibles, que funciona óptimamente y además tiende a mejorar. Todo lo cual provoca un notable efecto: que los individuos acepten y asuman su posición en la sociedad, que se adapten a ella sin conflicto alguno. La ideología, así, en una sociedad férreamente estructurada en clases, coadyuva de forma decisiva a la adaptación funcional de los individuos a la estructura general de explotación económica, permitiendo, por ende, el dominio de una clase sobre todas las demás. De tal modo, la ideología "se ejerce sobre la conciencia de los explotados para hacerles aceptar como natural su condición de explotados; se ejerce sobre los miembros de la clase dominante para permitirles ejercer como natural su explotación y dominación" (Althusser, 2005, p. 55). Althusser (1998), finalmente, preferirá y usará el concepto "representaciones imaginarias" a la hora de hablar de ideología, yendo de tal modo más allá del concepto de "mistificación" propuesto por Marx (2010). Para Althusser, podríamos añadir, la ideología no tiene tanto un carácter negativo (como si su función básica fuese la de "cerrar los ojos" a los explotados y excluidos), sino un carácter positivo (toda vez que produce un cierto tipo de "mirada").

La ideología, en efecto, no sería más que la representación imaginaria de las condiciones reales de existencia.

Esto significa que hace cierta alusión a la realidad sin desvelarla del todo, mostrando solo los aspectos más amables. Es decir, proporciona una suerte de mapa imaginario de la totalidad social, y de este modo su falsedad se vuelve absolutamente indispensable. (Pérez Navarro, 2007, p. 159)

Por lo tanto, es por medio de la ideología que los individuos se representan su propia relación con el todo social. La ideología, comprendida en un sentido gramsciano -herencia teórica que retomará Althusser-, ofrece los lineamientos básicos del "sentido común de época" imperante en cada momento; esto es, ella produce la "normalidad" atornillada en la subjetividad de los dominados. Porque cualquier régimen de poder nos introduce siempre en una determinada visión del mundo, entendiendo por tal un conglomerado más o menos articulado de imágenes, nociones, metáforas y valores desde los cuales sentimos y pensamos la realidad (Gramsci, 1997, p. 14). Gramsci entendía, por ende, que la ideología sería una suerte de marco capaz de organizar la "cosmovisión espontánea" a través de la cual los sujetos involucrados perciben, comprenden y valoran su mundo. Es por eso que los derechos humanos (y, por extensión, el Estado de derecho), entendidos como una realidad "burguesa", albergarían un cierto carácter ideológico en el sentido que venimos definiendo, al formar parte esencial de ese conjunto de ideas y nociones con las que el individuo se representa su lugar en el orden social y la constitución general de este.

Ahora bien, ¿cómo los derechos humanos cristalizarían como dispositivo eminentemente ideológico? Althusser considera que el Estado es, bajo ciertas coordenadas, un aparato represivo que logra ejercer su poder mediante elementos puramente represivos como la violencia punitiva, la policía etc., y otros menos represivos -los famosos "aparatos ideológicos" - que no recurren a la violencia o a la coacción explícita, sino a un tipo específico de violencia simbólica que opera dentro de instituciones tales como la escuela, la familia, las organizaciones sindicales y culturales, etc. Los derechos humanos serían, desde esta óptica, un conjunto de ideas-fuerza que se materializarían en una diversidad de instituciones sociales, convirtiéndose de tal modo en una "experiencia espontánea" a partir de la cual los individuos interpretarían su mundo circundante y se comprenderían a sí mismos. Pero, no es necesario enfatizarlo una vez más, semejante "comprensión" no sería un conocimiento fidedigno de la realidad objetiva.

Con base en esto, si establecemos que los derechos humanos son parte constitutiva del "aparato jurídico estatal", es decir, si hacen parte primordial de los "aparatos ideológicos del Estado" (a partir de ahora, AIE), y estos últimos, a su vez, ocultan el hecho de que las sociedades modernas se levantan sobre una base estructural de clases sociales diferenciadas, podría sostenerse que los derechos humanos estarían destinados a jugar un papel muy concreto: asegurar o perpetuar la dominación de una clase sobre otra, haciendo que los explotados y excluidos acepten dicho régimen socioeconómico como "el orden normal de las cosas", esto es, como el único posible, toda vez que aquellos explotados vivirían bajo el espejismo de pensar que se hallan instalados en un mundo gobernado por los derechos humanos más elementales. De ahí que estos derechos humanos, más que como un discurso enteramente falaz, deban comprenderse como aquello que le permite al individuo relacionarse con su entorno de una forma funcional, esto es, asumiendo como natural -y como deseable- su posición dentro del orden vigente.

Podemos observar en Althusser un cierto distanciamiento con respecto a la teoría marxiana de la ideología, como ya habíamos apuntado anteriormente. Para Marx, la ideología sería una suerte de visión o percepción "deformada" de la realidad, una especie de espiritualidad hechizante que, introducida desde las esferas superestructurales para engañar a las clases proletarias, no les permitiría a estas adquirir "conciencia de clase". Para Althusser, por el contrario, la ideología no tiene un carácter fantasmagórico (o meramente epifenoménico), sino muy material, toda vez que las sociedades (también la moderna sociedad capitalista) se organizan en torno a ciertas prácticas que están prefiguradas y reguladas por ritualidades que dependen de un aparato ideológico concreto, siendo así que este se halla "encarnado" o materializado en esas mismas ritualidades institucionales. Porque, en efecto, los aparatos ideológicos y sus prácticas materiales correspondientes se retroalimentan. Pérez Navarro (2007) lo ha explicado de forma certera:

Nos encontramos ante una suerte de relación circular: las prácticas terminan produciendo las mismas ideas que son sustento de esas prácticas. Pascal, en sus Pensamientos, explica cómo un amigo que había perdido la fe se le acercó para pedirle consejo. Se encontraba desconcertado, a lo que él respondió: «no te preocupes, ve a la iglesia, arrodíllate delante de la cruz, persígnate, ora, actúa como si creyeras y con el tiempo la creencia llegará por sí sola». Este ejemplo escandaloso de Pascal implica una reordenación conceptual, de tal modo que en el nuevo esquema las ideas en cuanto tales desaparecen en favor de las prácticas, que son en cierto modo productivas, crean realidades, producen ideas y lo hacen de tal modo que esas ideas (por un peculiar efecto retroactivo) parecen ser las causantes de esas prácticas. Ya no nos encontramos en una situación en la que alguien «cree» y luego actúa en concordancia con esa creencia, sino a la inversa: la creencia surge tras la ritualización de un conjunto de prácticas sociales. Las prácticas tienen pues un carácter productivo: producen ideas, creencias y, entre todas ellas, la noción fundamental de «sujeto». (p. 160)

De esta manera, la materialización de los derechos humanos fue quedando plasmada o reflejada en una multiplicidad de instituciones liberales (tanto políticas como económicas) y, al mismo tiempo, se fue consolidando todo un sistema de creencias que germinó y se desplegó a través de toda una compleja serie de prácticas socioculturales consagradas en torno a las mencionadas instituciones liberales (Žižek, 2005, p. 17). A través del "AIE jurídico" (y de otros), los hombres se convierten en sujetos; en un determinado tipo de sujetos. La ideología, en efecto, tiene como función operativa primordial la conversión de individuos concretos en "sujetos", es decir, ella permite que los hombres se autoperciban como sujetos sociales que practican sistemáticamente los pertinentes rituales de reconocimiento (Althusser, 1998, p. 29). En el caso que nos ocupa, los "derechos humanos" -precisamente en tanto que dispositivo ideológico- contribuirían eficazmente en la producción de sujetos que se experimentarían a sí mismos, de forma espontánea, como "individuos libres" (jurídicamente protegidos). Y aquí Althusser (2003, p. 118) encontrará otro "límite" a la teoría marxiana y marxista del Estado (Lenin incluido), precisamente porque en ella el Estado parecía quedar reducido a su rol de maquinaria represora, soslayando de tal modo su materialización en aparatos ideológicos, siendo así que estos últimos eran igual de decisivos -e incluso más decisivos- que la propia represión a la hora de perpetuar el sistema.

Ahora bien, los individuos que actúan en su cotidianidad material creen actuar por fuera de la ideología; pero esta misma creencia es, ella misma, una creencia netamente ideológica: no hay nada más ideológico que creer que uno mismo no alberga ideología alguna. Es decir, los individuos siempre son sujetos ideológicos, pues en todo momento se hallan interpelados y constituidos como tales. Esto fue denominado por Althusser (1998) "preasignación ideológica", y tal fenómeno es posibilitado precisamente por los AIE, los cuales se hallan configurados a nivel histórico. De ahí que la ideología aparezca, en la concepción althusseriana, con un rostro dual: como histórica (anclada a un determinado espacio-tiempo) y al mismo tiempo como una realidad ahistórica (esto es, presente en todo tiempo y lugar). La preasignación ideológica, en ese sentido, no puede desconocer la "topicalidad del pensamiento". La multiplicidad de las constelaciones ideológicas viene marcada por las diferentes situaciones históricas concretas, y en tanto que aquellas se inscriben en rituales e instituciones (materialidad social), no puede obviarse que los diferentes aparatos ideológicos fueron -e irán- emergiendo y mutando en consonancia con las transformaciones históricas de las formaciones sociales. Porque siempre hubo aparatos ideológicos; jamás hubo vida social sin ellos. ¿Y siempre los habrá? ¿O, por el contrario, cabe imaginar alguna formación social desprovista de cualquier aparato ideológico?

Los derechos humanos (o, por ajustar la terminología epocalmente, la "Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano" aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente francesa el 26 de agosto de 1789, sin olvidar al mismo tiempo las solemnes proclamaciones norteamericanas) habrían nacido en un contexto histórico muy determinado que, según Marx, sería el único en el que propiamente operaría la ideología, ocultando esta la dominación de una clase sobre otra (la objetividad material de la lucha de clases). No obstante, para Althusser, la ideología es "eterna" (esto es, sostiene que en todas las sociedades humanas hubo siempre ideología), puesto que es ella la que permite la subjetivación de los individuos, configurando para ellos una relación con el universo experimentada de forma inmediata y espontánea (relación filtrada y tamizada, se sobreentiende). Sin embargo, al reflexionar sobre los AIE, el filósofo francés parece volver a Marx. Así lo apunta Žižek (2005):

Althusser concibe la ideología como una relación con el universo experimentada en forma inmediata; como tal, es eterna; [sin embargo] cuando siguiendo su giro autocrítico introduce el concepto de AIE, vuelve de algún modo a Marx. La ideología no surge de la vida misma; llega a la existencia solo en la medida que la sociedad es regulada por el Estado. Con mayor precisión, la paradoja y el interés teórico de Althusser residen en la conjunción de ambas líneas: en su carácter de relación con el universo experimentada en forma inmediata, la ideología está siempre ya regulada por la exterioridad del Estado y sus aparatos ideológicos. (p. 29)

Los derechos humanos, o la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, serían radicalmente históricos por su cristalización en el aparato jurídico (un AIE fundamental); pero, a su vez, aquellos derechos serían en cierto modo no históricos, pues inscritos en el aparato ideológico jurídico posibilitarían la subjetivación del individuo en una determinada relación inmediata y espontánea con el universo. Los modernos derechos humanos tienen un surgimiento histórico, qué duda cabe, pero no por ello se suprime o cancela la "dimensión eterna" de la ideología. En cualquier caso, para Althusser, los AIE seguirán siendo la perfecta garantía de la reproducción social, a través de su ritualización institucionalizada; esta operaría como una suerte de "maquina simbólica" capaz de decidir (prefigurar) nuestros comportamientos sociales y nuestras creencias más íntimas, hasta el punto de penetrar en las "economía inconsciente" del sujeto. "This external 'machine' of State Apparatuses exercises its force only in so far as it is experienced, in the unconscious economy of the subject, as a traumatic, senseless injunction" (Žižek, 1989, p. 43).

Así, los derechos humanos serían ideológicos en tanto interpelan al individuo y lo cohesionan (lo producen, hasta cierto punto); y es desde este procedimiento de interpelación-producción que los individuos se anclan en el desconocimiento de sí mismos y en la ignorancia de las leyes objetivas que estructuran su mundo. Ello es lo que permite el mantenimiento de un determinado orden social, en este caso el modo de producción capitalista y la sociedad de mercado. Y además -esto es muy relevante- lo hace generando goce. Castro-Gómez (2015) lo explica de forma magistral:

Žižek dice que ninguna otra forma de producción, sino el capitalismo, ha hecho de la pulsión misma su modus operandi. Al interpelarlos permanentemente como sujetos de deseo, el capitalismo estimula nuestro "deseo de desear", es decir, que coloca la pulsión en el centro de la economía deseante. En el capitalismo, la pulsión gira alrededor de un agujero negro: nuestra incapacidad para satisfacer los deseos que el sistema mismo estimula. Por eso la desaparición del capitalismo es una especie de "tabú" en el mundo contemporáneo, ya que con él se nos iría también la fuente misma del goce. En la actual política democrática (que Žižek llama pospolítica) todo puede ser posible y pensable, menos la desaparición del capitalismo. Hoy día, podemos imaginarnos que la tierra será destruida por el impacto de un asteroide, que seres extraterrestres llegaran a la tierra, que podemos cambiar el destino del planeta si viajamos hacia el fututo, etc. Pero lo que no podemos imaginar es que el capitalismo desaparezca. Tan vinculados estamos a él libidinalmente, que su desaparición, significaría nuestra propia muerte. (p. 92)

La ideología liberal dominante es una realidad que también viene determinada por el goce, constantemente estimulado por los AIE. En este orden de ideas, la importancia que le dará Althusser al psicoanálisis se ve evidenciada en su trabajo Freud y Lacan (1967), en el que toma algunos conceptos claves de ambos para explicar el papel que cumple lo ideológico dentro del Estado (de un Estado encajado en el modo de producción capitalista, hemos de presuponer).

En tanto el sujeto está permanentemente buscando transgredir las limitaciones impuestas por el orden social, para ir más allá del "principio del placer" (expresión de origen freudiano), en esa búsqueda, decíamos, lo que el sujeto obtiene es un placer paradójico, un "placer en el dolor", que constituye la "marca del Goce"; en otras palabras, el sujeto obtiene una satisfacción paradójica. Es decir, las bondades (expectativa gozosa) ofrecidas por el sistema normativo liberal capitalista -libertades civiles o derechos de ciudadanía, podríamos decir- tropiezan permanentemente con las fuertes limitaciones (materiales) inherentes a dicho sistema: desigualdades sociales, explotación y derecho de propiedad. Si los "derechos humanos universales" o "los derechos fundamentales del hombre" operan como un discurso esencialmente ideológico, y admitimos que esos discursos son capaces de producir subjetividad (penetrando, incluso, en la "economía inconsciente" del sujeto), habremos de concluir que dichos sujetos (modernos y contemporáneos) experimentan una realidad fracturada: la íntima convicción de estar viviendo en un Estado de derecho (esto es, la convicción de ser portadores de un conjunto de derechos inalienables) y, al mismo tiempo, el deseo siempre frustrado y nunca satisfecho de gozar plenamente en dicha "apoteosis jurídica". Desde esta perspectiva, el sujeto siempre vive deseando algo que nunca logra atender su demanda, y de ahí que su deseo se mantenga siempre en movimiento (Chaumon, 2005). En consecuencia, socialmente se acepta la existencia de la castración simbólica, es decir, aquella que ofrece una defensa contra la pulsión insaciable -"tus derechos alcanzan hasta donde comienzan los de los demás"- y nunca completamente satisfecha, que de no ser castrada -regulada- llevaría al sujeto a su destrucción, buscándola insaciablemente en un sistema, el capitalista, que parece decirle cómo lograrlo a través del mercado (por medio del consumo, de forma paradigmática).

III. EL "OLVIDO" FOUCAULTIANO DE LA IDEOLOGÍA

Michel Foucault será muy crítico con los planteamientos althusserianos que acabamos de delimitar. La noción de sujeto trascendental será crucial en dicha crítica, puesto que en la perspectiva foucaultiana nunca existen sujetos constituidos con anterioridad a las tramas de poder. Foucault, en ese sentido, le concede un peso muy importante -primordial, en realidad- a los procesos de subjetivación, con lo cual queda transformada la idea de "individuo-sujeto" en "sujeto-subjetivado".

En el "posestructuralismo", usualmente el sujeto está reducido a la llamada subjetivación; se lo concibe como un efecto de un proceso fundamentalmente no subjetivo: el sujeto siempre está atrapado, atravesado por el proceso presubjetivo (de "escritura", de "deseo" y así sucesivamente), y la insistencia se hace en los diferentes modos individuales de "experimentar", de "vivir" sus posiciones como "sujetos", "actores", "agentes" del proceso histórico [...] El gran maestro de este tipo de análisis fue, por supuesto, Foucault. Se podría decir que el tema principal de su última obra fue articular los diferentes modos en que los individuos asumen sus posiciones de sujeto. (Žižek, 1992, p. 227)

Desde su marco teórico, Foucault estaría negando el concepto de ideología, en el sentido de que no existen para él sujetos preexistentes a la propia operación ideológica. Esto es, no existen sujetos ya constituidos y pre-ideológicos sobre los cuales, ulteriormente, recaiga el poder manipulador y mistificador de la ideología; muy al contrario, es la propia operatividad ideológica la que va construyendo a los propios sujetos. El sujeto no es más que el efecto de la subjetivación ideológica. No existen, en la concepción foucaultiana, sujetos "pre-ideológicos"; esto es, no existen sujetos con anterioridad a la entrada en escena de las tecnologías del poder. El filósofo francés hablará abundantemente de dispositivos disciplinares y dispositivos de control, y a pesar de que coincida con Althusser en la consignación de que existen realmente dispositivos disciplinares de micropoder (en el caso de su maestro son los AIE, que no solo producen represión, puesto que también fabrican seres "normales"), lo cierto es que en Foucault no se estará ya ante un poder que impide llegar a ser lo que los hombres verdaderamente son, como en cierto modo sugiere Althusser con su "interpelación", sino que ese poder les hace ser a los hombres lo que son. El cuerpo hubo de ser disciplinado y convertido en una maquinaria viva de la que se extrae valor de manera indefinida; hubo de ser dispuesto y configurado únicamente como recurso del que extraer toda la potencia, toda la energía, toda la fuerza aprovechable; cuerpos dóciles y útiles (Foucault, 2000a, p. 142). Este moderno poder disciplinario era básicamente negativo, ciertamente: quebraba resistencias, forzaba a la obediencia, inhibía, amenazaba, clasificaba, normativizaba, recluía, moldeaba, silenciaba, prohibía, censuraba e imponía. Pero, ciertamente, semejante biopolítica también era productiva, en tanto que generaba positivamente cuerpos dóciles, funcionales y sometidos (Foucault, 2012).

Jorge Alemán (2016, p. 64) ha señalado que el "botín de guerra" del capitalismo actual es, precisamente, la subjetividad; porque el capitalismo (refiriéndose a su fase neoliberal) persigue la captura misma del sujeto y trata de disputar lo que es el ser humano. No sería ya un poder meramente represivo (un dispositivo que normativiza, clasifica, inhibe o censura nuestro deseo), sino productivo: se introduce directamente en los rincones más íntimos de nuestra subjetividad para, desde allí, configurar la materialidad misma de nuestro deseo. En esto último también ha incidido, con lucidez, Byung-Chul Han (2014). Bien es verdad que los sujetos no son enteramente producidos; el crimen nunca es perfecto, como señala el propio Alemán. Porque si fuera perfecto, esto es, si los sujetos hubiesen sido producidos en su más absoluta completitud, ni siquiera quedarían espacios o grietas desde los cuales hilvanar resistencias.

Ahora bien, a pesar de las diferencias entre Althusser y Foucault, podemos hallar un punto en común. Y es que ambos pensadores plantean que la historia es, antes que nada, una permanente batalla entre grupos de hombres que se enfrentan a otros, estando dicho campo de batalla atravesado -constituido- por relaciones de dominación.

La dominación es de hecho una estructura general de poder, de la cual sus ramificaciones y consecuencias pueden, a veces, aparecer descendiendo a las más "incalcitrantes" fibras de la sociedad. Pero al mismo tiempo, es una situación estratégica más o menos apropiada de hecho y consolidada por medios de una confrontación a largo plazo entre adversarios. Ciertamente puede ocurrir que el hecho de la dominación pueda ser solo la transcripción de mecanismos de poder resultantes de la confrontación y sus consecuencias (una estructura política resultante de la invasión); puede ser también que una relación de lucha entre dos adversarios sea el resultado de relaciones de poder con los conflictos y clivajes que implica. Pero lo que constituye a la dominación de un grupo, una casta, o una clase, junto a la resistencia y revueltas que esta dominación encuentra, un fenómeno central de la historia de las sociedades es que el entrecruzamiento entre las relaciones de poder con relaciones de estrategias y los resultados procedentes de su interacción se manifiestan en una forma masiva y universalizada. (Foucault, 1991, p. 102)

Ambos reconocen la dominación, e incluso están de acuerdo en la causa de sujeción. Sin embargo, Althusser entiende que la ideología es una estructura presente en toda sociedad humana (un presupuesto transhistórico), mientras que para Foucault el poder es una forma de dominación variable y proteica, distinta cada vez e históricamente condicionada. En efecto, para este último, la historia está atravesada por irrupciones contingentes de prácticas y discursos (Ariza, 2005), encadenadas con base en el desarrollo de diversas estructuras sociales del momento.

En Foucault, entonces, encontramos que lo histórico aparece como una trabazón de "historias de las tecnologías de poder", y no como una historia (en singular) que venga determinada exclusivamente por el devenir del aparato del Estado; entre otras cosas, porque dicha perspectiva comportaría un retorno al pensamiento clásico burgués: "La teoría del Estado, el análisis tradicional de los aparatos de Estado, no agotan sin duda el campo de ejercicio y funcionamiento del poder" (Foucault, 2000b, p. 15). Así, en la visión foucaultiana, el aparato estatal no es el centro neurálgico a partir del cual irradian todas las relaciones de poder, pues estas emergen, más bien, de las imbricadas mallas microfísicas que, de forma capilar, se extienden por todo el campo social y por todos los rincones de la subjetividad. En la visión althusseriana, por el contrario, y como ya tuvimos ocasión de ver, el Estado sí ejerce un rol medular en la "reproducción" y "perpetuación" del orden vigente. Es cierto, no obstante, que también se encuentran en ciertos pasajes de Althusser algunos esbozos de esas tecnologías del poder más "capilares" a las que Foucault recurre sistemáticamente.

Si analizamos el poder dando prioridad al aparato del Estado, si analizamos el poder considerándolo como un mecanismo de conservación, si lo consideramos como una superestructura jurídica, en el fondo no hacemos sino retomar el tema clásico del pensamiento burgués cuando trata el poder como un hecho jurídico. Dar preminencia al aparato del Estado, a la función de conservación a la superestructura jurídica, es en definitiva "rousseaunizar a Marx", es inscribirle en la teoría jurídica y burguesa del poder. (Foucault, 1999, p. 242)

Según Žižek, al excluir la ideología de su foco analítico y al lanzar una crítica (por su presunto carácter transhistórico) a los althusserianos AIE, la teoría foucaultiana no solo constituye un gran peligro que acecha al pensamiento de izquierdas contemporáneo, en tanto que su propuesta facilita (así sea impremeditadamente) el triunfo de la democracia liberal y de la economía capitalista de mercado (Gómez Betancur, 2014), sino que al mismo tiempo -al postular que toda subjetividad es un efecto histórico de las múltiples y omnímodas relaciones de poder- deja un vacío explicativo: cómo el poder emana a través de esos procedimientos disciplinares. Žižek lo señala con mucho acierto cuando dice que, para Foucault, los AIE no serían otra cosa que los dispositivos disciplinarios dados a nivel molecular (micropoderes capilares inscribiéndose en el cuerpo), siendo así que esta lectura foucaultiana dejaría inexplicada o impensada la cuestión del origen último de dichos micropoderes. Por el contrario, Althusser concibe desde el principio estos microprocedimientos como parte de los AIE; es decir, como mecanismos que, para ser operativos (para "apropiarse" del individuo), suponen siempre la presencia masiva del Estado, la relación transferencial del individuo con el poder del Estado, o -en términos de Althusser- con el gran Otro ideológico en el que se origina la interpelación (Žižek, 2005, p. 21).

Los derechos humanos no podrían entenderse como ideológicos desde las categorías foucaultianas, y de hecho Foucault excluye este concepto de sus análisis. De la misma manera, tampoco pueden comprenderse como un mero dispositivo disciplinar o de control.

Los derechos humanos muestran un carácter histórico en tanto que surgen en un momento muy determinado y específico, como resultado de unas prácticas socioeconómicas, institucionales y culturales concretas. Podría decirse así: los derechos humanos (de carácter óntico) se anclan en la ideología (de carácter ontológico).

Los derechos humanos deben ser entendidos como un marco simbólico de creencias que estructuran y predefinen la experiencia espontánea de los individuos en la sociedad, esto es, que prefiguran la inserción de los sujetos en el mundo. La democracia liberal parlamentaria, comprendida entonces como un aparato ideológico crucial en las sociedades capitalistas, define una manera específica desde la cual el hombre se comporta y cree que debe comportarse. Y, en efecto, el de los derechos humanos seguirá siendo el marco de simbolización preferente y hegemónico, hasta que se desplace y llegue otra forma de simbolización, pues el hombre siempre necesitará de esta última.

En consonancia con todo lo dicho, podría sostenerse que la ideología es una suerte de fantasía inconsciente que permite gozar, tener un sentimiento de satisfacción por las cosas que se hacen. La ideología (dominante) produce goce, en suma; y por ello no se puede abandonar, incluso aunque supiéramos intelectualmente que estamos ideologizados. Santiago Castro-Gómez (2015) lo señala:

Podemos "gozar el síntoma" solo en la medida en que la ilusión que estructura la vida social se mantenga intacta. Pero en el momento en que la ilusión se desvanezca, el momento en que el fantasma que soporta la ideología se vaya, entonces terminará el goce, y nos veríamos abocados a confrontarnos con nuestro propio vacío ontológico, con ese núcleo traumático que destruiría por completo nuestras vidas. Por eso es que no estamos dispuestos a abandonar el síntoma, aunque sepamos que el capitalismo es un sistema injusto, que la democracia solo sirve para legitimar el poder de las oligarquías, o que el colonialismo es la matriz del racismo moderno. Por eso preferimos la ignorancia al conocimiento, ya que este nos arrebataría inmediatamente el goce. (p. 84)

Desde esta perspectiva, podríamos decir que tanto Althusser como Žižek (2001) ontologizan el fetichismo, es decir, lo establecen como necesidad para el encuentro con el otro, convirtiéndose así en la condición de posibilidad de las prácticas sociales de todos los tiempos. En el tiempo actual son determinadas prácticas ideológicas las que nos permiten vivir dentro del capitalismo, adjudicando a la realidad propiedades que no tiene. Tal es el caso de los derechos humanos; pues, aunque estos casi nunca se cumplen de una manera verdaderamente efectiva, de una u otra forma consiguen delimitar el papel del hombre en el orden social (lo "adaptan" a ella) y, por ende, contribuyen a dar cobertura y legitimidad a las relaciones de dominación de la sociedad capitalista.

Lo anterior conllevaría un cierto distanciamiento con respecto a la teoría ideológica de Marx, para el cual el fetichismo de la mercancía constituía un momento histórico muy determinado. Al hallar en el mercado los valores desde los cuales actuar, pensar y comportarse, ya no encontraba Marx el papel de ocultamiento que el Estado tiene y, por tanto, ya no merecería el nombre de ideología, sino precisamente de fetichismo de la mercancía.

¿Por qué Marx elige precisamente el término fetichismo para designar el "capricho teológico" del universo de las mercancías? Lo que uno debería tener en cuenta aquí es que fetichismo es un término religioso para aludir a la falsa idolatría (anterior) que se opone a la verdadera creencia (actual): para los judíos el fetiche es el Becerro de Oro; para un partidario de la pura espiritualidad, el fetiche designa la superstición "primitiva" el miedo a los fantasmas y a otras apariciones espectrales, y así sucesivamente. Y el argumento de Marx es que el universo de la mercancía proporciona el completo fetichístico necesario para la espiritualidad "oficial": bien puede ser que la ideología "oficial" de nuestra sociedad sea la espiritualidad cristiana, pero su fundamento real no deja de ser la idolatría al Becerro de Oro, el dinero. (Žižek, 1992, p. 29)

Como señala Žižek, no existe una ideología que no se afirme a sí misma por medio de la demarcación con respecto a una exterioridad calificada como "mera ideología". La visión de Marx es una idea fetichizada, por lo que este cae en la trampa de la ideologización, ya que la espontaneidad con la que los actos se realizan en una sociedad supuestamente no ideologizada es ideológica por excelencia. Aparentemente, los individuos no actúan a causa fundamentalmente de sus creencias o convicciones ideológicas; pero eso es solo una ilusión.

El sistema, en su mayor parte, prescinde de la ideología para su reproducción y se sostiene, en cambio, en la coerción económica, las regulaciones legales y estatales, y otros mecanismos. Aquí, sin embargo, las cosas vuelven a confundirse, porque en el momento en que miramos más de cerca estos mecanismos supuestamente extra ideológicos que regulan la reproducción social, nos encontramos hundidos hasta las rodillas en ese oscuro terreno que mencionamos, en el que la realidad es indistinguible de la ideología. (Žižek, 2005, p. 23)

Esto mismo se comprobará, entonces, con el asunto de los derechos humanos dentro de la sociedad capitalista de mercado. Desde su nacimiento moderno, los derechos humanos han cumplido esta función y se han mantenido como generadores de prácticas de simbolización de la realidad. Antes del siglo XIX, durante los procesos de consolidación y ascenso del capitalismo de mercado, pero también en su fase decimonónica consolidada y hasta el capitalismo tardío del siglo XX, aquellos derechos han jugado un papel ideológico no limitado únicamente al ocultamiento de las relaciones de dominación de un sistema económico imperante (mistificación), sino que establecieron rituales (institucionales, culturales, etc.) desde los cuales se materializó una subjetivación del individuo contemporáneo que lo hacía actuar en favor del mantenimiento y reproducción de ese sistema (Gómez Betancur y Giraldo Ramírez, 2019).

De lo anterior se puede colegir que si el capitalismo es una formación muy superior a todas las formaciones históricas precedentes, en tanto que es la única que pueden ofrecer (al menos como fantasía) un goce completo a los hombres (incluso las víctimas del sistema gozan, en cierto modo), la democracia liberal encuentra en los derechos humanos un marco simbólico y legitimador perfecto, siendo así que esos derechos estructurarían la experiencia espontánea (esto es, ideológica) de los sujetos que viven en las sociedades capitalistas.

IV.¿SON LOS DERECHOS HUMANOS PURA IDEOLOGÍA? UNA DISCUSIÓN CRUCIAL

Para responder a lo anterior, nos parece importante traer a colación el trabajo teórico de los pensadores españoles Carlos Fernández Liria y Luis Alegre. Y queremos hacerlo porque consideramos que la visión de los derechos humanos que hemos trazado en las páginas anteriores pudiera terminar siendo reduccionista. Y esto podría ser muy perjudicial a la hora de construir análisis y discursos críticos, hecho que sería verdaderamente grave en un contexto como el actual, en el que precisamente encontramos innumerables -y terribles- violaciones a los derechos humanos y una desigualdad galopante e imperante a nivel mundial.

Los autores mencionados mantienen una tesis opuesta a todas aquellas formulaciones que sostienen que derecho y capitalismo han sido siempre la misma cosa. Cabe decir, piensan ellos, que el desarrollo del proyecto político de la Ilustración (cuyo epítome es la Declaración de los Derechos del Hombre) fue abortado por las exigencias de la economía capitalista casi desde su mismo nacimiento. No obstante, ellos creen que si el proyecto ilustrado ha sobrevivido en algunos de sus aspectos ha sido, precisamente, contra ese capitalismo. Lo expresan así: "Si el derecho quiere tener alguna oportunidad, tendrá que conquistarla contra la lógica del capital [...] El derecho solo podrá tener alguna oportunidad real si logra desactivar por completo la lógica capitalista de producción" (Fernández Liria y Alegre, 2010, p. 622). Porque el "imperio de la legalidad" y el "orden del derecho" pueden resultar, en efecto, instancias que frenan y estorban el despliegue de la acumulación capitalista, como de hecho sucedió en muchas ocasiones. O, dicho de una forma inversa, el despliegue de la acumulación capitalista se puede consumar únicamente a expensas de la desactivación más o menos explícita de un Estado de derecho verdaderamente tal. Si los derechos humanos, en ese sentido, acaban siendo "papel mojado", habremos de ver, en todo caso, quién ejerce de "agua" en esa representación (rol reservado, naturalmente, a este sistema económico mundial que ya todos conocemos).

Por lo tanto, resulta inconcebible postular que todo derecho es nada más que un dispositivo que se limita a reflejar, sublimar o racionalizar las exigencias del orden económico capitalista. En muchas, muchísimas ocasiones, fue nada más que eso. Y más que en ningún otro lugar y momento, en los albores de la sociedad capitalista, cuando todavía estaba pendiente la intensa proletarización de una gran parte de la población, toda vez que en aquel entonces el entramado ejecutivo-legislativo-judicial había sido puesto en marcha para expropiar de mil maneras a la gente común. En este caso, evidentemente, el derecho sí funcionó como un dispositivo de racionalización de la violencia histórica perpetrada en los complejos procesos de expropiación de tierras comunales (aunque el propio Marx establece que aquella "acumulación originaria" fue, antes que otra cosa, un proceso brutal y violento de pura rapiña). El "derecho moderno", en cualquier caso, terminó contribuyendo de manera decisiva al afianzamiento de las nuevas relaciones sociales basadas en la propiedad "privada y exclusiva" de las tierras y en la mercantilización progresiva del mundo laboral. En ese sentido, sí habrían acertado parcialmente todos aquellos que en su diagnóstico señalaban una suerte de "complicidad ideológica" de todas las declaraciones de derechos con la reproducción del modo de producción capitalista.

Pero, y he aquí la clave del asunto, el derecho no siempre fue nada más que eso (Polo Blanco, 2019). No podemos perder de vista, en ese sentido, que una vez el capitalismo habíase institucionalizado como el modo económico dominante, el derecho también quedó convertido en el único dique de contención al que podían agarrarse las clases populares y el pueblo trabajador, pues solo construyendo un derecho social anticapitalista (plasmado en leyes fabriles relativas a las condiciones higiénicas y de seguridad en el lugar de trabajo, en leyes de salarios mínimos, en leyes sobre la fijación de la duración máxima de la jornada laboral, en leyes sobre la prohibición del trabajo infantil), únicamente construyendo estas formas de derecho social y laboral, decíamos, podían las clases populares arrancarle a la lógica del capital unas condiciones de vida más dignas y un mundo más habitable (Gómez Betancur y Polo Blanco, 2018).

¿Cómo ha concebido cierta tradición republicana las relaciones entre democracia, derecho y economía? Podemos acudir, de manera paradigmática, a los planteamientos del mismísimo Robespierre. El proyecto jacobino (proyecto político y social que nunca se consolidó, hemos de recordarlo, pues quedó desbaratado por la contrarrevolución girondina de los propietarios) otorgaba al poder legislativo no solo la capacidad (y el deber) de redistribuir la riqueza de la nación, sino la potestad de limitar el ejercicio del derecho de propiedad (y asimismo la posibilidad de intervenir en la esfera del comercio) en todos aquellos casos en los que el poder económico privado entrara en abierta contradicción con los principales derechos del hombre, entre los cuales se hallaba un "derecho a la subsistencia" que tenía que ser garantizado por la República, haciendo esta lo que tuviera que hacer e interviniendo donde tuviese que intervenir.

Ninguna propiedad es tan sagrada, se sostenía desde este republicanismo, que no pueda ser intervenida si ello se requiere para salvaguardar algún interés común superior. La sacrosanta "libertad de comercio" podrá permitirse siempre y cuando no ponga en riesgo la supervivencia misma de una parte sustancial de la comunidad. Desde esta concepción, la propiedad no representa la cúspide de todos los derechos. Decía Robespierre (2005) en 1792 que "toda especulación mercantil que hago a expensas de la vida de mi semejante no es tráfico, es bandidaje y fratricidio" (p. 158). No dudaba en poner decididamente el denominado derecho a la existencia (o a la subsistencia) por encima del derecho a la propiedad privada. Esta podía ser intervenida, regulada y reglamentada si con ello puede garantizarse aquel derecho primordial. Porque la genuina libertad civil, materialmente sustentada y garantizada por los poderes públicos, quizás solo pueda tener ocasión de realizarse contraviniendo buena parte de los postulados del liberalismo económico (Skinner, 1998). El prestigioso jurista Luigi Ferrajoli (2016), más recientemente, también se ha hecho cargo de ese conflicto entre la primacía del derecho de propiedad (patrimonial) y la prevalencia de los derechos sociales (elementales), comprendiendo que estos últimos -en ocasiones- solo pueden garantizarse en detrimento de los primeros. La genuina libertad tiene unas precondiciones materiales que deben ser satisfechas (Pettit, 1999).

En otro orden de cosas, pero muy relacionado con lo anterior, convendría señalar algún otro aspecto cuestionable y problemático en la propuesta de Louis Althusser. En su afamado texto sobre los AIE explicó, como señalamos más arriba, que el sistema capitalista necesita poner en juego (más allá del régimen salarial) una serie de dispositivos capaces de reproducir las fuerzas productivas. En efecto, para que el modo de producción capitalista pudiera perpetuarse en el tiempo debía asegurar la reproducción de la fuerza de trabajo. ¿Y cómo habría de lograr tal cosa? Es aquí donde aparece su afamada noción, "Aparatos Ideológicos del Estado", de la que hemos hablado abundantemente en este trabajo. Estos aparatos funcionarían preponderantemente a través de la ideologización (sin descartar completamente el uso de la violencia coactiva), a diferencia de los aparatos represivos del Estado, que emplearían la pura violencia coactiva (sin renunciar, a su vez, a ciertas dosis de ideologización). En esta cuestión, Althusser reconoce explícitamente su deuda con Antonio Gramsci, pues este había comprendido muy bien que la sociedad capitalista no solo se reproduce mediante la violencia punitiva o represiva, sino también (y acaso principalmente) a través de una hegemonía cultural. Pero no por ello dejaba de asumir el filósofo francés aquella vieja tesis "marxista" que pensaba el Estado como una máquina de represión al servicio de la clase dominante (un aparato estatal represivo que puede permanecer prácticamente inalterado incluso después de una revolución social como la de 1917). Lo que Althusser apuntaba, en cualquier caso, es que a esa "teoría marxista del Estado" debía agregársele algo; y ese algo son, precisamente, los aparatos ideológicos.

Entre esos aparatos ideológicos imprescindibles para la reproducción de la formación social capitalista se hallarían, y además ocupando un lugar decisivo en las sociedades capitalistas maduras, la escuela (o el sistema educativo, en general). Lo que se aprende dentro de ese sistema (y es el aparato ideológico más eficaz, según Althusser, pues los jóvenes educandos viven dentro de sus redes muchas horas al día semana tras semana) son un conjunto de aprendizajes (incluidas las culturas "científica" y "literaria") y una serie de reglas, técnicas, normas y hábitos muy funcionales y operativos para el sistema productivo; el sistema educativo entero, en definitiva, vendría a ser aquel dispositivo que permite formar una gelatina laboral enteramente adecuada para que los engranajes de la estructura productiva operen con perfecta eficacia. Llega a sostener, incluso, que el hecho de "hablar y redactar bien" no es más que un "saber hacer" que el sistema inyecta en las clases trabajadoras para que estas sean más productivas y, por ende, para que el modo capitalista de producción se reproduzca de un modo cada vez más óptimo. Althusser, a pesar de reconocer que existen "maestros heroicos" que pretenden oponerse a esa lógica, entiende que la esencia del sistema educativo estatal es ese.

Desde luego, las implicaciones políticas de semejante concepción son nefastas, porque la escuela pública (o la "instrucción pública", como se decía en otras épocas) es una conquista importantísima de las luchas obreras y populares (Fernández Liria, 2016, p. 131). Señalar que el sistema público de educación no es más que un "artefacto burgués" destinado a reproducir el modo de producción capitalista (y, por ende, catalogarlo como una institución indeseable), puede albergar consecuencias imprevistas: allanar el camino a los partidarios de privatizar/mercantilizar todas las escuelas, institutos y universidades. La lectura althusseriana, en este sentido, es harto problemática desde un punto de vista político.

La "educación", por seguir utilizando el mismo ejemplo, debe ser reconocida como un "derecho humano" elemental, y así se hace en todos los tratados y convenios internacionales habidos y por haber (aún vivimos en un planeta en el que cientos de millones de seres humanos son analfabetos). Garantizar a toda la población el "acceso" a un sistema educativo decente es una pelea política de primer orden en muchas regiones del mundo (como lo fue en Europa). Pero la conquista de ese derecho básico a la educación (la conquista de ese "derecho humano") se hizo contra el capital. Y, en ese sentido, la concepción althusseriana (la Escuela no es más que un Aparato Ideológico del Estado) y la concepción foucaultiana (la Escuela no es más que otra institución disciplinaria) son nociones que, paradójicamente, podrían terminar resultándoles muy útiles a todos esos ideólogos neoliberales (o anarcocapitalistas) que pretenden desmantelar la "rigidez" de la Escuela pública ("derecho humano" que debiera ser garantizado por un Estado verdaderamente democrático) para transformarla en una Escuela más "líquida", mercantilizada y, llegado el caso, completamente privatizada, siendo así que la educación dejaría der un derecho ciudadano elemental para convertirse en otra cosa completamente distinta (Polo Blanco, 2018b).

Y no podemos concluir sin dejar de hacer otra observación, íntimamente relacionada con todo lo anterior. Si las clases populares y trabajadoras pudieron en alguna medida doblarle el brazo a la racionalidad inmanente de la acumulación capitalista fue conquistando posiciones dentro del aparato estatal para, desde ahí, tejer legislación socialmente protectora y construir derecho laboral. El marxista Nicos Poulantzas (2005) reflexionó con mucho acierto sobre la compleja cuestión (repleta de trampas y contradicciones) del acceso al aparato del Estado por parte de las clases populares. El Estado Moderno, que en muchas ocasiones funcionó como una terrible maquinaria coactiva al servicio de las clases económicamente dominantes, fue también un instrumento popular y plebeyo esencial a la hora de dignificar las condiciones de vida de las masas desposeídas. Toda la historia de las luchas plebeyas y obreras, todas las conquistas sindicales y sociales derivadas de esa cruenta y secular batalla, pueden ser consideradas como otras tantas victorias que el derecho pudo arrancarle a la lógica del capital (Domènech, 2003; Thompson, 2012). Quizás sea cierto, no lo pondremos en duda, que en los albores de la sociedad capitalista el derecho (y el Estado) no fueron más que unas maquinarias violentas ("disciplinarias", diría Foucault) diseñadas y construidas para expropiar a las masas populares y facilitar de ese modo (cumpliendo una función de "aparato ideológico", diría Althusser) la acumulación originaria de capital y su posterior reproducción ampliada. Pero que el derecho (y el Estado) no solamente llegaron a ser eso lo demostraría con creces la dura trayectoria del movimiento obrero. Este último siempre peleó por tener más derechos (y, también, por hacer efectivos los derechos ya proclamados). Y en el futuro todo seguirá igual. En un contexto de creciente devastación medioambiental, por ejemplo, vaticinamos que el problema del agua limpia será uno de los conflictos más agudos que sacudirán a muchos pueblos y naciones del mundo. Entonces, el acceso al agua limpia emergerá como un "derecho elemental" (un "derecho humano") que muchos reclamarán y, tal vez, no todos lograrán satisfacer.

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Recibido: 13 de Marzo de 2020; Aprobado: 26 de Febrero de 2021

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