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Eidos

versión impresa ISSN 1692-8857versión On-line ISSN 2011-7477

Eidos  no.38 Barranquilla jul./dic. 2022  Epub 31-Mar-2023

 

Artículos originales

ENTRE ILEGALISMOS Y MOTINES. LA LECTURA FOUCAULTIANA DE LA OBRA DE E.P. THOMPSON

Between Illegalities and Riots. The Foucaultian Reading of E.P. Thompson's Work

Miguel Ángel Martín Martínez1 
http://orcid.org/0000-0003-2559-7029

1Universidad Complutense de Madrid (Madrid. España) miguelangel141980@hotmail.com


RESUMEN

Los años setenta son el período más explícitamente militante en la trayectoria de Foucault. Un concepto clave en la primera mitad de estos años y que resultará fundamental, tanto para entender el nacimiento de la prisión como el de la delincuencia, es el de los ilegalismos. El propósito de este artículo es el de rastrear la influencia que, en el desarrollo de este concepto de ilegalismos, tuvieron las lecturas de la obra de E.P. Thompson por parte de Foucault, el diálogo silencioso que se establece entre ambos autores en torno a dos conceptos: el motín de subsistencia y los ilegalismos. Así como el análisis de la distinta significación y objetivo que va adquiriendo este concepto en la obra de Foucault.

PALABRAS CLAVE: ilegalismos; motín de subsistencia; delincuencia; prisión; moralización; clase obrera

ABSTRACT

The seventies are the most explicitly militant period in Foucault's career. A key concept in the first half of these years, and one that will prove fundamental, both in understanding the birth of prison and of crime, is that of illegalities. The purpose of this article is to trace the influence that readings of E.P. Thompson's work by Foucault had on the development of this concept of illegalisms, the silent dialogue established between the two authors around two concepts: the subsistence riot and illegalisms. As well as the analysis of the different meaning and objective that this concept is acquiring in Foucault's work.

KEYWORDS: illegalisms; subsistence riot; delinquency; prison; moralization; working class

INTRODUCCIÓN

En la lección del 22 de febrero de 1973 del curso La Sociedad Punitiva, Foucault introduce la noción de ilegalismos populares. Con este nuevo concepto el francés trata de mostrar el nacimiento de la prisión y la asunción de la penalidad por parte del Estado como fruto de la reivindicación de una burguesía atemorizada por la proliferación de una serie de actos que ponen en peligro el régimen de propiedad privada y suponen una amenaza para el nuevo sistema de producción capitalista en los albores del siglo XVIII. Esta noción de ilegalismo popular constituirá uno de los ejes vertebradores de este curso de 1973 y gozará de un protagonismo fundamental durante los meses siguientes, asumiendo también un cierto protagonismo en Vigilar y Castigar (junto con la idea de la delincuencia).

Detrás de estos ilegalismos que siempre habían existido lo que se esconde es, según Foucault, un temor creciente de la burguesía provocado por un nuevo régimen de propiedad y producción que ponía sus propiedades "a disposición" de las clases populares. Este nuevo régimen productivo en el que las riquezas de la burguesía estaban destinadas a su vez a la producción, convierte a las clases populares en una amenaza potencial, en sujetos sospechosos siempre dispuestos a la rapiña, el robo y la depredación. Contra esta amenaza potencial se erige una nueva penalidad.

A principios de los 70 Foucault ha leído con gran interés la obra de los historiadores marxistas ingleses y establece un fructífero diálogo silencioso con ellos. Influencias y desavenencias con estos autores pueden rastrearse fácilmente a lo largo del curso del 73 y en Vigilar y Castigar. Entre estos historiadores marxistas que dejaron su impronta en Foucault durante estos años destacaremos sobre todo la influencia de E.P. Thompson del que, según Daniel Defert1, Foucault tenía un conocimiento profundo -sobre todo de su obra magna La formación de la clase obrera en Inglaterra- y, en menor medida, de la obra de Eric Hobsbawm, fundamentalmente Les bandits. Ambos autores están presentes de una u otra forma tanto en La Sociedad Punitiva como en Vigilar y Castigar y tienen gran importancia en la teoría foucaultiana de los ilegalismos y en el concepto de delincuente, ambos fundamentales para enmarcar el nacimiento de la prisión. Por ello hemos considerado de especial importancia, tratar de desentrañar brevemente la impronta que estos autores dejan en Foucault en los que podríamos considerar sus años más "militantes". Con este objeto analizaremos la noción de "motín de subsistencia" acuñada (o al menos ampliada y resignificada) por E.P. Thompson, para después poder compararla y contrastarla con la teoría de los ilegalismos foucaultiana. Asimismo, haremos siquiera una breve mención al concepto del bandolero político de Hobsbawm que también mencionó Foucault en Vigilar y Castigar. Creemos que es fundamental a la hora de desentrañar la teoría de los ilegalismos, que tanta importancia tiene en el curso del 73, así como la figura del delincuente, que cobrará protagonismo dos años después en Surveiller et punir, tener un ojo puesto en la recepción foucaultiana de la obra de estos historiadores. Asimismo, esta lectura nos servirá para vislumbrar el trasfondo moral/moralizador que tan importante lugar ocupa tanto en el motín de Thompson como en la teoría de los ilegalismos foucaultiana y que podemos decir que constituye algo así como el "hilo conductor" de la genealogía del capitalismo trazada por el francés.

1. EL "MOTÍN DE SUBSISTENCIA" EN LA OBRA DE E.P. THOMPSON

Antes de empezar a desgranar el concepto de motín trazado por Thompson, nos parece significativo resaltar que, tanto el británico como Michel Foucault, esbozan sus teorías del motín y de los ile-galismos respectivamente como reacción a una terminología que consideran inadecuada e insuficiente. Ambos autores muestran su desacuerdo con la tradicional designación de "sediciones de la plebe" para referirse a los alzamientos populares acontecidos durante los siglos XVII y XVIII. Así, Foucault en su clase del 21 de febrero de 1973, admite su error por haber utilizado la expresión "plebe sediciosa" y propone sustituirla en adelante por un concepto más amplio y abarcante como el de "ilegalismo popular" que engloba no solo a la sedición sino a una pluralidad de prácticas: «no estoy seguro de haber tenido razón al utilizar la expresión "plebe sediciosa". [...] Lo que hubo que dominar, lo que la burguesía demandó controlar por el sistema penitenciario al aparato del Estado, es algo de lo que la sedición es solo un caso particular, y que es un fenómeno más profundo y constante: el ilegalismo popular» (Foucault, 2016, p. 170). Por su parte, Thompson en La formación de la clase obrera en Inglaterra sostiene que el término plebe o muchedumbre2 ha sido utilizado muchas veces por los historiadores de manera perezosa para evitar profundizar en sus análisis y aboga por una resignificación ampliadora del término "motín" como aglutinador de toda una serie de prácticas de resistencia populares.

Esta noción del "motín de subsistencia" será tratada fundamentalmente por Thompson en dos momentos de su obra: en el capítulo tres de su célebre obra La formación de la clase obrera en Inglaterra titulado "Los baluartes de Satán" y en su artículo "La Economía «moral» de la multitud en la Inglaterra del siglo XVIII" publicado posteriormente en una recopilación titulada Tradición, revuelta y conciencia de clase. Estudios sobre la crisis de la sociedad preindustrial. En ambos casos, como hemos dicho anteriormente, Thompson opondrá este concepto de motín de subsistencia como contraposición a la revuelta sediciosa de la plebe o al empleo del término "populacho" o "muchedumbre" que tenían unas claras connotaciones negativas.

Durante muchos años, explica Thompson, el motín ha sido explicado como una reacción espontánea, violenta, irreflexiva, espasmódica o instintiva de las clases populares ante situaciones de escasez que habían desembocado en hambrunas. Esta interpretación equiparaba el motín con un mero acto de pillaje, depredación o rapacería privándole de cualquier connotación moral o legitimadora. Así lo dice Thompson en La formación de la clase obrera en Inglaterra:

En Gran Bretaña, en el siglo XVIII, las acciones de amotinamiento adoptaban dos formas distintas: la de la acción directa más o menos espontánea; y la de la utilización deliberada de la multitud como instrumento de presión, por parte de personas situadas por encima o al margen de ella. La primera forma no ha recibido la atención que merece. Se fundamentaba en legitimidades populares más articuladas, y estaba sancionada por tradiciones más complejas de lo que la palabra "motín" indica. (Thompson, 1989, p. 54)

Frente a esta percepción excesivamente reduccionista y simplificadora Thompson defiende una concepción del motín como una acción de masas moralizadora que gozaba de un amplio apoyo popular, una respuesta de las clases populares frente a las políticas desregularizadoras de un naciente liberalismo. Frente a una economía liberal desprovista de cualquier consideración ética o moral, el motín de subsistencia significa una apuesta por una economía moral que aboga por la defensa de los intereses de los más necesitados (o, al menos, garantiza su supervivencia).

Para analizar el papel que tuvieron estos motines de subsistencia, Thompson analiza el mismo fenómeno que Foucault estudiará en las primeras lecciones de su curso Seguridad, territorio, población, el distinto tratamiento del suministro de grano en periodos de escasez en el siglo XVIII. Analiza Thompson el paso de una economía de carácter más paternalista y reguladora que proponía una intervención para asegurar la subsistencia de los más necesitados, una economía moral, a otra economía desregularizada de carácter liberal que defiende la no intervención y la autorregulación por el mercado.

Durante todo el siglo XVIII se suceden de manera ininterrumpida movimientos insurreccionales o levantamientos derivados del incremento del precio del grano que desembocaba en una subida de los precios del pan, alimento que por entonces constituía el sustento básico de los sectores más populares. Estas subidas no se debían normalmente a fenómenos naturales (en alguna ocasión sí), sino a la intervención de unas figuras que actuaban como intermediarios acumulando grandes cantidades de grano para especular con el precio de este cereal modificando sus precios. Con el ascenso del liberalismo nuevas prácticas y modos de producción habían hecho su aparición en escena, el triunfo del laissezfaire lleva aparejado no solo la consabida desaparición de la intervención del Estado en el ámbito económico, sino también la des-moralización de la economía, es decir, el abandono de cualquier criterio ético-moral que pudiera guiar esta disciplina. De esta forma, normas que prohibían la usura o la acumulación en tiempos de escasez fueron derogadas en su mayor parte hacia finales del siglo XVIII. Estas derogaciones no impidieron que, durante mucho tiempo, el sentimiento popular de rechazo e indignación hacia estas prácticas permaneciera intacto. Las clases populares afectadas se amotinaban ante estas subidas y se consideraban legitimadas para iniciar los levantamientos «por los principios de una economía moral más antigua, que establecía la inmoralidad de cualquier método desleal de hacer subir el precio de las provisiones especulando con las necesidades de la población» (Thompson, 1989, p. 54).

La no interferencia del Estado en la economía, el abandono de cualquier tipo de "paternalismo" y la autorregulación del mercado trajo consigo -como también mostrará Foucault en Seguridad, territorio, población- una nueva forma de afrontar el fenómeno de la escasez que, de acuerdo con esta visión estrictamente económica desmoralizada, no es algo necesariamente malo sino un fenómeno socio-económico que el mercado se encargará de gestionar. Así, siguiendo las teorías de Adam Smith, se pretende la exoneración de cualquier tipo de culpa que pudiera achacarse a los acumuladores de grano como responsables de estas crisis.

El motín aparece entonces, según Thompson, como una reacción no solo contra el hambre, sino como todo un "alegato" contra ese nuevo sistema económico desmoralizado. No es solo una finalidad económica la que guía este "alboroto", sino toda una serie de motivaciones que incluyen un sentimiento de ira y resentimiento frente a aquellos acaparadores enriquecidos a costa del hambre de las clases más necesitadas, una demanda de una regulación más justa y una cierta nostalgia de un viejo orden. Por ello, «estos "motines" se consideraban a nivel popular como actos de justicia, y sus líderes se tenían como héroes» (Thompson, 1989, p. 57).

El motín tradicionalmente era caracterizado como un simple desorden o revuelta popular fruto de la rabia y la desesperación por una subida de precios que desembocaba en saqueo o rapiña. Thompson lleva a cabo un detallado análisis de una serie de motines acaecidos en Inglaterra en el siglo XVIII para dar cuenta de que detrás de estos "alzamientos" no se escondía un mero disturbio o una voluntad de rapiña, sino una modificación del sistema de fijación de precios. En estos motines los individuos, ante una situación de escasez o subida desmesurada de los precios del grano, se apropian no del trigo sino de los molinos (en ocasiones destruyéndolos) que servían para la producción del pan con el objeto de revertir todo el proceso de producción y distribución.

El motín persigue entonces, según Thompson, un modelo de conducta anterior a la irrupción del liberalismo, una inversión del sistema de poder, una vuelta a la economía moralizadora que tuviese en cuenta las necesidades de las clases populares e interviniese para prevenir la escasez. El componente moralizador del motín es evidente pues como señala Thompson: «hombres y mujeres a punto de morir de inanición atacaban no obstante molinos y graneros, no para robar el alimento, sino para castigar a los propietarios» (Thompson, 1989, p. 107). El propósito no es únicamente el obtener alimentos sino revertir el orden económico.

La resistencia opuesta por los motines es a su vez una moral-resistencia en la que encontramos distinciones entre criterios morales como bien y mal o culpa y responsabilidad. Los disturbios ocasionados no constituyen simplemente una respuesta a una situación de hambruna y escasez sino, de acuerdo con Thompson, una verdadera indignación moral ante una situación percibida como injusta, una respuesta moral y política frente a la amoralidad de la mano invisible del mercado.

El estallido de un motín produce una situación de caos y desorden, convierte una situación alarmante en calamitosa y amenaza con agravar esta aún más. Por ello, las autoridades se apresuran a prevenirlo o, en caso de que ya fuera demasiado tarde, a sofocarlo en sus primeros momentos. La mera amenaza del motín muchas veces servía como instrumento de presión o negociación: para evitar la caótica situación a la que da lugar el motín se lleva a cabo una negociación entre el precio desregulado de mercado y el precio "moral" demandado por la multitud, alcanzándose normalmente un precio medio.

Estos motines que en el siglo XVIII constituyeron un ejemplo de protesta social sin una clara articulación política cambiarán de naturaleza en el siglo XIX. En este siglo -especialmente en su segunda mitad- las movilizaciones obreras impregnan ya cualquier realidad social, los motines populares se acercan y se contagian de las revueltas obreras, las organizaciones de trabajadores y los sindicatos protagonizan la mayor parte de estas insurrecciones que se articularán ya políticamente. Si, como vimos, en el siglo XVIII la forma de sofocar el motín era normalmente llegar a un "término medio", ahora la situación es otra. Detrás de cada motín la burguesía intuye la acción de las organizaciones obreras y la amenaza de una revolución en ciernes, por lo que la única manera de sofocar estos motines ya no es la negociación ni el acuerdo sino la represión, «esta represión resultaba legitimada, en opinión de las autoridades centrales y de muchas locales, por el triunfo de una nueva ideología de economía política» (Thompson, 1989, p. 123).

Es en definitiva, entre el nacimiento del liberalismo y su implantación plena en el siglo XIX, cuando surgen los motines de subsistencia como prácticas de resistencia a esta nueva racionalidad económico-política. Estos motines se erigen como defensa de una economía moralizadora que está siendo relevada por un sistema desregulado que destierra cualquier vestigio ético-moral del dominio económico. La sucesión de motines de subsistencia que tuvieron lugar a finales del siglo XVIII y principios del XIX indicaba, según Thompson, un último y desesperado intento de volver a la antigua economía moral en detrimento del laissez faire. Con el objeto de sofocar estos motines que en el siglo XIX se mezclaban con las reivindicaciones obreras y que, en muchos casos se articulaban políticamente, la burguesía impuso una penalidad punitiva y carcelaria centralizada en el Estado. Frente a las reivindicaciones éticas y morales de los motines, Thompson opone un Estado que en el siglo XIX es monopolizado por la burguesía y que confronta una estrategia represiva a estos motines populares. Esta será, como veremos a continuación, una de las principales desavenencias con la teoría foucaultiana de los ilegalismos. Tras la atenta lectura de La fomación de la clase obrera en Inglaterra, Foucault apunta a superar esa concepción del sistema penal como un instrumento meramente represivo de las movilizaciones obreras y populares. Aparece entonces en la obra del francés la teoría de los ilegalismos populares en la que el carácter productivo y positivo de las instituciones penales está destinado no únicamente a reprimir, sino a encauzar, adiestrar y moldear el comportamiento de los trabajadores en aras de una mayor productividad. Foucault abandona la hipótesis represiva contradiciendo la hipótesis de Thompson para centrarse en el carácter productivo de los ilegalismos, así lo dice en La Sociedad Punitiva: «No podemos comprender el funcionamiento de un sistema penal, de un sistema de leyes y prohibiciones, si no nos preguntamos por el funcionamiento positivo de los ilegalismos» (Foucault, 2016, p. 175).

2. LA TEORÍA DE LOS ILEGALISMOS EN FOUCAULT

El término "ilegalismos" acuñado por Foucault ha sido a menudo mal traducido como ilegalidades. Como vamos a ver a continuación ambos términos no son sinónimos, la ilegalidad es más bien la culminación del ilegalismo, su punto final, aquello que resuelve y termina con la tensión y la lucha que los ilegalismos provocan. El ilegalismo es siempre una tensión, una lucha, un agónico combate por trazar estas líneas de la ilegalidad. Como hemos dicho y como desarrollaremos más detalladamente a continuación, para el análisis del nacimiento de la prisión el francés se centra en la proliferación de los ilegalismos y en el temor que estos inspiran en un determinado momento -en la segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX- en la naciente burguesía industrial. La gestión diferencial de estos ilegalismos, sostiene Foucault claramente influido por su lectura de los historiadores marxistas ingleses3, es una gestión clasista, forma parte de una penalidad de clase.

Para analizar esta proliferación de los ilegalismos, su tipificación y su penalidad, Foucault, recurriendo a la genealogía, trazará su evolución atendiendo a tres etapas diferenciadas: la convivencia de distintos tipos de ilegalismos a lo largo del Antiguo Régimen; la irrupción de la burguesía como nueva clase dominante con un nuevo régimen de propiedad y producción; y el nacimiento del capitalismo industrial y de los movimientos obreros aparejados a él.

Durante todo el siglo XVII y la mayor parte del siglo XVIII han convivido en una especie de tenso equilibrio, una pluralidad de ilegalismos que formaban parte ya de una costumbre generalizada y socialmente aceptada4. Cada clase, cada grupo social tenía, hasta ese momento, sus ilegalismos propios y específicos que entraban unas veces en conflicto, otras veces en connivencia con los ile-galismos de los otros grupos. De esta forma son perfectamente identificables ilegalismos propios de los artesanos, los agricultores, los comerciantes, los nobles e incluso del ejército y la policía. Los ilegalismos populares en su mayor parte eran tolerados y hasta fomentados por la burguesía pues formaban parte de una misma lucha contra el poder del monarca, unos y otros trataban de evitar los impuestos y cargas impositivas con las que la Corona trataba de sufragar sus suntuosos gastos. Foucault toma como ejemplo de connivencia de los ilegalismos el caso de los tejedores y comerciantes de telas, ambos regulando su relación comercial de acuerdo a una práctica ilegal pero conforme a la cual podían obtener beneficios mutuos y escapar del control Real. Pero, pese a que abundan los ejemplos de connivencia entre ilegalismos, es importante reseñar que la relación entre estos, entre los ilegalis-mos de las distintas clases sociales, está marcada por una tensión continua, un equilibrio en permanente conflicto, tal y como aclara Foucault: «todos estos ilegalismos, evidentemente, jugaban unos contra otros, estaban en conflicto unos con otros» (Foucault, 2000, p. 60). En este primer momento de los ilegalismos, estos transitan entre lo económico, pues su objeto siempre es la obtención de un beneficio económico, y lo político, el quebranto de una ley o la elusión de un reglamente siempre supone un acto político.

En el análisis de este primer momento de los ilegalismos Foucault menciona la existencia de motines de subsistencia durante el siglo XVIII (Foucault, 2016, p. 174) -en una clara alusión a los escritos de E.P. Thompson- como una reacción de las clases más desfavorecidas ante la nueva legislación burguesa, un intento de restaurar antiguas normativas en las que, como vimos anteriormente, la ética y la moral tenían todavía cabida en la práctica económica. Estos motines populares son para Foucault un ilegalismo más de los que se producen a lo largo del siglo XVIII.

Estos ilegalismos no pueden ser entendidos como una mera reacción o una transgresión de una nueva legalidad, pues «no se puede analizar una cosa como una ley o una prohibición sin resituarlas en el campo real del ilegalismo dentro del cual funcionan, una ley solo funciona, solo se aplica dentro de un campo de ilegalismo que se practica efectivamente y que, en cierta forma, la sostiene» (Foucault, 2016, p. 175). Es decir, el ilegalismo no es una reacción a una ley previa, sino que hay que entender ilegalismo y ley encuadrados en un mismo contexto histórico en el que interactúan. El ilegalismo es una positividad inscrita en el funcionamiento de la sociedad, no mera negatividad, de acuerdo con François Boullant: «El ilegalismo no es un accidente, una imperfección más o menos inevitable. Es un elemento absolutamente positivo del funcionamiento social, cuyo rol está previsto en la estrategia general de la sociedad» (Boullant, 2004, p. 75).

El segundo momento señalado por Foucault coincide con el último cuarto del siglo XVIII, la caída del Antiguo Régimen y el ascenso de la burguesía. El equilibrio de los ilegalismos que había primado durante todo el periodo anterior quiebra, como veremos, con el ascenso de la burguesía como clase social dominante y el cambio del modelo productivo y de propiedad. Este "cambio de titularidad" del poder económico y político supuso también un cambio de las estructuras de poder, adaptadas ahora a las demandas económicas burguesas. Los ilegalismos que anteriormente eran tolerados y consentidos comienzan a verse ahora como una realidad amenazante y peligrosa en el nuevo contexto socioeconómico. Si anteriormente existía una pluralidad de ilegalismos de clases que convivían de manera equilibrada, ahora el problema se ubica en un solo tipo de ilegalismos, los ilegalismos populares. Estos ilegalismos que principalmente ponían su blanco en la propiedad privada y el nuevo régimen de producción se tornan intolerables para la nueva clase gobernante que ha de vigilarlos, perseguirlos y sancionarlos. Las clases populares representan ahora un peligro para el régimen de propiedad burgués, una amenaza intolerable que hace que sea «necesario poner efectivamente bajo vigilancia a todas las capas populares» (Foucault, 2000, p. 61). Todo trabajador encarna ahora una amenaza potencial para este régimen de propiedad burgués, es un criminal a la espera de la ocasión para rapiñar. El obrero asalariado ha sustituido al artesano. Así, si el ilegalismo propio de ese gremio artesanal estaba constituido por pequeños fraudes y pillajes, ahora, debido al cambio en el régimen de propiedad, los ilegalismos más temidos son los robos y la depredación, ilegalismos que supongan un menoscabo del sacrosanto principio de propiedad privada que sustenta el régimen burgués.

El temor de la burguesía hay que entenderlo en el contexto de un tránsito y un cambio en el modelo productivo y de propiedad: de una fortuna aristocrática y terrateniente en "manos muertas" a un régimen de propiedad burgués en el que las grandes riquezas se encontraban invertidas en la industria, una riqueza generadora de más riquezas, una propiedad industrial en la que la riqueza coincide además con el modo de producirla5. Este nuevo régimen de producción hace necesario el contacto directo del obrero con la riqueza burguesa6. La propiedad industrial necesitaba de la clase obrera para generar ganancias, la riqueza invertida en fábricas, talleres, herramientas, etcétera está ahora "a disposición" de la clase obrera, «la burguesía puso su fortuna literalmente en manos de la capa popular» (Foucault, 2000, p. 61). Este contacto directo del obrero con la propiedad burguesa es lo que atemoriza y llena de pavor a esta nueva clase propietaria que vive obsesionada con estos ilegalismos populares que antes toleraba y ahora se esmera en vigilar, perseguir y sancionar. La burguesía teme en todo momento el robo, la depredación o la rapiña de sus propiedades. Los ilegalismos de este período no están todavía articulados políticamente, no existe todavía una demanda colectiva o una acción conjunta organizada según un eje político o sindical como veremos que ocurre a continuación.

Ante esta situación, el elemento penitenciario que tradicionalmente se había mantenido fuera del plano de la justicia es ahora incorporado a la penalidad como intento de combatir los ilegalismos populares. El nuevo sistema implantado tras la Revolución Industrial no solo instituyó una nueva legalidad, sino que también contribuyó a destruir todo el régimen de ilegalismos en equilibrio que habían perdurado durante todo el Antiguo Régimen.

El tercer momento de esta genealogía de los ilegalismos coincide, según Foucault, con la apropiación definitiva a finales del siglo XVIII, por parte de la burguesía, de la totalidad del aparato penal con el objeto de identificar cualquier ilegalismo como ilegalismo popular y poder así sancionar y perseguir algunos o gestionar y administrar otros7. Al mismo tiempo -esto es lo más novedoso- se identifican la disipación, el despilfarro o la disolución de la fuerza de trabajo así como la pérdida de tiempo por parte del obrero (la ociosidad entendida no como un ocio dentro de lo establecido ciñéndose a unos determinados patrones económicos, sino como una de «las formas como uno escapa a la obligación del trabajo, como evita dejarse retener e inmovilizar por el aparato de producción» [Foucault, 2016, p. 224]) y la pereza con un ilegalismo más. De esta forma, el aparato disciplinario y policial que tenía como objetivo perseguir los ilegalismos populares, tiene también la misión de combatir "vicios" como la pereza, el absentismo, el vagabundeo, la impuntualidad, la disipación del tiempo, etc. De esta manera no solo el robo, la depredación y los atentados contra la propiedad pueden ser perseguibles como ilegalismos, sino que toda conducta que suponga un menoscabo de la fuerza de trabajo que, como veremos, es ahora también propiedad del empleador, es considerada un ilegalismo. Estos mecanismos para combatir los ilegalismos productivos no tienen un carácter meramente represivo -esta es una de las principales diferencias con la teoría de Thompson- sino productor de sujetos dóciles y útiles para un sistema productivo que demanda de manera constante mano de obra. En la cima de este sistema disciplinario se encuentra la prisión.

Si esto terminase así, el origen de la prisión como tecnología para combatir los ilegalismos populares que amenazaban el régimen de propiedad y producción burgués tendría únicamente un carácter económico, un origen monocausal. Foucault no se queda en este peldaño económico y va un paso más allá, el elemento moralizador (en estrecha relación con el económico-productivo) desempeña un papel esencial no solo en el nacimiento de la prisión sino en el combate de los ilegalismos en general. Así, comportamientos que la burguesía estimaba como moralmente execrables o perniciosos (para el orden productivo) son convertidos en actos ilegales. La teoría de los ilegalismos tiene entonces una triple raíz moral, política y económica. El elemento moral ocupa un puesto central en esta batalla por los ilegalismos, de forma que fueron necesarias «una multitud de batallas morales con blanco en las clases populares, una multitud de batallas éticas en todos los niveles, para que la burguesía se hiciese dueña de los ilegalismos» (Harcourt, 2016, p. 323).

Para la transformación de los ilegalismos populares en ilegalidades y su tipificación como delitos es necesario primero llevar a cabo todo un proceso de des-moralización de determinadas conductas y actos que son vistas en ese momento como moralmente reprochables, como fracasos morales que han de ser enmendados y que requieren penitencia, corrección y arrepentimiento. Estas conductas indecentes y licenciosas por supuesto siempre recaen en las clases populares y coinciden además en ser conductas improductivas. Los reformadores del siglo XIX no escatimarán en descalificaciones hacia esas clases populares como depositarias de todo tipo de vicios, defectos e inmoralidades. Estas clases populares son ahora retratadas como indecentes, impúdicas, deshonestas, malvadas, sin valores, sin piedad ni sentimientos, etc. Si antaño burguesía y clases populares habían soportado y tolerado recíprocamente sus ilegalismos, ahora la situación ha cambiado, ya no cohabitan bajo el yugo de un enemigo común, el monarca absoluto, sino que en este nuevo sistema los ilegalis-mos populares tienen su blanco en un objeto aún más sagrado, la sacrosanta propiedad privada. La prisión y la penalidad tendrán pues como objetivo no solo la protección de la propiedad privada y el régimen burgués de producción, sino también la fabricación de trabajadores dóciles y obedientes que conformen el engranaje de dicho sistema. La consolidación del sistema penitenciario en el siglo XIX se produce, según Foucault, al confluir la designación del acusado como enemigo de la sociedad y, al mismo tiempo, como alguien sobre quien es posible actuar, corregir y adiestrar. Se entremezclan pues un elemento negativo y represivo de prohibición y persecución con otro positivo y productivo de producción y fabricación de comportamientos y sujetos. Toda ilegalidad procede de la clase obrera que, rompiendo el pacto social y negándose a ocupar su papel en el proceso productivo, ha puesto en peligro la estabilidad de la sociedad en su conjunto. El sistema penitenciario que no solo tiene la obligación de vigilar y castigar a esta clase insurrecta sino también de disciplinarla y amaestrarla, dividirá a las poblaciones en dos clases diferenciadas: de una parte una clase burguesa trabajadora, honrada y virtuosa dueña de los medios de producción y, de la otra parte, una población perezosa, viciosa y de naturaleza delincuente a la que hay que disciplinar y domesticar. Esta es una diferencia esencial con la teoría del motín de subsistencia de Thompson, según el inglés el sistema penal en su conjunto y la prisión solo tendrían una misión represiva y coactiva de esos movimientos insurreccionales en los que los amotinados entrecruzarían sus demandas con los movimientos obreros.

Los ilegalismos populares ya no podían ser tolerados por la burguesía pues suponían una amenaza, encarnada no solo en el robo o la depredación sino también en la disipación del trabajo o el derroche de fuerza de trabajo, fundamental para el desarrollo de los inicios del capitalismo. Los ilegalismos obreros suponían un peligro para la propiedad burguesa pues, como hemos dicho, cualquier menoscabo de la fuerza de trabajo del obrero suponía una disminución de la ganancia del empleador, un lucro cesante para este. El empresario compra a través del salario la fuerza de trabajo del obrero para convertirla en fuerza productiva. Esta fuerza ahora le pertenece, es de su propiedad, por tanto, cualquier ataque o menoscabo de ella constituye en realidad un ilegalismo contra la propiedad. Todo lo que afecte al cuerpo mismo del obrero entendido ahora como fuerza de trabajo -ya esté tipificado como ilegal o meramente inmoral- se entiende ahora como un ilegalismo que atenta contra la propiedad burguesa. De esta forma el trabajador perezoso, irregular, ebrio, etcétera está sustrayendo al patrón parte del salario que pagó por él y dejando de producir unas ganancias para el empleador. A partir de entonces el ilegalismo ya no es simplemente una «infracción a la ley, sino una manera de evadir la condición de la ganancia» (Foucault, 2016, p. 206) y el obrero perezoso o dispendioso un ladrón inmoral. Es esta nueva relación entre el cuerpo del obrero, la fuerza de trabajo y la propiedad burguesa, la que propiciará la aparición de un nuevo ilegalismo característico de este periodo de finales del siglo XVIII y principios del XIX, el ilegalismo de la disipación. Este ilegalismo consiste en la negativa por parte del trabajador a integrar su fuerza de trabajo en el sistema productivo y convertirla así en fuerza productiva. La pereza es un elemento esencial en este ilegalismo que comprende un sinfín de conductas tales como la negativa a trabajar en las condiciones impuestas, la ociosidad, la dispersión, la irregularidad y el absentismo laboral, el derroche de la fuerza de trabajo, la fiesta, etc. Este ilegalismo tiene su blanco en la fijación del obrero al sistema productivo. La disipación está en estrecha relación con la depredación, podríamos entenderlo como el paso previo o el escalón anterior a la depredación, es un ilegalismo más suave pero se advierte una frontera muy fina entre uno y otro. La disipación aparece como un ilegalismo más blando, de carácter moral, que puede adoptar multiplicidad de formas, incluso la forma de la disipación colectiva. A este derroche de fuerza de trabajo que constituye la disipación es al que apunta toda una empresa de moralización de la clase obrera que tiene en la prisión su último escalón8. La disipación y su persecución suponen la continuidad entre lo punitivo y lo penal. El inmoralismo obrero entonces tiene que ver con su lugar en el sistema productivo, con la no aceptación de las condiciones de empleo dictadas por la burguesía y con el derroche y despilfarro de la fuerza de trabajo.

La burguesía para mantener el crecimiento desatado de la primera fase del capitalismo industrial requiere, no solo un libre mercado en constante expansión, sino también un mercado de trabajo desregularizado en el que las condiciones de vida del trabajador sean lo suficientemente precarias para que tenga que aceptar las condiciones laborales impuestas. Un severo y rígido sistema de disciplina y coerción se encargará de reducir las alternativas que le quedan al trabajador ante la "oferta laboral". Será pues la confluencia entre la economía y la moralización la que permita ese salto necesario para transformar los ilegalismos populares en ilegalidades. Esta penalización forma parte, según Foucault, de un proceso más amplio de moralización y disciplinamiento de los trabajadores en el primer capitalismo industrial. La batalla por los ilegalismos es pues una batalla de clase, en palabras de Didier Fassim:

En el siglo XIX sin embargo, con el desarrollo del capitalismo y la consolidación de la burguesía, los ilegalismos de la clase baja empezaron a ser vistos cada vez como más peligrosos no solo para la preservación de la propiedad sino también para la reproducción de la fuerza de trabajo, y por tanto fueron convertidos en ilegales y penalizados, mientras que los ilegalismos de la clase alta proliferaron con completa impunidad. En consecuencia el sistema penal pasó a ser un instrumento esencial de control de la clase trabajadora. La prisión sirvió para garantizar la exclusión, la vigilancia y la disciplina de los miembros indeseables de la sociedad. (Fassim, 2018, p. 218)

3. LA POLITIZACIÓN DE LOS ILEGALISMOS

Como hemos visto, es a finales del siglo XVIII cuando se rompe ese equilibrio entre los ilegalismos que se había mantenido en una tensión equilibrada durante todo el Antiguo Régimen. La reforma penal de esos años no puede entenderse si no es inscribiéndola en este proceso de lucha contra los ilegalismos.

Durante la primera mitad del siglo XIX la situación político-social crispada que desembocará en las Revoluciones de 1848 provocará la aparición de unos nuevos ilegalismos que se articularán con una serie de demandas políticas. Estos nuevos ilegalis-mos confluyen y se entrelazan con una serie de luchas sociales y políticas que combaten los nuevos regímenes, el proceso de industrialización y sus consecuencias y, sobre todo, la nueva explotación laboral. Movimientos políticos y revolucionarios se articulan con ilegalismos ya existentes para hacer un mismo frente común. De esta forma, a través de estas interconexiones o entrelazamientos, los ilegalismos supondrán una lucha contra la misma ley y contra el régimen de propiedad y producción. Los ilegalismos obreros tendrán fundamentalmente su objetivo en contra del «nuevo régimen de la explotación legal del trabajo» (Foucault, 2016, p. 318).

Los nuevos ilegalismos de carácter político suponen pues un ataque al régimen de propiedad burgués y al sistema de explotación laboral que lo sostiene. En este ámbito son reseñables algunos ile-galismos como el absentismo, las huelgas, el abandono del trabajo, destrozos de máquinas y sabotajes, etc. Los ilegalismos ya no son algo reducido a la marginalidad y propios de los estratos más bajos de la sociedad sino que, mediados y articulados por estas reivindicaciones políticas, se han convertido en algo mucho más extendido y generalizado. Los nuevos modos de propiedad, el sistema laboral y las sucesivas crisis económicas que sumen a la población en una situación de miseria e incertidumbre provocan que tanto las reivindicaciones de un campesinado en horas bajas, como las de una clase obrera industrial en una situación miserable, se entrecrucen con la delincuencia. Esta articulación de las practicas delincuenciales con las luchas sociales y políticas no constituye todavía en el siglo XIX un «ilegalismo masivo, político y social a la vez» (Foucault, 2012, p. 319), pero sí un esbozo pre-revolucionario que infunde un verdadero temor en la clase propietaria.

El crimen ya no es algo que recorra la sociedad sino que ahora es una característica exclusiva de una clase social determinada, la clase obrera, sobre la que se hacen recaer toda una serie de vicios. Se lleva a cabo toda una operación de criminalización de la clase trabajadora en tres pasos: primero la identificación de todos los ilegalismos como propios y exclusivos de esta clase; después se achaca este hecho a la no integración de esta clase en la sociedad y, por último, se recrimina un rechazo del pacto social por parte de esta clase debido a su naturaleza inmoral y salvaje.

Durante todo el curso de 1973 el tema de los ilegalismos -que fue sin duda central y sirvió para vertebrarlo- apareció siempre en íntima conexión con otro fenómeno importante y fundamental en ese curso, la moralización de la clase trabajadora. El estudio que durante este año se realiza tiene por objeto mostrar la interrelación entre penalidad y moralidad que confluye en lo penitenciario. Este elemento penitenciario que tiene en la prisión su culminación, responde en realidad no a propósitos humanitarios, sino a una voluntad de la burguesía de combatir los ilegalismos populares -con los que hasta entonces había coexistido pacíficamente-, gestionarlos y administrarlos. Al mismo tiempo, este entramado carcelario estaría dispuesto para la fabricación de individuos dóciles y útiles que la expansión del capitalismo industrial demandaba para sus fábricas. Se trataba para ello de transformar el tiempo de vida del obrero en fuerza de trabajo.

Hasta el siglo XVIII, como vimos, los ilegalismos convivían en un "tenso equilibrio". Durante todo el Antiguo Régimen la burguesía toleró la presencia de ilegalismos populares pues coincidían en su propósito que no era otro que el de tratar de sustraerse del poder absoluto del monarca. Como hemos visto también, toda esta situación quiebra con la toma del poder por la burguesía y el cambio del modelo de propiedad y producción, los ilegalismos populares que cuestionan el principio de la propiedad privada y el nuevo régimen de producción han de ser perseguidos y los trabajadores moralizados, disciplinados y adiestrados.

En 1975 Foucault publica Vigilar y Castigar, en esta obra la cuestión de los ilegalismos sigue estando muy presente. No obstante, el enfoque desde el que se aborda esta cuestión de los ilegalismos toma cierta distancia con la dimensión moralizadora preponderante en el curso de 1973. Foucault abordará, como vamos a ver, la cuestión de los ilegalismos desde una perspectiva politizada, el ilegalismo como modo de lucha política y social y la estrecha relación entre ilegalismo, prisión y fabricación de la delincuencia serán los temas que caractericen el estudio de los ilegalismos ahora. Para ello Foucault se situará a principio del siglo XIX.

A finales del siglo XVIII y principios del XIX, la situación político-social crispada desemboca en las Revoluciones de 1848, esto provocará la aparición de unos nuevos ilegalismos que se articularán con una serie de demandas políticas. Estos nuevos ilegalismos confluyen y se entrelazan con una serie de luchas sociales y políticas que combatían los nuevos regímenes, el proceso de industrialización y sus consecuencias y, sobre todo, la nueva explotación laboral. Movimientos políticos y revolucionarios se articulan con ilegalismos ya existentes para hacer un mismo frente común. De esta forma, a través de estas interconexiones o entrelazamientos, los ilegalismos supondrán una lucha contra la misma ley y contra el régimen de propiedad y producción. Los ilegalismos obreros tendrán fundamentalmente por objetivo el oponerse y luchar contra el «nuevo régimen de la explotación legal del trabajo» (Foucault, 2016, p. 318).

Los nuevos ilegalismos de carácter político suponen pues un ataque al régimen de propiedad burgués y al sistema de explotación laboral que lo sostiene. En este ámbito son reseñables algunos ilegalismos como el absentismo, las huelgas, el abandono del trabajo, destrozos de máquinas y sabotajes, etc. Los ilegalismos ya no son algo reducido a la marginalidad y propios de los estratos más bajos de la sociedad sino que, mediados y articulados por estas reivindicaciones políticas, se han convertido en algo mucho más extendido y generalizado. El peligro ya no proviene del vagabundo errante que con su conducta improductiva y sin hogar fijo hace difícil su vigilancia y control, sino del obrero, del trabajador mismo en contacto con los medios de producción y con posibilidad de organización y sindicación. Asimismo, los nuevos modos de propiedad, el sistema laboral y las sucesivas crisis económicas que han colocado a la población en una situación de miseria e incertidumbre provocan que tanto las reivindicaciones de un campesinado en horas bajas, como las de una clase obrera industrial en una situación miserable, se entrecrucen con la delincuencia. La precariedad en la que queda sumido el campesinado con estas nuevas leyes de propiedad propicia la aparición y proliferación de multitud de ilegalismos populares que desembocan en lo que Foucault, en clara alusión a Hobsbawm, denomina el "bandidaje político"9. Esta articulación de las practicas delincuenciales con las luchas sociales y políticas no constituye todavía a principios del siglo XIX un «ilegalismo masivo, político y social a la vez» (Foucault, 2012b, p. 319), pero sí un esbozo pre-revolucionario que infunde un verdadero temor en la clase propietaria.

En 1975 el estudio de los ilegalismos aparece, como hemos dicho, en estrecha relación con otro fenómeno en cuya fabricación tiene una gran importancia la prisión, nos referimos naturalmente a la delincuencia. El éxito de la prisión, sostiene Foucault, ha sido la creación de un nuevo ilegalismo, el de la delincuencia, que ha eclipsado a todos los demás y en cuyo seno podemos decir incluso que ha integrado a la mayor par te de estos ilegalismos. La delincuencia es en realidad un ilegalismo producido y fabricado por el sistema carcelario, «es un ilegalismo que el "sistema carcelario", con todas sus ramificaciones, ha invadido, recortado, aislado, penetrado, organizado, encerrado en un medio definido, y al que ha conferido un papel instrumental respecto de los demás ilegalismos» (Foucault, 2012b, p. 322). Este ilegalismo de nuevo cuño que es la delincuencia creado por la prisión irá asimilando al resto de los ilegalismos hasta llegar a una situación en la que casi podremos hablar de un monopolio de la delincuencia. El éxito de la prisión ha sido aunar a los distintos infractores en la figura del delincuente. Así, se conseguirá despojar a determinados ilegalismos de su carácter social y político, ocultar su reivindicación y taparlos bajo el oscuro manto de la delincuencia. De esta forma las huelgas, los sindicatos, los boicots e incluso los destrozos de maquinaria perderán ese carácter propio y específicamente político para ser calificados como delincuencia y huelguistas, sindicalistas y opositores como meros delincuentes.

La creación de la delincuencia en las prisiones es, según Foucault, un acto de naturaleza específicamente política. La fabricación de una población delincuente es fundamental no solo en la lucha contra los movimientos obreros revolucionarios, sino también para asegurar la coerción del resto de la población y la tolerancia de una vigilancia exhaustiva, intensiva y continuada. La creación y promoción de la delincuencia permite extender el control y la vigilancia sobre aquellas poblaciones que pudiesen resultar más "peligrosas" o "inquietantes". Al mismo tiempo, la creación de toda una red de delincuentes es fundamental, como hemos dicho, en esos momentos de auge de los movimientos obreros y revolucionarios10. Estos delincuentes -sin más salida que la colaboración con la policía pues la prisión, según Foucault, lejos de rehabilitar lo que propicia es el aislamiento social del recluso- se infiltrarán en partidos políticos, sindicatos, movimientos huelguistas, etcétera no solo como confidentes policiales sino también con el objeto de boicotear cualquier acto de protesta o reivindicación. Estas infiltraciones tuvieron una gran importancia en los años siguientes a las revoluciones de 1848.

A su vez, la creación de una población delincuente permite una cierta gestión de los ilegalismos. Estos ilegalismos que habían dejado de ser llevados a cabo por individuos aislados era cada vez más frecuente que fueran cometidos por bandas de vagabundos errantes, lo que hacía más difícil su control y vigilancia. La creación de la delincuencia permitirá concentrar el crimen en una determinada población más reducida y fácil de tener bajo control. Esta gestión de la delincuencia permitirá también el guiar o encauzar a esta población a la comisión de delitos menos gravosos.

El desarrollo de la delincuencia hizo posible el establecimiento de un régimen de vigilancia hipertrofiado. Es necesaria la vigilancia de los delincuentes que han cumplido ya su condena para asegurar que no constituyen todavía una amenaza para la sociedad. Pero también se impone la necesidad de vigilancia y control sobre determinadas poblaciones que pudiesen resultar problemáticas o que se estimase que suponen una "amenaza potencial" para la sociedad. La vigilancia disciplinaria comienza a superar ya el ámbito exclusivamente individual para perfilarse como una tecnología de gestión de poblaciones. Esta penalidad como gestión de las poblaciones peligrosas, conflictivas o sospechosas tendrá una gran importancia en la penalidad neoliberal y en el hiperencarcelamiento de determinadas poblaciones que se produce a partir, fundamentalmente, de la década de los 90.

La prisión y la delincuencia forman parte de una estrategia mucho más amplia, dice Foucault, en su período más militante. Se trata, según el francés, de una lucha por la criminalización de cualquier demanda o reivindicación del movimiento obrero reduciéndolo a simples actos de delincuencia o vandalismo. Huelguistas, obreros, manifestantes, etcétera quedan reducidos y aunados bajo el mismo tipo penal de delincuentes. La finalidad de esta reducción de cualquier movimiento obrero a mera delincuencia no es otra que generar «una verdadera táctica de confusión cuyo fin era crear un estado de conflicto permanente» (Foucault, 2012b, p. 333).

La prisión por tanto, según la interpretación foucaultiana, no tiene por objetivo la desaparición de la delincuencia. No es un fracaso de esta institución el no haber contribuido a la extinción ni la reducción del número de delincuentes sino, antes bien, su principal logro. Se ha constatado que la prisión no reduce la delincuencia e incluso fomenta la reincidencia. La misión de esta institución, según Foucault, no es terminar con los ilegalismos sino administrarlos, distribuirlos y gestionarlos. En palabras del francés:

La penalidad sería entonces una manera de administrar los ilegalismos, de trazar límites de tolerancia, de dar cierto campo de libertad a algunos y hacer presión sobre otros, de excluir a una parte y hacer útil a otra; de neutralizar a estos, de sacar provecho de aquellos. (Foucault, 2012, p. 317)

Esta gestión de los ilegalismos apunta, de manera aún solo esbozada, a una de las características de la prisión neoliberal analizada unos años después en el curso Nacimiento de la Biopolítica, en el que asegura que «la buena política penal no apunta en modo alguno a una extinción del crimen, sino a un equilibrio entre curvas de oferta del crimen y demanda negativa» (Foucault, 2012c, p. 256). Algunos autores como Wacquant o De Giorgi llegarán a hablar de una política penitenciaria no solo como gestión de los ilegalismos sino como una verdadera gestión de poblaciones. La prisión neoliberal combinará las tecnologías disciplinarias individualizantes con la gestión de poblaciones característica de la gubernamentalidad (la prisión es un ejemplo de que las tecnologías disciplinarias no desaparecen en el esquema de la gubernamentalidad sino que únicamente se resitúan y se combinan). La cárcel funciona al mismo tiempo como administradora y gestora de ilegalismos y como fábrica de delincuentes. Pretende instaurar un "equilibrio" siempre cambiante entre los ilegalismos. Así lo dirá Foucault en una conferencia en la Universidad de Montreal en 1976:

La cárcel no es pues el instrumento que el derecho penal se ha dado para luchar contra los ilegalismos; la cárcel ha sido un instrumento para reacondicionar el campo de los ilegalismos, para redistribuir la economía de los ilegalismos, para producir una cierta forma de ilegalismo profesional, la delincuencia, que por un lado iría a pesar sobre los ilegalismos populares y, por otro, a servir de instrumento al ilegalismo de la clase en el poder. La cárcel no es, pues, un inhibidor de la delincuencia o de los ilegalismos; es un redistribuidor de ilegalismos. (Foucault, 2014, p. 94)

En definitiva, en Vigilar y castigar el tema de los ilegalismos cobra una dimensión específicamente política. Será a principios del siglo XIX cuando las luchas obreras se articulen en una serie de demandas esencialmente políticas. Determinados ilegalismos como la desobediencia, la huelga o el quebrantamiento de algunas disposiciones legales o normativas se articularán en torno a luchas políticas constituyéndose como un verdadero desafío al orden burgués. Los ilegalismos populares, entendidos como un arma de lucha política, se alzan contra un régimen de propiedad de clase y la legalidad que lo sustenta. Pese a no haber funcionado en ese periodo de tiempo, de manera coordinada ni organizada, estos ilegalismos sembraron el terror en la clase burguesa que trató de difundir una imagen inmoral y despiadada de la clase trabajadora. Es precisamente por esa degradación moral de dicha clase, por su natural tendencia al crimen y la holgazanería por lo que ha de ser vigilada, corregida, moralizada y disciplinada.

4. CONCLUSIONES

El término ilegalismo, que tanta importancia tuvo, como hemos visto, en la obra de Foucault en la primera mitad de los setenta, resulta fundamental para entender el nacimiento de la prisión como el instrumento punitivo y disciplinario por excelencia y la creación de la delincuencia como problema social en el siglo XIX. Para la elaboración de la noción de ilegalismo resultan fundamentales las lecturas que el francés realiza en su periodo más "marxista" de la obra de E.P. Thompson y de su concepto de motín de subsistencia. Es en estos análisis del historiador marxista, que puso su foco en el estudio de algo hasta entonces inusual, el nacimiento y evolución de la clase obrera, donde podemos rastrear la genealogía de este concepto. Por ello hemos querido mostrar y confrontar la noción del motín de subsistencia del inglés con la de los ilegalismos del francés para alumbrar similitudes y diferencias. Por encima de cualquier diferencia entre ambos autores podemos encontrar un punto de encuentro al que llegan ambos por diferentes caminos: el nacimiento de la penalidad en el siglo XIX como un instrumento de clase, una herramienta al servicio de una burguesía emergente para conculcar la siempre amenazante presencia de la clase trabajadora. Mientras que para Thompson esta penalidad es únicamente un instrumento de carácter represivo y coactivo, en Foucault tendrá una significación más amplia y positiva, no se limitará a la mera represión de la amenaza de las revueltas populares sino que será un instrumento prioritario para la configuración de un orden de clase burgués. Es en la lucha, la tensión y la gestión de los ilegalismos donde encontramos el nacimiento de esta nueva penalidad de clase, apunta el francés en el curso La Sociedad Punitiva. Son los cambios en la estructura económica producidos durante el siglo XIX con la consolidación de una burguesía industrial, el forzado éxodo rural promovido por una política de cercamientos (enclosures) y la consolidación de la racionalidad liberal que a finales del siglo dará lugar al capitalismo industrial los que explican el nacimiento de la sociedad disciplinaria, de la penalidad de clase y el triunfo de la prisión.

Si en el curso del 73 el nacimiento y la gestión de los ilegalismos tenía un importantísimo componente moralizador, pues el elemento moral ocupa en dicho curso un papel protagonista tanto en la gestión de los ilegalismos como en el nacimiento de la prisión, en Vigilar y Castigar ese componente queda en un segundo plano para ceder el protagonismo al elemento político. El ilegalismo aparece en el siglo XIX, según Foucault, como algo propio y exclusivo de una clase trabajadora que pone en riesgo el orden burgués y el desarrollo del capitalismo industrial. El foco de atención se pone en aquellas conductas perniciosas para la actividad productiva y el mercado de trabajo sin trabas que defendía la burguesía liberal. La creación de una nueva clase delincuente tiene como una de sus finalidades el desprestigio de la lucha obrera, la infiltración entre sus filas de confidentes y la generalización bajo la denominación de delincuentes de huelguistas, sindicalistas y opositores a este régimen productivo. El sistema penal surgido al amparo de esta monopolización del ilegalismo que recaía de manera exclusiva en la clase trabajadora tendrá entonces la doble función de, por una parte, tratar de conformar un proletariado resignado con sus condiciones de vida y, por la otra, aislar y delimitar a una parte de este proletariado como clase delincuente para promover el temor y el miedo en el resto de la sociedad.

Resulta fundamental entonces para comprender el nacimiento de la sociedad disciplinaria y el triunfo de la prisión comprender la evolución del concepto de ilegalismo y su diferente gestión a lo largo de los siglos XVIII y XIX. Las tecnologías disciplinarias, que parecieron quedar en un papel secundario con la aparición de la gubernamentalidad en la obra de Foucault, en realidad han permanecido siempre presentes acompañando a este modo de gobierno sobre el medio (milieu) propio de las sociedades contemporáneas. El éxito y la permanencia de la prisión a través de los siglos, nos revela la importancia que, aun hoy en día, desempeña la gestión de los ilegalismos en la penalidad neoliberal.

REFERENCIAS

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1«Según Daniel Defert, Foucault tenía un conocimiento profundo de los trabajos de Thompson, y en especial de The Making of the English Working Class» (Foucault, 2016, p. 59 n.20).

2«Los historiadores han utilizado el término [plebe o muchedumbre "crowd"] demasiado a menudo de forma remisa, para eludir un análisis más detenido, o (con la sugerencia de la existencia de elementos delincuentes motivados por el deseo de botín) como un gesto de prejuicio». (Thompson, 1989, p. 54).

3Esta influencia, según Harcourt, «puede leerse a la vez como una critica y una respuesta a Thompson y los historiadores marxistas ingleses» (Harcourt, 2016, p. 321). Será, como vamos a ver, fundamentalmente a partir de las clases de febrero del 73 cuando las tesis de uno y otro tomen caminos distintos debido al carácter productivo que Foucault observa tras las tecnologías de persecución de los ilegalismos, frente al mero carácter represivo defendido por Thompson.

4«También puede afirmarse que, a pesar del rigor del sistema, bajo la monarquía el control de la sociedad era mucho más débil, más grandes las mallas a través de las cuales pasaban las mil y una ilegalidades populares» (Foucault, 2012, p. 198).

5«Porque la sociedad industrial exigía quela riqueza no estuviese directamente en las manos de quienes la poseían, sino de aquellos que hacían posible obtener beneficios de la propia riqueza mediante el trabajo» (Foucault, 2014, p. 600).

6«la fortuna burguesa se encontró, por las mismas necesidades del desarrollo económico, invertida de tal modo que estaba entre las manos de los mismos que estaban encargados de producir» (Foucault, 2000, p. 63).

7«Pero a fines del siglo XVIII, la burguesía, con las nuevas exigencias de la sociedad industrial, con una mayor subdivisión de la propiedad, ya no puede tolerar las ilegalidades populares. Busca nuevos métodos de coerción del individuo, de control, de encarcelamiento y de vigilancia» (Foucault, 2012, p. 198).

8«Fue absolutamente necesario hacer del pueblo un sujeto moral, separarlo por tanto de la delincuencia, aislar claramente el grupo de los delincuentes, hacerlos aparecer como peligrosos, no solo para los ricos, sino también para los pobres mismos, mostrarlos como individuos portadores de todos los vicios y origen de los mayores peligros» (Foucault, 2014, p. 600).

9En realidad Hobsbawm no habla de "bandido político" sino de "bandolero social". Los bandoleros sociales son descritos por Hobsbawm como grupos de campesinos que se sitúan fuera de la ley enfrentándose a señores y estados que les consideran criminales, pero vistos por sus semejantes como héroes justos a los que es preciso ayudar. Este fenómeno es, según Hobsbawm, exclusivamente rural y se compone de campesinos y trabajadores sin tierra oprimidos por señores o gobiernos. Este tipo de bandolerismo se extiende con mucha facilidad en determinadas zonas de Europa —Hobsbawm pone como ejemplo Cerdeña, Andalucía o el Kuncság húngaro— en épocas de hambrunas, miseria y crisis económicas. Cuando se habla de bandidos «no se trata tanto de rebeldes sociales o políticos, ni mucho menos de revolucionarios, como de campesinos que se niegan a someterse y al hacerlo se ponen en cabeza de sus compañeros, o incluso más simplemente de hombres que se encuentran excluidos de la trayectoria normal de su gente y que, por tanto, se ven forzados a quedar fuera de la ley y a caer en la "delincuencia"» (Hobsbawm, 2001, p. 41). Estos grupos de bandidos se constituyen como colectivos de "ayuda mutua" más que con ninguna pretensión revolucionaria. No obstante, advierte Hobsbawm, en ocasiones estas acciones de bandidaje si han desembocado en verdaderos movimientos revolucionarios que reaccionaban frente a un progreso que les dejaba al margen y en una situación de precariedad y miseria, «cuando el bandidaje se incorpora a un movimiento más amplio, se convierte en parte de una fuerza que puede transformar y que de hecho transforma la sociedad» (Hobsbawm, 2001, p. 45). El bandidismo social en muchos puntos pudo servir de precursor para movimientos revolucionarios campesinos, como ejemplo Hobsbawm menciona el paso del bandolerismo andaluz a constituirse este territorio en una zona de especial arraigo del anarquismo rural a finales del siglo XIX y principios del XX.

10«A partir del momento en que alguien entraba en la prisión, se ponía en marcha un mecanismo que lo convertía en un infame; y cuando salía no podía hacer nada más que volver a recaer en la delincuencia. Entraba necesariamente en el sistema que lo convertía en un rufián, en un policía o en un confidente de la policía» (Foucault, 2014, p. 601).

Recibido: 17 de Abril de 2021; Aprobado: 14 de Febrero de 2022

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