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Revista Guillermo de Ockham

versión impresa ISSN 1794-192Xversión On-line ISSN 2256-3202

Rev. Guillermo Ockham vol.17 no.1 Cali ene./jun. 2019  Epub 11-Feb-2021

https://doi.org/10.21500/22563202.3460 

Artículo original

Las emociones: Una breve historia en su marco filosófico y cultural. Edad Media*

Emotions: A brief history in its philosophical and cultural framework. Middle Ages

Iván Alfonso Pinedo Cantillo1 
http://orcid.org/0000-0001-9319-7110

Jaime Yáñez Canal2 
http://orcid.org/0000-0001-9839-1123

1Facultad de Ciencias Humanas; Universidad Nacional de Colombia; Bogotá; Colombia

2Departamento de Psicología; Facultad de Ciencias Humanas; Universidad Nacional de Colombia; Bogotá; Colombia.


Resumen

Aunque las emociones se encuentran en el núcleo de quienes somos, su naturaleza y estructura continúan siendo hoy en día un amplio campo de investigación para diferentes disciplinas científicas. No obstante, como muchos otros temas de investigación actual las emociones tienen unos antecedentes y una historia que conviene tener presente para ubicar los conceptos, los debates y las diversas aproximaciones teóricas en el marco cultural y las tradiciones de pensamiento que les dieron origen. En este artículo haremos un breve recorrido por la historia de las emociones en la época medieval, de tal manera que el lector pueda reconocer, a grandes rasgos, las interpretaciones y posturas originales que desencadenaron múltiples comprensiones teóricas en torno a estos fenómenos físicos y mentales que conforman nuestra existencia.

Palabras clave: emoción; pasión; filosofía; historia; Edad Media

Abstract

Although emotions are at the core of who we are, their nature and structure continue to be subject of research for different scientific disciplines. However, like many other current re-search topics, emotions have a background and history that should be taken into account to contextualize the concepts, debates and diverse theoretical approaches within the cultural framework and schools of thought that gave rise to them. In this article we make a brief tour through the history of emotions in the Middle Ages in such a way that the reader can recog-nize, in general terms, the original interpretations and postures that triggered the development of multiple theoretical approaches around these physical and mental phenomena that shape our existence.

Keywords: emotion; passion; philosophy; history; Middle Ages

Introducción

El término emoción ha demostrado ser, desde la antigüedad, un concepto ambiguo y con variadas significaciones. Desde los primeros filósofos griegos la emoción ha estado en el centro de las preocupaciones reflexivas y en los intentos conceptuales que se ocupan de esclarecer y solucionar los difíciles problemas relacionados con el comportamiento y la acción humanos. Desde la antigüedad, las pasiones y emociones se asociaron a determinadas valoraciones de la conducta humana y a reflexiones morales que marcaron la comprensión de estos fenómenos humanos a lo largo de la historia.

En el mundo antiguo, las reflexiones morales se relacionaban con planes de vida buena y con una serie de virtudes necesarias para el desarrollo de estos ideales de perfección, los cuales se ligaban generalmente al concepto de razón y a la capacidad intelectual, dimensiones altamente valoradas por las muchas corrientes de pensamiento. En contraste, las emociones cumplían una función negativa al relacionarlas con formas de vida condenables o con vicios que habrían de señalarse para su erradicación. El par razón-emoción tuvo, por tanto, desde la Grecia antigua, un significado valorativo: la pasión era aquello que debía condenarse por estar alejado de los ideales de vida propuestos o significaban aquellas dimensiones sobre las cuales la razón debía ejercer una función de control para que no se obstaculizaran los planes perfeccionistas de búsqueda de la excelencia humana.

El significado valorativo del par razón-emoción determinó, por consiguiente, el desarrollo posterior de las conceptualizaciones morales en la cultura occidental. En la Edad Media, esta significación valorativa adquirió su forma más clara en el pensamiento cristiano. La razón se asoció al espíritu o a la presencia de Dios, que a su vez adquiría un control sobre esos aspectos pasionales que nos ligaban a una naturaleza animal o a deseos que nos alejaban de los ideales perfeccionistas que nos habrían de conducir a la vida eterna. Desde los Padres de la Iglesia, la pasión se ligó al cuerpo, fuente de deseos y susceptible a los vicios y las tentaciones. El significado valorativo de la diada razón-emoción adquirió, entonces, un rostro cristiano que condenaba la pasión a poseer características primordialmente negativas. La emoción se convirtió en un conjunto de fuerzas contrarias al espíritu y un impulso que pondría a prueba nuestra voluntad y nuestra búsqueda del amor y la perfección divinos. Las enseñanzas de Cristo y su ejemplo de amor incondicional, tal como Pablo de Tarso lo había interpretado en sus cartas apostólicas, serían parte de esa dimensión espiritual que podría transformar nuestro cuerpo pecaminoso y pasional en un dispositivo orientado al cumplimiento de la voluntad de Dios.

Desde el medioevo se configuró un significado del concepto de emoción que se observa en nuestro sentido común y en algunas posturas psicológicas del mundo contemporáneo. La emoción pasó a verse como parte de ese espacio oscuro en el que se generan los deseos, los cuales, agazapados, esperan la ocasión para engañar o entorpecer el ejercicio de la razón. A pesar de que este no es el único sentido actual sobre el concepto de emoción, es claro que ocupa un lugar importante en variados campos culturales e intelectuales.

Con base en estos presupuestos, queremos hacer una presentación de los significados del concepto de pasión en la Edad Media como parte de un intento más amplio de construir una historia del término emoción en la cultura occidental. Si bien en toda aproximación histórica los vínculos con diferentes tradiciones del pensamiento son en exceso complejos, nos atrevemos en este texto a sugerir algunas nociones que podrían ofrecer vías heurísticas para entender las concepciones del término en las disciplinas sociales contemporáneas.

Si bien habremos de usar indistintamente los vocablos emoción, pasión y afecto, es preciso aclarar que la noción de emoción es de reciente aparición.1 Es solo hasta el siglo XIX, con Darwin y su importante obra La expresión de las emociones en los animales y en el hombre, y las investigaciones del médico Thomas Brown Lecturas sobre la filosofía de la mente humana (Dixon, 2010), cuando el término emoción empieza a ser usado de manera recurrente por biólogos, filósofos y psicólogos. En los siglos anteriores, los términos comunes eran pasión, afección, afecto, y otros emparentados. Pero independientemente del término usado, habremos de referirnos a ese componente de la vida humana que la larga tradición dicotómica occidental ha revestido pocas veces de una significación positiva: la emoción.

Las emociones en el cristianismo medieval

El pensamiento medieval en torno a las pasiones abarca un largo periodo que oscila entre el año 395 d. C., cuando se divide el imperio romano en Oriente (bizantino) y Occidente (cristiano), hasta el siglo XV d. C., cuando aparece el movimiento cultural de renovación y cambio denominado Renacimiento. Pero las raíces del pensamiento medieval son anteriores a estas fechas. Para comprender las diversas interpretaciones que tuvieron lugar en la Edad Media en Occidente bajo el dominio del cristianismo, debemos remitirnos necesariamente a la época patrística o de los Padres de la Iglesia, quienes se esforzaban por comprender y expresar los fundamentos epistemológicos, antropológicos y ontológicos de la nueva fe en Cristo Jesús. Estos pensadores cristianos asumieron la tarea de entender el mensaje cristiano y diferenciarlo de otros pensamientos a partir del estudio de los Evangelios. La propagación de la nueva fe exigía, por tanto, interpretar correctamente los textos bíblicos, adoptar los conceptos de la filosofía griega necesarios para expresar adecuadamente el nuevo pensamiento y eludir interpretaciones erróneas o herejías. La comprensión de las pasiones quedó atrapada en esta bisagra que asumía ideas provenientes de la filosofía griega, particularmente de las escuelas helenísticas, con la novedad del pensamiento cristiano (Langa, 2011).

En el periodo de la patrística (siglo II d. C. a siglo V d. C.), los tratados en torno a las pasiones recogieron numerosas doctrinas estoicas romanas sobre la inconveniencia de estos estados desordenados del alma para alcanzar una vida de perfección y sabiduría, pero también integraron las nuevas ideas cristianas sobre las virtudes que conducen a alabar y hacer reverencia al Creador. El estoicismo en su versión romana (Séneca, y Epicteto) sostenía que la sabiduría y el ideal de vida que deberían impulsarse estaban en estrecha relación con la anulación de las pasiones, pues era el método terapéutico adecuado para el individuo que pretende ser virtuoso. Las pasiones merecían la condenación de los autores de esta tradición filosófica, toda vez que conducían al hombre a lo pasajero y a satisfacciones que lo alejaban de nobles propósitos. La tarea del filósofo era, precisamente, extirpar y reducir al mínimo estas pasiones que generan conductas absurdas y problemáticas contrarias a la virtud (Boeri & Salles, 2014).

Esta visión estoica se llevó a su máxima expresión en los filósofos cristianos que condenaron toda manifestación de las emociones. El cristianismo primitivo retoma, entonces, estas tesis defendidas en la antigüedad y problematiza aún más la oposición entre razón y emoción, al asociar las pasiones con una visión negativa del cuerpo en cuanto lugar donde acontece el conflicto permanente con la vida del espíritu (Colish, 1985). En este contexto, la interpretación que los Padres de la Iglesia hacen de las cartas de San Pablo en el Nuevo Testamento, es una clara invitación a los cristianos a adquirir una fortaleza heroica que les permita sobreponerse a las debilidades propias de nuestra especie y luchar contra los desórdenes de la carne y el desenfreno de las pasiones.

La teología paulina es recurrente al referirse a la lucha entre carne y espíritu. La carne y su explícita asociación con el pecado está en estrecha relación con las pasiones, de ahí que en sus cartas Pablo de Tarso se refiera constantemente del hombre “viejo” dominado por las pasiones (envidia, concupiscencia, lujuria y demás tendencias humanas) que lo alejan de su Creador y elogie las actitudes del hombre nuevo en Cristo guiado por el amor y la benevolencia, que constituyen la base del nuevo cúmulo de virtudes promovidas por el cristianismo (Brown, 1988). La afirmación de Jesús contenida en uno de los pasajes del Nuevo Testamento, según la cual lo que sale del cuerpo es lo que contamina al ser humano, se interpreta en este contexto de la patrística en relación con las emociones y su consecuente condena. La expresión de las emociones materializadas en la carne, particularmente aquellas que implican un descontrol del agente moral como la ira, el deseo sexual y la envidia, entre otras, son motivo de vergüenza y contrarias al espíritu que nos debe guiar para alcanzar la salvación.

Para entender estas posturas debemos hacer algunas consideraciones importantes. En el mundo antiguo y medieval, el esclavo es condenado y su sometimiento es justificado al atribuírsele una serie de conductas que lo conducen a estar al servicio de otros. Esta visión del esclavo eses asocia a esa dimensión del cuerpo que debe ser sometida a los poderes de una instancia superior. Desde Platón y mucho antes, cuando la sociedad tenía su paralelo metafórico en la psique individual, el esclavo ocupaba los lugares más bajos y sus impulsos deberían ser dominados. El cuerpo, al igual que el esclavo, estaba destinado a ser sometido por su naturaleza baja, por sus pasiones y por la ausencia de nobles ideales. Solo instancias superiores encarnadas en la razón o por designios divinos, tenían licencia para condenar y someter esas instancias que impedían establecer acuerdos y metas por el bien de la humanidad (Graver, 2007).

En este entorno de condena de la esclavitud, el mensaje de Pablo y su énfasis en la muerte y sufrimiento de Cristo, quien soporta las flagelaciones sobre su cuerpo, ofrece la más radical de las visiones del mundo antiguo sobre cómo la parte corporal debe someterse para lograr el encuentro con Dios Padre, la fuente de esa dimensión espiritual que nos aleja de los riesgos a que nos exponen esas expresiones vividas de manera pasiva. Cristo, en su padecimiento, supera los dolores del cuerpo y cualquier tendencia pasional asociada a la materialidad de este mundo, para alcanzar luego la gloriosa resurrección. La pasión, por consiguiente, como dimensión ligada a esa parte pasiva2 que debe someterse, se convierte en una ofrenda para lograr los niveles superiores a los que están destinados los hijos de Dios.

En este contexto, el mensaje cristiano se abre paso en medio de un mundo pagano radicalizando la oposición cuerpo-alma, pecado-pureza, carne-espíritu, hombre viejo-hombre nuevo y condenando, de paso, toda expresión emocional y la dicotomía que se relacione con el cuerpo (Trigg, 1983). El cristianismo primitivo partirá, por consiguiente, de una visión negativa de las pasiones que subyugan con enorme poder y encanto al ser humano y lo desván del fin último de su vida, a saber, la salvación eterna. En la Edad Media se mezclan (insistimos en ello), las doctrinas estoicas de una vida guiada por la razón que se impone a las malas inclinaciones y apetitos, y la doctrina evangélica, que nos habla del freno continuo que se debe aplicar para moderar los excesos pasionales.3 Estos elementos alcanzan su máxima aplicación en la ascética y en la mística, particularmente mediante los ejercicios de perfección que deben purificar el alma de vicios y pecados para así establecer un verdadero equilibrio pasional mediante la prudente pero enérgica represión del afecto desordenado y la moderación de sus excesos (Cuesta, 1945). Equilibrio que consiste, en resumidas cuentas, en la mortificación de las pasiones en lo que suelen y pueden tener de desordenado. Este equilibrio no pide, como los estoicos, la desaparición entitativa de las tendencias pasionales, pero exige que estas inclinaciones no influyan en la conducta voluntaria del sujeto pasional.

La ascética prepara el alma para alcanzar un equilibrio más elevado en la mística. En los estados místicos se reducen a la total sumisión aquellos excesos pasionales que puedan obstaculizar la definitiva unión con Dios, obtenida mediante las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. Como se puede entrever, la doctrina católica de las pasiones no se queda en la mera represión de las fuerzas desordenadas ni en el solo sometimiento a la razón, sino que se propone enderezar estas fuerzas y encaminarlas por senderos superiores hasta obtener la anhelada unión con Dios. Este control y reorientación de las pasiones no se logra exclusivamente mediante el esfuerzo humano sino por medio del auxilio y la participación de la gracia divina. Esta visión originaria que surgió en el cristianismo primitivo, alimentará casi toda la reflexión medieval en torno a las pasiones y se encaminará a levantar una estricta postura moral en la cual las virtudes cristianas del amor, la piedad, la fortaleza y el rechazo de la concupiscencia, se erigen como las conductas apropiadas que habrán de suplantar la fuerza arrasadora de las emociones. San Agustín y Santo Tomás, Padres de la Iglesia, darán cuenta de esta comprensión medieval de las pasiones cuyas ideas aún resuenan en muchas posturas eclesiales del presente (Padovese, 1996).

Los Padres de la Iglesia

Los Padres de la Iglesia, como Gregorio Nacianceno y San Basilio, insistían en la necesidad de mortificar el cuerpo para controlar las pasiones, pues estas reflejaban la naturaleza caída del ser humano y la tendencia al pecado. Particularmente, la inclinación al goce carnal pone en juego la tendencia natural del hombre hacia el placer y la ausencia de dolor, aspecto que conlleva un desenfreno en las emociones. Estos predicadores del cristianismo primitivo afirmaban que por falta de temperancia, las pasiones descontroladas convertían al ser humano en presa fácil de una gran variedad de deseos que lo alejaban del fin último para el cual fue creado: alabar y glorificar a Dios, nuestro Señor. Se trataba, entonces, de una manera particular de leer los Evangelios que consideraban las pasiones un obstáculo para la vida espiritual y el progreso en la virtud. Debemos recordar que en este periodo en que los padres de la Iglesia comunicaban sus reflexiones morales y teológicas, el cristianismo está en proceso de consolidación como nueva experiencia religiosa, en medio de formas de vida paganas en las que el hedonismo y el desenfreno de las pasiones era una actitud habitual.

En su Apología contra los gentiles, Tertuliano es enfático en plantear que el maligno pone en las almas pasiones repentinas y excesos extraordinarios y violentos que las arrastran hacia acciones inmorales. Tal es el caso de los pueblos paganos que ofrecen sacrificios a diferentes ídolos. Dice el pensador que mucho le ayuda al maligno la sutileza y tenuidad para “apestar los buenos frutos” de las almas, enfureciendo a las personas con locas lascivias, desatinados furores, crueles torpezas y errores varios que ciegan la recta razón. También añade el presbítero de Cartago en sus cartas, que el plato más apetecido por el maligno es apartar a los hombres del conocimiento de la divinidad verdadera por medio de los engañosos y sutiles encantos de las pasiones (Di Bernardino, 2010).

Para contrarrestar lo anterior, se observa en este contexto eclesial de los primeros siglos del cristianismo una preocupación de los Padres de la Iglesia por predicar las virtudes que emanan del Evangelio y están en consonancia con las enseñanzas de San Pablo a las diferentes comunidades griegas: ser firmes en la caridad, tener compasión por el prójimo, no dejarse arrastrar por la concupiscencia y tomar distancia frente a prácticas sexuales desviadas y libertinas. Las pasiones -conviene insistir- son por tanto vistas bajo una óptica negativa porque al igual que los estoicos son contrarias a la razón y para el seguimiento de Cristo son un obstáculo, pues están asociadas con la tendencia al pecado y el alejamiento de Dios.

Esta relación entre pasión y pecado se materializó en lo que en la temprana Edad Media la Iglesia denominó los siete pecados capitales: glotonería, avaricia, pereza, lujuria, envidia, ira y orgullo, todos emociones o poseedores de una cualidad emocional que los identifica. Evidentemente se trata de estados del ánimo o sentimientos turbios que rompen la relación con Dios. De acuerdo con algunas ideas similares a la doctrina de los primeros movimientos del alma planteada por los estoicos,4 la Iglesia determinó que estas pasiones se podían expresar en diferentes niveles o momentos. En un primer momento se presentaban como una tentación para el creyente, en cuanto motivaban el deseo de abrazar y apegarse a las cosas de este mundo (primer movimiento). En un segundo momento (segundo movimiento), gracias a la imposición de la razón y la voluntad el hombre habría de resistirse a estos impulsos. De esta manera, el cristianismo propuso una forma de dominio de las pasiones que aún se conserva como camino para alcanzar la santidad en este mundo y la salvación en la vida eterna (Oatley, 2004).

El tratado de Gregorio Nacianceno contra el enojo constituye un ejemplo del análisis particular de las pasiones el contexto de la patrística. El enojo constituye una pasión típica que genera un descontrol en la persona, incluida una modificación corporal súbita que propicia cierto comportamiento reprobable propio de la esclavitud del alma. Frente a esto, Gregorio insiste en la necesidad de volver a la oración, la reflexión sosegada y la meditación de la palabra de Dios, en pasajes claves como el sermón de la montaña y las escenas de Jesús que acepta su destino hacia la cruz. La idea, entonces, es transformar el enojo en humildad y esperanza. En este sentido, la propuesta de los Padres de la Iglesia se aproxima a la doctrina estoica sobre la apathia y la búsqueda de un control total de las pasiones. También es importante resaltar que en estos primeros años del cristianismo surgió lo que los padres llamaban la fuga mundi o deseo ferviente de alejarse del ambiente mundano en el que dominaban las pasiones, para retraerse a la soledad de la oración y el silencio meditativo. Era frecuente, por consiguiente, que algunos devotos seguidores del Evangelio asumieran una actitud ascética de sacrificio y penitencia, alejados de las tumultuosas ciudades, como forma concreta de controlar las pasiones del alma (Padovese, 1996).

También surgieron interpretaciones curiosas de las pasiones, que buscaban unir diferentes visiones teológicas con elementos fisiológicos. Nemesio de Emesa, influenciado por Galeno, escribió un texto sobre la naturaleza humana en el cual consideraba las emociones como un movimiento que se daba en el sistema del humor y el espíritu (pneuma). Según esto, el órgano de la facultad apetitiva era el hígado y el de la facultad espiritual el corazón. Como en otras doctrinas sobre las emociones, Nemesio postulaba que las emociones ocurrían como producto de una representación activa de un objeto evaluado desde un sentimiento de placer o desagrado y que genera un movimiento de los órganos emocionales. Si se siente placer o dolor el cuerpo responde de una manera determinada. De forma relacionada y en coincidencia con los estoicos, considera que las “malas” pasiones ocurren en el alma como consecuencia de una educación defectuosa, de la ignorancia o de una constitución corporal débil (Knuuttila, 2004).

Como ya lo hemos formulado, la influencia de la filosofía griega, especialmente aristotélica y estoica, fue decisiva para los planteamientos morales del cristianismo primitivo. Para los filósofos griegos, la moral se establece en función de unos fines o ideales de realización de una vida buena, en los que las virtudes son los medios con los cuales se alcanzan esos ideales. Determinadas formas de vida que propiciaban las empresas colectivas y cierto comportamiento ciudadano, eran elogiadas por los autores antiguos y a partir de ellas entendían lo que era un comportamiento auténticamente virtuoso. Aristóteles, por ejemplo, al establecer la felicidad como el fin último de la vida proponía en su ética la prudencia como término medio entre dos extremos no virtuosos, lo cual implicaba comportarse con una respuesta emocional equilibrada de acuerdo con la situación, la persona indicada y el tiempo que la situación ameritaba (Ética Nicomaquea, 1105b31110). Los estoicos, por su parte, al condenar ciertas formas de vida y creencias ligadas a las pasiones, buscaban erradicar no solo las conductas que se desprendían de ellas, sino también las emociones en sí mismas.

De forma similar a los antiguos, los pensadores cristianos propusieron un nuevo telos: la salvación eterna y una serie de cualidades o virtudes humanas novedosas que había que cultivar para alcanzar esa anhelada meta de la existencia. De esta manera, las virtudes cristianas como forma de adquirir un carácter santo o coherente con la palabra de Dios, se convierten en la guía moral que debe orientar la conducta personal y social de todos aquellos comprometidos con su salvación y la de sus hermanos. Estas virtudes que conducen a la excelencia humana tienen mucho que ver -como ya lo hemos resaltado- con el control de las pasiones que obstaculizan el encuentro definitivo del creyente con Dios.

San Agustín y la pasionología

La vida y obra de este gran santo de la Iglesia ha tenido enorme influencia tanto en la visión moral católica como en las posturas cristianas alrededor de las pasiones. Su punto de vista ético está estrechamente ligado a lo que fue su propia experiencia personal de vicio y virtud, lo que lo convirtió en uno de los autores católicos que más se preocupó por contrarrestar el influjo negativo de las pasiones en el sendero hacia la patria celestial. En su juventud San Agustín participó en el maniqueísmo de Cartago, doctrina que formulaba que la realidad estaba constituida por el bien y el mal como principios esenciales. Las dificultades de esta teoría -que el santo reconocería- consistían en que el bien sucumbía “impotente” ante el mal, lo que conducía a una visión pesimista que negaba toda posibilidad de progreso moral. Más tarde, en su búsqueda constante de certezas estudia el escepticismo de la Academia Nueva, aspecto que lo llevaría a aceptar transitoriamente la actitud de duda frente a todas las cosas y la imposibilidad epistemológica de encontrar la verdad. Pero tanto el maniqueísmo como el escepticismo terminaron decepcionando al santo de Hipona. En esta época, San Agustín, tal y como expresa en las Confesiones, se consideraba un hombre llevado por la concupiscencia y los deseos pasionales irrefrenables, tendencias que lo alejaban del camino de la salvación como lo expresó posteriormente en su diario espiritual (García, 1995).

Luego de pasar por estas doctrinas, san Agustín empieza a relacionarse con las cartas de San Pablo y descubre en el cristianismo una nueva orientación para su vida. En el año 387 cambia radicalmente su forma de pensar al bautizarse y aceptar el mensaje de Jesucristo como fin último de la existencia humana. Luego, en el año 396 fue consagrado obispo de Hipona. De ahí en adelante su vida girará en torno a las disertaciones teológicas, la búsqueda de la verdad, la lucha contra los herejes y el desarrollo de una serie de consideraciones morales para guiar a los creyentes por los caminos del Señor (Olmo, 2008).

Sin preocuparse por una definición precisa y detallada de la pasión, se refiere sencillamente a las “perturbaciones del alma”, movimientos que recibieron de los griegos el nombre de pathe y corresponden a lo que algunos latinos denominaron perturbationes, afectus o affectiones. Otros prefirieron conservar el nombre derivado del griego passiones, que prevaleció en tiempos posteriores. Para san Agustín, la pasión es un movimiento producido en las partes inferiores del alma provocado por algún elemento u objeto exterior estimulante y de suyo apto para conmover la razón y prevalecer sobre ella (Knuuttila, 2004).

Pero la razón debe permanecer firme y resistir, tratando de dominar la parte inferior para que así se ejerza el reino de la virtud. La mente debe frenar y moderar las pasiones para que se conviertan en uso de la justicia, dice el santo de Hipona. Como se ha afirmado, Agustín sintió y experimentó por sí mismo la furia de las pasiones, razón por la cual en muchos pasajes de su obra describe los diversos estados afectivos de su vida, desde el tortuoso proceso de conversión al cristianismo hasta los años maduros de su vida cuando alcanzó la moderación y gobierno de estas turbaciones, con una voluntad recta y un corazón puro (Gilson, 1949).

Para el santo obispo, lo más interesante no es saber si existe la ira, sino por qué alguien se enoja; ni por qué está triste, sino de dónde proviene su tristeza; ni si tiene miedo, sino más bien qué es aquello a lo que teme. A esta actitud algunos estudiosos de san Agustín denominaron pasionología o interés por comprender la fuente común de todas las pasiones humanas (Cuartas, 1955). Ahora bien, Agustín considera que las pasiones nada tienen de reprensible, sino que es propio de la flaqueza e inconstancia de la vida el experimentar afectos y pasiones incluso en medio de los ejercicios virtuosos.

En este contexto, Agustín no se preocupó por hacer una división completa de las pasiones ni encasillarlas según sus características; más bien se centró en una de ellas: el amor y a partir de allí derivó varias consecuencias para otras pasiones. El amor para el santo lo es todo. Todos los resortes y actividades de la vida del individuo están movidos por el amor. El obispo de Hipona considera el universo entero sometido al amor y quiere explicarlo todo por él. Hacia él convergen, como a su centro, todos los problemas afectivos (Cuesta, 1945). El amor nos lleva a Dios o nos aparta de Él y es por lo tanto el fundamento de la vida moral, la religiosidad y el criterio para juzgar las pasiones. Según esto, el mayor cuidado que debemos tener en este mundo no es en el modo de vivir, sino en las elecciones sobre lo que se debe amar. La virtud consiste, precisamente, en amar lo que se debe amar y no buscar otras cosas, razón por la cual no debemos llamar justo al que conoce el bien sino al que lo ama. Si el amor es el motor íntimo de la voluntad y si la voluntad caracteriza al hombre, se puede afirmar que el hombre es esencialmente movido por su amor (Cuartas, 1955).

Fundamentado en el amor, san Agustín da una especial importancia a cuatro pasiones o perturbaciones: deseo, temor, alegría y tristeza, que en opinión de diversos estudiosos son la fuente de todo vicio de las costumbres humanas. Al deseo lo suele designar con el nombre de cupiditas unas veces y otras con el más genérico de concupiscentia, términos que en ocasiones se asocian en sus escritos con mala voluntad y amor desordenado que nos aparta de Dios. Cabe anotar que el deseo en sí mismo no es malo o culpable. La negatividad radica en su desorden en cuanto tiende a dominar la razón y se convierte en fuente de grandes males y pecados. Los deseos no conocen límites, son insaciables y difícilmente extinguibles (san Agustín, 2001). Por ejemplo, la codicia de cosas materiales cada vez crece y desea más. Su ardor es brutal y desconoce los límites de lo necesario, de lo normal, de lo lícito y de lo permitido. En este caso, la voluntad humana no es libre porque está sujeta a deseos que la ligan y la vencen. Lo anterior indica que la voluntad buena o mala es aquella que da bondad o malicia a las pasiones, las cuales son en sí mismas indiferentes. Tanto los buenos hombres como los malos experimentan deseos, temores, alegrías y tristeza, pero los unos lo experimentan para bien y los otros para mal, según sea la voluntad (Cuartas, 1955).

La alegría, que para San Agustín es sinónimo de gozo, es la satisfacción o conmoción agradable del apetito que ya ha conseguido el bien anhelado. Ahora bien, no puede existir gozo verdadero sino entre los hombres buenos y de conciencia recta, porque los gozos provenientes de la riqueza o de los placeres carnales son verdadera locura e impedimento para el amor a Dios. De esta manera, goza más el hombre con buena conciencia entre las molestias de la vida, que con mala conciencia entre las delicias. Con respecto a este punto, en La Ciudad de Dios san Agustín hace reflexiones espirituales que invitan a gozarse en Dios y por Dios y a pensar en el gozo y felicidad supremos que se experimentarán en la otra vida. Es una alegría inefable destinada a los ciudadanos de la ciudad celestial y no el gozo de los mundanos que, perdidos en la ciudad terrenal, se alejan cada vez más de Dios y persiguen frenéticamente sus vanos deseos (San Agustín, 1958).

La tristeza es un dolor del alma cuya bondad o malicia dependen de la voluntad y de la rectitud del amor. La tristeza es repugnante cuando se duele del bien ajeno; es decir, cuando se ha convertido en envidia. Pero, en cambio, la tristeza que se tiene del mal ajeno eleva el alma, es piadosa y se convierte en compasión cuando se sufre con el que sufre. La tristeza y el dolor no son pecados sino manifestaciones que dependen del motivo que las genera. Cuando este motivo no se genera por un ejercicio de amor se convierten en vicios condenables (Moriones, 2004).

Sobre la ira, dice el santo, es el apetito de venganza o movimiento del alma que incita a aplicar el castigo. Por sus características, se torna desordenada y turba la razón, lo que fácilmente conduce al odio. Como otras pasiones es natural y obra del creador, pero sus excesos deben ser reprimidos por la razón. En síntesis, tal y como se ha expuesto, las pasiones se desvían frecuentemente en forma exagerada hacia objetos no apropiados ni buenos, debido a la debilidad de nuestras potencias superiores (razón y voluntad), que solo la fe en Dios convierte en pilares que ayudan a organizar y gobernar las pasiones inferiores. La vida humana es, por tanto, una lucha permanente contra esas perturbaciones del alma que no cesan sino con la muerte. Por presencia de la gracia divina, que según san Agustín habita en nuestro interior para iluminar al hombre creyente en la consecución de su meta última, el hombre logra el acercamiento y la contemplación beatifica del Padre Eterno. Esta gracia es la fuerza superior con la que contamos para enderezar las pasiones y orientarlas por la senda de la virtud y el sumo bien.

Estas breves nociones sobre la pasionología desarrollada por san Agustín, son una muestra de algunas de las ideas fundamentales que repercutieron significativamente en las doctrinas morales cristianas defendidas por la Iglesia católica, incluso hasta nuestros días. En el trasfondo del pensamiento del obispo de Hipona, permanece la vieja dicotomía entre razón y emoción planteada por la filosofía griega, pero mediada por las nuevas ideas de la Iglesia que postulan que si las pasiones se asocian con el pecado y el alejamiento de Dios, la razón y la voluntad lo hacen con la iluminación divina, la verdad y la fuerza de la fe que doblegan estos estados excesivos del alma. Santo Tomás de alguna manera heredará estas nociones agustinianas sobre las pasiones y las complementará con otras posturas filosóficas y teológicas desarrolladas por el pensamiento escolástico.

Santo Tomás y las emociones

Santo Tomás, más fiel heredero de la tradición del pensamiento de Aristóteles, asumirá algunas categorías de análisis del estagirita para establecer su posición frente al complejo mundo de las pasiones. En contra de la teoría platónica, el dualismo aristotélico no pretende establecer una oposición entre cuerpo y alma como si se tratara de realidades de naturaleza contraria. Alma y cuerpo son complementarios y no opuestos. Poseer alma es propio de todo ser animado, ya que las plantas y los animales también la tienen. El alma es principio vital; es decir, aquello que da vida y energía al cuerpo. Así, encontramos tres funciones que el alma cumple: vegetativa, sensitiva y racional o intelectiva, esta última exclusiva del ser humano. El alma intelectiva supone las otras dos y se caracteriza por tener procesos de reflexión, deliberación y elección. Según lo anterior, Tomás reconoce la idea aristotélica según la cual las pasiones son dimensiones cognitivas y perceptivas de los seres humanos a las cuales no podemos renunciar.

En la Suma Teológica I-IIae restableció el concepto de emoción como afección con modificación corporal. Es el movimiento del apetito sensible que usa órgano corporal: modificaciones súbitas que involucran la mente y el cuerpo. Para tal efecto, establece la idea de los apetitos sensitivos (concupiscible e irascible) como potencias por las cuales el hombre y los animales tienden hacia los objetos representados por los sentidos. En la medida en que mediante los sentidos el sujeto registra cosas, personas, situaciones y acciones que pueden calificarse como convenientes o inconvenientes, se producen respuestas tendenciales denominadas pasiones y emociones: miedo, alegría, tristeza, etc. Las pasiones son afecciones interiores y las emociones sus manifestaciones visibles exteriormente.

Para el aquinate, las pasiones son actos del apetito sensitivo comunes al hombre y al animal. Pero estos actos participan de la moralidad en cuanto son regulados por la recta razón, o en diferentes situaciones puede que no sean reprimidos por esta, como sería conveniente. En la visión de santo Tomás, la voluntad puede ejercer un dominio efectivo sobre las pasiones. A diferencia de los animales que ante la actividad concupiscible e irascible reaccionan inmediatamente por ejemplo la huida veloz por el miedo a un depredador, el hombre no necesariamente se mueve automáticamente frente a los impulsos del apetito irascible y concupiscible (obrar por pasión), sino que puede esperar la intervención de la voluntad que, a su vez, está dominada por la parte superior de la razón (juicio racional).

La voluntad, por tanto, debe moderar las pasiones sirviéndose de virtudes como la fortaleza y la prudencia, pero también puede aprovechar las emociones para estimular otro tipo de virtudes significativas para el creyente. En De veritate, refiriéndose a Las pasiones del alma, nos dice el santo que, por ejemplo, la emoción de la compasión facilita en nosotros el ejercicio de la virtud de la misericordia, al producirse un tipo de tristeza que se da al considerar el mal ajeno como propio. En este caso, la tristeza se convierte en un estímulo para buscar un remedio a la necesidad del prójimo, lo cual es un bien para el alma del cristiano (Pasnau, 2002). La emoción laudable del pudor facilita la virtud de la castidad al no exponer el cuerpo a las tentaciones de la sensualidad. Santo Tomás se sitúa así en un plano superior a los dos extremos opuestos frente a las pasiones, representados por un lado por el estoicismo, que juzga malas todas las pasiones, y por otro por el hedonismo que las glorifican (Dixon, 2006). De esta manera, las pasiones, bien reguladas por la voluntad, son fuerzas que nos ayudan al bien moral.

Las pasiones son efectos directos del apetito sensitivo sobre el alma, y estas, a la vez, impulsan a ejecutar o evitar determinada acción (lo que se denomina moción: movimiento hacia), o también los grandes deseos de algo (pasión) impulsan a su adquisición (moción o movimiento a obtener lo que se desea). Por ejemplo, cuando tenemos mucho miedo (una pasión) salimos huyendo (movimiento corporal).

Partiendo de esta concepción, Tomás clasifica las pasiones básicas que surgen del apetito concupiscible y están relacionadas con el bien y el mal (entendidos como conceptos referidos únicamente a sí mismos). Estas son el amor, el odio, el dolor, la tristeza, la alegría, el deseo y la aversión; y las que surgen del apetito irascible que se refieren al bien o al mal. En cuanto el primero, es difícil de conseguir y el segundo difícil de evitar. Estas son: la esperanza, la desesperación, el temor, la audacia y la ira. Las emociones que pertenecen al apetito concupiscible se refieren a movimientos y acciones que conducen a la obtención de un bien o un alejamiento del mal, mientras que las que pertenecen a la parte irascible influyen en la aparición de las emociones concupiscentes (García, 1995; Manzanedo, 1984).

Para santo Tomás, todas las pasiones son afecciones que involucran a la mente y al cuerpo, lo cual indica cómo las pasiones no solo implican determinados estados mentales o psíquicos, sino también cambios corporales como sudoración, enrojecimiento, aceleración en la respiración, etc. Según el aquinate, las pasiones no son estados previamente elegidos, no son elecciones libres del individuo, sino reacciones automáticas de los apetitos sensitivos frente a loes registrado o representado como un bien o un mal (Knuuttila, 2004).

En relación con la tristeza, considera, por ejemplo, que se trata de un estado del alma a la que le acontece un mal como producto de un acto, en el que el apetito concupiscible odia o rechaza un objeto. También hay tristeza cuando el sujeto siente afección porque no ha podido rechazar un mal por debilidad de la voluntad. El gozo, por el contrario, es la afección que se da por la obtención del bien apetecido. En este contexto, Tomás distingue la tristeza del dolor: “El dolor es la pasión que resulta de la aprehensión sensible de un daño externo, en cambio, la tristeza es la aprehensión interior de ese dolor físico” (Moya, 2007, p. 160).

Aunque Tomás considera que la tristeza es una pasión del alma que puede afectar el papel de las virtudes en la acción humana, asume que la pasión más importante que debe guiar al creyente cristiano es el amor, que determina el bien al que hay que dirigirse y evita u odia el mal. El modelo de este dinamismo de las pasiones lo encontramos en Jesús, quien asumió la condición humana de tener en el cuerpo y el alma afecciones que alteran o perjudican, solo que en Jesucristo las pasiones se ven aplacadas porque no perturban la razón. En el Huerto de los Olivos, el Hijo de Dios siente tristeza como cualquier hombre afectado por modificaciones físicas: sudor, angustia y dolor. Jesús sufre y siente la agonía que se manifiesta en su cuerpo porque la tristeza es la reacción natural frente a un mal, pero incluso bajo estos efectos Jesús une su voluntad a la del Padre eterno y supera la aflicción. Santo Tomás recalca en el análisis de la pasión de Cristo el fin último por el cual Jesús asume la muerte con todo el dolor que esto implicaba: la salvación de los hombres. En este contexto “la persona humana comparte con Jesucristo la posibilidad de orientar un mal hacia el bien y, en su caso, gracias a la virtud, impedir que la pasión afecte a la razón o debilite exageradamente su ánimo” (Moya, 2007, p. 171).

Jesús es, por tanto, el modelo a seguir en el control de las pasiones del alma. Su experiencia de dolor y tristeza -como la padecemos muchos seres humanos- nos muestra cómo las adversidades de la vida pueden vivirse de manera positiva si nos dejamos guiar por las facultades superiores (como la voluntad) vinculadas con el ejercicio de la virtud. Esto conduce por tanto a la posibilidad del perfeccionamiento interior, una característica de la libertad humana. Así, Tomás no solo describe la negatividad de las pasiones, sino que también reivindica su papel dentro de la vida cristiana y del fin último para el cual estamos hechos: alabar y glorificar a Dios nuestro Señor.

Conclusiones

Las historias de los conceptos no siguen una secuencia lineal de progreso en la que las conceptualizaciones anteriores se hunden en el olvido y la intrascendencia, sino más bien parecen ser narraciones cíclicas y repetitivas o al menos determinadas por tradiciones que se resisten a desaparecer, a pesar de que tomen otras facetas y maneras de presentación. El recorrido histórico sobre los conceptos de emoción, afectos y pasiones parece ejemplificar claramente esta postura.

La historia de los conceptos relacionados con la vida emocional hunde sus raíces y sus tendencias más fuertes en el mundo antiguo y medieval. Desde esas épocas, podemos encontrar la oposición emoción-razón y la condena valorativa del primer par mencionado. En el mundo antiguo, sea en la tragedia o en las propuestas filosóficas del epicureísmo, del estoicismo, o de la teoría de Aristóteles, la pasión ocupa un lugar secundario y se caracteriza como una fuerza que debe ser sometida por la razón. De igual manera, en la Edad Media se otorga a la emoción un significado asociado al pecado y a las tendencias que limitan y entorpecen el actuar humano. En algunas visiones se hace una diferenciación en la que solo lo negativo se asocia al concepto de emoción. Así, encontramos que tanto san Agustín como santo Tomás separan al amor -un producto divino- de otras emociones que tienen un peso valorativo distinto. Solo el amor nos permitirá mediante la razón y la voluntad, controlar estos impulsos que arrastran al hombre al pecado y a actuar de manera irracional. Lo más noble, por tanto, pertenece al reino de un Dios que se asocia con el amor auténtico, aspecto que traza una frontera entre lo divino y el cuerpo lleno de deseos y de propósitos egoístas o mundanos.

A pesar de que en la modernidad y en el mundo contemporáneo aparecieron otras visiones de la emoción, las posturas mencionadas se siguieron expresando de muchas maneras. El calvinismo en su visión negativa de la naturaleza humana a causa del pecado original, mantuvo la relación del cuerpo y sus sensaciones con esa visión peyorativa de las emociones, aspecto que tendrá resonancia en Hobbes y Mandeville. De igual manera, Kant y los racionalistas alegaron por la necesidad de distanciarse de las emociones, a las que veían como frágiles, volubles y susceptibles de afectaciones negativas, de tal modo que postularon un fundamento de la moral y la obligación en la razón.

Pero la influencia del mundo antiguo y medieval no solo se hace evidente en las posturas que relacionan la emoción con el pecado o con su condena negativa, sino en las propuestas que al establecer algunas características positivas las siguen vinculando a un cuerpo que reacciona de manera automática e impulsiva. Hutcheson, Shaftesbury, Hume y otros sentimentalistas británicos, al igual que los románticos alemanes y franceses, a pesar de que establecen las motivaciones de la benevolencia y la simpatía como aspectos positivos de la emoción, consideran que e,sta tiene su origen en una naturaleza que actúa de manera automática.

En el mundo contemporáneo las teorías del psicoanálisis y de la etología de Lorenz y Tinbergen, igualmente refieren a unos impulsos que se originan en un cuerpo que solo obedece a intereses egoístas y reacciona por unas tendencias naturales que vinculan al ser humano con una naturaleza salvaje que solo la razón habrá de domeñar. Obviamente, en estas teorías aparecen las oposiciones y diferencias entre autores sobre si esas emociones o impulsos habrían de entenderse en términos negativos o positivos y sobre cómo se deben clasificar estas expresiones emocionales. Independientemente de los extensos debates que encontramos en estas teorías sobre la naturaleza emocional y sobre el papel de la razón en su control, es claro que estas posturas representan las expresiones más recientes de unas propuestas que se originaron hace muchos siglos.

Por supuesto, en la historia sobre las emociones se dan otras posiciones o aspectos conceptuales que hincan sus raíces en el mundo antiguo y medieval. La caracterización cognitiva de las emociones, las diferenciaciones de las emociones en cuanto a su estabilidad o duración, la asociación de las emociones con manifestaciones corporales o con sentimientos personales o íntimos, son algunos aspectos que han determinado diversas discusiones actuales.

Nuestra preocupación por revisar algunos contenidos teóricos de una historia anterior no debe interpretarse simplemente bajo la idea de que la historia es un ciclo repetitivo y poco generador de novedad, sino más bien bajo la óptica de ver la historia como la lucha de diversas tradiciones de pensamiento que intentan esclarecer algunos procesos y nociones claves en la comprensión de lo humano. En esa lucha, algunas posturas logran victorias transitorias o después de un periodo de latencia reaparecen por razones desconocidas en la escena intelectual. Independientemente de estos mecanismos o secuencias de la historia, es claro que el rescatar esos debates nos puede ayudar a entender las resistencias y los anquilosamientos de ciertas discusiones. Las rigideces de algunas posturas no solo deben atribuirse a la tozudez de los hechos, sino a la lenta transformación de las tradiciones. Este parece ser el caso del devenir del término pasión, una lucha entre visiones de condena y de positividad que se resiste a desaparecer.

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1 En este apartado no nos detendremos en una diferenciación de los términos pasión, afecto, sentimiento y otros similares, fueron característicos en la historia de la filosofía hasta el siglo XIX antes de emplearse el termino emoción como lo conocemos hoy en día. Pathos es un término filosófico pleno de sentido en el mundo antiguo. La idea de dolor, sufrimiento, movimiento y conmoción, está presente en él, entendido como estado pasivo, algo que el sujeto padece o sufre tanto desde un punto de vista físico como moral. En el teatro griego, pathos se asocia con lo patético, es decir, la excitación de pasiones como la tristeza, la indignación, el temor y la compasión, como consecuencia de ver la condición humana sometida a los avatares de la fortuna. La reconstrucción histórica del paso de la categoría antigua de “pasión” al concepto contemporáneo de “emoción” se encuentra ampliamente desarrollada en Dixon (2006). A pesar de que el termino emoción es de uso reciente en la historia de la filosofía, lo usaremos de manera poco delimitada dejando en claro que este concepto solo apareció de manera explícita en el siglo XIX.

2En el mundo de Homero y de las tragedias griegas, las pasiones humanas (pathos) se describen como un cúmulo de estados corporales que se padecen sin intervención de la voluntad y constituyen uno de los temas predilectos de estas creaciones literarias. En estos dramas, hombres y mujeres se ven sometidos de manera incontenible a fuerzas interiores de amor, odio, tristeza y miedo que los impelen a cometer actos inconcebibles para una recta razón. Son personajes representativos de lo que viven miles de seres humanos a lo largo de su vida, quienes por circunstancias de la fortuna y las contingencias que acompañan a ciertos acontecimientos existenciales terminan sumergidos en cursos de acción inesperados, conflictivos y la mayoría de las veces penosos, como consecuencia de pasiones que no pueden dominar.

3Flagelaciones, silicios, prácticas de silencio y aislamiento fueron frecuentes como instrumentos de control de las pasiones que generalmente se manifestaban en el cuerpo o en experiencias de imaginación asociadas a los deseos del cuerpo. Algunas de estas formas de control tomaron el camino de la oración y la contemplación mística, en las cuales el cuerpo, inundado por la presencia divina, deja de ser un instrumento de la pasión para convertirse en un refectorio del amor de Dios que plenifica la existencia del creyente. Estas experiencias que se repiten en la mayoría de santos de la Iglesia, representan la otra cara de la moneda: las pasiones han sido dominadas y en su lugar el amor de Dios parece abarcarlo todo. Son experiencias incluso inefables, que los mismos santos han narrado en diarios o recurriendo a la poesía como medio para expresar lo que en sí mismo es inexplicable. El caso de san Francisco de Asís es quizá, uno de los más populares. En diversos momentos de su vida tuvo arrebatos místicos de unión con Dios hasta el punto de recibir en su propio cuerpo los estigmas que daban cuenta del paso de Dios por su vida

4Séneca, uno de los más influyentes estoicos romanos, en su texto Sobre la ira aclara este proceso introduciendo la idea de “primeros movimientos o situaciones preliminares a las emociones”. Frente a una situación de agravio, por ejemplo, hay un primer movimiento en la mente involuntario que se puede describir de la siguiente manera: “pienso que estoy siendo injuriado y quieren humillarme”; es un efecto natural sensitivo corporal, una agitación inicial de la mente que puede causar cierta reacción como fruncir el ceño y apretar los dientes, pero no es la emoción real. Luego viene un segundo movimiento en donde hay un asentimiento de la mente, un juicio y una intervención de la voluntad que genera una determinada reacción. El problema fundamental de las pasiones radica en el asentimiento que se introduce entre la representación y la tendencia o inclinación. Asentir, por consiguiente, implica haber realizado una apropiación, la cual es posible porque las representaciones se acompañan de una percepción de ella misma que manifiesta su relación o no con nosotros (Nussbaum, 2003).

*Este documento forma parte de una investigacion mas amplia sobre la historia de las emociones, adelantada por el grupo de investigacion “Estudios sobre el desarrollo sociomoral”, de la Universidad Nacional de Colombia. Es, pues, un compendio de ideas que representan un avance de la investigación que proximamente se editara bajo el titulo de Historia de las emociones en su marco filosófico, científico y cultural. Esta edicion final ofrecera un recorrido completo por la comprension de la naturaleza de las emociones desde la epoca antigua hasta el momento actual. En este articulo ofrecemos algunas notas interpretativas exclusivamente sobre cierta inteleccion de las emociones en la Edad Media.

Referencia norma APA: Pinedo, I. A., & Yanez, J. (2019). Las emociones: Una breve historia en su marco filosofico y cultural. Edad Media. Rev. Guillermo de Ockham, 17(1), 17-27. doi: https://doi.org/10.21500/22563202.3460

Recibido: 15 de Febrero de 2019; Revisado: 13 de Abril de 2019; Aprobado: 15 de Mayo de 2019

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