SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.19 issue2Theoretical Contributions of Ignacio Ellacuría to Update Pedagogical and Ecclesial PracticesOn the trails of fiction (or why poetry is more than poetry) Perspectives for understanding fictional entities and their ability to solve problems author indexsubject indexarticles search
Home Pagealphabetic serial listing  

Services on Demand

Journal

Article

Indicators

Related links

  • On index processCited by Google
  • Have no similar articlesSimilars in SciELO
  • On index processSimilars in Google

Share


Revista Guillermo de Ockham

Print version ISSN 1794-192XOn-line version ISSN 2256-3202

Rev. Guillermo Ockham vol.19 no.2 Cali July/Dec. 2021  Epub Sep 14, 2021

https://doi.org/10.21500/22563202.5288 

Artículo original

Un concilio, dos papas, tres patriarcas: el último tardío intento ecuménico entre Oriente y Occidente

One Council, Two Popes, Three Patriarchs: The Last Belated Ecumenical Endeavor Between East and West

Alberto Echeverri Guzmán1  * 
http://orcid.org/0000-0002-3570-6770

1Sagrado y Profano: Grupo de Estudios sobre Religión, Sociedad y Política; Universidad Industrial de Santander; Bucaramanga; Colombia.


Resumen

El empeño ecuménico que acomuna hoy a las iglesias cristianas, impone una revisión de los propósitos que en esa línea se han impulsado a lo largo de los siglos que siguieron a la separación de las iglesias de Occidente y Oriente. El concilio de Basilea-Ferrara-Florencia-Roma, a mediados del siglo XV, constituye una piedra miliar de ese itinerario eclesial. Alentado por Roma y por Constantinopla, las capitales religiosas y políticas de los imperios de Occidente y Oriente que sobrevivían entonces, considerado hoy ecuménico por la primera mas no por la segunda, forma parte de esas tentativas. Incluido como un logro, si bien de corto alcance, su efectivo influjo respecto de la unión de las dos comunidades eclesiales se pierde en los vericuetos de la historia. Objetivo del artículo será desentrañar su significación actual para la causa ecuménica cristiana mediante un método histórico hermenéutico que somete a examen los intereses políticos y religiosos en él entrecruzados.

Palabras clave: concilios; conflicto religioso; creencia religiosa; cristianismo católico; cristianismo ortodoxo; ecumenismo; historia bizantina; historia medieval; historia religiosa; reforma religiosa

Abstract

The ecumenical determination that joins the Christian churches together today warrants a revision of the projects that have been promoted along those lines through the centuries that followed the separation of the Western and Eastern churches. The Council of Basel-Ferrara-Florence-Rome, in the mid-15th century, is a milestone in this ecclesial itinerary. Encouraged by Rome and Constantinople, the surviving religious and political capitals of the Western and Eastern empires, which are now considered to be ecumenical by the former but not by the latter, make part of those attempts. Included as an achievement, albeit a short-term one, its effective influence on the union of the two ecclesial communities has been lost in the twists and turns of history. The aim of the article will be to unravel its current significance for the Christian ecumenical cause by means of an historical-hermeneutical approach that examines the intersecting political and religious interests.

Keywords: byzantine history; councils; Christian catholic; Christian orthodox; ecumenism; medieval history; religious belief; religious conflicts; religious history; religious reform

Introducción

Pareciera que el intento ecuménico en el que se encontraron católicos romanos y griegos ortodoxos a mediados del siglo XV, hubiese respondido más a un proyecto que a un proceso. Las páginas siguientes han sido escritas para mostrar los aciertos y los errores, plagados de omisiones más o menos conscientes, que juntaron a los cristianos de la época empeñados en un proyecto de reconciliación eclesial. Y para que el pozo insondable de la historia se abra una vez más a la posibilidad de que las iniciativas ecuménicas del siglo XXI encuentren horizontes nuevos en lugar de imitar los fracasos del pasado.

Nunca ha sido considerada hereje por el Occidente cristiano, protestantes y católicos romanos incluidos, la ortodoxia surgida en el Oriente cristiano, al menos oficialmente. Pero el exiguo conocimiento de ese fenómeno religioso entre los fieles de la Iglesia católica romana ha solido igualarla con el tradicional rechazo hacia los movimientos surgidos de la Reforma del siglo XVI. Con todo, el actual diálogo ecuménico con estos últimos no solo ha tenido orígenes casi que simultáneos, sino que continúa su marcha a pesar de más de un desencuentro. Mientras no puede afirmarse otro tanto de cuanto en ese ámbito sucede frente a la Iglesia ortodoxa: ¿quizá los mutuos proyectos a ese propósito no han tenido en cuenta los complejos procesos culturales y sociales que implica cualquier pronunciamiento de tipo religioso?

Me asiste de tiempo atrás la impresión de que ambas Iglesias han estado durante demasiado tiempo engolosinadas con sus mutuas tradiciones, más de orden cultural y aun político que explícitamente religioso: la católica romana con sus persistentes discusiones sobre las implicaciones filosófico-teológicas de cualquier cambio en sus doctrinas, en su organización interna y en sus ritos; la ortodoxa, que con su liturgia busca proporcionar un ambiente de tipo contemplativo y aun místico, mientras se reporta una y otra vez a los primeros teólogos del cristianismo, los llamados santos padres, en muchas ocasiones más que al mismo Evangelio. Encuestar la posibilidad de la persistencia de tal engolosinamiento para el momento actual del ecumenismo y sugerir caminos para superarlo, constituye un vector básico a la par que un objetivo de la presente investigación.

El estudio aquí iniciado se remonta a los cerca de cien años previos a la eclosión del movimiento encabezado por John Wycliff, Johannes Huss, Huldrych Zwingli, Martin Lutero y Juan Calvino, con quienes la iglesia cristiana en Occidente llevó al límite los contradictorios y agónicos deseos de reforma, apenas sobrevividos en el tiempo precedente. La subsiguiente Contrarreforma conduciría a una trasformación que con el correr del tiempo provocaría cambios estructurales en la Iglesia católica romana, no así en la entera iglesia cristiana de Oriente, obligada a afrontar una larga dominación con la que tuvo que aprender a convivir. Pero el asunto se había exacerbado mucho antes de que, en la primera mitad del XV, cayera en manos turcas el imperio agonizante de Bizancio, agobiado por las divisiones religiosas dentro de la misma Iglesia católica romana, que, entre tanto, se proclamaba tal para contrastar su identidad con las comunidades del cristianismo ortodoxo.1 Se trata, pues, de los encuentros y desencuentros generados por un concilio, con el que tendrían que vérselas tres máximos jerarcas católicos romanos y dos ortodoxos: el Concilio de Basilea-Ferrara-Florencia-Roma, los papas Eugenio IV y Nicolás V, y los patriarcas José II, Metrófanes II y Gregorio III Melissenos. Los acontecimientos referidos a la asamblea señalada y a los personajes involucrados en ella serán leídos con el método de la hermenéutica crítica, con la que buscamos calibrar la densidad ecuménica de los hechos en vistas al futuro del diálogo entre las iglesias cristianas.

Tras una contextualización histórica respecto del lugar clave de los hechos, el artículo aborda el evento conciliar en sí mismo, se interesa en seguida por las actuaciones de los personajes arriba referidos y su respectiva significación histórica por ser claves de comprensión para el efectivo alcance ecuménico de la asamblea sinodal y las páginas finales retoman los elementos claves para una prospectiva futura del ecumenismo entre las iglesias cristianas.

La caída de Constantinopla

Las contraposiciones entre Roma y Bizancio tenían una larga historia. Se remontaban al 330 d. C., cuando el imperio romano se había instalado en Constantinopla: “se diluía la antigüedad clásica y se pasaba a una época diversa, tardo-antigua mientras se agilizaba y aceleraba la difusión del cristianismo en el mundo mediterráneo y su definitiva afirmación como religión ecuménica” (Pricoco, 2001, p. 276). Doscientos años más tarde, el dubitante colaborador del emperador Justino se convertía en sucesor suyo: el gran Justiniano unificará por última vez el imperio en el Mediterráneo, logrando con ello que Roma se levantara de la postración infligida por los bárbaros en el siglo precedente. Pero si sus triunfos militares comportaron errores políticos, como el de las represiones en contra de los sirios, la introducción forzosa de sus medidas jurídicas en Oriente y las continuas intervenciones imperiales en el ámbito eclesial contribuyeron a un soterrado descontento general entre los cristianos. Por añadidura, “la guerrilla teológica del monofisismo” y sus derivaciones de tipo arriano “desarmaron a los pueblos cristianos frente al islam, que había encontrado abiertas las puertas para la conquista sentimental de las masas de Oriente” por parte de los árabes en la primera mitad del siglo VII. El emperador Heraclio, vencedor de los persas dos decenios antes, había recuperado el poder de Roma en el Oriente al tiempo que emprendía “una helenización acelerada del imperio”: estaba comenzando en la cultura bizantina la separación definitiva entre occidentales y orientales (Uribe, 1998, pp. 37-39).

El distanciamiento cultural se trasformó poco a poco en controversia política y religiosa cuando llegaron al poder en Bizancio los iconoclastas a lo largo del siglo VIII. La crisis de la iconoclastia tuvo, sin embargo, consecuencias variadas, siempre referidas al no conformismo religioso que cundía en el imperio de Oriente, junto a la persistencia de creencias y costumbres muy antiguas que no se compadecían con la fe cristiana (Gallina, 2001). Sería un sínodo bizantino (11 de marzo de 843) el que, de acuerdo con el II Concilio de Nicea (787), resolvería la cuestión a favor de la restauración del culto de las imágenes, un “triunfo visible y militante de la ortodoxia sobre todas las herejías”. Desde entonces, el primer domingo de Cuaresma se celebrará la “fiesta de la ortodoxia” como su evento fundacional (Gallina, 2001, p. 175).

A mediados del VIII siglo, el papa Esteban II favorecería las aspiraciones de Pipino el Breve, un simple mayordomo carolingio que depuso en favor propio al legítimo rey merovingio Quilderico III, logrando para sí la corona franca de manos de un obispo merovingio: una decisión del pontífice que había ignorado consultar y acordarse con el emperador de Oriente (Lorenzi, 2020; Gallina, 2001). Y cuando despuntó el siglo IX, la coronación de Carlomagno para el Sacro Romano Imperio ya no por un obispo sino por el papa León III, que también prescindió de la obvia colaboración con el basileus,2 se sumó a los capítulos de la historia vivida hasta entonces. Si el imperio oriental se había erigido poco a poco como un “dique iluminado”3 ante los permanentes problemas de su vertiente occidental, el rompimiento del 16 de julio de 1054 entre las dos iglesias, consecuencia de la prolongación de las “posiciones autorreferenciales de Roma y Constantinopla”, llevó al culmen las mutuas antipatías: todo había comenzado con el cierre de las iglesias latinas en Costantinopla decretado por el patriarca Miguel Cerulario, temeroso de la pérdida de autonomía del patriarcado griego ante las negociaciones del emperador con Roma.

Recordarían después los bizantinos que luego de la ruptura de 1054 a fines del mismo siglo, su emperador Alejo I Comenio se había unido al papa Urbano II para organizar la primera cruzada, con punto de partida en la misma Constantinopla. Era una medida de urgencia contra el islam que amenazaba el imperio oriental. Pero las cruzadas sucesivas se volverían al poco tiempo contra Bizancio.

Miguel VIII Paleólogo, emperador “de Nicea”, reconquistaría Constantinopla de manos de los turcos en 1261. Temeroso de la invasión franca, pedirá ayuda al papa Gregorio IX, el italiano, que mueve los hilos en favor de los francos, pues “se propone hacer renacer de las ruinas el Sacro Romano Imperio” (Rendina, 2011, p. 394),4 acepta, a condición de que el emperador profese cuanto sobre el cisma de Oriente se había resuelto en un concilio, el I de Lyon (1245), que seguía siendo discutido por Bizancio. Como resultado, el Paleólogo se verá forzado a imponer por la fuerza la fe romana en el Cuerno de Oriente.5

Pero, sobre todo, los bizantinos nunca olvidaron el escandaloso saqueo de iglesias y objetos sacros ni la masacre a que los sometieron los soldados de la cuarta cruzada en 1204. La mística de la casi mitológica cruzada de los pobres y de la más tardía de los niños (Le Goff, 2013, p. 84), que incluirían, empero, la tumultuosa matanza de los enemigos, estaba siendo remplazada por las hordas ambiciosas de maleantes que solo buscaban las propias conveniencias. Lanzada a inicios del siglo XIII por Inocencio III para recuperar Egipto, caído en manos sarracenas, será desviada por los intereses de los venecianos contra el imperio oriental (Bethencourt, 2017; Mieli, 2015) y terminará con la creación de otro -y este latino- en la capital asiática: se incluía la designación pontificia de un patriarca de rito latino para los católicos romanos que, junto a los cruzados, habían llegado para quedarse. Buena parte de los advenedizos tenía origen veneciano, como lo serían enseguida, por privilegio pontificio, la mayoría de esos patriarcas. Tanto el patriarca Metrófanes II como el emperador Juan VIII fueron expulsados de Constantinopla. Se refugiarían en Asia menor, donde Occidente reconocería el “imperio de Nicea”. A cambio, Baldovino, el jefe cruzado, ceñirá la corona de emperador bizantino, y los clérigos ortodoxos serán obligados a prestar juramento de obediencia a Roma. En opinión de Hans Küng (2008, p. 258), fue en ese mismo año cuando “la fractura entre Roma y Bizancio llegó a ser insanable”.

Desde la última década del siglo XIV “la soberanía del mundo bizantino era solo de fachada y el dominio turco no conocía más impedimentos” (Mieli, 2015, p. 64). Con todo, a las puertas del siglo XV (1396), enterados los orientales de que el ejército cruzado del papa Bonifacio IX había sido derrotado por los turcos en la Nicópolis búlgara, un dignatario bizantino afirmaba: “Vería cien veces mejor en Constantinopla el turbante turco que la tiara del papa” (Uribe, 1998, p. 573; Bethencourt, 2017, p. 101). Entre tanto, los cristianos latinos ya consideraban a los griegos “cristianos de segundo orden, débiles, no fiables y fáciles víctimas de saqueos”,6 hasta el punto de que pocos años después de que Mehmed II se apoderara de la capital imperial, Pío II, desilusionado del emperador Federico III por sus componendas políticas, escribiría una carta al sultán en la que le proponía que, de hacerse cristiano, él mismo lo ungiría con la corona de Constantino.7 “La iglesia griega había llegado, justamente, a la conclusión de que habría podido sobrevivir bajo el gobierno de los turcos pero no bajo los cristianos latinos”. Terminaba así el imperio romano de Oriente, que había durado once siglos. Y, a propósito del frustrado reformismo católico romano de los últimos cien años, concluirá Merlo (2001): “Con el cristianismo latino se rompería irremediablemente también el Occidente cristiano” (p. 304).

Sin embargo, no poco de lo acontecido entonces se había fraguado en el último Concilio, que vería unidos a ortodoxos y católicos romanos.

Un concilio

Dos asambleas conciliares precedieron a la iniciada en Basilea y fueron, de alguna manera, determinantes para su desarrollo. Primera, la de Constanza (Suiza, 1414-1418) reunida por el rey de los romanos, Segismundo. Segunda, la de Pavía-Siena (Italia, 1423-1424), que convocada por el papa Martín V, no será reconocida por ninguna de las dos iglesias ya divididas cuatro siglos atrás. Aunque Constanza nunca se interesó por el problema a lo largo de sus cuatro años de duración, sus oficiales propuestas de unión, de reforma y de confesión de fe8 nada tuvieron que ver con la posibilidad de una reconciliación intereclesial. Serían su decreto Frequens, y en particular un acuerdo de Pavía-Siena, las medidas que permitieron la realización de los dos sucesivos. Pero a veinte años de Basilea, el cisma de Aviñón era demasiado reciente (1378-1417), la herejía husita acosaba por muchos lados, la corriente conciliarista que pretendía una autoridad superior a la del papa estaba presente en el aula9 y otros aspectos como los de la composición del colegio cardenalicio, los beneficios eclesiásticos y aun la comunión eucarística bajo las dos especies del pan y el vino10 continuaban creando conflictos dentro de la Iglesia latina.

Fiel a la previa decisión de Constanza de que debían celebrarse concilios generales cada cinco años, Martín V decretó uno para Pavía, que casi de inmediato trasladó a Siena. Pero el partido conciliarista entró de nuevo en liza, y respaldados sus miembros por los que entre ellos habían continuado la causa de Aviñón, con el apoyo del rey Alfonso V de Aragón, eligieron papa a Clemente VIII. En reacción, trascurridos unos meses de la convocación del sínodo (1424), el pontífice lo disolvió y anunció otro para siete años después en Basilea, pero murió a comienzos de 1431. Sería el sucesor Eugenio IV, el veneciano Gabriel Condulmer, quien haría abrir la asamblea el 23 de julio de 1431 y la primera sesión el sucesivo 15 de octubre: catorce de sus dieciséis años de pontificado (1431-1447) los dedicaría a un concilio que se extendió por cerca de tres lustros.11

Si bien Basilea se reunía con tres objetivos, a saber, la unión con los griegos, la paz entre los pueblos y la extirpación de la herejía husita para la reforma de la Iglesia, será del primero de ellos del que hará memoria especial la historia futura, así se hubieran dedicado la mayoría de las sesiones a la reforma eclesial.12 Ya antes de su inicio, los obispos suizos, de tendencia conciliarista y que en Basilea jugaban en casa propia, habían aceptado a favor de Huss la comunión con pan y vino, un privilegio que solo Pío II revocaría en 1462. Llegados los participantes a la ciudad,13 el evidente conciliarismo de una buena porción de ellos indujo a Eugenio IV, que no se resignaba a actuar en casa ajena, a decidir su cierre con la bula Quoniam alto, del 12 de noviembre de 1432 y a moverlo a Bolonia. Pero tuvo que volverse atrás, pues los conciliaristas se apelaron a Constanza a partir de la segunda sesión del 8 de febrero de 1432 y hasta el septiembre sucesivo.14

Harto de las presiones del emperador Segismundo, quien arribado a Basilea en el otoño de 1433 y saludado por los conciliares como “queridísimo hijo de la Iglesia y fidelísimo protector de ella”,15 respaldaba a los utraquistas16 y a la corriente conciliarista, el papa disolvió el Concilio el 18 de setiembre de 1437 y lo traslada a Ferrara al abrigo de un gobierno civil que simpatizaba con él. No pasaría mucho tiempo cuando excomulgaría a los recalcitrantes que continuaban sesionando en un II Basilea.17 Habían sido trecientos los que apoyados siempre por Segismundo (morirá en diciembre de 1437), depusieron a Eugenio y entronizaron en lugar suyo a Amadeo VIII de Saboya, con el nombre de Félix V. A renglón seguido, con la bula Moyses vir Dei el pontífice declararía inválido cuanto resultaba acordado en Basilea, como producto de un “ilegítimo y reprobable tropel y un conciliábulo”.18 Se ha dicho, empero, que la intervención papal respecto de la ubicación del sínodo se debía a que no quería acreditar a la de Basilea la gloria de una reconciliación con los griegos, asunto que allí comenzaba apenas a vislumbrarse19

Llegaron los griegos a Ferrara20 el 9 de abril de 1438 en cantidad de 700, incluidos el emperador bizantino Juan VIII Paleólogo y el patriarca ortodoxo José II. La asamblea había iniciado sus trabajos el 8 de enero. Pero en breve plazo irrumpió la peste en la ciudad. Obligado por esa circunstancia y por los gastos que ocasionaba la hospitalidad de los orientales a un erario pontifico casi en bancarrota, el papa trasladó, una vez más, el Concilio, para entonces a Florencia el 10 de enero de 1439. Su regente, Cósimo dei Medici el Viejo, se había comprometido a asumir los costos.

A poco de haber iniciado las sesiones en la capital toscana, empezó a vislumbrarse la “progresiva ruptura que marcaría (…) finalmente, el destino mismo de la unión”. Católicos romanos y ortodoxos firmarían allí mismo -con la excepción del obispo de Éfeso- la declaración Laetentur coeli (“Alégrense los cielos”) el 6 de julio de 1439, proclamada solemnemente en ceremonia religiosa. No se habían completado siete meses de las sesiones en Florencia cuando ya los conciliares de ambas iglesias reconocían el primado del papa y aceptaban una gradación en los derechos de los varios patriarcados: primero Roma, segundo Constantinopla, tercero Alejandría y cuarto Antioquía21. El decreto sería leído en latín por un cardenal latino y en griego por el teólogo romano Besarión, de origen ortodoxo. El sorprendente resultado obedecía, por un lado, a la presión del basileus bizantino en el sentido de acordar fórmulas que la sensibilidad oriental advertía defectuosas, pero servían para mover los ánimos de los latinos y correr en ayuda del tambaleante imperio romano de Oriente. Y, por otro, a que la delegación griega era solo un cuarto respecto de la latina. El triunfo del papado llevará a Eugenio IV a una beatífica a la par, que al menos a oídos de los interesados, excesiva aseveración que conservarán las memorias conciliares (Cod. 529): “La Iglesia es más santa que la sinagoga, y el vicario de Cristo es superior por autoridad y dignidad al mismo Moisés” (Sandri, 2013, p. 185); un asomo de antisemitismo que no tenía en cuenta el origen judío de la Iglesia.

Movido finalmente el Concilio a Roma desde octubre de 1443, tocaba a Eugenio IV aprobar las determinaciones asumidas en él (1445) y declararlo clausurado el 22 de abril de 1446 en la basílica de San Juan de Letrán. La Iglesia occidental, y en parte la oriental, había vivido catorce años en estado sinodal. Basilea-Ferrara-Florencia-Roma se convertía así, en el más largo episodio conciliar de la historia occidental. El papa impulsor de la asamblea morirá dos años después. Con todo, su reconocimiento del Concilio no incluirá las sesiones celebradas en Basilea.22

Basilea-Ferrara-Florencia-Roma sería “el ápice del diálogo entre las dos Iglesias”.23 Se había “empeñado en el más alto grado en ser el octavo concilio plenamente ecuménico, esfuerzo coronado (…) en el área occidental, (…) pero no por mucho tiempo y, sobre todo, no en el área oriental”. “Dos diversas raíces teológicas”, la escolástica por parte occidental y la patrística por la oriental, “se yuxtapusieron en el concilio más bien que se integraron entre sí”. De ahí que la noticia de la unión de las iglesias no fuese recibida con el gozo celestial que había anticipado el Concilio. Ya en 1442, al volver de la asamblea de Florencia, tanto el emperador Juan VIII como el patriarca recién elegido, Metrófanes II (1440-1443), habían evitado hacer pública la unión con Roma.

Ahora, diez años después, el 12 de diciembre de 1452, Isidoro de Kiev, legado pontificio a Bizancio, la proclamaría solemnemente en Santa Sofía, junto al emperador Constantino XI, hermano de Juan VIII. Pero la festividad solo obtuvo la presencia de la corte imperial, mientras la mayoría de los cristianos bizantinos preferían continuar sus celebraciones con la liturgia ortodoxa. Otro tanto harían los latinos con la romana. De hecho, a poco del retorno a la patria, veintiuno de los treinta y uno obispos presentes en el acuerdo habían retirado su firma, al tiempo que la recurrente predicación del obispo Marcos de Éfeso, el único contrario a la unión en Basilea e incluido tiempo después en el santoral ortodoxo, caldeaba los ánimos de los fieles que también rechazaban la decisión conciliar. En definitiva, tampoco Basilea-Ferrara-Florencia-Roma figurará en la historia de la Iglesia ortodoxa como un concilio ecuménico: mientras los católicos romanos reconocen veintiuno hasta hoy, el reconocimiento ortodoxo de solo seis se había detenido en el año 787.24

Dos papas

El concilio reunido en Basilea había sido convocado por Martín V (1417-1431), con cuya elección25 terminaban los treinta y nueve años del cisma de Occidente. Pero no alcanzará a reunirlo. Muerto a los catorce de pontificado, el sucesor Eugenio IV (1431-1447) se ocupará de él durante catorce de sus dieciséis como papa. Si bien este vivirá la suma de los trabajos conciliares, será sobre todo su remplazo en la sede romana, Nicolás V (1447-1455), el decisivo para la unificación.

El veneciano agustino Eugenio IV, nacido en 1383, cardenal desde 1408, fue nombrado obispo de Siena cuando solo tenía 24 años, mediante dispensa papal. Su litigio permanente con los Colonna, favorecidos por Martín V, lo obligará a refugiarse entre Florencia y Bolonia durante diez años a partir de 1434. Presenciará desde Roma el nacimiento de la Iglesia nacional galicana en la Francia de 1438, y en el mismo año la coronación del germano Alberto II con el que se origina la dinastía de los Habsburgo. Responsable de los traslados de Basilea a Ferrara y Florencia y finalmente a Roma, dirá de él un historiador (Castiglioni, 1936): “Es hermoso ver a este pontífice que, casi olvidando a sus enemigos de Occidente, no piensa a otra cosa que a la reconquista espiritual del Oriente” (p. 113). No faltan quienes suelen incluirlo como el primero entre los papas renacentistas.

La mayoría, sin embargo, proponen ese título para Nicolás V, Tommaso Parentucelli, elegido papa a los tres meses de su designación como cardenal. Solo en abril de 1449, sin embargo, renunciará Félix V, el antipapa contemporáneo suyo, nombrado por los recalcitrantes de Basilea.26 El estudioso genovés no solo podrá aprovechar los logros políticos del antecesor, sino sobre todo llevar a una -para nada feliz- conclusión el acuerdo con la Iglesia griega. De ánimo tímido, abandonará Roma apenas estalla la peste, en coincidencia con el anunciado Jubileo de 1450 y con la muerte de 170 peregrinos ahogados en el Tíber debido al derrumbe de uno de los puentes. Volverá a la ciudad solo cuatro largos meses después (Castiglioni, 1936).27 En 1448 había concluido las negociaciones de los concordatos con los príncipes alemanes, iniciados durante el pontificado de Eugenio IV por encargo de este. Como fruto de ellos ungirá a Federico III rey de Italia, y por tanto último emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico. El mismo vanidoso habsburgo no solo se hizo imponer la corona de Carlomagno llevada por él desde Aquisgrán, sino que añadió a sus insignias regias el lema A.E.I.O.U., oficialmente traducido por Aquila eius iure omnia vincit (“El águila todo lo vence por derecho propio”), pero al que el nuevo amo de Europa prefería atribuir la versión Austria est imperare orbi universo (“Es propio de Austria gobernar el orbe entero”).28

Sin embargo, el papa abandonaría poco a poco la reforma de la Iglesia que había buscado en un principio. Mientras crecía el derroche en la corte pontificia, Nicolás se pondría a la cabeza del humanismo y del renacimiento, echando los fundamentos de la Biblioteca Vaticana y haciendo renacer las decoraciones y las artes menores en los territorios de la Iglesia.29 Se reapropió del título Pontifex maximus poniéndolo de nuevo en vigencia (Laboa, 2007). Fue el primero en abandonar el escudo de armas familiar, que sus antecesores siempre habían retomado, y lo sustituye por las llaves de Pedro entrecruzadas en el centro de la bandera pontificia. En su estilo de gobierno podrán reconocerse los lineamientos de la figura del papa rey que los sucesores llevarán a un pleno desarrollo (Prodi, 1982).

Otras actuaciones suyas colaborarán a la desconfianza de los bizantinos. Con la bula Dum diversas de 1452, a la que seguiría en 1455 la Romanus pontifex, reconocería el derecho de Alfonso V, rey de Portugal, a dominar en Africa -y por tanto en el Brasil apenas descubierto- a los infieles y aun a reducirlos a esclavos y apoyaría a España en su proyecto de expulsión de los árabes de la península, decisiones que contrastarían su bula Humani generis inimicus en reacción contra el sistema español de las castas que diferenciaba a los mismos cristianos según la sangre de origen (Bethencourt, 2017). No rendirá homenaje a Nicolás V la sumaria ejecución de los responsables de la conjura llamada de los Porcari, por el nombre del líder de un grupo de otros cuatro conspiradores que buscaban deponerlo y lanzar una constitución republicana. En la imagen panfletaria del Pasquino se le colgará el mote de asesino (Castiglioni, 1936). Para entonces comenzaba 1453 y ya los turcos estaban a las puertas de la capital bizantina.30

Por el tiempo en que habían concluido las sesiones del Concilio, Occidente trató de organizar una cruzada contra los turcos, que comenzada en Hungría, implicaba también a Polonia, Serbia, Bulgaria y Albania. El sultán Murad II, padre del futuro Mehmed II, pactó un armisticio de diez años con los cruzados ante las sucesivas derrotas de los invasores. Pero la iglesia de Roma no aceptó la tregua y continuó la lucha. En 1444, Murad destruyó a los cruzados en Varna y tres años después venció a los serbios. “Así despareció toda esperanza cristiana en el Oriente helénico”, la extraña franja geopolítica y cultural que separaba las tierras otomanas del resto de Europa (Uribe, 1998, p. 572).

Fue la invasión de Constantinopla por los turcos en ese mismo período, el episodio que daría al traste con el proyecto ecuménico de Nicolás V. El año se iniciaría con la delegación enviada al basileus de Oriente para sellar, de una vez por todas, la unión con los griegos ortodoxos, enseguida rechazada por ellos. Al poco tiempo, por exactitud cuatro meses después, el 29 de mayo, “el hijo del diablo”31 Mehmed II (1451-1481) entraba a sangre y fuego en Constantinopla, que se convertiría hasta hoy en Estambul. El último emperador de Oriente, Constantino XI Paleólogo (1449-1453),32 había pedido ayuda al papa. Algún auxilio envió el pontífice, pues los príncipes occidentales estaban distraídos en acrecentar sus riquezas y el propio poder. Pero no fueron suficientes los 7.000 defensores de la ciudad, a los que se unirían 2.000 venecianos, durante los 54 días que duró el asedio otomano, mantenido por 26.000 hombres (entre ellos los jenízaros, jóvenes cristianos raptados y convertidos al islamismo) y 100 cañones (construidos por armadores occidentales). Los griegos preferían confesar en voz alta sus pecados. No habían invertido su dinero en compra de armas, pero tampoco en el reclutamiento de soldados. “No queremos ni a los latinos ni sus socorros. Lejos de nosotros el detestable culto de los azimistas”.33

Solo dos meses más tarde finalizaba en Occidente la guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra, con el triunfo escueto de la primera sobre la segunda. Un preanuncio de la desaparición de los estados feudales en Europa, poco a poco reemplazados por los imperios occidentales. Y el esfuerzo piadoso del valenciano Calixto III hacia 1456 por una cruzada contra los turcos en favor de la ocupada Constantinopla no obtendría una respuesta efectiva de los gobernantes cristianos (Rendina, 2011).34 Así concluyeron los 1.126 años de la ciudad como capital cristiana y con ella el imperio romano de Oriente instituido 1.500 años atrás (Uribe, 1998).

Tres patriarcas

El nombre de patriarca que, tomado de la tradición griega, estuvo vigente en Bizancio para designar al obispo cristiano, fue el que se reservó desde los inicios a quien presidía alguna de las iglesias más antiguas. Adoptado por el papa Teodoro I en 642, designaba una de las tareas propias del que estaba a la cabeza de la iglesia de Roma,35 cuando el de esta se contaba entre los de antiquísimo origen, junto a los de Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén. El que ostenta hoy Moscú es ulterior a la caída de Bizancio. El Imperio ruso se autoproclamó su remplazo, con la capital como “tercera Roma” (Uribe Rueda, 1998, p. 574).36 Pero el Dictatus papae de Gregorio VII en marzo de 1075 había declarado que el nombre de papa subrayaba la supremacía de la sede romana por encima de cualquier otra. Por eso, debía cubrirlo a él, a sus sucesores e incluso a sus predecesores. De estos, la futura historiografía contará hasta 156 (Rendina, 2011).37 Papa (en realidad papá, de acuerdo con el original griego), subrayaba así una suerte de parentesco instaurado por el bautismo entre los fieles cristianos y su obispo. El Concilio aquí estudiado tornó a enumerar los patriarcados, con la precedencia del romano.

Con el traslado de la capital política del imperio a Constantinopla (…), el patriarcado de Occidente se separó gradualmente del Oriente asimilando el controvertido título de ecuménico o universal, heredero de Roma y del martirio de los apóstoles Pedro y Pablo (…) hasta el cisma del 1054. (Prodi, 1982, p. 420)

Poco a poco, la figura del papa como patriarca de Roma emergerá de manera apenas indirecta y nebulosa, hasta oscurecer su necesaria referencia ecuménica y la de una relación con la actual sociedad pluricultural (Prodi, 1982). Y en contraste, el patriarcado bizantino perderá progresivamente su influjo no solo político, sino en muchas ocasiones religioso, ante la entrometida figura de los diversos basileus que no solo intervenían en los asuntos eclesiales, sino que eran los negociadores y la autoridad determinante sobre ellos. Al fin de cuentas, “en la potencia de la majestad del príncipe se solía advertir una especial revelación de lo sagrado, del totalmente otro” (Merlo, 2001, p. 157). Pero es indudable que la responsabilidad se puede atribuir sobre todo a la irrespetuosa y aun violenta instauración de los patriarcas latinos en Constantinopla.

Fueron tres los patriarcas bizantinos que tuvieron que ver con nuestro tema. La historia de Bizancio los incluye entre los unionistas (uniatas para los orientales), favorecedores de la integración de Bizancio con la Iglesia latina, actitud que les valió el desprecio de sus connacionales: los motes con que suele nombrarlos la historiografía bizantina, reflejan las amargas situaciones que debieron vivir en su época. Dadas las costumbres y las estructuras eclesiales de la iglesia griega y en general del Oriente cristiano, la misma suerte corrieron los emperadores que se unieron a ellos. Era la doctrina ortodoxa de “las dos espadas”: “obedientes al emperador (…), tenemos nuestros pastores”.38 Entre tanto, en Roma los papas ceñirían tres coronas de oro en torno de la tiara oriental: la primera de Juan VII (705), la segunda de Bonifacio VIII (1302) y la tercera de Benedicto XII (1334-1342), con los respectivos significados alusivos a su triple poder: imperial (rector del mundo), real (padre de los reyes) y sacerdotal (vicario de Jesucristo) (Guignebet, 1988, p. 40).39

Al primer patriarca en juego, José II (1416-1439), “hombre de profunda piedad y respetado de todos (…) que supo conciliar los ánimos y las opiniones diversas” (Proch, 1993, p. 250), correspondió pedir angustiosamente la ayuda militar y financiera de Occidente cuando el imperio se vio reducido a la sola capital. Estuvo dispuesto a aceptar la primacía de Roma para lograrla40 y a ello se plegaba junto a él Juan VIII Paleólogo, emperador de Oriente. De ahí que ambos participaran desde 1437, acompañados por otros 23 obispos bizantinos, en el concilio trasladado a Ferrara, pero el patriarca morirá en Florencia, dos meses tras el arribo a la tercera sede conciliar.

Lo sucederá Metrófanes II (1440-1443). Sus connacionales remplazarán con sorna su nombre por el de Mitrófonos (“matricida”, en griego). Rechazaban así no solo su sumisión al papa, sino el que a solo diez días de su elección como patriarca el 15 de mayo de 1440, se hubiera atrevido a nombrarlo durante la liturgia que celebraba solemnemente en Santa Sofía la unión entre la iglesia de Oriente y la de Occidente. El patriarca, harto de una oposición cercana a la violencia, sustituyó en varias sedes a los obispos contrarios a la decisión conciliar. Apoyado por el emperador, fue excomulgado por los patriarcas de Antioquía, Jerusalén y Alejandría, así los propios delegados al Concilio hubiesen aprobado la unión. Murió a dos meses de promediado el año 1444: había enfermado y por eso renunciado durante el juicio que, en presencia del emperador, se le siguió en virtud del anatema patriarcal. Será incluido en el Santoral romano.

Lo había remplazado un año antes de su deceso Gregorio III Melissenos Estrategópulos (1443-1451), otro unionista presente como teólogo desde Ferrara. El odio bizantino añadirá a su nombre un calificativo denigratorio de origen latino, Mammis o Mammas (del latín mamma/ae, “madre, ama de cría, teta o pecho”). La marcada hostilidad de los fieles y el clero lo obligaron a renunciar a su sede en 1450. Se refugiará desde 1451 en Roma (Mieli, 2015) donde, cordialmente ayudado por Nicolás V, morirá en 1459.

Contrarios a la unión serán los dos sucesores que vivirán la toma de Bizancio por los turcos. La historia reporta a Atanasio II (1450-29 de mayo de 1453), un personaje casi mitológico que desaparecerá en medio del desbarajuste de la definitiva conquista otomana del imperio oriental. Y después, a Genadio II Escolarios (1454-1464), discípulo del virulento crítico de los antecesores, el obispo Marcos de Éfeso, si bien ambos hubiesen participado en el Concilio. Llegará a ejercer su cargo durante tres períodos y fallecerá cerca de los 73 años de edad.

Pero en contraste con la eventual pacífica coexistencia de jerarcas de diversos credos en un mismo lugar, posiblemente la mayor ofensa a la sensibilidad cultural y religiosa de los bizantinos fue la instauración de un patriarcado latino, vale decir, católico-romano en su misma capital, desde el salvaje ingreso de los cruzados en 1204. Aunque no todos provenían de la serenísima, fue a esos súbditos a quienes se reservaría el título hasta casi 900 años más tarde. Desde 1261, los patriarcas latinos habían huido de la ciudad, que volvía a manos bizantinas en la época que el papa Urbano IV remplazaba a Alejandro IV, sumidos ambos en las luchas intestinas de Italia entre güelfos y gibelinos. El título pasó, entonces, de residencial a no residencial. La invasión turca hizo perder en 1470 la territorialidad al patriarcado y los designados se fueron a vivir en territorio veneciano. Pablo VI lo abolió en 1964. En 1990 Juan Pablo II instauró el vicariato apostólico de Estambul, antes de Constantinopla a partir de 1652. Para esa época, la categoría de patriarcado se había trasformado en nominal.

Como era de esperarse, el patriarcado latino se vería envuelto, desde 1379, en el cisma de Occidente, hasta completar tres patriarcas rivales que obedecían a facciones distintas, reducidos a dos a partir de 1417. Con Juan Contarini, nombrado por primera vez en 1424 y una segunda desde 1427, se retornó al patriarcado único, pero el jerarca nunca tomó posesión de su sede -solo enviaba vicarios- hasta su muerte (1451) ocurrida en Venecia. Faltaban solo dos años para la irrupción otomana.

Es posible imaginar los sentimientos en vilo de los bizantinos, ahora en poder de los turcos, ante la presurosa designación romana de dos uniatas, entre los odiados teólogos conciliares, para la sede latina del patriarcado. El primero de ellos, Isidoro de Kiev, de origen eslavo, metropolita católico desde 1439, en la ciudad que da origen a su nombre como estímulo por su participación en Basilea-Ferrara-Florencia-Roma, escapó de la prisión a la que lo había arrojado el príncipe ruso Vasiliv II al ver su solemne ingreso en la catedral moscovita, precedido de una cruz latina y oírlo proclamar el documento de la unión que nombraba al pontífice romano. Regresaría a Roma, donde sería elegido patriarca latino para la sede latina de Bizancio -sin llegar nunca a ella- en 1458.41 Morirá en 1463 cuando era decano del colegio de cardenales. A su nombre añadieron los bizantinos el calificativo de “el apóstata”. El segundo, Basilio Besarión, nacido en territorio imperial, cardenal candidato a papa tras el difunto Nicolás V, pero descartado ante su origen ortodoxo, fue nombrado de inmediato por Pío II tras la muerte de Isidoro y fallecería en 1472. Los bizantinos lo consideraron siempre un traidor.42 Ambos resultaban promovidos a cardenales, uno en 1440 y otro en 1439, por Eugenio IV, como recompensa por sus buenos oficios en favor de la que, al poco tiempo, sería tristemente célebre reconciliación Roma-Constantinopla.

Para concluir

No fue el último intento ecuménico entre Oriente y Occidente una historia ejemplar a pesar de los esfuerzos conciliares, a pesar del empeño de papas, patriarcas, cardenales, teólogos, y de algunos jefes políticos de la época y a pesar del peligro inminente de la prevalencia musulmana en una Europa que no admitía un credo religioso distinto del cristiano como el determinante para sus costumbres y su conducción de la cosa pública.

Durante los 317 años de la llamada alta Edad Media, en el período que va del 553 al 870, los cristianos celebraron solo cuatro concilios ecuménicos.43 Pero la baja Edad Media (1123 a 1517), llegó a 10 a lo largo de 394 años. Las asambleas conciliares se habían convertido lentamente en armas, ante todo, políticas en manos de papas y emperadores. Recuérdese que todavía en Basilea el objetivo prevalente seguía siendo la reforma eclesial que nunca parecía lograrse. Continuará siéndolo hasta mediados del siglo XVI, cuando Trento la afronte de una vez por todas, aunque se trataba de la reforma interna de la Iglesia católica romana.

Esa reforma fue la bandera de la doncella de Orléans, la malograda Juana de Arco (1412-1431), conducida por la Francia campesina para comenzar su proceso, por los tiempos que iniciaban los trabajos de Basilea-Ferrara-Florencia-Roma.44 Y fue, a escasos 40 años de terminado el mismo sínodo, la que enarbolaba el todavía hoy discutido Girolamo Savonarola (1452-1498), un monje teólogo en la Florencia italiana, nacido en la época de la coronación del vacilante Federico III por manos del papa. Dos requisitorias que fueron condenadas al fuego con la misma acusación: la de herejía. A fin de cuentas, confesar no solo la superioridad del pontífice sobre cualquier otro ser terrenal, sino también su poder sobre todo el universo conocido, había sido definido por Bonifacio VIII entre fines del siglo XIII e inicios del XIV, condición para la salvación eterna (Prodi, 1982).

El Concilio discutió y tomó decisiones atinentes a la visión de la Iglesia. Pero al ser trasladado, el rechazo del conciliarismo no permitió que en el futuro fueran incorporadas (Wohlmuth, 1993). Como sucedió luego, a propósito de la unión con los griegos, la conducción de las ideas de reforma era gestionada desde arriba, desde el papa, con el eventual concurso del emperador de turno. De esta manera, el pontífice “estaba tanto en el centro propulsor como en el punto de llegada”. (Proch, 1993, p. 259)

El frustrado debate eclesiológico de Basilea había llevado a un predominio de la corriente papalista en Occidente. Poco importaban ya en la Roma de mediados del siglo XV, los estragos de la muerte negra, la peste, que menos de cien años atrás “se había llevado a la tercera parte del mundo”, hasta hacer “retumbar las trompetas del juicio final” (Delumeau, 1989, pp. 156-310). Nicolás V, que como los demás monarcas había ido recorriendo el camino hacia la concentración del poder, se tornó “gobernador, sacerdote y constructor” de una Roma en franca decadencia, dejando como legado próximo su renovación urbanística y “un crecimiento casi tumultuoso desde el punto de vista demográfico, social y económico”: en suma, el dominus mundi (“señor del mundo”) que diría de él, tras su muerte, un tratadista italiano (Prodi, 1982, pp. 40.92.109.125).

Pero la capital cristiana del imperio occidental, en la que Nicolás V y los sucesores se empeñarían por acrecentar su poder temporal, no dejaría de ser un “imperio de tercera categoría” frente a los que surgirían en adelante (Prodi, 1982, p. 89). Los castigados bizantinos de mediados y finales de siglo recibían las noticias sobre el lujo y la ostentación de la corte pontificia, de sus litigios con el emperador de Occidente y también de las arbitrariedades cometidas en otros ámbitos, mientras lamentaban la pérdida de su propio imperio milenario. Aunque en el Concilio los griegos habían aceptado con dificultad los raciocinios típicos de la escolástica y la filosofía occidentales, se darían cuenta de que la “santa ignorancia” retomaba el puesto de la filosofía y la escolástica era remplazada por una cierta teología fideística (Le Goff, 2008, p. 122), que difería, sin embargo, del apego a la tradición patrística de Bizancio. Con ello, se abrían las puertas al humanismo, que fue generando dentro del cristianismo una mentalidad que los ortodoxos de Oriente nunca lograron entender.

Hay que reconocer, además, que mientras el cristianismo de Occidente había visto golpeada su propia autonomía por el cisma de Aviñón y continuaba defendiéndola frente a Bizancio, el Oriente, temeroso del persistente asedio de los turcos, se inclinaba ante Roma. El primero actuaba como un cónyuge ofendido en su dignidad, y el segundo en nombre de la simple y llana supervivencia. La iglesia de Occidente nunca había tomado conciencia de los cambios ocurridos en su interior desde el siglo XI, sino que se escandalizaba de los “errores” de los griegos sin hacer caso de que su propia situación hacía difícil, cuando no imposible, “la constitución de un grupo entre los cristianos de Oriente dispuesto a una verdadera confrontación teológica y no a una rendición instrumental y necesariamente efímera” (Melloni, 1993, p. 182).

Tal fue el destino del proyecto unionista que, al menos por un tiempo, vio mancomunados un Concilio, dos papas, tres patriarcas y parcialmente los emperadores de Oriente y Occidente. Pero habían sido los regentes, los teólogos y los letrados de la época -obviamente todos varones, en total ausencia de mujeres-, no el pueblo común de los creyentes, quienes discutieron, decidieron y acordaron los términos de la unión. Según los latinos, se trataba de una reunificación de los ortodoxos con la Iglesia romana (Proch, 1993),45 tesis que ellos rechazaron con sorprendente unanimidad, hasta hoy. Se sumarían diferencias culturales, históricas, políticas, organizacionales, sociológicas y de todo tipo, que no lograron ser superadas por ninguna de las dos iglesias. El mutuo autorreferencialismo perduró en los siglos por venir. Había sucedido ya en el Concilio:

Como en el Concilio II de Lyon, también durante el de Ferrrara-Florencia los occidentales dudaban de los orientales, desconfiando tanto de ellos como de sus promesas, mientras los orientales tenían poquísima consideración teológica y humana hacia los occidentales. (Laboa, 2007, p. 461)

Para colmo, durante la dominación otomana, Bizancio gozaría de un aceptable nivel de tolerancia religiosa. A condición, fue siempre claro que los cristianos no hicieran proselitismo ni oposición política. La fractura eclesial no logrará ser sanada por dos concilios que la Iglesia católica romana considera ecuménicos, aunque sin participación de la Iglesia ortodoxa: el de Trento, que no se ocupó del asunto por la urgencia del cisma protestante, el Vaticano I a pesar de que su finalidad era el afrontar las relaciones con la Ortodoxia oriental y las nacidas de la Reforma.46 Será solo en tiempos de León XIII cuando la empatía hacia el Oriente cristiano retome una seria consideración en la iglesia católica romana.47 Y por parte de ambas iglesias, a partir de Vaticano II48 y los pontificados que a él han seguido.49

Se trató, pues, de un proyecto más que de un proceso, con buena voluntad de ambas partes, a no dudarlo. Pero se “trazó la proyección de una figura”, la unión, “sobre un plano”, el dogma católico romano.50 Y los interlocutores creyeron que era sobre todo una “marcha hacia adelante”, pero sin “ceder” posiciones, sin “retirarse” efectivamente.51 Hay que concederle la razón a Yuval Noah Harari (2020): “Muchas religiones celebran la humildad como una virtud esencial y un valor, pero después se presentan y se comportan como el perno sobre el cual gira el universo” (p. 261)

Referencias

Beaune, C. (2019). Giovanna d´Arco. Una biografia. Milano: Il Saggiatore. [ Links ]

Bethencourt, F. (2017). Razzismi. Dalle Crociate al XX secolo. Bologna: Il Mulino. [ Links ]

Caporilli, M. (1999). Los papas. Los concilios ecuménicos. Los jubileos - Años santos. Historia e imágenes. Euroedit, Trento: Euroedit, 6ª ed. [ Links ]

Castiglioni, C. (1936). Storia dei papi (II). Torino: UTET. [ Links ]

Corominas, J. (2000). Breve diccionario etimológico de la lengua castellana. Madrid: Gredos. [ Links ]

Delumeau, J. (1989). El miedo en Occidente (Siglos XIV-XVIII). Una ciudad sitiada. Madrid: Taurus. [ Links ]

Gallina, M. (2001). Ortodossia ed eterodossia. In Filoramo, G., Menozzi D. (a cura di). Storia del cristianesimo. Il Medioevo (pp. 107-218). Bari: Laterza. [ Links ]

Giametta, P. (2018). Breve storia dei Concili Ecumenici. Dal Concilio di Nicea al Concilio Vaticano II. Roma: Gedi. [ Links ]

Guignebet, Ch. (1988). El cristianismo medieval y moderno. Mexico: Fondo de Cultura Económica. [ Links ]

Harari, Y. (2020). 21 lezioni per il XXI secolo. Roma: Gedi. [ Links ]

Küng, H. (2008). Cristianesimo. Essenza e storia. Milano: BUR, 2ª ed. [ Links ]

Laboa, J. M. (2007). La storia dei papi. Tra il regno di Dio e le passioni terrene. Milano: Jaca Book. [ Links ]

Le Goff, J. (2008). Gli intellettuali nel Medioevo. Milano: Mondadori. [ Links ]

Le Goff, J. (2013). La civiltà dell´Occidente medievale. Milano: Mondadori. [ Links ]

Lorenzi, A. (2020). Chiesa e potere. L´arrettatrezza dell´Italia è colpa del Vaticano? Milano: Il Giornale. [ Links ]

Melloni, A. (1993). Los siete concilios “papales” medievales. En Alberigo, G. (Ed.). Historia de los concilios ecuménicos (pp. 157-184). Salamanca: Sígueme. [ Links ]

Merlo, G. G. (2001). Il cristianesimo latino bassomedievale. In Filoramo, G., Menozzi, D. (A cura di). Storia del cristianesimo. Il Medioevo (pp. 219-314). Bari: Laterza. [ Links ]

Mieli, Paolo (2015). L´arma della memoria contra la reinvenzione del passato. Milano: Mondadori. [ Links ]

Moliner, M. (1979). Diccionario de uso del español (H-Z). Madrid: Gredos. [ Links ]

Pricoco, S. (2001). Da Costantino a Gregorio Magno. In Filoramo, G., Menozzi, D. (A cura di). Storia del cristianesimo. L´antichità (pp. 273-416). Bari: Laterza. [ Links ]

Proch, U. (1993). La unión en el segundo Concilio de Lyon (1274) y en el Concilio de Ferrara-Florencia-Roma (1438-1445). En Alberigo, G. (Ed.). Historia de los Concilios ecuménicos (pp. 237-268). Salamanca: Sígueme. [ Links ]

Prodi, P. (1982). Il sovrano pontefice. Bologna: Il Mulino. [ Links ]

Rendina, C. (2011). I papi. Da san Pietro a papa Francesco. Storia e segreti. Roma: Newton Compton, 2ªed. [ Links ]

Sandri, L. (2013). Dal Gerusalemme I al Vaticano III. I Concili nella storia tra Vangelo e potere. Trento: Il Margine. [ Links ]

Uribe Rueda, A. (1998). Bizancio, el dique iluminado. La concepción mística del universalismo, sus raíces judías y helénicas y su herencia cristiana. Bogotá: Herder. [ Links ]

Villari, R. (2000). Mille anni di storia. Dalla città medievale all´unità dell´ Europa. Roma-Bari: Laterza. [ Links ]

Wohlmuth, J. (1993). Los concilios de Constanza (1414-1418) y Basilea (1431-1449). En: Alberigo, G. (Ed.). Historia de los concilios ecuménicos. (pp. 185-236). Salamanca: Sígueme. [ Links ]

1 Es necesario insistir en esa instrumentalización de una de las cuatro notas esenciales de la Iglesia cristiana, la catolicidad. Declararla exclusiva de una de las tres grandes versiones del cristianismo hasta hoy existentes, niega su fundamental identidad cristiana a las otras dos.

2. Desde los tiempos del emperador Heraclio, “el tradicional título oriental de autókrator -equivalente griego del latino imperator- fue sustituido por el de basileus (soberano), de ascendencia bíblica: una simbiosis entre la concepción del poder regio tardo-romano y la ideología teocrática cristiana” (Merlo, 2001, p. 130).

3. Título de la obra de Uribe Rueda.

4. Será beatificado en 1713.

5. Gregorio X, sucesor del IX, convocará el II de Lyon (1274) con el mismo objetivo reconciliador; pero impondrá la constitución Zelus fidei sin discutirla con los conciliares. Los griegos participantes repetirán en el aula la profesión ya hecha por el emperador a inicios del mismo año. El hijo de éste, Andrónico, la renegará, criticando la debilidad de su padre y el unilateralismo pontificio: había sido “solo un tratado político” (Laboa, 2007, p. 186).

6. Mieli (2015) cita a J. Harris, y observa que, cuando el imperio estaba en ruinas y los turcos a las puertas de Constantinopla, los bizantinos lograban “encontrar tiempo para cimentarse en luchas intestinas y dejarse enredar en intrincadas e interminables discusiones ideológicas” (p. 67).

7. Corría el año 1461. Ante la obvia negativa del turco, a quien probablemente nunca se expidió la misiva, el papa Piccolomini le declarará guerra en octubre de 1463 con la bula Ezechielis prophetae, pero morirá menos de un año después sin verla actuada, debido a las rivalidades de los gobernantes italianos que evitaban la reunión de una potente flota naval. Fue el último esfuerzo papal en favor de la vieja Bizancio (Mieli, 2015).

8. Las actas conciliares reportan los temas tratados en tres títulos: cause unionis, cause reformationis, causae fidei. (Sandri, 2013, pp. 168-175; Wohlmuth, 1993, p. 203).

9. Sostiene G.G. Merlo (2001, p. 287), sin embargo, que Constanza no parece haber pretendido sustituir el poder del papa, como órgano de autoridad universal sobre toda la Iglesia, con otro, el concilio ecuménico.

10. Además, en contra del uso que se había ido extendiendo de comulgar bajo las dos especies, el concilio de Constanza en su sesión del 15 de junio de 1415 había decidido que la de los laicos se hiciera exclusivamente con el pan “para evitar algunos peligros y escándalos”. El texto no especifica cuáles sean unos y otros; que el problema afectara a las relaciones con las comunidades de la ortodoxia oriental fue una eventualidad que no se tuvo en cuenta (Giametta, 2018, pp.187-188).

11. Wohlmuth (1993, p. 205) no parece advertir que su texto señala dos fechas distintas de la primera sesión: 15 de octubre y 14 de diciembre de 1431. Proch (1993, p. 249) observa que “no poseemos las actas originales del concilio de Florencia”.

12. A diferencia de todos los grandes concilios, convocados por motivos dogmáticos y disciplinares, el florentino fue querido y preparado desde el principio como un concilio “de unión”, que contrastaba con el “diálogo entre sordos” del siglo precedente (Proch, 1993, p. 250). Juan de Segovia, el cronista conciliar, incluye ese aspecto desde el inicio de la asamblea (Wohlmuth, 1993, p. 211). Sin embargo, el mismo Wohlmuth (p. 205), citando el Cod. 455s, no anota entre los objetivos del Concilio el tema ecuménico. Según él, será la bula de disolución de Basilea la que lo introducirá para la fallida Bolonia y lo conservará en Florencia. Según él, fue solo durante la sesión XXIV, del 14 de abril de 1436, cuando los conciliares afirmaron (todavía en Basilea) que “deseaban trabajar por un concilio ecuménico con los griegos” (p. 211).

13. Basilea “estuvo caracterizado por una escasa participación de prelados y una masiva presencia de elementos del bajo clero” (Villari, 2000, p. 84); los obispos eran “solo 6 o 7” (Laboa, 2007, 460).

14. De esa manera un problema atinente al episcopado suizo, que podría haber sido dirimido en el ámbito de una iglesia local, fue llevado hasta la instancia suprema de un concilio.

15. Adviértase que el papa no estaba presente en Basilea; actuaba a través de dos delegados suyos.

16. Se ha llamado así a la comunión sub utraque specie (con ambas especies); la discusión sobre ese específico rito litúrgico se prolongaría al interior de la iglesia romana hasta más de un siglo después, pero nunca se solucionaría el enfrentamiento por ese motivo con las comunidades de la Ortodoxia.

17. Recalcitrantes que desde el 1 de octubre iniciarían un nuevo proceso, este por contumacia, contra Eugenio IV: el proceso pasará luego por una suspensión del pontífice hasta llegar a su destitución (sesión del 25 de julio de 1439) y a la elección de un sucesor el siguiente 5 de noviembre (Wohlmuth, 1993).

18. Según Cod. 514s.519 citado por Sandri, 2013, p. 180; Proch, 1993, p. 259; la reacción conciliarista se inició el 10 de enero de 1438 y terminó el sucesivo 15 de febrero. Es el que se conoce en la historia como “pequeño cisma de Occidente”, para diferenciarlo del también occidental de Aviñón. Félix V renunciará en 1449, ya clausurado el Concilio. Un año antes, mediante el Concordato de Viena con el emperador Federico III, había logrado Nicolás abrogar los decretos conciliaristas de Basilea.

19. Nótese la política ecuménica de entonces: “Para unirlos a nosotros con el mismo vínculo de la fe y del amor”, dirán las actas del debate del 7 de setiembre de 1434; por primera vez, a tres años de iniciado el sínodo, se abordaba la cuestión en presencia de los bohemios, que se habían separado de la Iglesia católica romana pocos años antes; la gran delegación griega solo llegaría cuatro años más tarde; por entonces participaban, en representación de los bizantinos, tres embajadores, uno del emperador y dos del patriarca (entre estos Isidoro de Kiev). La sucesiva sesión conciliar (2 de junio de 1435) se ocuparía… de los concubinarios (Giametta, 2018, pp. 198-204).

20. Los primeros habían tomado asiento en Basilea desde el 12 de julio de 1434 (Wohlmuth, 1993, p. 209).

21. De hecho, durante las reuniones de Florencia, el papa no presidía desde el centro de la asamblea sino que se sentaba junto a los conciliares latinos. El Concilio acordaría también otras fórmulas sobre la procedencia del Espíritu Santo (el Filioque del actual credo católico romano), el purgatorio y las especies eucarísticas.

22. Pero “con la sesión XIV celebrada el 7 de mayo de 1437, termina la recepción católica del concilio de Basilea” (Merlo, 2001, p. 213), obrada años más tarde por Nicolás V.

23. “Ninguna iglesia ortodoxa, y ninguna entre las antiguas Iglesias orientales, acepta hoy mínimamente ese Concilio y los pactos logrados en él. El florentino ha sido borrado del calendario, muerto y sepultado” (Sandri, 2013, p. 192).

24. A saber: I Nicea, I Constantinopla, Éfeso, Calcedonia, II Constantinopla, III Constantinopla, II Nicea. Proch (1993, pp. 259-60) esquematiza en tres épocas el decurso de Basilea-Ferrara-Florencia-Roma: 1439-1444, indecisiones de los griegos, refuerzo de los antiunionistas; 1444-1453: frustración de esperanzas militares y políticas, progresivo abandono latino; 1453ss: fracaso del acuerdo de unión, desaparición del imperio bizantino, fragmentación política y religiosa del oriente ortodoxo.

25. Un cónclave formado por 53 eclesiásticos entre cardenales y miembros del Concilio de Constanza votará a Oddone Colonna, miembro de la influyente familia romana, que asumirá el nombre de Martín V; cardenal diácono desde 1405, será ungido diácono, presbítero y obispo en pocos días.

26. En 1449, arrepentido y absuelto por Nicolás V, este lo nombrará de inmediato cardenal. Morirá en 1451.

27. Tenía 49 años cuando fue elegido pontífice. Pietro Rainalducci, uno de los antipapas aviñoneses (1328-1330), había tomado el mismo nombre.

28. Se abona a Nicolás la paz de Lodi que pondrá fin en 1450 a un conflicto casi centenario, logrando con ella el equilibrio entre los estados pontificios y los líderes de Milán (Francesco Sforza), Venecia (Cosimo II dei Medici) y Florencia (Francesco Foscari).

29. El epitafio sobre su tumba, que le dedicaría Eneas Silvio Piccolomini, hacía manifiesto el renacimiento de la edad dorada en Roma (Castiglioni, 130). “Primer papa del renacimiento (…), la Roma de Nicolás V fue la madre de la Roma moderna y la matrona de la ciudad moderna” (Prodi, 1982, pp. 96.110).

30. Constantinopla había reducido su población de más de un millón a solo 36 000 habitantes (Uribe Rueda, 1998, p. 574).

31. Así lo llamará Calixto III, el sucesor de Nicolás V (Laboa, 2007, p. 431).

32. El emperador moriría en la batalla final. Fungieron todavía como titulares del derrocado imperio otros tres de la misma dinastía. Al fallecer el último de ellos, Andrés Paleólogo, nacido en 1453, titular entre 1465 y 1502, sus derechos imperiales serían asumidos por los Reyes Católicos españoles. Pero todavía en la segunda mitad del siglo XVI, Iván IV el Terrible, “zar de todas las rusias”, reclamaría para sí, infructuosamente, la posesión del título.

33. Peyorativo dado por los cristianos griegos a los latinos: los primeros comulgaban en la misa con pan fermentado, los segundos con pan ázimo.

34. En realidad, el proyecto favorecido por Alfonso V, rey de Aragón y Nápoles (1396-1458), pretendía sí la restauración del imperio pero con él a la cabeza; se movían así los hilos de la inminente unificación de los reinos y los dominios españoles, lograda al poco tiempo por los Reyes Católicos y, sobre todo, el primer emperador, Carlos V. Famoso por su nepotismo, con Alonso de Borja (Borgia en la lectura italiana del nombre) se iniciará la sucesión de los Borgia en la casa pontificia.

35. Hacia la segunda mitad del siglo XVI y la del XVII coincidirán en el papa cuatro personas: la del vicario (general) de Cristo y obispo de la iglesia universal, la de patriarca de Occidente (nótese bien: no solo de Roma), la de obispo particular de la ciudad de Roma (“emperador”, escribe el texto latino del siglo XVI) (cf. Prodi, 1982, pp. 75.418). El título pontificio de patriarca de Occidente, sin embargo, solo aparecerá en el Anuario Pontificio en 1863.

36. “Dos Romas cayeron pero permanece la tercera y no habrá una cuarta”, afirmará el monje teólogo ruso Filoteo de Pskov en 1523 (Sandri, 2013, p. 191). Su autonomía patriarcal se remonta a 1589.

37. Entre los predecesores la historiografía contará hasta 156. En todo caso, Hildebrando no parece haber advertido (o, simplemente, lo ignoró) que su decisión sería vista por Bizancio como un alejamiento de la tradición eclesial a la que el Oriente cristiano estuvo siempre referido en sus estructuras y costumbres.

38. Juan Damasceno (cit. por Uribe Rueda, 1998, p. 470).

39. Se discute si la tercera se deba al papa nombrado, a Benedicto XI (1303-1304) o a Clemente V (1305-1314). En cambio,Caporilli (1999, p. 112) sostiene que la primera fue de Sergio III (904), la segunda de Bonifacio VIII (1294) y la tercera de Urbano V (1362), símbolos, respectivamente, de la iglesia militante, reinante y triunfante.

40. La historia de Bizancio no olvidaba que dos siglos atrás un antecesor suyo, José I, se había plegado finalmente ante la decisión del basileus Miguel VIII de abjurar la fe ortodoxa y reconocer la romana.

41. “Rusia, educada por Bizancio en el odio hacia Roma, consideró siempre la unión del Concilio como una traición a la causa ortodoxa” (Küng, 1994/2008, p. 265).

42. Su casa en Roma se había trasformado en “refugio y punto de reencuentro para los exiliados bizantinos” (Mieli, 2015, p. 72).

43. Excluido el de Pavía-Siena (1423-1424).

44. “Como el párroco y el señor, todos los campesinos creían en Dios y en las hadas” (Beaune, 2019, p. 72). Hadas y brujas que para ellos eran símiles cuando no iguales.

45. “La Iglesia papal occidental y las Iglesias patriarcales históricas se limitaron a reconocerse sin lograr entenderse ni proponerse como complementarias” (Proch, 1993, p. 260).

46. La documentación de Vaticano I prueba que su invitación a los eventuales delegados fue refutada por los orientales que la interpretaron “de carácter instrumental y provocador” (Giametta, 2018, p. 67).

47. Una muestra, entre otras, de la simpatía de León XIII hacia la Ortodoxia cristiana: Carta apostólica Orientalium dignitas. 30 de noviembre de 1894. (http://www.vatican.va/content/leo-xiii/it/apost_letters/documents/hf_l-xiii_apl_18941130_orientalium-dignitas.html). Actitud análoga asumirán los papas sucesivos durante el siglo XX.

48. Dos decretos dedica el Concilio: Unitatis redintegratio sobre el ecumenismo y Orientalium ecclesiarum sobre las iglesias orientales católicas, ambos de 1964. Además de referirse a la Iglesia ortodoxa con respetuosa consideración en muchos de sus restantes documentos; puede incluirse en particular, por la mirada nueva sobre el argumento, el decreto Ad gentes acerca de la actividad misionera de la Iglesia (1965).

49. Con singulares actuaciones, sin embargo. En 1999 Juan Pablo II pedirá público perdón por “las laceraciones del pasado, en las que ciertamente tienen culpa ambas partes… no fue evangélico pensar que la verdad se debía imponer con la fuerza… falta de discernimiento de no pocos cristianos con respecto a situaciones de violación de los derechos humanos fundamentales”; pero ni entonces ni después ha llegado a incluirse la violenta creación del patriarcado latino en la antigua Bizancio (Juan Pablo II, Audiencia general, miércoles 1 de septiembre de 1999. http://www.vatican.va/content/john-paul- ii/es/audiences/1999/documents/hf_jp-ii_aud_01091999.html). A partir del 22 de marzo de 2006, Benedicto XVI renunciará al título de “patriarca de Occidente” y, a continuación, el Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos declarará que con ello "expresa una realidad histórica y teológica y al mismo tiempo puede ayudar al diálogo ecuménico"; no falta una precisión jurídica canónica: “sólo puede entenderse en referencia a la Iglesia latina"; la decisión de Benedicto XVI no ha sido bien vista por el mundo ortodoxo oriental, y en particular por el patriarcado de Constantinopla (https://www.religiondigital.org/rumores_de_angeles/Nueva-renuncia-Papa-discreto_7_675602437.html; https://elpais.com/sociedad/2007/11/14/actualidad/1194994803_850215.html); en mi opinión, la eventual conservación del título favorece el diálogo ecuménico por ser un antiquísimo y significativo símbolo para la Ortodoxia cristiana, al tiempo que contribuye a una posible revaloración de la función del obispo de Roma como primus inter pares: en tal sentido se había expresado el Concilio de Florencia.

50. Acepción de “proyectar” (Moliner, 1979, pp. 872-873). “Abyecto” (abiectus: “bajo, humilde”) figuraba en español hacia 1560; y de su raíz jacere (“arrojar”) surgirá “proyecto” por vez primera en 1737 (Corominas, 2000, p. 22); una curiosa e ilustrativa coincidencia, a mi juicio.

51. Acepción de proceder (de donde proceso) (Moliner, 1979, pp. 648-649). Y de proceso, usado por la lengua española “desde 1220-50 (del latín processus-i), progresión, por las etapas sucesivas de que consta” (Corominas, 2000, p. 476).

Copyright: 2021. Universidad de San Buenaventura, Cali. La Revista Guillermo de Ockham proporciona acceso abierto a todo su contenido bajo los términos de la licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International (CC BY-NC-ND 4.0).

Conflicto de intereses. El autor ha declarado que no hay conflicto de intereses.

Disponibilidad de datos. Todos los datos relevantes están en el artículo. Para mayor información contactar al autor de correspondencia.

Fondos. Ninguno. Esta investigación no recibió ninguna subvención específica de agencias de financiamiento de los sectores público, comercial o sin fines de lucro.

Descargo de responsabilidad. El contenido de este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa una opinión oficial de su institución ni de la Revista Guillermo de Ockham.

Citar así: Echeverri Guzmán, Alberto. (2021). Un concilio, dos papas, tres patriarcas: el último tardío intento ecuménico entre Oriente y Occidente. Revista Guillermo de Ockham, 19(2), pp. 339-354. https://doi.org/10.21500/22563202.5288

Recibido: 23 de Febrero de 2021; Revisado: 21 de Mayo de 2021; Aprobado: 06 de Julio de 2021

*Correspondencia: Alberto Echeverri Guzmán. Email: escarabajo4747@gmail.com

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons