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Revista Guillermo de Ockham

versión impresa ISSN 1794-192Xversión On-line ISSN 2256-3202

Rev. Guillermo Ockham vol.20 no.2 Cali jul./dic. 2022  Epub 26-Ago-2022

https://doi.org/10.21500/22563202.5840 

Artículo de investigación

La fabrica de la abstracción. algunas hipótesis sobre el dinero, el lenguaje y la literatura moderna

1Università di Pisa; Pisa; Tuscany; Italy


Resumen

La pregunta que he tratado de responder es si existe tal cosa como la alienación lingüística y cuáles son sus consecuencias para los estudios literarios marxistas y en la comprensión de la llamada “superestructura” en general. Suposiciones relevantes sobre este tema fueron elaboradas, sobre todo, en los años sesenta y setenta por Lefebvre, Rossi-Landi, Baudrillard y Latouche, a través de la tabulación de un paralelismo entre la teoría del valor de Marx y la teoría del signo de Saussure. En mi opinión, todas estas hipótesis no lograron comprender la especificidad de la interpretación marxista del dinero, que es una forma muy distinta de semiótica, porque (como Finelli y Arthur, entre otros, han demostrado) debe mucho a la lógica hegeliana.

Por lo tanto, intento demostrar que, poniendo ciertas categorías de semiótica y filosofía del lenguaje a interpretar la crítica de la economía política de Marx, el dinero resulta no un signo sino un código: parafraseando a Lacan, se podría decir que el capital se configura como un lenguaje. No es, sin embargo, un lenguaje neutro, sino una praxis lingüística capaz de ocultar una situación material a través de abstracciones. Si esto es exacto, no necesitamos preguntarnos cómo una materia (la estructura) actúe sobre una serie de cadenas semánticas e ideológicas (la superestructura), sino en qué medida el capital mismo, considerado como un texto, funcione como un modelo formal (usando las palabras de Marx: una formelle bestimmung) para la organización de toda la materia sobre la que se extiende su dominio de abstracción. La “causalidad estructural” en la que se basa Jameson en El inconsciente político es, por lo tanto, el resultado del nexo dialéctico entre las causalidades mecánicas y expresivas.

Palabras clave: teoría del valor; marxismo; semiótica; filosofía del lenguaje; lingüística; ciencias económicas; fetichismo de la mercancía; teoría literaria; literatura comparada; filosofía política

Abstract

The question I have tried to answer is whether there is such a thing as linguistic alienation and what are its consequences for Marxist literary studies and the understanding of so-called “superstructure” in general. Relevant assumptions about this topic were elaborated above all in the 1960s and 1970s by Lefebvre, Rossi-Landi, Baudrillard, and Latouche, through the tabulation of parallelism between Marx’s theory of value and Saussure’s theory of the sign. In my opinion, all these hypotheses failed to highlight the specificity of Marxian interpretation of money, which is a very distinct form of semiotics, because (as Finelli and Arthur, among others, have shown) it owes a lot to Hegelian logic.

I, therefore, try to prove that, by forcing certain categories of semiotics and the philosophy of language to interpret the critique of Marx’s political economy, money turns out to be not a sign, but a code: paraphrasing Lacan, one could say that capital is configured as a language. It is not, however, a neutral language, but a linguistic praxis capable of concealing a material situation through abstractions. If this is true, we don’t really need to ask how a matter (the structure) acts on a series of semantic and ideological chains (the superstructure), but to what extent capital itself, considered as a text, works as a formal pattern (using Marx’s words: a formelle Bestimmung) for the organization of all the matter on which it extends its abstracting domain. The “structural causality” relied on by Jameson in The Political Unconscious is thus the result of the dialectical nexus between mechanical and expressive causalities.

Key words: theory of value; Marxism; semiotics; philosophy of language; linguistics; economics; commodity fetishism; literary theory; comparative literature; political philosophy

Introducción

En su famosa introducción a The Political Unconscious, Jameson (2006) cuestionó las posibles formas en que el modo de producción capitalista afecta los textos literarios. ¿Qué tipo de hechos debe buscar el crítico literario para llamarse marxista? Retomando la teoría expuesta por Althusser - Balibar (1970), Jameson distingue entre causalidades mecánicas, expresivas y estructurales. Por causalidad mecánica (una noción que Althusser remonta a Descartes), Jameson entiende la capacidad del contexto social y económico para influir en los hechos literarios desde el exterior: lo que él también llama la “causalidad de la bola de billar” (Jameson, 2006, p. 10 ). Por ejemplo, es indiscutible el vínculo directo entre la crisis editorial de finales del siglo XIX y la evolución en la estructura interna de las novelas de ese período. Para Althusser, la causalidad expresiva se remonta a Leibniz y también sirve como base para la filosofía hegeliana del espíritu. Es la tendencia a identificar, oculta bajo el abigarrado cúmulo de hechos históricos de un período determinado, una regla o “narrativa maestra” (Jameson, 2006, p. 13) que actúa como clave alegórica para la interpretación del conjunto. La verdadera innovación introducida por Marx, según Althusser, es en realidad el concepto de causalidad estructural por “estructura”; es decir, no debemos entender el modo de producción estrictamente económico, sino el conjunto mismo de relaciones entre los diversos niveles, cada uno hasta cierto punto autónomo, de un sistema único y complejo. En este contexto, donde cada esfera (jurídica, religiosa, artística, etc.) conserva un estado de semiautonomía, la economía tiene un papel privilegiado pero no determinista. La estructura no es un elemento preponderante que actúe sobre los otros niveles subordinados del sistema, ni una esencia interna que se exprese como un contenido determinado, pero oculto, dentro de cada nivel. Por el contrario, como dice Althusser - Balibar (1970), es una “causa ausente”, porque toda su existencia sólo “consiste en sus efectos”. (p. 189)

Aunque la causalidad mecánica fue devaluada prontamente por los enfoques marxistas más avanzados (Jameson, 2006), el verdadero objetivo polémico del autor es la idea de que las relaciones entre la base económica y las llamadas esferas “superestructurales”, pueden leerse en términos de reflejos expresivos. Este es el patrón subyacente de muchos intentos, incluso muy diferentes entre sí, de conceptualizar la periodización histórica, al reunir en una sola página a Taine, Riegl, Spengler, Goldmann, Foucault, Deleuze-Guattari, Lotman, Baudrillard y, por supuesto, Hegel. Jameson (2006) califica estas operaciones como reduccionismo historicista. Sin embargo, unas páginas más adelante, el autor expresa incluso una feroz desaprobación hacia una versión particular de la causalidad expresiva; es decir, el concepto de homología, especialmente cuando sirve para validar la imagen de un reflejo preciso entre la esfera de la producción material y la de la elaboración intelectual. Jameson (2006), comenta con dureza:

One cannot without intellectual dishonesty assimilate the “production” of texts (or in Althusser’s version of this homology, the “production” of new and more scientific concepts) to the production of goods by factory Workers: writing and thinking are not alienated labor in that sense, and it is surely fatuous for intellectuals to seek to glamorize their tasks-which can, for the most part, be subsumed under the rubric of the elaboration, reproduction, or critique of ideology-by assimilating them to real work on the assembly line and to the experience of the resistance of matter in genuine manual labor.(p. 30)

Y más adelante:

The assertion of homologies is at fault here at least in so far as it encourages the most comfortable solutions (the production of language is “the same” as the production of goods), and forestalls the laborious-but surely alone productive--detour of a theory of language through the mode of production as a whole, or, in Althusser’s language, through structure, as an ultimate cause only visible in its effects or structural elements, of which linguistic practice is one.(pp. 30-31)

Jameson hace aquí una crítica muy radical a una serie de operaciones filosóficas elaboradas sobre todo en las décadas de 1960 y 1970, que intentaban encontrar algo similar a la alienación no sólo en el ámbito de la economía, sino también en el del lenguaje, mediante la tabulación de un paralelismo entre la teoría del valor de Marx y la teoría del signo de Saussure (para un panorama general del debate, consultar D’Urso, 2015). Lefebvre (1966, pp. 336 ss.) fue el primero en analizar la mercancía como signo, comparando su valor de cambio con el “significante” (como objeto susceptible de ser cambiado) y su valor de uso con el “sentido” (como objeto disponible para satisfacer una necesidad). Su discípulo Baudrillard (1976) se movió en una dirección similar, pero en su teoría de los simulacros termina mezclando intuiciones brillantes con un lúgubre entusiasmo apocalíptico marcado por una idea de la abstracción como mera apariencia engañosa. También se encuentran observaciones útiles en Latouche (1973) que, sin embargo, sitúa el paralelismo entre economía y lingüística en términos de una simple correspondencia metafórica. Considerar este hipotético paralelismo fuera de un tratamiento global del modo de producción, dice Jameson implícitamente, legitima la idea demasiado conveniente (y, se puede decir, muy de moda hoy en día) de que los intelectuales pueden agotar su tarea ocupándose solo de cuestiones lingüísticas.

Entre esos pensadores, el único al que Jameson (2006, p. 29) se refiere explícitamente, sin embargo, es a Ferruccio Rossi Landi, cuya obra está viciada por la referencia al paradigma homológico, pero, sin embargo, es “rica y sugerente”. ¿Qué parte del pensamiento de Rossi Landi (un erudito bastante olvidado hoy en día) le llamó la atención a Jameson? Partiendo de una analogía entre la producción lingüística y la producción de bienes por medio de mercancías, teorizada por Sraffa (1960), Rossi Landi (1968) propone considerar la economía como una rama de la semiótica. Si bien su intento de derivar una teoría del signo de la teoría del valor es infructuoso (su homología entre signos y herramientas de trabajo parece más bien una analogía, además poco convincente), son dignas de leer las páginas en las que acusa a Saussure de haber cometido con los signos el mismo error que los marginalistas cometen con las mercancías; es decir, haber construido una teoría lingüística abordando solo el aspecto de su combinación diferencial, dejando de lado el momento de la producción. El gran mérito de Rossi Landi es haber identificado una brecha decisiva en el pensamiento lingüístico de su tiempo, que todavía acarreamos hoy: el concepto de trabajo está completamente ausente en todas nuestras filosofías del lenguaje. En mi opinión, esta es la razón por la que le gusta Jameson (2006): ninguna “theory of language through the mode of production as a whole” (p. 31) es posible sin él.

El objetivo de mi investigación es tratar de dar los primeros pasos en la dirección que esperaba Jameson: ¿cómo podemos enmarcar el problema de la producción lingüística sin correr el riesgo de fetichizarlo? Y ¿cómo afectaría a los estudios literarios marxistas una adecuada conceptualización de este problema?

Metodología

Para ello, intentaré analizar similitudes y diferencias entre la teoría del significado de Grice, la distinción saussuriana entre lengua y palabra y la teoría del valor de Marx. Resultará que, considerado como modelo semiótico, el pensamiento de Marx es mucho más rico, pues, al estar basado en la dialéctica hegeliana, es capaz de incluir en su horizonte el problema de la historicidad.

Rossi-Landi y los demás filósofos que se han ocupado de la relación entre la teoría del valor y la teoría del signo han sido parcialmente engañados por una simple observación: si bien podemos poseer una mercancía, los códigos lingüísticos son, al menos aparentemente, el patrimonio de todos. ¿Cómo existe algo parecido al “capital lingüístico” o la alienación lingüística si las palabras, a diferencia de las mercancías, no se pueden embolsar? Lo cierto es que, bajo su apariencia de objeto material, el dinero es también un signo. Lejos de significar una acción realizada por el propietario, el verbo “poseer” indica una situación jurídica.

Es el propio Marx quien legitima esta forma de ver las cosas. Introduciendo el concepto de derecho de propiedad, por el cual dos personas “se reconocen como propietarias de propiedad privada”, afirma lo siguiente:

This juridical relation, which thus expresses itself in a contract, whether such contract is part of a developed legal system or not, is a relation between two wills and is but the reflex of the real economic relation between the two. It is this economic relation that determines the subject matter comprised in each such juridical act. (MECW, p. 75)

En otras palabras, ninguna relación económica podría existir si no se reflejase en una relación jurídica que la legitime. No importa si esta relación jurídica se desarrolla legalmente bajo la forma de un contrato explícito. Siempre garantiza virtualmente todo acto de intercambio, porque la propiedad sería inimaginable sin alguna institución que salvaguardara la seguridad imperturbable de la posesión. En una inspección más cercana, este contrato implícito, que los pensadores liberales teorizaron en la filosofía de la ley natural, funciona exactamente como una gramática: no importa si se desarrolla legalmente como un conjunto de reglas para ser explicadas en un manual; de todos modos garantizará que cada intercambio lingüístico termine con éxito. A los lingüistas les encanta contar un chiste para explicar la diferencia entre un idioma y un dialecto: un idioma no es más que un dialecto con un ejército y una armada. Es decir, los dialectos tienen reglas tan estrictas y un léxico tan rico como muchos idiomas oficiales, pero, a diferencia de estos últimos, tienen poco o ningún reconocimiento por parte de las instituciones. Para que cualquier código lingüístico funcione, no se necesita ninguna gramática explícita. Si vemos el significado de lengua en la lingüística saussuriana, la gramática no es más que un paquete de potencialidades virtuales implícitas.

En varias partes de El capital, Marx rechaza la posibilidad de que el dinero sea considerado un signo puro y simple, esto porque la noción de signo contiene a sus ojos un matiz de arbitrariedad. Y, sin embargo, cada vez que intenta deshacerse de él sacándolo por la puerta, sigue regresando por la ventana. Esto sucede por ejemplo en el siguiente pasaje:

The fact that money can, in certain functions, be replaced by mere symbols of itself, gave rise to that other mistaken notion, that it is itself a mere symbol. Nevertheless, under this error lurked a presentiment that the money-form of an object is not an inseparable part of that object but is simply the form under which certain social relations manifest themselves. In this sense, every commodity is a symbol, since, in so far as it is valued, it is only the material envelope of the human labour spent upon it. (MECW, p. 101)

Cabe señalar que la traducción aquí es incorrecta porque Marx no usa symbolen (“símbolos”), sino zeichen, que es “signos”. Aquí, el filósofo de Trier admite implícitamente que la definición misma de valor (como trabajo humano genérico incorporado en las mercancías) básicamente describe un hecho semiótico. Esto sucede porque la mercancía no contiene literalmente el trabajo, sino que lo expresa: dicho de otro modo, lleva los signos de ella. Si este no fuera el caso, el valor seguiría siendo una entidad mística completamente inalcanzable y la existencia misma de la crítica de la economía política estaría comprometida para siempre. Si, por el contrario, esta última es una disciplina nacida para interpretar, a partir de la forma de uso de la propia mercancía (ya sea lino, abrigo o té), cuánto trabajo humano se necesita para producirla, entonces El capital es un tratado sobre la semiótica de las mercancías.

Sin embargo, este es un tipo de semiótica muy particular, porque contiene una crítica implícita a la arbitrariedad de los signos. El hecho de que los signos del lenguaje humano sean arbitrarios, o convencionales, en realidad no significa que no sean necesarios: solo que para descubrir el origen de su necesidad hay que descender del dominio mental de la lengua al ámbito práctico y social de la palabra. La palabra es lo que día a día legitima todo significado, al renegociarlo continuamente.

Para analizar este problema, podemos tomar en cuenta el famoso ejemplo de Grice (1957), quien hizo una distinción pionera entre dos tipos diferentes de significado. El primero, que Grice define como un significado “natural”, indica un vínculo necesario entre dos signos (“those spots mean measles”, p. 377); el segundo, que se define en cambio como “antinatural”, indica un vínculo entre dos signos establecido por una intención comunicativa: “Those three rings on the bell (of the bus) mean that the ‘bus is full.’” (p. 377). En el primer caso, la conexión de sentido reside por naturaleza en los dos referentes (manchas y sarampión), y la oración que los pone en relación no hace sino reflejar en el plano semántico una situación objetiva de interdependencia: si aparecen las manchas, entonces es sarampión En el segundo caso, por el contrario, el vínculo semántico entre la campana y el bus lleno es el resultado de un acuerdo subjetivo: no hay nada natural en sí mismo en el hecho de que un evento “significa” el otro; si suena la campana entonces interpretemos que el bus está lleno. Sin embargo, lo que Grice no parece tener en cuenta es que el vínculo de importancia entre “esas manchas” y “sarampión” no es realmente necesario, sino completamente interno a la definición que la experiencia secular de los médicos, cristalizado en ciencia médica, primero, y luego en los diccionarios, ha atribuido al segundo término: su naturalidad es, en definitiva, un hecho eminente social (de tal forma que una nueva investigación médica podría ponerlo en duda). Para abreviar, Grice parece no contemplar el tipo particular de actos ilocucionarios que Kripke (1999) llama “bautismo inicial”: su función es asociar un nombre con un referente por primera vez. En la oración “llamaré a esta enfermedad sarampión”, parece ocurrir un milagro: la intencionalidad produce un significado natural. La supuesta “naturalidad” del sentido natural no es más que una intencionalidad cristalizada, convertida ahora en costumbre. En otras palabras, Grice presenta dos aspectos de significado divididos y alternativos que más bien funcionan como una polaridad dialéctica de todas las oraciones.

De manera muy similar, el valor de uso y el valor de cambio aparecen como dos momentos dialécticos ineliminables de la naturaleza de la mercancía: “Como valores de uso, las mercancías son, sobre todo, de diferentes calidades, pero como valores de cambio son meramente cantidades diferentes y, por consiguiente, no contienen un átomo de valor de uso” (MECW, p. 48). Si lo analizamos de forma más detallada el concepto del significado “natural” es el resultado de una inversión fetichista: Grice debería hablar más bien de algo similar a una naturalización del significado. Este vector convencionalizador está implícitamente presente en todos los enunciados y realiza lo que Jakobson llamada la función “metalingüística” de la comunicación:

Whenever the addresser and/or the addressee need to check up whether they use the same code, speech is focused on the CODE: it performs a METALINGUAL (i.e., glossing) function. “I don’t follow you-what do you mean?” asks the addressee, or in Shakespearean diction, “What is’t thou say’st?” (Jakobson, 1960, p. 356).

Mientras Jakobson argumenta que solo usamos esta función en ciertos tipos de mensajes, yo afirmo que está supuesta y postulada en cada acto mismo de nuestra comunicación: cada vez que nos comunicamos entre nosotros, de hecho, implícitamente afirmamos que lo que decimos ha sido realmente un significado. Al hacerlo, podemos ratificar tácitamente una gramática, reforzando su cristalización progresiva o podemos cuestionarla con una innovación.

En el polo dialéctico opuesto, está entonces la producción de sentido antinatural: un acto lingüístico capaz de establecer una asociación entre un mensaje y una intención pragmática; es decir, continuar con la comparación y explotar su valor de uso. Ésta es también una categoría trascendental, porque no puede ser suprimida por ningún enunciado. Todo mensaje expresa de alguna manera una intención de afectar prácticamente la realidad; incluso, los encabezados de un diccionario, que pueden parecer puramente informativos, de hecho, confirman o niegan una multitud infinita de visiones del mundo, ideologías, prejuicios, etc., así como, por supuesto, cierto status quo lingüístico. Austin (1962, pp. 2-11) se equivoca, por lo tanto, al argumentar que solo un tipo específico de enunciados son actos ilocucionarios: en el sentido que se lleguen a esbozar, entonces son ilocuciones.

Así como toda mercancía posee en sí misma una doble naturaleza, a la vez perceptible y suprasensible, del mismo modo, todo acto lingüístico produce siempre un doble resultado. Por un lado, como un acto de palabra, produce un efecto pragmático en el interlocutor, a quien se le pedirá que responda a una acción comunicativa; por otra parte, en lo que se refiere a la lengua, constituirá una confirmación o negación de un hábito comunicativo inscrito en el código. En definitiva, parafraseando la expresión de Kripke, podríamos decir que todo acto de palabra siempre debe implicar una forma de eucaristía metalingüística: según una lógica análoga a la dialéctica hegeliana, solo mientras usemos la palabra “mesa” seguirá perteneciendo al código del español como lengua viva. En otras palabras, el gran defecto en las distinciones entre lengua y palabra, significado natural y no natural, es que son artificiales, incapaces de dar cuenta del vínculo dialéctico que une siempre íntimamente la diacronía y la sincronía. La fuerza del modelo dialéctico adoptado por Marx en El capital, por otro lado, consiste precisamente en la posibilidad de interpretar estas dos dimensiones como fundándose mutuamente en el núcleo mismo del proceso de producción.

Esto es lo que Finelli (2005) llamó el “círculo del supuesto-puesto”. Es oportuno presentar una cita larga y significativa:

El primer círculo, el sincrónico, es el círculo [...] que de la superficie de la circulación simple (M-D-M), y de sus apariencias de libre intercambio entre hombres y mercancías a través del dinero y los precios, desciende con el vector de abstracción real en el contexto de la producción y sus vínculos estructurales de asimetría y desigualdad; es decir, donde se produce realmente el capital, para luego volver, mediante la multiplicación del capital en muchos capitales, su competencia y la distribución secundaria de la plusvalía en otras clases de ingresos, desde el nivel fundacional de los valores hasta el nivel fenomenal de los precios. En un descenso y un ascenso, es decir, en una producción, la premisa de partida, en la que la transformación de los valores en precios -es decir, el paso de un mundo estructurado en cantidad de trabajo a un mundo expresado en cantidad de dinero- constituye el núcleo fundante del efecto fetiche intrínseco a la producción de capital: un efecto estructural y objetivo que, como ya he dicho, proyecta las relaciones asimétricas entre clases sobre la pantalla del mercado, deformándolas en las siluetas individuales de los sujetos libres de compra y venta. Como efecto del fetichismo también aquí debemos referirnos a la teoría de Hegel de la ciencia de la lógica, esta vez al segundo libro de la esencia, en donde como bien se sabe, se trata de la aparición de las formas superficiales de una realidad como semblantes, en virtud de una “reflexión” (reflexión y no Überlegung), que no es la parte mental de un sujeto externo, no es una reflexión como forma psicológica de pensar, sino que es una reflexión y deformación de la esencia en sí misma objetiva de la realidad.

Cabe destacar que el círculo sincrónico del capital y su lógica de disimulo entre el nivel de la esencia y el nivel de la apariencia no podría existir sin atravesar la diacronía de la historia, que también se curva según la necesidad de totalización en una circularidad de presuposición y de producción de la presuposición, según la cual, como escribe varias veces Marx, en los Grundrisse, el capital produce sus propios supuestos, en el sentido de que reescribe y resignifica según su propia lógica, todo lo que está preconstituido para su nacimiento y difusión histórica. Desde el trabajo asalariado, incluido primero de manera formal y luego de manera sustancial y real al capital, hasta la reidentificación de varios tipos de trabajo aparentemente premodernos, que el capital no deja de actualizar según sus propias necesidades hoy (traducción del autor).

Por lo tanto, debemos estar de acuerdo con Rossi Landi cuando afirma la centralidad del concepto de trabajo para comprender el problema del lenguaje en términos marxistas: mientras que la palabra (así como, para dar otro ejemplo, el concepto chomskiano de “ejecución”) saussuriana indica el uso individual y privado de una reserva cristalizada de recursos verbales, lo que hemos tratado de definir como “eucaristía metalingüística” es en cambio el fruto de un proceso transindividual y colectivo que está siempre en marcha, tal como sucede con el valor y el capital en la descripción de Marx. Esto conlleva una serie de graves consecuencias tanto en la lingüística como en la comprensión de la crítica marxista de la economía política.

Considerada desde este punto de vista dialéctico y semiótico, en efecto, la esfera del valor de cambio no es más que el elemento metalingüístico que implica todo acto de compra: “intercambiar” una mercancía por dinero no significa realmente el acto materialista físico de pasar un objeto de un lado a otro de un mostrador, sino el acto semiótico de inscribir en el dinero, como código de equivalencias del intercambio generalizado, otra fluctuación infinitesimal en los precios de todas las demás mercancías.

Como observó Žižek (2012), es realmente necesario

reformular completamente el típico tema marxista de la «reificación» y el «fetichismo de la mercancía», en la medida en que este último todavía se basa en una noción del fetiche como un objeto sólido cuya presencia estable oculta su mediación social. Paradójicamente, el fetichismo alcanza su acmé precisamente cuando el fetiche mismo se ve «desmaterializado», convertido en una entidad virtual «inmaterial» y fluida; el fetichismo del dinero culminará con el paso a su forma electrónica, cuando las últimas huellas de su materialidad desaparezcan. [...]. Y solo en esta etapa el dinero se convierte en un punto de referencia puramente virtual y asume finalmente la forma de una presencia espectral indestructible: te debo 1.000 $, y no importa cuántos billetes (materiales) queme, te seguiré debiendo 1.000 $, la deuda está inscrita en algún lugar del espacio digital virtual. (p. 246)

Como muestra fácilmente la informatización del sistema bancario (y lo muestra precisamente en el sentido hegelo-marxista de Erscheinung), por lo tanto, no existe una diferencia sustancial entre el dinero como billete para el único comercio de abarrotes de la esquina y el dinero como un enorme catálogo de índices bursátiles: el segundo es la transcripción en un medio telemático del diccionario en constante cambio que la esfera concreta de los intercambios mantiene para presuponer y plantear al mismo tiempo. Los hechos que condujeron a la crisis de 2008 han demostrado cómo el dinero ahora puede ser utilizado como una mera redacción en el sistema informático de una cuenta bancaria. Pero, ¿qué es una mera redacción, sino es precisamente un objeto lingüístico? La financiarización de la economía no es, por lo tanto, como podría parecer, desvirtuar la naturaleza material del dinero, sino realizar lo que siempre ha sido. El dinero es en su misma esencia no un objeto material, sino un código: el tambaleante lenguaje de la economía.

Para poseer un valor de cambio, toda mercancía debe reflejarse en otro equivalente de mercancía. Lo mismo es cierto para los signos también. En un buen diccionario de español, las definiciones de las palabras “lino” y “tela” se refieren a sí mismas. De la misma manera, en la teoría del valor de Marx, el lino y la tela (o “abrigo”) como mercancías pueden actuar mutuamente como una forma de valor relativo o como valor equivalente entre sí. El dinero se define, entonces, como una mercancía que funciona como un “equivalente general” de “20 yardas de lino”, “1 abrigo o”, “10 kg de té”, “40 kg de café”, “1/4 kg de maíz”, “2 onzas de oro”, etc. (MECW, p. 75). A lo largo de su exposición del tema, Marx describe al dinero, por un lado, como la manifestación de la “serie interminable de ecuaciones” (la llamada “expresión ampliada del valor relativo”; MECW, pp. 104-105). Por el otro, el precio representa su forma socialmente válida. Arthur (2005), quien insistió aún más que Finelli en lo que llama una “homología” entre la teoría del valor y la lógica de Hegel, lo expresa en estos términos:

Money as a ‘piece’ of itself pretends to be something that has value (which may be claimed as gold, just to confuse things) rather than being the necessary form of value. [...] In price, money acts as if it were just a numeraire, and commodities act as if they were inherently valuable. But in truth-value achieves conceptual determinacy only through price. (s.p.)

Precisamente, porque sirve para definir el valor de todas las demás mercancías, el dinero parece no tener cabida en este diccionario. Y, de hecho, Marx afirma que, para que esto suceda, “debemos estar obligados a equipararlo a sí mismo como su propio equivalente”, lo que da como resultado una especie de definición tautológica. Sin embargo, esto es curioso: ha sido precisamente Marx el primero en describir el capitalismo como un modo de producción capaz de producir dinero a partir del dinero mismo. El capital en realidad opera como una especie de tautología viviente. Si buscamos en el diccionario de la RAE algo que funcione para el español como lo hace el dinero con los bienes, lo que encontramos es esto:

Significar. Verbo (Del lat. Significāre). Dicho de una cosa: Ser, por naturaleza, imitación o convenio, representación, indicio o signo de otra cosa distinta.

Dicho de otro modo, sin el concepto mismo de significado, ningún diccionario podría hacer que las definiciones de las palabras se refirieran entre sí. Según la misma lógica, el dinero funciona como un conjunto de reglas cuya función es establecer si algún bien puede entrar en el mercado: al asumir la forma fenoménica de precio, reconoce la naturaleza gramatical de la mercancía como signo. En otras palabras, el dinero funciona en el campo semiótico de la economía como la gramaticalización misma en su forma pura. Entonces, poseer grandes cantidades de dinero significa ganar más poder para decidir qué es gramatical y qué no lo es: y esto es porque todo acto de compra y venta (de cualquier mercancía, incluida la fuerza de trabajo) implica una eucaristía metalingüística, que es la confirmación o negación de una tendencia del mercado.

El poder del dinero consiste en transformar una “relación entre dos voluntades” en una relación jurídica: es decir, es un poder de transcodificación. La escritura de venta ocurre de forma simultánea en dos capas de significación del mismo y único código-dinero. El primer estrato expresa el universo jurídico de las relaciones de propiedad entre personas y bienes, y corresponde, por lo tanto, al ámbito lingüístico concreto del valor de uso como la palabra de la economía; el segundo representa el nivel financiero de equivalencias entre mercancías, relacionándose, por lo tanto, con la esfera metalingüística abstracta del valor de cambio como la lengua de la economía.

Resultados

Reinterpretado en este marco, el concepto de plusvalía adquiere un nuevo significado, ubicándose entre las esferas legal y financiera. Siendo el salario mismo un acto de venta, en efecto, podemos leer la plusvalía como una transcripción de dos valores diferentes en estos dos niveles de un único código-dinero: esa misma fuerza de trabajo, en la medida en que presupone y pone una equivalencia con el resto de la fuerza de trabajo cristalizada en todas las mercancías (trabajo abstracto), valdrá una cantidad n en el plano financiero, mientras que en el plano jurídico, en la medida en que presupone y postula una equivalencia con el trabajo efectivamente realizado (trabajo vivo), valdrá una cantidad n-x. En resumen, el capitalista toma para sí una cierta parte x de riqueza. Una vez ingresado en el plano jurídico, esta x se coloca en una relación de equivalencia con la parte n, aunque no refleja ninguna realización de trabajo vivo. La plusvalía se configura así como la introducción, en el ámbito jurídico, de una pura lógica de dominación, de una asimetría por la cual x y n, es decir, la propiedad que resulta de la explotación y la que resulta directamente del trabajo, son bajo todas las apariencias indiscernibles.

Análisis

Pero, ¿cómo es posible actuar de manera diferente en los dos niveles de un mismo código lingüístico? ¿Qué significa realmente? Pero, ¿cómo es posible actuar de manera diferente en los dos niveles de un mismo código lingüístico? ¿Qué significa realmente? Desde el punto de vista de las categorías clásicas de la semiótica, esta afirmación no tiene sentido. Así que demos un paso hacia atrás.

Eco (1976, pp. 6 ss.) definió sugerentemente a esta última como una “teoría de la mentira”; es decir, una herramienta capaz de estudiar todo lo que, en cuanto, puede ser tomado como signo, también puede servir para mentir. Los propios escritos de Eco son un testimonio de cómo la semiótica es una disciplina omnívora, casi virtuosa en su capacidad de someter cualquier aspecto de la vida al escrutinio de la interpretación. Sin embargo, la paradoja es que, precisamente por tratar a todos los signos como entidades previamente dadas, caídas del cielo, por decir, al estudiar su funcionamiento interno, pero no su origen, resulta por definición en una práctica idealista. El autor del libro titulado La búsqueda de la lengua perfecta (Eco, 1995) sabía muy bien que una lengua perfecta solo puede existir si se sitúa fuera del tiempo y, por lo tanto, al excluir cualquier relación con la historia. En este sentido, Eco y la semiótica tratan todas las lenguas como perfectas. Precisamente porque, en su fetichismo de la forma, su teoría no conoce diferencia de principio entre un enunciado verdadero y uno falso y, por lo tanto, entre las lenguas históricas y las imaginarias, sucede que la mentira representa el objeto imposible ante el cual debe detenerse su bulimia: se puede hacer la semiótica de todos los enunciados; es decir, de todo lo que puede servir para mentir, pero desde un punto de vista semiótico la mentira misma es indefinible. Para socavar este carácter idealista, llevando esta aporía fundamental hasta sus últimas consecuencias, debemos preguntarnos: ¿cómo sería una semiótica de la falsedad? En una inspección más cercana, el propio Marx proporcionó un modelo útil para abordar el problema, cuando decidió deducir su teoría del valor siguiendo el ejemplo de la lógica hegeliana.

Es obvio que para reconocer la falsedad hay que remitirse al criterio de verificación fáctica, sin embargo, la búsqueda de la semejanza entre un enunciado y la realidad a la que se refiere no debe interpretarse, como ocurre por ejemplo en la lógica modal, solo como una comparación entre dos estados de cosas o entre “mundos posibles”. Cuando cuestionamos la veracidad de la afirmación “el perro de Juan está herido”, no solo nos preguntamos si existe un verdadero perro de Juan del que podamos decir “está herido”; más a fondo, nos preguntamos si alguna realidad ha ocurrido para que esta afirmación sea cierta. La célebre frase de Hegel según la cual “lo real es racional” significa precisamente que debemos definir un ente como “real” solo si podemos comprender la lógica que determinó su producción; es decir, el nexo lógico-ontológico que legitima su manifestación. Buscar vestigios de una herida en el cuerpo del perro de Juan, por lo tanto, significa descubrir las pistas de una acción que la realidad pudo haber realizado sobre él.

Pero ¿y si buscamos pistas en el bolsillo (o cuenta bancaria) del capitalista sobre el trabajo que pudo haber realizado para ganar la riqueza que posee? Ocurre que el dinero que encontramos se manifiesta en su carácter de mentira estrepitosa. Es simplemente falso que el salario retribuya completamente al trabajador la fuerza de trabajo que ha proporcionado. Este exceso de trabajo que Marx llama plusvalía, precisamente porque no refleja ningún trabajo realmente realizado por el capitalista que lo toma, constituye el núcleo irracional de la economía capitalista precisamente porque es falso: si el dinero es trabajo humano genérico cristalizado en un cuerpo de oro, plata, papel o computadora, entonces el capital que poseen los que no han trabajado es básicamente algo así como dinero falsificado.

Finelli (2014) tiene razón cuando, al sustentar las razones de un marxismo de la abstracción frente al de la contradicción, afirma lo siguiente:

La contradicción estructural destacada por el círculo del supuesto-puesto es de hecho evidentemente no la del marxismo tradicional entre el bueno de las fuerzas productivas y la maldad de las relaciones de producción, sino la del vínculo entre esencia y apariencia, según la cual las desigualdades y asimetrías de clase, el dominio de unos sobre otros, en la esfera de la producción, aparecen en la superficie de la sociedad disfrazados de lo contrario, como relaciones entre sujetos iguales, libres de toda ubicación social previa y de toda desigualdad. Una conexión entre niveles opuestos de realidad, por lo tanto, que nada tiene que ver con la contradicción clásica, justamente prohibida por la lógica aristotélica, consistente en la pretensión de predicar, en la unidad de un mismo tiempo, el mismo predicado, tanto positivo como negativo. Porque aquí se juega la conexión de los opuestos: es por el vaciamiento interior que lo abstracto opera sobre lo concreto con su reducción de esto a una película superficial, entre un nivel de realidad oculta y un nivel de aparición, en el que la apariencia oculta y disimula la esencia. (p. 333; traducción del autor).

En resumen, el dinero no es ni un objeto ni un signo de valor arbitrario. Por el contrario, es un signo cuyo significado engañoso consiste precisamente en disfrazarse de objeto material y, además, en actuar como si en realidad fuera tal. En su forma de plusvalía incorporada y, por lo tanto, de capital, es una universalidad superestructural y metalingüística (es una abstracción), y sin embargo es real, porque estructura y ratifica todas las relaciones de poder. Oculta, bajo la apariencia de una relación de absoluta igualdad entre las mercancías, la existencia de una mercancía menor, menos igual a las demás, es decir, la fuerza de trabajo.

La paradoja, sin embargo, es que el propio Estado, a través de sus leyes, garantiza la validez de este dinero falso, es decir, hace imposible distinguirlo del dinero ganado a través del trabajo: en definitiva, la “dialéctica del disimulo” que Finelli desea está contenida en la teoría marxista del valor, si la consideramos una semiótica de la falsedad institucionalizada. Si la engañosa abstracción de la plusvalía se hace real en la explotación de la fuerza de trabajo es porque funciona como todas las mentiras: si alguien nos las dice es para hacernos actuar como si fueran verdad; cuanto más actuamos como si fueran ciertas, más legitimamos la apariencia de que lo son. Incluso la semiótica de la falsedad se reproduce, por lo tanto, según la lógica del círculo del supuesto-puesto, acabando por coordinar la constitución de una “objetividad social” totalmente autonomizada (como diría Adorno, 2019). Esta objetividad, que es independiente de la voluntad de los agentes individuales, es la consecuencia del fetichismo de las mercancías en términos de totalización: una sociología (y, podemos agregar, una crítica literaria) digna de este nombre debería ponerla en el centro de su interés, abandonando el individualismo metodológico que es su mayor defecto.

No es el comportamiento de los agentes lo que determina la ley del valor, sino la ley del valor que se impone a través de los agentes económicos. La propia estructura de la producción capitalista impone al análisis social el abandono total de cualquier forma de individualismo metodológico y su sustitución por un análisis que prescinde de la socialidad entendida desde los agentes. (Redolfi Riva, 2009, p. 36; traducción del autor)

Para comprender plenamente las implicaciones de esta idea, debemos remontarnos a la lección de Backhaus (2009), discípulo de Adorno. En su Dialektik der Wertform, el filósofo alemán ha demostrado que no puede existir nada parecido a una teoría premonetaria del valor. Contrariamente a lo que creía Engels, y con él toda la tradición del marxismo soviético, el valor solo puede existir en la forma fenoménica del dinero: esta es la verdadera lección de los primeros capítulos de El capital. Este hecho implica una división sustancial:

La mercancía, entendida como sinónimo de valor de valor de uso, remite a la contradicción entre el trabajo privado y el trabajo concreto, por un lado, y el trabajo social y el trabajo abstracto, por el otro. Mientras que el primer lado de estos pares de oposición se refiere a algo individual, algo que está presente en la consideración consciente del productor, el segundo lado se refiere a algo sobre-individual, que tiene lugar en la circulación y que objetivamente se impone a los agentes económicos como un promedio, que actúa después e independientemente de la provisión privada de trabajo. La oposición entre valor de uso y valor que caracteriza a la mercancía es, por tanto, la oposición entre el proceso de entrega del trabajo privado y la sanción social del mismo (Redolfi Riva, 2009, pp. 38-39; traducción del autor).

Si lo que hemos dicho hasta aquí es correcto, esta “sanción social” que realiza el dinero al incorporar el trabajo abstracto a su objetividad espectral es en realidad un fenómeno semiótico. Parafraseando a Lacan, podemos decir que el capital se configura como una lengua. A menos que esta lengua, para producir su falsedad institucionalizada, se divida estructuralmente, no en el sujeto que lo usa, sino en los referentes (mercancía y dinero) de los que se ha convertido en símbolo.

Por fin podemos volver a la pregunta que nos hacíamos al principio: ¿existe algo parecido al capital lingüístico? La respuesta es sí, siempre que se entienda como el reflejo a nivel del lenguaje de una contradicción inherente a la realidad. Por lo tanto, es un ejercicio ocioso determinar si hay prácticas lingüísticas y cuáles de ellas producen alienación fuera de cualquier discurso sobre el contexto de enunciación del que surgieron.

Conclusiones

En un ensayo titulado Cibernética y fantasmas. Apuntes sobre la ficción como proceso combinatorio, con una mezcla de euforia y espíritu paradójico, Italo Calvino imagina un futuro en el que habrá “máquinas de escribir” capaces de sustituir a los escritores de carne y hueso, al componer en su lugar novelas y poemas. Interesantemente, Calvino describe esta máquina, con la que básicamente se identifica, como una figura casi oportunista, como un dispositivo que elige una orientación poética basada únicamente en la lógica de la tendencia; lo que significa fuera de cualquier pretensión de autenticidad. De una forma grotesca y paradójica, esto se confirma en el siguiente pasaje, una obra maestra de la ironía, donde Calvino parece rechazar fundamentalmente la crítica literaria marxista:

To gratify critics who look for similarities [omologie] between things literary and things historical, sociological, or economic, the machine could correlate its own changes of style to the variations in certain statistical indices of production, or income, or military expenditure, or the distribution of decision-making powers. That indeed will be the literature that corresponds perfectly to a theoretical hypothesis: it will, at last, be the literature. (Calvino, 1987, pos. 17.0 en la edición epub.)

El término “homología” era la herramienta teórica central de Goldmann (1975), que había sido traducido del francés al italiano el mismo año en que Calvino impartía estas conferencias. Lo que Calvino nos proporciona con estas últimas frases es nada menos que una interpretación cibernética de la función de la teoría literaria. Si, de hecho, esta máquina puede operar sobre la base de una hipótesis teórica sobre las relaciones entre los textos literarios y los hechos sociológicos, económicos e históricos, entonces también podemos decir lo contrario: cualquier hipótesis teórica sobre la literatura no es más que una máquina, un hardware para producir clasicismo. Después de todo, si se concibiera una extensión al campo literario de las consideraciones de Benjamin sobre el arte en la época de su reproducción mecánica (consultar Benjamin, 2008), tal vez se podría partir de este punto, leyendo la proliferación de teorías típicamente modernas, manifiestos y poéticas como un enorme esfuerzo encaminado a la paulatina mecanización de la práctica de la escritura. Calvino insiste en la necesaria división que se deriva del acto de acercarse a la página para escribir: siempre nos encontramos desdoblados “en un ‘yo’ que escribe y un ‘yo’ que se escribe” (Calvino, 1987, pos. 19.4 en la edición epub), en el acto de escribir y en la escritura como reflejo de la imagen autoral. Después de todo, lo que la máquina encarna es la “objetividad social” autónoma del propio concepto de literatura (esto también es típicamente moderno). Al analizarla más de cerca la división de la que estamos hablando es en gran medida la que existe entre el trabajo privado y el trabajo social, en lo que respecta a la escritura. ¿En qué medida la concreción del trabajo social encubre, disfraza, falsea, presupone y postula la práctica del trabajo privado? Si hay un proceso de valorización también en la praxis artística (de eso se trata casi siempre el trabajo de los críticos modernos), ¿podemos encontrar rastros de esta teleología en las formas artísticas?

Parafraseando a Marx, podríamos decir por ejemplo que la literatura moderna es “una enorme colección de abstracciones”: los conceptos como el misterio, el absoluto, el infinito, la nada, se convierten en los protagonistas de una nueva imaginación, inaugurada por la estación del Romanticismo. Los conceptos de este tipo eran impensables en la estética clásica, que se basaba en la imitación de la naturaleza. ¿Por qué obtienen tanto éxito? ¿Y por qué precisamente en la modernidad? La respuesta puede estar, en mi opinión, en que el mercado, tal como lo hemos descrito hasta ahora con la analogía del diccionario, no es más que un texto. Surge entonces la pregunta: ¿y si existió algo similar a una textualidad capitalista? ¿Qué pasa si la pregunta no es cómo una materia (la estructura) actúa sobre una serie de cadenas semánticas e ideológicas (la superestructura), sino hasta qué punto el capital mismo funciona como un modelo formal para la organización de toda la materia sobre la que extiende su dominio? ¿Qué pasa si el capital es la “determinación formal” (formelle Bestimmung; consultar Finelli, 2015, pp. 23 y ss.), la célula teleológica básica de una reproducción social basada en la objetivación reificada de las abstracciones? Si este fuera el caso, entonces la primera tarea del crítico marxista sería preguntarse si la modernidad literaria (y, por una lógica fractal, muchas de sus partes: los textos mismos) no constituye una alegoría estructural compleja del capitalismo en su conjunto. En este contexto, la causalidad expresiva dejaría de aparecer como una forma de reduccionismo analógico (como parece plantear Jameson, 2006), porque se encontraría en la escisión entre el trabajo privado y el trabajo social, es decir, en la abstracción que “se vuelve prácticamente cierta en el centro mismo de la producción” (Finelli, 2014, pp. 113-125; traducción del autor), su origen mecánico.

REFERENCIAS

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Citar así: Gerace, Roberto (2022). La fábrica de la abstracción. Algunas hipótesis sobre el dinero, el lenguaje y la literatura moderna. Revista Guillermo de Ockham 20(2), pp. 247-260. https://doi.org/10.21500/22563202.5840

Descargo de responsabilidad: El contenido de este artículo es de exclusiva responsabilidad del autor y no representa una opinión oficial de su institución o de la Revista Guillermo de Ockham.

Editores invitados: Dra. Nicol A. Barria-Asenjo, https://orcid.org/0000-0002-0612-013X

Editor en jefe: Dr. Carlos Adolfo Rengifo Castañeda, https://orcid.org/0000-0001-5737-911X

Coeditor: Claudio Valencia-Estrada, Esp., https://orcid.org/0000-0002-6549-2638

Copyright: © 2022. Universidad de San Buenaventura Cali. La Revista Guillermo de Ockham ofrece acceso abierto a todo su contenido en virtud de los términos de la licencia Creative Commons AttributionNonCommercial-NoDerivatives 4.0 International (CC BY-NC-ND 4.0).

Declaración de interés: El autor declara que no hay conflicto de interés.

Disponibilidad de datos: Todos los datos relevantes se pueden encontrar en el artículo. Para obtener más información, comuníquese con el autor de la correspondencia.

Financiamiento: Ninguno.

Recibido: 18 de Marzo de 2022; Revisado: 23 de Abril de 2022; Aprobado: 10 de Mayo de 2022

* Correspondencia: Roberto Gerace. Correo electrónico: roberto.gerace3@gmail.com

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