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Revista Guillermo de Ockham

Print version ISSN 1794-192XOn-line version ISSN 2256-3202

Rev. Guillermo Ockham vol.21 no.1 Cali Jan./June 2023  Epub Jan 26, 2023

https://doi.org/10.21500/22563202.5361 

Artículo de reflexión

Novela gráfica y conflicto armado colombiano: Los once como literatura menor

Graphic Novel and Colombian Armed Conflict: Los once as Minor Literature

Oscar Giovanny Flantrmsky Cárdenas1  * 
http://orcid.org/0000-0003-2391-8669

1 Programa de Filosofía; Facultad de Ciencias Humanas; Universidad Industrial de Santander; Bucaramanga; Colombia.


Resumen

Este artículo trata de responder si la novela gráfica Los once, de Jiménez et al. (2014), recoge los puntos esenciales para considerarla un ejemplo de literatura menor, de acuerdo con la propuesta de Gilles Deleuze y Félix Guattari. Para ello, se parte de tres momentos: primero, se establecen, de manera general, las características básicas de la novela gráfica y se esboza una definición somera de esta partiendo de la discusión sobre su presunta diferencia con el cómic, así como su validez como objeto de estudio filosófico. En un segundo momento se exponen algunos puntos clave acerca de la literatura menor, para finalizar en un tercer momento, con el análisis de la novela gráfica en cuestión, con lo cual se contesta la pregunta formulada y se demuestra la importancia de esta para la comprensión del conflicto armado colombiano. Se ha seguido una metodología de análisis textual tanto de los autores mencionados como de otros expertos en el tema, con lo que se ha construido un marco conceptual que valida la hipótesis. Por un lado, se concluye con la relevancia de abordar la literatura desde la perspectiva trazada para el estudio de fenómenos sociales complejos -en este caso, el conflicto armado colombiano- y, por otro, con la trascendencia del cómic o la novela gráfica como medios de expresión en una sociedad.

Palabras clave: novela gráfica; cómic; literatura menor; línea de fuga; deseo; filosofía y literatura; conflicto armado; Deleuze; Guattari; Estado

Abstract

This article will try to answer whether the graphic novel Los once, by Jiménez et al. (2014), gathers the essential points to consider it an example of minor literature, in accordance with the proposal of Gilles Deleuze and Félix Guattari. To do this, we will start from three moments: one that establishes, in a general way, the basic characteristics of the graphic novel, and in which a brief definition of this is proposed, based on the discussion about its presumed difference with the comic, thus as its validity as an object of philosophical study. In a second moment, some key points about minor literature will be presented, according to Deleuze and Guattari, to later end, in a third moment, with the analysis of the mentioned graphic novel, which gives an answer to the question about its possibility as minor literature and its importance for understanding the Colombian armed conflict. A methodology of textual analysis has been followed both by the aforementioned authors and other experts on the subject, with which a conceptual framework has been obtained that validates the hypothesis on the inclusion of the graphic novel analyzed as minor literature, with which it is concluded, on the one hand, the importance of the approach to literature from this perspective, for the study of complex social phenomena -in this case, the Colombian armed conflict- and on the other, the importance of the comic or graphic novel as a means of expression in a society.

Key words: graphic novel; comic; minor literature; line of flight; desire; philosophy and literature; armed conflict; Deleuze; Guattari; State

Introducción

La filosofía y la literatura parecen dos terrenos disímiles; no obstante, al analizar de fondo la una y la otra, puede apreciarse que esta disparidad no impide que se tienda un puente entre ambas, que las dos dialoguen entre sí alrededor de problemas comunes, sin que ninguna subsuma a la otra. Esto significa que hay un grado de complementariedad, que es posible rastrear problemas filosóficos en la literatura y, a su vez, comprender cómo la filosofía es capaz de proponer temas para la creación literaria, como hilos de dos madejas diferentes que se entrelazan entre sí. Es factible concebir un diálogo filosofía-literatura sin tener que apelar a la arrogante pretensión filosófica de encontrar sentidos ocultos en la obra literaria y aceptando, en cambio, que la literatura tiene una vocación especulativa, así como unas experiencias de pensamiento propias (Macherey, 2003). Un caso concreto se aprecia en la novela. Tomando los planteamientos de teóricos como Bobes (1998), Bourneuf y Ouellet (1985), García Peinado (1998), Kundera (2006), entre otros, se pueden abstraer algunas generalidades de la novela, como la presencia de un relato, unos personajes, espacios o tiempos que hacen de ella una armazón tan compleja como la realidad misma, por supuesto, desde la ficcionalidad. Esta complejidad está erigida en torno a problemas que surgen en ella y que pueden ser leídos desde la filosofía.

Sin embargo, quizá, la mayor complejidad de la novela la postuló Bajtín (1989) en su propuesta del plurilingüismo. En efecto, para el teórico ruso, la novela moderna ha alcanzado un punto de evolución alto, en el cual el enfoque no recae exclusivamente en un único protagonista y sus transformaciones, sino en la aparición de más personajes que aportan distintas concepciones de mundo. Este surgimiento acaba, al mismo tiempo, con la idea clásica de que solo la voz del protagonista atraviesa el relato de punta a punta, para darle paso a un fenómeno que se ha bautizado como plurilingüismo. Es decir, la novela se despoja de su carácter monofónico y, en su lugar, se instaura una polifonía, un entramado de voces-visiones propias del mundo, en la que los personajes son dinámicos, donde actúan e insertan sus pensamientos, la mayoría de veces divergentes. Más aún, esta polifonía recoge una necesidad humana: la de comunicarse. Desde sus respectivos panoramas, los personajes dialogan no en función de un protagonista, sino de ellos mismos. Se pasa de una visión individual a una colectiva, diversa. Justamente ahí, la novela adquiere una riqueza que la nutre y la acerca a la realidad, de manera que la convierte en un objeto propicio para el abordaje filosófico, en cuanto que se constituye como un escenario donde la multiplicidad vive, donde la diferencia se hace manifiesta.

Ahora bien, ¿puede la novela gráfica ser parte de este diálogo con la filosofía? Esta no es una pregunta que se resuelva tan rápido. Empero, el presente artículo pretende exponer que, en efecto, sí es posible considerar tal relación dialógica, más concretamente, desde el planteamiento de Gilles Deleuze y Félix Guattari en cuanto a la literatura menor. Para ello, se exponen brevemente algunas generalidades referentes a la novela gráfica que permiten dilucidar si esta puede contemplarse como una interlocutora de la filosofía, con el objeto de, posteriormente, explicar las consideraciones de estos dos filósofos sobre la literatura y qué se entiende por literatura menor; a partir de esto, se analiza si la novela gráfica Los once (Jiménez et al., 2014) puede definirse como un ejemplo de esta literatura. En otras palabras, se trata de evaluar si esta novela gráfica se constituye como literatura menor con sus intensidades y rompimientos de las formas tradicionales de enunciación y demás aspectos que encierra este tipo de literatura.

La novela gráfica: ¿interlocutora de la filosofía?

Hablar de la novela gráfica es hacerlo de un género que resulta novedoso en el panorama literario. De ahí que emerja una gran dificultad en relación con su estudio, en especial si se tiene en cuenta que ni siquiera existe un consenso respecto a una definición que resulte satisfactoria. En ese sentido, por ejemplo, para García (2010), la novela gráfica es el culmen de la evolución del cómic, en la medida en que es la madurez del cómic de autor. Sin embargo, tal afirmación resulta problemática, puesto que, de aceptarse, habría que admitir que entre el cómic y la novela gráfica hay una diferencia sustancial que los pone en planos diferentes.

Frente a esto, las opiniones se dividen, pues así como para García (2010) el cómic parece ser una etapa previa en la evolución de la novela gráfica, para otros teóricos, como Barrero (2012), la designación de novela gráfica es una denominación infundada, creada por las editoriales para hacer del cómic un producto atractivo que facilite su venta en librerías1 o, como postuló Altarriba (2008), un nombre que oculta el afán por vincular la historieta con un nivel más alto que le permita ocultar su rancio abolengo. Por consiguiente, no parece haber una distinción absoluta entre ambos, salvo que la novela gráfica contiene un fin comercial, que no es otro que el aumento en la producción, distribución y venta a un público reacio a la aceptación del cómic como objeto de lectura. A pesar de ello, para avanzar en la comprensión de la novela gráfica, se toma como punto de partida la definición de cómic para luego destacar las características que pueden separarla de este último.

En ese orden de ideas, una definición más precisa de cómic es la propuesta por McCloud (2005), quien señaló que el cómic se compone por una secuencia intencional de ilustraciones e imágenes,2 cuyo fin es la transmisión de información y generar una respuesta estética en el lector. Ilustraciones y palabras que, como puntualizó Gubern (1987), muchas veces suelen ser amiméticas, puesto que no siempre buscan representar algo presente en la realidad. Asimismo, Eco (1984) aseguró que es un género autónomo, dotado de técnicas comunicativas originales y poseedor de un código propio que comparte con los lectores, a quienes se dirige en tres planos: cognitivo, imaginativo y estético. Por último, para Eisner (1998), el cómic es un arte secuencial que crea su propia gramática a partir de imágenes repetidas y símbolos reconocibles que, al usarse reiteradamente para transmitir ideas similares, terminan por convertirse en un lenguaje o, mejor, en una forma literaria.

De lo anterior, un acercamiento conceptual a la definición de cómic puede sintetizarse como lo expusieron Aguirre y Villamizar (2016), quienes consideraron que esta forma de narrativa no es solo una expresión artística, sino también una forma de comunicación de masas en la que las voces individuales pueden ser oídas y en la que la forma y el contenido pueden ser distinguidos. Con base en esta definición resumida, bien puede afirmarse que hay elementos esenciales que son detectables en un cómic: una forma, que es un híbrido de imagen y texto; un contenido, aquello que se quiere transmitir; unas voces, a través de personajes que entablan comunicaciones y participan de lo relatado; y una historia, una línea de acontecimientos alrededor de la cual se construye. Entonces, independientemente de si hay una diferencia en esencia entre cómic y novela gráfica, es posible atreverse a enunciar una definición propia que, por supuesto, es susceptible de discusión; esta puede expresarse en los siguientes términos: el cómic es un producto, con contenido y forma específicos, que se estructura alrededor de una línea de acontecimientos que son objeto de narración.3

Es posible considerar que esta definición es la más precisa, dado que condensa el carácter esencial del cómic. De hecho, si se indaga por más definiciones de cómic, el resultado sería igual. De este modo, otros teóricos como Baur (1978), Barbieri (1998), Coma (1979), Dahrendorf (1977), Dittmar (2011), Martín (1978), Mejía (2001), Paramio (1972), Pociask (2015), entre otros, han coincidido en concebir el cómic como la unión de imagen y texto, con una intención narrativa que la articula. No obstante, esta definición puede aplicarse igualmente para el caso de la novela gráfica, dado que en ella convergen la imagen y el texto, mediante los cuales se narra una historia. Por ende, para ubicar mejor conceptualmente la novela gráfica, es preciso concentrarse en las diferencias que se presentan en relación con el cómic, que versan principalmente sobre su contenido y sobre los lectores a los que se dirige.

Así pues, se traen a colación, en primer lugar, los prejuicios que se han tejido en torno al cómic, ese “híbrido que cabalga entre el arte visual y la composición verbal” (Peppino, 2012, p. 17), que desde sus inicios, se ha visto enfrentado a una serie de concepciones peyorativas, debido, en gran parte, a su masificación, como lo subrayó García (2010). En efecto, según sus palabras, el pecado original del cómic ha sido el de haber surgido como un producto de masas -por consiguiente, comercial-, lo cual ha repercutido en que sus lectores se hayan asociado con personas de escasa o nula formación intelectual, además de considerárseles como un público carente de capacidades cognitivas. Este imaginario fue ratificado por Eisner (1998), quien planteó que, como consecuencia de este prejuicio, el cómic se ha tomado como literatura banal, apta solo para niños y jóvenes, pese a las refutaciones sostenidas por Altarriba (2008), para quien esta aparente sencillez e infantilidad ocultan una imbricación de dos sistemas de expresión que, en principio, resultan incompatibles -como lo son la imagen y la palabra-, lo cual es innovador, puesto que la conjunción imagen-texto como medio de narración obliga a leer no solo grafemas, sino también imágenes en un proceso complejo, en el que no se puede prescindir de ninguno de estos dos elementos, so pena de no apreciar la totalidad del mensaje que se desea transmitir, lo que, a su vez, exige que el lector ejerza sus facultades visuales y verbales.

Por ello, puede afirmarse que la lectura del cómic “es un acto de doble vertiente: percepción estética y recreación intelectual” (Eisner, 2002, p. 10).4 Sin embargo, como confirmó Sabin (1996), el estar dirigido a esta clase de lectores y el ser creado masivamente han llevado a que el cómic sea entendido como un producto de baja ralea, carente de algún aporte novedoso y artístico, sobre todo si se tiene en cuenta que su originalidad es nula, pues, en palabras de Benot (1978), el cómic guarda estrechas relaciones con otras expresiones artísticas, como la fotografía, el cine o la literatura, lo cual puede conducir a que sea tomado como una mezcla de varias artes y no como un producto innovador y autónomo.5

Ahora bien, de lo anterior se desprende otro prejuicio que suele acompañar al cómic, el relacionado con su contenido. Como se menciona, la subestimación del cómic ha sido una constante desde su aparición, porque la presencia de imágenes parece darle un aire ingenuo que ha hecho que se entienda como una lectura propia de un público al que se le ha tachado de infantil, ignorante y de pocas luces. Esta subestimación tiene su raíz no solo en la forma del cómic, sino en su contenido que, como expuso Eisner (1998), era concebido para un público con estas características. Prueba de ello era la proliferación de cómics con alto contenido de violencia disparatada e imágenes exclusivamente sexuales o el caricaturesco y humorístico de los primeros cómics de circulación masiva, así como la posterior aparición de contenido de aventuras de ciencia ficción y superhéroes que llevaron a que el cómic se tomara como una lectura de entretenimiento y, por tanto, incapaz de abordar temáticas complejas o de mayor seriedad.

Aun cuando el contenido de los cómics fue transformándose con el tiempo, al punto de abordar problemáticas más serias como la crítica social o política, y lograr configurarse como un artefacto “capaz de trasmitir las preocupaciones propias de artistas que impregnan su obra de una mirada responsable con el entorno” (Souto y Martínez Rubio, 2016, p. 2), el cómic no logró despojarse de tales preconcepciones, las cuales se acrecentaron con la aparición del libro Seduction of the Innocence, de Wertham (1954), el cual exponía, con aire científico, los resultados de diversos estudios que asociaban la lectura de los cómics con el auge de la criminalidad, la drogadicción, la perversión y los desórdenes sexuales, lo que llevó a que el contenido de los cómics se ciñese al comic code o código del cómic, una forma de censurar y controlar las publicaciones de cómics en el territorio estadounidense.

Llegados a este punto y luego de este corto recorrido por los prejuicios en torno al cómic, es posible adentrarse en la novela gráfica y su diferencia con el primero. Para esto, se toma como base la tendencia que Gómez Salamanca y Rom Rodríguez (2012) denominaron como culturalista, la cual sostiene que la novela gráfica y el cómic mantienen una distancia esencial que los determina como creaciones diferentes. Esta distinción se sostiene en la premisa de que la novela gráfica es producto de un movimiento artístico y, por ende, es capaz de tratar temas profundos, serios, adultos y complejos, que la legitimarían como lectura de interés en el mundo artístico y académico. En este sentido, la novela gráfica puede entenderse como el punto culmen en el desarrollo del cómic, con tratamientos temáticos y artísticos dignos de una novela escrita (Perdomo, 2015); lo que la valida como una forma artística con reconocimiento intelectual, habida cuenta de que su contenido se enfoca en temáticas más complejas que la convierten en un vehículo para la expresión de puntos de vista con mayor compromiso con problemas sociales, políticos, filosóficos, etc., por parte de sus autores.6 En otras palabras, la novela gráfica se aleja de las historias infantiles y disparatadas, propias del cómic tradicional, y se abre a la exploración tanto artística como temática, buscando así suscitar reflexiones más profundas en sus lectores y ya no su simple entretención. De suerte que, como señalaron Gómez Salamanca y Rom Rodríguez (2012), la novela gráfica tiene una pretensión artística e intelectual que solo es satisfecha con la validación que el arte o la literatura le puedan dar, por lo cual, se distancia del cómic tradicional al considerar que este, por sí mismo, es incapaz de lograr tal reconocimiento.

En síntesis, si bien la novela gráfica coincide con el cómic en la unión de imagen y texto, así como en su carácter narrativo, no puede asegurarse que sean iguales, pues, desde esta perspectiva, la novela gráfica se separa del cómic tradicional tanto en su contenido -más complejo, mejor tratado, más reflexivo- como en sus lectores -un público con mayor preparación, más reflexivo, más adulto-. En consecuencia, la novela gráfica se puede definir como la unión de imágenes y texto; que posee una intención narrativa; que sus temáticas pueden producir no solo efectos estéticos en el espectador, sino también procurar su reflexión en torno a temas serios y complejos, que hacen de esta un producto artístico y culturalmente válido; y cuya lectura se dirige a un público adulto.

Así las cosas, cabe preguntarse si la novela gráfica puede ser objeto de estudio de la filosofía. La respuesta sería: sí. Esta afirmación se sustenta en un elemento visible en los párrafos anteriores: la complejidad; la complejidad de la forma y la complejidad del contenido. Respecto a la primera, se da como resultado de la unión entre imagen y texto, lo que lleva a una lectura a un nivel distinto, que es la lectura de imágenes. Por otra parte, en relación con la segunda, se debe al tratamiento de temas que versan sobre realidades y problemáticas que ameritan una reflexión profunda. Si bien el leitmotiv del cómic no es brindar respuestas, parece ser que se encuentra en la capacidad de erigirse como un discurso válido que aporte una voz en la discusión referente a estos problemas. Tal como se ha expresado, la novela gráfica ha demostrado que no es un género ajeno a las preocupaciones humanas y quizá nunca lo ha sido, pues como Dorfman y Mattleart (2002) argumentaron, en personajes aparentemente inocentes, como el Pato Donald, de Disney, se asoma todo un discurso político; así, no es para menos que la novela gráfica pueda contener temáticas filosóficas.

¿Qué es una literatura menor?

En la introducción de este artículo, se ha ofrecido una pequeña argumentación referente a la relación filosofía-literatura, la cual concluyó con la posibilidad de este acercamiento. No obstante, se hizo de manera general, pues no es relevante explayarse en este punto, sino enmarcarlo en un pensamiento concreto. Es por ello por lo que, más que hablar de filosofía y literatura, lo pertinente es abordar esta relación a partir del pensamiento del filósofo francés Gilles Deleuze, con miras a establecer qué es una literatura menor. Y es que, precisamente, no puede hablarse de Deleuze sin adentrarse en los terrenos de la literatura, puesto que, como bien lo explicó Giofkou (2015), la filosofía y la literatura están interconectadas. No en vano, ya con base en su obra Proust y los signos, Deleuze (1995) expuso esta cercanía no como una subordinación de la una a la otra, sino como una forma de hacer filosofía desde la literatura, de entenderla como productora de verdades y no de encontrar una verdad en ella:

¿Por qué una máquina? Porque la obra de arte así comprendida es esencialmente productora de algunas verdades. Nadie ha insistido tanto como Proust en que la verdad es producida, que es producida por tipos de máquinas que funcionan en nosotros, extraída a partir de nuestras impresiones, hundida en nuestra vida, expuesta en una obra. Por esta razón, Proust rechaza con tanta fuerza el estado de una verdad que no sea producida, sino solamente descubierta o al contrario creada, y el estado de un pensamiento que se presuponga a sí mismo al colocar delante a la inteligencia, reuniendo todas sus facultades en un uso voluntario que corresponde al descubrimiento o la creación. (p. 152)

De este modo, la verdad no es un objeto de rastreo: esta se produce, no se presupone ni se descubre, porque descubrir es un acto de la inteligencia que da por sentada una verdad que dirigirá el pensamiento, que le impondrá una manera que lo determine, por lo que las verdades que se crean o descubren son abstractas, tibias y carentes de fuerza; son resonancias de esta forma rectora. Por este motivo, acercarse a la obra literaria desde una predisposición filosófica es inane, en cuanto que esta presupone una tendencia o una naturaleza a la verdad, de manera que su alcance se limita a las verdades abstractas que no trastornan nada, que no violentan el pensamiento.

En efecto, según Deleuze (1995), pensar no tiene su causa en una naturaleza o tendencia inherente del ser humano, sino que es el producto de un encuentro violento e imprevisto con los signos: “Lo que fuerza a pensar es el signo. El signo es el objeto de un encuentro; pero es precisamente la contingencia del encuentro lo que garantiza la necesidad de lo que da qué pensar” (p.180). Justamente, los signos que contiene la obra de arte son los más elevados, debido a su inmaterialidad y a la ausencia de una remisión a cualquier asociación interna e interpretación por parte de quien los aprecia. Así, aproximarse al arte y, por consiguiente, a la literatura es permitir el despliegue de estos signos para, a partir de esta coincidencia, hacer brotar el pensamiento. Se trata, entonces, de leer lo filosófico de la obra y no de imponer conceptos o esquemas filosóficos (Maldonado et al., 2016). En síntesis, para Deleuze y Guattari (1978), no es encontrar arquetipos, tejer asociaciones libres ni mucho menos interpretar o pretender dilucidar qué quiere decir algo, sino dejar que la obra devenga, conocer su devenir y el elemento que ha de quebrar la estructura,7 pues escribir “indudablemente no es imponer una forma (de expresión) a una materia vivida” (Deleuze, 1996, p. 5).

De manera que, al igual que en la pintura, “el objetivo es ‘que la pintura hable por sí misma’ y no que hable en nombre de las cosas o en representación de otras figuras” (Etchegaray, 2015, p. 3). Este mismo objetivo podría aplicarse a la literatura, es decir, la literatura es amimética, ya que si, por el contrario, fuese mimética, resultaría en la representación de una estructura imperante. A pesar de ello, en Deleuze la literatura adquiere un aire diferente, es rebelde, subversiva -si este calificativo viene al caso-, pues funciona contra las estructuras, las lógicas, los discursos y las significaciones dominantes o dadas (Alías, 2010). He ahí el porqué de lo que Deleuze llamó máquina literaria: producir afectos, líneas y posibilidades de vida, sin totalizar objetos o sujetos. En esto consiste escribir: en el devenir siempre inacabado, escurridizo a una forma totalizante, sin un punto de llegada establecido con anterioridad, sin ninguna planeación; lo cual conduce a que la escritura no sea mimética ni se inspire en la consecución de una forma, la identificación con un elemento externo ni la imitación de un orden, una ideología o un sistema dominante que coarte las diferentes formas como se expresa la vida (Deleuze, 1996). Como manifestó Rodríguez (1995), la escritura “como proceso, como flujo de vida” (p. 55).

Por supuesto, en esta dinámica la figura del escritor es importante, puesto que él, como apuntaron Deleuze y Guattari (1978), es un hombre máquina, en la medida en la que produce mundos, alternativas de vida, líneas de vida y8 líneas de fuga9 como posibilidades de vivir. Líneas de fuga que, según Deleuze, son revolucionarias, no por razones ideológicas, sino por ser posibilidades distintas a la forma dominante, al poder, a la voz única. Por otra parte, el escritor también es un médico, como lo llamó Deleuze (1996), y la escritura, una iniciativa de salud. ¿Cuál es la enfermedad a la que la literatura y, por ende, el escritor están llamados a curar? No es otra que la difundida por la estructura de poder, la del Estado y su andamiaje jerárquico y binario que busca replicar en la sociedad y en sus diferentes expresiones (Beraldi, 2013).

Más aún, el escritor se destaca por otro aspecto: el de ser una figura política. En efecto, de este modo lo declaró Deleuze, junto con Guattari: “Un escritor no es un hombre escritor, sino un hombre político, y es un hombre máquina, y es un hombre experimental” (Deleuze y Guattari, 1978, p. 17). La conquista del escritor no es tanto el lenguaje, sino la ruptura de su organización convencional, pues a través de esta ruptura es posible crear nuevas lenguas, nuevas expresiones y nuevos mundos que son vislumbrados en la escritura (Álvarez, 2008). Así las cosas, el escritor es un creador de realidades; no es un imitador de una realidad, sino un transgresor de las estructuras convencionales y dominantes que reprimen el deseo. No solo escribe, su voz es un llamado político, debido a que “lo que el escritor dice totalmente solo se vuelve una acción colectiva, y lo que dice o hace es necesariamente político, incluso si los otros no están de acuerdo” (Deleuze y Guattari, 1978, p. 30). Sin duda, dicho lo anterior, es evidente que para Deleuze, la política atraviesa la literatura. En ese sentido lo expresó con Guattari, en relación con Kafka:

Nosotros no creemos sino en una política de Kafka, que no es ni imaginaria, ni simbólica. Nosotros no creemos sino en una máquina o máquinas de Kafka, que no son ni estructura ni fantasma. Nosotros no creemos sino en una experimentación de Kafka; sin interpretación, sin significancia, solo protocolos de experiencia. (Deleuze y Guattari, 1978, p. 17)10

De manera que “es de lo político, entonces, de lo que se va a tratar, de aquello que hace del ser humano todo lo que es” (Maldonado et al., 2016, p. 161). Por consiguiente, el diálogo entre la filosofía y la literatura es, ante todo, una reflexión que se centra en lo político. Es en este contexto que aparece el concepto de literatura menor, cuyas características pueden resumirse en los siguientes términos:

  1. Desterritorialización de la lengua: una literatura menor no consiste en la creación de una nueva lengua sino en “[…] la literatura que una minoría hace dentro de una lengua mayor” (28), en la medida en que realiza una desterritorialización de todo aquello que la somete al habla del Estado, de los opresores.

  2. Articulación de lo individual a lo inmediato político en la medida en que los asuntos humanos siempre se piensan como conectados con la realidad económica, social en todos los niveles. Así, como todo es político, cada problema individual se conecta de inmediato con la política (29).

  3. Dispositivo colectivo de enunciación, mediante el cual todo se contamina de lo político y se pierde la idea del “maestro” de la expresión en cuanto su obra se diluye en la expresión de un pueblo que mediante la literatura crea una enunciación revolucionaria. De esta manera, afirman los filósofos: “[…] la máquina literaria releva a una futura máquina revolucionaria, no por razones ideológicas, sino porque solo ella está determinada para llenar las condiciones de una enunciación colectiva […]”. (Maldonado et al., 2016, p. 162)

Ahora bien, pueden traerse a colación algunas acotaciones a estas características. Por un lado, respecto a la desterritorialización de la lengua, es menester enfatizar que la literatura menor juega con los elementos de la lengua dominante, los transforma y crea a partir de ellos nuevas formas de expresión. En otras palabras, destruye las formas prestablecidas, dominantes y convencionales y crea unas nuevas con base en los elementos que ha tomado de aquella. Mas, ¿debe pensarse en términos de lenguaje solamente? Es decir, siguiendo la línea del profesor O’Sullivan (2005), ¿es aplicable a otros terrenos generales como el arte? De acuerdo con su apreciación, bien podría pensarse que el término lengua puede extenderse a campos más lejanos que la literalidad de esta palabra, por lo que resultaría válido darles una aplicación a todas aquellas formas de expresión que, aun siendo creadas dentro de un discurso canónico sobre el arte, su producción y apreciación surgen como formas de rebelión a tal imposición. Una suerte de arte marginal dentro del arte, cuyo proceso de creación incesante rompe, poco a poco, la estructura dominante que lo alberga, en cuanto que hace devenir menor a una lengua mayor, la desterritorializa, la despoja de su función ordenadora.

De hecho, la misma definición de literatura menor, propuesta por Deleuze y Guattari (1978), confirma lo dicho. En consecuencia, por literatura menor no se entiende la literatura de un idioma menor, sino aquella creada por una minoría dentro de una lengua mayor. Esta definición remite a los conceptos mayor y menor, los cuales -advirtieron estos filósofos- no deben tomarse en un sentido cuantitativo, sino cualitativo, pues se trata de las dinámicas existentes entre los individuos y el poder. Por consiguiente, lo mayor alude a una suerte de dominación, a una lógica que se cierne sobre un plano social para mantener un estado de cosas y lo menor, a las fuerzas que operan dentro de dicho plano, buscando su desestabilización y su apertura a otros horizontes de vida. Igualmente, lo mayor se fundamenta en un patrón, un punto que estructura la sociedad y determina la vida de los individuos, sus relaciones, su manera de pensar y expresarse, mientras que lo menor se refiere a lo que escapa de este punto, lo marginal, lo anormal (Deleuze y Guattari, 1994). En este orden de ideas, lo mayor remite a todo aquello que se ciñe a lo dispuesto por el punto en mención y por las relaciones de poder operantes, en tanto que lo menor, a todo aquello que se resiste a seguir estas dinámicas o que crea las condiciones para la aparición de nuevos modos de relacionarse, expresarse o vivir.

Asimismo, lo mayor y lo menor tienen un elemento en común: el lenguaje. En efecto, gracias a la lengua mayor, se transmite e interioriza este orden imperante y se configura un sistema de relaciones y expresiones que han de ser acatadas; por su parte, la lengua menor desterritorializa la lengua mayor, lo cual es, en cierto modo, desproveerla de este poder mediante el trazo de líneas de fuga para abrir paso a otras formas de vivir y expresarse, más allá de las dominantes, y por consiguiente, escapar de lo que Deleuze (1989) llamó el buen sentido, cuya función es normalizar y definir un sentido único en general, impuesto por el discurso dominante para regular la vida.

Por tal motivo, Deleuze y Guattari (1994) aclararon que no se trata de la existencia de dos lenguas diferentes; por el contrario, son dos tratamientos distintos de una misma lengua. Así, por un lado, se encuentra un tratamiento mayor que estructura la lengua de acuerdo con un orden que se quiere replicar e interiorizar, con el fin de perpetuarlo; y por otro, de un tratamiento menor que se centra en la explotación de las variables o el trazo de líneas de fuga que desestabilizan ese orden de cosas.11 Dicho con otras palabras, dos tratamientos que, a su vez, no se pueden pensar de manera aislada, puesto que lo mayor y lo menor se presuponen recíprocamente, de tal modo que lo menor se da siempre al interior de lo mayor y lo mayor procura regular y capturar lo menor, además de ajustarlo a su lógica.

Con base en lo anterior, es posible ampliar la definición de literatura menor en los siguientes términos: una literatura que crea una minoría en el seno de una lengua mayor. En otras palabras, la expresión artístico literaria que una minoría construye partiendo de la ruptura de las estructuras de la lengua mayor estándar, de lo canónico, de lo establecido y validado como arte, que a su vez implica la apertura a nuevas enunciaciones, nuevos sentires y nuevas relaciones y expresiones. Por consiguiente, una literatura menor no es solo una literatura surgida de un proceso de minorización de una lengua mayor, sino que es aquella literatura que crea condiciones revolucionarias para nuevas enunciaciones y relaciones en un plano social; no se trata solamente de una literatura cuya finalidad sea la emancipación o la resistencia a los discursos dominantes, sino una que permita vislumbrar y trazar líneas de fuga.

En este sentido, la literatura menor ha de pensarse en términos políticos, dado que implica la agrupación de creadores marginales en franca lid contra la estructura dominante, contra el discurso impuesto.12 Incluso, si se piensa desde la premisa de la explicación de un hecho con consecuencias políticas, tanto la estructura dominante como la versión oficial son sacudidas por la lengua que el arte opone y cuyo objetivo dista de la aceptación o aprobación, pues se erige en la intensidad y en el sentimiento que despierta en el espectador, a partir de la reunión de voces acalladas, del alumbramiento a aristas ocultas que son ignoradas o rechazadas por el statu quo que el Estado defiende. Así, el arte deja de ser netamente representativo -no representa, no imita dicho statu quo- y se instaura como expresión, expresión que también se torna política, por lo cual configura una multiplicidad de voces que conducen a pensar la realidad más allá de los límites que imponen el buen sentido, el statu quo y el Estado.

Ahora bien, partiendo de estas acotaciones, es preciso analizar si la novela gráfica puede considerarse parte de una literatura menor. No obstante, dado que tal intención demandaría una extensión mayor, solo se analizará si la novela gráfica colombiana Los once (Jiménez et al., 2014) puede concebirse como literatura menor.

Discusión: Los once, ¿literatura menor?

Una de las novelas gráficas más reconocidas actualmente en Colombia13 es Los once, de Jiménez et al. (2014). En ella se narra uno de los episodios más nefastos del conflicto armado: la toma del Palacio de Justicia, ocurrida en 1985. De este modo, Los once (2014) centra su trama en dos acciones simultáneas. La primera, enfocada en una abuela quien, junto con su nieta, espera la llegada de su hijo, atrapado en el Palacio durante la toma; y la segunda que narra la angustiante situación que once personajes experimentan al estar en medio de la toma por parte del grupo guerrillero M-19 y la retoma por parte del Gobierno. Esta descripción muestra cómo la novela gráfica no solo se conecta con un contexto político específico, pues, más allá del episodio recogido en sus páginas, hay un trasfondo mayor que condiciona la vida de sus personajes, como lo es el conflicto armado colombiano.

En efecto, la vida de los personajes transcurre, en un primer momento, en la aparente apacibilidad de la rutina que, a fin de cuentas, es tan solo eso, una apariencia que luego se rompe con la irrupción de un acontecimiento ligado al conflicto armado, lo cual sumerge al lector en la cruel dinámica de los enfrentamientos bélicos. En cierto modo, esos primeros instantes muestran cómo el conflicto armado deja de ser un escenario inerte, para, ipso facto, cambiar la vida de quienes hasta entonces jamás habrían pensado que algo así les sucedería. Un acontecimiento que, como señaló Deleuze (1989), trastoca el sentido que hasta entonces llevaba la vida, para, una vez efectuado, hacer proliferar nuevos sentidos que lo contraefectúen.

Por consiguiente, el trasfondo político es innegable, en la medida que esta aparente cotidianidad se transforma, de un momento a otro, en un escenario político. Las preocupaciones individuales del día a día se conectan con una situación política marcada: el conflicto armado. Las vidas particulares de cada personaje se suman a la vida de una población marginada, envuelta en dos orillas que se erigen como estructuras dominantes en el conflicto: las víctimas, atrapadas en medio de la confrontación entre el Estado y las fuerzas subversivas. La situación ha trastocado las relaciones, dado que ya no se trata de las relaciones entre individuos y sus vidas personales, sino de sus relaciones con el entorno, con el conflicto armado. En ese sentido, se crea una dinámica en la que el entorno se conecta con lo individual, lo influye y determina el curso de los hechos individuales, toda vez que lo particular tiene una incidencia en aquel.

Sin embargo, ¿de qué manera, en esta novela, lo individual puede tener un impacto en dicho trasfondo y, en consecuencia, considerarse que tiene un impacto político? Al respecto, se lanzan dos respuestas. La primera, en la medida que, al verse afectados por el conflicto armado, los protagonistas adquieren una relevancia política dentro de este fenómeno, debido a que han pasado a ser víctimas, las cuales tienen un papel importante tanto en el transcurso de los hechos que acontecen en un conflicto como en su solución. Y la segunda, porque no se trata exclusivamente de las vivencias de unos protagonistas particulares, puesto que, si bien así es en apariencia, sus vivencias o, más que sus vivencias, las emociones que emergen de las acciones realizadas no son otras que las de cualquier víctima del conflicto armado. Podría decirse que son personajes colectivos, lo cual se resalta más con la ausencia de nombres propios, remarcando de este modo que podrían ser cualquiera, que el acontecimiento es indiferente a los sujetos y que, por tanto, el conflicto armado puede afectar a cualquiera y en cualquier momento.

Del punto anterior se deriva otro de igual importancia: el énfasis a las víctimas como portadoras de un discurso que se contrapone a la lengua mayor del Estado. En efecto, si se tiene en cuenta que su voz es la plasmada mayormente, entonces, podría decirse que su lengua constituye una lengua menor que se contrapone a la lengua mayor. En otras palabras, se evidencia una ruptura con el discurso político que produce el Estado en relación con el conflicto; lengua que abstrae la complejidad de este fenómeno, la revela como explicaciones oficiales que deben aceptarse y que encierra en categorías abstractas, establecidas por la narrativa estatal -guerrilleros, terroristas, etc.- la multiplicidad de individuos que viven el conflicto y las relaciones que rugen entre ellos a partir de este fenómeno. Rompe no solo porque se centra en las víctimas y les otorga una voz que ha sido silenciada, sino porque recrea aquello que la lengua mayor no puede convertir en palabras abstractas: el sufrimiento, la angustia.

En este orden de ideas, la lengua mayor del Estado se restringe ante la liberación de afectos que desbordan la rigidez de un discurso con sus gramáticas y sus sintaxis. El gesto violento, el gesto de terror, el gesto de incertidumbre, el gesto de resignación y el gesto de esperanza se contraponen a cualquier expresión de la lengua mayor como nuevas enunciaciones que, en el sentido deleuzeano, no comunican ni informan, sino que devienen clamor dentro del marco de las enunciaciones con la fuerza ilocucionaria de un llamado colectivo ante los horrores de la guerra y de resistencia a la muerte. Toda una política del grito, como planteó Chirolla (2010), pues el grito y los gestos de miedo constituyen actos políticos que, a manera de enunciaciones que despliegan afectos, deshacen las versiones oficiales y abstractas sobre el conflicto armado, a la par que revelan las vidas que en ellos se entrecruzan, sufren y sienten. Es el lenguaje de las víctimas, es su lengua, que es la lengua humana, ajena a la política como discurso estatal, pero política en su impacto: “el grito irrumpe en la palabra e invade el acto de habla con una potencia intensiva” (Chirolla, 2010, p. 184).

Precisamente en este punto se llega al tratamiento del lenguaje en Los once (Jiménez et al., 2014). En esta historia, el lenguaje no es uno representativo: las voces de los personajes configuran un lenguaje de intensidad; intensidad sonora proveniente de los gritos y la onomatopeya, que pierden toda significación para trastocarse en expresión. Así, hay una desterritorialización de la lengua en la que proliferan las expresiones de dolor, miedo y rabia, como un entretejido de las fuerzas afectivas que chocan entre sí en la vivencia del conflicto.

No obstante, estas expresiones contrastan con algunas afirmaciones, voces mezcladas entre las que sobresale la de la narradora, familiar de una de las víctimas de este sangriento episodio y quien no se concentra en relatar los hechos de manera enciclopédica, sino en su vivencia: sus palabras no pretenden explicar lo sucedido, sino desplegar la mustia sensación de la incertidumbre, de la esperanza terca de volver a ver a su hijo. Pero su voz no es solo suya, su voz es la de los familiares -las víctimas indirectas-, así como también las expresiones de miedo y las de furia son la de todos los que se ven inmersos en esta vorágine violenta. Sus enunciaciones no son individuales, sino colectivas, las cuales, en la intensidad visual de sus imágenes, explotan el potencial expresivo de este acontecimiento. De ese modo, lo textual y lo visual, tomados como dos lenguas distintas, son desterritorializados: el texto por sí solo no alcanza el potencial expresivo y la imagen no es una simple ilustración, sino que ahora narra y aumenta su potencia expresiva con apoyo del texto, en una unión que hace audible lo inaudible -las voces, los susurros, el polifónico sonido de la guerra- y que hace enunciable aquello que no lo era, “esas potencias excesivas y gigantescas que arrastran consigo sufrimientos abominables, pero que al mismo tiempo son presencias eficaces” (Chirolla, 2010, p. 188).

En ese sentido, al igual que en la literatura menor, en Los once (Jiménez et al., 2014) se aprecia cómo la lengua no comunica un buen sentido, sino una emoción palpable y viva. En esta dirección apuntó Deleuze, para quien el acercamiento a la novela no se trata de desentrañar significados, arquetipos ni estructuras que remitan a un statu quo o a una ideología, sino que, más bien,

De lo que se trata no es de explicar el sentido de las palabras que componen el texto, de la sintaxis, sino del lenguaje en relación con una experiencia de intensidad, de color, de sonoridad, etc., que afecta al lector y lo involucra en la vida de sus personajes, en sus devenires cosas, seres vivos y seres humanos. (Maldonado et al., 2016, p. 161)

Ahora bien, es posible afirmar que una línea de fuga se teje entre los personajes de la nieta y la abuela. Ellas, también víctimas, se encuentran atrapadas en el aparato del Estado que las pone en condición de incertidumbre frente a lo ocurrido. El Estado, máquina que produce un discurso indiferente que habla de aquel suceso en sus categorías y significantes abstractos y generales, mientras omite los detalles que conducen a la verdad de lo sucedido; la verdad es un elemento ausente en su lengua o, para decirlo mejor, la verdad que defiende es la que impone por medio de su narrativa. Por supuesto, la novela no plantea el conocimiento ni el análisis de dicha verdad; por el contrario, opone la esperanza como línea de fuga: esperanza que resiste, que rompe el olvido que establece el Estado. Tanto las víctimas directas -los once atrapados, cuyo destino final es desconocido- como las indirectas -abuela, nieta, familiares que esperan a las víctimas directas- recurren a la memoria como una rebeldía contra las pretensiones del dispositivo dominante; en unos, no ser olvidados; en otros, nunca olvidar, esperanza de una verdad.

Líneas de fuga, pero al mismo tiempo intensidades14 que, valga mencionarlo, se potencian en la figura animal de los personajes, pues no hay representación, no hay mímesis. Intensidades que se realzan no solo en la figura animal de los protagonistas víctimas, sino también en los victimarios. Por una parte, el Estado, sus fuerzas militares, como perros furiosos dispuestos a mantener dicha estructura a como dé lugar. Por la otra, el grupo guerrillero como mirlas, cuyo canto, al principio del relato, es la angustia insoportable de algo que sucederá, un acontecimiento repentino que corta con la tranquilidad de un día rutinario y desembocaría en un gran festival de la muerte, la incertidumbre y el dolor; un canto hermoso que se transforma en un graznido, en un sonido espantoso cuya intensidad supera la magnitud temporal, pues, pese a ser breve, parece eterno en su potencia (Jiménez et al., 2014).

Intensidades y devenires animales, como los resaltados, como el devenir animal de las víctimas en ratones que se yuxtaponen a la enormidad del humano. Entonces, el devenir-ratón de las víctimas acentúa lo dicho por Deleuze y Guattari (1978) en relación con la línea de fuga y el devenir animal como condición para el trazo de estas, porque el devenir animal es afirmar la línea de fuga a través de la cual se alcanza un umbral, un continuo de intensidades en el que las formas, los significantes y los significados se deshacen.

Precisamente, a pesar de que desde el comienzo de la novela la figura animal15 (ratón) es presentada, la apelación a esta no parece dada con fines imitativos, sino de lograr una intensidad, la cual se torna más viva cuando las víctimas buscan una salida. El deseo que traza una línea de fuga ante dos bandos en disputa, cuya conversión en figuras animales manifiesta dos intenciones: por un lado, el deseo que se opone a la estructura del Estado en la figura de una máquina de guerra que actúa como fuerza centrífuga para, probablemente, constituirse en estructura dominante; y por el otro, el Estado en su lucha por conservarse, en otras palabras, es el deseo de capturar y recapturar los engranajes que se han desconectado. No en vano, nótese que el conflicto de la novela se desarrolla en un escenario propio del Estado: la sede de la máxima instancia judicial. Así las cosas, hay una contraposición marcada: la animalización de las fuerzas en disputa, animales de caza y muerte, y la animalización de las víctimas, solo que en estas últimas, la animalización es un devenir animal en cuanto que trazan líneas de fuga a las máquinas, como lo son la esperanza y la memoria, y cuya figura de ratón es la nimiedad del deseo ante el dispositivo que somete.

A partir de lo expuesto, se aprecia cómo la novela gráfica Los once (Jiménez et al., 2014) puede analizarse desde la perspectiva de una literatura menor, puesto que no solo contiene las características que Deleuze y Guattari señalaron para esta, sino porque, además, es una novela que sumerge al lector en las vidas de los personajes y, aún más, lo acerca a una experiencia del conflicto armado. De esta forma, permite que el lector explore en ella unas vivencias del conflicto, unas intensidades y unos sentires que desdibujan la abstracción con la que este fenómeno se aborda en los discursos oficiales y académicos. En otras palabras, porque permite que se produzcan nuevas enunciaciones construidas mediante las intensidades en mención, con las cuales el lector puede experimentar los horrores y las complejidades que este fenómeno despliega. Por ello, más que una comprensión, es una vivencia que puede sacudir las preconcepciones y los prejuicios del lector para, de esta manera, abrir un horizonte de posibilidades que conduzcan a la superación de este fenómeno armado.

Conclusión

Después de esta exposición, es posible concluir que la novela gráfica ha tenido un proceso de madurez temática. Pese a la discusión siempre abierta en cuanto a la terminología adecuada para nombrar a este nuevo género, lo cierto es que los temas que trata no son dirigidos a un público apático, infantil o poco versado en asuntos complejos. Como lo demuestra la novela gráfica analizada, este género se encuentra a la altura de constituirse en una forma artística capaz de abordar miradas críticas respecto a asuntos de gran impacto, de carácter social, económico, histórico, filosófico, político, etc. Inclusive, Los once (Jiménez et al., 2014) manifiesta una nueva dimensión en la que este género puede incursionar como es el de la memoria, pues tal como se aprecia, es posible que se constituya en una forma de narración de episodios del conflicto armado colombiano, por lo cual, establecería un medio novedoso -además de narrativo- de acercamiento para las nuevas generaciones y para diferentes públicos, de un tema que ha marcado la historia en Colombia.

Asimismo, considerar este género con la seriedad que ha conquistado significa darle la oportunidad a un sector artístico marginal de expresarse, como los autores de novelas gráficas, quienes a su vez pueden transmitir las vivencias de diferentes protagonistas de esta confrontación armada. Y es que gracias a la presencia del dibujo y el texto, la novela gráfica puede aproximarse más a las emociones vividas en ese periodo y transmitir al lector no simplemente el relato de los hechos ocurridos, sino también emociones que generen en él reacciones que lo lleven a reflexionar sobre el conflicto más allá de la explicación histórica o académica. En otras palabras, humaniza el conflicto, porque narra desde lo humano para lo humano.

Por otro lado, la novela gráfica Los once (Jiménez et al., 2014) puede ser tomada como literatura menor en el sentido deleuziano, puesto que, a través de la utilización del lenguaje narrativo y el visual, crea una forma de expresión que ha sido inaudible durante los años del conflicto. En efecto, hay una suerte de lengua menor que se opone a la mayor: la de las víctimas y la de los victimarios. Pero más que lenguas en su sentido tradicional, es la intensidad de las voces de quienes han sido impactados por el conflicto armado colombiano las que relucen en esta novela gráfica. En ese sentido, son voces que, en conjunción con la imagen, se convierten en intensidades sonoras y visuales que expresan el sentir de una población marginal como las víctimas que, en este caso, no pertenecen a ningún bando.

Ahora bien, es relevante destacar que esas vidas dibujadas se ven intrincadas en un panorama político. Es decir, su individualidad está sumada al escenario político manifestado en el fenómeno del conflicto armado, lo cual no es otra cosa que afirmar que, en el caso del conflicto armado, las vidas individuales giran en torno a este, por lo cual, cualquier vida adquiere dimensiones políticas al ser absorbida por la situación violenta. La línea de fuga se traza como escape que, al final, más que un escape en sentido literal, es una resistencia. La esperanza y la memoria como contrapeso a los dispositivos de captura: la esperanza como posibilidad de línea de fuga a una realidad menos cruel y la posibilidad de construir un porvenir mejor y la memoria como denuncia de los atropellos cometidos por las máquinas de captura. En el fondo, Los once (Jiménez et al., 2014) visibiliza que, a pesar de todo, las víctimas, directas o indirectas, no pueden ser subsumidas totalmente por aquellas máquinas y mucho menos, silenciarse; que el flujo de la vida continúa su curso, a pesar del apresamiento que pretenden.

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1Esta afirmación es más incisiva aún, debido a que Barrero (2013) consideró que el cómic no debe apreciarse como un supeditado a otros medios, al menos como lenguaje. Por ello, tratar de etiquetar al cómic con términos propios de la literatura no es más que la insistencia en un complejo cultural que lo acompaña desde su nacimiento y que, por tanto, debe erradicarse.

2Esta definición es bastante criticada por Cohn (2007), quien resaltó que es un error hablar de secuencias y combinaciones entre texto e imagen como el núcleo de un cómic, dado que pueden existir cómics carentes de texto, otros dibujados como imágenes fragmentadas, aquellos donde predomine el texto y la imagen funja solo como ilustración u otros productos que, sin ser cómics, cumplan con tales requisitos. En su lugar, propuso que el cómic es un objeto social, perteneciente a un grupo social, y que lo que se considera como medio del cómic -es decir, las imágenes secuenciales producidas conceptualmente- sigue patrones expresos de combinación y es un lenguaje, el lenguaje visual que está a la par de cualquier otro lenguaje, lo cual no significa que los cómics sean un lenguaje, sino que estos, como objetos sociales, contienen un lenguaje visual y un lenguaje textual, cuya combinación no es un proceso externo de arte, sino un proceso mental.

3En efecto, como puntualizó Barbieri (1998), la imagen del cómic cuenta, mientras que la imagen de la ilustración comenta. Esta diferenciación es importante, pues hace posible establecer que el cómic relata por medio de imágenes (viñetas), lo que es igual a decir que la línea de acontecimientos narrados en el cómic se configura en la imagen y el modo en que se emplea. Por tal motivo, la definición propuesta se complementa con la adición de la imagen como elemento esencial para la narración.

4El argumento de Eisner (2002) se completa con el énfasis que se le da a la imagen, elemento que es rescatado en su potencia narrativa, haciendo del cómic una invención todavía más novedosa, en la medida en que es capaz de narrar principalmente a partir de imágenes. Empero, este tratamiento de la imagen no es algo que sea solo atribuible al cómic, puesto que, como apuntaron Moreno (2016) y Mejía (2001), lo señalado ha estado presente en la humanidad casi desde sus inicios con la pintura rupestre o los primeros alfabetos.

5Aunque Benot (1978) apunta a realizar una minúscula defensa del cómic como literatura popular que debería ser analizada por diferentes círculos académicos, no deja de haber, en su breve estudio, una asimilación del cómic con la literatura, lo cual cierra toda posibilidad para considerar que es un producto independiente de otras formas artísticas.

6Respecto a la evolución temática, resulta apropiado traer a colación las consideraciones de Trabado Cabado (2012), quien sostuvo que la novela gráfica permite una mayor libertad artística, lo que repercute favorablemente en sus autores, los cuales pueden tomar distancia de las exigencias temáticas propias de la industria del cómic tradicional, para así aventurarse a expresar sus puntos de vista sobre diferentes temas; como resaltó Beaty (2009), esto genera una perspectiva de autor que, al mismo tiempo, sirve como una forma de elevar el cómic a una categoría más seria, que no es otra que la novela gráfica.

7En palabras de Hinojosa (1978), el planteamiento que Deleuze y Guattari elaboraron en Kafka: por una literatura menor, respecto a Kafka como escritor, “no es un método de análisis, y menos aún un análisis exhaustivo. No es siquiera un ensayo literario estrictamente hablando” (p. 35). Con esto, se evidencia que la propuesta deleuziana se distancia del método tradicional de abordar la literatura.

8Las líneas aluden a la forma como se despliega la vida, como una línea continua e indetenible, con infinitas posibilidades y direcciones, pues “la vida no para, como lo es por definición una línea” (Maldonado et al., 2015, p. 178).

9Las líneas de fuga no son preconcebidas ni tampoco se puede deducir, a priori, que sean buenas o malas. Estas trazan o señalan posibilidades de ser o existir, independientemente de cualquier juicio esbozado previamente sobre ellas. Esto significa, entonces, que las líneas de fuga no constituyen vías de acceso a la libertad, a la liberación, y que no pueden encasillarse en términos de bueno o malo, pues son una salida o una entrada, una huida de una máquina o un entrar a ella. Así afirmaron Deleuze y Guattari (1978): “El problema: de ninguna manera ser libre, sino encontrar una salida, o bien una entrada, o bien un lado, un corredor, una adyacencia, etcétera” (p. 17). Las líneas de fuga, en consecuencia, son producidas por una escritura que transforma los códigos, las estructuras, todo aquello que aprisiona la vida humana (Álvarez, 2008).

10El término máquina es bastante problemático en la filosofía de Deleuze y Guattari, puesto que conduciría a pensar en una reducción a una suerte de estado autómata. Para mayor precisión, cuando se menciona dicho término se refiere a la producción de relaciones entre diferentes multiplicidades que, en este caso, por tratarse de un asunto político, habitan un campo social. Kafka es una máquina, porque su obra desborda diferentes líneas que se entrecruzan, produciendo así nuevas relaciones cuya novedad radica en que no reproducen un orden establecido, un sistema de valores que sustente ese orden o esas relaciones de dominación que se dan en el campo social particular. En otras palabras, no reproducen el statu quo; de ahí que no haya interpretación (pues sería interpretarlo a partir de un modelo guía, el statu quo) ni significancia (no se ajustan ni se pretenden ajustar a los parámetros del statu quo. En este sentido es político, debido a que presenta nuevos horizontes de vida y relaciones que pueden incidir en la transformación del orden social dominante).

11En Mil mesetas, Deleuze y Guattari (1994) explicaron cómo, a través del lenguaje, se replican consignas que, además de interiorizar un orden, remiten a unas prácticas sociales que deben ser mantenidas. Es por esto por lo que la lengua, al recibir un tratamiento mayor, se enfoca en construir constantes a partir de las variaciones inmanentes de la lengua, con el objeto de elaborar una narrativa que sustente un statu quo, mientras que un tratamiento menor busca que las variaciones de la lengua exploten la lengua mayor, para así desestabilizar el statu quo y generar nuevas voces, nuevas enunciaciones y nuevas relaciones sociales.

12Cabe aclarar que no se trata de una confrontación que suponga el reemplazo de un canon o una ideología por otro. Dicho de otra manera, es más un acto de creación que, en su mismo actuar y en el desarrollo de sus potencias expresivas y de ideas, va desfigurando el canon, el cual, en cierto modo, sería visto como obstáculo para el desarrollo de la creación artística.

13Si la novela gráfica goza de cierta juventud a nivel mundial, no menos cierto es que en Colombia es un género que apenas comienza a surgir. Es verdad que se han dado pequeños desarrollos en caricatura y la producción de tebeos, pero han sido casi nulos los brotes de la novela gráfica, quizá por cuestiones legales que obstaculizaban su producción masiva, como la Ley 98 de 1993 que igualaba el cómic al tarot y a las revistas pornográficas, lo cual incrementaba el valor de producción y alejaba el interés de las editoriales. Derogada esta ley, el cómic despegó y, a día de hoy, el número de editoriales especializadas ha venido al alza, así como la cantidad de autores de novelas gráficas, como subrayó Jiménez (2014). A partir de este incremento, el tema de mayor acogida ha sido el conflicto armado vivido en el país, como expuso Moreno (2016), quien además consideró que la novela gráfica es fundamental para guardar la memoria de este episodio, pues dibuja el conflicto desde diversas perspectivas.

14Asimismo, es de destacar dos elementos importantes presentes en la novela, que también adquieren un carácter intensivo. Uno es el silencio, el silencio que, más allá de una ausencia de palabra, resalta la angustia, el miedo y la zozobra de los familiares de las once víctimas protagonistas. El otro, asociado al silencio, es el vacío: enormes espacios vacíos que acompañan el silencio y la soledad de los familiares de las víctimas. Ambos constituyen un circuito de intensidad.

15Sin embargo, la novela entera ofrece una animalización de los personajes principales: ratones (víctimas), mirlas (guerrilleros), perros (militares) y palomas (Cruz Roja). Este devenir animal puede ser visto desde dos perspectivas. La primera, el devenir animal de las víctimas y su trazo de líneas de fuga. La segunda, una suerte de devenir animal que en realidad, más que devenir animal, hace que el animal exprese las condiciones de las estructuras de poder y la violencia que emanan. Se podría pensar en una suerte de captura del devenir animal por parte del Estado y una máquina de destrucción.

Citar así: Flantrmsky Cárdenas, Oscar Giovanny. (2023). Novela gráfica y conflicto armado colombiano: Los once como literatura menor. Revista Guillermo de Ockham, 21(1), 321-337, https://doi.org/10.21500/22563202.5361

Editor en jefe: Carlos Adolfo Rengifo Castañeda, Ph. D., https://orcid.org/0000-0001-5737-911X

Editor: Fraidy-Alonso Alzate-Pamplona, M. Sc., https://orcid.org/0000-0002-6342-3444

Coeditor: Claudio Valencia-Estrada, Esp., https://orcid.org/0000-0002-6549-2638

Copyright: © 2023. Universidad de San Buenaventura Cali. La Revista Guillermo de Ockham proporciona acceso abierto a todo su contenido bajo los términos de la licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional (CC BY-NC-ND 4.0).

Declaración de intereses: El autor ha declarado que no hay conflicto de intereses.

Disponibilidad de datos: Todos los datos relevantes se encuentran en el artículo. Para mayor información, comunicarse con el autor de correspondencia.

Investigación: Este artículo se deriva de la tesis doctoral Lecturas deleuzianas del conflicto armado en la novela gráfica colombiana.

Financiación: Ninguno. Esta investigación no recibió ninguna subvención específica de agencias de financiamiento de los sectores público, comercial o sin fines de lucro.

Descargo de responsabilidad: El contenido de este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa una opinión oficial de su institución ni de la Revista Guillermo de Ockham.

Recibido: 18 de Abril de 2021; Revisado: 31 de Marzo de 2022; Aprobado: 13 de Junio de 2022

*Correspondencia: Oscar Giovanny Flantrmsky Cárdenas. Correo electrónico: oscarflantrmskyc@gmail.com

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