Introducción
Algunos Estados emplean el concepto de inclusión en lo concerniente a la educación de los ciudadanos (Ministerio de Educación Nacional, 2022). Según este, las poblaciones indígenas, campesinas, afrodescendientes, rom, entre otras que han padecido la exclusión del sistema capitalista, deben ser incluidas en el sistema educativo, y luego en el laboral (Decreto 2082, 1996). Algunos abordajes valoran esta noción como positiva y deseable, por lo cual, consideran problemático que las personas objeto de inclusión se confronten con un sistema neoliberal que solo piensa en el capital, mas no en los seres humanos, construyendo infraestructuras políticas y sociales excluyentes (Alaníz Hernández, 2021). Desde esa perspectiva, hay una aparente contradicción entre los intentos de que los espacios pedagógicos sean cada vez más incluyentes y las circunstancias reales que el neoliberalismo impone (Flores Meza y Flores, 2022).
En contraste, en este artículo no se parte de una comprensión laudatoria de la inclusión de los individuos más desfavorecidos de la sociedad en el sistema económico neoliberal ni se procura mejorar el concepto en cuestión. Más bien, se considera que la inclusión y el neoliberalismo no son concepciones contrarias, puesto que la primera implica un ejercicio hegemónico en el que las personas que integran a las otras deciden quién es normal; por ende, etiquetan de anormales a aquellos que no se dejan incorporar o no pueden serlo (Skliar, 2005). En síntesis, la inclusión entraña la lógica del neoliberalismo. Dado que el mercado determina los saberes a obtener para competir (Zuleta, 2004) y debido a que responde a las dinámicas occidentales hegemónicas, los conocimientos de las comunidades excluidas quedan por fuera del sistema neoliberal.
Tratar de insertar algunos elementos que constituyen a una minoría étnica en el conjunto llamado Occidente se torna problemático, porque en ese proceso se deja de lado la alteridad (Blanco, 2006; Orrego-Echeverría, 2018). Cuando un indígena se integra en el sistema educativo o en el económico neoliberal, queda por fuera del entorno biocultural que origina sus prácticas e ideas, siendo subsumido por una educación capitalista que riñe con su culto panenteísta al tiempo, al espacio y a lo que existe (Estermann, 2022). Es decir, la inclusión es un eufemismo para mantener la exclusión del otro, a menos que deje de ser otro y uniforme su vida de tal manera que parezca un occidental común y corriente (Ocampo, 2021).
Con base en lo anterior, en este artículo se rechaza el concepto neoliberal de inclusión para dar paso a la función mediadora que la filosofía intercultural puede desempeñar entre la educación neoliberal y las personas que no hacen parte de dicho sistema; con el fin de garantizar el respeto de las costumbres y creencias bioculturales de los excluidos, lo cual involucra el derecho al territorio y la propia educación, en un polílogo en el que se plantee una postura auténtica y, por ende, crítica con el discurso neoliberal y las demás expresiones de pensamiento (García, 2019). De este modo, no tiene sentido invitar a los sujetos en situación de discapacidad, los afrodescendientes, los indígenas, etc., a participar en un juego cuyas normas han sido preestablecidas por seres que piensan desde un orden occidental, cimentado en el principio de no contradicción (Crespo, 2015); en este caso se expresa con la dicotomía de estar con el neoliberalismo, preparándose en la escuela para su servicio, o estar en su contra (su avasallamiento cultural, sus ejércitos, etc.), tal como lo postula la multiculturalidad (Narváez, 2005). En consecuencia, a través de la interculturalidad se propone la elaboración multilateral de reglas de juego, para que los occidentales no queden aventajados desde antes de comenzar la partida, como sucede cuando imponen sus formas de pensar y proceder.
Así, este artículo plantea en qué consisten algunos efectos de las políticas neoliberales de inclusión en el ámbito educativo; el concepto de reparto de lo sensible; el cuestionamiento poscolonial y posoccidental al eurocentrismo epistemológico; y la postulación de la interculturalidad en contraste con la multiculturalidad. Al desarrollar estas ideas, se pretende mostrar la impertinencia de la concepción de inclusión en lo educativo y la necesidad de buscar una más adecuada a las diversidades.
Metodología
En este artículo se diserta, desde la filosofía intercultural, sobre poblaciones de estudio constituidas por diferentes grupos étnicos (indígenas, campesinos, afrodescendientes, rom, etc.). El objetivo principal es desenmascarar las políticas de inclusión, explicitando el sustento ideológico que las legitima; a saber, el neoliberalismo. Para ello, los objetivos secundarios son comparar la multiculturalidad con la interculturalidad en el contexto educativo, dejando en claro que el primero es una expresión del eurocentrismo y su sistema económico; y evidenciar que la inclusión es un concepto inadecuado para la educación de comunidades marginadas, porque cuando este sistema incluye a alguien, al tiempo niega su alteridad. Con la intención de cumplirlos, se emplean métodos hermenéuticos que ligan los estudios interculturales con las circunstancias de pobreza y exclusión de los alumnos pertenecientes a comunidades ancestrales, indígenas y afrodescendientes, habitualmente olvidadas por los Estados.
Discusión
Efectos de las políticas neoliberales de inclusión en la educación
Las políticas culturales de inclusión que emergieron en América Latina durante las décadas de los 80 y 90 estuvieron relacionadas con la consolidación de proyectos neoliberales (Orrego-Echeverría, 2014; Simonetti, 2022). En esa línea de pensamiento, los modelos de educación inclusiva son manifestaciones de la racionalidad económica del sistema capitalista neoliberal. Algunos docentes son inconscientes de la diversidad y sus implicaciones epistemológicas para el proceso educativo, por lo cual, enseñan a partir de sesgos culturales que promueven la desigualdad y la marginación, mostrando a los estudiantes que esa práctica es normal y válida. Dicho de otro modo, la inclusión educativa parece afianzar la discriminación racial y social (Ortiz Huerta y Zacarías Gutiérrez, 2020). En lugar de originar la integración, participación, pertenencia y presencia de los alumnos, la educación oficial aísla a quienes no están académica o socialmente preparados para participar en ella (Picoli y Guilherme, 2021). Por eso, la educación institucional neoliberal se muestra como dadora de oportunidades. Ahora, si la persona a ser incluida no es occidentalizada fácilmente, hay otras instituciones donde de alguna manera se alcanza ese objetivo, entre ellas, la cárcel o cualquier estructura disciplinaria y normalizadora.
Dado que en el modelo neoliberal la racionalidad económica se antepone a la política, la vida social queda determinada por la lógica del mercado y los aspectos de la ganancia, la acumulación y la productividad (Ornelas Delgado, 2000). De este modo, el sistema capitalista neoliberal organiza al educativo desde la idea del libre mercado de competencia, con lo cual se gesta la desigualdad en los niveles de oportunidad y calificación, y se valida el individualismo frente a la cooperación (Cañadell, 2018). Esta educación fundada en políticas neoliberales se reduce a un currículo centrado en la lógica de la economía global, en la que las asignaturas capacitan a los educandos para satisfacer las necesidades del sistema económico, sin una pedagogía crítica. Esto es, las prácticas inclusivas ven a los alumnos como objetos o códigos, con el fin de que -algún día- se perciban a sí mismos como el capital humano que contribuirá con su tiempo y conocimiento al robustecimiento y a la vigencia del sistema de producción capitalista (Rubio Ríos, 2017). Esto contradice las prácticas que buscan liberar a los estudiantes de los proyectos de inferiorización, las condiciones socioculturales marginales y la obediencia como forma natural de vida y educación (Freire, 1970).
Reparto de lo sensible
Las políticas culturales de inclusión delimitan el campo de visibilidad y naturalizan la teleología social, política y económica propia del mundo occidental capitalista (Valencia y Nieto, 2019). Ello está relacionado con el concepto de “reparto de lo sensible”, del filósofo francés Jacques Rancière (2009), que supone la normalidad y centralidad de aquellos que incluyen y reparten, mientras que los incluidos son considerados sujetos pasivos y objetuados:
En Le partage du sensible Rancière desarrolló la tesis de que toda política es en primer lugar un asunto sensible, pues toda política se origina en una estética. La “parte de los sin parte” no es una cuestión de estricta sociología, sino de la aparición misma que, alterando el sistema de evidencias sensibles y la circulación ordenada, constituye a los “sin parte” políticamente, por más que excedan la pertenencia a un grupo social determinado. El sistema de evidencias sensibles que tal aparición pone en suspenso es lo que Rancière llama el “reparto de lo sensible”, esto es, el régimen que sostiene y hace visible tanto un común compartido, partagé, como una división en partes, parts (Rancière, El reparto 9). De modo que la noción de partage du sensible supone una “estetización de la política”, y tendrá una doble vertiente: se refiere tanto a las condiciones de posibilidad del ver o del decir como a las políticas sensibles específicas propias de las grandes formas estéticas (los signos sobre el plano, el desdoblamiento que supone la escena teatral, el ritmo de la danza). (Cabello Padial, 2020, pp. 24-25)
El reparto de lo sensible permite ver quién puede participar en lo común, en función de lo que hace y del tiempo y espacio en los que dicha actividad se ejerce. A partir de esta estética primera, Rancière plantea la cuestión de las prácticas estéticas o formas de visibilidad, de las prácticas del arte, del lugar que ocupan y de lo que hacen a la mirada de lo común (Colón Pérez, 2017). Para ello, se basa en el pensamiento de Platón, quien propuso dos formas de existencia y efectividad sensible de la palabra: el teatro y la escritura; ambas organizan el régimen de las artes en general. De este modo, la superficie de signos pintados, el desdoblamiento del teatro y el ritmo del coro danzante son las tres formas de reparto de lo sensible que estructuran la manera en que las artes pueden ser percibidas como inscripciones del sentido de la comunidad (Rancière, 2009). En función de ello, Rancière (2011) afirma que
La política entonces comienza cuando esos y esas que no tienen el tiempo de hacer otra cosa que su trabajo se toman ese tiempo que no poseen para probar que sí son seres parlantes, que participan de un mundo común. Esa distribución y redistribución de los espacios y los tiempos, de los lugares y las identidades, de la palabra y el ruido, de lo visible e invisible, confirma lo que llamo el reparto de lo sensible. La actividad política reconfigura el reparto de lo sensible. (p. 16)
Por eso, a diferencia de la interpretación optimista manifiesta por académicos como Peñas-Felizzola y Cárdenas-Sierra (2020) respecto a la supuesta función emancipatoria de la política de educación inclusiva, en la noción de reparto de lo sensible se reconoce que los Estados neoliberales aceptan, en nombre de las políticas culturales de inclusión y solo desde la mera formalidad legal y jurídica, ciertos derechos diferenciados de los pueblos indígenas, afrodescendientes y rom; de modo que se mantienen empobrecidas y marginadas estas comunidades (Lao-Montes, 2022).
El carácter de lo sensible se refiere a lo estético, a lo perceptible y de naturaleza ontológico-política. Así, un acto político visibiliza lo que era invisible. Las voces indígenas o afrodescendientes, por ejemplo, que antes eran meros ruidos para Occidente, llegan a ser percibidas sensiblemente como palabras con sentido mediante el acto político (Dueñas Porras y Aristizábal-Fúquene, 2017; Orrego-Echeverría, 2021). Dicho con otras palabras, gracias al reparto de lo sensible esas voces adquieren un carácter audible en el acto político. La política, entonces, es el ámbito de la sensibilidad en el que los “nadies” son percibidos como entidades reales y en ello consiste su carácter ontológico:
Es verdad que la circulación de esos cuasi-cuerpos determina modificaciones de la percepción sensible de lo común, de la relación entre lo común de la lengua y la distribución sensible de los espacios y de las ocupaciones. Dibujan de ese modo comunidades aleatorias que contribuyen a la formación de colectivos de enunciación que ponen en cuestión la distribución de los roles, de los territorios y de los lenguajes, en suma, de esos sujetos políticos que cuestionan la parte asignada a lo sensible. Pero precisamente un colectivo político no es un organismo o un cuerpo comunitario. Las vías de la subjetivación política no son las de la identificación imaginaria sino las de la des-incorporación literaria. (Rancière, 2009, p. 63)
Esta visión liberadora de la política, que dignifica a los antes invisibilizados, choca con la “policía” que vigila al ámbito político y vela por el reparto de lo sensible, para que permanezca tal cual está; es decir, evitando que el ámbito de lo estético se amplíe en su carácter ontológico para que las voces de los indígenas, afrodescendientes, etc., siga siendo un ruido inaudible o solo audible si se acopla a la gramática hegemónica. En ese orden de ideas, la educación oficial propia del neoliberalismo, por más etnoeducativa e incluyente que se muestre, contribuye a ese ejercicio policíaco de ocultar el pensamiento y la acción que se sale de los esquemas occidentales, del reparto de lo sensible.
Cuestionamiento poscolonial y posoccidental al eurocentrismo epistemológico
Desde la perspectiva intercultural se cuestionan los legados epistemológicos eurocéntricos provenientes del conocimiento científico (Acevedo Tarazona, 2010), los cuales han justificado la marginación de aquellos que los Estados neoliberales han incluido. El eurocentrismo se caracteriza por cinco rasgos principales, a saber: primero, la concepción filosófica de la historia que considera ciertos atributos europeos en esencia superiores a los de cualquier otra sociedad. Segundo, su universalismo parroquial, que propone al modelo occidental como la única solución frente a los desafíos contemporáneos, el cual debe imitar el resto del mundo. Tercero, el prejuicio evolucionista que sostiene que la cultura europea es civilizada, mientras que las demás están en etapas bárbaras, salvajes o primitivas. Cuarto, la construcción de una imagen ficticia de las culturas no europeas, concebidas como exóticas a través de oposiciones binarias para legitimar el dominio europeo. Y quinto, la imposición de una visión unilateral de progreso que respalda la colonización y la colonialidad (Grüner, 2015).
De acuerdo con estas observaciones, se afirma que la colonialidad es el núcleo epistémico del poder moderno, la cual forma parte de un entramado de relaciones de dominación racial, identitaria, laboral, lingüística, sexual, espacial y económica que se manifiesta en los hábitos arraigados tanto en la vida cotidiana de las personas como en gramáticas que crean estratificaciones, rechazos y antagonismos (Rivera-González, 2011). En otras palabras, la opresión y la exclusión se expresan en las condiciones epistémicas que deciden qué pensamiento o saberes son legítimos.
Por eso, para lograr un diálogo simétrico, es menester escapar del espejismo eurocéntrico y evitar los localismos globalizados que consideran universal algo creado a nivel regional y que responde a circunstancias específicas (Caro Figueroa, 2007). Lo anterior implica descolonizar la ignorancia colonialista, el no-conocimiento que perpetúa esquemas de dominación y la cartografía geopolítica de las epistemes que define, desde una posición hegemónica, qué saberes son legítimos o no. Estos procesos emancipatorios pueden llevarse a cabo con la crítica, la toma de conciencia, la movilización social, las prácticas de resistencia, la restitución del imaginario cultural y la búsqueda de reconocimiento basado en la interculturalidad crítica, con lo cual se previene que las personas queden atrapadas en el pensamiento hegemónico eurocéntrico, fomentador de las asimetrías (Amariles González, 2019).
En esta línea, Carlos Beorlegui (2010) destaca que, a partir de mediados del siglo XX, algunos sujetos han intentado superar el eurocentrismo y el colonialismo epistémico, contrarrestando argumentativamente la economía occidental con la teoría de la dependencia, la pedagógica homogeneizadora con la del oprimido, la religiosidad católica tradicional con la teología de la liberación, el arte sacro con el muralismo mexicano, la literatura esclavista con el bum de la novela latinoamericana y la filosofía eurocéntrica con la latinoamericana, que incluye los saberes indígenas y afrodescendientes. Otros aportes en ese sentido son:
En el Colegio de México, Leopoldo Zea (1978) intentó recuperar el legado intelectual latinoamericano, problematizar los diversos esquemas coloniales y formular un pensamiento emancipatorio.
Luis Villoro (1950) se dedicó a la dimensión crítica del pensamiento y al pensamiento indígena.
Augusto Salazar Bondy (1968) intentó que la filosofía latinoamericana fuera liberadora, a través de categorías como dependencia/liberación, opresor/oprimido, centro/periferia, civilización/barbarie, marginalidad, eurocentrismo, alienación, diferencia, alteridad, utopía, entre otras.
Aníbal Fornari (2001) consideró las luchas sociales y políticas como contribuciones importantes para los debates filosóficos.
Desde la historia de las ideas filosóficas, Horio Cerutti Guldberg y Mario Magallón Anaya (2003) reflexionaron sobre la dimensión política de la filosofía latinoamericana; mientras que Arturo Roig (1981) abordó la función utópica de esta, resaltando cuestiones como el sujeto, la identidad y la integración.
Paulo Freire (1970) revolucionó el pensamiento educativo desde la pedagogía crítica del oprimido.
Con estas y otras herramientas teóricas, el pensamiento filosófico latinoamericano ha cuestionado al historiográfico colonialista, en tanto destaca la dimensión política de la filosofía y la orienta hacia una praxis emancipadora frente a las situaciones de dominación que afectan a América Latina, además de teorizar las prácticas de resistencia de los pueblos originarios en la lucha por sus derechos (Peñaranda Supelano, 2012). De esta manera, se entabla el horizonte moderno/colonial para complejizar la relación que hay entre poder y conocimiento, lo cual posibilita una exigencia de derechos reales mejor justificada por parte de las comunidades que siguen marginadas, a pesar del eufemismo de la inclusión.
Desde el horizonte de colonialidad, se critica la invención de conceptos como América o América Latina, lo cual supone asociar la epistemología con la descolonización económico-política (Ayala Mora, 2013). La visión europea del mundo impuso la noción de descubrimiento, a partir de la que inventó a América y silenció las perspectivas y los nombres nativos de los territorios colonizados; por este motivo, se ha retomado -hoy por hoy- la denominación de Abya-Yala, la tierra madura, como alternativa de dicho concepto hegemónico. Asimismo, se reprueba la exclusión de los afrodescendientes y los pueblos indígenas en la idea de América Latina, acuñada en el siglo XIX por intelectuales franceses (Torres Martínez, 2016).
En ese sentido, se aborda la colonialidad señalando cómo la historia europea se ha presentado en términos de superioridad y ha dejado por fuera otras culturas y civilizaciones. Del mismo modo, se destaca la importancia del lenguaje en la dominación colonial y se menciona la situación de las lenguas imperiales en América, además de la subalternidad lingüística y su relación con la blanquitud (Echeverría, 2010; Starcembaum, 2022). Con base en lo expuesto, es pertinente una epistemología decolonial que parta de las visiones de mundo no occidentales y violentadas durante la colonia y la colonialidad, como plataforma para movimientos políticos y educativos contrahegemónicos.
En la actualidad, aún se investiga sobre el impacto que la implementación del pensamiento moderno occidental ha tenido en Abya-Yala y en la rearticulación del proyecto civilizatorio, por lo cual, surgen teorías como el poscolonialismo o el posoccidentalismo (Mignolo, 2002). Los estudios poscoloniales se gestaron después de las independencias de los años sesenta, a partir de cuestionar los cimientos culturales del eurocentrismo, reivindicar las contribuciones locales y enfocarse en la economía política de los vínculos que quedaron entre colonizadores y colonizados tras las independencias, en temas tales como el desarrollo dependiente, el comercio desigual, el control sobre los recursos naturales, entre otros. De esta manera, los estudios poscoloniales ayudan a “provincializar la producción teórica general del Norte Global, así como a destacar el lado oscuro de la destrucción, la desposesión y la discontinuidad como elementos inherentes a ideas tales como el progreso, la integración y la creación de riqueza” (De Sousa Santos, 2022, p. 26).
Mientras que en Europa se habla de posmodernismo y poscolonialismo para referirse al cambio de paradigma moderno y colonial, en América Latina, el imperialismo no solo se pensó en términos de colonización, sino también de occidentalización, por ello, se acuña la noción de posoccidentalismo (Mignolo, 1996). Este término representa lo que sucedió durante el siglo XIX, cuando se empezó a conceptualizar la identidad latinoamericana:
La idea de que los latinoamericanos verdaderos “no somos europeos”, es decir, “occidentales”, ya había encontrado en este siglo sostenedores enérgicos, sobre todo entre los voceros de comunidades tan visiblemente no “occidentales” como los descendientes de los aborígenes y de los africanos. Los grandes enclaves indígenas de nuestra América (que en algunos países son una “minoría nacional” que constituye una mayoría real) no requieren argumentar esa realidad obvia: herederos directos de las primeras víctimas de lo que Martí llamó “civilización devastadora”, sobreviven a la destrucción de sus civilizaciones como pruebas vivientes de la bárbara irrupción de otra civilización en estas tierras. (Fernández, 1976, p. 51)
En este horizonte, el posoccidentalismo cuestiona al eurocentrismo rechazando la dominación cultural que Occidente ha llevado a cabo en casi todo el mundo desde 1492. Se trata de una crítica a la colonialidad del conocimiento, que ha jerarquizado, ha subordinado y ha marginado a otras culturas y a sus correspondientes formas de saber. De ahí que el posoccidentalismo rechace la concepción de que Occidente es la civilización, la medida de todas las cosas, y opte por reconocer las múltiples maneras válidas de pensamiento que hay en el mundo. Así, el discurso eurocéntrico pierde su monopolio y es posible un escenario para que las diferentes culturas expresen su voz desde su propia perspectiva (Bonilla, 2019).
Interculturalidad en contraste con la multiculturalidad
La interculturalidad no se limita a las relaciones culturales ni a la inclusión de comunidades étnicas en el marco de un Estado liberal (Cuchumbé Holguín, 2012), sino que también supone resolver desigualdades sociales, económicas y epistémicas, además de cuestionar los vínculos geopolíticos de los conocimientos y la necesidad de plantear nuevas formas de saber, las cuales no estén limitadas al modelo eurocéntrico de racionalidad (Higuera Jiménez, 2018).
La multiculturalidad, por su parte, es una expresión del sistema económico neoliberal, caracterizada por algunas paradojas (Bernabé Villodre, 2012). En este sentido, es una ampliación de las políticas liberales que establecen la diversidad cultural, pero suponen la centralidad de una determinada cultura; con ello, ocultan las desigualdades sociales y conservan las instituciones que mantienen los privilegios raciales, epistémicos y culturales. Por ejemplo, los Estados latinoamericanos reconocen la existencia étnica y cultural de los pueblos indígenas, por lo cual, se les otorgan derechos legales como la educación bilingüe, el respeto a su identidad y la garantía de posesión comunitaria de tierras; sin embargo, a la par aumentan los niveles de pobreza y exclusión social en estas comunidades, debido a los procesos de flexibilización del capital y a la subsunción de las alteridades culturales.
Los esfuerzos realizados a favor del reconocimiento y respeto de la diversidad etnocultural ayudan a reducir el horizonte de las políticas públicas que puede asumir el Estado con respecto a los pueblos indígenas, puesto que se conceden -con restricciones- algunos derechos de difícil aplicación y programas de desarrollo con un corte asistencialista destinados a paliar los efectos del modelo económico sobre las comunidades indígenas. De esta manera, se dejan por fuera políticas que puedan poner en riesgo el modelo de acumulación o que incidan en factores estructurales que condicionan la desigualdad económica y la dominación de los pueblos indígenas.
Así las cosas, el término multiculturalidad se refiere a la existencia de múltiples culturas en un determinado espacio, sin necesariamente tener una relación entre ellas; esta perspectiva de la diversidad es utilizada principalmente en países occidentales como Estados Unidos, donde conviven distintos grupos étnicos y culturales gravitando en torno a la centralidad de la identidad uninacional norteamericana. Se trata de un relativismo cultural donde las comunidades coexisten separadas y sin una verdadera interacción significativa. En consecuencia, la multiculturalidad busca atender las demandas de los grupos culturales subordinados en la sociedad, otorgándoles programas, tratos y derechos especiales como respuesta a la exclusión, en la mera formalidad de los principios de justicia e igualdad, sin un esfuerzo real y efectivo por la integración de sus saberes en la construcción de las políticas nacionales. En el Estado liberal, todos los individuos comparten los mismos derechos, por lo cual, se enfatiza la tolerancia hacia el otro como un aspecto suficiente para mantener la convivencia en una sociedad monocultural en su mayoría (Moreno Parra, 2011). No obstante, esta atención en la tolerancia oculta las desigualdades sociales y las injusticias, lo que impide una participación equitativa y activa de todos los grupos en la sociedad. Las estructuras e instituciones que privilegian a unos sobre otros continúan intactas, pues no se abordan las desigualdades subyacentes (Walsh, 2005).
En contraste, la interculturalidad busca desarrollar, más allá de la mera tolerancia hacia la alteridad, una interrelación equitativa entre pueblos, personas, conocimientos y prácticas culturales diferentes, contrarrestando la hegemonía europea propia del multiculturalismo:
La interculturalidad significa “entre culturas”, pero no simplemente un contacto entre culturas, sino un intercambio que se establece en términos equitativos, en condiciones de igualdad. Además de ser una meta por alcanzar, la interculturalidad debería ser entendida como un proceso permanente de relación, comunicación y aprendizaje entre personas, grupos, conocimientos, valores y tradiciones distintas, orientada a generar, construir y propiciar un respeto mutuo, y a un desarrollo pleno de las capacidades de los individuos, por encima de sus diferencias culturales y sociales. En sí, la interculturalidad intenta romper con la historia hegemónica de una cultura dominante y otras subordinadas y, de esa manera, reforzar las identidades tradicionalmente excluidas para construir, en la vida cotidiana, una convivencia de respeto y de legitimidad entre todos los grupos de la sociedad. (Walsh, 2005, p. 4 )
La interculturalidad no se limita a describir una realidad existente, sino que es un proceso activo y continuo que involucra a toda la sociedad, no solo a grupos campesinos o indígenas. Se trata de un elemento crítico, central y prospectivo en la reconstrucción de diversos aspectos de la sociedad, incluidos la educación y los sistemas sociales, políticos y jurídicos. Todos los ciudadanos, independiente de su origen étnico o cultural, pueden promover relaciones, actitudes, valores, prácticas y conocimientos basados en el respeto, la igualdad, el reconocimiento de las diferencias y la convivencia democrática (Walsh, 1998).
En ese orden de ideas, la interculturalidad alude a relaciones, negociaciones e intercambios culturales complejos, con el objetivo de promover la interacción entre personas, saberes y prácticas de distintas culturas. Esta perspectiva reconoce las asimetrías sociales, económicas, políticas y de poder, además de las limitaciones institucionales que dificultan considerar al otro como un sujeto con identidad, diferencia y capacidad de acción (Gómez-Hernández, 2022). En contraste con enfoques basados en el liberalismo democrático y el multiculturalismo, la interculturalidad no se limita a reconocer o tolerar al otro o a esencializar identidades étnicas, sino que propende por generar espacios de encuentro, diálogo y asociación a través de mediaciones sociales, políticas y comunicativas (Urruela Arnal y Bolaños Cartujo, 2012). De ahí que sea un proceso que requiere de acciones sociales concretas y conscientes para lograr una interacción efectiva. Así, la interculturalidad implica promover el intercambio y el diálogo entre diferentes culturas, superando y cuestionando asimetrías y limitaciones para construir espacios de encuentro y comprensión mutua (Walsh, 2005).
La interculturalidad involucra relaciones y negociaciones complejas entre distintas culturas, basadas en el respeto y la igualdad, de modo que se busca desarrollar una interacción que reconozca y valore tanto lo propio como lo diverso. Ello si se entiende que la identidad se conforma a través de un proceso fluido de negociación social con otros significados y construcciones culturales, y no uno escencializador. En este horizonte, el concepto del tercer espacio que utiliza Homi Bhabha (1994) hace posible plantear que dos o más culturas se encuentren y mantengan su identidad sin asimilarse por completo. La interculturalidad, entonces, no se trata solo de mezclar elementos culturales, sino de reconocer las brechas reales y abordar las desigualdades y los conflictos de poder. Todos los sectores de la sociedad, incluidos los blancos-mestizos occidentalizados, deben participar en este proceso, pues es una tarea social y política que busca crear responsabilidad y solidaridad.
En esa línea de pensamiento, el sistema educativo desempeña un papel clave en promover la interculturalidad al reconocer y valorar la diversidad cultural, aunque no es el único responsable en ello. A pesar de su trascendencia, implementar la interculturalidad de manera efectiva ha sido un ejercicio limitado, puesto que se ha enfocado en aspectos emocionales y actitudinales, descuidando su dimensión social, política y cognitiva (Ortiz Granja, 2015). De ahí que sea fundamental que la interculturalidad se base en la experiencia de los estudiantes y en la realidad sociocultural en la que viven, abordando los conflictos y desequilibrios sociales y culturales que enfrentan. Esto significa desarrollar conocimientos y habilidades que posibiliten comprender e internalizar la interculturalidad, mientras se fomenta el compromiso y la conciencia en la construcción de relaciones equitativas y transformaciones educativas y sociales (Segarra Arnau et al., 2015). Aunque existen políticas y reformas educativas que mencionan la interculturalidad, su aplicación concreta e integral aún es un desafío en los sistemas educativos latinoamericanos, incluyendo la educación bilingüe intercultural. Pese a que es un concepto mencionado hace décadas, no se han logrado avances significativos en su puesta en práctica efectiva (Walsh, 2005).
A parir de lo anterior, es pertinente alejarse de la ingenuidad que supone el nominalismo, según el cual, si se cambia un término, la realidad se transforma (Perrone, 2012); de pensar que se logrará la equidad para todos los ciudadanos si se habla de interculturalidad, en vez de multiculturalidad. Además, existe una tensión al interior de la filosofía intercultural entre la jerarquía epistemológica de los saberes y la inclusión de indígenas, afros, campesinos y mujeres en el polílogo intercultural, así como el vínculo problemático que presente entre dicha filosofía y las filosofías latinoamericanas de la liberación (Miranda Alonso, 2009). Por cuanto la filosofía intercultural no se reduce al pluralismo disciplinar, no es viable exigir el in-disciplinamiento o la crítica a las disciplinas sin descontextualizar e infravalorar el devenir histórico del pensamiento crítico latinoamericano (Fornet-Betancourt, 2003).
En resumen, la multiculturalidad hace parte del proyecto liberal en que hay una cultura central que estructura el juego político para incluir en él las diversidades y los colectivos, siempre y cuando se adapten a las reglas trazadas unilateral y eurocéntricamente, tales como que los indígenas tracen agendas y constituyan un partido político (Llanos Hernández y Rosas Baños, 2018). Por su lado, la interculturalidad no es una cuestión de hecho, pues no está construida, sino que es un proyecto que va desarrollándose, en tanto se pregunta cuáles son las formas mediante las que los distintos colectivos piensan y proponen sus ideas. En ese sentido, mientras que la multiculturalidad da la bienvenida a las diversidades, ofreciendo la oportunidad a personas no occidentales de aprender idiomas occidentales para moverse en la lógica del consenso; la interculturalidad cuestiona asimetrías, por ejemplo, que los saberes indígenas no se consideran conocimientos (episteme) ni técnicas (techné), sino sabiduría popular (sofos; Prada, 2020).
En la política eurocéntrica del consenso característico de la multiculturalidad hay un núcleo hegemónico de pensamiento y cultura; en cambio, en la interculturalidad se busca un disenso en el que no se pierdan las singularidades, sino que estas afecten el sistema. En la interculturalidad no hay una regla del juego preestablecida; más bien, las partes involucradas construyen normas que respetan el disenso, la diferencia. En síntesis, la interculturalidad no tiene fundamentos, debido a que es un ámbito caótico que posibilita el respeto de diversas posturas, aunque estas no lleguen a ningún acuerdo (Medina y Huamán Rojas, 2019).
Conclusiones
La inclusión es un concepto que va de la mano con las políticas neoliberales, por tanto, su aplicación en el ámbito educativo redunda en una subsunción epistémica y práctica de las personas incluidas, para que pierdan su respeto a Pacha Mama-Pacha Tayta y adquieran la idea de progreso. Esta concepción concibe a la naturaleza como un recurso explotable, de modo que se vuelve legítima la mala calidad de vida de los citadinos, sometidos a una contaminación extrema a partir del despojo de los recursos naturales, en el que la urbe se traga al campo. De manera semejante, la educación prepara a los incluidos para la sobreexplotación laboral retribuida con salarios bajos. En fin, el individuo debe renunciar a su propia personalidad y adquirir una impropia, con tal de ser parte del juego neoliberal.
La idea y la práctica de la inclusión como elemento indispensable para la invocación social y educativa, sin la interpelación intercultural, no es un proyecto opuesto-alternativo a las lógicas de la exclusión, pues reproduce la centralidad epistémica, ética, política y económica a la hora de incluir a otros. Sin la interculturalidad, el eurocentrismo manifiesto en la educación puede subsumir la diferencia en una cierta centralidad aventajada -que integra-, sin cuestionar cómo la exclusión se ha dado desde el privilegio de jerarquizar, nombrar y ordenar aquellos que se incluyen. Las dinámicas de la inclusión, al no ocuparse del complejo entramado de relaciones de poder que originan los rechazos, pueden perpetuar lo que se proponen superar. En otros términos, la inclusión requiere de ejercicios y prácticas excluyentes y subalternizadoras, de una centralidad normalizada (normalizadora) y legitimada, que se establece como el centro inobservado desde el que se regulan los saberes, los cuerpos, las vidas y las acciones de los sujetos.
En consecuencia, se plantea una interculturalidad crítica para interpelar e intervenir las prácticas y los paradigmas epistémicos y educativos que hacen de la jerarquización de razas, culturas y saberes, la base de la exclusión, subalternización y dominación de los sujetos. La interculturalidad, más allá de propender por la inclusión de lo rechazado, supone cuestionar toda valoración y categorización que cimente las múltiples exclusiones. Desde este horizonte de sentido, la propuesta intercultural posibilita diálogos de saberes y brinda el marco para la generación de un conocimiento complejo, no por ello despolitizado ni descorporalizado.
La interculturalidad toma mayor relevancia en el contexto académico actual, porque brinda herramientas conceptuales para identificar los elementos epistémicos que soportan las estructuras culturales y sociales de exclusión política, racial, de género, de conocimiento, entre otras, que han dado lugar a la construcción de una América Latina subalternizada por medio de una lógica moderno-colonial desplegada en todos los ámbitos de la vida. Además, la perspectiva intercultural hace posible definir la relevancia filosófica, política y cultural de los saberes propios que, aunque negados por el orden hegemónico, siempre han coexistido, con lo cual se evidencia un sentido más amplio, complejo y orgánico de la realidad.
En resumen, en este artículo se demuestra que el concepto de inclusión es un eufemismo para continuar ocultando las estructuras injustas que hay en la sociedad, que hace que los occidentales sigan en el centro del poder, mientras que los no occidentales permanezcan excluidos o que se incluyan por medio de la asimilación del paradigma hegemónico. A partir de esa denuncia, se resalta la necesidad de que la educación tenga en cuenta interculturalmente los saberes no occidentales y construya un saber integrador, que no solo cumpla con las demandas del mercado neoliberal, sino que favorezca la realización biocultural de los excluidos.